19 marzo 2025

Azorín. Clásico y moderno

 

 

Francisco Fuster.
Azorín. 
Clásico y moderno. 
Biografía.
Alianza editorial. Madrid, 2025.

He escrito en muchos sitios a lo largo de mi vivir: en Monóvar, nativo pueblo; en Madrid, en San Sebastián, en París. No sé dónde he escrito con más fervor, con más verdad, con más entusiasmo. He escrito en cuartillas anchas y amarillentas, en cuartillas chicas y blancas. He escrito en un cuartito de estudiante, en la mesa de una redacción, en el campo, en la ciudad, en una estación, en la mesa de mármol de un café. He escrito por la mañana, por la tarde, a prima noche, en las horas de la madrugada, con el alba, con la aurora, a mediodía, a la tarde. He escrito estando bueno, con salud pletórica, enfermo, titubeante, sin sanidad y sin dolencia. He escrito con todas las luces, con sombras y con penumbras; con luz de aceite, grata luz; con luz eléctrica, agria luz; con la blanca y suave luz del gas; a la luz de las bujías. He escrito con pluma, con lápiz, con máquina de mesa y con máquina portátil, con pluma de agudo y con pluma de punto grueso. He escrito con letra abultada y letra menuda. He escrito con inspiración y sin inspiración; con ganas y sin ganas.

Ese párrafo que Azorín puso al frente de sus Obras completas lo recupera Francisco Fuster en su biografía Azorín. Clásico y moderno que publica Alianza editorial en su colección de Libros singulares.

Clásicos y modernos tituló Azorín una recopilación de sus textos más significativos, parte de una tetralogía de la que forman parte también Lecturas españolas, Los valores literarios y Al margen de los clásicos. Y esa misma expresión se utiliza en el título de esta biografía para caracterizar la personalidad y la actitud vital y literaria de Azorín desde el contraste entre la continuidad y la renovación, entre la tradición y la modernidad.

Con algo de exceso expresivo, Gómez de la Serna vio en Azorín al mejor representante del alma de su tiempo. Y si no el alma de su tiempo, sí al menos el alma del autor es el objeto de esta obra que rastrea las claves del espíritu azoriniano, no sólo su biografía externa, desde la que el propio autor consideraba su primer libro reconocible, El alma castellana.

Fuster acomete con esa orientación un recorrido por la vida y la obra de Azorín, por su cambiante ideología y sus veleidades políticas, por sus más de sesenta años de escritura en esta biografía minuciosa y documentada. Y ese camino lo recorren estas páginas con neutralidad aséptica, con distancia respetuosa del biografiado y con una actitud menos valorativa que la que empleó con los Baroja en el espléndido Aire de familia (Cátedra, 2018).  

Y así afronta la formación juvenil de su temperamento contemplativo, su época incendiaria de fervor anarquista, su absentismo de estudiante universitario de expedientes en continuo traslado en busca de mejor fortuna, sus inicios periodísticos en la prensa local y provincial de Alicante, su instalación definitiva en Madrid  desde 1896, su etapa provocadora con artículos anarquistas y anticlericales en el lerrouxista El País, artículos que no cobraba, pero que sirvieron para llamar la atención y para que Clarín viera en él “una de las pocas esperanzas de nuestra literatura satírica.”

Fue una época de penurias económicas y de rencores acumulados en el agrio y panfletario Charivari, el libro inicial con el que se ganó la enemistad del mundillo literario madrileño. Una época de autopromoción con reseñas bajo seudónimo de sus propios libros y de silencios llamativos ante el desastre del 98.

Vino después, la adopción del seudónimo Azorín -su alter ego en las novelas autobiográficas Diario de un enfermo, La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo-,  porque un nombre y unos apellidos como José Martínez Ruiz eran poco llamativos. Sobre ese seudónimo, apellido corriente en el Levante español y asumido desde enero de 1904, César Barja escribía en 1935 estas certeras líneas, que van más allá de lo literario y entran sutilmente en lo personal: “Azorín, de azorar, azorarse: conturbarse, ruborizarse… Nada verdaderamente trágico, nada violento. Sentimiento algo femenino, propio de hombre tímido, del todo emocional.”

El primer libro que firmó como Azorín fue Los pueblos (1905), “su obra maestra” en opinión de Fuster, que lo califica como una melancólica “intrahistoria del siglo XIX”. 

Por encargo de El Imparcial, en ese mismo año en que se cumplía el tercer centenario de la publicación del Quijote viajará por La Mancha para escribir las quince crónicas periodísticas que se publicaron ese mismo año como libro en La ruta de Don Quijote.

Cronista parlamentario, intervino en política como diputado en cinco legislatiras en las filas conservadoras del maurismo y se incorporó en 1905 al recién fundado ABC. Por entonces escribe El político, una de sus obras más discutidas y discutibles. Como recuerda Fuster, Ortega le reprochaba en aquellos momentos que se hubiera “dejado atrapar por los cantos de sirena que le llegan desde el mundo de la política: una feria de las vanidades en la que todo se compra, porque todo se vende.”

Sus fracasos repetidos y humillantes para acceder a un sillón en la Academia; la publicación en 1912 de uno de sus libros fundamentales, Castilla, que completa el ciclo inaugurado con Los pueblos y La ruta de Don Quijote; los cuatro artículos de 1912 en los que reivindicó la existencia de una muy discutible Generación del 98, que se integrarían ese mismo año en Clásicos y modernos; su regreso a la novela en 1922 con Don Juan; sus desencuentros con Juan Ramón Jiménez -que le reprochó que su posición era “de una inmoralidad insostenible. Hay ya que faltarle a usted el respeto. En su ABC y en su PEN, viene usted haciendo una defensa llana de lo fácil, de lo feo, de lo vulgar”-; su ingreso en la Academia en 1924 con un largo discurso (en realidad, un libro): Una hora de España; sus incursiones en el teatro superrealista, con tres obras que contrastan con la reivindicación de la tradición clásica en su prosa; sus tres inesperadas novelas experimentales y vanguardistas de finales de los años veinte; su salida de ABC y su paso a El Sol, el periódico de Ortega y Gasset, con quien comparte su decepción con la República; sus actitudes cambiantes y confusas ante la política republicana; su salida de España al iniciarse la guerra para instalarse en París, donde comparte exilio con Baroja; sus cartas a Franco y su regreso en agosto de 1939 para publicar en noviembre en ABC una “Elegía a José Antonio” y colaborar en Arriba, órgano de FET y de la JONS, o en las revistas Escorial y Vértice; su exaltación del Caudillo en varios artículos; su “falta de seriedad moral”, en palabras de un indignado Fernández Almagro; su vida monótona en el Madrid de la posguerra, convertido en “antología de sí mismo”, en expresión de González-Ruano; la memoria personal de Valencia, la memoria generacional de Madrid y la memoria del exilio de París; su retirada de las letras, su vejez solitaria y su afición al cine y la acumulación de reconocimientos son algunos de los episodios que aborda en su obra Francisco  Fuster, que ha puesto al frente de ella esta pertinente cita de Ortega y Gasset: “La biografía es eso: sistema en que se unifican las contradicciones de una existencia.” 

Como persona, como político y como escritor, Azorín fue un hombre contradictorio y complejo. El biógrafo recuerda esa escisión que había percibido Baroja, que “hace hincapié en el contraste entre su enorme sensibilidad y el hieratismo bajo la cual trata de esconderla: «Es impresionable hasta la exageración, y sus ojos son inexpresivos; es nervioso, y su aspecto es impasible; tiene fuego en su palabra, y su rostro es frío y de ademán automático».”

A esa misma peculiaridad aludía Dionisio Ridruejo en este retrato: “Azorín llevaba su emotividad con censura, su ingenuidad con cuidado, su burla con precaución, más cortés que cordial.”

Más violento en la expresión de los contrastes azorinianos se mostraba Pedro Salinas en una carta a Jorge Guillén: “Formidable escritor y tonto irremediable.”

 “Los biógrafos de Azorín -escribe Fuster- suelen coincidir al afirmar que su obra despierta mayor interés que su vida. Esgrimen, para ello, que esa peripecia vital fue monótona y rutinaria, exenta de las aventuras y desventuras que adornan esas biografías llamadas «novelescas». Alguno ha ido más allá al argumentar que, en su caso, la vida ha empañado la obra, pues lo que hizo al margen de su profesión condiciona nuestro juicio sobre su producción estrictamente literaria. Sus aciertos como escritor habrían sido tantos como los desaciertos que tuvo cuando cayó en la tentación de abandonar su hábitat natural para probar suerte como político o como intelectual.”

Escrita con admirable rigor documental y sin estridencias valorativas, esta biografía de Azorín incorpora en su parte final, además de una amplia bibliografía actualizada y un útil índice onomástico, una espléndida recopilación de imágenes azorinianas. Entre ellas la que se utiliza también en la portada de esta biografía: la que lo muestra mirando desde arriba y fue portada del semanario Destino el 11 de marzo de 1967. “Azorín, maestro de las letras españolas”, decía el pie de foto. Se anunciaba así el extenso reportaje que repasaba la vida y la obra del escritor que había muerto el 2 de marzo. 

