12 mayo 2009

Anatomía de un instante


Javier Cercas.

Anatomía de un instante.

Mondadori. Barcelona, 2009.


Cuenta Javier Cercas, extremeño de Gerona, en su libro Anatomía de un instante (Mondadori), que el 23 de febrero no hubo un golpe, sino tres. Esta trinidad es un aspecto esencial del acontecimiento, pues explica entre otras cosas, buena parte de las dudas y rumores que desde entonces se han venido difundiendo; en especial sobre el papel que ciertos políticos e instituciones desarrollaron durante el pronunciamiento y -lo que es probablemente más importante- en los meses previos, que forman parte de esa agitada parte de nuestra historia contemporánea a la que llamamos la Transición.


Los golpes eran tres, y tres los golpistas. El golpe más elemental era el de Tejero, un patán reaccionario que al mando de unas decenas de guardias civiles y a bordo de unos mugrientos autocares, tomó el edificio del Congreso. El golpe más lógico, el de Milans del Bosch, miembro de una saga de espadones golpistas; franquista, monárquico, y veterano de la División Azul; resentido por los manejos (naturales en una democracia, ante estas credenciales) que le habían privado de ser Jefe del Estado Mayor. El golpe más viscoso, el urdido por Armada, aristócrata, cortesano, secretario, confidente y amigo durante años del Rey, e incapaz de entender como cualquier humano (y mucho menos, Suárez, ese arribista provinciano) podía presidir un gobierno de España, en lugar de Alfonso Armada Comyn, marqués de Santa Cruz de Rivadulla.


El libro de Cercas analiza minuciosamente la grabación televisiva del acontecimiento, centrándose en los tres parlamentarios que no se arrojaron al suelo al comienzo de la balacera: Santiago Carrillo, el general Gutiérrez Mellado, Vicepresidente del gobierno, y el propio Adolfo Suárez.


Dice Cercas que Anatomía de un instante iba camino de ser una novela, pero que al final nació como un híbrido de crónica y ensayo. Puede especularse con que esa novela podría haberse centrado en tres personajes política y personalmente abatidos (Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo), que ese día se encuentran cada uno con su anverso. Suárez, el advenedizo, con Armada, el cortesano predestinado a ser valido del Rey. Gutiérrez Mellado, el franquista traidor que sirve de parapeto a la democracia contra los militares golpistas, se encuentra con Milans, el contumaz franquista cuyo nombre suena en cuantas intentonas se prepararon durante los primeros años de la Transición. Y Carrillo, el símbolo vivo de la España roja, enfrentado a Tejero, nacido en 1932, al que tenemos que imaginar como un producto perfecto y acabado del sistema educativo franquista, que enseñó a odiar todo lo que representaba la España republicana.


Cercas rebusca obsesivamente en las biografías de estos y otros personajes, en las circunstancias que condicionaron sus conductas para hacer comprensible el golpe y el contexto (“la placenta”, dice Cercas) en el que se gestó la intentona.


Al final, y a modo de coda sentimental, aparece el propio padre, recientemente fallecido, de Javier Cercas, porque el libro es también una crónica dirigida a quienes nacieron en torno a 1960 y les cuesta entender a sus padres y su actitud durante los últimos años del franquismo y la Transición.


Hace pocos meses se organizó un revuelo considerable ante el intento de colocar una placa honrando en el Congreso de los Diputados a la beata Maravillas de Jesús. Al final se impuso la cordura o la vergüenza, y no hubo nada.


Desde aquí una humilde proposición a nuestros próceres: lean el libro de Cercas, revisen hasta el dolor de ojos el vídeo del golpe, y pongan una placa en honor de Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo, que no eran beatos, ni mucho menos santos, pero que el día 23 de febrero de 1981 (mientras “el país entero se metió en su casa a esperar que el golpe fracasase. O que triunfase.”), demostraron estar dispuestos “a jugarse el tipo por defender la democracia”.


Jesús Tapia Corral



11 mayo 2009

Memoria de Georges el amargado


Octave Mirbeau.
Memoria de Georges el amargado.
Traducción de Lluís Maria Todó.
Impedimenta. Madrid, 2009.


Es la memoria prosaica de un hombre sentado en un antro oscuro y húmedo que parece un símbolo del mundo. La publicó Octave Mirbeau en 1899 y la edita Impedimenta con traducción de Lluís Maria Todó.

Hoy, por casualidad, me he mirado en un espejo.

Así comienza esta novela corta e intensa que es una reflexión sobre la decrepitud física y la fealdad como reflejo de la ruina interior del narrador-protagonista y del resto de los personajes.

Georges L., que ha perdido todos los trenes, escribe la memoria de la insatisfacción y hace su autorretrato de hombre mediocre que no envejece porque ha nacido viejo. La escritura de estas memorias, que su viuda hace llegar al autor, es la última venganza del protagonista contra un mundo hostil y en descomposición, contra el pasado de su infancia sombría y su familia lamentable, contra el presente de un matrimonio humillante y una mujer odiosa.
En contraste con la nítida prosa de Mirbeau, todo es viscoso y lóbrego en este catálogo de rostros siniestros que reflejan las ruindades personales y colectivas de una sociedad perversa.

En el París miserable donde trabaja como cajero o en la ciudad de provincias de la que viene Georges, sólo los animales –los perros o las gallinas- tienen destellos de inteligencia, afecto, voluntad o ironía.

Sospechoso de un crimen sórdido, Georges pasa un día detenido en un calabozo. Y a partir de ese momento, la novela toma otro cariz, menos individual, y se convierte en una denuncia de las leyes y el sistema penitenciario, en un alegato contra las desigualdades y las injusticias.

La piedad y la rebeldía surgen de aquel hombre arrestado en medio de otros hombres. Y así la peripecia personal de un ser empequeñecido por las circunstancias acaba transformándose abruptamente en un grito, en la airada denuncia social y cultural de una colectividad que encubre la miseria tras el brillo aparente de su lujo:

En París los filósofos del optimismo mortífero no ven la miseria. ¡No sólo no la ven, sino que la niegan!

Santos Domínguez

09 mayo 2009

Guardia nativa


Natasha Trethewey.
Guardia nativa.
Edición bilingue.
Traducción y prólogo de Luis Ingelmo.
Bartleby Editores, Madrid, 2009.

Desconocida en España hasta ahora, Natasha Trethewey (Misisipi, 1966) obtuvo el Premio Pulitzer de Poesía con Guardia nativa, su tercer libro.

