4/5/20

Julio Camba. Nueva York


Julio Camba.
Nueva York.
Un año en el otro mundo.
La ciudad automática.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.

“Todo es aquí grande, enorme, colosal. ¿Qué clase de hombres vamos a encontrarnos luego, cuando saltemos a tierra? Porque, forzosamente, los hombres que han construido este puerto y que habitan esta ciudad tienen que ser gigantes. De lo contrario, Nueva York resultaría algo desproporcionado y monstruoso”, escribe Julio Camba en ‘La llegada’, el artículo que abre Un año en el otro mundo, la recopilación de las crónicas que escribió como corresponsal de ABC en 1916. 

De ese libro forma parte también el artículo ‘La fiesta nocturna’, donde un Camba asombrado se debate entre la admiración y el odio a los rascacielos de Manhattan que había visto a lo lejos desde que el barco en el que llegaba se aproximaba a la bahía de Nueva York: 

Ante estos gigantescos rascacielos, uno no sabe si admirarlos o si odiarlos. Sus perspectivas son feas, pero no deja de haber en ellos cierta hermosura: la bárbara hermosura de su atrevimiento, de su novedad, de su fuerza y de su grandeza.

Un año en el otro mundo fue el libro que consagró a Camba como escritor cuando Azorín comparó su humor con el del Viaje sentimental de Sterne en un artículo en el que exclamaba: “¡Y qué hondura, qué originalidad, qué delicadeza en las páginas escritas por este hombre indiferente e irónico! La literatura española moderna cuenta con un grande, con un admirable humorista. Con un humorista que tiene una filosofía y un concepto original de las cosas.” 
  
Camba estuvo como corresponsal de ABC en Nueva York en dos ocasiones. En 1916 y en 1931. Los artículos de la primera época los recopiló en 1917 en Un año en el otro mundo. Y con los de la segunda etapa publicó en 1934 La ciudad automática, que se abre con un capítulo, ‘La ciudad del tiempo’, que comienza con esta declaración, tan contradictoria como aquellas primeras impresiones de 1916: 

¿Qué cosa extraña es esta que me ocurre a mí con Nueva York? Me paso la vida acechando la menor oportunidad para venir aquí, llego, y en el acto me siento poseído de una indignación y terrible contra todo. Nueva York es una ciudad que me irrita, pero que me atrae de un modo irresistible, y cuanto más me doy cuenta de lo que me atrae, a sabiendas de lo que me irrita, me irrita, naturalmente, muchísimo más todavía.

Esa actitud ambivalente hacia Nueva York, y por extensión hacia los Estados Unidos, estaba muy presente en la Introducción que escribió para Un año en el otro mundo, donde decía: 

¿Cómo no habían de producirme una mala impresión los Estados Unidos? Fuera de la mecánica, apenas si existe allí nada verdaderamente importante. La cocina es pésima y la literatura abominable. Las muchachas, muy hermosas por lo general, tienen para el europeo el inconveniente de carecer de psicología. Imposible sentimentalizar con ellas. El amor ha sido sustituido con el fox-trot y con el one-step. No existen tradiciones americanas, ni existe siquiera un paladar americano. Las ciudades son horribles en Norteamérica. La vida es áspera y espantosa.

Pero en los párrafos finales matiza: 

Mil veces, paseándome por aquel Nueva York horrible, me he imaginado que los americanos habían querido hacerlo hermoso y que habían fracasado, hasta que me convencí de que son precisamente los puentes y los rascacielos, es decir, las construcciones que están en mayor pugna con toda la estética convencional, lo que produce en la gran ciudad una emoción más intensa y más semejante a la emoción artística. 
Yo creía, en fin, que la mecánica se desarrollaba en América más intensamente que el gusto y que el sentimiento; pero que no pretendía sustituirlos. Ahora comienzo a persuadirme de lo contrario. Y el día en que esté convencido de ello por completo, entonces América me parecerá un país de posibilidades infinitas. El país, sencillamente, de donde puede surgir nada menos que una nueva humanidad.

Reino de Cordelia reúne en un volumen esos dos libros neoyorquinos de Camba en una estupenda edición con abundantes ilustraciones fotográficas de las dos épocas, que reflejan las miradas a una ciudad en construcción hacia arriba. Una ciudad con calles verticales, velocidad y estrépito, multitudes y luces que convierten cada noche en una fiesta. 

Con sus dimensiones sobrehumanas y el peculiar concepto de libertad de un mundo cuyo único valor es el dinero, Nueva York es en los artículos de Camba la ciudad de la velocidad y el estrépito, un lugar de hombres infantiles y solos, de detectives y records, de chicles y teléfonos, una fábrica gigantesca en la que se ha sustituido “la civilización con la mecánica”. 

Camba presenció en 1916 el espectáculo de la campaña electoral de las presidenciales y cerró su libro cuando era inminente la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. 

Volvió como corresponsal en 1931, en plena crisis económica, con la ley seca y el crack bursátil al fondo, para hablar de Harlem y los negros, de los judíos de Rivington Street y de Park Avenue, de hoteles, cafeterías y restaurantes automáticos, de la mecanización, del Empire State y el Chrysler Building, de los Estados Unidos al detalle y en conjunto, del embrutecimiento cultural y el pistolerismo, de Los Ángeles y San Francisco, de los hombres máquinas y las máquinas hombres, de la cadena de los trajes en serie, los crímenes en serie o las narices en serie, en los artículos que reunió en La ciudad automática.

En los dos libros dejó las postales descriptivas no sólo de la ciudad, sino del espíritu americano, escritas con el humor ácido y la distancia crítica de quien sabía que lo fundamental en un escritor y en un periodista es saber mirar, saber entender y saber contarlo. 

“Nueva York no es una ciudad. Es un sistema, una teoría. Para conocer Nueva York no hace falta habitarlo, ni siquiera estudiar una guía que lo describa. Se aprende la teoría y ya está”, había escrito en ‘La ciudad teoría’, que remataba con estas palabras demoledoras: 

Sí, Nueva York es una teoría. Es un sistema. Es algo así como una tabla de Pitágoras en relieve, con rascacielos en lugar de cifras. Es una demostración práctica de cómo se puede vivir mal con muchos trenes y muchos tranvías y muchos teléfonos y muchos ascensores y mucha calefacción.

Santos Domínguez