Santos Domínguez 


17 marzo 2025

Fechner. Nanna o el alma de las plantas




Gustav Theodor 
Nanna o el alma de las plantas
Prólogo de Paco Calvo.
Traducción de Luis O’Valle Martínez 
y José Miguel Gómez Acosta. 
Atalanta. Gerona, 2025.

Consciente de que se le podía atribuir una propensión al pensamiento mágico por defender la presencia de mecanismos conscientes en las plantas, escribía el físico y psicólogo Gustav Theodor Fechner (1801-1887) en el Prefacio de Nanna o el alma de las plantas, que publicó en 1848:

Admito haber albergado ciertas dudas a la hora de tratar el tema que abordaré a continuación, en apariencia fantasioso y situado en el ámbito más apacible de la naturaleza, en un momento en el que el gran impulso y ritmo de los tiempos acapara el interés de todos, incluido el de aquellos más templados, en relación con asuntos mucho más importantes. ¿Acaso no estoy pidiendo que se comience a escuchar el susurro de las flores, algo a lo que nunca se ha prestado atención, ni siquiera en los periodos de mayor serenidad, en medio del fragor de un viento capaz de derribar los troncos de raíces más profundas, y que además se aprenda a creer en ello, en una época en la que hasta la voz más potente del ser humano tiene dificultades para afirmarse o imponerse?

Fechner, una isla rara en el panorama positivista y mecanicista de la ciencia y la filosofía europea de la época, anticipó hace casi dos siglos la creciente teoría contemporánea de la neurobiología vegetal, con autores como Stefano Mancuso (Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal) que admiten la existencia de una particular forma de vida sensible y consciente en las plantas. Una forma de vida con comportamientos inteligentes y adaptativos frente a una tradición que ve una forma inferior de existencia en lo vegetal, desde Aristóteles, que las consideraba animales defectuosos y por tanto las clasificaba como la forma más baja de la vida.

 Fechner amplió su propuesta desde las plantas a la cosmología y desarrolló tres años después su teoría psicofísica animista sobre la existencia de una conciencia universal en Sobre las cosas del cielo y del más allá (1851), donde expuso la concepción cosmológica pampsiquista de un mundo dotado de una peculiar vida interior. Un mundo animado por la conciencia y la emoción de todo lo vivo: desde la tierra hasta las estrellas, desde las plantas hasta el hombre o el conjunto del universo en un sistema de conexiones en el que el lugar del hombre está a medio camino entre el alma de las plantas y la de las estrellas. Porque la conciencia no es una cualidad exclusiva de lo humano, sino que se extiende a todos los niveles de vida del universo. Defendía así, desde el pampsiquismo y  por elevación,  la existencia de una conciencia terrestre con la que están más familiarizadas las filosofías orientales, las mitologías ancestrales y la mentalidad infantil.

La revelación que está en la raíz de Nanna o el alma de las plantas ocurrió el 5 de octubre de 1843, cuando tras una progresiva ceguera y un largo episodio depresivo que lo habían mantenido encerrado en una habitación oscura, salió al jardín de su casa por primera vez sin la venda que había protegido sus ojos.    En ese momento se produce la experiencia de una visión que iba más allá de los límites de la experiencia humana y tuvo la sensación de que cada flor brillaba con una claridad peculiar, como si proyectara una luz interior hacia fuera.

Desde el título, que evoca a Nanna, la diosa de las flores en la mitología nórdica, Fechner hace explícita su convicción de la existencia de una naturaleza consciente y emocional en las plantas. Una convicción que apoyaba en su observación de la vida de las plantas y en diversos experimentos botánicos  que buscaban demostrar la existencia de una experiencia interior a partir de las expresiones físicas externas. Una experiencia en la que el sistema de fibras y filamentos vegetales de las plantas parecen ser el equivalente del sistema nervioso de los animales para desarrollar una conciencia del entorno y reaccionar adecuadamente ante estímulos ambientales como la luz, la temperatura y la humedad, los ciclos de las estaciones o los insectos polinizadores.

Esa epifanía del jardín transfigurado en la mirada al interior de una naturaleza animada es la que desencadena la elaboración de este libro que acaba de publicar Atalanta con traducción de Luis O’Valle Martínez y José Miguel Gómez Acosta. 

Lo abre un prólogo en el que Paco Calvo, autor de Planta sapiens, advierte de que “la posesión de un alma o una mente por parte de las plantas no implica que sea del mismo tipo que la nuestra. El lector de Nanna debe evitar caer en sesgos antropocéntricos o proyecciones antropomórficas. Lo que necesitamos es una llave maestra que nos permita abrir cualquier puerta, cualquier rama del árbol de la vida, y no una llave diseñada ex profeso para la cerradura específica del Homo sapiens o, incluso, del reino animal en su conjunto. Si las plantas tienen mente, entonces tienen su propia mente.”

Fechner cierra su ensayo aludiendo precisamente a esa particularidad:

El proceso de formación del fruto revela, desde su inicio, una diferencia fundamental entre las plantas y los animales. Mientras que en las plantas se trata de un proceso que se desarrolla dentro del organismo, en los animales es un acto compartido entre dos individuos. Esto puede tener una gran importancia desde un punto de vista psíquico. Los reinos vegetal y animal no están destinados a repetirse, sino a complementarse; aquello que en los animales ocurre en el oscuro terreno de lo inconsciente, y solo se vislumbra a través de ciertos fenómenos de la reproducción, constituye en las plantas el núcleo de su vida consciente.

Frente al reduccionismo materialista que ve la conciencia como el resultado del tráfico complejo de las redes neuronales, Fechner abrió con este ensayo nuevas perspectivas de acceso a la comprensión de la realidad y difuminó en su obra los límites entre lo interior y lo exterior, entre lo visible y lo invisible, entre la conciencia y la materia.

Santos Domínguez 


14 marzo 2025

José Antonio Sáez. Mar de las Ágatas


José Antonio Sáez. 
Mar de las Ágatas
Editorial Alhulia. Granada, 2024.


 MAR DE LAS ÁGATAS

Oigo el mar dentro de mí, escucho sus latidos 
en mi alma y no entiendo a qué viene esta música, 
la melodía que suena en ese acordeón 
que conforman las olas en su batir continuo.
He subido hasta aquí para encontrar el aire que me falta 
allí abajo, y porque su elocuencia inflama mis pulmones 
como quien recio sopla sobre un acantilado 
y cree que lo intimida tan solo con el eco. 
No entenderás el ritmo que acompasa tu mente 
fluyendo entre las notas de un violín que suspira, 
ni el ansia de infinito que asciende hasta tus párpados, 
muchacho gris que arropa las luciérnagas 
y amortaja los lirios donde dormitan libres. 
Has llegado hasta mí convocando a las aves, 
en un batir de alas y en su aplauso de alivio
para morir mañana como quien forja un sueño. 
Pon tu oído en mi pecho y escucha entre rumores 
este son acordado que en el ansia me late, 
ahora que te alejas por esta verde fronda.

De ese texto que reúne muchas de las claves del libro, toma su título el reciente libro de José Antonio Sáez, que tras recoger su Poesía reunida (2010-2020) en La memoria en llamas en esta misma Editorial Alhulia, publica Mar de las Ágatas, “inmerso -como señala el mismo en el prólogo- en un proceso de decantación poética y lingüística a la par; siempre tras el objetivo de esa conciencia espiritual que se identifica con el encuentro del hombre consigo mismo. […] El mar a que alude el título simboliza la inmersión del yo poético en la conciencia espiritual, que queda supeditado a ella, acunado por la mansedumbre de las olas que vienen a morir en la playa desierta.”

Organizados en tres partes (‘Fuente de las lágrimas’, ‘Arpa de David’ y ‘Arcos florales’), sus poemas de serena cadencia clásica despliegan imágenes que encauzan el difícil equilibrio de la emoción contenida y la honda meditación existencial en torno al amor y la muerte, la mirada y la memoria, la conciencia del tiempo y la extinción, el dolor del desplome en caída libre y la esperanza del ascenso, porque “nadie puede ascender si no ha caído antes”, como escribe en el poema dedicado al Descendimiento, el cuadro de Roger van der Weyden.

Con homenajes explícitos a San Juan de la Cruz y a García Lorca, a Luis Rosales y Miguel Hernández, Mar de las Ágatas es una conmovida reflexión existencial sobre la pérdida. Una reflexión que indaga con sosiego y con una intensa carga emocional en el misterioso tránsito de la vida a una muerte ante la que se alza el quevediano amor más poderoso que la muerte, porque, como señala el poeta en el remate del prólogo, “no hay muro infranqueable contra la muerte que no sea el amor.”

 Desde “la melancolía de un tiempo de cenizas / que le advierte de que eso es ya irrecuperable”, esa idea de que la muerte nada puede contra el amor es uno de los ejes vertebrales del libro, que insiste en ella con versos como estos:

          Y me niego a la idea 
de que pueda la muerte escindir el amor 
que tanta vida dio para extinguirse luego.

O en la salida de la noche en la espera del amanecer al final de ‘Canción’:

Dime que un ángel azul me acoge entre sus brazos 
y que se hará de día, aunque la noche reine hasta rayar el alba.



Santos Domínguez 





12 marzo 2025

Octavio Paz. Primeras letras




Octavio Paz.
 Primeras letras 
(1931-1943)
Edición renovada y aumentada 
de Enrico Mario Santí.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2025. 

