18/10/07

La roja insignia del valor


Stephen Crane.
La roja insignia del valor.
Traducción de Juan Aparicio-Belmonte
y María Ermitas Barrasa.
Rey Lear. Madrid, 2007

Cuando John Huston llevó al cine en 1951 La roja insignia del valor no debió de encontrar especiales dificultades para adaptar el guión de la novela homónima que había publicado Stephen Crane en 1895 y que reedita ahora Rey Lear con traducción de Juan Aparicio-Belmonte y María Ermitas Barrasa, que inauguraron esta colección con su versión del espléndido Heridas bajo la lluvia, que refleja la labor de Crane como corresponsal en la guerra de Cuba.

Murió en 1900 con apenas 29 años, pero pese a su muerte prematura tuvo tiempo de cambiar con esa novela el rumbo de la literatura de tema bélico, que a partir de entonces descubriría sus aspectos más sórdidos y menos heroicos.

La roja insignia del valor es una vigorosa narración ambientada en la guerra de Secesión, una novela sobre el miedo, la simulación y la heroicidad, una novela de formación protagonizada por el joven Henry Fleming. Con un ritmo vertiginoso, casi cinematográfico, en la acción y en los diálogos, a través de la experiencia de la guerra se desmitifican los tradicionales valores de las hazañas bélicas y se denuncia la degradación moral de la guerra y la delgada línea que separa el pánico del heroísmo, que a veces pueden ser sinónimos.

Crane no vio aquellas batallas. Cuando él nació en Nueva Jersey en 1871 hacía más de un lustro del final de la guerra civil americana, pero lo que falta aquí de testimonio personal de una experiencia lo suple el talento natural de un escritor dotado como pocos de un vigor narrativo poderosísimo, que brilla en la descripción sórdida del horror, el barro y la sangre de las trincheras.

Tuvo un enorme y sostenido éxito desde su primera edición. Henry James y Conrad elogiaron sin reservas esta novela con la que Crane abrió el camino de la literatura antibélica que tendría sus mejores herederos en la generación perdida de Faulkner, Dos Passos o Hemingway. Todavía en los años sesenta, la generación beat lo seguía viendo como un precursor, no sólo por esta novela, sino también por su poesía.

La última imagen que tenemos de él nos la dejó Conrad, que lo visitó en Dover y se despidió de un Crane ya muy enfermo. Siempre lo recordó, tras esa despedida que ambos sabían definitiva, mirando las velas de un barco que cruzaba a lo lejos por delante de su ventana.

Murió en Badenweiler, como Chejov; de tuberculosis, como el ruso. Pero no era Chejov. Fue sólo una rara y macabra coincidencia.

Santos Domínguez