Reseñar libros malos no es sólo una pérdida de tiempo, sino también un peligro para el carácter (W.H. Auden)
28 octubre 2020
Poder del sueño. Relatos antiguos y modernos
26 octubre 2020
La Edad de Oro
La Edad de Oro.
Renacimiento. Sevilla, 2020.
Como “un grandioso retablo”, “erudito y ameno” lo describe acertadamente el prologuista. Un retablo de varios cuerpos -renacentista uno, barroco el otro- en los que se refleja la intrahistoria de la literatura áurea y el entorno social sobre el que desarrollaron su obra “los doce grandes”, de Garcilaso a Gracián, de Santa Teresa a Calderón, pasando por Fray Luis y Herrera, San Juan de la Cruz y Cervantes, Lope y Tirso o Góngora y Quevedo.
Las relaciones con el poder, con instituciones como la Iglesia y la monarquía o el mecenazgo de los nobles son aspectos fundamentales de este panorama global de la literatura del Siglo de Oro que se subtitula Vida, fortuna y oficio de los escritores españoles en los siglos XVI y XVII.
Un libro que aborda la literatura y sus contextos sociales y económicos o su dimensión cultural y estética a través de la importancia de mecenas como el conde de Lemos, el más generoso de todos, que protegió a Cervantes, o del duque de Sessa, que apoyó a Lope o de los varios nobles, sobre todo el duque de Medinaceli, que ayudaron a Quevedo; las academias sevillanas, madrileñas y valencianas y las justas literarias; los procesos de transmisión, publicación y recepción de los textos por un reducido público lector, de la literatura oral al manuscrito y del manuscrito a la imprenta; los decisivos viajes a Italia de autores como Garcilaso, Cervantes, Aldana o Quevedo.
Desde la conversación en Granada de Boscán y Navagero en 1526 a la muerte en 1581 de Calderón, el último gran nombre de la Edad de Oro, seis generaciones de escritores entre el Renacimiento y el Barroco, pasando por la transición manierista, un retablo de ascetas y místicos, pícaros y cortesanos, soldados y eclesiásticos con un fondo de rivalidades entre autores en una época en la que Garcilaso y Fray Luis o Quevedo murieron sin que se hubiera editado sus versos, que circularon manuscritos y se publicaron póstumos.
Una síntesis panorámica en la que junto a esos doce poetas, novelistas y dramaturgos aparecen mujeres escritoras como María de Zayas o sor Juana Inés de la Cruz y junto con la protección de los reyes, la nobleza o la iglesia se analizan los mecanismos de censura y la poderosa sombra de la Inquisición.
Por eso, tras una reconstrucción pormenorizada del proceso inquisitorial contra Fray Luis de León, Martínez Cuadrado cierra su ensayo con estos dos párrafos:
Cierto que no era oro todo lo que brillaba en aquellos años, pero, en lo que a las letras se refiere, podemos afirmar que fue más el metal que la ganga y, si hablamos de literatura, bien que nos atreveríamos a decir con Don Quijote: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quienes los antiguos pusieron nombre de dorados…”
23 octubre 2020
Antonio Colinas. En los prados sembrados de ojos
En los prados sembrados de ojos.
Siruela. Madrid, 2020.
Tú que hiciste de la ciudad muerta una oración.
Tú que ofrendaste a la mar que mira hacia Grecia
la nieve azul de tus ojos
para borrar definitivamente de tu alma
la historia de los bárbaros.
Tú que al final ofrendaste el silencio de tus palabras
para que solo hablase la música de los templos,
¿ahora para qué hablar en un tiempo vacío?
[...]
Cegado por excesiva luz huiste de la vida
hacia el horizonte de los manicomios criminales.
¿Y ahora estás contemplando las tinieblas moradas
o acaso otra luz que es más luz?
Miro la turbulenta mar verde y rabiosa,
la sembrada de diamantes adriáticos,
la que pudre la carne de los cuerpos más bellos.
Y detrás de los palacios moribundos,
de la sabiduría moribunda de este tiempo,
me responde una sublime música
que todavía no muere,
que todavía no muere.
