19 abril 2013

Salinas inédito



Pedro Salinas.
Poesía inédita.
Edición de Monserrat Escartín Gual.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2013.


Hace seis años, Cátedra Avrea publicaba en una espléndida edición en tres tomos coordinados por Enric Bou, la obra completa de Pedro Salinas. En el tomo correspondiente a la poesía – de la que se ha ocupaba Monserrat Escartín- se depuraron algunas erratas repetidas en ediciones anteriores y se incorporaron casi ochenta textos inéditos.

El reciente volumen que Monserrat Escartín ha preparado para la colección Letras Hispánicas de Cátedra organiza los inéditos, como el volumen de la poesía completa, con arreglo a un criterio cronológico en torno a dos grandes bloques: los inéditos anteriores y los posteriores al exilio. 

Y dentro de esos dos apartados genéricos hay varias secuencias en las que a la cronología se le añade la referencia de lugar (París, Sevilla, Madrid y Wellesley, Baltimore, Puerto Rico, Boston) hasta completar un conjunto de 142 poemas inéditos de distinto nivel, asunto y grado de elaboración: desde el mero poema de circunstancias –ligero y trivial- hasta los textos revisados y corregidos, pasando por los que descartó y por aquellos otros que dejó simplemente esbozados.

Entre Presagios y el póstumo Confianza, Salinas elaboró su obra poética como una aventura hacia lo absoluto y el conocimiento. Buscó una voz propia en sus primeros libros por los caminos de la vanguardia y la encontró en un ciclo de poesía amorosa inspirada por Katherine Whitmore, entre la plenitud y el lamento.

El ciclo amoroso compuesto por La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento constituye una de las referencias cenitales del 27 y el momento central de la poesía de Pedro Salinas, un viaje siempre hacia el centro, hacia lo hondo, hacia una realidad que va más allá de la superficie y los nombres, hacia la alta alegría de una vida en los pronombres.

El exilio abrió un paréntesis de silencio hasta que en Puerto Rico se reencontró con la lengua y la poesía con el mar de El contemplado, que se prolongó luego en la voz civil y angustiada de Todo más claro.

También en estos inéditos, como es lógico, se puede percibir la voz propia de Pedro Salinas y seguir su evolución temática y estilística, el oscurecimiento progresivo de su mundo y el tono cada vez más grave de su poesía, como en este texto fechado en abril de 1949, dos años antes de su muerte, que comienza con estos versos:

Saber que este año es mil novecientos
cuarenta y nueve no me dice nada
del campo que verdea.
Así sé yo mi edad, mas no la suya,
la de la primavera.

Para terminar así:

No me entiende lo verde; me reprocha
una pena que siento al verlo verde.
Porque yo tengo historia, y se la pongo
y la saludo
como si fuera otra:
y no la misma, siempre, sin año, eterna, siempre, primavera.


Santos Domínguez

17 abril 2013

Jean-Claude Kaufmann. Sex@amor


Jean-Claude Kaufmann.
Sex@amor.
Traducción de Mercedes Noriega.
Pasos perdidos. Madrid, 2013.

Las nuevas claves de los encuentros amorosos es el subtítulo de la investigación sociológica que Jean-Claude Kaufmann, profesor de la Sorbona, ha llevado a cabo navegando a través de las cada vez más numerosas webs de encuentros que facilitan las citas de parejas.

Lo explica así el sociólogo en la introducción a Sex@amor, el volumen que recoge ese análisis que acaba de publicar en España la editorial Pasos perdidos:

En los albores del tercer milenio, el universo de los encuentros amorosos se ha transformado bruscamente. Al coincidir temporalmente dos fenómenos muy diferentes (el reciente afianzamiento de las mujeres en lo que concierne a la sexualidad, y el uso generalizado de Internet) se ha desencadenado esta sutil revolución. A veces la historia se construye a partir de coincidencias inesperadas, como esta.

Los intercambios on-line y la libertad del internauta han configurado un nuevo modelo de relaciones sentimentales o eróticas que junto con la facilidad del intercambio tiene otros aspectos más problemáticos como los derivados del anonimato de la comunicación en internet, lo que puede favorecer la simulación o la falsificación de la realidad.

Y precisamente por eso, la clave de estas relaciones está en el momento en que se tiene que producir el salto de lo virtual a lo real. Saldadas a menudo con fracasos, esas situaciones han provocado cambios importantes en el papel de la pareja y en las reglas del juego.

A partir de una gran cantidad de fragmentos extraídos de chats, foros y blogs, Kaufmann analiza en su investigación el lugar del sexo en el mundo actual, los nuevos códigos de comportamiento previos a las relaciones sexuales, los protocolos de acceso físico al otro, los lugares de encuentro, las “técnicas de escalada”, la liberación sexual de la mujer, que pide libertada, igualdad y sexualidad, y la vinculación entre sexo y sentimiento.

También en ese punto se ha producido un vuelco importante, porque si tradicionalmente se ha ido del amor al sexo, en este nuevo tipo de relaciones el camino es el contrario y es el sexo el que puede conducir al amor en ese paso de la identidad virtual a la personal, que es la verdadera clave de este tipo de relaciones.

Luis E. Aldave


15 abril 2013

Monsieur Proust


Céleste Albaret.
Monsieur Proust.
Introducción de Luis A. de Villena.
Traducción de Elisa Martín y Esther Tusquets.
Capitán Swing. Madrid, 2013.


Céleste Albaret estuvo al servicio de Proust desde 1913 hasta la muerte del novelista en 1922. Aquella joven, recién casada con el taxista de Proust, fue primero la recadera que llevaba cartas a los distintos corresponsales del escritor y pronto se convirtió en su ama de llaves, en su confidente y casi en su secretaria en aquellos nueve años esenciales en los que escribió A la busca del tiempo perdido.

Entró a su servicio cuando acababa de aparecer Por el camino de Swann, el primer tomo de la serie, y sus primeros recados consistían en repartir los ejemplares dedicados de la novela entre amigos y conocidos de Proust.

Se ocupó de los asuntos domésticos en el 102 del Boulevard Haussmann y en la Rue Hamelin donde vivió Proust, se adaptó a su vida de recluso y le defendió de las visitas, protegió su intimidad y adoptó los mismos horarios extravagantes del novelista que dormía de día y escribía de noche.

Lo recuerda Painter en la biografía monumental de Proust: el príncipe Bibesco, su amigo, decía que el escritor sólo había querido a dos personas: a su madre y a Céleste, por quien se sentía comprendido y a quien inmortalizó como personaje en Sodoma y Gomorra  y en La prisionera

Cincuenta años después de la muerte de Proust, Céleste evocó al novelista con la ayuda de Georges Belmont, que puso por escrito este Monsieur Proust, el resultado de cinco meses y setenta horas de entrevistas.

Belmont transcribió, reelaboró y organizó en treinta capítulos que combinan el enfoque temático y la secuencia cronológica este relato oral de la memoria privada de Céleste Albaret en sus casi diez años años al servicio del novelista.

Se publicó en 1973 e inspiró en 1981 una espléndida película del director alemán Percy Adlon sobre esta Céleste que, como señala Belmont en su nota introductoria, “era el testigo capital, estaba en el centro de todo.”

Con traducción de Elisa Martín y Esther Tusquets y prólogo de Luis A. de Villena, Capitán Swing reedita este retrato íntimo de la vida diaria de Proust en los años de mayor actividad creativa y de reclusión más radical para dedicarse obsesivamente a terminar su obra hasta esos últimos días en que corrigió febrilmente las pruebas de La prisionera porque sabía que se estaba muriendo.

“A veces me sentía como si fuese su madre, y otras como si fuese su hija”, escribe Céleste acerca de un Proust íntimo y educado, inapetente y sensible. Pero este libro va más allá de la mera imagen doméstica del escritor visto por una sirvienta sobreprotectora: revela también detalles de la cocina de la escritura de A la busca del tiempo perdido, que además de muchas otras cosas es una novela en clave, un reflejo de los ambientes y personajes del círculo social o privado del novelista que le relataba sus veladas o le hablaba de política o de sus amigos.

