Fernando Martínez.
La tarde más larga.
Almuzara. Córdoba, 2006.
La tarde más larga.
Almuzara. Córdoba, 2006.
Ocho caballos llevaba
el coche del Espartero.
El coche del que hablaba en los Romances del 800 Fernando Villalón, el ganadero poeta que quería crear una raza de toros con los ojos verdes, era el coche fúnebre que llevaba el cadáver de quien se llamó en el siglo Manuel García Cuesta y en los carteles El Espartero.
Lo había matado en Madrid el toro Perdigón, de Miura, el 27 de mayo de 1894 y el 30 de mayo llegaban sus restos a Sevilla. Miles de sevillanos pasaron por la capilla ardiente del Espartero. Uno de aquellos veinte mil dolientes era Fernando Villalón, que entonces era todavía un niño que no olvidaría nunca la impresión de aquel duelo, en el que iban de negro los mayorales/y en la fusta un lazo negro.
El Espartero era el torero más poderoso de su tiempo, uno de los emblemas del valor, la figura que entraba en la leyenda con su muerte cuando tenía 29 años recién cumplidos.
De su última tarde trata La tarde más larga, la novela en la que El Espartero recuerda su vida ante el periodista-narrador Mateo Rueda, mientras se viste en el cuarto del hotel para hacer el último paseíllo. La ha escrito Fernando Martínez y la ha editado con encomiable esmero y con una bellísima portada la editorial Almuzara en su colección Narrativa.
Esa tarde el torero recuerda su infancia y sus sueños en la Alameda de Hércules y en la sevillana plaza de la Alfalfa que evocaba Villalón en su romance; añora la tarde de su presentación en la Maestranza como banderillero. Tiene ya el aspecto de un dios joven y el porte cansado de un héroe triste acosado por las premoniciones supersticiosas.
Precisamente las supersticiones convierten en inverosímil una conversación sobre las cornadas que ha sufrido el torero. Ningún torero, y menos alguien como El Espartero y su cuadrilla, se permiten a sí mismos ni consienten a los demás la más mínima alusión a ese tipo de cosas antes de salir para la plaza y de encontrarse en el camino un entierro.
Pese a algún error de fechas, producto de un descuido menor (el 28 de mayo de 1894 era lunes y no martes) que desencadena errores posteriores, es esta una narración bien escrita que se propone ir más allá de la mera anécdota trágica para intentar ahondar en la mentalidad de un hombre que va a jugarse la vida y la va a perder un rato después, en un momento.
Se acabó de imprimir este libro el 16 de abril de 2006, Domingo de Resurrección, una de las fechas más taurinas y simbólicas del calendario, un día emblemático en los ciclos míticos y en los viejos rituales de la vida y la muerte que persisten en la tauromaquia.
Lo había matado en Madrid el toro Perdigón, de Miura, el 27 de mayo de 1894 y el 30 de mayo llegaban sus restos a Sevilla. Miles de sevillanos pasaron por la capilla ardiente del Espartero. Uno de aquellos veinte mil dolientes era Fernando Villalón, que entonces era todavía un niño que no olvidaría nunca la impresión de aquel duelo, en el que iban de negro los mayorales/y en la fusta un lazo negro.
El Espartero era el torero más poderoso de su tiempo, uno de los emblemas del valor, la figura que entraba en la leyenda con su muerte cuando tenía 29 años recién cumplidos.
De su última tarde trata La tarde más larga, la novela en la que El Espartero recuerda su vida ante el periodista-narrador Mateo Rueda, mientras se viste en el cuarto del hotel para hacer el último paseíllo. La ha escrito Fernando Martínez y la ha editado con encomiable esmero y con una bellísima portada la editorial Almuzara en su colección Narrativa.
Esa tarde el torero recuerda su infancia y sus sueños en la Alameda de Hércules y en la sevillana plaza de la Alfalfa que evocaba Villalón en su romance; añora la tarde de su presentación en la Maestranza como banderillero. Tiene ya el aspecto de un dios joven y el porte cansado de un héroe triste acosado por las premoniciones supersticiosas.
Precisamente las supersticiones convierten en inverosímil una conversación sobre las cornadas que ha sufrido el torero. Ningún torero, y menos alguien como El Espartero y su cuadrilla, se permiten a sí mismos ni consienten a los demás la más mínima alusión a ese tipo de cosas antes de salir para la plaza y de encontrarse en el camino un entierro.
Pese a algún error de fechas, producto de un descuido menor (el 28 de mayo de 1894 era lunes y no martes) que desencadena errores posteriores, es esta una narración bien escrita que se propone ir más allá de la mera anécdota trágica para intentar ahondar en la mentalidad de un hombre que va a jugarse la vida y la va a perder un rato después, en un momento.
Se acabó de imprimir este libro el 16 de abril de 2006, Domingo de Resurrección, una de las fechas más taurinas y simbólicas del calendario, un día emblemático en los ciclos míticos y en los viejos rituales de la vida y la muerte que persisten en la tauromaquia.
Santos Domínguez