Esas son las estrofas que abren y cierran la Ofrenda a Ezra Pound que aparece en el último libro de Antonio Colinas, En los prados sembrados de ojos, que acaba de publicar Siruela.
Organizado en seis partes que responden a seis mundos, a seis culturas, a seis miradas que se extienden desde el Extremo Oriente hasta el Mediterráneo, sus versos surgen de la indagación en lo trascendente y en el fulgor de la belleza y reafirman el diálogo renovado con la tradición que ha caracterizado la trayectoria poética de Antonio Colinas.
Una trayectoria que se proyecta sobre un diálogo entre sus raíces leonesas (el paisaje y las tradiciones de Castra Petavonium), el mundo mediterráneo (Italia, Grecia, Ibiza) y el pensamiento oriental a través de una palabra que es búsqueda y deseo de ir más allá en el conocimiento de la realidad y de sí mismo, hacia las cimas de profundidad y de transcendencia de la palabra inspirada.
En los prados sembrados de ojos es una nueva etapa de ese largo viaje hacia la armonía y la luz, hacia la desnudez expresiva y la depuración de un lenguaje esencial, hacia el conocimiento a través de la razón poética que se produce en la última etapa de la poesía de Colinas, a la que pertenecen obras esenciales como el Libro de la mansedumbre, Desiertos de la luz o Canciones para una música silente.
Son libros en los que se resuelve en síntesis poética la armonía de sentimiento y pensamiento, de tradición oriental y humanismo, de clasicismo y romanticismo, de ética y estética, de filosofía y mística a través de un diálogo cada vez más resuelto con lo sagrado y con ese alto voltaje emocional que Pound le exigía a la palabra poética.
Escritura y vida, emoción y reflexión, música y mirada, misterio y armonía, se armonizan en una poesía que explora el tiempo y su símbolos, ahonda en la dimensión moral de la estética y aspira a la revelación de una realidad superior a través de la palabra poética inspirada y de una concepción a la vez órfica y meditativa de la poesía como forma privilegiada de conocimiento.
Así lo explicaba el propio Colinas en La plenitud consciente, el volumen de conversaciones con Alfredo Rodríguez:
“La poesía trasciende la realidad que los ojos ven. Puede poetizarse sobre la realidad evidente, pero al poeta le está destinado el metamorfosearla e ir más allá de ella. Por eso, hablamos de testimoniar sobre una “realidad trascendida”. Lo dicho: hay tantas Poéticas auténticas como poetas auténticos, pero el grado o afán de trascendencia es algo imprescindible en la mejor poesía de siempre.”
Lo sagrado y lo profano, el amor y el tiempo, la oda y la elegía, el arte y la naturaleza son los temas y las actitudes en que se encauza la intensidad verbal y emocional de una poesía serena que nace de una mirada cada vez más profunda, más interior, más despojada y verdadera, de un viaje hacia el hondo centro de sí mismo, como el poeta Li Bai al que el emperador le regala un caballo:
Al fin sabrás que solo tus amigos
serán las nubes, los ríos, tu cabaña
al claro de la luna.
Toma esta daga, toma
esta flecha y toma este cuchillo.
Son armas de luz pura, son
para que te defiendas de la envidia
de tantos enemigos.
Daga, flecha, cuchillo
tan solo son este caballo negro
que yo te ofrezco ahora.
Es para que a lomos de él
puedas huir
de esa fama por la que los demás
te adoran o difaman.
Es para que huyas
cabalgando hacia el centro,
hacia lo más hondo de ti mismo,
donde habita la paz
que ya no te da el vino.
Santos Domínguez
21 octubre 2020
Henry James. Hawthorne
Así comienza Henry James su Hawthorne, que acaba de aparecer espléndidamente editada por Pre-Textos con una estupenda traducción de Justo Navarro.