De hecho, ella misma –además de dar nombre a la mensajera de una aristócrata- aparece transformada en el personaje de Françoise, la sirvienta del narrador que recorre las páginas de todo el ciclo. Y en un breve poema de circunstancias que le dedicó unos meses antes de morir, la llamaba “espiritual, activa, incorruptible.”

Aquella mujer, que lo acompañó en el último viaje a Cabourg tras superar un episodio de rivalidad con otros sirvientes, explicaba que Proust “sólo vivía en el sueño de su memoria y para este sueño.”

Algo parecido se puede decir de ella, que se convirtió en la memoria viva del novelista, de sus crisis asmáticas y su trabajo frenético, de su inapetencia y su aversión a los ruidos y los olores, de sus noches negras en París durante la primera guerra mundial, del cuidado de su imagen o del largo túnel en el que la enfermedad confundió las noches y los días de sus últimas semanas en los que una gripe precipitó el final.

“Lo sabe todo acerca de mí”, decía Proust de Céleste Albaret, que no sólo fue la depositaria de su memoria doméstica, sino que también contribuyó a preservar sus textos, por lo que obtuvo la orden de Commandeur des Arts et des Lettres que otorga el Ministerio de Cultura francés.

Santos Domínguez


12 abril 2013

José Barroeta. Todos han muerto


José Barroeta.
Todos han muerto.
Poesía completa (1971-2006).
Presentación de Eugenio Montejo.
Prólogo de Víctor Bravo.
Candaya Poesía. Barcelona, 2006.

Fue una de esas burlas siniestras que ejecuta con frecuencia el destino: José Barroeta (Trujillo, 1942), uno de los más grandes poetas venezolanos,murió el 6 de junio de 2006, cuatro días antes de que la editorial Candaya publicara Todos han muerto, un espléndido volumen con su poesía completa, al que acompañaba un CD en el que la voz, ya seriamente enferma, de Barroeta leía durante media hora quince textos seleccionados por él mismo de sus seis libros.

No es una casualidad que el título de esa poesía completa sea el de su primera obra, que a su vez lo tomaba de uno de los poemas del libro, que empezaba así:

Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me consolaba
y estaba segura, como yo,
de que habían muerto todos.

El vacío y la ausencia fijaban el punto de partida de una trayectoria poética que habría de culminar en su propia ausencia, en la muerte prevista en el último texto –Enero –4 y 30 a.m.- de su último libro, Elegías y olvidos, otro de los títulos que contienen significativamente el mundo poético de Barroeta:

Pasó el año nuevo
y reventaron los pulmones.
En mi pared bronquial
con arquitectura parcialmente alterada
por neoplasia maligna epitelial
las células se disponen en nudos y cestos
fragmentando el sonoro tejido de la noche.

Entre su principio y su final, la poesía de José Barroeta completa un itinerario de pérdidas y desapariciones, un elegiaco viacrucis laico en el que las palabras asumen toda la gravedad de su peso temporal en el cumplimiento de un trazado fatal.

En esa danza de la muerte contemporánea las palabras levantan el único muro indestructible: el del recuerdo inmune a las devastaciones: Mientras haya muerte, viviré cantando, escribe Barroeta. Y por eso, pese a todo, su poesía no vive en el terreno de la elegía, sino en el de la celebración de la plenitud amorosa, en el mito intemporal que revive en lo cotidiano y en una potencia verbal que se proyecta en iluminaciones órficas, en la alucinación de una mirada visionaria que abre grietas en la realidad:

Hay un arte,
un paisaje a veces amable,
a veces torvo,
donde ascenso y descenso son accesorios
de la materia limpia.
Hay un arte de anochecer.
Quien haya vivido o soñado con bosques,
luces y demonios,
lo sabe.

Porque Barroeta, uno de los nietos de Maldoror y de Vallejo, levanta su palabra como un escudo contra la destrucción y el olvido con una tensión poética, emocional y verbal que hace compatibles el onirismo y la transparencia.

La poesía de Barroeta, cercana a la naturaleza, a los pájaros y a los árboles, mantiene una continua complicidad con lo terrestre, una extraña vocación de regreso a lo subterráneo, una imantación que lo atrae hacia la tierra y la sombra.

Una de las líneas centrales de su obra es el movimiento centrípeto hacia lo telúrico, porque el poeta se sabe parte integrante de esa vieja tradición de morir que nombra en Todos han muerto. Y ante esa agresión segura e inevitable, el poeta se enfrenta a la desolación con la fuerza de la memoria y la palabra o llega a la serenidad final de Elegías y olvidos –inédito hasta esta edición- tras asumir la muerte del padre en Arte de anochecer –quizá su mejor libro- o asimilar la esencia del fracaso en ese psicoanálisis poético que es Culpas de juglar.

Ese proceso es paralelo a una lenta decantación estilística que afina su expresión y culmina en la transparencia de sus últimos textos. Conversador insistente en su vida diaria, Barroeta plantea su obra poética como una larga conversación con el lector, con el mundo, con la muerte, con el recuerdo, consigo mismo.

Como una conversación y como un viaje hacia lo hondo y hacia el origen, hacia la tierra y la sombra desde la memoria hasta el futuro con el telón de fondo de un espacio sentimental ligado al ámbito familiar y al paisaje originario al que le une esa constante atracción por el regreso. De ahí que Ítaca y Ulises sean también un referente en la poesía de Barroeta.

La edición de Todos han muerto va precedida de dos textos introductorios: una presentación de Eugenio Montejo, que analiza las claves temáticas y estilísticas de la poesía de Barroeta a partir de tres poemas de su primer libro, una trinidad que contiene en germen, igual que una obertura, algunos de los temas, la música y los tonos característicos de un mundo poético propio afincado en la confluencia de la memoria y el ritmo, de la imagen y el sueño.

Víctor Bravo completa esas introducciones con un prólogo que recorre los seis libros de poesía de Barroeta, reunidos en este volumen que contiene alta poesía, versos fulgurantes e iluminaciones en la oscuridad a través de sus potentes imágenes y de un tono de voz sólido y cercano:

Ahora,
con llamaradas nuevas en las
manos, preparo una muerte inocente,
una puesta de sol que tumbe mi cuerpo
en la hierba
y lo vuelva sonido
o vaca blanca de
la serranía.

Santos Domínguez

11 abril 2013

El tiempo de los héroes


Javier Reverte.
El tiempo de los héroes.
Plaza y Janés. Barcelona, 2013.


Aquel mediodía de marzo de 1939, bajo un cielo de fango, el mar escupía un oleaje furioso y el viento golpeaba con saña las palameras del paseo del puerto de Alicante, obligando a sus largas hojas a simular aplausos, como si se burlaran del dolor de la multitud que, herida por el miedo, se agolpaba en los muelles.

Así comienza El tiempo de los héroes, la novela que Javier Reverte publica en Plaza y Janés y que llega hoy a las librerías.

Esa naturaleza agresiva e inhóspita recibe a varios miles de personas que esperan un barco para salir de España con el signo de la derrota en los días anteriores al final inminente de la guerra civil.

Son los restos de un ejército diezmado y roto, a los que se suman miles de civiles: ancianos, mujeres y niños sin esperanza en medio del paisaje insolidario de esos muelles del dolor.

Desde ese punto de partida, Javier Reverte elabora en El tiempo de los héroes una biografía novelada del general Juan Modesto, uno de los mandos más admirables y peculiares del ejército republicano.

Nacido en el Puerto de Santa María, Modesto fue el único general de la República que alcanzó ese grado desde la condición de miliciano, por su talento para las operaciones militares, y cuando empieza la novela acaba de llegar a Alicante para organizar la evacuación a la vez que rememora los tres años de guerra, su infancia y su trayectoria personal, y asume su derrota, que sabe inevitable, aunque no se rinde nunca.

Porque Modesto tiene la grandeza joven del héroe de la epopeya clásica o de la tragedia griega, su misma valentía en el enfrentamiento desigual contra el destino que había elegido en un ejercicio de libertad que, junto con la esperanza, es el motor fundamental de ese tipo de tramas.

