29/1/21

Juan Romero Vinueza. Dämmerung


Juan Romero Vinueza.
Dämmerung 
[o cómo reinventar los ídolos].
Liliputienses. Cáceres, 2019.

ningún ídolo puede ser más que un instante en el tiempo
ningún ídolo puede ser más que una hoja de afeitar
ningún ídolo puede ser más que una palabra que se
dice con miedo al rechazo de otro ídolo, 
escribe el ecuatoriano Juan Romero Vinueza (Quito, 1994) en Despedida, el poema que cierra su provocador Dämmerung [o cómo reinventar los ídolos], que publica Liliputienses en su colección de poesía Fundación Obra pía de los Pizarro.

Su título evoca el nietzscheano Crepúsculo de los ídolos y desde su texto inicial -Saludos cordiales- deja clara su propuesta:

la principal labor de este libro no es la de
instaurar un canon literario sino la de romperlo
los autores que se presentan aquí no son reales
son invenciones de otro autor que quiso
ser dios por un día (aunque sea eso)
& que piensa que lo ha logrado

 
Y -aclara en nota a pie de página- “si no lo ha logrado / aún le podría quedar tiempo para seguir intentándolo.”

Cómo se filosofa a martillazos era el destructivo subtítulo del libro de Nietzsche. Y, convenientemente adaptado, lo podría haber sido también de este libro que se sostiene sobre la necesidad de repensar la tradición poética a martillazos, porque “hace falta repensar el lenguaje.”

Y eso es lo que proponen los setenta textos de este crepúsculo poético: una ruptura con la tradición desde su relectura creativa y desde un ejercicio de reescritura. De Mishima a Dickinson, pasando por Kafka y Bolaño, por Vallejo y Pessoa, por Onetti y Lowry, por Lorca y Morábito, por Simic y Parra, setenta textos libérrimos en busca del límite de la escritura y a través de la deconstrucción irónica que rompe las costuras del texto, una crítica heterodoxa del canon que se mueve entre la parodia y el homenaje. 

Una crítica de la significación que es explícita en este fragmento de Un país borrado por M. Medo o el poema es un objeto sin tierra:

…un poema que no sepa de dónde proviene ni a dónde va / como una botella
lanzada al mar & que además no contiene ningún mensaje porque
lo único importante es el viaje que se da cuando se decide que un
paso es igual a dos o a ninguno: la única interpretación válida es
la que no se expone ante nadie sino ante un silencio inconcluso
que no puede hacer más que sonreír mientras presencia como la
escritura ha creado un país transtierro / transhumante / trasegado / un país que nunca existirá de verdad...
 
O en estos versos de un poema x, que parte de uno de los adagia de Wallace Stevens (“un poema no necesita tener un significado y, como muchas de las cosas de la naturaleza, a menudo no lo tiene.”):

lo único
que le hace falta al poema
(se llame o no se llame x)
es comprender que
lo que ha hecho la poesía durante toda la historia
ha sido básicamente darle vueltas al asunto del ser
de si es o no es poesía esto en lo que la hemos convertido
de si se debe o no se debe respetar
a sus padres / abuelos / y / así / ad infinitum
de si en verdad la poesía no debe ser un reflejo de sí misma
o si debe salir de los más bellos y mejores sentimientos del hombre
(no funciona así, pero hay gente que en verdad se lo plantea)
si nos fijamos bien
–como lectores atentos que suponemos ser–
caeremos en la cuenta de que
un poema x es / a la vez / todos los poemas
si la variable x no tiene
más variables con las que se pueda
formular una ecuación coherente
y / por supuesto / lógicamente desarrollada
x podría ser cualquier cosa
tal como ha venido siendo la poesía
y la vida de los seres humanos
 
Dämmerung elabora así un peculiar aleph literario en el que cada poema se levanta sobre los escombros de la conformidad y sobre la conciencia de los límites del lenguaje:
 
cuando solo decimos lo que bien las palabras deciden dejarnos decir:
querer ser Gulliver / & gracias a las palabras llegar a ser Liliputiense.
 
Santos Domínguez

27/1/21

Emilia Pardo Bazán. Insolación


 La primera señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos del sueño fue un dolor como si le barrenas en las sienes de parte a parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita, amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desaforadamente las arterias; y el cuerpo declaraba a gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de la cama, no estaba él para valentías tales.
Suspiró la señora; dio una vuelta, convenciéndose de que tenía molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del cuarto tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba y Asís exclamó con voz ronca y debilitada:
debilitada:
—Menos abierto... Muy poco... Así.
—¿Cómo le va, señorita?—preguntó muy solícita la Ángela (por mal nombre Diabla)—. ¿Se encuentra algo más aliviada ahora?
—Sí, hija..., pero se me abre la cabeza en dos.
—¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?
—Clavada... A ver si me traes una taza de tila...
—¿Muy cargada, señorita ?
—Regular...
—Voy volando.
Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara a la pared, subía las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más objeto que sentir el fresco de la batista en aquellas mejillas y frente que estaban echando lumbre.


Así comienza Insolación (Historia amorosa), la novela que Emilia Pardo Bazán publicaba en 1889 y que causaría un enorme escándalo entre sus primeros lectores y en críticos como Clarín, que la definió cruelmente como “el antipático poema de una jamona atrasada de caricias.”

Con aquella obra de su madurez narrativa e ideológica, la novelista gallega superaba el naturalismo que había practicado en sus novelas anteriores para iniciar una senda espiritualista caracterizada por la atención a la psicología de los personajes y a su libertad de comportamiento frente al determinismo naturalista.

Es exactamente el mismo proceso que estaba ocurriendo simultáneamente en los otros dos grandes novelistas del XIX español, Clarín y Galdós, que publicó ese mismo año La incógnita y Realidad, que exploraban el mismo camino novelístico que Insolación y Morriña, las dos novelas que la autora gallega publicó en 1889. 

Si en 2020 se conmemoró el centenario de la muerte de Galdós, en 2021 se cumplen cien años de la muerte de Emilia Pardo Bazán, cuyas relaciones con el novelista canario fueron mucho más allá de lo estrictamente literario.

Anticipándose a esas celebraciones, Reino de Cordelia publica una estupenda edición ilustrada con dibujos de Javier de Juan y prólogo -La gallega y el andaluz- de Luis Alberto de Cuenca de esta novela de ambiente madrileño pero sin madrileños que se inicia llamativamente con la resaca de su protagonista, la joven viuda Asís Taboada, marquesa de Andrade, sobre cuyo monólogo interior, un examen de conciencia, se sustentan los primeros capítulos, después de sus excesos en la romería de San Isidro en compañía de Diego Pacheco, mujeriego gaditano, “calaverón de tomo y lomo, decente y caballero sí, pero aventurero y gracioso como nadie, muy gastador y muy tronera” según un personaje femenino, “un donjuán hortera e insufrible” en palabras del prologuista.

En torno a esos dos protagonistas gira la acción de la novela, en la que un tercer personaje, el contradictorio y estrafalario comandante de artillería Gabriel Pardo de la Lage, asume el papel de confidente y consejero de Asís Taboada.

Más allá de la anécdota que suma insolación y exceso alcohólico en el desorden de la conducta de la respetable viuda, lo que plantea Pardo Bazán en la novela es un cambio de conducta de la protagonista, su crisis personal, su evolución psicológica y ética desde la soledad al amor y la afirmación de su libre voluntad y sus impulsos en materia amorosa y sexual frente a las convenciones sociales. 

Insolación narra un proceso de transgresión de los códigos morales y sociales a los que debía atenerse en aquellos años una mujer de clase alta, es la historia de un conflicto entre la conciencia y el deseo que acaba resolviéndose a favor de este último.

El humor crítico y una aguda ironía recorren las páginas de esta novela madrileña que transcurre en la Pradera de San Isidro y en las Ventas del Espíritu Santo, los dos focos espaciales más significativos de una acción que discurre también por Recoletos, el Retiro o los jardines del Prado.