Lo publicó en 1879, quince años después de la muerte del autor de La letra escarlata. Así resume su trayectoria y su significación como el mejor representante de la literatura norteamericana:
Los acontecimientos literarios tampoco fueron numerosos. Si nos atenemos a la cantidad, Hawthorne produjo poco: su obra consiste en cuatro novelas y el fragmento de otra que no pudo terminar, cinco volúmenes de relatos, una colección de artículos y un par de libros de cuentos para niños. Y, sin embargo, vale la pena hablar del hombre y el escritor. Al margen de su destino personal, importa porque fue el más precioso y eminente representante de una literatura. Quizá sea cuestionable la importancia de esa literatura, pero en todo caso, en el campo de las letras, Hawthorne es el más alto ejemplo del genio americano. Tal genio no ha sido, en su conjunto, de naturaleza literaria; pero Hawthorne fue, dentro de sus limitaciones, un maestro de la expresión.
Desde Europa, a donde había llegado tres años antes, Henry James escribió este ensayo por encargo, pero con indisimulado fervor por la mayor parte de la obra de Hawthorne, cuya influencia es evidente sobre el James más introspectivo y simbólico, que destaca la lucidez y la ironía del biografiado con estas palabras:
Hawthorne es, en gran medida, un escritor irónico, rasgo que constituye parte de su encanto, e incluso, podría decirse, parte de su lucidez; pero no es ni amargo ni cínico, y pocas veces se le podría considerar trágico. Es verdad que han existido narradores de espíritu más alegre y ligero; han existido observadores más divertidos, aunque, en su conjunto, los observaciones de Hawthorne disimulen una sonrisa con más frecuencia de lo que en principio pudiera parecer. Pero pocas veces ha existido un observador más sereno, menos perturbado por lo que ve, menos dispuesto a cuestionar el fondo de las cosas.
Los relatos agrupados en Cuentos narrados dos veces y en Musgos de una vieja casa parroquial, las tres novelas americanas -La granja de Blithedale, La letra escarlata y La casa de los siete tejados-, o los autobiográficos y póstumos Cuadernos americanos y europeos- son analizados de forma tan meticulosa como brillante por el armirable lector Henry James en un ensayo que vincula sutilmente la biografía y la escritura de Hawthorne a través del ambiente de Nueva Inglaterra: “El aire frío y radiante de Nueva Inglaterra –escribe James- parece soplar en las páginas de Hawthorne, que son, en opinión de muchos, el medio más agradable para conocer esa atmósfera tonificante [...] La obra de Hawthorne tiene todo el sabor de su tierra: su aroma remite al sistema social en el que existe.”
Tiene el mérito de habernos dictado una lección moral: la lección de que el arte sólo florece donde el suelo es profundo, de que se necesita mucha historia para producir una pequeña cantidad de literatura, de que se requiere una maquinaria social compleja para poner en marcha a un escritor.
James escribió sobre Stevenson, Balzac, Flaubert o Zola, pero este es su ensayo más largo en torno a un novelista y sus siete capítulos siguen siendo el mejor acercamiento a la vida y la obra de quien, cuarenta años mayor que él, se había convertido ya en uno de los fundadores de la narrativa norteamericana.
James da en este libro no sólo una lección de crítica. Su Hawthorne es una lección de literatura que cierra con este párrafo:
19 octubre 2020
Antonio Pau. Herejes
Herejes.
Trotta. Madrid, 2020.
Y precisamente sobre la relación profunda entre Rilke y uno de estos herejes, el Maestro Eckhart, gira uno de los capítulos centrales de este volumen, “El Maestro Eckhart, inspirador de Rilke”, donde se lee este párrafo:
“Eckhart fue un místico, aunque un místico sin visiones. El lenguaje místico es escandaloso, porque habla de Dios con la lengua de los poetas. Sometida la palabra poética al rigor conceptual de los teólogos, el resultado es nefasto: solo ven disparates. Sin embargo, a los místicos los entienden muy bien los poetas. Eso sucedió sucedió con Rilke respecto de Eckhart.”
De Marción de Sínope, fundador de una iglesia asentada sobre su idea de un Dios bueno neotestamentario, a Janet Horn, la bruja que se calentaba las manos en su propia hoguera, pasando por Miguel Servet cuando sube a la colina de Champel o por Miguel de Molinos en la oficina de la nada, veintidós viñetas narrativas en las que -anuncia Pau en su prólogo- “se esboza la vida y el pensamiento de veintidós herejes. ¿Por qué veintidós? Quizá porque veintidós fueron las vidas imaginadas por Marcel Schwob, con las que este libro está remotamente emparentado. Sólo remotamente: aunque parezcan fantásticas e inverosímiles, las vidas de estos veintidós herejes son absolutamente reales. Pero de esa realidad que, como tantas veces, se aproxima la ficción.”