Las citas de autores clásicos que encabezan cada capítulo marcan el tono elevado, épico y trágico, con que Javier Reverte quiere rodear la figura de Juan Modesto, un hombre que pertenecía al destino, no a la vida.

Un destino cuyos momentos cruciales recuerda el protagonista desde ese lugar de la derrota en que se ha convertido el puerto de Alicante esos días de marzo de 1939.

Desde el 19 de julio del 36 en Getafe y en el cuartel de la Montaña, en medio de la furia popular contra los sublevados, primer acto de una tragedia que duraría años, se recuerdan las malas relaciones con El Campesino, con Cipriano Mera y con Líster, se suceden los episodios de guerra –el Quinto Regimiento, la batalla de Madrid, el frente de Guadarrama, la defensa de una capital del caos abandonada  por el gobierno, las batallas del Jarama y Guadalajara, Belchite y Brunete, Teruel y el Ebro, la caída de Cataluña y la traición de Casado en Madrid-, se evoca a figuras públicas -Alberti, Koltsov, Negrín, un Hemingway borracho y violento, el prudente general Rojo, el aviador comunista Hidalgo de Cisneros, Miaja, Capa o Miguel Hernández- o a personajes de su vida privada como sus amantes -la norteamericana Jeannette Cohen, la condesa de Valdearce y María Díaz-, su intendente Cachalote, el comisario político Luis Delage o el sargento Lavalle, uno de los personajes centrales de El tiempo de los héroes.

Una amplia documentación está en la base de esta novela que sin embargo se lee como un relato fluido en el que el rigor histórico no empaña nunca los valores narrativos de El tiempo de los héroes, una espléndida reconstrucción de la figura de Juan Modesto, al que Juan Negrín le decía al despedirse para salir al exilio estas palabras que resumen el sentido de la novela:

-Usted es un héroe antiguo, quizás el último de todos. Si hubiera ganado esta guerra, le cantarían los poetas del futuro. Sin embargo, ya no habrá versos esperándole..., tal vez, únicamente, alguien escriba una tragedia sobre su vida y su lucha.


Santos Domínguez





10 abril 2013

Decamerón


Giovanni Boccaccio.
Decamerón.
                                                         Introducción de Vittore Branca.
Traducción de Juan G. de Luances.
Debolsillo. Barcelona, 2013.

El 16 de junio de este año se cumplirá el séptimo centenario del nacimiento de Giovanni Boccaccio. Y para celebrarlo, Debolsillo publica una espléndida edición en tapa dura del Decamerón con un amplio estudio introductorio de Vittore Branca, que nació hace ahora un siglo, descubrió el manuscrito del Decamerón en 1962 y es sin duda el mejor experto en Boccaccio, el responsable de la edición canónica de sus obras completas, entre ellas dos tomos dedicados al Decamerón, y del volumen Boccaccio y su época, que publicó aquí El libro de bolsillo de Alianza editorial.

Boccaccio medieval se titula significativamente ese estudio que habla de un autor que mira en este libro más al pasado que al futuro y escribe su obra en la clave mercantil de la burguesía bajomedieval a la que se dirige, lo que explica por ejemplo que sus protagonistas sean mercaderes.

Porque, desmintiendo otras opiniones, Branca niega que el Decamerón, que sigue modelos medievales, no clásicos, fuera una avanzadilla del Renacimiento y ve en su mirada la nostalgia de un pasado anterior a la nueva moral burguesa que se está extendiendo por Europa en el siglo XIV.

Cien cuentos, diez días, siete muchachas y tres muchachos que huyen de la peste de Florencia y se refugian en el campo y en los relatos como estrategias de supervivencia.

Como Sherezade en Las mil y una noches, en el Decamerón los personajes se evaden de la muerte y tienen que narrar para sobrevivir, de manera que el relato equivale a la vida. Lo explicó Todorov en su memorable Gramática del Decamerón, con el que abrió el camino de la narratología.

Es la alegría de vivir y la celebración de un relato exento de lastres morales a través de diez narradores fogosos y desenfadados para narrar historias de amantes ingeniosos y de maridos cornudos, de conventos y hortelanos, de monjas recoletas y frailes procaces, de amores no correspondidos como los de Nastagio degli Onesti, que pintó Boticelli.

Aquellos narradores, como los demás personajes, salían del territorio de la muerte y de un oscuro tiempo de tinieblas y defendían la alegría de vivir y de contar en la perspectiva histórica del otoño de la Edad Media.

Destinada no a un lector selecto, sino a un público amplio de la pujante burguesía de las ciudades italianas, su materia “vasta y compleja”, en palabras de Branca, construye una obra gótica de arquitectura ascendente, un libro unitario no sólo por la creación de un marco narrativo que lo articula, sino por la existencia de un plan general que supedita las distintas secuencias al conjunto.

Y así, de la primera jornada a la décima, los relatos describen un itinerario que se remonta desde la sátira de los vicios al elogio de la virtud en una comedia humana que muestra a la Fortuna, el Amor y el Ingenio como los tres motores de un mundo bifronte en el que conviven lo cómico  y lo trágico, lo refinado y lo grosero, lo heroico y lo despreciable conviven en estos relatos en una mezcla muy característica de la última Edad Media. 

Santos Domínguez

08 abril 2013

Baroja. Miserias de la guerra



Pío Baroja.
Miserias de la guerra.
Alianza editorial. Madrid, 2013.

Es bien sabido que a partir de 1912 Pío Baroja, sin duda el mejor novelista de comienzos del siglo XX en España, entra en un lento pero constante declive del que apenas podrían salvarse –aparte de sus memorias, Desde la última vuelta del camino- algunas de las novelas históricas de la serie Memorias de un hombre de acción.

Cada vez más extemporáneo y descolocado, desde entonces sumó a su decadencia creativa la inadaptación al contexto de la novela contemporánea. Y esa suma de hechos llevó al novelista no sólo a un callejón sin salida, sino a una marcha atrás hacia lo decimonónico que le rebajó al anacronismo y a la incomprensión de la literatura de sus contemporáneos.

Consciente, quizá más que nadie, de esa deriva imparable, Baroja dejó algunas novelas en el cajón, sin pulir ni rematar como obras cerradas.

Uno de esos descartes que Baroja dejó sin publicar, aunque no le faltaron posibilidades de hacerlo pese a la censura, es Miserias de la guerra, que finalmente editó en 2006 –quizá por casualidad en un contexto revisionista- Caro Raggio, la editorial de la familia, no se sabe muy bien por qué ni para qué, porque este es un libro que no añade nada a la obra barojiana. Al contrario.

Deslavazada en su narración e invertebrada en su estructura, inconsistente en su entramado de personajes, repleta de descuidos y de repeticiones, Miserias de la guerra, que acaba de publicar El libro de bolsillo de Alianza editorial, evidencia demasiado las costuras de una técnica compositiva en la que Baroja incidía ya en las novelas de Aviraneta: el cortado y pegado de fragmentos que no terminan de articular una novela coherente.

El anciano novelista que la escribió había proyectado una trilogía que quería titular Las saturnales y de la que formaban parte estas Miserias de la guerra, narradas –no siempre, porque la inserción sucesiva de narradores es un caos- por el militar Carlos Evans, uno de esos ingleses que abundan en las novelas barojianas y al que Baroja endosa aquí astutamente la responsabilidad de su propio desorden narrativo con la acreditada técnica del manuscrito hallado. Y así las notas sueltas del supuesto diario del inglés, más que introducir una perspectiva distante y extranjera, son un truco evidente, una astucia que exime al autor de mayores esfuerzos compositivos.

Eso sí, late en estas páginas el tono desabrido, faltón y anarcoide del Baroja más amargo, que vio la guerra escondido cucamente –Baroja fue uno de esos cucos que se escaparon con habilidad y con dinero- refugiado en su gatera parisina y quince años después la evocó con no se sabe qué fuentes y con una mezcla lamentable de rencor y tremendismo, de desorden y parcialidad filofascista.

