27/3/06

Correr tras el propio sombrero



G. K. Chesterton. Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos).
Selección y prólogo de Alberto Manguel. Traducción de Miguel Temprano.
Acantilado. Barcelona, 2005.



Al leer a Chesterton nos embarga una peculiar sensación de felicidad. Su prosa es todo lo contrario de la académica: es alegre.

Con esas palabras inicia Alberto Manguel su prólogo a Correr tras el sombrero (y otros ensayos), una colección de ensayos breves y artículos de G. K. Chesterton que publica Acantilado.

La selección de los textos también es de Alberto Manguel. La traducción, de Miguel Temprano. Y el lector de Chesterton también es un lector alegre, un lector que empieza a divertirse cuando hojea el índice y desde ahí ya percibe el ingenio del autor, aquella paradoja andante que enumeraba las ventajas de tener una sola pierna, escribía una defensa de los pelmazos, reivindicaba su derecho y el de Dumas a escribir mal y enumeraba una serie de buenas historias echadas a perder por buenos autores.

Si el lector tiene además alguna experiencia, sabe que por unos días va a tener garantizada la diversión y la sonrisa. Porque en el interior de este Correr tras el sombrero le espera una inteligencia aguda y profunda. El lector, que conoce a Chesterton, abre el libro al azar porque sabe que el viejo zorro no le va a fallar.

Y no le falla:

La verdad es que abordamos cualquier obra maestra como Hamlet a través de la atmósfera neblinosa creada por la propia obra maestra. Sabemos que es genial antes de poder preguntarnos siquiera si es buena. (...) ¿Cómo vamos a discutir el modo en que deberíamos haber escrito las obras de Shakespeare? Shakespeare nos describió a nosotros. Y usted y yo (estoy seguro de que estará de acuerdo) somos dos de sus mejores personajes.

Así es Chesterton. Hable de lo que hable: de la inspiración y William Blake, del Libro de Job o de las jugarretas de la memoria, de la publicidad o de un funcionario demente, Chesterton es un prodigio de humor, de inteligencia, de ironía.


Y estas líneas que valen por todo un tratado de historia de la crítica literaria:

Los críticos incluyen casi a regañadientes entre las obras de Shakespeare obras como Troilo y Crésida o Cimbelino, con el resultado de que la siguiente generación de críticos declara que son las únicas que verdaderamente valen la pena.
Los viejos y cordiales admiradores de Dickens lamentaron que el hilarante Maestro de Festejos que había creado a Pickwick terminara por volverse tan triste, desfallecido e impotente como para rebajarse a escribir La pequeña Dorrit. Motivo por el cual el señor George Gissing, un hombre de auténtica inspiración literaria, casi llegó a decir que La pequeña Dorrit le parecía el mejor libro de Dickens.

Cofrade glotón de la hermandad de las buenas letras, no compartió con Mallarmé la angustia de la creación ni la inseguridad de la página en blanco. Uno de los camareros del café en el que solía escribir, en Fleet Street, la calle de la prensa, hizo de Chesterton este retrato preciso que parece sacado de una de sus novelas:

Es un hombre muy inteligente. Se sienta y se ríe. Luego escribe alguna cosa. Y después se ríe de lo que ha escrito.

La reflexión sobre el ensayo con la que se abre la antología debería estar en todos los manuales del género:

El ensayo es el único género literario cuyo propio nombre reconoce que el irreflexivo acto conocido como escritura es en realidad un salto en la oscuridad. Cuando uno intenta escribir una tragedia, no dice que la tragedia sea un intento. (...) Un ensayo, por su propio nombre y su propia naturaleza, es verdaderamente un intento y un experimento. En realidad uno no escribe un ensayo. Lo que hace es ensayar un ensayo.

Más allá del puro juego de ingenio, hay aquí toda una reflexión sobre la creación literaria. No solo sobre el ensayo. ¿No es la poesía también un salto en la oscuridad?

Santos Domínguez