Vidas como la de Valentín el Gnóstico y su existencialismo en medio de un mundo hostil, en un abismo desde el que levanta la mirada hacia la bóveda estrellada; la de Joviniano, monje casamentero, o la de Pelagio con su confianza en el libre albedrío.
Herejes como Vigilancio, que criticó el culto a las reliquias, de quien San Jerónimo, que lo llamó burlescamente Dormitancio, decía que escribió sus libros borracho; Arnau de Vilanova, médico y teólogo, que estuvo en la cabecera del moribundo Pedro III de Aragón. También médico y teólogo era Miguel Servet, sentenciado a la hoguera por Calvino.
Vidas calladas y secretas, como la del jerónimo judío fray Diego de Marchena, que “una tórrida tarde de agosto de 1485 subió, en alma y humo, a los cielos”, o la culta costurera toledana Isabel de la Cruz y su práctica del dejamiento, que la aproxima al desapego y la contemplación del quietismo de Molinos.
Vidas vagantes y extravagantes, como la del rector Bodenstein, que abandonó la universidad para trabajar como mozo de cuerda; o la del visionario Jacob Böhme, que influyó en los románticos alemanes, en especial en el Novalis de los Himnos a la noche.
Personajes que fueron un paso más allá de la mera heterodoxia o por su activismo militante o por la radicalidad de sus propuestas. Así destaca Antonio Pau su importancia:
Los herejes, los disidentes del pensamiento común, obligan a poner en duda las ideas generalmente admitidas que sobreviven en muchos casos por inercia. Los disidentes mejoran el pensamiento del que disienten. Quizá por esa razón escribió san Pablo: “Conviene que haya herejes.” [...] Es bueno que haya rebeldes, que haya contradictores, que haya disconformes, que haya discordantes, que haya insatisfechos, que haya discrepantes. Porque hacen mejorar a la sociedad entera.
16 octubre 2020
Ovidio. Tristezas de un exiliado
Por tanto, el hecho de vivir y resistir a duros sufrimientos
y que no se apodere de mí el tedio de una angustiada luz,
te lo debo, Musa, a ti, pues ofreces consuelo,
tú vienes como descanso a mis preocupaciones, como un bálsamo.
Tú eres mi guía y compañera, tú me llevas lejos del Histro
y me das un lugar en medio del Helicón;
tú, lo que es raro, me diste en vida un nombre sublime,
el que la fama suele dar después de las exequias.
Y la Envidia, que maltrata a los vivos, no mordió
con su inicuo diente ninguna obra de las mías.
En efecto, aunque nuestra época haya traído grandes poetas,
la fama no fue maligna con mi talento,
y, aunque yo anteponga a muchos a mí, no se dice
que sea menor a ellos y se me lee muchísimo en el mundo.
14 octubre 2020
El amanecer podrido
Él lo miraba siempre todo con unos ojos excesivamente apagados y se iba encorvando cada día. Aquella tarde, debió de adivinarlo como un predestinado. Los titiriteros rifaban, una y otra vez, nuevas pequeñas sillas de mimbre a los aldeanos. Se iban ya aquella misma noche. Para la primera silla las papeletas habían valido un real. Yo había comprado una, quedándome con un confuso remordimiento, porque no sabía qué había de hacer con la sillita, si me llegara a corresponder. Así que deseaba casi que no me tocara.
Así comienza “Lo miraba siempre todo”, el extenso relato autobiográfico de Luis Martín Santos, inédito hasta ahora, que abre el volumen El amanecer podrido, en el que se reúnen los textos escritos por él y por Juan Benet entre 1948 y 1951, un “ejercicio literario a dos voces”, tal como lo define Mauricio Jalón en la edición anotada que publica Galaxia Gutenberg.