Y son constantes los errores garrafales, tan cargantes como estos, curiosamente desapercibidos por escrutadores profesionales: se asaltó la casa del bar rindiéndose los comunistas o las baterías de los rojos antiaéreas.

Dejémoslo aquí, dejémoslo así, porque miserias hubo en abundancia en la guerra y en la posguerra, entre los políticos y –también- entre los novelistas. 

Santos Domínguez

05 abril 2013

Carlos Pujol. Bestiario


Carlos Pujol.
Bestiario.
Cálamo. Palencia, 2012.


Los osos descansamos de la vida
como quien juega a ser
muñecos de peluche.
Público no nos falta,
ir y venir de niños, un enjambre,
el ruidoso espectáculo que llena
nuestros ojos inmóviles de vidrio.
Ellos van a crecer, pero nosotros,
igual que Peter Pan, nos mantendremos
en nuestra edad exacta made in China.


Ese es el poema que abre el Bestiario póstumo de Carlos Pujol (Barcelona, 1936-2012).

Más cercano a la vocación moralizadora de los fabulistas ilustrados o a la ironía posmoderna que a los imaginativos bestiarios medievales, este libro no habla de animales salvajes, sino de un zoo de mentirijillas habitado por una fauna doméstica y familiar de juguetes infantiles o adornos.

Una fauna que forma parte de la familia del hombre y del poeta. porque el autor de estos textos no es un zoólogo, claro, sino un poeta que cede la palabra a unos animales de juguete creados por el hombre, a unas bestias menores y caseras o a la representación inofensiva del animal salvaje que se expresa aquí en primera persona.

Y lo hace con más ironía que propósito crítico, con una mirada más piadosa que desengañada que presenta a un pato de madera que se aburre de “ser un adorno inalterable”; a un león que se recupera de una vida estresada; a un papagayo crítico y orgulloso (Autores de best-sellers y políticos / están muy por debajo de mis logros), a un cocodrilo inquieto con los campos semánticos del Ulises de Joyce; a un ratón doméstico y sociable; a una tortuga que quisiera tener prisa; a un ruiseñor que aspira a ser Keats; a la serpiente del paraíso o a un elefante memorioso rebajado a la condición de pisapapeles o chirimbolo de marfil.

Una lechuza de cristal, un mono burlón, un caballo de porcelana, una rana flexible, el rey de los caracoles, cuatro peces onomatopéyicos, la mula del portal de Belén o un tigre emboscado en la sombra de los días cobardes completan este Bestiario en el que no podían faltar los hombres, esos bípedos implumes de los que hablaron Sócrates y Platón:

En este zoo de mentirijillas
nadie pierde de vista a este señor
que sentado a su mesa nos preside.
Es un tipo curioso, presume de ser alguien
y escribe fantasías que supone
la verdad más profunda de sí mismo.
Musita unas palabras en francés,
santo y seña de espíritus selectos,
y en plan de ser rareza no está mal
por más que la cordura no es lo suyo.
Le tenemos cariño, pero no
se acaba de entender
a qué viene ese darse tanto pisto.

Un hondo tono menor, una sonrisa comprensiva y una mirada lúdica recorre estos poemas que publica Cálamo en la cuidada colección de poesía que dirige César Augusto Ayuso.


Santos Domínguez


03 abril 2013

Caballero Bonald. Oficio de lector



José Manuel Caballero Bonald.
Oficio de lector.
Seix Barral. Barcelona, 2013.

Reseñas, ensayos breves, prólogos, conferencias... Con ese material, reunido en el volumen Oficio de lector (Seix Barral) ha trazado José Manuel Caballero Bonald su autobiografía de lector, el canon personal de un lector constante y privilegiado que es también un creador que fija aquí sus gustos literarios y su educación estética y moral.

Un canon amplio que abarca desde Cervantes hasta Claudio Rodríguez  y que se organiza en tres apartados cronológicos: el primero, sobre la literatura anterior al siglo XX, que se cierra con Clarín y los dos restantes sobre la literatura contemporánea, desde Juan Ramón hasta el 27 y desde Luis Rosales hasta los autores del medio siglo.

Sin notas ni aparato crítico alguno, porque estas son lecturas felizmente ajenas a lo académico, las seiscientas páginas de este volumen son un itinerario por una historia personal de la literatura a través de una larga serie de jalones, nombres y obras, novelas y poemas, que han configurado el propio mundo creativo de Caballero Bonald.

Desde la reivindicación de la poesía cervantina que será también el tema de su discurso de recepción del Cervantes se suceden decenas de aproximaciones a la obra de autores muy diversos: San Juan de la Cruz en su espesura y Herrera a la orilla del Barroco; el Góngora plural, desengañado y displicente que retrató Velázquez y la poesía política de Quevedo; una lectura diferida de la prosa de Cadalso y la imaginación romántica de Espronceda; Bécquer, que sacó a la poesía española de un letargo de siglo y medio, y Clarín en la senda de la picaresca.

La mayor parte de los capítulos se centran en la literatura en español, pero no faltan textos sobre autores como Dostoievski, Mallarmé, Eliot, Bowles o Camus.

Y en las dos partes dedicadas al siglo XX conviven con naturalidad, porque al fin y al cabo forman parte de la misma tradición y utilizan la misma lengua, la lección constante de Juan Ramón Jiménez y las imágenes primordiales de César Vallejo, el volcán apagado de León Felipe y Neruda como el gran poeta de la desorganización; la refundación de la palabra en Lorca y lo real maravilloso en la novela de Carpentier; el Alberti de Sobre los ángeles y la realidad invisible de Olga Orozco; la palabra encendida de Luis Rosales, el Paradiso de Lezama Lima y la imaginación ensimismada de Juan Carlos Onetti; la poética de la fatalidad de Juan Rulfo y la reinvención de la tradición en Cunqueiro; la palabra desobediente de Ory y las intermitencias poéticas de Aldecoa; la poesía ceremonial de García Baena y la palabra salvadora de Álvaro Mutis; la poética de los límites de José Ángel Valente y la suma de testimonio e imaginación en las novelas de Vargas Llosa; la poética de Carlos Barral en Metropolitano y la ironía como método en Ángel González; Gil de Biedma en su doble dimensión de crítico y poeta, los aventis de Marsé y la invención secreta de la realidad en Claudio Rodríguez.

Un recorrido personal y amplio que sin embargo, como indica Caballero Bonald, no es exhaustivo: Sólo he procurado agrupar un elenco más entre otros posibles y en ningún caso un repertorio minucioso /.../, la historia de la literatura que media entre esos distintos autores responde a una escala de preceptos que me ha concernido de una u otra manera.

Porque, como señala Conrad en la cita que abre el libro, el autor sólo escribe la mitad del libro, de la otra mitad debe ocuparse el lector.

Y ese es el oficio de un lector tan avezado y lúcido como Caballero Bonald, que fija aquí un canon personal de lecturas que han marcado también su escritura o son coherentes con su forma de entender la ética y la estética de la poesía y la narrativa.

Santos Domínguez

02 abril 2013

Ríos Ruiz. El gran libro del flamenco


Manuel Ríos Ruiz.
El gran libro del flamenco.
Volumen I. Historia. Estilos.
Volumen II. Intérpretes.
Calambur. Madrid, 2002.

Desde que se publicó, hace poco más de diez años, El gran libro del flamenco, de Manuel Ríos Ruiz, se ha convertido en un clásico indispensable de la flamencología, junto con otras obras de referencia de Félix Grande, Caballero Bonald, José Manuel Gamboa, Ortiz Nuevo o Alfredo Grimaldos.

Editado por Calambur en un cuidado estuche con dos tomos, no es una enciclopedia aséptica, sino un tratado meticuloso en el que es fundamental  el enfoque valorativo y el juicio del experto prestigioso que es Manuel Ríos Ruiz.

La historia y los estilos flamencos son la base del primer volumen, completado con una bibliografía completa y una discografía selecta y suficiente. Generosamente ilustrado, se aborda en sus páginas el origen y la evolución de la más expresiva de las músicas mediterráneas, desde las raíces tartésicas a las influencias orientales árabes o persas de la música andalusí pasando por aquellas cantica gaditanae a las que aludían los latinos anteriores a Cristo.

