Rubén Darío.
¿Va a arder París...?
Selección, introducción y notas
de Günther Schmigalle.
Veintisiete Letras. Madrid, 2008.
¿Va a arder París...?
Selección, introducción y notas
de Günther Schmigalle.
Veintisiete Letras. Madrid, 2008.
Veintisiete Letras recoge en una edición muy cuidada un conjunto de crónicas que Rubén Darío escribió entre 1892 y 1912. El volumen, preparado por Günther Schmigalle, lleva como subtítulo Crónicas cosmopolitas y reúne lo mejor de la obra periodística del nicaragüense.
Fue en la prosa del periódico, en la escritura a sueldo, donde Rubén desarrolló las dos terceras partes de su obra total. Sus artículos y crónicas para la prensa, y en especial sus colaboraciones en La Nación, le permitieron dedicarse a la poesía, pero más allá de su función alimenticia supo proyectar en ellas, con la alta calidad de su prosa eficaz y profesional, las actitudes, los temas y las preocupaciones del fin de siglo hispánico.
Como ocurre con otras manifestaciones de la época, coinciden aquí literatura y periodismo, vida y cultura, lirismo y actualidad. Rubén se convierte en espectador de su tiempo a través de crónicas filosóficas que arrancan de un suceso para llegar a una conclusión general que lo transcienda; con crónicas impresionistas, de tono conversacional, efímeras y con sabor de época; con semblanzas de autores como Poe, Verlaine o Marinetti, a través de una prosa fluida y precisa como la de este El faunida, un artículo que publicó La Nación el 3 de septiembre de 1910:
¿Es casado? ¿Es soltero? No me ha interesado averiguarlo. De todas maneras, debe portarse correctamente y cumplir con sus obligaciones. Creerá en los beneficios de la república, tendrá su mira puesta en un ascenso y obtendrá quizá pronto las palmas académicas. Todos los años, en una fecha fija, sabe que es obligación suya reunirse en un café de barrio, con unos cuantos hombres y mujeres que dicen discursos y versos a la memoria de su padre, y que comen por tres o cuatro francos, en fraternal ágape con la locuacidad de los hombres de letras. Él llena su misión sin comprender muy bien lo que se dice. Vagamente sabe que hay algo que le debe dar cierto orgullo y algo que le debe dar cierta vergüenza. Lo que es un hecho es que es un buen empleado, que merece el elogio de sus superiores y que nadie tiene que hacerle el menor reproche en su conducta. Es un hombre relativamente feliz. Ignora las angustias del ajenjo, de la lujuria y de la gloria. Es el faunida, es el hijo de Paul Verlaine.
Rubén fue cronista de un tiempo y de un espacio: el París que simboliza la unión de arte y vida, de poesía y realidad, y ante el que Darío pasa del entusiasmo a la desilusión, como pasó frente a la España del desastre y la bohemia desde la crítica del atraso a la nostalgia. De un espacio que es el de las crónicas que recogen impresiones del viajero por el Rhin, Londres o Tánger.
Entre la urgencia del cronista y la intemporalidad del poeta, Rubén tuvo un sostenido aprecio por estos artículos, que recopiló parcialmente en libros como Los raros o España contemporánea. La lectura de los textos de esta selección justifica su juicio y completa la imagen compleja de aquel escritor poderoso y total que fue Rubén Darío, menos ensimismado en su torre de marfil de lo que le atribuye la imagen tópica del Modernismo.
Fue en la prosa del periódico, en la escritura a sueldo, donde Rubén desarrolló las dos terceras partes de su obra total. Sus artículos y crónicas para la prensa, y en especial sus colaboraciones en La Nación, le permitieron dedicarse a la poesía, pero más allá de su función alimenticia supo proyectar en ellas, con la alta calidad de su prosa eficaz y profesional, las actitudes, los temas y las preocupaciones del fin de siglo hispánico.
Como ocurre con otras manifestaciones de la época, coinciden aquí literatura y periodismo, vida y cultura, lirismo y actualidad. Rubén se convierte en espectador de su tiempo a través de crónicas filosóficas que arrancan de un suceso para llegar a una conclusión general que lo transcienda; con crónicas impresionistas, de tono conversacional, efímeras y con sabor de época; con semblanzas de autores como Poe, Verlaine o Marinetti, a través de una prosa fluida y precisa como la de este El faunida, un artículo que publicó La Nación el 3 de septiembre de 1910:
¿Es casado? ¿Es soltero? No me ha interesado averiguarlo. De todas maneras, debe portarse correctamente y cumplir con sus obligaciones. Creerá en los beneficios de la república, tendrá su mira puesta en un ascenso y obtendrá quizá pronto las palmas académicas. Todos los años, en una fecha fija, sabe que es obligación suya reunirse en un café de barrio, con unos cuantos hombres y mujeres que dicen discursos y versos a la memoria de su padre, y que comen por tres o cuatro francos, en fraternal ágape con la locuacidad de los hombres de letras. Él llena su misión sin comprender muy bien lo que se dice. Vagamente sabe que hay algo que le debe dar cierto orgullo y algo que le debe dar cierta vergüenza. Lo que es un hecho es que es un buen empleado, que merece el elogio de sus superiores y que nadie tiene que hacerle el menor reproche en su conducta. Es un hombre relativamente feliz. Ignora las angustias del ajenjo, de la lujuria y de la gloria. Es el faunida, es el hijo de Paul Verlaine.
Rubén fue cronista de un tiempo y de un espacio: el París que simboliza la unión de arte y vida, de poesía y realidad, y ante el que Darío pasa del entusiasmo a la desilusión, como pasó frente a la España del desastre y la bohemia desde la crítica del atraso a la nostalgia. De un espacio que es el de las crónicas que recogen impresiones del viajero por el Rhin, Londres o Tánger.
Entre la urgencia del cronista y la intemporalidad del poeta, Rubén tuvo un sostenido aprecio por estos artículos, que recopiló parcialmente en libros como Los raros o España contemporánea. La lectura de los textos de esta selección justifica su juicio y completa la imagen compleja de aquel escritor poderoso y total que fue Rubén Darío, menos ensimismado en su torre de marfil de lo que le atribuye la imagen tópica del Modernismo.
Santos Domínguez