20/3/13

Joseph Roth. Los cien días


Joseph Roth.
Los cien días.
Traducción de Carmen Gauger
Pasos perdidos. Madrid, 2013.


Un sol rojo, pequeño y débil surgió entre la niebla. Al cabo de unos momentos desapareció de nuevo en el gris frío de la mañana. Despuntaba un día melancólico. Era el veinte de marzo, la víspera del comienzo de la primavera, pero aún no asomaba por ninguna parte. Llovía, el viento soplaba con fuerza en todo el país y la gente tenía frío.

La noche anterior también había llovido y había soplado un viento tempestuoso en París. Esa mañana los pájaros, tras un breve júbilo, enmudecieron de golpe. La niebla ascendía como humo punzante y helado entre las grietas del pavimento, volvía a humedecer las piedras que acababa de secar el viento de la mañana, y flotaba en torno a los sauces y los castaños de los parques y de las avenidas. Hacía temblar los primeros brotes demasiado atrevidos de los árboles;  producía sacudidas bruscas en los lomos de los pacientes caballos de los coches de punto; y aplastaba contra la tierra el humo que trataba de subir por las chimeneas encendidas desde primera hora. Olía a leña quemada, a niebla, a lluvia, a ropa húmeda, a nubes que anunciaban nieve y granizo que no acababan de caer, a viento desapacible, a correajes mojados y a albañales de vapores pestilentes.

Sin embargo, los habitantes de París no aguantaban en sus casas. Apenas había amanecido y la gente ya  se apiñaba en las calles. Se agolpaba ante las paredes en las que habían  pegado hojas de periódicos con las palabras de despedida del rey de Francia.

Con esa magnífica evocación de un 20 de marzo como hoy, pero de 1815, comienza Los cien días, la novela de madurez que Joseph Roth publicó en 1936, cuando ya llevaba unos años en Francia, y que acaba de editar Pasos perdidos con traducción de Carmen Gauger.

Ese día entraba Napoleón en París después de su exilio en la isla de Elba al frente de doscientos mil soldados voluntarios que no tuvieron necesidad de usar las armas.

Empezaba así el periodo conocido como Los cien días, que tendrían su punto final a mediados de junio en Waterloo, la segunda restauración de Luis XVIII y el destierro de Napoleón en Santa Elena.

Y ese es el telón de fondo sobre el que transcurre esta obra de Joseph Roth (Galitzia Oriental, 1894-París, 1939) en quien la crisis y la ruina de la Europa de entreguerras tiene uno de sus símbolos. Quizá también una de sus consecuencias, porque su decadencia personal, su autodestrucción con el alcohol y el abandono en los cafés y los hoteles parisinos son una metáfora de un mundo que moría con Joseph Roth, con su misma indigencia.

Roth, “el melancólico, el hombre que nunca aprendió a vivir”, según dijo de él Vila-Matas, encontró en la escritura su tabla de salvación -“cuando dejo la pluma estoy perdido”- y a través de ella expresó la melancolía del superviviente en un mundo que ya no era el suyo. 

En su obra, con títulos memorables como Job o La marcha Radetzky, predominan los tonos grises como los de esa mañana fría en un París bajo la niebla.

"Austrohungría ya no existe. Yo no quiero vivir en ninguna otra parte", escribió Freud cuando acabó la Primera Guerra Mundial. Judío y austroalemán como él, Roth podría haber firmado esas palabras sobre la desaparición del Imperio austrohúngaro, porque a partir de entonces sus novelas y sus artículos periodísticos se mueven entre la nostalgia de un mundo que ya no existe, la conciencia de la capacidad destructiva del nazismo y la desesperanza ante un futuro imposible.

Joseph Roth escribió, sobre todo en su última fase, desde una melancolía desconcertada y desesperada que tiñe de un tono elegiaco su literatura. Y ese tono gris y elegiaco atraviesa desde el principio hasta el final esta novela que habla también del final de otro mundo y de otra época, de la Europa napoleónica.

De Elba a Waterloo, Los cien días describen el final de un personaje que pasa de la condición de semidiós a la de derrotado, un hombre generoso ya y consciente de sus límites:

¿Era él un dios para enfurcerse y castigar? Sólo era un ser humano. Pero ellos lo tenían por un dios. Y como a un dios le pedían furia y castigo, y como de un dios esperaban su perdón. Pero él ya no tenía tiempo de sentir furia, ni de castigar y perdonar después. No tenía tiempo.  /.../ Ya no disponía de tiempo para castigar. Solo tenía tiempo para perdonar y dejarse amar, para dar y para conceder mercedes, títulos y dignidades, todas esas pobres dádivas que otorga un emperador. La magnanimidad exige menos tiempo que la cólera. Él sería magnánimo.

El de Roth es un Napoleón cercano y sentimental, una personalidad compleja acosada por las contradicciones y por unas dudas impropias de un hombre de acción:

Era fuerte y débil, temerario y pusilánime, fiel y traidor, apasionado e indiferente, arrogante y sencillo,orgulloso y humilde, poderoso y mísero, cándido y desconfiado.

Desde el regreso triunfal a París hasta su ocaso, las cuatro partes en las que se articula la estructura de Los cien días se mueven equilibradamente entre la figura pública y su vida privada y se centran en su relación sentimental con Angelina Pietri. En medio, un personaje inolvidable: el zapatero polaco Wokurka, mutilado del ejército del emperador.

Bajo la mirada de ese personaje, una de las grandes creaciones de Roth, se llega a un espléndido final en el que Napoleón ya no es Napoleón, sino un pelele escarnecido por una muchedumbre que aclama al rey y asesina a Angelina:
 
Permaneció sentado junto a ella toda la noche. No se atrevía a mirarla. Le acariciaba sin cesar el cabello, que aún crepitaba. A sus pies el Sena continuaba discurriendo impetuos, salpicando las orillas. Aturdido y ausente, Wokurka miraba con obstinación el agua que pasaba rápida y arrastraba consigo el reflejo del cielo y de todas sus estrellas plateadas.

La misma muchedumbre que lo había aclamado aquel 20 de marzo a su llegada a ese mismo París con cuya noche real y simbólica, a orillas del Sena, se cierra esta novela imprescindible de un autor fundamental en la Europa de entreguerras.

Santos Domínguez