El hábil y eficaz uso del estilo indirecto libre es seguramente el rasgo técnico más sobresaliente de Insolación. Ese procedimiento permite las transiciones de la voz del narrador a la de la protagonista, que evoca así el ambiente de la romería, antes de sufrir la insolación:

Convencidos ya de que no existía fonda ni sombra de ella, o de que nosotros no acertábamos a descubrirla, miramos a nuestro alrededor, eligiendo el merendero menos indecente y de mejor trapío. Casi en lo alto del cerro campeaba uno bastante grande y aseado; no ostentaba ningún rótulo extravagante, como los que se leían en otros merenderos próximos, verbigracia: «Refrescos de los que usava el Santo». «La mar en vevidas y comidas». «La Brillantez: callos y caracoles». A la entrada (que puerta no la tenía) hallábase de pie una chica joven, de fisonomía afable, con un puñal de níquel atravesado en el moño: y no había otra alma viviente en el merendero, cuyas seis mesas vacías me parecieron muy limpias y fregoteadas. Pudiera compararse el barracón a una inmensa tienda de campaña: las paredes de lona: el techo de unas esteras tendidas sobre palos: dividíase en tres partes desiguales, la menor ocultando la hornilla y el fogón donde guisaban, la grande que formaba el comedor, la mediana que venía a ser una trastienda donde se lavaban platos y cubiertos; pero estos misterios convinimos en que sería mejor no profundizarlos mucho, si habíamos de almorzar. El piso del merendero era de greda amarilla, la misma greda de todo el árido cerro: y una vieja sucia y horrible que frotaba con un estropajo las mesas, no necesitaba sino bajarse para encontrar la materia primera de aquel aseo inverosímil.
Tomamos posesión de la mesa del fondo, sentándonos en un banco de madera que tenía por respaldo la pared de lona del barracón. La muchacha, con su perrera pegada a la frente por grandes churretazos de goma y su puñal de níquel en el moño, acudió solícita a ver qué mandábamos: olfateaba parroquianos gordos, y acaso adivinaba o presentía otra cosa, pues nos dirigió unas sonrisitas de inteligencia que me pusieron colorada. Decía a gritos la cara de la chica: «Buen par están estos dos... ¿Qué manía les habrá dado de venir a arrullarse en el Santo? Para eso más les valía quedarse en su nido... que no les faltará de seguro». Yo, que leía semejantes pensamientos en los ojos de la muy entremetida, adopté una actitud reservada y digna, hablando a Pacheco como se habla a un amigo íntimo, pero amigo a secas; precaución que lejos de desorientar a la maliciosa muchacha, creo que sólo sirvió para abrirle más los ojos. Nos dirigió la consabida pregunta:
-¿Qué van a tomar?
-¿Qué nos puede usted dar? -contestó Pacheco-. Diga usted lo que hay, resalada..., y la señora irá escogiendo.
-Como haber..., hay de todo. ¿Quieren almorzar formalmente?
-Con toa formaliá.
-Pues de primer plato... una tortillita... o huevos revueltos.
-Vaya por los huevos revueltos. ¿Y hay magras?
-¿Unas magritas de jamón? Sí.
-¿Y chuletas?
-De ternera, muy ricas.
-¿Pescado?
-Pescado no... Si quieren latas... tenemos escabeche de besugo, sardinas...
-¿Ostras no?
-Como ostras..., no señora. Aquí pocas cosas finas se pueden despachar. Lo general que piden... callos y caracoles, Valdepeñas, chuletas.
-Usted resolverá -indiqué volviéndome a Pacheco.
-¿He de ser yo? Pues traíganos de too eso que hemos dicho, niña bonita..., huevos, magras, ternera, lata de sardinas... ¡Ay!, y lo primero de too se va usted a traer por los aires una boteya e mansaniya y unas cañitas... Y aseitunas.
-Y después... ¿qué es lo que les he de servir? ¿Las chuletas antes de nada?
-No: misté, azucena: nos sirve usted los huevos, luego el jamón, las sardinas, las chuletitas... De postre, si hay algún queso...
-¡Ya lo creo que sí! De Flandes y de Villalón... Y pasas, y almendras, y rosquillas y avellanas tostás...
-Pues vamos a armorsá mejor que el Nuncio.
Esto mismo que exclamó Pacheco frotándose las manos, lo pensaba yo. Aquellas ordinarieces, como diría mi paisano el filósofo, me abrían el apetito de par en par. Y aumentaba mi buena disposición de ánimo el encontrarme a cubierto del terrible sol.

Santos Domínguez

25/1/21

Retaguardia roja

 

Fernando del Rey.
Retaguardia roja.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2019.
 
“En el contexto de una Europa convulsa donde la idea democrática liberal retrocedía a marchas forzadas, el golpe de julio de 1936, la guerra y la revolución fueron las circunstancias que enmarcaron las matanzas de la retaguardia republicana, una política de limpieza selectiva que respondió al objetivo de controlar el territorio tras el desafío planteado a la legalidad por la insurrección militar. Sin el golpe -y su derrota parcial- nunca se hubiera producido aquel baño de sangre, que salpicó tanto a los combatientes en los frentes como a la población civil. El golpe fue el acontecimiento decisivo, el hecho que puso todos los relojes a cero. La violencia con la que irrumpieron los golpistas y la que surgió de inmediato en respuesta a ellos se vieron directamente mediatizadas por la marcha de la guerra y las represalias derivadas de la misma, sobre todo en los primeros meses. Cada derrota militar, cada bombardeo, cada matanza generada por los insurgentes tuvieron su réplica en la otra retaguardia. El golpe y el desarrollo de la guerra fueron, por tanto, los factores determinantes de aquella explosión sangrienta a ambos lados de la línea del frente”, escribe Fernando del Rey en el capítulo de Conclusiones que rematan su Retaguardia roja, el ensayo publicado en Galaxia Gutenberg que ha merecido el Premio Nacional de Historia 2020.

La represión en la zona republicana, pese a su considerable intensidad, no ha tenido en la historiografía de la Guerra Civil la atención que se ha dedicado a la que se ejercía en la llamada zona nacional.

En ese sentido, Retaguardia roja representa un intento de entender desde dentro la lógica del terror, similar en los dos bandos en guerra: el caótico estado fallido de una República en ruinas y el estado campamental que se instauró en la zona sublevada. Fernando del Rey lo expone en estas líneas de su Introducción: 
 
Y es que, como ha defendido con valentía muchas veces Santos Juliá a contracorriente de las modas memorialistas, «los militares, con su rebelión, provocaron una guerra civil, pero los crímenes cometidos en territorio de la República no pueden pasarse por alto o despacharse como simples desmanes, actos de incontrolados o cualquier otra excusa por el simple hecho de que, si los militares no se hubieran sublevado, esos crímenes nunca se habrían producido». Una sociedad democrática, a diferencia de una dictadura, «debe cargar con todos los muertos y dar libre curso a todas las memorias, y un Estado democrático, al enfrentar una guerra civil con más muertos en las cunetas que en las trincheras, no puede cultivar una determinada memoria, sino garantizar el derecho a la expresión de todas las memorias». Al fin y al cabo, todos los que sufrieron la violencia asesina fueron víctimas de graves violaciones de derechos humanos. Por eso, un Estado democrático «no puede recordar a unos y olvidar o volver invisibles y excluir a otros, como fue el caso de la dictadura, por la simple razón de que una democracia no es una dictadura vuelta del revés».

El terror en la retaguardia republicana no fue ejercido solamente por elementos incontrolados, sino que tuvo el amparo de organizaciones y partidos de izquierda, porque -subraya Fernando del Rey- “casi nunca se mató por azar y de forma improvisada. En la violencia revolucionaria hubo escasa espontaneidad, muy poco descontrol y sí mucho cálculo racional y premeditación.”

“No va a quedar un fascista ni para un remedio”, le decía a su mujer en una carta de mediados de agosto de 1936 Luis Araquistain, el cerebro gris de Largo Caballero, que reflejaba así un clima de violencia seguramente reactiva y especialmente intensa por eso mismo en los primeros meses de la guerra. 

En la gradación, el objetivo y las características de las masacres llevadas a cabo por milicianos que se consideraban vanguardia de la revolución distingue Fernando del Rey varias fases: desde la violencia caliente de las dos primeras semanas a la represión organizada por los comités revolucionarios, las juntas  y las milicias entre agosto de 1936 y principios de 1937 y de ahí al relativo control posterior de una “limpieza selectiva” por parte de los órganos de justicia de aquel estado en reconstrucción.

En ese despliegue orientado a comprender desde dentro la lógica brutal del terror y la represión, Retaguardia roja representa un potente ejercicio de microhistoria que pone nombres y apellidos a las víctimas y a los verdugos, porque “la naturaleza política de aquella violencia se confirma con el análisis del perfil biográfico de las víctimas. La conversión de los ciudadanos en víctimas se vio mucho más condicionada por la adscripción política que por el origen social o la profesión, aunque esta perspectiva no fuera ni mucho menos irrelevante en un período donde la identidad de clase estuvo muy presente en la vida pública.”

Retaguardia roja fija el objetivo de su enfoque microhistórico en la provincia de Ciudad Real (Puertollano, Tomelloso, Daimiel, Almadén, Arenas de San Juan,Villarrobledo, La Solana, Alcázar de San Juan, Manzanares, Almodóvar del Campo, Membrilla, Almagro...) y se centra en el caso de la brutal matanza que tuvo lugar en Castellar de Santiago, cerca de Valdepeñas, en venganza de unos hechos de 1932; en el Batallón Mancha Roja, que realizó diversas expediciones de castigo por la provincia, o en la figura de Félix Torres, un sádico “señor de la guerra”.

Por eso, entre otras conclusiones, Fernando del Rey sostiene que “la violencia desplegada en aquellos meses decisivos no puede explicarse sólo en virtud de la reacción al golpe de Estado y al desarrollo de la guerra. También pesaron de forma decisiva los presupuestos ideológicos y culturales forjados desde antiguo, así como los mitos movilizadores -el antifascismo y la revolución, en particular- ligados a la política internacional del momento. Por tanto, las raíces de la violencia revolucionaria se hallaron también en el carácter excluyente y radical consustancial a la cultura política de sectores amplios de las izquierdas de entonces. El compromiso de estos sectores con la República parlamentaria -que a priori no compartieron ni anarquistas ni comunistas- fue meramente instrumental y desde el principio le pusieron fecha de caducidad. [...] En sus distintas versiones -socialista, comunista, anarquista y republicana intransigente-, el discurso revolucionario alentó la liquidación, simbólica pero también física, de los grupos sociales condenados por la historia.”