Guardia nativa se plantea como una elegía doble para restaurar una parte de la memoria histórica de los Estados Unidos y de la memoria personal de su autora a través de un conjunto sólido de poemas que acaba de publicar Bartleby en edición bilingüe con traducción y prólogo de Luis Ingelmo.

A veces la historia no la escriben los ganadores. Quienes han reescrito la historia desde una perspectiva racista han borrado la participación de soldados negros en la Guerra de Secesión. Aquellos regimientos de libres o libertos, desatendidos y despreciados, relegados a tareas insalubres o rebajados a la consideración de animales de carga, integraban la Guardia nativa de la que toma título este libro. Para rescatarlos del olvido y del silencio, les presta su voz Natasha Trethewey .

Fiel a la vocación narrativa de la poesía norteamericana, el relato central de las tres partes del libro se organiza en torno a un conjunto de fotografías y a diez sonetos de un soldado negro durante la Guerra de Secesión. Se agrupan bajo el rótulo Guardia nativa y se encadenan en una estructura circular en forma de corona de homenaje fúnebre.

En esa parte las Escenas de la historia documental de Misisipi son otro espléndido conjunto de poemas que toman como punto partida una fotografía. Es lo que ocurre en este Glifo, Aberdeen, 1913:

La cabeza el niño inclina, como en sueños.
Desnudo el pecho, de perfil, se sujeta
en el regazo del hombre que, con peto,
flaco, mece el brazo delgado del niño
-codo en punta, de hueso y piel marcas blancas-
tira de él para exhibir al contrahecho
y acentuar -joroba, columna curva-
el diario infortunio de su vida, el niño
que le sigue a los campos, horas junto a un
saco pasa, desplomado inquiere su
cuerpo ¿cuánto algodón?, o ¿cuánta comida?
buscando en la nevera de la cocina,
o de rodillas en la iglesia a su lado,
¿por qué, Señor, por qué? Posan y nos dicen
Miradnos, del dolor somos la silueta:
con él carga el niño, un túmulo como
tierra sobre una tumba amontonada.

Las otras dos partes del libro, más líricas, reflexivas y evocadoras, se centran en la propia biografía de la autora y en las composiciones elegiacas en memoria de su madre, asesinada y silenciada también en una tumba sin nombre. El paralelismo con los soldados afroamericanos es evidente. No hay lápidas para conservar su memoria y el libro las reivindica cuando se convierte en el monumento que rescata los nombres de los soldados negros y de su madre, también negra.

Por eso Natasha Trethewey, hija de un matrimonio interracial, de padre blanco y madre negra, dedica el volumen a la memoria de su madre, Gwendolyn Ann Turnbough. El tono de esos textos sobre el Sur, Misisipi, el mestizaje y los recuerdos familiares es el de este poema, provocado por la muerte de su madre:

Tras tu muerte

Saqué primero tu ropa de los armarios,
a la basura tiré la fruta, macada
por el tacto de tu mano, dejé vacíos

tus tarros de conservas. Al día siguiente
oí unos pájaros en los frutales, luego,
al ir a coger un higo maduro y suelto,

lo encontré medio comido, la otra mitad
pudriéndose, o -como otro que arranqué y abrí
al medio- comido desde dentro hacia fuera:

mil insectos lo vaciaban. Llego tarde
de nuevo, otro espacio por la pérdida hueco.
El mañana, el frutero que habré de llenar.


Santos Domínguez

08 mayo 2009

El rosa Tiepolo


Roberto Calasso.

El rosa Tiepolo.

Traducción de Edgardo Dobry.

Anagrama. Barcelona, 2009.



Seguramente, como escribe Calasso, el destino más deseable para un pintor es convertirse en un color, pasar a la historia identificado con un cromatismo personal. Eso era Tiepolo para Proust: “el rosa cereza que es tan particularmente veneciano que se llama rosa Tiepolo.” Ese color unía en el recuerdo proustiano a Odette, Albertina y la Duquesa de Guermantes, tres mujeres muy distintas de su serie novelística.


Sobre ese color y el artista que lo identifica ha escrito Roberto Calasso El rosa Tiepolo, un libro memorable que publica Anagrama y está a medio camino entre el ensayo y la novela, entre el estudio de Historia del Arte y el relato biográfico. Es la quinta entrega de un proyecto que se inició con La ruina de Kasch, siguió con Las bodas de Cadmo y Harmonía, Ka y K, y ha continuado con un sexto libro, La folie Baudelaire, que no ha sido traducido aún.


Giambattista Tiepolo, pintor veneciano del XVIII que acabó sus días en 1770 en el Madrid de Carlos III, fue, en palabras de Calasso, el último soplo de felicidad en Europa. Con él se cerraba una época (entre los grandes de la pintura, Tiépolo fue el último que supo callar) y se despedía la pintura para dejar su lugar a los artistas.


Su apacible vida feliz, su biografía invisible (Tiepolo es la desesperación del biógrafo) en la Venecia del XVIII es la de alguien que está más cerca del artesano que del intelectual ilustrado. Fue un pintor de técnica refinada, incomprendido y denostado en ocasiones por su aparente facilidad, por su fluidez creativa (representó mejor que nadie la sprezzatura, la ligereza que recomendaba Castiglione como alternativa a la afectación) o por su exceso de teatralidad.


Todo es teatral en su pintura. Sus frescos en los techos Würzburg y en el Palacio Real de Madrid, sus cielos con figuras, son máquinas teatrales que incorporan una peculiar compañía de actores y figurantes.


Pero el Tiepolo central de este libro, el que despierta la atención de Calasso, no es el de esos frescos espectaculares en la gloria de su escenografía barroca. Es el Tiepolo de los grabados, el de los diez Caprichos horizontales y sobre todo el de los veintitrés Scherzi verticales.


Los argumentos enigmáticos de esos grabados misteriosos y oscuros, sus fantasías secretas, los obsesivos sueños de la razón que se suceden en ellos construyen una novela muda que tuvo su preludio y su diseño espacial en los Caprichos y su expresión más alta en los Scherzi.


Extraños y graves, herméticos e inquietantes, Calasso acepta el desafío que plantean los grabados y se centra en el análisis de sus personajes, sus motivos y sus claves, en los lugares en que transcurre esa novela demoniaca y circular, en la importancia que tiene en ellos la mirada o en la función crucial que desempeñan los personajes orientales.


