Pío Baroja.
Miserias de la guerra.
Alianza editorial. Madrid, 2013.
Es bien sabido que a partir de 1912 Pío Baroja, sin duda el mejor novelista de comienzos del siglo XX en España, entra en un lento pero constante declive del que apenas podrían salvarse –aparte de sus memorias, Desde la última vuelta del camino- algunas de las novelas históricas de la serie Memorias de un hombre de acción.
Cada vez más extemporáneo y descolocado, desde entonces sumó a su decadencia creativa la inadaptación al contexto de la novela contemporánea. Y esa suma de hechos llevó al novelista no sólo a un callejón sin salida, sino a una marcha atrás hacia lo decimonónico que le rebajó al anacronismo y a la incomprensión de la literatura de sus contemporáneos.
Consciente, quizá más que nadie, de esa deriva imparable, Baroja dejó algunas novelas en el cajón, sin pulir ni rematar como obras cerradas.
Uno de esos descartes que Baroja dejó sin publicar, aunque no le faltaron posibilidades de hacerlo pese a la censura, es Miserias de la guerra, que finalmente editó en 2006 –quizá por casualidad en un contexto revisionista- Caro Raggio, la editorial de la familia, no se sabe muy bien por qué ni para qué, porque este es un libro que no añade nada a la obra barojiana. Al contrario.
Deslavazada en su narración e invertebrada en su estructura, inconsistente en su entramado de personajes, repleta de descuidos y de repeticiones, Miserias de la guerra, que acaba de publicar El libro de bolsillo de Alianza editorial, evidencia demasiado las costuras de una técnica compositiva en la que Baroja incidía ya en las novelas de Aviraneta: el cortado y pegado de fragmentos que no terminan de articular una novela coherente.
El anciano novelista que la escribió había proyectado una trilogía que quería titular Las saturnales y de la que formaban parte estas Miserias de la guerra, narradas –no siempre, porque la inserción sucesiva de narradores es un caos- por el militar Carlos Evans, uno de esos ingleses que abundan en las novelas barojianas y al que Baroja endosa aquí astutamente la responsabilidad de su propio desorden narrativo con la acreditada técnica del manuscrito hallado. Y así las notas sueltas del supuesto diario del inglés, más que introducir una perspectiva distante y extranjera, son un truco evidente, una astucia que exime al autor de mayores esfuerzos compositivos.
Eso sí, late en estas páginas el tono desabrido, faltón y anarcoide del Baroja más amargo, que vio la guerra escondido cucamente –Baroja fue uno de esos cucos que se escaparon con habilidad y con dinero- refugiado en su gatera parisina y quince años después la evocó con no se sabe qué fuentes y con una mezcla lamentable de rencor y tremendismo, de desorden y parcialidad filofascista.
Y son constantes los errores garrafales, tan cargantes como estos, curiosamente desapercibidos por escrutadores profesionales: se asaltó la casa del bar rindiéndose los comunistas o las baterías de los rojos antiaéreas.
Dejémoslo aquí, dejémoslo así, porque miserias hubo en abundancia en la guerra y en la posguerra, entre los políticos y –también- entre los novelistas.
Santos Domínguez