Santos Domínguez

22/1/21

Ítaca y otros poemas

 
Constantino Cavafis.
Ítaca y otros poemas.
Versión española y prólogo
de Luis Alberto de Cuenca.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.

Cuando de madrugada escuches voces
y música y cortejos invisibles
que celebran la vida entre las sombras,
no vayas a quejarte por tu suerte,
ni te refugies en tu desengaño,
ni llores por la suerte que te espera.
Lo ha dispuesto el destino: como un bravo,
saluda a Alejandría que se aleja.
No sueñas, ni te engañan los oídos:
a tan vana ilusión no te rebajes.
Lo ha dispuesto el destino: como un bravo,
como quien digno es de tal ciudad,
asómate, valiente, a la ventana,
y escucha emocionado, sin quejarte
con lamentos cobardes, y por última
vez goza con la música y las voces
que escuchas, y despide a Alejandría.
Despídete de ella para siempre.

Esa es la versión de El dios abandona a Antonio que Luis Alberto de Cuenca publica en Ítaca y otros poemas de Constantino Cavafis, que edita Reino de Cordelia en un volumen que reúne veinte de sus poemas más representativos ilustrados por diferentes artistas plásticos como Durero, Flaxman, Turner o Alma-Taderna.

Escrito con el tono de voz inconfundible de Cavafis, un tono del que Auden decía que no puede ser descrito, sólo imitado o parodiado, con una voz que no envejece, ese texto memorable podría ser la cifra de una poesía que intenta retener por un momento el brillo de lo efímero desde la memoria de las pérdidas.

El dios abandona a Antonio es un poema que ha deslumbrado a generaciones de lectores, a Cernuda (“me parece una de las cosas más definitivamente hermosas de que tenga noticia en la poesía de este tiempo”), a Gil de Biedma o a Leonard Cohen, que se inspiró en este poema memorable para escribir una de sus canciones más prodigiosas, Alexandra Leaving.

Lo contaba Plutarco en sus Vidas paralelas: Antonio supo una noche en Alejandría que el dios familiar le había abandonado a su suerte ante Octavio. Sobre ese momento, que va más allá de la anécdota histórica y se convierte en metáfora del hombre que asume con valentía conmovida su destino mortal, Cavafis escribió en 1911 uno de los grandes poemas del siglo XX.

Fue el primer poema de Cavafis que se tradujo al inglés, y E. M. Forster, que evocó al poeta por las calles de Alejandría, utilizó sus versos en 1922 como centro de un magnífico libro sobre la ciudad: Alexandria: A History and Guide.

En esos versos se pueden resumir las claves fundamentales de la poesía de Cavafis: Alejandría, la ciudad helenística, "la capital del recuerdo" -como la definió Forster-, portuaria, decadente y cosmopolita en la que nació y murió el poeta el mismo día del mismo mes, el 29 de abril (1863-1933).

Y en torno a ese eje espacial, a esa ciudad en la que se cruzan el pasado y el presente y la historia antigua con el destino personal, crece una poesía elegiaca en la que la historia es una metáfora del presente, un ingrediente fundamental de una escritura iluminada muchas veces por la tenue luz melancólica de una vela temblorosa.

Con estas traducciones, de poeta a poeta, Luis Alberto de Cuenca salda “la deuda que contraje hace más de cincuenta años con la formidable poesía de Cavafis, el poeta neohelénico que más influencia ha ejercido en las letras universales (y en mí, enésima parte de ese amplísimo epígrafe)”. Se recupera en esta antología breve “la ya publicada traducción de Esperando a los bárbaros, repescada para la ocasión”, para rendir “el tributo debido a la memoria de uno de los grandes, de los mayores, de los máximos poetas contemporáneos.”

-¿A qué esperamos todos, reunidos en el foro?

Es que hoy llegan los bárbaros.

-¿Por qué nadie trabaja en el Senado? ¿Qué hacen
sin legislar, sentados, los senadores?

Es que hoy llegan los bárbaros
y no vale la pena dictar leyes:
que las dicten los bárbaros.


Cavafis decía: “soy un historiador-poeta” y con frecuencia un personaje de la antigüedad -Juliano el Apóstata, Nerón, Antíoco, Herodes Ático, César- o el recuerdo de un episodio histórico le sirven para hablar sin patetismo del viaje, la soledad, la destrucción del tiempo o de su homosexualidad, para asumir con dignidad su destino en unos poemas crepusculares que dejaron una honda huella en el último Cernuda y en Gil de Biedma y, a través de ellos, en la poesía española contemporánea. 

En aquella Alejandría en la que convivían tres culturas: la griega, la egipcia y la británica, Cavafis escribió casi toda su obra en griego, pero marcó de forma decisiva la literatura anglosajona, de Durrell a Eliot, de Forster a Auden, que escribió sobre él estas palabras:

“¿Qué es entonces lo que, en los poemas de Cavafis, sobrevive a la traducción y es capaz de emocionar? Algo que sólo puedo llamar, aunque de forma insuficiente, un tono de voz, una forma personal de hablar. He leído numerosas traducciones de Cavafis, muy distintas entre sí, y puedo asegurar que todas ellas son inmediatamente reconocibles como un poema de Cavafis; nadie más podría haber escrito poemas como esos.”

Pocos poetas tendrán tantos textos recordables y tan intensos como Ítaca (“Que Ítaca esté siempre en tu memoria./ Llegar allí es tu meta. Pero no / te des prisa en tu viaje.”), otro poema de 1911, como Idus de marzo (“Guárdate de la gloria, alma mía.”) o La ciudad, de 1910, el que Cavafis prefería de entre los suyos, que se cerraba con unos versos desolados, que suenan así en la versión de Luis Alberto de Cuenca:

No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad viajará contigo siempre.
Volverás a sus calles, y en los mismos
lugares que habitaste llegará
tu vejez. En la casa en que viviste
se teñirán de nieve tus cabellos.
Solo hay una ciudad, siempre la misma.
No busques otra fuera: no la hay.
Ni caminos, ni barcos que te lleven
a ella, pues la vida que perdiste
aquí la has arruinado en todas partes.
 
Santos Domínguez

 

20/1/21

Angelina Gatell. Poema del soldado

 
 Angelina Gatell.
Poema del soldado.
Lectura de Sandra Santana.
Bartleby Editores. Madrid, 2020.

Como ha venido haciendo con otras obras de la autora, Bartleby recupera Poema del soldado, con el que Angelina Gatell (Barcelona, 1926- Madrid, 2017) obtuvo el Premio Valencia de Poesía en 1954.
 
Era el primer libro de una autora desconocida, cuya “voz, modesta e inmadura brilló un momento en el aire turbio y enrarecido de su mundo provinciano”, como señala ella misma en la introducción -Mi vida ha cambiado, mi poesía ha cambiado - que escribió en 2010 para la reedición de esta obra.

Los trece poemas del libro, escritos a finales de los 40 y principios de los 50, reflejan la experiencia traumática reciente de la guerra civil y expresan la memoria del horror vivido de cerca. Entre la Dedicatoria que abre el conjunto y el Epitafio que lo remata, los once poemas vertebrales que constituyen propiamente el Poema del soldado están puestos en boca de una voz poética que es la del sencillo campesino Miguel, que pregunta a Dios ante la muerte y la guerra en el vacío del silencio:

Es la guerra, dijeron
y entonaron sus himnos.

Los vi perderse lejos, ajenos ya, remotos.
Sus manos en mis hombros
como garfios terribles
dejaron la consigna de la sangre.
Y me dieron, Señor, este hierro que empuño.


Planteados como una contenida imprecación a la divinidad callada y ausente ante la tragedia de la guerra, estos poemas exploran desde su desasosiego religioso la relación entre la angustia de la poesía existencial y la protesta de la futura poesía social.

Una conexión que fue característica de la poesía desarraigada y que se fue perfilando en poetas como Blas de Otero y su ángel cada vez más fieramente humano. Versos como estos lo anticipan:

Que ya basta, Señor. Caiga tu mano,
sus terribles azufres,
la implacable columna de tu fuego,
destruye la injusticia del hombre contra el hombre
y edifica piadoso
-dicen, Señor, que Tú puedes hacerlo-,
aquella paz hermosa que perdimos.


Así lo resume Angelina Gatell en la introducción, escrita sesenta años después que el libro: “Mi poema quiso ser una contestación, y una petición de cuentas, digamos, desde la voz más humilde de una de las criaturas más humildes, al Dios que, inexplicablemente permisivo, había consentido el horror.”

