Günter Grass.
Pelando la cebolla.
Traducción de Miguel Sáenz.
Alfaguara. Madrid, 2007.
¿Por qué recordar la infancia y su final tan inamoviblemente fechado, cuando todo lo que me ocurrió, a partir de los dientes de leche y después de los definitivos, hace tiempo ya que, incluidos los comienzos escolares, las canicas y las rodillas con costras, los primeros secretos de confesión y las posteriores cuitas de fe, se ha convertido en notas garabateadas y desde entonces atribuidas a un personaje que, apenas llevado al papel, no quiso crecer, rompió, cantando, vidrio en todas sus formas, tenía a mano dos palillos de madera y, gracias a su tambor de hojalata, se hizo un nombre que, en adelante citable, viviría entre tapas de libro y pretende ser inmortal en nosécuántos idiomas?
Porque hay que posdatar esto, y aquello también. Porque, de forma descaradamente llamativa, podría faltar algo. Porque alguien, en algún momento, se cayó del guindo: mis agujeros sólo después tapados, mi crecimiento irrefrenable, mi manipulación verbal de objetos perdidos. Y hay que mencionar también otra razón: quiero tener la última palabra.
Son algunos de los párrafos iniciales de Pelando la cebolla, la obra en la que Günter Grass rememora veinte años cruciales en su vida: desde septiembre del 39, cuando el estallido de la segunda guerra mundial le expulsa de repente de la infancia (Mi infancia terminó en un espacio angosto, cuando, donde me criaba, la guerra estalló simultáneamente en varios sitios) al otoño del 59, en que publica El tambor de hojalata, su primer éxito.
La duda, que es acaso el signo del verdadero artista, del escritor cabal, se hace presente al rememorar:
Al recuerdo le gusta jugar al escondite como los niños. Se oculta. Tiende a adornar y embellecer, a menudo sin necesidad. Contradice a la memoria, que se muestra demasiado meticulosa y, pendencieramente, quiere tener razón. Cuando se lo atosiga con preguntas, el recuerdo se asemeja a una cebolla que quisiera ser pelada para dejar al descubierto lo que, letra por letra, puede leerse en ella: rara vez sin ambivalencia, frecuentemente en escritura invertida o de otro modo embrollada. Bajo la primera piel, todavía secamente crepitante, se encuentra la siguiente que, apenas separada, libera húmeda una tercera, bajo la que aguardan y susurran la cuarta y quinta. Y todas las siguientes exudan palabras demasiado tiempo evitadas, y también arabescos, como si algún traficante de secretos, desde joven, cuando la cebolla todavía germinaba, hubiera querido encriptarse.
La figura de la madre, una adolescencia marcada por la guerra, el despertar de la sexualidad y el primer amor, los años de perro que contó en una novela, marcan un libro de tono interrogativo, lleno de preguntas que son la constante moral de un ejercicio riguroso y autocrítico en el que la memoria se metaforiza en cebolla y se plasma en los dibujos a plumilla del final de cada capítulo en una progresión que la va desnudando:
La cebolla tiene muchas pieles. Existe en plural. Apenas pelada, las pieles se renuevan. Cortándola, hace saltar las lágrimas. Sólo al pelarla dice la verdad. Lo que ocurrió antes y después de terminar mi infancia llama ahora a la puerta con hechos y transcurrió peor de lo deseado, quiere ser narrado unas veces así y otras asá, e induce a contar historias embusteras.
Una obra tan marcada por lo autobiográfico como la de Grass (El tambor de hojalata, Años de perro, El gato y el ratón, Mi siglo) encuentra aquí sus claves sistematizadas a través de los sucesivos asedios a la cebolla con el cuchillo bien afilado de la literatura.
En otras ocasiones, a la pregunta, que es el motor del recuerdo y de su interpretación, la piel de la cebolla en la que se escribe con renglones apretados la memoria responde con capas en blanco.
La traducción que publica Alfaguara es de Miguel Sáenz, el mejor intérprete de la obra de Grass en español, tan familiarizado con su mundo, su lenguaje y su mirada.
Son algunos de los párrafos iniciales de Pelando la cebolla, la obra en la que Günter Grass rememora veinte años cruciales en su vida: desde septiembre del 39, cuando el estallido de la segunda guerra mundial le expulsa de repente de la infancia (Mi infancia terminó en un espacio angosto, cuando, donde me criaba, la guerra estalló simultáneamente en varios sitios) al otoño del 59, en que publica El tambor de hojalata, su primer éxito.
La duda, que es acaso el signo del verdadero artista, del escritor cabal, se hace presente al rememorar:
Al recuerdo le gusta jugar al escondite como los niños. Se oculta. Tiende a adornar y embellecer, a menudo sin necesidad. Contradice a la memoria, que se muestra demasiado meticulosa y, pendencieramente, quiere tener razón. Cuando se lo atosiga con preguntas, el recuerdo se asemeja a una cebolla que quisiera ser pelada para dejar al descubierto lo que, letra por letra, puede leerse en ella: rara vez sin ambivalencia, frecuentemente en escritura invertida o de otro modo embrollada. Bajo la primera piel, todavía secamente crepitante, se encuentra la siguiente que, apenas separada, libera húmeda una tercera, bajo la que aguardan y susurran la cuarta y quinta. Y todas las siguientes exudan palabras demasiado tiempo evitadas, y también arabescos, como si algún traficante de secretos, desde joven, cuando la cebolla todavía germinaba, hubiera querido encriptarse.
La figura de la madre, una adolescencia marcada por la guerra, el despertar de la sexualidad y el primer amor, los años de perro que contó en una novela, marcan un libro de tono interrogativo, lleno de preguntas que son la constante moral de un ejercicio riguroso y autocrítico en el que la memoria se metaforiza en cebolla y se plasma en los dibujos a plumilla del final de cada capítulo en una progresión que la va desnudando:
La cebolla tiene muchas pieles. Existe en plural. Apenas pelada, las pieles se renuevan. Cortándola, hace saltar las lágrimas. Sólo al pelarla dice la verdad. Lo que ocurrió antes y después de terminar mi infancia llama ahora a la puerta con hechos y transcurrió peor de lo deseado, quiere ser narrado unas veces así y otras asá, e induce a contar historias embusteras.
Una obra tan marcada por lo autobiográfico como la de Grass (El tambor de hojalata, Años de perro, El gato y el ratón, Mi siglo) encuentra aquí sus claves sistematizadas a través de los sucesivos asedios a la cebolla con el cuchillo bien afilado de la literatura.
En otras ocasiones, a la pregunta, que es el motor del recuerdo y de su interpretación, la piel de la cebolla en la que se escribe con renglones apretados la memoria responde con capas en blanco.
La traducción que publica Alfaguara es de Miguel Sáenz, el mejor intérprete de la obra de Grass en español, tan familiarizado con su mundo, su lenguaje y su mirada.
Santos Domínguez