Las abundantes ilustraciones que acompañan al texto ponen de manifiesto la teatralización del mundo en los frescos de Tiepolo, el misterio de sus grabados y el estilo depurado y tardío de los nueve lienzos de caballete que pintó en Madrid, una de las zonas más memorables de su obra. Fue poco antes de su despedida secreta para entrar en el purgatorio de un largo olvido.


Esas ilustraciones evidencian la soltura de su pincel y el desenfado de sus representaciones mitológicas. Con el mismo desenfado, la misma soltura y la misma naturalidad de la sprezzatura, afronta Calasso este acercamiento profundo a las profundidades de Tiepolo.


Santos Domínguez


06 mayo 2009

Fiesta para una mujer sola


Ángel Vázquez.
Fiesta para una mujer sola.
Prólogo de Sonia García Soubriet.
Rey Lear. Madrid, 2009.


Ángel Vázquez (1929-1980) fue posiblemente el último escritor maldito de la literatura española. Indefinible como el Tánger donde nació y vivió hasta 1965, marginal por vocación y por destino, escritor a contracorriente e inclasificable, la literatura fue para él una forma de defenderse de las injurias de la vida.

Ángel Vázquez publicó en 1964 la segunda de sus tres novelas, Fiesta para una mujer sola, que acaba de rescatar Rey Lear con prólogo de Sonia García Soubriet. Tardaría doce años en publicar su tercera novela, la espléndida y desgarrada La vida perra de Juanita Narboni. Inadaptado y pobre, solitario y alcohólico, despectivo consigo mismo y con su escritura, exigente hasta el límite del rechazo, un rato antes de morir en una pensión de Atocha de un ataque al corazón había estado quemando dos novelas que no había conseguido terminar y que sus amigos tienen por lo mejor que había escrito.

Fiesta para una mujer sola es una obra de encargo, una novela alimenticia que Vázquez había contratado con sus editores para aprovechar el tirón comercial de Se enciende y se apaga una luz, con la que había ganado el Planeta en 1962.

Pero se acabó convirtiendo en la novela maldita de un escritor maldito. La novela, que habla de adulterios, homosexualidad y libertad de costumbres en un Tánger decadente, no gustó a la censura franquista, que sin llegar a prohibirla dificultó su distribución. El silencio o los reproches de la crítica oficial, cómplice habitual de los censores, hizo el resto y Fiesta para una mujer sola acabó descatalogada y olvidada.

Cuando la escribió, Tánger, que es el eje de la novela, había dejado de ser la ciudad del esplendor cosmopolita y era un lugar en decadencia, un mundo que Ángel Vázque había visto cómo se derrumbaba. La vieja ciudad internacional había perdido su estatuto especial para convertirse en una ciudad marroquí en la que convivían caóticamente lenguas y religiones, razas y clases sociales, los restos del lujo y la frecuente miseria, las fiestas en los jardines y las tabernas de mala muerte.

Como a otros europeos, la nueva situación relegó a un lugar secundario a Ángel Vázquez, que la escribió poco antes de abandonar Tánger para arrastrar sus vagabundeos por el Madrid oscuro de las pensiones.

Como en sus novelas o en los cuentos que Pre-Textos ha editado recientemente, el autor proyectó en la ciudad norteafricana su amargura, la metáfora de su situación personal. Tánger es, como en La vida perra de Juanita Narboni, no sólo el telón de fondo de la narración, es el centro de una novela sobre la decadencia de la ciudad y sus habitantes.

La protagonista, la madura e insatisfecha Paula, una probable metáfora de la ciudad, es el eje, la guía y el precedente de la soledad destructiva de Juanita Narboni, la imagen de la soledad en una ciudad que ya no existe, la expresión del vacío presente (Mi vida es una isla rodeada de muertos) en el centro de una novela rememorativa en la que irrumpe la presencia de un joven recién llegado como un soplo de aire nuevo y de vida.

Una novela en la que el pasado se impone con la misma fuerza que en el resto de la obra de Ángel Vázquez, que despliega aquí su pericia en la construcción de diálogos - La vida perra... será un portentoso monólogo- y da muestras de la enorme potencia descriptiva de su prosa, de su capacidad de recordar el tiempo perdido a través de la sensación o la evocación proustiana de los olores de la ciudad.

Santos Domínguez

04 mayo 2009

El lector común


Virginia Woolf.
El lector común.

Selección, traducción y notas
de Daniel Nisa Cáceres.

Lumen. Barcelona, 2009.



Lumen sigue publicando nuevas entregas de su Biblioteca Virginia Woolf. El título más reciente, El lector común, es una colección de ensayos y artículos sobre la literatura que más le interesó y que modeló su escritura.

En el capítulo inicial, que da título al libro y justifica su enfoque, escribe Virginia Woolf:

El lector común, como da a entender el doctor Johnson, difiere del crítico y del académico. Está peor educado, y la naturaleza no lo ha dotado tan generosamente. Lee por placer más que para impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas. Le guía sobre todo un instinto de crear por sí mismo, a partir de lo que llega a sus manos, una especie de unidad -un retrato de un hombre, un bosquejo de una época, una teoría del arte de la escritura. Nunca cesa, mientras lee, de levantar un entramado tambaleante y destartalado que le dará la satisfacción temporal de asemejarse al objeto auténtico lo suficiente para permitirse el afecto, la risa y la discusión.


Y en el texto que lo cierra -¿Cómo debería leerse un libro?, que fue antes una conferencia para un colegio femenino- da este consejo:

El único consejo, en verdad, que una persona puede dar a otra acerca de la lectura es que no se deje aconsejar, que siga su propio instinto, que utilice su sentido común, que llegue a sus propias conclusiones.

Entre ambos textos, Virginia Woolf hace un repaso de sus lecturas y, sobre todo, una invitación a la lectura modélica del lector común, aquella que está libre de prejuicios académicos y no se deja orientar por otra guía que su propio gusto y su independencia de criterio.

Con su criterio propio de lectora común, Virginia Woolf escribe memorablemente sobre la literatura griega clásica como alternativa al consuelo cristiano y a la confusa vaguedad del mundo contemporáneo; se acerca a Defoe, uno de los grandes escritores sencillos, a través de Moll Flanders y de Roxana; declara su simpatía por Jane Austen, la artista más perfecta entre las mujeres, y su profunda clarividencia de lo cotidiano y habla con admiración de otras escritoras como Emily Brontë - supo liberar la vida de su dependencia de los hechos; con unos cuantos toques, indicar el espíritu de un rostro para que no necesitara cuerpo; hablando del páramo, hacer que el viento soplara y rugiera el trueno - o George Eliot, una figura memorable.