 Cada uno escoge, en ese universo que es la novela de Proust, una comarca en donde le hubiera gustado vivir. De todos estos sitios, cabalmente, no me gustaría escoger Un amor de Swann, pero lo amo como se quiere a ese amigo del que se recuerdan vagamente las facciones y los gestos, que luego resulta que es uno mismo -nuestra propia imagen perdida, muerta para la memoria-, como le pasa al mismo Swann, que se reconoce, al escuchar la sonata de Vinteuil, en ese hombre amargado que llora sin llorar en un salón. Mundo envuelto por el vaho caliente del té que prepara Odette, ceremonia ritual en la que se prepara un veneno sutil que nos hace olvidar, mientras ella sonríe, que ya es hora de irnos, que tenemos que regresar a vivir y a morir, a aprender para siempre que no debemos recordarlo más. Odette-Circe pero ¿dónde está Ulises?

Así cierra Octavio Paz “Distancia y cercanía de Marcel Proust”, un brillante texto de 1933 que él consideraba su “verdadero primer ensayo”. Forma parte de la nueva edición revisada y aumentada en Cátedra Letras Hispánicas de sus Primeras letras (1931-1943), que ha preparado Enrico Mario Santí, como la primera edición que apareció en 1987, con una selección de los abundantes escritos juveniles en prosa de Octavio Paz, dispersos hasta entonces en revistas y diarios. A ese material ingente se sumaron entonces seis inéditos para completar el trazado de la prehistoria literaria de Paz.

Como esta edición revisada y aumentada con veintitrés textos más, aquella primera llevaba como pórtico un ‘Descargo’ en el que Octavio Paz calificaba estos textos como “balbuceos”, aunque reconocía que “los años que van de 1931 a 1943 fueron notables por varias razones” y que “estas páginas son el testimonio de los años de aprendizaje de un joven enamorado de la poesía y de la literatura.” Y cerraba aquel texto preguntándose por lo que representaba esta selección en su trayectoria literaria: “¿Búsqueda de la perfección, la belleza, la expresión propia? Tal vez: búsqueda de la comunión. Exploración solitaria y, no obstante, poblada de fantasmas y voces: las de mis admiraciones y mis antipatías, mis fantasmas y mis númenes. La literatura es soliloquio y diálogo, con los otros y con nosotros mismos, con el mundo de aquí y con el de allá.”

Con esa perspectiva hay que afrontar la lectura de esta primera antología de la obra de Octavio Paz, de estas copiosas Primeras letras que ofrecen un panorama misceláneo de su itinerario inicial y su trayectoria incipiente: desde los fragmentos de un diario personal y los ejercicios de prosa poética incluidos en la primera sección del libro (‘Vigilias: Diario de un soñador’) hasta las reflexiones de las columnas periodísticas recogidas en el apartado ‘Novedades’, pasando por la crítica literaria, las reseñas de libros y artículos variados sobre arte y literatura, sobre política, moral y sociedad de ‘Libros y autores’ y por los ensayos sobre poesía agrupados en la sección titulada ‘Testimonios’. 

A esta última pertenece el breve ensayo “Poesía de soledad y poesía de comunión”, fechado en México en 1943 y recogido veinte años después, muy revisado, en Las peras del olmo. Así exponía Paz en ese texto su concepción de la poesía:

Entre estos dos polos de inocencia y conciencia, de soledad y comunión, se mueve toda poesía. Los hombres modernos, incapaces de inocencia, nacidos en una sociedad que nos hace naturalmente artificiales y que nos ha despojado de nuestra substancia humana para convertirnos en mercancías, buscamos en vano al hombre perdido, al hombre inocente. Todas las tentativas valiosas de nuestra cultura, desde fines del siglo XVIII, se dirigen a recobrarlo, a soñarlo. Rousseau lo buscó en el pasado, como los románticos; algunos poetas modernos, en el hombre primitivo; Carlos Marx, el más profundo, dedicó su vida a construirlo, a rehacerlo. Nosotros somos incapaces de articular en un poema esta dualidad de conciencia e inocencia (puesto que esa dualidad corresponde a antagonistas irreductibles de la historia y de la vida material) e intentamos evadirnos de la tragedia que supone su enemistad. Como se nos niega su integración superior y hemos dejado de luchar o de soñar con ella, la substituimos por un rigor externo, puramente verbal y geométrico, o por el pobre balbuceo del inconsciente. La sola participación del inconsciente en un poema lo convierte en un documento psicológico; la sola presencia del pensamiento, con frecuencia vacío y especulativo, lo deshabita. Ni discursos académicos ni vómitos sentimentales: el mismo asco nos producen las monótonas demostraciones en verso, tristes refrigeradoras de la palabra, que las revueltas aguas negras del inconsciente. ¿Y qué decir de los discursos políticos, de las arengas de los editoriales de periódico, que se enmascaran con el rostro de la poesía?

El amplio y documentado estudio introductorio de Enrico Mario Santí revela la importancia de estos textos para el conocimiento de la obra germinal y aún en esbozo del escritor en ciernes que era entonces Octavio Paz y concluye que Primeras letras es “un esfuerzo por abrir esa puerta, por esclarecer una parte importante de los orígenes de un gran escritor, y por dar a conocer un volumen de prosa lúcida y valiosa.”


Santos Domínguez

 

10 marzo 2025

Miguel Floriano. Descortesías

   


Miguel Floriano. 
Descortesías.
[2014-2024] 
 La Isla de Siltolá. Levante. Sevilla, 2025.

“Prefiero la excentricidad de un ególatra que el temperamento ladino de un falso modesto. Nada se aleja tanto de la verdad como la modestia”, escribe Miguel Floriano en una de las reflexiones sobre vida y literatura de Descortesías [2014-2024] que publica La Isla de Siltolá en la colección Levante.

Algunas de esas reflexiones se atribuyen a O. Chantilly, el heterónimo al que se le atribuyen varios fragmentos del libro. Un personaje “del que solo se han podido recoger citas dispersas en cuartillas” y esta demoledora descripción atribuida a Harold Bloom:

Alto, tímidamente miope, atildado, impertinente, un poco à la Montesquiou. Luce un bigote victoriano. Hasta los diecisiete fue tratado como niña por su madre, que estaba mal de la cabeza. Cuando volvió el padre, que era un inmenso propietario en Madagascar, encerró a su madre en una institución y lo envió a una academia militar. El padre murió cuatro años después, y la madre, recuperada, lo volvió a travestir. Hasta los veinticuatro, en que quedó huérfano. Su caso fue conocido por Virginia Woolf, que se inspiró en él para Orlando.

En su pluma de seudónimo de Ferdinand Odile Joseph Boutruche (1896-1978) se ponen líneas como estas, datadas en 2021, casi medio siglo después de muerto: 

De poesía solo se puede hablar poéticamente, porque la poesía es tanto lo que se dice, como la forma de decirse. Intentar hacer exégesis de un poema es un fraude o una estupidez. Y en cualquier caso un insulto a la inteligencia de los poetas.

La poesía y la vida, la condición humana y el lenguaje, la enseñanza o la política (“una forma mediana de literatura”) se muestran bajo la mirada inquisitiva y la palabra afilada de Miguel Floriano:

¡La vanidad de los poetas consagrados! Se pican a veces, y se comen los ajos públicamente. Sus heridas no dejan de chillar durante el sainete. Siempre están dispuestos a reír, hinchados de condescendencia, pero cuando alguna verdad incómoda amenaza con arrimárseles ya no les apetece tanto la sonrisa. La consecuencia de no convencer, de que te falte el estilo que justifique o respalde tanta presumible ética de las convicciones, tanta palabra grave. ¡Estudia armonía! ¡Cámbiate de orejas! ¡Alquila un epígono que te mantenga entretenido!

Son algunas de las cavilaciones, autocríticas y causticidades, a veces en forma de apócrifos irónicos de Cervantes o Bolaño, de un poeta que sabe que “el buen poema es un hallazgo de la incertidumbre.”

Santos Domínguez 



07 marzo 2025

W. B. Yeats. La torre

 

W. B. Yeats.
La torre.
Edición, introducción y traducción 
de Andrés Catalán.
Alianza editorial. Madrid, 2025.

El irlandés W. B. Yeats (1865-1939) es uno de los poetas imprescindibles del siglo XX, creador de una poesía que plantea un peculiar diálogo entre el poeta y el mundo.  Un diálogo del que surge una expresión lírica en la que coexisten la tradición y la modernidad, lo objetivo y lo subjetivo, lo autobiográfico y lo visionario, la expansión y la contención, lo local y lo universal, y el tono confesional convive con la alucinada voz del bardo o del oráculo. 

Comprometido con los movimientos nacionalistas de finales del XIX, Yeats asume en su ideología y desarrolla en su obra una conciencia reivindicativa de las raíces culturales y de la mitología céltica que está en la base de sus primeros libros y a lo largo de una obra en la que se funden ejemplarmente vida y poesía, ideología y literatura.
 