Editado en la serie Lecturas21, lo cierra un epílogo en el que Sandra Santana afirma que “Poema del soldado emerge hoy como un libro testigo del silencio, de ese silencio que, como se ha repetido muchas veces, es también exilio sin necesidad de abandonar el lugar que uno aprendió a considerar como su origen. La poesía se muestra como el antídoto capaz de devolver al lenguaje el sentido perdido porque las antiguas palabras, pronunciadas entonces, durante los años de la dictadura, entre tanto silencio, entre tantas cosas que no podían expresarse con claridad, ya no podían significar lo mismo. Poema del soldado no es un poema político, no es un poema social, es sencillamente el poema proyectado por una mirada que se ha enfrentado a la estúpida muerte de la guerra y se ha prometido no olvidar.”

Así lo reflejan versos como estos:

Yo no entiendo sus cantos.
Yo no sé por qué luchan.
Yo no siento en mis venas la inclemente llamada
del horror circulando.

Pero sé que nos queda muy abierta la herida,
muy cansada la tierra;
que el silencio reemplaza la canción de otros días;
que los campos se cubren de ceniza y salitre,
que ni el trigo ni el hombre,
ni la rosa ni el árbol volverá a ser lo mismo.

 
 Santos Domínguez


18/1/21

Augurios de inocencia de William Blake

 


William Blake.
Augurios de inocencia.
Edición bilingüe de Fernando Castanedo.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2020.


Es una de las veintidós páginas autógrafas de William Blake del conocido como Manuscrito Pickering, once hojas de apretada caligrafía en las que se suceden sin solución de continuidad diez textos.

Esta página en concreto recoge el final de El monje cano y el comienzo del texto titulado Augurios de Inocencia, que reproducimos en la traducción de Fernando Castanedo:

El ver un mundo en un grano de arena
y un cielo en la florecilla del campo
sostener lo infinito en la palma de la mano
y poseer lo eterno en una hora apenas
El petirrojo enjaulado
pone al cielo enrabietado.
El palomar lleno de palomas y pichones
estremece el infierno por todas sus regiones
El perro hambriento en el umbral de su amo
predice la destrucción del Estado.

Y ese texto de ciento treinta y dos líneas de aforismos en pareados es el que da título al volumen en el que Cátedra Letras Universales edita el Manuscrito Pickering, donde William Blake (1757-1827) reunió en 1803 o 1805 diez de sus más conocidos poemas, que no se publicaron hasta 1866, casi cuarenta años después de su muerte, cuando lo adquirió BM Pickering.

Conviven en él lo infinito y lo finito, lo efímero y lo eterno, la inocencia y la crueldad bajo la mirada de un poeta visionario y profético que transfigura la realidad en este y en los otros textos del volumen, cercanos en tono, ritmo, temática y temperatura emocional a las Canciones de inocencia y experiencia.

William Blake es uno de los poetas más enigmáticos y asombrosos de la tradición occidental. Inclasificable e irrepetible, su intensa poesía fue una isla deslumbrante en el racionalismo del siglo XVIII, una profecía del irracionalismo romántico y de la actitud visionaria del superrealismo.

Grabador y poeta, místico y pintor, visionario y filósofo, excéntrico y astuto, Blake fue un artista total que fundió la palabra y la imagen en una doble actividad que nunca concibió por separado y que dio lugar a libros tan desasosegantes como El matrimonio del cielo y del infierno o los Cantos de experiencia y de inocencia.

Aquel poeta iconoclasta y profético, en cuyos versos conviven en raro equilibrio las luces y las sombras, fundó una cosmogonía prometeica propia sobre el hombre anterior a la caída en los Cantos de inocencia y sobre el conocimiento del dolor en los Cantos de experiencia, creó una obra de enorme potencia imaginativa, murió cantando y dejó una huella importante en Yeats o en el Graves de La diosa blanca, en Cirlot, en Borges o en el Neruda más visionario de Residencia en la tierra.

Un artista complejo y total en cuya obra poética y gráfica conviven lo oscuro y lo deslumbrante, la inspiración y el caos, lo disparatado y lo convencional, en el raro equilibrio de lucidez y locura que recorre sus textos. La potencia visionaria, el irracionalismo sensorial y la ambición verbal de la obra de William Blake son los eslabones que conectan la actitud pasional del Romanticismo con la intelectualización simbolista.

La estupenda edición anotada y bilingüe que ha preparado y traducido Fernando Castanedo incluye una reproducción facsímil del manuscrito autógrafo y se abre con un amplio estudio introductorio en el que el responsable de la edición señala que “los poemas que William Blake reunió en el manuscrito que se publica en este volumen constituyen sin duda el mejor resumen posible de su producción literaria.”

Santos Domínguez


15/1/21

Sylvia Plath. Ariel


Sylvia Plath.
Ariel.
Ilustraciones de Sara Morante.
Traducción de Jordi Doce.
Nórdicalibros. Madrid, 2020.
 

Conozco el fondo, dice. Lo conozco con mi gran raíz primaria: 

es lo que temes. 

No lo temo: he estado ahí. 


¿Es el mar lo que oyes en mí, 

sus insatisfacciones?

¿O la voz de nada, que era tu locura?


El amor es una sombra. 

Cómo mientes y lloras a su paso… 

Escucha, estos son sus cascos: se ha marchado, como un caballo. 


Toda la noche la pasaré así, galopando impetuosamente 

hasta que tu cabeza se vuelva piedra, tu almohada un pequeño césped, 

sonando, resonando...


Así comienza Olmo, uno de los poemas imprescindibles de Ariel, de Sylvia Plath, que publica Nórdica con una nueva traducción de Jordi Doce, que se suma a las anteriores de Ramón Buenaventura y de Xoán Abeleira, e ilustraciones de Sara Morante.

Fue su segundo y último libro, un póstumo con cuarenta poemas publicados en 1965 con un enorme éxito por Ted Hughes, de quien se había separado y que se ocupó de editar su poesía tras el suicidio de su exmujer en febrero de 1963.

Hughes tuvo una más que discutible intervención en el libro, porque eliminó quince poemas y añadió otros doce que no estaban en el manuscrito que dejó Sylvia Plath, lo que explica la publicación de una versión restaurada de la obra en 2004 a cargo de su hija.

Muchos de los textos que Hughes incorporó al libro los había escrito Sylvia Plath durante las últimas semanas de su vida y son probablemente su cumbre poética. Desde la Albada inicial, que arranca significativamente con "El amor" hasta el que cierra el conjunto, Palabras, que termina con la palabra "vida", los poemas de Ariel resumen un itinerario personal hacia el renacimiento vital, un viaje hacia la primavera que se inicia antes de la ruptura del matrimonio hasta una nueva vida, con todas las luchas y las furias de ese trayecto emocional.

Esa realidad conflictiva está en la raíz de muchos de sus poemas, resueltos con una mezcla de alucinación y realidad, de sueño y de vigilia, de angustias y obsesiones, de odios y afectos, de fragilidad y dureza, de venganza y desolación, de impulsos liberadores y tendencias autodestructivas, como en Ariel, el poema que da título al libro.

A esas contradicciones de la nueva vida y la muerte se refería Sylvia Plath en Edge (Filo), el último poema que escribió. Lo dejó fechado el 5 de febrero de 1963, seis días antes de meter -en el límite definitivo- la cabeza en el horno y abrir la llave del gas antes de que amaneciera aquel 11 de febrero.

A ese poema pertenecen estos versos. Son su principio y su final:

La mujer ha alcanzado la perfección.
Su cuerpo

muerto muestra la sonrisa de la realización;
la imagen de una necesidad griega

fluye por los pies de su toga,
sus pies

desnudos parecen estar diciendo:
hasta aquí hemos llegado, se acabó.

 
[...]
 
La luna no tiene de qué entristecerse,
mirando fijamente desde su capucha de hueso.

Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crujen y se arrastran.


Marcada por la fractura de la infancia que supuso la muerte de su padre y por la separación de Ted Hughes, murió con treinta años y con una madurez creativa sorprendente para su edad. Y aunque había llegado al límite de su resistencia, estaba lejos de llegar al límite de sus posibilidades poéticas.

La poesía de Sylvia Plath, que alcanza en Ariel su cima expresiva y su mayor intensidad emocional con poemas deslumbrantes,  es una conversación entre las ruinas que está atravesada por el tema de la muerte y por la afirmación de la propia identidad. Confesional y visionaria a la vez, transciende su propia experiencia biográfica para ir más allá de la anécdota personal y dar carácter universal a lo que escribe, a su poesía interrogativa y desolada frente a un paisaje sombrío y amenazador, como el del magnífico e inquietante La luna y el tejo, que termina así:

Nada de esto ve la luna. Es calva y salvaje.
Y el mensaje del tejo es negrura: negror y silencio.

Más allá de su mero valor confesional, estos textos adquieren una transcendencia que está por encima de las limitaciones temporales, geográficas o individuales para conectar con el lector en un lugar del sentimiento, de la inteligencia o de la vida. En un lugar hondo y secreto, como estos poemas en los que se desnudó una persona que de alguna oscura manera revive en carne propia la figura dramática y atormentada de Medea, como advirtió Robert Lowell en el prefacio a la primera edición de este Ariel, el libro en el que Sylvia Plath “se vuelve ella misma, se convierte en algo creado con imaginación, novedad, desenfado y sutileza –ya no una persona, o una mujer, ciertamente no una ‘poetisa’, sino una de esas grandes heroínas clásicas, súper real e hipnótica.”