La genealogía, etimología y del flamenco, folclore elevado a arte desde que en el último cuarto del XVIII -a la vez que la Pragmática de 1783 con la que Carlos III reconocía a los gitanos su condición de españoles- se concretan su estilo, su estructura lírica y melódica y las diferentes ramificaciones en siete ritmos fundamentales: siguiriya, soleá, tangos, fandangos, cantes libres, cantiñas y bulerías.

De Jerez a los Puertos, de Triana a Málaga, de Cádiz a Granada, de esas siete estructuras derivan los palos flamencos que desde las tonás a los cantes de ida y vuelta se abordan en la segunda parte de este primer volumen que incluye también un jugoso apartado sobre el coplerío tradicional de lso distintos estilos.

Canto porque me acuerdo de lo que he vivido, decía Manolito el de María, profundo y casi mendigo, desde su cueva de Alcalá de Guadaira. De la cueva oscura a las ventas, de las fraguas a los colmados, de los reservados a los tablados de los teatros y a las plazas de toros, desde las Cortes de Cádiz a la actualidad pasando por las sublevaciones campesinas, la época republicana, la dictadura y la clandestinidad antifranquista, la historia del flamenco es inseparable de la historia de España, del trasfondo social de la Andalucía de la injusticia y de la marginación. De la seguiriya a la soleá, es la historia de las calamidades y la pobreza hechas cante negro de fragua y de celda o cauce de la explosión a compás de la alegría festera.

Si en el primer volumen Ríos Ruiz evoca la evolución del flamenco hasta la actualidad, desde figuras fundacionales como El Fillo, Silverio Franconetti, La Serneta, El Nitri, Enrique el Mellizo, El Loco Mateo o Antonio Chacón hasta Camarón o Morente, pasando por nombres imprescindibles como Manuel Torre, Juan Talega, Manuel Vallejo o Antonio Mairena, el eje del segundo volumen son las semblanzas valorativas de las grandes figuras del cante, el baile y el toque flamencos, subrayadas con abundantes documentos gráficos.

Unos utilísimos índices onomástico y topográfico completan la obra y permiten la precisión de una consulta rápida sobre esa música abismal que viene del tronco mineral y negro de la fragua y emerge en los cantes oscuros de fragua, de mina o de celda  o en la claridad salinera del camino estrecho y jalonado de ventas entre San Fernando y Cádiz, con la prosodia rítmica del lamento y del duende o con la sintaxis amarga de la rebeldía y el dibujo secreto de sus sonidos negros.


Santos Domínguez

01 abril 2013

Dos narraciones de Korolenko


Vladímir Korolenko.
Yom Kipur. 
El sueño de Makar.
Traducción de Nicolás Tasin.
Hermida Editores. Madrid, 2013.

No llegó nunca a las profundidades turbias de Dostoievski, ni alcanzó la altura ciclópea de Tolstoi, ni tuvo la sutileza de Chejov, pero Vladímir Korolenko (1853-1921) es tan representativo como esos tres autores inigualables del espíritu ruso que inmortalizaron en su narrativa.

Escribió en la desorientada transición del siglo XIX al XX y, desde la práctica del naturalismo espiritualista, desarrolló una obra no demasiado conocida en España, aunque en los últimos años pequeñas editoriales como Barataria (Sin lengua y El músico ciego) y ahora Hermida Editores están lanzando nuevas traducciones de algunos de sus títulos esenciales.

El volumen que acaba de publicar Hermida Editores reúne dos narraciones imprescindibles de Korolenko: la novela Yom Kipur, cuyo título definitivo fue El día del Juicio, y El sueño de Makar, uno de sus mejores relatos.

Las historias del molinero de Novokamenka y del borracho Makar, un campesino de la taiga siberiana, comparten un enfoque semejante y un desarrollo narrativo de extraordinaria fluidez. En ambas está presente ese peculiar universo narrativo de Korolenko y la convivencia de sufrimiento y capacidad de resistencia de los campesinos en una naturaleza adversa y en una sociedad injusta. 

Con una equilibrada combinación de sentimentalidad y fuerza documental, de humor y melancolía, Korolenko renuncia al patetismo y recurre a la comicidad para construir desenlaces esperanzados, unidos por el perdón.  Una rara mezcla de desolación y esperanza recorre los cuentos y las novelas de Korolenko, centradas en los paisajes y las gentes de Siberia en los últimos años de la Rusia zarista.

Por narraciones como estas dos que ha traducido Nicolás Tasin, Gorki vio en Korolenko la imagen ideal del escritor ruso.

Santos Domínguez

28 marzo 2013

Malaparte. Muss / El gran imbécil




Curzio Malaparte.
Muss / El gran imbécil.
Traducción de Juan Ramón Azaola.
Narrativa Sexto Piso. Barcelona, 2013.


De padre alemán y madre italiana, Curzio Malaparte resume con su vida la primera mitad del siglo XX: combatiente en la Gran Guerra, fascista de primera hora, arrepentido luego y represaliado, comunista tras la Segunda Guerra Mundial. Trabajó como periodista e ideólogo del fascismo italiano, pero desilusionado con Mussolini escribirá sobre el Duce palabras amargas y decepcionadas que le conducirán al exilio y a la cárcel.

Muss, el primero de los relatos de este díptico que publica Sexto Piso, es un bosquejo de biografía de Benito Mussolini. Una obra escrita a lo largo de casi un cuarto de siglo (y se nota durante su lectura), en la que el dictador aparece como un ser mediocre, sin sentido del ridículo e irritantemente narcisista. Malaparte vincula el nacimiento de los fascismos con un último coletazo de la Contrarreforma (en lo que tuvo de rechazo frontal a la modernidad) iniciada en el siglo XVI, recordándonos que tanto Mussolini como Hitler son católicos; y en el caso del Duce, con la manía italiana de encomendarse a un santo y seguir confiando en él ciegamente, por muy decepcionantes que sean sus actos, mentiras y escándalos.

Entre la admiración y el asco, Malaparte describe la práctica fascista que todo tirano debe conocer: despertar los peores instintos del pueblo, siempre pensando en canalizarlos para el único provecho del déspota. El retrato de Mussolini como un ser fatuo, ególatra, hábil, pero fatalmente vulgar, emerge de las páginas de Malaparte, sin que le redima siquiera, su violento final. Sólo en su visita a la morgue donde yace lo que queda del Duce se permite el autor unas pocas líneas piadosas.

Si Muss se acerca, aunque sólo un poco, pues carece de exhaustividad y de una organización lineal, a una biografía, El Gran Imbécil se interna en los terrenos de la parábola y de la pura literatura, con pinceladas que completan el retrato, cruel en lo físico,  de Mussolini como un pobre hombre que se ve como un héroe casi divino, y no es más que un tirano rechoncho, culón, torpe al andar y un saco de patatas a caballo; y cruel en lo espiritual, tanto con el dictador como con el pueblo que se dejó tiranizar durante veinte años y que, para su vergüenza, y la de Malaparte, solo con ayuda extranjera consiguió librarse del Gran Imbécil. Bueno, de aquel Gran Imbécil.

Jesús Tapia


27 marzo 2013

Chéjov. Flores tardías

Antón Chéjov.
Flores tardías.
Traducción de Sergio González Ivánov.
Breviarios de Rey Lear. Madrid, 2013.

Como “un cactus envuelto en guante de seda”, como “una especie de autobiografía de la derrota” define la literatura de Chéjov el editor en la presentación de Flores tardías que publica Breviarios de Rey Lear con traducción de Sergio González Ivánov.

Publicada por primera vez en la revista de Moscú Mirskoi tolk -El provecho mundano- en cinco entregas entre el 10 de octubre y el 11 de noviembre de 1882, es una de las grandes novelas cortas del maestro ruso del relato.

Un Chéjov en estado puro aborda la degradación moral, la ruina económica y la decadencia física de una familia aristocrática, los príncipes Priklonski, en la Rusia zarista.