“Entre los papeles inéditos de Luis Martín-Santos y de Juan Benet figura un nutrido grupo de relatos breves, ya reunidos por ambos autores bajo el título El amanecer podrido. Escritos a máquina, y con numerosas correcciones a mano, no están fechados –aunque sabemos que fueron redactados entre 1948 y 1951– y por ende no se conoce hoy con precisión el momento exacto ni el orden en que fueron escritos, aunque se publicaron dos de ellos, uno por cada autor, en 1950, un momento crucial en sus vidas.
Podemos ver aquí los curiosos preludios de un par de escritores en ciernes. Son «pruebas de escritura» hechas paralelamente, y fueron corregidas varias veces por ellos. Resulta significativo de su confianza mutua, y de su valor testimonial, el hecho de que sus familias tengan cada una copia de estos documentos desde hace seis décadas”, escribe Mauricio Jalón en el Prefacio de la edición de este El amanecer podrido, que reúne sesenta y siete relatos escritos por Luis Martín Santos y por Juan Benet, solos o en compañía.
En esos años cruciales, en 1949 exactamente, ambientaban Martín Santos su Tiempo de silencio y Juan Benet su Otoño en Madrid hacia 1950.
A petición de Leandro Martín Santos, hermano del ya fallecido Luis, Juan Benet fue identificando en 1964 la autoría de esos textos. Pudo atribuirse la composición de diez de ellos y reconocer la de Luis Martín Santos en otros cuarenta y uno. Los dieciséis restantes son de atribución dudosa o de escritura compartida, por lo que Benet renunció a adjudicarlos a uno o a otro.
Y es que, como señala Jalón, “en El amanecer podrido resulta imposible identificar con seguridad, en bastantes casos, a cada uno de los dos escritores. Poco o nada se deduce de las lecturas, luego, hechas por sus amigos. En cierta medida fueron cuentos tocados a cuatro manos, pero desconocemos cómo se elaboraron realmente. Muchas veces parece adivinarse más el ingenio de uno ellos, aunque sólo se ha querido sugerirlo en las notas.”
Muy heterogéneos en carácter, enfoque y temas, el editor ha intentado vertebrar el conjunto en torno a una articulación temática y para ello los ha organizado en siete apartados que responden a siete temas predominantes en un conjunto que abren dos cuentos, “Lo miraba siempre todo”, de Luis Martín Santos, sin duda uno de los mejores del libro, y “La sopera”, de Juan Benet.
Esos dos relatos son el pórtico de un conjunto en el que, como esos dos cuentos iniciales, alternan no sólo dos voces narrativas distintas, sino dos formas de mirar, entre la realista y la imaginativa, que auguran las posteriores discrepancias literarias entre los dos narradores, que pasaron de la complicidad personal y las lecturas compartidas de estos años a un distanciamiento progresivo tras la publicación de sus primeros libros, Tiempo de silencio y Nunca llegarás a nada.
En los casi setenta cuentos de El amanecer podrido, elaborados con distintas perspectivas narrativas coexisten lo extraño y lo cotidiano, las ceremonias fúnebres y las aventuras amorosas, la experiencia del fracaso y el deseo, las carnalidades rijosas y las relaciones sombrías, los temores y las bromas, las burlas y las obsesiones, las transgresiones y las monstruosidades, el humor y la fantasía, los sueños y las visiones, el erotismo y la muerte, la infancia y el desarreglo físico.
Dentro de esa selva literaria hay relatos en los que se ya percibe la altura literaria de los dos jóvenes narradores, como en “Yo y el campo”, de Luis Martín Santos, o en “El vértigo de la ciudad en noviembre”, de Juan Benet.
Cierra el volumen el apartado Papeles cruzados, con las cartas abiertas sobre el bajorrealismo que reivindicaban ambos en 1950, una tendencia a la que pertenecería una buena parte de los cuentos de El amanecer podrido, y que definían en estos términos en una de esas cartas: “lo bajorreal es un hecho instantáneo que aparece siempre debajo de la realidad fluyente. Lo que en cada momento es constante y cerrado y bajo. De ahí viene su nombre”; el muy conocido “Luis Martín Santos, un memento”, que Juan Benet incorporó a su estupendo Otoño en Madrid hacia 1950, y finalmente cinco cartas, entre las cuales destaca una, inédita hasta ahora, de Juan Benet a Leandro Martín Santos.