Santos Domínguez


13/1/21

Michael Cunningham. Las horas


Michel Cunningham.
Las horas.
Traducción del inglés de Jaime Zulaika.
Tusquets. Barcelona, 2020.

La señora Dalloway

Todavía hay que comprar las flores. Clarissa finge exasperación (aunque adora hacer recados así), deja a Sally limpiando el cuarto de baño y sale corriendo, prome tiendo que volverá dentro de media hora.
Estamos en la ciudad de Nueva York. Estamos a finales del siglo XX.
La puerta del vestíbulo se abre a una mañana de junio tan hermosa y limpia que Clarissa hace un alto en el umbral como lo haría en el borde de una piscina, y contempla el agua turquesa que lame los azulejos, las líquidas redecillas de sol que oscilan en las profundidades azules. Como si estuviera al borde de una piscina, posterga un momento la zambullida, la rápida membrana del escalofrío, el puro sobresalto de la inmersión. Nueva York, con su bullicio y su decrepitud severa y parda, su declive insondable, produce siempre unas pocas mañanas de verano como esta; mañanas invadidas en todas partes por una afirmación de vida tan resuelta que casi parece cómica, como un personaje de dibujos animados que sufre atroces castigos sin fin y siempre sale ileso, intacto, dispuesto a sufrir más. Este junio, de nuevo, han brotado unas hojitas perfectas de los árboles que flanquean la calle Diez Oeste y que crecen en los cuadrados de tierra de la acera llenos de caca de perro y de desechos. De nuevo, en el tiesto del alféizar de la anciana que vive en la casa de al lado, lleno como siempre de mustios geranios rojos de plástico insertados en la tierra, ha brotado un pícaro diente de león.
Qué emoción, qué conmoción estar viva una mañana de junio, próspero, casi un escandaloso privilegio, y con un solo recado que hacer. Ella, Clarissa Vaughan, una persona corriente (a su edad, ¿para qué molestarse en negarlo?), tiene que comprar flores y dar una fiesta.


Así comienza el primer capítulo de Las horas, la novela en la que Michel Cunningham visita el universo literario de Virginia Woolf, de cuyo diario es la nota del 30 de agosto de 1923 que figura al frente del libro. Alude allí a Las horas -se refiere a lo que acabará siendo La señora Dalloway- como título de la obra que está escribiendo.

Y ese es el título elegido por Michel Cunningham para su novela, que Tusquets recupera ahora en español con la traducción del inglés de Jaime Zulaika.

Las horas, que se inicia con un prólogo-obertura que evoca el día de 1941 en que Virginia Woolf decide suicidarse en el río Ouse, se sostiene sobre el relato de un día en la vida de sus tres protagonistas femeninos, la señora Dalloway, la señora Woolf, la señora Brown:

Clarissa Vaughan, editora de 51 años, a la que se identifica en el libro con su homónima Clarissa Dalloway, que compra flores una mañana de junio -como la señora Dalloway al principio de la novela de Virginia Woolf- en el Nueva York de los noventa para la fiesta que ha organizado en honor de su antiguo amante Richard Brown, poeta enfermo de sida, que vive solo y aislado y la llama Señora Dalloway.

Virginia Woolf en Londres, una mañana de 1923 en la que empieza a elaborar la que sería una de sus mejores novelas, La señora Dalloway. Esa mañana escribe la primera línea: “La Señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.” También para una fiesta.

Esa primera línea la lee al inicio del capítulo siguiente Laura Brown, una joven ama de casa que veinticinco años después, en 1949, en Los Ángeles, prepara una tarta mientras piensa en la novela de Virginia Woolf y en la literatura y la imaginación como instrumentos para huir de una realidad mediocre. Es la madre de Richard Brown, con lo que se conecta su historia con la de la señora Dalloway y con la de Virginia Woolf, las otras dos protagonistas femeninas de Las horas.

En torno a esas tres mujeres se suceden en una elaborada estructura alternante los capítulos de Las horas, una demostración de inteligencia narrativa y delicadeza que se publicó en 1998 y ganó el Pulitzer a la mejor novela unos años antes de su espléndida adaptación al cine en una película protagonizada por Meryl Streep, Nicole Kidman y Julianne Moore.

El lector que conozca la obra de Virginia Woolf reconocerá con facilidad abundantes paralelismos y guiños, homenajes a situaciones y personajes que evocan a los de La señora Dalloway: aparte del nombre compartido por Clarissa Vaughan y Clarissa Dalloway, la mañana del mes de junio como referencia temporal común, el transcurso de un día que resume las vidas de los tres personajes, como ocurría en la novela de Virginia Woolf, el uso de la técnica narrativa de la corriente de conciencia, en la que se mezclan las perspectivas de los personajes, el pasado y el presente, la conciencia y la memoria para definir el perfil existencial de las tres mujeres que protagonizan la novela.

Y además una serie de temas que recorren la novela y remiten a su modelo: la libertad y la muerte, el amor y la enfermedad, el suicidio y la literatura, la lucha contra la insatisfacción, los miedos y la locura, la familia y la  extrañeza ante el otro: Leonard Woolf, Dan y Richard Brown. O elementos más circunstanciales, como las flores, los espejos o los besos de mujer a mujer -entre Virginia y su hermana Vanessa, entre Laura y su vecina Kitty, o entre Clarissa y su amante Sally. Como en la novela de Virginia Woolf.

Santos Domínguez

11/1/21

Francisco Ayala. Recuerdos y olvidos

 
 Francisco Ayala.
Recuerdos y olvidos.
El libro de bolsillo.
Alianza Editorial. Madrid, 2020
 
 
El 30 de enero de 2005 está fechado el texto que cierra el último capítulo de Recuerdos y olvidos, las memorias que Francisco Ayala (1906-2009) revisó y aumentó al borde de su centenario. Ese texto reproduce la conferencia que dictó en la Biblioteca Nacional a finales del año anterior con el mismo título -De vuelta en casa- que el de la cuarta parte de la edición definitiva del libro, que se abría con un Prólogo a la edición de 2006 en el que Ayala escribía estas líneas:

Nunca pensé que, al borde de cumplir los cien años de mi vida, iba a tener la oportunidad, ni tampoco los ánimos, para redactar un prólogo a una nueva edición de este libro que reúne los Recuerdos y olvidos de quien ha consagrado todos sus esfuerzos a la tarea literaria, poniendo en ella las capacidades, mayores o menores, con que la naturaleza pudo dotarle. Como todos mis escritos, este libro ha respondido a los impulsos que durante las etapas de tan larga existencia fueron inspirándole las circunstancias del momento, siempre diversas, azarosas y algunas veces angustiosamente comprometidas. [...] La presente obra respondió desde el comienzo, y de un modo espontáneo, al deseo de expresar, casi sin tener en cuenta ninguna otra cosa, mi relación con el mundo en torno.

Estos Recuerdos y olvidos (1906-2006), cuya versión definitiva acaba de reeditar Alianza Editorial en El libro de bolsillo, van mucho más allá de la simple autobiografía y contienen la conciencia lúcida y crítica de un siglo conflictivo a través de la mirada del narrador protagonista que integra en su perspectiva realidad y ficción, imaginación y memoria.

Una mirada aguda al siglo XX, a las vanguardias y el 27, a la República y la guerra civil, al exilio y al regreso. De la Granada de Lorca al Madrid de la Universidad y la Residencia de Estudiantes, de Berlín a tertulias como la de Ortega, de revistas como la de Occidente a los desastres de la guerra, al Buenos Aires efervescente de los intelectuales exiliados, a Puerto Rico y a Nueva York.

Organizadas en cuatro apartados (Del paraíso al destierro, El exilio, Retornos y De vuelta en casa), las páginas de estas memorias reflejan un siglo que vio pasar a Ayala del paraíso granadino de la infancia a la experiencia del destierro a través del brillante Madrid republicano; el duradero exilio bonaerense que dejó huellas imborrables en su vida y su acento porteño; los retornos profesorales desde Estados Unidos y los recuerdos que se intensifican a su regreso a España.

Conviven en estas páginas, escritas a lo largo de tres décadas, todas las facetas de Ayala: el escritor y el profesor, el novelista y el sociólogo, el crítico lúcido y el memorialista poco o nada autocomplaciente consigo mismo.

Coexisten también aquí la memoria y la reflexión, la realidad y la ficción a lo largo de cientos de páginas en las que un Ayala cercano conversa con el lector sobre el 27, el Berlín del nazismo, la España de la República, el exilio en Buenos Aires o la ciudad de Nueva York, sobre la creación artística, su relación con la realidad y su exigencia ética.