En 1917 Yeats compró Thoor Ballylle, una torre medieval en el campo, cerca de Galway, al oeste de Irlanda. Convertida en una metáfora de sí mismo y de su poesía (“Me gusta pensar en ese edificio como un símbolo permanente de mi obra claramente visible al paseante”, escribía en una carta), esa torre dio título a un libro de poemas que publicó en 1928 y que se iría ampliando en ediciones sucesivas para recoger en su edición definitiva poemas escritos entre 1912 y 1933.

Lo abre ‘Rumbo a Bizancio’, uno de los poemas esenciales de su autor. Estas son  las dos primeras de sus cuatro estrofas en la magnífica traducción de Andrés Catalán que acaba de aparecer en El libro de bolsillo de Alianza editorial

I
Aquel no es un país para viejos. Los jóvenes 
en brazos unos de otros, los pájaros que cantan
-generaciones moribundas- en los árboles, 
cascadas de salmones, mares llenos de caballas, 
ya anden, vuelen o naden durante el verano entero 
todos encomian cuanto es engendrado, nace y muere.
Atrapados en esa música sensual todos olvidan 
los monumentos de la imperecedera inteligencia.

II
Un anciano no es sino algo miserable,
un gabán andrajoso sobre un palo, 
a no ser que el alma aplauda y cante, 
y cante aún más por cada andrajo de su mortal vestido, 
pero no se aprende a cantar sino estudiando
los monumentos de su propio esplendor;
y por eso he surcado el mar hasta llegar
a la ciudad sagrada de Bizancio.

Cada vez más honda y meditativa, la poesía de Yeats alcanza su cima en estos poemas maduros de La torre, en los que el diálogo consigo mismo, la emoción, el sueño y el paisaje, el mito clásico y las leyendas célticas, la memoria y el fervor patriótico vertebran una escritura atravesada por la conciencia aguda de la temporalidad, la capacidad de sugerencia y la fuerza de las imágenes.

El tiempo y la memoria, Irlanda y el amor, las torres y la llama forman parte del imaginario poético de uno de los poetas imprescindibles del siglo XX, creador de un mundo propio de imágenes que conjugan pensamiento y emoción con la afirmación de la propia identidad y el sentimiento del paso del tiempo. 

Así comienza ‘La torre’, el largo poema que escribió en 1926 y da título al libro:

¿Qué voy a hacer con este absurdo
-ay, corazón turbado-, esta caricatura, 
y esta edad decrépita que me han atado 
como el rabo de un perro? 
                               Nunca tuve 
imaginación más exaltada, apasionada, 
fantástica que ahora, ni un ojo ni un oído 
que se prestasen más a lo imposible… 
No, ni en mi niñez cuando con caña y mosca, 
o la lombriz humilde, subía a la loma de Ben Bulben 
con todo un eterno día de verano por delante.
Se ve que debo mandar a paseo a la Musa, 
optar por la amistad de Plotino y Platón 
hasta que la imaginación, ojo y oído, 
se conformen con razonar y traten 
de abstracciones; o bien sufrir el escarnio de 
tener que ir arrastrando un puchero abollado.

Poesía de la expansión y la contención, a la vez localista y universal, de su modernidad sin consuelo, de su hondura creciente y su fuerza expresiva da una muestra significativa la espléndida traducción de Andrés Catalán, que ha escrito para esta edición un texto introductorio -‘Una torre en Irlanda’- en el que destaca que “la torre no es un ensimismamiento nostálgico, sino a menudo un otero desde el que contemplar, reflexionar y cantar con ironía y lucidez sobre un paisaje que es a la vez simbólico y real, interior y exterior, y, sobre todo, donde el pasado tiene el mismo peso que el futuro y donde el presente, que en aquellos momentos era de todo menos tranquilo, llegaba a llamar con la culata de un fusil a la misma puerta de la fortaleza. La torre era, después de todo, un vetusto edificio antiguamente ocupado por hombres de armas, durante mucho tiempo testigo de guerras convulsas.”

“Yeats no escribía colecciones de poemas, sino libros con espíritu de arquitecto”, añade a propósito de la construcción de La torre y de las reformas estructurales a que sometió al libro en las sucesivas ediciones. Ediciones revisadas que reordenaban un conjunto de poemas del que forma parte la serie Un hombre joven y viejo, que termina con estos versos:

No haber vivido es lo mejor, dicen los viejos clásicos; 
no haber respirado el hálito de la vida, no haber mirado al ojo del día; 
lo segundo mejor es un alegre buenas noches y sin más marcharse.

Una magnífica edición bilingüe que incorpora al final las notas aclaratorias que Yeats incorporó en las primeras ediciones de la obra.

Santos Domínguez

 


05 marzo 2025

Montaigne. Ensayos

 


Michel de Montaigne.
Ensayos.
Antología.
Edición de Mauro Armiño.
Alianza Literaturas. Madrid, 2025.

“Este es un libro de buena fe, lector”, decía Montaigne en la presentación de sus Ensayos. Al publicar sus primeros volúmenes en 1580, adelantándose en un cuarto de siglo al Quijote y en dos décadas a Hamlet, Montaigne no sólo se convertía en uno de los padres de la modernidad, sobre todo estaba fundando un género que ahonda en el conocimiento de sí mismo –“yo mismo soy la materia de mi libro”- y que indaga subjetivamente en la realidad, porque, explicaba en el ensayo sobre la educación de los hijos, “esto que aquí escribo son mis opiniones e ideas; yo las expongo según las creo atinadas, no para que se las crea. No busco otro fin que descubrirme a mí mismo.”

Montaigne empezó a escribir sus ensayos a los 38 años, en 1572, cuando, hastiado del mundo y afectado de melancolía por su orfandad reciente, se retiró al castillo familiar para dedicarse, por este orden, a la lectura, la reflexión y la escritura “consagrando al reposo y a la libertad el sosegado aposento que heredé de mis mayores.” A esas alturas de su vida ya sabía algo que luego diría en sus ensayos: que a medida que el hombre exterior se destruye, el hombre interior se renueva.

Desde esa tranquilidad del retiro del campo, dedicado al estudio, Montaigne se convierte en un clásico cercano que nos habla directamente  -“hablo sobre el papel como hablo con el primero que encuentro”-, en un intelectual lúcido, escéptico y antidogmático, en un humanista comprensivo, de pensamiento incisivo y asistemático, en un escritor irónico que, a la vez que creaba el nuevo género del ensayo, usaba en su prosa el estilo de la libertad, un estilo intermedio entre la altura literaria y el uso corriente.

Así empezó a consolidarse un modelo estilístico capaz de combinar la elegancia y la transparencia. Pero no se trataba de una mera cuestión de estilo, sino de algo más hondo y más transcendente: de la construcción de un modelo cultural y social que sería durante décadas el más representativo de la modernidad literaria en Europa.

Alianza Editorial publica en su colección Literaturas una espléndida antología de los Ensayos de Montaigne. La edición la ha preparado Mauro Armiño, responsable de la traducción, la selección, las notas y el prólogo, donde concluye que “es en ese cruce de literatura y filosofía, en última instancia de vida y pensamiento, donde Montaigne podría reconocerse, porque, como él quería, sus ensayos no pretendían ser otra cosa que una «conversación entre amigos»: por ejemplo, el punto de partida de un hecho personal; por ejemplo, una caída del caballo sufrida por Montaigne, el texto se orienta, no hacia una reflexión centrada en su persona, sino hacia consideraciones sobre la respuesta del hombre ante la adversidad. Esa conversación sobre múltiples temas de la vida real, de las costumbres, hecha para amigos y entre amigos es lo que constituye la modernidad de Montaigne, dado que en muchos de los aspectos que trata y sobre los que expresa su opinión, bastante moderada en ocasiones, bastante pacificadora, sigue siendo en el siglo XXI un generador de ideas benéficas y provechosas.”

Una pertinente cronología de Montaigne y una bibliografía actualizada de las principales ediciones y los estudios recientes de los Ensayos cierra esta magnífica selección de ensayos en los que Montaigne aborda los grandes temas que han recorrido la historia del pensamiento y de la literatura con espontaneidad y libertad, como textos abiertos que van de la tristeza a los caníbales, de los mentirosos a la Filosofía como aprendizaje de la muerte, de la incertidumbre de nuestro juicio a la vanidad de las palabras, de la crueldad a la cólera, de la conciencia a la holgazanería, de la cobardía al arrepentimiento.

Como “el más clásico de los modernos y el más moderno de los clásicos” lo definió Harold Bloom, que en El canon occidental escribía que “Montaigne habla de sí mismo a lo largo de 850 páginas, y todavía queremos saber más de él, pues representa no al hombre medio, y desde luego tampoco a la mujer, sino a casi todos los hombres que tienen el deseo, la capacidad y la oportunidad de pensar y leer.”

Con los Ensayos Montaigne aspiraba a conocerse a sí mismo y a mostrarse a los demás: “Quiero -escribía en el proemio ‘Al lector’- que en él se me vea en mi manera de ser simple, natural y ordinaria, sin afectación ni artificio: porque es a mí mismo a quien pinto.”


Santos Domínguez 

                                                     

03 marzo 2025

Deleito y Piñuela. Sólo Madrid es Corte

 


José Deleito y Piñuela.
Sólo Madrid es Corte.
La capital de dos mundos bajo Felipe IV.
Prólogo de Gabriel Maura Gamazo.
Ediciones Ulises. Colección Madrid.
Sevilla, 2025.