Una evocación necrológica de Conrad, con un agudo estudio de Marlow como la proyección analítica y sutil del novelista desdoblado en su personaje; la voz poética perdurable de John
Donne en su tercer centenario son el eje de algunos de los mejores ensayos de un volumen que aborda también el análisis de Robinson Crusoe (una obra maestra), el Viaje sentimental de Sterne o la autobiografía de De Quincey como paradójica suma de defectos y muestra de talento.

El lector común se completa con el estudio de una obra de Elizabeth Barret Browning, Aurora Leigh, una rara mezcla de poema y novela que se quedó en embrión frustrado de la obra maestra que aspiraba a ser, y un análisis de las novelas de Thomas Hardy con motivo de su muerte.

Son las lecturas en voz baja, las propuestas de una lectora excepcionalmente penetrante, mucho menos común de lo que sugiere el título.

Santos Domínguez


03 mayo 2009

Vivir en el fuego


Marina Tsvetáieva.
Confesiones.

Vivir en el fuego.

Edición y prólogo de Tzvetan Todorov.
Traducción de Selma Ancira.
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.
Barcelona, 2008


Explicaba Joseph Brodsky en Una poetisa y la prosa (Menos que uno) que la prosa de Marina Tsvietáieva, para él la mejor poeta del siglo XX, no era más que la continuación de su magnífica poesía por otros medios. Las entradas en su diario o sus recuerdos novelados –añadía- recomponen la metodología del pensamiento poético en un texto en prosa y son una retirada desde la realidad hasta la infancia.

Es inevitable recordar el juicio de Brodsky al leer la edición de sus Confesiones que ha preparado Tzvetan Todorov. La publica Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores con traducción de Selma Ancira y un abundante y elocuente material gráfico.

Todorov ha ido extrayendo de los apuntes autobiográficos y cartas de Marina Tsvietáieva una gran cantidad de textos de carácter confesional, los ha ordenado, comentado y les ha puesto título: Vivir en el fuego, que es una propuesta de autobiografía póstuma reconstruida por el editor con grandes cantidades de talento, trabajo y conocimiento de la obra de la Tsvietáieva.

A lo largo de toda su vida – escribe Todorov- Tsvietáieva, esa impía, no cesa de confesarse.

Y el intenso monólogo confesional que es toda su obra es un reflejo de su vida complicada, un refugio de consuelo y el resultado de ordenar pensamientos y sentimientos para expresar su sensación del mundo entre la Rusia zarista y la soviética, que abandonó para instalarse, tras un intermedio en Alemania y Checoslovaquia, en París entre 1925 y 1939, durante quince años de exilio que fueron cruciales en su biografía y en su obra.

Cuando regresó en 1939 a la URSS para reencontrarse consigo misma, sólo se encontró el dolor y la muerte. Pero siguió escribiendo y anotando en sus libretas y diarios, completando un relato conmovedor en el que proyecta no sólo su existencia personal y su actividad literaria, sino un tiempo y unos lugares tan problemáticos y adversos como los que le tocó padecer.

Por eso, porque vivió y escribió intensamente en el fuego de Prometeo, porque se sentía feliz viviendo en la llama y todo en ella aspiraba al incendio a través del amor y de la escritura, en octubre de 1940, diez meses antes de ahorcarse, retocó un verso de Anna de Noailles para hacerlo suyo, para prever su muerte y para celebrar por anticipado su destino póstumo:

Y mi ceniza será más caliente que su vida.

Santos Domínguez

02 mayo 2009

Poesía completa de Bergamín



José Bergamín.
Poesías completas I.
Edición de Nigel Dennis.
Pre-Textos. Valencia, 2009.


Después de que haya pasado más de un cuarto de siglo desde su muerte, se reúne la Poesía completa de José Bergamín (Madrid, 1897 -Fuenterrabía, 1983) en una coedición de la editorial Pre-Textos y la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales.

Nigel Dennis es el responsable de esta edición, que recopilará toda la obra en verso de Bergamín en dos volúmenes. El primer tomo recoge todos sus libros de poesía, desde los primeros, Rimas y sonetos rezagados y Duendecitos y coplas, que publicó tardíamente, después de su primer regreso a España en 1958, hasta los últimos, Esperando la mano de nieve –quizá su culminación poética- y Canto rodado, pasando por La claridad desierta y Del otoño y los mirlos.

José Esteban, que editó su poesía casi completa en los años ochenta en Turner, lo definió como “un auténtico fantasma en el mundo cultural español.” Y sin embargo, su figura tuvo una importancia decisiva en el 27 desde su primer libro, El cohete y la estrella, una temprana colección de aforismos de 1923, y sobre todo con la fundación y dirección de Cruz y Raya, revista de afirmación y negación.

Ya en el exilio, tuvo también un papel destacado con la Editorial Séneca, en la que publicó la primera edición de Poeta en Nueva York en 1940 y las obras completas de Antonio Machado.

Inclasificable y complejo, ingenioso y contradictorio, claro y difícil, católico y heterodoxo, no hay un solo Bergamín, sino muchos (el ensayista, el crítico, el disidente, el aforista, el editor, el dramaturgo), como señala Nigel Dennis en su estudio introductorio.

Aunque ya los aforismos de El cohete y la estrella tenían un innegable fondo lírico, uno de esos Bergamines, el más raro, el más tardío, es el que empezó a publicar su poesía en 1962, casi a sus setenta años, tras volver a España:

Mi poesía es rezagada
porque se ha quedado en mí
como un remanso de agua.

Como una corriente clara
que transparenta hasta el fondo
del cauce que la remansa.

Se me ha quedado en el alma
posando la turbulencia
sonora de mis palabras.

Como una voz que se apaga
y va abriéndole al silencio
su música más callada.

Conceptista y seca, es una poesía heredera de los escritores barrocos y del Machado proverbial y neopopularista de las coplas:

Y yo, español rabioso y sin blanca –escribía Bergamín en una carta de 1955- ¿qué voy a hacer mejor que coplas? Cantar a mi modo: esquelético, duendístico y musarañero. Respirar por la herida. Y no sé por cuál... ¡Tengo tantas! Por cualquiera de ellas.