Y junto con las rememoraciones de hechos, decenas de retratos de personas que hacen imprescindible el índice onomástico que cierra el volumen y resumen una constelación que delimita el mundo personal, literario y ético de Francisco Ayala. Una constelación con astros mayores como Borges y Cervantes, Ortega y Unamuno, Valle-Inclán y Victoria Ocampo, Juan Ramón Jiménez y Pérez de Ayala, Azaña y García Lorca, Max Aub y Eduardo Mallea, Gonzalo Losada y Enrique Díez-Canedo.

Está en estas memorias inevitablemente el mejor talante literario de Ayala, a la altura de sus mejores novelas y sus relatos más imprescindibles, de Muertes de perro a El fondo del vaso, de La cabeza del cordero a Historia de macacos o El jardín de las delicias, que se están reeditando ahora también en la Biblioteca Francisco Ayala de El libro de bolsillo de Alianza Editorial, con motivo del décimo aniversario de su muerte.

Un Ayala directo y completo, que con intenso pulso narrativo hace un riguroso examen de conciencia en estos Recuerdos y olvidos que resumen su memoria, su vida y su literatura, en una peculiar encrucijada de la que era muy consciente en la Introducción a su primer capítulo, Del paraíso al destierro:
 
La biografía de un escritor son sus escritos mismos. En ellos se encierra el sentido de su existencia; y si la noticia de tales o cuales pormenores anecdóticos sirve para algo, será acaso para ayudar a interpretarlos.
Claro que el problema de toda biografía radica precisamente en esto: en la conexión entre los hechos externos, objetivamente comprobables, y el sentido íntimo de la vida individual, que aun para el propio sujeto que la vive está muy lejos de ser transparente (antes al contrario, suele aparecérsele envuelto en angustiosas ambigüedades y dar lugar a perplejidades muy turbadoras). Recuerdo que Moreno Villa tituló la suya Vida en claro, y como título, no hay duda acerca de su acierto; pero, ¿puede estar en claro la vida de nadie, ni siquiera ante los ojos del poeta que, apelando a la memoria, se pone a evocar su pasado? Por lo pronto, la memoria configura siempre ese pasado en modo selectivo, descartando (es decir, olvidando) muchas cosas que pueden ser significativas y que, por serlo –justamente porque lo son, aunque tal vez de una manera dolorosa–, quedan arrumbadas en sus últimos desvanes, mientras que con tenacidad se aferra a otras, significativas también, por supuesto, a las que, en cambio, confiere un valor positivo, y las ilumina, y las destaca con énfasis. Esto, sin embargo, quizá no sea tan malo, ni deba lamentarse como mera falsificación. Puede valer como un esfuerzo cumplido desde instancias subconscientes por conferir a las experiencias pretéritas una estructura acorde con el sentido profundo de la vida personal; y si la operación se cumple en las oficinas más recónditas de la conciencia, habrá que concederle el beneficio de un presunto esencial acierto.


La memoria de un siglo agitado y complejo en un apretado volumen que remata el epílogo -La Biblioteca Francisco Ayala de Alianza Editorial: Un universo literario-, donde Carolyn Richmond destaca que “las sucesivas ediciones de Recuerdos y olvidos publicadas por Alianza Editorial [ofrecen] por una parte un reflejo, ya no ficticio sino autobiográfico, del proceso creador tantas veces recreado por el Ayala narrador en sus obras de invención; y por otra, una expresión poética-real del acto de escribir como reflejo de la vida humana.”
 
Santos Domínguez


8/1/21

Antonio Machado. Yo voy soñando caminos


Antonio Machado.
Yo voy soñando caminos.
Ilustraciones de Leticia Ruifernández. 
Selección, introducción y notas de
Antonio Rodríguez Almodóvar.
Epílogo de Julio Llamazares.
Nørdicalibros. Madrid, 2020.
 

Esta luz de Sevilla... Es el palacio
donde nací, con su rumor de fuente.
Mi padre, en su despacho.—La alta frente,
la breve mosca, y el bigote lacio—.

Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea
sus libros y medita. Se levanta;
va hacia la puerta del jardín. Pasea.
A veces habla solo, a veces canta.

Sus grandes ojos de mirar inquieto
ahora vagar parecen, sin objeto
donde puedan posar, en el vacío.

Ya escapan de su ayer a su mañana;
ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,
piadosamente mi cabeza cana.


Con ese magnífico soneto de Nuevas Canciones se cierra Yo voy soñando caminos, la antología de Antonio Machado que publica Nørdicalibros ilustrada con cuarenta acuarelas de Leticia Ruifernández.
 
La ha  preparado Antonio Rodríguez Almodóvar, que  termina su introducción con estas palabras:
 
“¿Por qué Yo voy soñando caminos?
El título elegido para esta antología ilustrada, que sigue la ruta vital del poeta (Sevilla, Madrid, Soria, Baeza, Segovia, otra vez Madrid, Valencia, Collioure) se debe precisamente a esta última reflexión. Esa doble luz de sus versos está indicando que el camino es una forma doble del pensamiento, como algo que se descubre al andar y otro algo que se sueña. Solo así podría abordarse qué quiere decir este otro fundamental aforismo machadiano:

Entre el vivir y el soñar
hay una tercera cosa:
adivínala.”


Quizá en ningún poeta español del siglo XX se fundan de manera tan inseparable vida y poesía, biografía y literatura como en Antonio Machado. Hay siempre en sus versos una reunión ejemplar de vida y obra, un equilibrio entre ética y estética que justifica el calificativo de maestro reconocido por las generaciones posteriores.

El proceso evolutivo que hay en Machado desde una nostalgia ensimismada y solitaria hasta el encuentro con los demás y consigo mismo a través del otro se concreta en “una poética del tú y del diálogo en urgente necesidad del otro, frente a la poética solipsista de la tradición española”, en palabras de Rodríguez Almodóvar.

Ese viaje desde la melancolía al compromiso, desde el límite de la propia identidad en la contemplación de las opacas galerías del alma a la alternativa de los complementarios Juan de Mairena y Abel Martín, desde el interior de sí mismo hasta el reconocimiento en el paisaje orienta la evolución machadiana desde el modernismo intimista, depurado por la influencia de Bécquer, de Soledades, al Juan de Mairena y Los complementarios, con la decisiva estación intermedia de las dos ediciones de Campos de Castilla.

Las espléndidas acuarelas de Leticia Ruifernández son un admirable complemento plástico a esta antología por la que transitan los recuerdos autobiográficos y familiares, el sentimiento del tiempo -“palabra en el tiempo” era la poesía para Machado-, el sueño y el camino -dos elementos fundamentales en su poesía, de Soledades a Nuevas Canciones- y los paisajes que evocan estas imágenes: Soria y Baeza, Segovia y Collioure, el Duero y el Guadarrama, las serrezuelas calvas, las llanuras bélicas y los páramos de asceta, los álamos castellanos junto al río y los olivares andaluces

Cierra el libro un epílogo en el que Julio Llamazares escribe: “Por mi devoción por Antonio Machado y su obra he visitado todos los sitios en que vivió y en todos he sentido la misma emoción, que es la que trasmiten sus versos, lo que habla de su capacidad poética. Volver a sentirla viendo las acuarelas de Leticia Ruifernández indica hasta qué punto la ilustradora ha captado la esencia de Machado en sus territorios y su capacidad para trasmitirla al lector del libro, más que lector contemplador como Machado lo fue del mundo en el que le tocó vivir. En la introducción de Antonio Rodríguez Almodóvar y en el apunte biográfico final se relacionan todos o casi todos: Sevilla, Madrid, Soria, Baeza, Segovia, Valencia, Barcelona y Rocafort (estos tres en mitad de la guerra civil) y Colliure, en Francia, donde murió. Un itinerario que es ya un peregrinaje poético para sus admiradores.”

Santos Domínguez

 

6/1/21

Camino a Macondo

 
 Gabriel García Márquez.
Camino a Macondo. 
Ficciones 1950-1966.
Literatura Random House. Barcelona, 2020.

García Márquez lo contó muchas veces. Tuvo la historia de Cien años de soledad en la cabeza muchos años antes de encontrar el tono adecuado para contarla.

Camino a Macondo, el magnífico volumen ilustrado por Pep Carrió que publica Literatura Random House permite al lector recorrer ese itinerario de maduración con una espléndida antología subtitulada Ficciones 1950-1966, que reúne los relatos y novelas cortas de García Márquez ambientados en Macondo y anteriores a Cien años de soledad.