La princesa madre, viuda y desbordada por la realidad; Marusia, la hija soñadora, inteligente y tuberculosa; el príncipe Yegórushka, un ocioso húsar retirado con cara de pez, indolente y desordenado, bebedor y cliente habitual de mesas de juego y prostíbulos. Una familia venida a menos y al borde de la pobreza extrema.

Y en contraste con esa decadente familia, el doctor Toporkov, hijo de un siervo de la familia, miembro de una nueva clase media emergente y en cuyas manos está literalmente la vida de quienes hasta poco antes habían sido los dueños de sus antepasados.

Natalia Ginzburg habló en un libro ejemplar de las relaciones profundas que hay entre vida y literatura en Chejov. Quizá este sea uno de esos casos, porque no es difícil entrever la vinculación entre el doctor Toporkov y el padre del relato contemporáneo.

Médicos los dos, descendientes de siervos ambos y pertenecientes a esa clase de profesionales liberales, trabajadores y responsables, que estaban desplazando social y económicamente a la aristocracia feudal, quizá eso explique el tono de revancha suave –nada en Chejov es chillón-, de reivindicación orgullosa que recorre alguna de las páginas de estas Flores tardías.

Pero eso no evita que la crítica de la aristocracia degradada conviva aquí con la denuncia del ejercicio venal e insensible de la medicina en que incurre Toporkov –cinco rublos por una visita de pocos minutos-, que acaba recogiendo en su casa al príncipe disoluto y manteniendo sus vicios.

Narrador de voz baja, Anton Chéjov construyó su universo literario con lo fugaz y lo secundario. En sus relatos abiertos conviven misteriosamente la levedad y la intensidad, la emoción y la distancia, se armonizan la ironía y la piedad, el humor y la tristeza:

Cayeron las primeras nieves, tras ellas las segundas, las terceras y durante largo tiempo se extendió el invierno con sus crujientes heladas, montones de nieve y carámbanos de hielo. Odio el invierno, y no me creo a los que dicen que les gusta: frío en la calle, humo en las habitaciones, humedad en los zuecos. Un día es severo como una suegra, otro lloroso como una solterona; el invierno aburre muy rápidamente con sus mágicas noches de luna, sus paseos en troika, sus cacerías, sus conciertos y bailes. Dura demasiado y acaba envenenando más de una existencia desamparada y tuberculosa.

La mirada compasiva y honda de Chéjov, menos optimista que piadosa, está aquí a la altura de sus mejores relatos. Una mirada magistral que vive en el matiz y en la sutileza con que construye a los personajes, en las contradicciones de sus comportamientos y en la economía de la elipsis.

La mirada de Chéjov nunca contempla a los personajes, como hacían Dostoievski o Tolstoi, desde arriba, sino cara a cara. Por eso hay un hilo invisible y persistente, como la melancolía invisible y persistente de su literatura, que une a Chéjov con Cervantes y con Shakespeare en la construcción de un universo narrativo en el que conviven ricos y pobres, la simulación y la sinceridad.

Con esa mirada y ese tono, Flores tardías contiene una melancólica y fugaz historia de amor con uno de esos desenlaces implacables y desolados habituales en su narrativa:

Hubiera dado todo con tal que en un pulmón de aquella muchacha dejaran de resonar los malditos jadeos. ¡Tanto él como ella tenían tantas ganas de vivir! Había salido el sol para ambos y aguardaban la luz del día… Pero el sol no los libró de las tinieblas y… ¡las flores no florecen cuando el otoño está avanzado!

Santos Domínguez

25 marzo 2013

Ángel Olgoso. Las frutas de la luna


Ángel Olgoso.
Las frutas de la luna.
Menoscuarto. Palencia, 2013.

Dos espléndidos relatos de Ángel Olgoso –Jueces del Valle de Josafat y Reliquias-, contiguos, muy distintos en técnica, en ambiente y en puntos de vista y con dos finales en los que alguien enciende una luz, resumen la maestría, la variedad de registros y el dominio de la voz narrativa de uno de los autores más interesantes del panorama literario español.

Forman parte de Las frutas de la luna, un conjunto de veinte nuevos relatos de Ángel Olgoso que publica Reloj de arena, la imprescindible colección narrativa de Menoscuarto.

Presente en las mejores antologías del género (Sea breve, por favor o La familia del aire) y autor de otra excepcional colección de microrrelatos (La máquina de languidecer), todos ellos en Páginas de Espuma, Ángel Olgoso es dueño de una poderosa voz narrativa y de una prosa de extraordinaria calidad que han hecho de su obra una referencia ineludible en el panorama del cuento español actual.

Como en el resto de su obra, en estos relatos Ángel Olgoso realiza una incursión en lo fantástico, una exploración iluminadora de otros mundos ocultos tras la apariencia y la rutina, en una trayectoria que sigue la inagotable vía abierta por Poe, Kafka o Cortázar, lo que José Mª Merino propuso como fin y método de la literatura: hacer una crónica de la extrañeza.

Con una suma de precisión y sutileza, dos atributos propios del narrador eficiente que es Olgoso, los cuentos de Las frutas de la luna despliegan  una enorme potencia imaginativa para darnos una perspectiva inédita del mundo a partir de la intromisión del misterio en lo cotidiano.

Estos relatos, exponentes de una voluntad visionaria que los hace ir más allá de lo visible, iluminan las zonas de sombra de la realidad con una mirada que viene de los maestros del XIX y que persiste en Arreola, Marco Denevi o José Mª Merino, referentes fundamentales en el cuento contemporáneo en español.

Cada vez menos secreto, siempre minoritario, Ángel Olgoso explora en toda su obra la veta del relato fantástico en todas sus variantes, se mueve en un territorio de frontera entre lo real y lo soñado, entre lo posible y lo imposible, entre la locura y la cordura para lograr en el lector un deslumbramiento o una iluminación como la de las bombillas que se encienden al final de esos dos relatos.

Ese deslumbramiento procede por partes iguales de la presentación extrañada de la realidad y de la brillantez de un estilo hipnótico en el que todo es exacto, matizado y preciso, todo cumple una misión crucial en el ajustado mecanismo del relato.

Ángel Olgoso es un maestro en la difícil tarea de equilibrar fondo y forma, de  fundir tensión narrativa y altura estilística, imaginación y experiencia, vida y literatura; un autor dotado de una inusual capacidad para contar esas historias de frontera entre la realidad y el sueño con densidad y exigencia verbal sin caer nunca en los peligros de la prosa poética, porque aquí la prosa se pone al servicio de la construcción narrativa y se orienta a crear en el lector un estado de ánimo que le permita entrar en los universos paralelos que proponen estos relatos tan deslumbrantes como El síndrome de Lugrís o tan turbadores como La pequeña y arrogante oligarquía de los vivos.

Santos Domínguez

22 marzo 2013

Deletreos de armonía

Deletreos de armonía.
Ensayos de poesía española contemporánea.
Coordinación de
Aldo Ruffinatto, Guillermo Carrascón,
Iole Scamuzzi y Selena Simonatti.
Calambur ensayo. Madrid, 2012.

Un espléndido CD con la Missa Lorca del maestro Corrado Margutti, que fusiona la palabra de la liturgia latina, la música de Monteverdi y el Cante Jondo de Lorca, interpretada por la Torino Vocalensemble, acompaña la edición en Calambur ensayo de Deletreos de armonía.

Ensayos de poesía española contemporánea es el subtítulo de este conjunto de estudios críticos llevados a cabo por el grupo Artifara del Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Turín.

Coordinado por los profesores Aldo Ruffinatto, Guillermo Carrascón, Iole Scamuzzi y Selena Simonatti y organizado en tres secciones – Cimientos, Caminos y Cantos- el volumen toma su título de un poema de Antonio Machado (Deletreos de armonía/que ensaya inexperta mano...), un poema con piano al fondo del recuerdo.