Una poesía nieta de los sonetos de Quevedo, afilada como la figura y la inteligencia de Bergamín, ocurrente y honda, reflexiva e ingeniosa, irónica y moralizadora, llena de paradojas y de quiebros verbales. Una poesía conceptuosa a veces, chispeante otras, que combina la preocupación por dos temas centrales, la muerte y el amor, con la religiosidad problemática de su autor:


No te entiendo, Señor, cuando te miro
frente al mar, ante el mar crucificado.
Solos el mar y tú. Tú en cruz anclado,
dando a la mar el último suspiro.


No sé si entiendo lo que más admiro:
que cante el mar estando Dios callado;
que brote el agua, muda, a su costado,
tras el morir, de herida sin respiro.


O el mar o tú me engañan, al mirarte
entre dos soledades, a la espera
de un mar de sed, que es sed de mar perdido.


¿Me engañas tú o el mar, al contemplarte
ancla celeste en tierra marinera,
mortal memoria ante inmortal olvido?


El segundo tomo incluirá, además de la poesía dispersa que Bergamín publicó en revistas y periódicos, un considerable conjunto de poemas inéditos.

Santos Domínguez

01 mayo 2009

Poesía, poetas y antipoetas


Ricardo Paseyro.
Poesía, poetas y antipoetas.
Siruela. Madrid, 2009.


Siruela reúne en un volumen los artículos que Ricardo Paseyro, uruguayo afincado en París y yerno de Jules Supervielle, empezó a publicar en la revista Índice a finales de los cincuenta.

Fueron apareciendo entonces como entregas de una serie que llevaba el mismo título, Poesía, poetas y antipoetas, que ahora sirve para agruparlos en un libro, precedidos de una semblanza de Ricardo Paseyro firmada por Ignacio Gómez de Liaño y un prólogo de Luis de Valdesueiro.

Conocimiento y poesía, el artículo que abre el volumen, expone su concepto de la poesía como “inmejorable instrumento del conocimiento” y como “una puerta hacia lo inefable.” Y a partir de ahí, fijado ese concepto cercano a lo sagrado de la poesía, se organiza el libro en dos partes, los elogios y los ataques, centradas en una serie de autores que representan al poeta y al antipoeta.

El Cancionero de Unamuno como diario poético que busca el centro universal; la poesía trágica de Juan Ramón, volcada hacia dentro; la escritura inteligente, refinada y renovadora de Huidobro; la desolada belleza de la poesía de César Vallejo son objeto de la atención de Paseyro, que los toma como modelo de la actitud del poeta. Es una nómina que se completa con uno de los tres grandes poetas que ha dado Uruguay a la literatura francesa, después de Lautréamont y Laforgue: Supervielle, en quien la poesía se vuelve pensamiento.

Neruda y Paz son la representación de la antipoesía. La palabra muerta de Pablo Neruda, un artículo de 1957 que antes se tituló de manera igual de radical Neruda o el deshonor de la palabra, es uno de los textos más polémicos y combativos de la serie.

A Paz, “el eco de todas las voces”, le dedica Paseyro mucho más tarde, en 1981, otro artículo demoledor, Octavio Paz, el camaleón, donde lo descalifica como parásito y oportunista en su poesía convertida en moneda de cambio.

En apéndice se reproduce la entrevista que le hizo Yves Roullière en 2003, en la que vuelve a proyectar su crítica apasionada y combativa. Es un repaso de su propia trayectoria poética, un homenaje a las lecturas que más le han influido y una aproximación en la que ética y estética se unen para plantear una concepción de la poesía que funde belleza y verdad en la autenticidad del poeta.

Santos Domínguez

29 abril 2009

Armonía de las esferas


Armonía de las esferas
Edición de J. Godwin
Trad. M. Tabuyo y A. López.
Imaginatio vera. Atalanta. Gerona, 2009.

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada,
por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino
el alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.

Y, como se conoce,
en suerte y pensamiento se mejora;
el oro desconoce,
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca engañadora.

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.

Ve cómo el gran Maestro,
a aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado.

Y, como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entre ambos a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.


Con esas espléndidas liras comienza la Oda que Fray Luis de León dedicó a su amigo Salinas, músico ciego y compañero claustral de Salamanca.

Hay en ese texto una síntesis de tradiciones neoplatónicas y pitagóricas que relacionan la música y el movimiento de los astros, dos realidades que dialogan en intervalos musicales y expresan las correspondencias entre el microcosmos y el macrocosmos, la armonía de los planetas y la escala musical.

Sobre la música del universo y la esencia cósmica de la música tratan los abundantes textos que reúne Joscelyn Godwin, experto en tradiciones herméticas, en su Armonía de las esferas, que publica Atalanta, un libro espectacular en forma y fondo, en las ilustraciones que subrayan su contenido y en la calidad de los pasajes seleccionados en torno a esa imagen central.

La armonía intuida por los pitagóricos y formulada por Platón en el Timeo tuvo una de sus mejores expresiones en el sueño de Escipión que recogió Cicerón y en la visión de las esferas musicales de Timarco que relató Plutarco, dos textos que no se recogen en este amplio volumen que constituye un recorrido a través de las distintas épocas, desde la época clásica hasta el siglo XX. La música de los planetas convoca a la inteligencia y a la intuición, reúne la revelación de las visiones con los procesos numéricos y evoca el poder cósmico de la música en la relación armónica entre los planetas y los tonos musicales, en los mitos órficos, su potencial benéfico en el arpa de David o su capacidad destructiva ante las murallas de Jericó.

Entre Platón y Rudolf Haase, pasando por Plinio el Viejo, Marsilio Ficino, Isaac Newton o Jean Philippe Rameau, un total de cuarenta y ocho autores en los que ha persistido y se ha matizado la alegoría que conectaba en una misma imagen números y sueños, armonía y esferas.

Completan la espléndida edición un conjunto de ilustraciones que traducen a imágenes el mundo del sonido, proponen visiones de la música y relacionan el tono acústico con la gama cromática.

Santos Domínguez

27 abril 2009

El ensayo español en el siglo XX

El ensayo español.
Siglo XX.

Edición de Domingo Ródenas
y Jordi Gracia.
Clásicos y modernos.
Crítica. Barcelona, 2009.


Crítica publica en su imprescindible y rigurosa colección Clásicos y Modernos El ensayo español. Siglo XX. Sus autores, Jordi Gracia y Domingo Ródenas, han reunido en esta antología una muestra representativa con textos de casi cien autores, las voces múltiples en tonos y temas de los ensayistas españoles contemporáneos en textos unidos por su pertenencia a un género común y por su altura estética, intelectual o ética.