Escrita el último día de mayo de 1964, unos meses después de la muerte de su hermano Luis, en esa carta Juan Benet se muestra reticente a publicar este conjunto que ahora ve la luz en esta cuidada edición cuyas anotaciones iluminan la ya poderosa escritura de dos autores entonces aún incipientes, pero decisivos en la modernización de la narrativa española en la segunda mitad del siglo XX, como explica Mauricio Jalón: “Por encima de cualquier vacilación, los dos amigos son hoy clásicos de la literatura española del siglo XX, de la novelística y del relato, también de su creativo pensamiento informal. Y tales ejercicios primeros e incompletos, pero maduros en sus percepciones y maliciosos en líneas generales, guardan un empuje que permite ver mejor el pasado desde ángulos culturales propios. Sus inicios literarios, que son disgregativos, titubeantes y movedizos, dejan entrever a veces misteriosamente algunos caminos de la creación posterior.”
Santos Domínguez
12 octubre 2020
Goethe y la naturaleza como totalidad
09 octubre 2020
Eliot. La tierra baldía
“He tratado de conjurar el gran peligro sobre el que advertía el poeta norteamericano Robert Frost cuando dijo que poesía es justamente lo que se pierde en las traducciones”, explica Luis Sanz Irles a propósito de su magnífica traducción de La tierra baldía que publica Olé libros en una cuidada edición bilingüe.
Una nueva traducción del que es sin duda uno de los poemas imprescindibles del siglo XX, el mayor poema del siglo para algunos críticos, que comienza con estos versos memorables en la versión de Sanz Irles:
de lilas los campos muertos, mezcla
recuerdos y deseos, agita
las embotadas raíces con sus lluvias.
Algo más de dos años ha empleado en su labor de traducir el poema eliotiano, que define como “un formidable artefacto sonoro” en la nota introductoria:
Abre el volumen un magnífico prólogo -Un río subterráneo- en el que Ernesto Fernández Busto analiza la estructura y el sentido de La tierra baldía para concluir que “el poeta moderno es, parece decirnos Eliot, un zahorí y de todas esas energías e impulsos, el único ser capaz de devolverle la fecundidad al mundo en decadencia.”
Escrito por un Eliot sumido en una crisis personal, en la hora violeta de un episodio de depresión profunda, el poema se publicó a finales de 1922, corregido de manera drástica, quirúrgicamente casi, por Ezra Pound, il miglior fabbro, al que está dedicado el libro.
Es, en palabras de Edmund Wilson, “el grito de un hombre al borde de la locura”, un texto desolado escrito en los límites de la desesperación. Pero por encima de su trasfondo autobiográfico, al que Eliot aludía cuando reconocía la función terapéutica de su escritura como “insignificante queja contra la vida” y como “rítmico lamento”, La tierra baldía tiene una dimensión más amplia, es un caleidoscopio que muestra la crisis del hombre contemporáneo desorientado y traza la imagen opaca del vacío en medio de la confusión.
La desolación, la angustia y la ironía, la ruptura de la subjetividad romántica de un yo poético diluido en la polifonía dramática de las voces que hablan en La tierra baldía provocan fascinación y perplejidad en el lector de un texto enigmático, discontinuo y alusivo, elusivo y fragmentario en el que hay una enorme diversidad de voces, de tiempos y géneros, de lenguas y culturas y un mosaico de prosodias heterogéneas y de tonos distintos que recuerdan una estructura musical.
Conviven en sus versos alucinados el Tarot y el Grial, la vida de los muertos y el viaje a Emaús, el deseo y la incomunicación, la sordidez del erotismo y la esterilidad del mito, Wagner y la peregrinación por un Londres infernal, las leyendas vegetales que Frazer exploró en La rama dorada y la capilla peligrosa, la mitología y la religión, Tiresias y San Agustín, la cultura antigua y la época contemporánea, la tradición pagana y la cristiana, Flebas el fenicio y la tierra estéril que forma parte de la leyenda del Rey Pescador.
arrastrando por la orilla su vientre viscoso
mientras yo pescaba en el sombrío canal
una tarde de invierno tras la fábrica de gas
a vueltas con el naufragio de mi hermano, el rey,
y con la muerte de mi padre, rey antes que él.