“La capital del vasto imperio hispánico, corazón de un mundo, centro de la política universal, orgullo de los habitantes de sus dilatadas provincias y colonias, meca de curiosos, diplomáticos, pretendientes, viajeros, ambiciosos y soñadores de toda laya, no era, ciertamente, en los días del cuarto Felipe, una ciudad maravillosa que correspondiese a su representación y a su fama. 
No ya Londres, Viena o  París, sino cualquier Corte europea, aun la de soberanos oscuros, como los príncipes de la fragmentada Alemania, superaban a Madrid en belleza y suntuosidad de edificios, calles y paseos. […]
Sin embargo, los contemporáneos hablaban de la capital española con admiración y deslumbramiento, rivalizando en su elogio poetas e historiadores”, escribe José Deleito y Piñuela en Sólo Madrid es Corte, que acaba de publicar Ediciones Ulises en su Colección Madrid.

Subtitulado La capital de dos mundos bajo Felipe IV, apareció en 1942 con un prólogo de Gabriel Maura que se recupera en esta edición, con la que se inicia la publicación de la serie de siete obras que Deleito dedicó a mirar de cerca la España de Felipe IV a través de la reconstrucción intrahistórica de la vida cotidiana.

Títulos como El declinar de la Monarquía española, El Rey se divierte, También se divierte el pueblo, La mujer, la casa y la moda en la España del rey poeta, La mala vida en la España de Felipe IV o La vida religiosa española bajo el cuarto Felipe: Santos y pecadores, que consagraron a Deleito y Piñuela como un renovador de los estudios históricos.

Varias décadas antes de que la historia de la vida cotidiana se convirtiese, de la mano de Fernand Braudel en Francia y de Peter Burke en Inglaterra,  en una de las direcciones más renovadoras de la historiografía contemporánea, José Deleito y Piñuela (Madrid, 1879 - 1957), krausista y catedrático de la Universidad de Valencia depurado por el franquismo, publicó entre 1935 y 1952 siete tomos sobre la vida española bajo el reinado de Felipe IV que se convirtieron muy pronto en títulos de lectura ineludible para quien quisiese acercarse a la historia del siglo XVII en España.

Ese Siglo de Oro declinante no puede ser entendido por el lector actual sin leer estas obras de Deleito y Piñuela, que traza en ellas un recorrido intrahistórico para reconstruir de forma plástica y cercana el pulso de la vida diaria a través de los círculos cortesanos y los ambientes de las clases bajas, el vecindario de una corte divertida y peligrosa bajo la dejadez de un rey flojo, dominado primero por los favoritos y en sus postrimerías por monjas proclives al misticismo histérico.

Los Avisos y Noticias -los periódicos de la época-, las obras de teatro, los libros de viaje o los textos poéticos o narrativos son la base documental de la que arranca Deleito para construir estas obras admirables mediante cuadros vivísimos que evocan el acontecer diario: las fiestas, la educación, la higiene, la moda o la vida religiosa. 

En el prólogo de Sólo Madrid es Corte Gabriel Maura destaca de Deleito  “su laboriosidad infatigable, sus escrupulosos métodos de trabajo y la correcta lisura de su estilo.” Rigor documental y agilidad narrativa que son las dos claves fundamentales de estos libros, repletos de citas literarias y alusiones documentales que aportan una gran cantidad de informaciones intrahistóricas sobre la época y que son teselas del amplio y trabajado mosaico que se completa en el conjunto de la serie.

“Consagraré el presente volumen -escribe Deleito en la ‘Advertencia preliminar’- a estudiar cómo eraa Madrid y cómo se vivía en él bajo el cetro de Felipe IV, el rey mujeriego y abúlico, en cuyo tiempo empezó a derrumbarse el Imperio español, pero a quien la adulación cortesana llamó el Rey Planeta y Felipe el Grande.”

Los seis apartados del libro abordan el escenario en que se movía el madrileño de entonces a través de aspectos como el recinto urbano y el aspecto general de aquel Madrid, sus calles principales y sus plazas, los lugares de expansión, como los paseos del Prado de San Jerónimo y de Recoletos o el río Manzanares; las construcciones civiles y los edificios religiosos, las iglesias y los conventos, las fuentes, el vecindario y la higiene, la suciedad y el descuido, la basura como recurso profiláctico, el régimen municipal y la administración, el abastecimiento, las tabernas y los vinos, los refrescos y las alojerías, los figones y los bodegones, las posadas y sus riesgos, la industria y el comercio, las tiendas y los mercados, los gremios, el día y la noche de la vida madrileña, desde la asistencia a misa a los peligros nocturnos de amor y sangre de la Corte, pasando por los mentideros y las gradas de San Felipe, las tardes en el Prado y las diversiones en el Manzanares, en la Huerta de Juan Fernández, en campos y jardines en aquel Madrid que, en palabras de Lope de Vega, estaba “caro pero famoso”. 

Se completa así un panorama global que aborda “los diversos aspectos topográfico, material, psicológico y social que Madrid ofrecía” para “presentar aquí aquel pueblo matritense, devoto y frívolo, ocioso y bullanguero.”

Un admirable y animado fresco que se completa con el apéndice gráfico que reproduce las diez imágenes que aparecían en la edición original de 1942 y se cierra con una ‘Conclusión’ en la que Deleito explica que “sí, frente a todas las adulaciones cortesanas, Madrid, materialmente, era un lugarón feo, sucio y destartalado; si en el orden moral padecía los estragos de las grandes e improvisadas aglomeraciones urbanas, juntamente con la relajación de ideales y costumbres peculiar en la España de los Felipes, en compensación fue la Villa y Corte realzada en aquel periodo por sombras augustas, que la poblaron con ecos y matices de inmortalidad. Fue el Madrid de Felipe IV el que presenció la apoteosis de Lope de Vega al morir el Fénix de los ingenios, el que oyó las sátiras agudas y los dichos cáusticos de Quevedo, el que aclamó a don Pedro Calderón -los tres madrileños ilustres-; fue el que alcanzó en su cenit nuestro teatro clásico, y vio pintar los más famosos lienzos de Velázquez; fue el que, con sus lances de amor y fortuna, citas furtivas, pláticas ingeniosas, duelos callejeros y románticas aventuras de tapadas y embozados, había de llenar toda una literatura galante y caballeresca, que daría la vuelta al mundo.
Son títulos harto sobrados para señalar un luminoso jalón en la historia de Madrid, y eternizar su recuerdo.”

Santos Domínguez

 

26 febrero 2025

Leopardi. El desierto, la retama y el volcán

 



Giacomo Leopardi.
El desierto, la retama y el volcán.
Antología.
Edición de Cristina Coriasso Martín-Posadillo.
Alianza Editorial. Madrid, 2025.

Qué dolor oír, en la madrugada siguiente a un día de fiesta, el canto nocturno de los pueblerinos pasando. La infinitud del pasado me venía a la mente al pensar en los romanos, caídos después de tanto estruendo, y en tantos sucesos, ahora pasados, que yo comparaba dolorosamente con aquella profunda quietud y silencio de la noche, del que me hacía darme cuenta el relieve de aquella voz o canto pueblerino.

Ese párrafo del Zibaldone abre El desierto, la retama y el volcán, la estupenda antología de la obra en prosa y verso de Giacomo Leopardi (Recanati, 1798-Nápoles, 1837), que publica Alianza Editorial con edición, traducción, introducción y notas de Cristina Coriasso Martín-Posadillo.

Ese fragmento en prosa explica la génesis de La noche del día de fiesta (“Dolce e chiara é la notte e senza vento”), uno de los poemas esenciales de Leopardi. Aunque no recogido en esta selección, sus versos evocan un canto que interrumpe la calma nocturna y suscita en el poeta una meditación sobre el tiempo y la caducidad con versos como estos, que dejo en la traducción de los Cantos que publicó María de las Nieves Muñiz en Cátedra

                   Ay, por la calle
oigo no lejos el solitario canto 
del artesano, que de noche vuelve,
tras los solaces, a su pobre albergue;
y duramente se me oprime el pecho,
al ver que por la tierra todo pasa
sin casi dejar huella. Así ya ha huido 
este día de fiesta, y al festivo
le sigue el día vulgar, y borra el tiempo
todo humano accidente. ¿Dónde el eco
de las gentes famosas, y el imperio  
de antigua Roma, y el fragor, las armas
que cruzaron los mares y la tierra?
Todo es paz y silencio; todo posa
en el mundo y nadie los recuerda.

Esa vinculación entre la obra en prosa de Leopardi, especialmente el Zibaldone di pensieri, y su poesía justifica que cada uno de los seis apartados temáticos en que se organiza la estructura de esta antología se abra con fragmentos del Zibaldone y de los Opúsculos morales para dar paso a poemas canónicos del poeta de Recanati como El infinito, A la luna, A la primavera o de las fábulas antigua, Canto nocturno de un pastor errante de Asia y La retama o la flor del desierto. Una antología rematada por una pormenorizada ecronología leopardiana y una bibliografía primaria y secundaria sobre su vida y su obra.

