Judith Gautier.
El libro de jade.
Traducción de Julián Gea.
Semblanza de Rèmy de Gourmont.
Posfacio de Jesús Ferrero.
Ilustración de Dadu Shin.
Ardicia Editorial. Madrid, 2013.
Hija de Théophile Gautier, que la elogiaba como su mejor poema, Judith Gautier (1845-1917) fue la primera traductora moderna de poesía china al francés.
Esas versiones las recogió en El libro de jade, una antología de poesía china clásica que apareció en 1867 y que ahora publica en una cuidada edición Ardicia Editorial con traducción de Julián Gea.
Una selección de poesía ordenada temáticamente y reescrita con la mirada simbolista de Judith Gautier, que se identifica con el refinamiento verbal de esta poesía y se proyecta en el paisaje y la melancolía, el ensueño y la niebla del otoño en el río, la luna y el amor, el alcohol y los viajes, la guerra y los poetas.
Las flores del melocotonero, los peces dorados en los estanques y pájaros en la enramada, la noche clara, la luna en el río, la niebla en los montes, la escarcha en los caminos y en el alma configuran el telón de fondo que a veces se convierte en el centro aparente –porque el centro real es siempre el yo lírico- de una poesía como esta, una de las más antiguas y sutiles del mundo, que hace simultáneas la contemplación y la meditación.
Un paisaje apenas esbozado, no detallado y por eso mismo más sugerente, es el paisaje habitual en la poesía china, del que Goethe le hablaba a Eckerman, un paisaje que es la proyección exterior de una nostalgia dulce y antigua que da lugar a textos serenos y elegiacos, como este de Thou-Fhou, Mientras cantaba a la naturaleza:
Sentado en mi pabellón al borde del agua, contemplaba la belleza del tiempo; el sol marchaba lentamente hacia occidente a través del cielo límpido.
Los navíos se balanceaban sobre el agua, más ligeros que los pájaros sobre las ramas, y el sol de otoño derramaba su oro sobre el mar.
Cogí mi pincel e, inclinado sobre el papel, tracé caracteres comparables a negros cabellos que una mujer alisa con la mano;
Y, bajo el sol de oro, canté a la belleza del tiempo.
En el último verso, levanté la cabeza; y entonces vi la lluvia cayendo en el agua.
Una poesía que desconoce o desprecia el tono épico y se convierte en forma de conocimiento o en vía de expresión de la meditación budista, del taoísmo o el confucianismo.
Sugerir, describir, iluminar, titula significativamente Jesús Ferrero el posfacio que ha escrito para esta edición. Y es que la sugerencia, el temblor, la sensibilidad, la reflexión y un agudo sentimiento de la naturaleza se unen en estos textos para darnos otra dimensión de la poesía y de la realidad en una actividad que tiene más de ejercicio espiritual de contención que de simple práctica literaria.
Y en primer término, la contemplación serena y una conciencia que ilumina el mundo y es iluminada por él en un diálogo incesante que llamó la atención de otros poetas occidentales como Ezra Pound, Octavio Paz o Borges, que la tradujeron, la imitaron o la integraron en sus propias creaciones.
El amor, el ensueño y la meditación se funden en el marco de una naturaleza estilizada, con otoños propicios para sentir la fugacidad y el agua de los años y un sfumato difuso como la pena que flota en estos poemas y estos paisajes como una variante de la plenitud.
Pocas veces tendrá el lector oportunidades como esta para adiestrarse en el consuelo de la quietud y la escuela de la mirada entre bosques de bambú y flores de almendro, bajo la luna llena y por los senderos del tiempo.
Santos Domínguez