Con Tiresias como eje vertebrador del poema, La tierra baldía plantea una búsqueda desde el caos, es un viaje doloroso por un mundo estéril sin agua y sin sentido, una bajada los infiernos con la guía de Dante y con los símbolos artúricos como clave contemporánea de esa búsqueda espiritual:
se alzan del escritorio, cuando el motor humano espera
como un taxi que al esperar palpita,
yo, Tiresias, aunque ciego, palpito entre dos vidas,
viejo con arrugados pechos de hembra, puedo ver
a la hora violeta -la hora vespertina que empuja a recogerse
y al marinero a casa desde el mar-
a la secretaria, ya de vuelta para el té, retirar el desayuno,
encender la estufa y abrirse unas latas de conserva.
Fuera de la ventana se despliegan con audacia
sus combinaciones, que los últimos rayos de sol secan aún;
sobre el diván se apilan (es su cama de noche)
medias, zapatillas, corsés y camisolas.
Yo, Tiresias, anciano de tetas arrugadas
observé la escena y predije el final
-también yo aguardaba al huésped fatal.
Collage, caleidoscopio y palimpsesto, pasado, presente y futuro que no se integran en una unidad lógica, sino emocional, para trazar una imagen pesimista de la Europa de entreguerras, del desarraigo, la soledad y la incomunicación entre la memoria y el olvido, entre la muerte y el renacimiento, con el añadido de unas notas de autor que más que orientar al lector lo sitúan en el clima espiritual del poema y en su relectura irónica de la tradición.
Esa búsqueda desde la desolación y la muerte atisba una esperanza en la regeneración y la reconstrucción sobre las ruinas en el último verso:
Shantih shantih shantih
Así lo explicaba Eliot en la nota final: “Repetido como aquí es el final codificado de un Upanishad. La paz que trasciende el conocimiento sería nuestra forma de traducir esta palabra.”
Pero además de trazar ese viaje existencial por la desolación del mundo, Eliot se convirtió con La tierra baldía en un cartógrafo que fija el territorio de la poesía y del lenguaje poético cuya potencia crea un ámbito autónomo con este poema que enriquece esta estupenda edición con abundantes iluminaciones que explican las claves del texto junto con las notas que redactó el propio Eliot.
Completa esta espléndida edición un epílogo -‘La crueldad de abril’- en el que José Antonio Montano elogia así esta nueva versión del poema:
“La traducción de La tierra baldía de Sanz Irles es la mejor que he leído. Traslada efectiva y elegantemente la sonoridad de Eliot, y hace gala de algo que no suele tenerse en cuenta pero que es sustancial en literatura (y más aún en poesía): la sensibilidad semántica. Una virtud que no siempre tienen los traductores ni (¡ay!) los autores. Sanz Irles se aproxima a la precisión evocadora de Eliot y propicia, cuando ha de hacerlo, su aire oracular. Consigue formulaciones memorables en español, equivalentes a las inglesas, que son la recompensa inmediata del lector de este poema complicado. Gracias a ellas podrá tener la experiencia -o al menos una experiencia- de La tierra baldía.”
Santos Domínguez
07 octubre 2020
Peri Rossi. La insumisa
05 octubre 2020
Mujica Láinez. El escarabajo
02 octubre 2020
Jorie Graham. Deprisa
Deprisa.
Traducción y prólogo de
Rubén Martín y Antonio F. Rodríguez.
Bartleby Editores. Madrid, 2020.
Hagamos una pausa. Si se te pudiera salvar entonces sí, vale. Si se te pudiera contener en la vida entonces sí.