Juan Marichal reconoció la voluntad de estilo como una de las claves del género. Y bastaría con dar una nómina reducida de autores, de Azorín a Juan Benet, de Pérez de Ayala a Javier Marías, de Ortega a Ferlosio, de Cernuda a Valente, para demostrar que la mejor prosa de la literatura española contemporánea se ha escrito en el género más abierto e indefinible.

Un género que inaugura el ciclo de la modernidad en la literatura española con el regeneracionismo de raíz institucionista del 98 y llega a uno de sus momentos más altos en el Novecentismo, una generación de ensayistas de pensamiento pulcro y prosa aquilatada (Ortega, Marañón, d'Ors, Azaña, Pidal o Américo Castro). A esas alturas ya se había planteado el ensayo español el debate entre individualismo y reformismo, entre casticismo y europeísmo, un debate que atraviesa la historia del género en el siglo pasado.

Vino después el ensayo del arte nuevo en el 27, con Bergamín, o Cernuda, y -tras el corte brutal de la guerra civil- las continuidades asimétricas de los ensayistas en el exilio y en el franquismo. Si el ensayo en el exilio de Ayala o María Zambrano representaba la conexión con el pensamiento liberal anterior a la guerra, el franquismo tuvo que inventar sus referentes y los encontraron en los jóvenes ensayistas de la Falange. Laín, Tovar, Aranguren son los nombres de ese momento en el que se demuestra otro de los rasgos esenciales del género: su incompatibilidad con el pensamiento autoritario, con el ímpetu coercitivo o inquisitorial de la censura política o eclesiástica.

Suma de libertad temática y subjetividad, de pensamiento crítico y viveza de estilo, el ensayo posiblemente no sea –como la novela para Baroja- un saco donde cabe todo, pero es evidente que se trata de un cajón de sastre, de una mesa revuelta en la que conviven la reflexión y el tanteo exploratorio de la realidad.

Y en ese sentido, conviene destacar que el objeto del ensayo, el foco de interés sobre el que se centra la reflexión, es un índice significativo de la evolución de la cultura y del estado de la sociedad. Fue en el ensayo en donde se anticiparon los nuevos aires de libertad durante el tardofranquismo y la transición, con nombres como los de Manuel Sacristán, Castilla del Pino, Benet o Ferlosio.

Y desde ahí a lo que los editores definen como la consagración del estilo en el ensayo actual, de Fernando Savater a Rafael Argullol, de Emilio Lledó a Eugenio Trías o José Antonio Marina. Sus ensayos, como antes los del Novecentismo, asumen planteamientos, enfoques y soluciones que van más allá de lo local. Y en su ambición intelectual o en el tratamiento de temas universales el lector encuentra indicios evidentes de la normalización de la vida española en los últimos treinta años.

Precedidas de una biografía sintética y ambiciosa del género en la España contemporánea, algunas de las mejores páginas de la prosa en español del siglo XX están en esta antología, uno de los libros más importantes de la temporada.


Santos Domínguez

25 abril 2009

Si me quieres escribir



Si me quieres escribir.
Canciones políticas y de combate
de la Guerra de España.
Ed. de Maryse Bertrand de Muñoz.
Calambur. Madrid, 2009.


Editado por Calambur y preparado por la hispanista canadiense Maryse Bertrand de Muñoz, Si me quieres escribir es una exhaustiva recopilación de casi un centenar de canciones políticas y de combate de los dos bandos que se enfrentaron en la guerra de España.

Muy significativamente se ha elegido como título del volumen el de una canción que cantaban los dos ejércitos -con variantes, claro- en la batalla del Ebro. Al libro, que contiene las letras, las partituras y los comentarios de la editora, lo acompaña un CD con 28 canciones.

A lo largo de sus páginas se hace una caracterización global que aborda la sociología y la poética de aquellas canciones, se describe su origen y las circunstancias a las que aluden o de las que surgen, se transcriben los textos y las partituras y se analizan y clasifican los temas fundamentales ( la guerra, la exhortación a luchar, las unidades y los lugares de combate, los héroes y los personajes) de unas creaciones que responden a la necesidad de expresar ideología y sentimientos bajo unas circunstancias extremas como aquellas.

Algunas de esas canciones eran populares desde 1931, otras son canciones más claramente políticas o canciones infantiles y festivas, adaptadas a las circunstancias bélicas, y finalmente canciones de dolor y muerte o llamadas a la resistencia.

Anónimas o firmadas, entre lo culto y lo popular, los romances, las coplas, las letrillas que se recogen y estudian en Si me quieres escribir son un conjunto significativo de testimonios que interpretan la banda sonora intrahistórica de aquel conflicto y forman parte de la memoria histórica, oral y sentimental de la guerra civil.

Santos Domínguez

24 abril 2009

El Doctor Centeno


Benito Pérez Galdós.
El Doctor Centeno.
Edición de Isabel Román Román.
Servicio de publicaciones de la UEX. Cáceres, 2008.



Es una de las novelas más extrañas de Galdós. También una de las más inolvidables para los lectores. Se publicó en 1883 y es la tercera de las Novelas españolas contemporáneas. Parte de la crítica se entretiene desde entonces en discutir si se trata de una novela o de dos o de tres: la centrada en Celipín Centeno, la del canónigo Polo y la del poeta Alejandro Miquis.

Conectadas entre sí por la peripecia de Felipe Centeno, en quien Galdós delega la mirada para darnos una lección de perspectiva, las acciones de esta novela tejen un entramado que ofrece un vivísimo reflejo de la vida. Van trazando así un relato abierto en el que los personajes tienen un antes y un después en la obra del novelista: Centeno viene de Marianela y Pedro Polo, aún difuminado aquí, adquiere su dimensión definitiva en Tormento, mientras Ido del Sagrario espera su momento estelar en Fortunata y Jacinta.

Cervantinamente, los personajes de El Doctor Centeno, van haciéndose en sus páginas y creciendo o degenerando en diálogo problemático con la realidad y la experiencia entre dos mundos dispares: el de Polo y el de Miquis. Los paralelismos de Miquis y Centeno con don Quijote y Sancho o el recuerdo paródico del Licenciado Vidriera son el homenaje - menor y superficial, pero significativo- de un discípulo aventajado.

Con el telón de fondo de la pedagogía, el espléndido tratamiento espacial, digno ya del mejor Galdós, se va ampliando a medida que el protagonista amplía su horizonte vital en un todo coherente que se completa en Tormento y La de Bringas, las dos novelas galdosianas con las que El Doctor Centeno forma una peculiar trilogía.