En el prólogo escribe Alma Guillermoprieto: “Los fantasmas se exorcizan escribiendo, y los textos que siguen son precisamente eso: la ofrenda al pasado de un talentoso joven que, como tantos otros aspirantes a escritor, se la había pasado buscando temas extravagantes para relatos únicos y geniales que en realidad resultaron incoherentes o frívolos. A partir del viaje al origen, no necesita seguir buscando. Muchos años después, se habría de acordar del momento en que, ante la pérdida, lo rescató la mirada distanciadora que lo transformó en escritor. «Nada había cambiado, pero sentí que en realidad no estaba mirando el pueblo, sino sintiéndolo como si fuera una lectura… y lo único que tenía que hacer era sentarme y transcribir lo que ya estaba ahí». Casi recién bajado del tren, corre a su escritorio de las oficinas de El Heraldo, periódico de Barranquilla del que ya era periodista estrella, y borronea las primeras páginas de La hojarasca. A la mañana siguiente, un colega y amigo encuentra a García Márquez tecleando furiosamente todavía; «Estoy escribiendo la novela de mi vida», le anuncia al amigo. En el camino a terminarla va publicando trechos del texto aquí y allá; textos que fueron recuperados para esta colección. Aparece en ellos un cura anciano y buena gente que ve fantasmas; otro, más joven y también buena gente, que hace de mediador en pleitos que son el rescoldo de la violencia partidaria que llenó el pueblo de muertos. En un relato una mujer presencia, alucinada, una lluvia torrencial que dura tres días. De un cuento a otro van apareciendo distintos personajes con nombres que nos hacen saltar como si nos encontráramos de improviso con algún viejo amigo en la estación del tren; hay Nicanores, Rebecas, Remedios, Cotes, Moscotes, Buendías. Se trata, en realidad, de diferentes historias sueltas sobre un mismo poblado, en el que en la peluquería siempre colgará un letrero que dice «Prohibido hablar de política» y al alcalde siempre le dolerá una muela. Es un pueblo que todavía carece de nombre, pero en algunos relatos se hace referencia a otro, que está sobre la misma vía del tren: Macondo.”

Desde los primeros textos -entre los que destacan La casa de los Buendía y otros cuatro tempranos relatos breves que subtituló, como ese, Apuntes para una novela, el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo o Un día después del sábado- hasta La mala hora, se recogen en este volumen sobre la creación del ciclo de Macondo tres novelas cortas -La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba y la ya citada La mala hora- y un libro de cuentos, Los funerales de la Mamá Grande, con relatos tan imprescindibles como La siesta del martes, La viuda de Montiel o el que cerraba el conjunto y le daba título.

Todas esas ficciones son eslabones fundamentales en la construcción del universo mítico que culminará en 1967 en Cien años de soledad. Fue un largo proceso que duró casi dos décadas y del que estos magníficos relatos dan un imborrable testimonio.

En junio de 1950 había publicado García Márquez en la revista Crónica La casa de los Buendía, con el subtítulo Apuntes para una novela, el mismo que llevan La hija del coronel, El hijo del coronel y El regreso de Meme, que publicaría poco después en la misma revista en ese mismo año. Ya en ese primer texto aparece la figura del coronel Aureliano Buendía, derrotado en una de las muchas guerras civiles que perdió. Parte de estos incipientes materiales narrativos se integrarían en La hojarasca, su primera novela corta, que apareció en 1955.

Faltaban aún más de diez años  para la publicación de Cien años de soledad, pero poco a poco García Márquez estaba perfilando un mundo narrativo inconfundible que asoma con fuerza en el Monólogo Isabel viendo llover en Macondo y En un día después del sábado, un relato de 1954 que aparecería años después en Los funerales de la Mamá Grande. Están ya en ese cuento Aureliano Buendía y su hermano José Arcadio, el ametrallamiento de los trabajadores del banano y una atmósfera que anticipa la de Cien años de soledad.

En La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba García Márquez fue delimitando los contornos de ese universo literario y fijando las líneas maestras que sostienen el edificio narrativo de su novela mayor.

Finalmente, en los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande, “soberana absoluta del reino de Macondo” y en la novela corta La mala hora -la inquietante novela de los pasquines, la soledad y el Padre Ángel- están las semillas de diversos episodios y personajes que tendrían un desarrollo mayor en Cien años de soledad.

A propósito de ese camino hacia Macondo que van abriendo estos relatos escribe Conrado Zuluaga en la Nota Editorial: “García Márquez sostuvo en diversas oportunidades que para escribir cada libro primero había que aprender a escribirlo, y solo entonces enfrentarse a la máquina de escribir. A él le tomó casi veinte años «vivir» en Macondo para aprender a escribir su novela Cien años de soledad. [...] Esta antología solo tiene el propósito de mostrar la progresión, la búsqueda -a través de varios textos anteriores a Cien años de soledad- de ese mundo alucinado de ficción que tiene la ambición de ser real.”

Estos relatos reflejan el proceso de conquista, más que de un territorio narrativo, de la expresión. Resumen el largo camino de García Márquez hasta encontrar el tono adecuado que se le impuso como una revelación, semejante al conocimiento del hielo, mientras conducía su coche hacia unas vacaciones familiares:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces...

Santos Domínguez


4/1/21

Mentir es un instante

 

 Xavier Franquesa.
 Mentir es un instante.
 Ediciones del subsuelo. Barcelona, 2020.
 
Mentir es un instante reúne una selección de cuentos aparentemente diversos, pero todos ellos con un núcleo común: el imposible acceso a una verdad que no mienta. Porque toda verdad, y en estos cuentos hay mucha, deja de serlo en el momento en que se dice, en el momento en que una palabra le da soporte. Sin embargo, estos cuentos no nos abandonan a esa impotencia sino que nos enfrentan a una imposibilidad con la que hay que arreglárselas”, escribe Rosa Roca Romalde en el posfacio de Mentir es un instante, el volumen que reúne catorce relatos de Xavier Franquesa en Ediciones del subsuelo en torno a este punto de partida resumido en su pórtico: “Mentir es un instante; supone el valor de la decisión, la voluntad de ocultar esa verdad que siempre se nos escapa.”

Entre La vida de los espejos y El cine de Jonas Winnicott, catorce cuentos que exploran los límites de la expresión verbal y la fantasmagoría de la realidad con una admirable agilidad narrativa y con una prosa trabajada y eficiente que lleva al lector a un potente territorio de ficción que invade el mundo real.

Con narradores que entran y salen de los relatos como en un trampantojo para mostrar distintas perspectivas de los hechos, incluso contradictorias, propias de un mundo equívoco, para reflexionar sobre la materia narrada y para apelar a la complicidad del lector, hay en estos cuentos reflexiones constantes sobre la escritura, como estas:

Escribir lleva tiempo y eso sume a menudo al autor de una historia en la incertidumbre de mantenerse en sus trece, o en sus convicciones, al verse obligado a dar con una explicación sobre determinados hechos y acontecimientos que distan mucho de ser como los cuenta. Pero por algo había que empezar, dado que las evidencias cambian de aspecto y de nombre con suma facilidad. En eso estarán ustedes de acuerdo conmigo.

La literatura debería ser no un espejo sino una mentira que aparece en el espejo; un espejo sobre el que la mano nada encuentra, nada toca sino la fría y desnuda superficie de lo inexistente, de algo que se niega a corresponder, a doblegarse a nuestro deseo de otredad. Somos los mismos al otro lado del espejo, es decir, nada. Allí no hay vida. No la busque porque no la encontrará.

El humor negro y cómplice con el lector, las sorpresas en la revelación final de las voces del relato más que en los desenlaces y la soltura narrativa recorren estos relatos en los que hay una entrevista en directo con Dios en una iglesia de Soria o un terremoto que interrumpe la venganza de un ex recluso sobre un desenfrenado juez cuesta abajo en una calle de San Francisco, un asesinato de pianista en pleno concierto mientras interpreta una sonata de Schumann, un músico ambulante polaco que toca el acordeón en el metro de Brooklyn, la investigación de un posible asesinato en la estación de Penitents de la línea 3 del metro de Barcelona o un narrador testigo de la discusión de una pareja en el interior de un coche.

Dejo aquí como muestra y como invitación al libro este párrafo del cuento inicial, sobre el dudoso accidente de un autobús que cae a un pantano. Con él puede el lector hacerse una idea del alto nivel literario de estas espléndidas narraciones:

¡Qué incómodos debieron de ser para Cipriano los momentos previos al accidente! Como decía al comienzo, se acercaba por detrás un Chevrolet Fleetmaster Woody, familiar, tipo rubia, y el conductor del turismo, anticipándose a un tramo sinuoso repleto de curvas, quiso adelantar —a Cipriano le pareció una temeridad—, aproximarse al autocar para que este le cediera el paso arrimándose a su derecha. No queda claro cómo se comunican dos vehículos en marcha, pero ante la imposibilidad de dialogar, de que el conductor del Chevrolet pudiera informar amablemente a Cipriano de que también él tenía prisa, que lo esperaban urgentemente en Espot antes de las nueve, sólo cabían las intermitentes exclamaciones previstas en el claxon, interjecciones a lo sumo que sin el amable concurso de una traducción prevista, en ausencia de convenio, admiten como solución provisional un mensaje cualquiera; definitiva también, porque en casos semejantes la interpretación es bien recibida y si no ayuda a comprender lo que se dice, al menos siempre llama la atención. Sin que pueda decirse que fuera una casualidad —de no ser el Chevrolet pudo ser un automóvil cualquiera—, los dos conductores llegaban al mismo tiempo al recodo donde cabe situar el puente del siniestro, el del atolladero —así lo llaman los vecinos de la comarca que en trayecto ascendente circulan desde Sort al Port de la Bonaigua—. La recta anterior no era muy larga y, siendo así, para dejar pasar al turismo, Cipriano tenía que echar pie al freno y apear el autocar en la cuneta. En un día como aquel —como he dicho el retraso era excesivo y los usuarios del transporte llegaban tarde a su destino—, aquello era pedir la luna, de modo que, convencido de que lo mejor era no darse por aludido, hacer oídos sordos a lo que en su opinión no era sino una impertinencia, el buen hombre se enzarzó con el volante y lo apretó con las manos como si quisiera atornillarlo al chasis del vetusto y voluminoso vehículo, sin darse cuenta de que esa acción de autoafirmación, a falta de otras explicaciones, restaba agilidad, o entorpecía por completo su voluntad de encarar con eficacia la estrecha carretera entre los dos pretiles.