Pero diligente, ridícula, tacho las fechas -tus días tus respiraciones-
como si esta desconfianza de lo natural no bastara-
buscando el punto de partida-
una de estas será tu última palabra-
¿qué habremos acabado de decir cuando te pares?-
¿cuál será la frase interrumpida por tu último aliento?-
¿nos advirtieron de esta libertad?-
que no hay regulaciones-
que no se nos agota la paciencia, se nos agota el tiempo-
ellos nos arrancan la vida, justo así-
todo es entraña y luego deja de serlo-
que un día esto dejará de ser tu hogar-
también que no queda espacio, tu espacio se consume-
el siguiente paso es que no hay paso-
Con una llamativa mezcla de expresión sincopada y expansión verbal, la potente poesía de Jorie Graham no persigue la transcripción de la realidad sino que aspira a ser una creación verbal, emocional e intelectual que genere una experiencia de conocimiento.
La muerte de los padres - Leyendo para mi padre y La máscara ahora son dos de los mejores poemas del conjunto-, a quienes dedica el libro, está en la raíz de este libro que apareció originalmente en 2017, casi diez años después del anterior Rompiente, que publicó también Bartleby con traducción de Rubén Martín.
En esa razón traumática parece radicar la constante búsqueda de sentido que recorre los veintitrés poemas de este libro que va más allá de la mera elegía personal para explorar un nuevo lugar en el que situarse tras la desaparición de los padres.
Porque esas son pérdidas que se superponen a otras pérdidas, generan una crisis que se suma a otras crisis que van más allá de lo individual pero tienen su punto de partida y de llegada en la conciencia personal, en la necesidad de reubicarse en una poliédrica realidad multidimensional desde las Cenizas que dan título al poema inicial:
Maniatada a una tromba. Pedí a las plantas que me dieran mi pequeña identidad. No, a los planetas.
Desde ese punto de vista, este libro es una forma de reconstrucción de la identidad, de reorganizar las piezas existenciales y de reorientarse en el laberinto de un mundo en crisis: de lo íntimo a lo ecológico, de lo político a lo cultural.
Y por eso su vocación interrogativa (“Dónde estoy ahora. ¿Y ahora?”) se proyecta en busca de un posible interlocutor y de respuestas a las catástrofes personales y colectivas, catástrofes que están hechas de tiempo y de espacio como anuncia ese título (Fast / Deprisa) que exige la compenetración del tiempo y del espacio que permite hablar de la velocidad, de la aceleración de los cambios en la vida individual y social y en la vertiginosa realidad actual, signos de la fugacidad que evoca la imagen de portada de Xoán Abeleira.
Y esa búsqueda se aborda en las cuatro partes en que se organiza el libro no con una sola voz, sino con una polifonía que enfoca desde diversas perspectivas la complejidad de la realidad desde la ruptura del lenguaje y con versos desbocados en torno a la soledad y la destrucción, la enfermedad y el olvido con el cauce del dolor como experiencia personal y como testimonio de conciencia cívica.
Escrito con una voluntad de exploración radical de los límites estilísticos y existenciales, Deprisa es un libro potente y oscuro, interrogativo y apocalíptico, una muestra de poesía meditativa y turbadora en el límite del discurso lógico, de poesía exigente cuyo despliegue verbal envuelve al lector con su fuerza elegíaca y con una intensidad emocional que culmina en el poema final, Las manos de mi madre me dibuja, que comienza con estos versos:
Mientras muere solo las manos de madre siguen
sin morir, cortando el aire,
impersonales, forzadas
[...]
aquí desde que por primera vez abrí mis primeros
ojos el primer día y ahí estaban,
delicadas, señalando, no retrocederán,
no pueden ser recordadas.
“La experiencia no ha podido ser más satisfactoria, desde nuestra perspectiva: un traductor ha sido el contrafuerte intuitivo del otro. Es un intercambio de miradas recíprocas donde se detectan los huecos que el otro no ve, porque ha extenuado los versos a fuerza de proyectar sobre ellos su propia óptica. [...] Liberar, entre dos, la potencia del texto, compartiendo la fascinación hacia él y haciéndolo fluir hacia otra lengua muy distinta a veces con serenidad, a veces ejerciendo cierta violencia controlada. Libertad también concedida por la autora, que nos ha instado a recrear en castellano aquellas partes que resultaban de facto intraducibles en su literalidad y nos ha dado vía libre para tomarnos licencias que mejorasen la sonoridad y la recepción.”