La edición de Isabel Román en la colección TextosUex de la Universidad de Extremadura, que se abre con un completo estudio preliminar de casi un centenar de páginas, es una muestra de rigor filológico en el establecimiento del texto y tiene el valor añadido de sus abundantes e iluminadoras notas a pie de página.

Santos Domínguez

22 abril 2009

Ramiro Pinilla. Sólo un muerto más


Ramiro Pinilla.
Sólo un muerto más.
Tusquets. Barcelona, 2009.



Como Sancho Bordaberri, el narrador de Sólo un muerto más, el relato policiaco que acaba de publicar en Tusquets, Ramiro Pinilla escribió hace muchos años novelas negras. Las firmaba con seudónimo, Romo P. Girca, fueron doce y sólo se publicó una en 1944, Misterio de la pensión Florrie.

Sancho Bordaberri es librero en Getxo y escritor fracasado de novelas policiacas que no se aproximan a sus modelos: Chester Himes, Chandler y Hammett. La lectura de Cosecha roja, La llave de cristal o El halcón maltés no les han contagiado su fulgor a las dieciséis noveluchas que lleva escritas.

Tras el último rechazo editorial, Bordaberri está a punto de desistir, resignado al fracaso. Y mientras pasea por la playa de Getxo tiene una revelación que cambiará su vida y su trayectoria literaria. También de una revelación en la playa surgieron los primeros versos de las Elegías de Duino. Pero si el descubrimiento de Rilke vino de una sensación acústica, aquí el punto de partida es la visión de una peña con una argolla en la que amarraron a los gemelos Altube para que los ahogara la pleamar.

Ese crimen, al que se aludía en Verdes valles, colinas rojas, se cometió en 1935 y diez años después, cuando se sitúa Sólo un muerto más, sigue siendo un crimen sin resolver. En la misma época de represión y miedo en la que se ambientaba La higuera, el librero-novelista frustrado por falta de imaginación y por hablar de una realidad distante y desconocida, empieza a evocar aquel episodio y a escribir la novela en su cabeza.

Como en el Quijote, Sancho Bordaberri decide entonces más que escribir la novela, protagonizarla, se transforma en investigador privado y se cambia el nombre. Convertido en Samuel Esparta, en homenaje a Sam Spade y a su creador Hammett, decide ser otro, vivir otra vida en un escenario cercano, el mismo Getxo, y en un tiempo real. Como don Quijote en La Mancha del siglo XVI.

No es el único rasgo cervantino. Aquí también hay un autor por encima del narrador, un héroe a contracorriente y una novela dentro de otra para conseguir el efecto de realidad y de verosimilitud que se busca.

A partir de ahí, la mano sabia de Ramiro Pinilla construye una novela que va más allá de la novela policiaca, aunque contiene –como el Quijote- los rasgos característicos del género: un cadáver inicial, un detective insistente y listo, la necesaria reconstrucción del crimen, de sus móviles y su autoría:

No quiero romper -dice el narrador/detective- los esquemas tradicionales de estas historias. El asesino sólo ha de ser descubierto al final de unas doscientas cincuenta páginas. Si yo resolviera el misterio en las primeras treinta o cuarenta, ¿qué mierda de libro sería? ¡Es que ni siquiera habría libro!

Entre guiños cervantinos, homenajes a la novela negra y frecuentes rasgos humorísticos, Pinilla maneja con soltura las claves del género, oculta datos, controla el ritmo narrativo, dosifica con astucia y agilidad el tiempo del relato y su articulación temática para preparar el desenlace, con el inevitable giro inesperado de los acontecimientos y el cambio de papel de los sospechosos y los culpables.

No faltan una ayudante teñida de rubio platino, la resuelta y práctica Koldobike, y un antagonista, el falangista poeta y matón que quiere cambiar de género y convertirse en narrador.

Y en el curso de la investigación, Sancho Bordaberri/Samuel Esparta, librero-novelista-detective y narrador de sus propias pesquisas, como los maestros de la novela negra, que veían y escribían, encuentra – igual que don Quijote- el sentido de su vida en la literatura, en el lugar donde se unen vida y narración, en un cervantino juego de espejos que reflejan las relaciones entre la realidad y la ficción, la novela que se nutre de la verdad.


Santos Domínguez

21 abril 2009

La filosofía como forma de vida


Pierre Hadot.
La filosofía como forma de vida.
Conversaciones con Jeannie Carlier y Arnold I. Davidson.
Traducción de María Cucurella.
Alpha Decay. Barcelona, 2009.

Pierre Hadot ha afianzado su prestigio como investigador, docente y filósofo en la idea de que –como para los antiguos griegos- la filosofía no es la construcción abstracta de un sistema de pensamiento, sino una elección vital.

Una experiencia de la que Hadot habla en La filosofía como forma de vida, que recoge unas conversaciones con Jeannie Carlier y Arnold I. Davidson que Alpha Decay acaba de publicar en español con traducción de María Cucurella.

Como Platón, Hadot sabe que filosofar es aprender a morir; pero, en la estela de Montaigne, va un paso más allá y se plantea la experiencia filosófica como experiencia de pensamiento para aprender a vivir, como ejercicio espiritual que permite elevarse por encima del yo individual a la perspectiva universal de lo que Hadot llama sentimiento oceánico haciendo suya una expresión de Romain Rolland.

En la línea de los diálogos platónicos, y según el modelo oral de la filosofía antigua, Hadot pasa revista a su biografía intelectual y a su pensamiento en estas conversaciones en las que afloran sus circunstancias familiares, su educación juvenil en el seminario de Versalles y su descubrimiento de Bergson, que escribió esta frase que marcaría a Hadot:

“La filosofía no es una construcción de sistema, sino la resolución tomada una vez de mirar ingenuamente en sí y en torno a sí.”

Su posterior desvinculación de la Iglesia, su trayectoria profesional y la configuración de su pensamiento con Plotino, Marco Aurelio, el neoplatonismo y la mística son los referentes de su concepción de la filosofía como diálogo con la realidad y con el otro, basada en la necesidad de la objetividad interpretativa y en un replanteamiento de la historia y la práctica de la filosofía.

Cuando se perfila definitivamente el planteamiento de Pierre Hadot, su discurso filosófico se concretará en un ejercicio espiritual que, más allá de sus connotaciones jesuíticas, remiten a un concepto que entronca con los griegos, con la búsqueda de la sabiduría y con la idea de la filosofía como forma de vida.

