Viaje al amor.
Traducción y prólogo de Juan Antonio Montiel.
Poesía Lumen. Barcelona, 2009.
Los dos fueron amigos y tuvieron tiempo para renovar la poesía norteamericana contemporánea desde presupuestos estéticos parecidos que hundían sus raíces en Emerson y Whitman y enriquecían esa herencia autóctona con la influencia de los románticos ingleses, los simbolistas franceses y la pintura.
Con traducción y prólogo de Juan Antonio Montiel, Lumen edita uno de los libros que contribuyeron a esa renovación. El Viaje al amor (1955) de William Carlos Williams es, junto con los Cuadros de Brueghel que aparecieron recientemente en esta misma colección, una de las obras imprescindibles de la poesía del siglo XX.
Nieto de Emily Dickinson, amigo de Hilda Doolittle y Ezra Pound y precursor de Ginsberg y Kerouac, William Carlos Williams buscó la precisión de la palabra poética, la exactitud de lo concreto, la transcendencia de lo cotidiano, la fuerza conceptual del habla coloquial.
No ideas but in things - no hay ideas sino en las cosas- fue la frase en la que cifró su poética, su idea de la poesía como exploración y descubrimiento, como resultado de la observación de la vida y la mirada detenida en el objeto, como expresión del interés por la realidad inmediata de las cosas.
Williams parte de la sensación, de la sensibilidad ante lo concreto para transformar la realidad en objeto verbal a través de la imaginación y la sintaxis. En su poesía convergen la vista y el oído en unos textos que escuchan las cosas, pintan con palabras los objetos cotidianos y nombran lo próximo. El ojo y el oído se proyectan en una palabra hecha ritmo e imagen, para dibujar un paisaje detallado con la fluidez del coloquio, con el ritmo interno de la lengua hablada sobre la base métrica del pie variable.
En la poesía de Williams conviven objetivismo y objetualismo, dos palabras que resumen no sólo la postura del que mira, sino la importancia de lo que se mira, los temas corrientes de la vida diaria que el autor elige para representar fragmentos de realidad, para describir una fotografía en color o para rendir homenaje a la pintura europea en su Tributo a los pintores.
Esa mirada, carente de didactismo y de todo propósito moralizador, huye de lo abstracto en unos poemas que no juzgan, en unos textos que captan el instante detenido y buscan la concentración depurada de la palabra para trascender lo concreto, para ir más allá del aquí y el ahora, para convertir lo ordinario en extraordinario.
Es lo que ocurre en el espléndido Una negra:
lleva un ramo de caléndulas
envuelto
en un periódico viejo:
las lleva en alto, medio
descubiertas,
la mole
de sus muslos
la hace ir
bamboleándose
mientras pasa
frente al aparador de una tienda
que se cruza en su camino.
Qué es
sino una embajadora
de otro mundo
un mundo de bellas caléndulas
de dos tonos
que ella ofrece
sin pensar nada más
sólo
yendo por ahí
con las flores en alto
como una antorcha
muy temprano en la mañana.
Es una poesía que convoca a los sentidos, no a la inteligencia, evita el tono meditativo y explora las sensaciones, no los conceptos, y por tanto usa como material poético la inmediatez tangible de lo concreto, no las abstracciones para ofrecernos unos textos que desde su mirada fotográfica o pictórica se convierten en poesía de la afirmación y la presencia. Ese tono afirmativo se vuelca sobre el pasado de la memoria y sobre la experiencia del presente en unos poemas en los que lo vegetal, lo que rebrota y renace, ocupa un lugar central.
A medida que avanza el libro va teniendo una presencia cada vez mayor el tema de la muerte o la vejez antes de culminar en el extenso Asfódelo, esa flor verdosa, un largo poema amoroso, también un descenso a los infiernos, como señala Juan Antonio Montiel en su certero prólogo, y en todo caso un texto cenital en el Viaje al amor y en la obra madura de William Carlos Williams.