"Yo amo a aquellos que no saben vivir sino para desaparecer, porque esos son los que pasan al otro lado."
A esa cita de Nietzsche se encomienda Stefan Zweig en La lucha contra el demonio (Hölderlin. Kleist. Nietzsche), que recuperó hace unos años Acantilado.
En la línea de su anterior Tres maestros (Balzac. Dickens. Dostoievski), el libro, centrado en tres visionarios unidos por una serie de afinidades espirituales y existenciales, forma parte de un proyecto más amplio que se titularía Los constructores del mundo. Tipología del espíritu.
"Difícilmente los mortales reconocen al hombre puro", decía Hölderlin en La muerte de Empédocles.
Incomprendidos, inadaptados, siempre un paso o dos por delante de los hombres y de su tiempo, dominados por una fuerza superior que les envenena los sentidos, les desborda la inteligencia y les lleva a la aniquilación intelectual y vital, a la autodestrucción, a la locura, al suicidio o a la muerte prematura, después de haber sentado algunas de las bases de la literatura y la filosofía contemporáneas.
Alejados de las cosas del mundo, sin vínculos familiares, sin trabajo estable, sin casa propia, sin arraigo a nada ni a nadie, viven en el inestable vacío y en la fragilidad de las estrellas fugaces.
Lo demoniaco, señala Zweig, es lo que separa al hombre de sí mismo, de sus limitaciones físicas, temporales o morales, lo que impulsa a una dimensión más alta en esa atracción de lo fáustico como fuente del conocimiento. El viejo mito del árbol de la vida y el árbol de la ciencia que obsesionó a Schopenhauer y que superó arrebatadamente Nietzsche.
No hay arte de verdad que no sea demoniaco. Demoniaca, no divina, es la inspiración de los poetas y los pensadores que fundan la contemporaneidad y tienen su contrapunto en la figura de Goethe, un amo, no un siervo, del demonio. Un Goethe que en Werther describió proféticamente las vidas ajetreadas e infelices de Hölderlin, de Kleist, de Nietzsche.
Si en todo espíritu creador la lucha con el demonio es una constante, ese debate se lleva al límite en estos tres prometeos que buscan el fuego de los dioses en las fronteras de la inteligencia y los límites de la noche oscura del sentido.
Atormentados y clarividentes, dotados de inteligencia sobrehumana, extraños para el mundo y para ellos mismos, tendieron siempre al exceso y a la anulación de sí mismos en busca del caos original, anterior a los dioses, dioses ellos mismos precipitados en el abismo como ángeles de las tinieblas tras despreciar una realidad que es sinónimo de insuficiencia y limitación.
Como Tres maestros, esta es una de las obras de Zweig por las que parece no haber pasado el tiempo. La terminó en Salzburgo en 1925 y está escrita con la soltura y el temple narrativo de su autor.
Una obra imprescindible que se lee con el interés que suscita una buena novela y con la intensidad con la que se aborda la poesía.
A esa cita de Nietzsche se encomienda Stefan Zweig en La lucha contra el demonio (Hölderlin. Kleist. Nietzsche), que recuperó hace unos años Acantilado.
En la línea de su anterior Tres maestros (Balzac. Dickens. Dostoievski), el libro, centrado en tres visionarios unidos por una serie de afinidades espirituales y existenciales, forma parte de un proyecto más amplio que se titularía Los constructores del mundo. Tipología del espíritu.
"Difícilmente los mortales reconocen al hombre puro", decía Hölderlin en La muerte de Empédocles.
Incomprendidos, inadaptados, siempre un paso o dos por delante de los hombres y de su tiempo, dominados por una fuerza superior que les envenena los sentidos, les desborda la inteligencia y les lleva a la aniquilación intelectual y vital, a la autodestrucción, a la locura, al suicidio o a la muerte prematura, después de haber sentado algunas de las bases de la literatura y la filosofía contemporáneas.
Alejados de las cosas del mundo, sin vínculos familiares, sin trabajo estable, sin casa propia, sin arraigo a nada ni a nadie, viven en el inestable vacío y en la fragilidad de las estrellas fugaces.
Lo demoniaco, señala Zweig, es lo que separa al hombre de sí mismo, de sus limitaciones físicas, temporales o morales, lo que impulsa a una dimensión más alta en esa atracción de lo fáustico como fuente del conocimiento. El viejo mito del árbol de la vida y el árbol de la ciencia que obsesionó a Schopenhauer y que superó arrebatadamente Nietzsche.
No hay arte de verdad que no sea demoniaco. Demoniaca, no divina, es la inspiración de los poetas y los pensadores que fundan la contemporaneidad y tienen su contrapunto en la figura de Goethe, un amo, no un siervo, del demonio. Un Goethe que en Werther describió proféticamente las vidas ajetreadas e infelices de Hölderlin, de Kleist, de Nietzsche.
Si en todo espíritu creador la lucha con el demonio es una constante, ese debate se lleva al límite en estos tres prometeos que buscan el fuego de los dioses en las fronteras de la inteligencia y los límites de la noche oscura del sentido.
Atormentados y clarividentes, dotados de inteligencia sobrehumana, extraños para el mundo y para ellos mismos, tendieron siempre al exceso y a la anulación de sí mismos en busca del caos original, anterior a los dioses, dioses ellos mismos precipitados en el abismo como ángeles de las tinieblas tras despreciar una realidad que es sinónimo de insuficiencia y limitación.
Como Tres maestros, esta es una de las obras de Zweig por las que parece no haber pasado el tiempo. La terminó en Salzburgo en 1925 y está escrita con la soltura y el temple narrativo de su autor.
Una obra imprescindible que se lee con el interés que suscita una buena novela y con la intensidad con la que se aborda la poesía.
Santos Domínguez