‘Teoría del placer: lo infinito, la nada, el tedio, el recuerdo’, ‘Naturaleza y razón’, ‘Naturaleza y arte’, ‘Poesía y filosofía’, ‘Ilusiones y realidad’ y ‘El desierto, la retama y el volcán’, que da título al volumen, son las seis partes en las que se organiza una antología vertebrada -señala la editora- “a partir de sus principales líneas de pensamiento. El lector encontrará aquí, por tanto, textos de la primera etapa de su diario Zibaldone, un auténtico ejercicio de «escritura en movimiento»; una selección poética de sus Cantos, así como de sus cuentos y diálogos filosóficos conocidos como Operette morali.

Como Schubert en música, Leopardi representa en poesía la síntesis de lo clásico y lo moderno en un estilo nuevo. Sus personalidades, atormentadas y complejas, propensas a la huida, crearon obras de asombrosa modernidad de lenguaje y de tono.

“La grandeza de su poesía -afirma Cristina Coriasso en su Introducción- se debe a su exacerbada sensibilidad, así como al hecho de que se trata de una poesía filosófica, que se nutre de un dominio filológico y de un conocimiento enciclopédico, de los que dan cuenta también sus otras dos grandes obras, el diario Zibaldone y los Opúsculos morales, también presentes en esta antología.”

Leopardi está en la frontera contradictoria e integradora que separa la actitud del hombre moderno de los comportamientos y la mirada del hombre antiguo. Él, que no se siente moderno y sabe que sus modelos son anacrónicos, vive apartado del mundo y busca refugio en la biblioteca familiar y consuelo en el arte y la belleza en una actitud evasiva muy característicamente romántica que en su caso se intensifica por sus problemas físicos y su deformidad dolorosa.

Romántico a su pesar y poeta imprescindible, Leopardi fue, junto con Shelley, el más lucreciano de los poetas románticos. Y lejos del patetismo o la desmesura de Byron, encontró su voz más personal y duradera en los Cantos, especialmente en algunos de sus poemas centrales, como El infinito, La noche del día de fiesta (“Dolce e chiara è la notte e senza vento...”), La vida solitaria y A Silvia o Los recuerdos (Passo gli anni, abbandonato, occulto).

En esos Cantos que escribió en Recanati y en Florencia entre 1819 y 1831 Leopardi fundió sentimiento y pensamiento en una armonía dolorosa, unió la contemplación y el recuerdo en una mirada reflexiva con la que la emoción se proyecta en la naturaleza y el paisaje se convierte en espacio de meditación.

En la cima de un monte al que se apartaba en sus días desolados o cuando la vista cansada no le dejaba leer, concibió en septiembre de 1819 esa otra cima poética que es El infinito, que culmina en la plena fusión en la nada de los últimos versos, llenos de contención y fuerza:

Así, en esta inmensidad anega el pensamiento: 
y el naufragar me es dulce en este mar.

Esa es la parte central de su obra. Los últimos años, que también se reflejan en los cantos finales, escritos ya en Nápoles, fueron tiempos autodestructivos y feroces, años de ruina física y desorden vital, en los que se impuso la desesperación sobre la serenidad y la extravagancia pudo más que la reflexión.

Fueron años que dieron lugar a una poesía distinta, la que culmina en el espléndido contracanto que tituló La retama o La flor del desierto, al pie del Vesubio, uno de sus poemas más portentosos, una desolada y extensa composición sobre la ruina y la fugacidad simbolizada en esa retama que brota en la ceniza volcánica para acabar muriendo en un destino que comparte con el poeta (“Soccomberai del sotterraneo foco”):

Y tú, mansa retama, 
que de odorantes tallos
estos campos estériles adornas, 
también tú, pronto a la cruel potencia 
sucumbirás del subterráneo fuego

El Romanticismo de Leopardi, no solo en sus Cantos, también en su prosa, de la que este volumen es una inmejorable muestra, es el Romanticismo más profundo y por eso mismo el menos efímero, el que hace de él un clásico y por tanto un contemporáneo, un poeta en  quien el pesimismo y la angustia encuentran un doble consuelo en la serenidad contemplativa y en la armonía de su palabra poética, que inauguró la modernidad poética en la literatura europea.

Esta antología -concluye Cristina Coriasso- ofrece al lector “un primer mapa ideal para una inmersión en una de las mentes más brillantes, profundas y portentosas del pensamiento europeo del siglo XIX: un autor fundamental para comprender el mundo actual.”

Santos Domínguez

 

24 febrero 2025

Cristina Sánchez-Andrade. Habitada

 

Cristina Sánchez-Andrade. 
Habitada
Anagrama. Barcelona, 2025.


oigo una voz
       levántate, me ordena. tienes que ir.
así que me levanto y salgo de casa.
me interno en las entrañas del bosque.
llevo un año en la cama, atada de manos y pies con correas la mayor parte del día. me alimento de los recortes de ostias que trae el señor abad. de mi cuerpo no sale ni una sola excreción: ni orina, ni bilis, ni heces. solo gruñidos y ruidos. y rechinar de dientes.
un grito me habita. a veces, es mugido que sube por la escalera de la columna vertebral. entonces, si no estoy atada, me arrojo sobre la gente: araño o muerdo. me contorsiono, río, me arranco la cabellera a puñados, me paso el pie izquierdo por encima del hombro derecho. de un brinco salto  al suelo y corro por el cuarto a cuatro patas, como un can.
la «Iluminada», me dicen. mi padre ha oído que eso dicen. yo no lo oí.

Así comienza Habitada, la última novela de Cristina Sánchez-Andrade que acaba de publicar Anagrama.

Ambientada en la Galicia rural, profunda y supersticiosa, de comienzos del siglo XX, dominada por señores casi feudales, meigas y clérigos, Habitada se sostiene narrativamente en la voz fantasmal y perturbada de Manuela Fernández Fraga, “joven labriega de San Xurxo de Moeche”, una aldea cercana a Ferrol, al noroeste de la provincia de La Coruña. Una labriega de 22 años que lleva un año recluida y atada a una cama por su agresividad y porque sufre una rara dolencia: o corpo aberto, la posesión de su cuerpo por la voz y la mente del alma errante de un clérigo de Ortigueira que había muerto desterrado en Cuba y debía purgar algunas faltas pendientes por su vida disipada.

Así cuenta la narradora protagonista el momento de la posesión en un misterioso y ritual bosque de vagalumes:

penetro en la niebla. leve rumor de animales que huyen entre el follaje. graznidos de pájaros. chillidos de alimañas. cerca hay un crucero recubierto de musgo. allí deja la gente amuletos, tejas con ajos, pedazos de ropa, velas, rosarios y cruces, sapos resecos o cabezas de gallina para curar el mal de ojo. allí se hacen rituales, se entierra a las criaturas que fallecen sin ser bautizadas, para que no vayan al infierno.
hoy hay una sotana de cura: alguien la debió dejar para enmeigar al señor abad. me la pongo. sigo caminando.”
[…]
me palpo. tengo vello en la cara y bajo la garganta. el vientre está viscoso, cubierto de gelatina y cáscaras de un mundo lejano.
algo tropieza y palpita entre mis piernas.
un pene cuelga como el badajo de una campana. tolón.
¿quién soy?
emerge de mí misma un hombre como un enorme insecto con las patas dobladas.
deja en la orilla el molde vacío de mi anterior vida.

Esa posesión explica que a partir de entonces la muchacha hable con grave voz de hombre y acento habanero y que manifieste en su analfabetismo conocimientos propios de los altos estudios eclesiásticos de latín, dogmática o filosofía del clérigo que había hecho una tesis doctoral sobre una frase de Hobbes, lo que provoca una ola incontrolable de peregrinos que acuden a oír sus misas y sus sermones.

La historia está inspirada en una leyenda galaica, la de la Iluminada o Espiritada de Moeche, que han utilizado literariamente también Méndez Ferrín y Manuel Rivas: un episodio de posesión ocurrido en enero de 1925 que se apresuraron a reflejar los periódicos de la época y que probablemente estuviese provocado por una psicopatología de carácter histérico.

Pero Habitada es una prodigiosa construcción narrativa que va mucho más allá de sus fuentes de inspiración temática para convertirse en un portentoso y arriesgado ejercicio de escritura, en una potente reconstrucción de la memoria desordenada a través de la voz caótica y primaria de la narradora, que atrapa al lector y lo mantiene hipnotizado desde la primera página hasta la última con su torrencial sucesión de palabras, de personas y sucesos, de visiones y recuerdos, de rezos y conjuros, de gusanos de luz y fantasmales viejas desdentadas, de hierbas curativas, males de ojo y sanaciones, de ánimas errantes y alucinaciones en medio de una naturaleza mágica y animada que acaban difuminando los límites entre la realidad y la fantasía:

la historia empieza así:
esta es mi casa
este mi padre
esta soy yo
al otro lado de la ventana, respira el mundo.
esta es mi aldea, húmeda y amodorrada
este es el castillo con piel de lagarto
esta la plaza con iglesia
mujeres y niños
pájaros y nubes
hasta los quince años no recuerdo gran cosa. vivo con mi padre: acarrear agua, desconfiar del cielo, comer sopa de castañas. en el invierno, frío. nieves y lobos. sabañones.