Desde los Cimientos que pusieron los padres de la poesía española contemporánea, Machado y Juan Ramón -a quien se dedican tres estudios- y por Cernuda y Aleixandre a los Caminos poéticos que transitaron José Hierro, Ángel González o Víctor Botas, Deletreos de armonía ofrece un conjunto de aproximaciones críticas que constituyen un recorrido cronológico por nombres y temas relevantes de la poesía española del siglo XX: desde el recuerdo y el sueño en el primer Machado a la metafísica implícita en los Borradores silvestres de Juan Ramón o su concepción de la Obra como una maquinaria poética combinatoria; desde la mirada de Luis Cernuda sobre el paisaje a las referencias culturales en la poesía de José Hierro.

Una tercera parte, Cantos, examina la relación entre poética y musicología que sugiere el título y que justifica la inclusión de la Missa Lorca, explicada y analizada en un artículo por su autor, Corrado Margutti.

Un texto de Juan Carlos Mestre –Los argumentos de la misericordia- sobre los vínculos entre poesía y música; la relación entre poesía, insurgencia y canción en España entre 1960 y 1980, explorada por Rafael Morales, y un análisis -firmado por  Iole Scamuzzi- del Cante Jondo y el Romancero gitano a la luz de las teorías de Adorno completan un volumen que une en sus textos la voluntad hermenéutica multidisciplinar con el impulso creativo y la meditación crítica con la reflexión poética.

Santos Domínguez

21 marzo 2013

José Bianco. Novelas y ensayos



José Bianco.
Sombras suele vestir.
Las ratas.
La pérdida del reino.
Ars brevis Atalanta. Gerona, 2013.

Más recordado habitualmente como traductor de Henry James, Stendhal o Bierce que como el excelente escritor que fue, José Bianco (Buenos Aires, 1908-1986) es autor de una obra no muy extensa pero de una alta calidad.

Minoritario y elogiado por voces tan diversas como las de Octavio Paz, Vargas Llosa o Borges, la parte fundamental de su obra narrativa está formada por tres novelas cortas: Sombras suele vestir -una historia de fantasmas que recuerda a las de Henry James-, Las ratas -“la prehistoria de un crimen” en definición de Borges- y La pérdida del reino –una introducción a la novela de personaje de una novela de personaje que no existe, una biografía del fracaso que es su obra culminante-, que acaban de aparecer en la colección Ars brevis de Atalanta, junto con El límite, su primer relato, escrito en 1929 y reescrito en 1983, que contiene en germen toda su obra posterior.

Pero Bianco también fue un agudo ensayista, una faceta de la que se recogen nueve muestras -entre ellas el espléndido "Proust y su madre"- en el apartado de ensayos y artículos de esta edición, que se completa con cuatro entrevistas en las que el autor habla de traducción, de su relación con la revista Sur, del papel del escritor en la sociedad y sobre todo de su obra narrativa, que queda iluminada en estos textos que constituyen un epílogo imprescindible a su obra.

Tan imprescindible seguramente como el texto que Jorge Luis Borges fechó el 18 de septiembre de 1985, pocos meses antes de morir. En ese texto, que fue el prólogo a Ficción y realidad, y se recupera ahora como Página preliminar de este volumen, escribía Borges:

Jose Bianco es uno de los primeros escritores argentinos y uno de los menos famosos. La explicación es fácil. Bianco no cuidó su fama, esa ruidosa cosa que Shakespeare equiparó a una burbuja y que ahora comparten las marcas de cigarrillos y los políticos. Prefirió la lectura y la escritura de buenos libros, la reflexión, el ejercicio íntegro de la vida y la generosa amistad.

Como el cristal o como el aire, el estilo de Bianco es invisible. Las palabras, aunque armoniosas, no se interponen entre el autor y los lectores. Este es un modo de afirmar que su estilo es clásico /.../ Las páginas de José Bianco nos confían casi imperceptiblemente, una historia que nuestra imaginación agradece y de la que no podemos descreer.

Bianco habitó doblemente los márgenes: los de la vida literaria y los de la realidad. Esta última es la que de verdad explica su obra narrativa: la frontera imprecisa entre la ficción y el mundo racional por la que transitan unos textos que no son ni realistas ni fantásticos, habitan un ámbito donde el sueño y la vigilia difuminan sus contornos, y en los que a menudo la realidad se transforma en irrealidad y acaba provocando más extrañeza que la fantasía en su deliberada ambigüedad.

Y en contraste con esa indefinición que difumina los límites y que da título a Ficción y realidad, el libro donde reunió los ensayos que publicó en Sur, Bianco construyó sus textos con una prosa precisa, transparente y nítida, de una sencillez que la aproxima al nivel oral y tan fluida que produce un inmediato y constante efecto de cercanía en el lector.

De esa manera, con el tono bajo y simuladamente confesional que suele utilizar en sus narraciones, Bianco se asegura la complicidad del lector, una actitud que es imprescindible para asegurar la eficacia de unos relatos que exploran los límites imperceptibles que separan el mundo imaginario y el mundo real con su mirada sesgada, penetrante y ambigua.

Un ejemplo: el potente comienzo de La pérdida del reino:

Hay hombres favorecidos por los sueños. Les predicen el futuro, como a los héroes de la Antigüedad, o les permiten rescatar circunstancias valiosas del pasado. Hacen bien en meditar sobre ellos, en interpretarlos. Hasta no me sorprende que los recojan por escrito, en cuanto se despiertan, para que su tenue y móvil realidad no se disipe o desfigure al contacto de la vida diurna.
Santos Domínguez

20 marzo 2013

Joseph Roth. Los cien días


Joseph Roth.
Los cien días.
Traducción de Carmen Gauger
Pasos perdidos. Madrid, 2013.


Un sol rojo, pequeño y débil surgió entre la niebla. Al cabo de unos momentos desapareció de nuevo en el gris frío de la mañana. Despuntaba un día melancólico. Era el veinte de marzo, la víspera del comienzo de la primavera, pero aún no asomaba por ninguna parte. Llovía, el viento soplaba con fuerza en todo el país y la gente tenía frío.

La noche anterior también había llovido y había soplado un viento tempestuoso en París. Esa mañana los pájaros, tras un breve júbilo, enmudecieron de golpe. La niebla ascendía como humo punzante y helado entre las grietas del pavimento, volvía a humedecer las piedras que acababa de secar el viento de la mañana, y flotaba en torno a los sauces y los castaños de los parques y de las avenidas. Hacía temblar los primeros brotes demasiado atrevidos de los árboles;  producía sacudidas bruscas en los lomos de los pacientes caballos de los coches de punto; y aplastaba contra la tierra el humo que trataba de subir por las chimeneas encendidas desde primera hora. Olía a leña quemada, a niebla, a lluvia, a ropa húmeda, a nubes que anunciaban nieve y granizo que no acababan de caer, a viento desapacible, a correajes mojados y a albañales de vapores pestilentes.

Sin embargo, los habitantes de París no aguantaban en sus casas. Apenas había amanecido y la gente ya  se apiñaba en las calles. Se agolpaba ante las paredes en las que habían  pegado hojas de periódicos con las palabras de despedida del rey de Francia.

Con esa magnífica evocación de un 20 de marzo como hoy, pero de 1815, comienza Los cien días, la novela de madurez que Joseph Roth publicó en 1936, cuando ya llevaba unos años en Francia, y que acaba de editar Pasos perdidos con traducción de Carmen Gauger.

Ese día entraba Napoleón en París después de su exilio en la isla de Elba al frente de doscientos mil soldados voluntarios que no tuvieron necesidad de usar las armas.

Empezaba así el periodo conocido como Los cien días, que tendrían su punto final a mediados de junio en Waterloo, la segunda restauración de Luis XVIII y el destierro de Napoleón en Santa Elena.

Y ese es el telón de fondo sobre el que transcurre esta obra de Joseph Roth (Galitzia Oriental, 1894-París, 1939) en quien la crisis y la ruina de la Europa de entreguerras tiene uno de sus símbolos. Quizá también una de sus consecuencias, porque su decadencia personal, su autodestrucción con el alcohol y el abandono en los cafés y los hoteles parisinos son una metáfora de un mundo que moría con Joseph Roth, con su misma indigencia.

