José María Jurado García-Posada.
Gusanos de seda.
JMJ. Badajoz, 2015.
Spiegel im Spiegel (Espejo en el espejo) es el título de una bellísima composición para piano y violín de Arvo Part que inspira uno de los poemas de este emocionante Gusanos de seda, de José María Jurado García-Posada.
Esa imagen del espejo en el espejo es también una manera de resumir el núcleo de este libro sobrecogedor, tan atravesado por la muerte y por las sombras, que se lee con el corazón en un puño y con el pasmo admirativo que provoca –desde siempre, pero cada vez más- la poesía de José María Jurado.
Entre dos fotografías –dos espejos- que anulan el tiempo con su disposición inversa, desde el presente a un pasado distante más de cuarenta años, lo que se cuenta aquí es un viaje interior por la memoria del padre y la ruta de la seda, que no es sólo la de los viajeros medievales, sino otra imagen en el espejo: el ciclo de la vida de los gusanos de seda -tan distintos de aquellos que describió el Baudelaire más macabro- que en su secuencia circular de capullos, mariposas, huevos y larvas se convierte también en cifra de la vida de los hombres.
“Se canta lo que se pierde”, nos dejó dicho el maestro Antonio Machado, que en una de sus cimas, “Esta luz de Sevilla… Es el palacio / donde nací, con su rumor de fuente./ Mi padre, en su despacho...”— fijó la imagen joven de su padre en unos versos que hacen el milagro no sólo de parar el tiempo, sino de invertirlo ("ya vuelven de su ayer a su mañana...") y que cumplen exactamente la misma función de la última fotografía de este libro.
Y ese tono machadiano con su luz de Sevilla, que es también la luz de la última fotografía en la que el padre levanta en brazos a su hijo, es el que recorre Águilas, 14 y su evocación de la casa familiar, la memoria de un pasado traído al presente por el milagro de la palabra:
Águilas, 14
[Sevilla]
Llueve sobre la casa de mi madre.
El agua descuartiza las paredes.
De pie, bajo la lluvia, ante el umbral contemplo
cómo pasan las sombras,
cómo pasan las sombras de las sombras,
a través de los siglos y los siglos.
Este solar,
que alguna vez fue huerta, cuadra,
horno de pan, taller de alfarería,
vio desfilar las águilas de Roma
y ya llevaba mil años habitado.
Desde aquel remotísimo fenicio
que atravesó la niebla y los pantanos
y cobijó sus sueños tras un muro
en el siglo, ¿cuál?, antes del tiempo.
En su recinto
hubo alegría y duelo;
en primavera, flores y, en el invierno, lumbre.
Engendrados y muertos en la casa
se sucedieron hombres y mujeres
bajo los alminares y los galeones
como las hojas de los árboles.
Acaso pudo dar refugio
a un soldado de Urbina
o alojar a una escuadra de dragones franceses,
y escuchó –esto es seguro-
las radiadas arengas de Queipo de Llano
(«y nadie se atrevía a asomarse a las ventanas»).
Sentados a la mesa cuatro niños
atienden a sus juegos.
Mi madre borda y canta,
junto al balcón su padre lee
y una luz cereal ilumina la estancia.
Es una tarde clara de verano.
La última.
Pasajeros terrestres de la casa
Porque igual que a la infanta Margarita la salva Velázquez de la muerte –Pero a ti, Margarita / Velázquez te ha salvado de la muerte-, el arte sirve para hacernos la ilusión de que refutamos el tiempo, de que rescatamos de la muerte y del olvido ese coro de sombras que entona desde ningún lugar el oscuro estribillo de las pérdidas.
¿Por qué estamos aquí? se pregunta el presente del poeta tras hacerse otra pregunta -ubi sunt?- que mira a un tiempo antiguo. Entre esos dos tiempos, los viejos arqueros de la muerte han tensado la sangre, pero el poeta mantiene viva la punta de fuego de su esperanza y aguarda la luz.
La luz de Trafalgar, fijada para siempre en la mirada memoriosa del paisaje, la música y la pintura, en las palabras de la noche oscura de este libro, en ese viaje hacia Oriente –quizá también por eso haya aquí un naranjo chino- y hacia el origen a través de las ciudades de la memoria y del corazón: además de Sevilla, esa cervantina "Roma triunfante en ánimo y grandeza" que no ha perdido del todo su condición de centro del mundo, además de la ciudad gremial y mesetaria, monumental a cachos, un lugar que ya no tiene ni dos cines y medio, habitado desde tiempo inmemorial por fantasmas que han hecho de ella un tranquilo cementerio con calles amarillas, un café de Lisboa, una calle expresionista de Salzburgo, el mármol de la luna llena en Piazza Navona.
Las palabras de este Gusanos de seda –que se nutre del recuerdo y la emoción, del cine y la literatura, de la pintura y la música- construyen una casa de la memoria que conjura todos los sentidos, un espacio-tiempo lleno de flores y de cuadros, de músicas y olores, de imágenes y de sonidos.
Y de poemas memorables como Fin de curso, un texto esencial del libro, un conmovedor viaje hacia el presente del poeta adulto que mira las nieblas y las cruces o el sorprendente Let it be, camino de Emaús.
Decía Nabokov, aquel escritor sabio en mariposas y experto ajedrecista, que la verdadera literatura se escribe y se lee con la médula. Si hubiera leído este libro, lo hubiera aportado como ejemplo.
Porque este es un libro en el que cabe el mundo: la literatura y la música, la vida y la muerte; un libro en el que sobre todo cabe un hombre bueno y un poeta todavía mejor que lo corona con ese estallido final del último poema, que el lector sólo puede leer con el rabillo del ojo, porque quema como un bloque de hielo antártico.
Empezaba esta reseña donde quiero acabarla: evocando como una clave central la composición de Arvo Part, Espejo en el espejo, que tiene la textura tonal de los sueños, “esa borrosa patria de los muertos” de la que habló inolvidablemente Octavio Paz a propósito de sus reencuentros oníricos con el padre muerto.
Santos Domínguez