Es el modelo del filósofo que enseña a vivir y a morir en una tradición ininterrumpida que va de Sócrates a Foucault y pasa por Montaigne, Kierkergaard o Nietsche y llega al existencialismo de Heidegger, Sartre y Camus.

Ese planteamiento cuestiona las fronteras de la filosofía y las amplía o las relaciona con otras disciplinas artísticas y literarias para invocar la obra de Bach, Wagner, Goethe, Rilke, Cézanne o Klee.

Y como reconocimiento a sus interlocutores y como regalo a los lectores, Pierre Hadot escribe una nota final en la que hace una espléndida selección de textos sobre su relación admirativa con el cosmos y la naturaleza. Se trata de una antología que incluye una serie de autores que de alguna manera resumen lo que ha querido decir en estas conversaciones. Séneca, Pascal, William Blake, Rousseau, Kant, Goethe, Thoreau, Rilke o Wittgenstein son autores de unos textos breves que hablan por sí mismos y no requieren comentario.

Son el corolario que contiene en esencia el conjunto de estos diálogos de Hadot con los autores y con el universo.

Luis E. Aldave

20 abril 2009

El catolicismo explicado a las ovejas




Juan Eslava Galán.
El catolicismo explicado a las ovejas.
Planeta. Barcelona, 2009.


El hijo de Dios, el Salvador, nació en el solsticio de invierno, en torno al 25 de diciembre, en una cueva, ante unos pastores. Predicó el bautismo, transformó el agua en vino, entró triunfante y entre palmas de palmera en una ciudad montado en una burrilla, murió en primavera para redimir los pecados del mundo, bajó a los infiernos y resucitó al tercer día, subió a los cielos y prometió volver al final de los tiempos para juzgar a los hombres. Su sacrificio se conmemora en una comida ritual con pan y vino que simbolizan el cuerpo y la sangre. A la entrada de sus templos, una pila con agua bendita invita a los fieles a purificarse la frente.

No. Aunque lo parezca, no estoy hablando de Cristo, sino de un antepasado suyo, el persa Mitra, del que se habla 3500 años antes de su sosias y cuya religión, extendida desde Asia Menor por todo el Imperio Romano, comparte otros seis sacramentos con el cristianismo.

Demasiadas coincidencias para no pensar en un plagio. Suma y sigue: Zoroastro, al que bautizaron en un río 1200 años antes de Cristo, predicó su doctrina con doce discípulos y se retiró al desierto, donde le tentó el demonio.

¿Más? Para no ser prolijo, el portal de Belén donde nació el presunto hijo de Dios y del carpintero era una gruta dedicada al culto de Adonis. Y la casa de la Virgen fue antes el santuario de Afrodita en Éfeso, un lugar extraordinariamente lucrativo.

El último libro de Juan Eslava Galán, El catolicismo explicado a las ovejas, que publica Planeta, está escrito en principio con un enfoque irónico que se convierte en sarcasmo a medida que se avanza en su lectura.

No está organizado como un ensayo, sino como el relato de un narrador, católico apostólico y romano, que proyecta hacer su particular apostolado, una exposición razonada de los fundamentos de la fe.

Y entonces empiezan a surgir preguntas:

¿Este Cristo era el Hijo de Dios, o una mala copia de Mitra, Zoroastro, Osiris, Adonis o Dionisos, uno más de entre muchas divinidades mediterráneas y solares, persas, egipcias, fenicias, sirias, griegas, romanas, hindúes, aztecas o incaicas?

¿Qué fue de sus seis hermanos, de los que hablan los evangelios de Mateo y Marcos?

Aun admitiendo que un Dios sin ombligo (el Padre), otro con ombligo (Cristo, su hijo mortal) y una tercera persona nacida de huevo (el Espíritu Santo) son las tres personas de la Trinidad, ¿el Espíritu Santo era paloma o palomo?

¿Era virgen la Virgen?

¿Fue un ovni la estrella de Belén?

¿Dónde está el prepucio del Cristo circunciso?

¿En qué remoto desierto dio Cristo las tres voces?

¿Cómo se le ocurrió pedir higos en marzo y enfadarse encima con la higuera, que da frutos dos veces al año?

¿Era guapo, feo o del montón? ¿Se casó con la Magdalena?

¿Se fue a la Gloria o a una fosa común?

¿Cómo fue la abducción de la Virgen?

¿Por qué protegió el cristianismo un pagano como Constantino, mitraico fervoroso?

¿Pagó el Concilio de Nicea derechos de autor a Mitra?

El fruto prohibido del paraíso, ¿era una manzana o un higo?

¿Por qué anota el Ángel de la Guarda en su Libro Mayor los orgasmos de cada católico?

Pregunta tras pregunta, a lo largo de un introito, treinta capítulos y trece apéndices sobre religión y alucinógenos, milagros, dogmas y reliquias, ese hombre dispuesto a dar explicaciones ve cómo sus creencias no tienen fundamento histórico, ni lógico, ni mucho menos científico, ni –lo que es peor- en la Biblia.

¿Va a renunciar por ello a sus creencias? Mejor dicho, ¿va a cerrar la Iglesia su negocio? En absoluto. Lo desaconsejan los irreparables daños colaterales que ocasionaría: los cientos de miles de puestos de trabajo que se perderían, la desaparición del turismo de Semana Santa, de la explosión consumista de la Navidad, de los souvenirs de Tierra Santa, del Estado Vaticano, de las romerías de pueblos y ciudades, de los colegios religiosos, de la COPE...

Y el sarcasmo se convierte en ese momento final en cinismo, quizá porque como dijo Mark Twain y recuerda Juan Eslava la fe es creer en lo que se sabe que no existe:

De las mentiras cristianas, de esa sarta de embustes de imposible digestión, de ese potaje de patrañas y supersticiones, de esa estafa secular que permite vivir del cuento, y divinamente, a una pandilla de vagos y embaucadores, ha brotado, como manantial de gracia santificante, nuestra Verdad católica.
Hasta los hipercríticos destinados a las llamas tienen que reconocerlo.

Podéis ir en paz, pardillos.
Que así sea.


Irónico y divertido, documentado y demoledor, este nuevo libro de Juan Eslava es una demostración palmaria de la existencia de Dios y una nueva contribución a la teología como rama de la literatura fantástica.

Santos Domínguez