Una construcción levantada con la prosa entrecortada de un largo e hipnótico monólogo en el que suenan otras voces y se evocan otros tiempos, otros lugares y otras personas a lo largo de sus tres partes: muda, huésped y desalojo, que termina con estas líneas que rematan la novela y la cierran con una estructura circular que retoma la frase inicial:

Bajo al arroyo. Durante horas busco algo por la orilla. Entonces siento que un viento de tormenta me despeina. Una voz, un alarido, que debe hacer muchos años que llevo dentro, me sale de la boca. Y con él una bola húmeda y peluda, un murciélago o un pájaro se abre paso a través de la garganta. La juventud, ese animal que ha vivido tanto tiempo dormido, ahora se escapa con un grito.
  
        levántate, me dice. te tienes que ir.

Y es el lector el que se siente habitado de principio a fin por esta voz poderosa y este grito turbador que suenan en Habitada, posiblemente la obra más brillante y más arriesgada de Cristina Sánchez-Andrade.

Santos Domínguez 




21 febrero 2025

Brodsky. Poemas escogidos

 

Joseph Brodsky.
Poemas escogidos (1962-1996).
Edición de Ernesto Hernández Busto.
Siruela. Madrid, 2024.

Cerca de nuestro fuego, aquella noche…

«El cielo oscuro aligeró sus pasos 
y no pudo fundirse con la sombra»

Cerca de nuestro fuego, aquella noche, 
fue cuando vimos al caballo negro.

No puedo recordar nada tan negro. 
Sus patas eran como unos carbones. 
Del color de la noche, del vacío.
De la crin a la cola, todo negro.
Pero en su lomo sin montura había 
un color negro un poco diferente.
Se quedó inmóvil. Como si durmiese. 
Sus oscuras pezuñas asustaban.

Era tan negro que no daba sombra. 
Nada había que fuese más oscuro.
Tan negro como espectro a medianoche. 
O como el interior de alguna aguja.
Tan negro como el bosque ante nosotros, 
o un lugar en el pecho, entre costillas;
hueco en la tierra para la simiente. 
Lo negro habita dentro de nosotros.

Sin embargo, ¡sus ojos eran negros!
Los relojes marcaban medianoche.
No dio siquiera un paso hacia nosotros. 
En sus ancas, la oscuridad sin fondo. 
No se podía distinguir su lomo,
ni un destello de luz por ningún sitio, 
solo el brillo azabache de sus ojos
y esas pupilas fijas, tan extrañas.
Era como lo negativo de alguien.

¿Por qué entonces detuvo su carrera
y estuvo con nosotros hasta el alba? 
¿Por qué no se apartó de nuestro fuego? 
¿Por qué el aire sombrío, enrarecido? 
¿Por qué crujieron las oscuras ramas
y una luz negra brotó de sus ojos?
Un jinete buscaba entre nosotros.

Ese texto de hondura inquietante, fechado en 1962, abre los Poemas escogidos (1962-1996) de Joseph Brodsky (San Petersburgo, 1940-Nueva York, 1996), una amplia selección de su obra poética que acaba de publicar Siruela con edición de Ernesto Hernández Busto, que ha realizado una espléndida versión rítmica de estos poemas y que en su introducción (“Como un pez en la arena. Para leer a Joseph Brodsky”) señala que “Brodsky es un poeta eminentemente físico, cuyo tema fundamental es la encrucijada entre el espacio, el tiempo y los sentidos.”

Cuando en 1987 la Academia sueca justificaba la concesión del Nobel de Literatura al poeta norteamericano de origen ruso Joseph Brodsky, explicaba que se reconocía una producción literaria de excepcional envergadura, dotada a partes iguales de valor intelectual e intensidad poética, la obra de un escritor en cuya biografía personal y estética convergían dos tradiciones culturales de gran importancia en la configuración de la literatura contemporánea: la rusa y la anglosajona.

Protegido de Anna Ajmátova, que -como recuerda Ernesto Hernández Busto- veía en él una reencarnación de Mandelstam-, fue expulsado de la Unión Soviética en 1972 al ser declarado parásito social por el comunismo. Cuando Brodsky llegó a Viena en 1972 antes de su exilio involuntario como profesor en Estados Unidos, llevaba un equipaje ligero pero lleno de posibilidades, como la maleta de un ilusionista: un tomo con las obras de John Donne, una máquina de escribir y una botella de vodka para Auden. Auden, que murió un año después, le ayudó a instalarse en los Estados Unidos y dejó una marca imborrable en la poesía del exiliado. 

Y así el destierro modeló su sensibilidad, su conciencia y su poesía, que acabó utilizando el inglés como vehículo de expresión. Como Conrad, como Nabokov, como Beckett, Brodsky asumió en su madurez y para su escritura una lengua de adopción distinta de la materna, aunque de manera problemática y con una polémica reacción de parte de la crítica, que consideró que hay un Brodsky de primera, el que escribe en ruso, y un Brodsky inferior, el que escribe en inglés.

“La voz de la musa es la voz del idioma”, afirmaba un Brodsky que aborda desde su bilingüismo los efectos del exilio en el lenguaje y la memoria en uno de sus poemas esenciales, A Part of Speech, traducido aquí como Parte del discurso (y en otras versiones anteriores como Parte de la oración): “Solo para el sonido el espacio es estorbo, / al ojo le da igual si no se escucha el eco.”

Brodsky entendió la poesía como una actividad sagrada y como un medio de conocimiento de la realidad y de alcanzar alguna certidumbre moral. En esa práctica poética conviven el impulso lírico y la inteligencia reflexiva para construir una voz lírica cada vez más meditativa, asentada en una mirada introspectiva y en la fusión de pensamiento y conciencia.

Y al fondo, la práctica de la poesía como ejercicio moral y la relación indisoluble entre la ética y la estética, de la que habló en “Inusual semblante. La conferencia del Premio Nobel”, recogido en el volumen Del dolor y la razón (Siruela, 2015):

En general, toda nueva realidad estética hace más definida la realidad ética del hombre. Pues la estética es la madre de la ética. Las categorías de «bueno» y «malo» son, ante todo, categorías estéticas, previas, al menos etimológicamente, a las de «bien» y «mal». El hecho de que en ética no «todo esté permitido» se debe precisamente a que en estética no «todo está permitido», pues su gama de colores es limitada.

Su concepción del pasado como un lugar en el que se funden tiempo y espacio, su intenso lirismo, la depuración formal de su dicción clásica o su tono coloquial, su vinculación estética y vital a la poesía en lengua inglesa (de Eliot a Frost, de Stevens a Auden), presente ya en la temprana y magnífica Elegía mayor a John Donne; su cercanía al mundo clásico y al arte italiano, su progresiva distancia irónica o su práctica paradójica de la tradición de la ruptura se pueden rastrear en el centenar aproximado de textos recogidos en esta estupenda antología.

Una antología esencial que recoge poemas fundamentales de Brodsky con esclarecedoras notas al final del volumen: el potente y sarcástico Discurso sobre la leche derramada; el juego de máscaras de las Cartas a un amigo romano, el irónico y metapoético Desarrollando a Platón; la reflexión sobre las limitaciones y la insignificancia de A Urania: “Todo tiene un límite, incluso la tristeza”.

Y poemas sobre Venecia, a donde iba en sus vacaciones de invierno y a la que dedicó un memorable ensayo, Marca de agua. En sus Estrofas venecianas, un poema de 1982, escribe:

Callan las orquestas. La ciudad se asemeja al esfuerzo del aire 
por retener la última nota al borde del silencio.

Textos que llegan en la solvente versión rítmica de Ernesto Hernández Busto, consciente de que Brodsky es “un poeta intraducible. Paradójicamente, él mismo no solo intentó traducirse, sino que ese esfuerzo marcó su poética. Tenía claro el drama de escribir una poesía que, por su nivel de elaboración formal, no pasaba bien a otros idiomas.”

Aun así, traducciones de textos como este Torso acreditan la solvencia del traductor:

Si de pronto caminas sobre hierba hecha piedra, 
más brillante en el mármol, mejor que la real, 
o distingues a un fauno persiguiendo a una ninfa, 
más felices en bronce que en esa ensoñación, 
deja caer el báculo de tus manos cansadas:
has llegado al Imperio.

El aire, el fuego, el agua, faunos, leones, náyades, 
paridos por Natura o la imaginación, 
lo que Dios inventó y la razón humana 
se hartó de prolongar en piedra o en metal.
Este es el desenlace. Al final del camino, 
espejo en el que entrar.

Súbete en algún nicho, pon los ojos en blanco, 
mira cómo los siglos van doblando la esquina 
hasta perderse, mira crecer el musgo sobre 
las estatuas, y el polvo: el bronceado del tiempo.
Alguien arranca un brazo, y la cabeza rueda 
con estruendo de alud.

Un torso quedará, una anónima suma 
de músculos. Mil años después saldrá un ratón,
con las uñas vencidas por el duro granito, 
una tarde, chillando, cruzará la avenida 
para no regresar a su cueva esa noche.
Ni con la luz del día.