Entre la revelación y la alucinación, los relatos de Mentir es un instante exploran los límites difusos de lo creíble y lo inverosímil hasta el punto de que el lector de estos cuentos llega al posfacio y duda si no será otra fabulación la psicoanalista lacaniana que lo escribe con tan buena prosa. 

Ya sabe el avisado lector que esa no es otra alucinación, que Rosa Roca Romalde es una persona real, pero hasta ese punto le ha enredado Xavier Franquesa con la tela de araña que ha ido tejiendo en el libro, hasta ese punto le ha abducido el poder seductor de estas páginas.

Porque, como se lee en Una sonata, “¿qué es la verdad sino la amiga, la escandalosa pareja sentimental de todo aquello que no es cierto?”

Santos Domínguez



 

1/1/21

Habitar maravillosamente el mundo


 Dominique de Courcelles.
Habitar maravillosamente el mundo.
Jardines, palacios y moradas espirituales 
en la España de los siglos XV al XVII.
Prefacio de Tom Conley.
Traducción del francés de Susana Prieto Mori.
Siruela. Madrid, 2020.


“No se habita únicamente el lugar donde uno se encuentra, sino también todos los lugares que se ofrecen a la mirada, que llevan la mirada a otro lugar. Estas realidades, que son las de la percepción visual, están al servicio del movimiento del cuerpo y del ojo a través de una diversidad de situaciones y un entramado de recorridos posibles que asocian a la experiencia de habitar el deseo de infinito y eternidad, ese porvenir presentido, y la memoria del pasado recorrido.
Existe, pues, creación, es decir, poiética de un mundo que es otro distinto del mundo en el cual vivimos, donde se reunirían los tres campos fundamentales de la axiología humana: la verdad, el bien y la belleza. El arte de construir jardines, o palacios, o galeras reales, de escribir un viaje experimental o una búsqueda mística, de pintar paisajes y glorias celestiales da fe de una renovación de la mirada: filosófica, alquímica, teológica, política. Se trata al mismo tiempo, a riesgo de caer en la paradoja, de experimentar y de hechizar duraderamente el mundo, la estancia en el mundo en armonía con la tierra, el agua, el aire y el fuego, de establecer sólidamente la estrecha conexión entre el príncipe, sus países o territorios y sus pueblos. El arte de los príncipes se acerca a la preocupación mística: habitar maravillosamente el mundo es habitar el mundo tal cual es, es decir, experimentar la presencia divina en el mundo, ver el mundo en Dios, estar vinculado al mundo compartiendo la apertura al infinito”, escribe Dominique de Courcelles, historiadora de las ideas y especialista en la mística española del Siglo de Oro, en Habitar maravillosamente el mundo, un volumen espléndidamente editado por Siruela en su colección El Árbol del Paraíso.

Jardines, palacios y moradas espirituales en la España de los siglos XV al XVII es el subtítulo de este ensayo que, organizado en cuatro partes -Palacios y jardines de España, Las maravillas del universo: de Sevilla a México, Paisajes, mística, magia natural y Miradas al infinito, deseo de eternidad- y rematado con treinta ilustraciones, aborda en sus ocho capítulos la renovación de la mirada renacentista al mundo y al paisaje, a la filosofía y la religión.

Frente al mundo cerrado de la Edad Media, el Renacimiento trajo una apertura de perspectivas mentales y una renovación de la mirada que se proyecta en el arte de construir jardines como forma de ver y reflejar la naturaleza, en la dimensión filosófica y teológica de los palacios y jardines del alma con los que los místicos abordaron los secretos naturales, en la mística del paisaje como invocación y búsqueda poética en fray Luis o san Juan de la Cruz, en el centelleo de plumas durante una misa celebrada por san Gregorio en lo alto de una pirámide azteca, en la mirada hacia la eternidad desde El Escorial y la sierra de Guadarrama o en la visión del infinito a través de la profundidad de la nube ascendente en El entierro del conde de Orgaz.

Todos los elementos de esa enumeración están conectados por un vínculo común: la representación plástica o verbal de las conexiones entre lo material y lo espiritual, entre lo terreno y lo celeste, entre el microcosmos y el macrocosmos. Así en los jardines granadinos de la Alhambra: “su diseño geométrico, sus terrazas, sus fuentes y estanques y sus plantas suscitan una impresión de paradisiaca serenidad para el mayor placer de los sentidos. En todos los casos, el jardín anuncia la belleza de un mundo nuevo. [...] La visión de los jardines y, tras ellos, del mundo se percibe como una apertura al universo.”

Porque, como señala Tom Conley en el Prefacio, “los secretos del mundo disfrutan de una luz paradójicamente invisible y esclarecedora, que a nosotros, habitantes del bajo mundo, nos atañe ver.”

“¿Consiste habitar maravillosamente el mundo en habitar una utopía? -se pregunta en el prólogo Dominique de Courcelles- La utopía ignora el tiempo. Pero ni los príncipes ni los jardineros ni los místicos ignoran el tiempo, el de los nacimientos y las muertes y las estaciones, el de las batallas en tierra y en mar o en lo más íntimo de sí, el de la grandeza y la derrota de los reinos, el de la edificación de palacios y ciudades, el de la agricultura y la jardinería, el de las grandes ceremonias religiosas, el de la transformación y la conversión interior. En el tiempo de la historia pasada o presente pueden discernirse acontecimientos sorprendentes, admirables, maravillosos, indispensables, que se inscriben en las representaciones literarias o pictóricas y son absolutamente diferentes, nuevos. ¿Acaso no es diferencia pura el jardín de la Casa de Campo, o la ciudad de Sevilla entre el Viejo Mundo y el Nuevo, o el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, o el palacio-monasterio de El Escorial? Con el mismo punto de vista se han seleccionado las Moradas de Teresa de Ávila, un cuadro mexicano de plumas regalado al papa Pablo III, la obra Félix o Libro de maravillas de Ramon Llull, el eje del mundo del retablo de Lluís Borrassà para las clarisas de Vic y El entierro del conde de Orgaz del Greco en Toledo, por citar solo algunos ejemplos.”

Y así, entre reyes y poetas, pintores y místicos, jardineros y arquitectos, sabios y alquimistas, aparece en estas páginas la mirada al jardín como utopía, como galería artística y como esperanza de la vida eterna, el paraíso cerrado para muchos y los jardines abiertos para pocos, del granadino Soto de Rojas, el itinerario alegórico y místico que guía al castillo interior de Santa Teresa, el espacio poético por el que transcurre la travesía espiritual del Cántico de San Juan de la Cruz. 

Jardines donde se experimenta un nuevo arte de vivir, como la propuesta filosófica y teológica de los de la Casa de Campo, encargados por Felipe II para verlos desde el Alcázar de Madrid, o los de la Alameda de Hércules y los de la Casa de Pilatos en la Sevilla del XVI, Nueva Roma y proa hacia el Nuevo Mundo, en el México del XVII, la Nueva España, donde en el siglo XVII “más que en Sevilla, se sabe habitar maravillosamente el mundo, se sabe proseguir el sueño heroico o utópico.”

Aquella nueva mirada hacia la eternidad se concretó monumentalmente en la concepción, diseño y construcción en la sierra del Guadarrama de El Escorial -“centro geométrico y místico de España”-, donde se buscó la integración armónica del macrocosmos y el microcosmos:
 
A través de este arte de habitar maravillosamente el mundo en su centro, según los principios de Pitágoras y Vitruvio, que retoman la perfección arquitectónica del templo de Salomón, en la perspectiva de la ciudad celestial de san Agustín, las miradas del rey, de su corte y sus Estados se encuentran orientadas hacia el infinito de la Trinidad divina. El proyecto cosmológico y teológico de Ramon Llull en su Gran Arte encuentra aquí una inesperada actualización.

Cierra el conjunto un análisis de El entierro del conde de Orgaz, en el que El Greco reflejó en las nubes “el paso de los ángeles y las almas entre dos realidades del habitar, habitar la tierra y habitar el cielo, como otras tantas órbitas en perspectiva siempre renovada, pero siempre alejada del centro infinito, cósmico y divino.”

Por eso -señala la autora en el párrafo final- “contemplar El entierro del conde de Orgaz es aprender a habitar maravillosamente el mundo a la espera de una transmutación anunciada, de un renacimiento celestial y espiritual, del fin del mundo.”

Santos Domínguez