Roth, “el melancólico, el hombre que nunca aprendió a vivir”, según dijo de él Vila-Matas, encontró en la escritura su tabla de salvación -“cuando dejo la pluma estoy perdido”- y a través de ella expresó la melancolía del superviviente en un mundo que ya no era el suyo. 

En su obra, con títulos memorables como Job o La marcha Radetzky, predominan los tonos grises como los de esa mañana fría en un París bajo la niebla.

"Austrohungría ya no existe. Yo no quiero vivir en ninguna otra parte", escribió Freud cuando acabó la Primera Guerra Mundial. Judío y austroalemán como él, Roth podría haber firmado esas palabras sobre la desaparición del Imperio austrohúngaro, porque a partir de entonces sus novelas y sus artículos periodísticos se mueven entre la nostalgia de un mundo que ya no existe, la conciencia de la capacidad destructiva del nazismo y la desesperanza ante un futuro imposible.

Joseph Roth escribió, sobre todo en su última fase, desde una melancolía desconcertada y desesperada que tiñe de un tono elegiaco su literatura. Y ese tono gris y elegiaco atraviesa desde el principio hasta el final esta novela que habla también del final de otro mundo y de otra época, de la Europa napoleónica.

De Elba a Waterloo, Los cien días describen el final de un personaje que pasa de la condición de semidiós a la de derrotado, un hombre generoso ya y consciente de sus límites:

¿Era él un dios para enfurcerse y castigar? Sólo era un ser humano. Pero ellos lo tenían por un dios. Y como a un dios le pedían furia y castigo, y como de un dios esperaban su perdón. Pero él ya no tenía tiempo de sentir furia, ni de castigar y perdonar después. No tenía tiempo.  /.../ Ya no disponía de tiempo para castigar. Solo tenía tiempo para perdonar y dejarse amar, para dar y para conceder mercedes, títulos y dignidades, todas esas pobres dádivas que otorga un emperador. La magnanimidad exige menos tiempo que la cólera. Él sería magnánimo.

El de Roth es un Napoleón cercano y sentimental, una personalidad compleja acosada por las contradicciones y por unas dudas impropias de un hombre de acción:

Era fuerte y débil, temerario y pusilánime, fiel y traidor, apasionado e indiferente, arrogante y sencillo,orgulloso y humilde, poderoso y mísero, cándido y desconfiado.

Desde el regreso triunfal a París hasta su ocaso, las cuatro partes en las que se articula la estructura de Los cien días se mueven equilibradamente entre la figura pública y su vida privada y se centran en su relación sentimental con Angelina Pietri. En medio, un personaje inolvidable: el zapatero polaco Wokurka, mutilado del ejército del emperador.

Bajo la mirada de ese personaje, una de las grandes creaciones de Roth, se llega a un espléndido final en el que Napoleón ya no es Napoleón, sino un pelele escarnecido por una muchedumbre que aclama al rey y asesina a Angelina:
 
Permaneció sentado junto a ella toda la noche. No se atrevía a mirarla. Le acariciaba sin cesar el cabello, que aún crepitaba. A sus pies el Sena continuaba discurriendo impetuos, salpicando las orillas. Aturdido y ausente, Wokurka miraba con obstinación el agua que pasaba rápida y arrastraba consigo el reflejo del cielo y de todas sus estrellas plateadas.

La misma muchedumbre que lo había aclamado aquel 20 de marzo a su llegada a ese mismo París con cuya noche real y simbólica, a orillas del Sena, se cierra esta novela imprescindible de un autor fundamental en la Europa de entreguerras.

Santos Domínguez

19 marzo 2013

Chejfec. La experiencia dramática


Sergio Chejfec.
La experiencia dramática.
Candaya Narrativa. Barcelona, 2013.

No hace mucho, un párroco quiso graficar en la misa dominical la idea que tenía de Dios. Explicó que siempre se ha dicho que Dios está en todas partes y que acompaña a todo el mundo en todo momento. Lo difícil, sugirió, es hacer tangible esa presencia, ofrecer ejemplos prácticos que no dejen lugar a dudas. Hizo silencio y enseguida agregó que Dios es como los mapas en línea (dijo textualmente “Google Maps”). Puede observar desde arriba y desde los costados, es capaz de abarcar con la mirada un continente o enfocarse en una casa, hasta hacer zoom sobre el patio de una casa. Y así, como todos los presentes en ese momento podían imaginar, nada escapaba a su vigilancia. Ahora bien, agregó, Dios funcionaba como los mapas digitales, pero mejor, porque no estaba reducido a la representación visual y sus distintas modalidades (mapa, relieve, tránsito, etc.): estaba en condiciones de abarcar literalmente todo, desde las voces y sonidos en el aire hasta los sentimientos más inconfesables, de un modo tal que podía prescindir de la visualización sin mayor problema, cosa imposible para Google Maps. El párroco dibujó con la mano un gesto de advertencia, o aclaración, y siguió diciendo que ello no significaba que los mapas digitales fueran equivalentes a Dios, sino que eran un ejemplo del, como dijo, funcionamiento divino de Dios. En ese momento se hizo nítido un murmullo, como si los asistentes repitieran para sí las últimas palabras del cura. Después, al igual que siempre, al término de la misa se formaron grupos en el pequeño atrio; y entre quienes conversaban algunos de cuando en cuando dirigían la vista hacia el cielo como si temieran lluvia.

Desde ese llamativo comienzo hasta un desenlace en el que Félix, el protagonista, imagina que llegará el momento en que Rose le pregunte por su experiencia dramática, la última novela de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), que acaba de aparecer en Candaya, vuelve a confirmarle como el interesante novelista que ya demostró ser en Mis dos mundos, que apareció en este mismo sello editorial hace unos años.

Como Mis dos mundos, aunque ahora con un narrador externo y omnisciente, La experiencia dramática es una novela deambulatoria en la que el paseo, un viaje menor, es -como en Walser o Kafka- el motor de la escritura. Pero aquí el paseo en pareja es además el generador del diálogo entre Félix y Rose; un diálogo que estimula la reflexión y la memoria, el pensamiento y el recuerdo del presente y el pasado en la frontera indecisa de lo real y lo virtual, de la experiencia y su representación, del interior intransitivo de los personajes.

Calles y bares son los espacios simbólicos, laberínticos o abigarrados, en los que los dos paseantes –navegantes de la soledad, buceadores en un medio hostil- comparten esas deambulaciones semanales que son a la vez una alternativa a la rutina y una metáfora de la vida.

Son los lugares de desolación por los que discurre la escenografía de unos diálogos peripatéticos que aspiran a construir un discurso oscilante entre lo teatral y lo descriptivo, a armar la metáfora del escenario de la representación, la nostalgia insegura de los dos paseantes, la dificultad de comunicar sus experiencias dramáticas o de saber si han sido reales y vividas.

Para Rose y para Félix caminar se ha convertido en una especie de latiguillo dramático, es la acción en la que caen siempre porque, al conocerla bien, hasta en sus detalles  más triviales, omitir cualquier otra alternativa los libera de potenciales riesgos. Pero en contra de lo que podría desprenderse de este hecho, caminar consiste al mismo tiempo en el punto supremo de realización compartida. A Félix le ocurre pensar que los encuentros con Rose son intentos de conciliar los extremos de una misma experiencia: el lugar común –la cosa de todos los días, sin mayor significación– y el trance mayor –el momento culminante, el de máximo significado.

Ya se dijo aquí a propósito de Mis dos mundos y ahora es momento de repetirlo porque La experiencia dramática lo confirma: Sergio Chejfec es un narrador exigente y riguroso que continúa la tradición intelectual de los escritores extraterritoriales que equilibran vida y recuerdo, narración y reflexión con distancia atenta y nostalgia productiva.

Uno de esos escritores que hacen brotar la ficción del cruce de lo preciso y lo impreciso, del pensamiento y la imaginación, y conciben la literatura como ejercicio de incertidumbre y de invocación de la memoria, como método de indagación en el recuerdo con estética minimalista y densidad reflexiva, con la intensa precisión estilística de sus descripciones.

Santos Domínguez