“Quien escribe un poema -afirmaba Brodsky en el discurso de recepción del Nobel- no lo escribe porque pretenda alcanzar la fama en la posteridad, aunque suele albergar la esperanza de que el poema le sobreviva, al menos durante un tiempo. Quien escribe un poema escribe porque la lengua le inspira –cuando no le dicta- el siguiente verso. Por lo general, al empezar un poema el poeta no sabe qué curso va a tomar, y muchas veces él es el primer sorprendido, pues a menudo el resultado es mejor de lo esperado, a menudo su pensamiento le lleva más lejos de lo que creía. Y ese es el momento en que el futuro de la lengua invade el presente.
[…]
Quien escribe un poema lo escribe sobre todo porque la escritura de versos es un extraordinario acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión del universo.”


 Santos Domínguez 


19 febrero 2025

Poe. Cuentos completos. Edición comentada

 

Edgar Allan Poe.
Cuentos completos. 
Edición comentada.
Edición de Fernando Iwasaki y Jorge Volpi.
Traducción de Rafael Accorinti.
Prólogos de Mariana Enriquez y Patricia Esteban Erlés.
Ilustraciones de Arturo Garrido.
Páginas de Espuma.  Madrid, 2025.

Para celebrar el cuarto de siglo de su fundación y para conmemorar los 175 años de la muerte de Poe, Páginas de Espuma ha preparado una espléndida edición comentada de los Cuentos completos de Edgar Allan Poe con una nueva traducción de Rafael Accorinti, que corrige algunas inexactitudes de la canónica traducción que hizo Cortázar hace casi setenta años.

Una edición de la que se han encargado Fernando Iwasaki y Jorge Volpi, que escriben en su pórtico, ‘Poe & Cía. 2.0’: “Cuando Borges tradujo «La verdad sobre el caso de M. Valdemar» para su célebre Antología de la literatura fantástica (1940), convirtió a Poe en personaje y narrador de su propio cuento, tal como él mismo se introdujo como personaje y narrador de «El Aleph» en 1945. Pues bien, en esta nueva y estupenda traducción de Rafael Accorinti, Edgar Allan Poe también es personaje, narrador y comentarista de cada uno de sus propios relatos, pues solo la lengua española podía devolverle a Edgar Allan Poe todo su prestigio de tarambana, calavera, desorejado y truchimán. Si a la crítica norteamericana le preocupa la mala reputación ciudadana de Poe, aquí estamos 69 escritores hispanohablantes acostumbrados a llevarla con donosura, como quien luce un clavel en el ojal.”

Porque a cada uno de los sesenta y siete cuentos de Poe lo precede el comentario de un narrador de lengua castellana. Juan Gabriel Vásquez, Santiago Roncagliolo, Ángel Olgoso, Eloy Tizón, Care Santos, Ignacio Padilla, Berta Marsé, Hipólito G. Navarro, Ricardo Menéndez Salmón, Eduardo Berti, Pablo Andrés Escapa o Andrés Neuman son algunos de los miembros de esa genealogía de sesenta y siete narradores-comentaristas nacidos después de 1960, representantes de la mejor narrativa breve actual en español.

Abren esta edición, que incorpora potentes ilustraciones de Arturo Garrido,  dos espléndidos prólogos de dos narradoras. En el primero -“El gran capitán”- Mariana Enriquez explica que “a pesar de que cuando Poe irrumpió puso patas para arriba toda la literatura, el terror es su gran medalla. Porque es en el terror donde desata una tempestad psíquica que, hasta hoy, cuando ya lo leímos y vimos todo, exuda demencia, atrevimiento, verdad.” Y concluye reivindicando a Poe “como el mejor capitán de la oscuridad. Él lo sabía, y lo sufría. Alguna vez dijo, y podría ser la voz de uno de sus personajes: «Muchas veces he pensado que podía oír perfectamente el sonido de las tinieblas, deslizándose por el horizonte».”

“Poe, o El lugar de las apariciones” es el título del prólogo de Patricia Esteban Erlés, que defiende que “no cabe la menor duda de que la literatura de Edgar Allan Poe ha ido convirtiéndose a lo largo de los dos últimos siglos en el lugar más propicio de las apariciones para quienes lo descubrimos siendo adolescentes, en uno de esos gozosos banquetes de lectura terrorífica que nos marcaron para siempre.” Cierra su texto con estas palabras: “Siempre nos quedará Poe, nuestro lugar predilecto de las apariciones. Y bendito sea, por enseñarnos a tantos el irresistible camino de la tiniebla. Maldito también, porque nos hizo desear seguirlo eternamente, a través de las sombras, por más que no lleguemos a alcanzarlo.”

Con muy buen criterio, se ha puesto al frente de la edición de los cuentos la Reseña que quizá el mismo Poe hizo de sus cuentos. Apareció en  octubre de 1845 en la revista Aristidean, firmada con las iniciales de su editor, T.D.E. (Thomas Dunn English). Esa reseña se ha atribuido frecuentemente al propio Poe, porque contiene detalles que sólo podía conocer él. Hay dos posibilidades en este debate: que Poe se limitara a proporcionar al redactor esa información para la redacción del texto o que fuera el mismo Poe quien escribió el artículo hablando de sus cuentos en tercera persona, aunque no quiso firmar ese elogio de su propia obra. Finalmente, cabe una tercera posibilidad intermedia: la colaboración entre Poe y el reseñista. 

Lo importante es que esa magnífica reseña, atravesada de una ironía muy propia de Poe, incorpora un luminoso análisis de cuentos como El escarabajo de oro, (“Su propósito es seducir al lector con la noción de un mecanismo sobrenatural, y mantenerlo mistificado hasta la última línea”), Los crímenes de la rue Morgue, El misterio de Marie Rogêt o La carta robada, que “son cuentos de carácter inductivo y racional que todo lo analizan y lo indagan en profundidad.”  La cierra este párrafo, que resume la teoría de Poe sobre el cuento y el efecto único:

La mayoría de los escritores piensa en una historia que luego cuentan con su pluma. Lo que se propone el señor Poe es crear un impacto jamás visto en el lector y luego plantearse sobre qué fabular. En otras palabras, al proponer una sucesión de hechos insólitos, un modo diferente de contarlo todo, consigue el impacto deseado. Y, como es lógico, considera útil todo aquello que colabore para fomentar ese efecto en el cuento. Bajo estos principios ha conseguido trazar obras de tan alta estima y ha conseguido colocar el simple “cuento” en estas tierras por encima de la más extensa pieza literaria conocida, a grandes rasgos, como “novela”.

Poe escribió decisiva y memorablemente poesía y relatos. Y como crítico y ensayista elaboró una filosofía de la composición, una teoría del cuento y del efecto único en la poesía y el relato sobre la base de la intensidad y la brevedad. Abordó en sus textos temas científicos y horrores variados, el misterio policial y la aventura y en más de una ocasión practicó la parodia de los viejos modelos narrativos. Revitalizó la narración de terror en La caída de la casa Usher y la de aventuras en El escarabajo de oro, fundó el relato policiaco con La carta robada y Los asesinatos de la rue Morgue y fue el primero que hizo que el horror se independizara de la escenografía y que la sensación de terror surgiera en el interior del personaje y se transfiriera luego al lector.

Publicó cuentos alimenticios para salir del paso y obras maestras imprescindibles. Replanteó la creación literaria desde la premeditación y su capacidad para la creación de atmósferas y para bucear en los mecanismos mentales que generan el efecto del terror.

De él, que quiso ser el primer narrador profesional de Norteamérica, arranca una nueva manera de entender el cuento. Sus relatos, basados en tres principios -originalidad, variedad y unidad-, fundan las modalidades narrativas detectivescas, fantásticas, de ciencia ficción o de terror. Y como profeta del simbolismo renovó las formas de relación del narrador con el lector, de plantear el ambiente o el trazado psicológico del personaje. 

Por eso explica Mariana Enriquez: “Ahora, mientras le pongo punto final a este prólogo, me doy cuenta de que la obsesión por la muerte, el cuerpo y la crueldad es todo Poe, somos sus hijos, los escritores de terror desde ya, pero también los de policiales, los cuentistas, los periodistas, los poetas.”

Y por eso también en “Descendientes”, el texto con que presenta su traducción, advierte Rafael Accorinti   “a quienes se asoman a los cuentos de esta antología -íntegra y comentada- que, si acaso comienzan a ruborizarse entonces, a palidecer después, a estallar en risa de pronto, como si acaso les hiciera gracia lo que acaban de leer, sepan que están siendo presas del embrujo, del embrujo de ser descendientes de Edgar Allan Poe.”

Pero Poe es, sobre todo, literatura en estado puro, una invitación al placer de la lectura. No hacen falta excusas para leerlo o releerlo, y menos aún si la invitación es tan irresistible como la de esta nueva edición de Páginas de Espuma, que se cierra con un Epílogo (“Noche de brujas en Baltimore”) en el que Fernando Iwasaki escribe: 

“En la tumba de Poe hay flores muertas como murciélagos de colores, devotos que se amontonan para celebrar un aquelarre en el cementerio y turistas con los gatillos engrasados de sus cámaras. Cada noche de brujas los melancólicos y algunos curiosos recitan poemas, tocan jazz y derraman brandi sobre el sediento túmulo. Este año han representado El corazón delator y El tonel de amontillado, y regado su lápida con una botella de Jack Daniel’s etiqueta negra. Nadie sabe cuándo comenzó el ritual y nadie desea ponerle punto final. […] 
Edgar Allan Poe sigue bebiendo a costa de todos.”

Santos Domínguez