Giacomo Leopardi. Diario del primer amor. Traducción de César Palma. Prólogo de Rafael Argullol. Errata naturae. Madrid, 2009.
Errata naturaeinaugura nueva colección, La mujer cíclope, que se acoge a un apócrifo de Pausanias, el geógrafo siciliano que añadía a la trinidad de Hesiodo la figura de un cuarto cíclope “con los senos y la belleza propios de una hembra” y cuyo culto, por razones desconocidas, fue prohibido hasta entre aquellos impíos corintios a los que San Pablo escribió una muy comentada carta.
Bajo el auspicio de ese patronazgo apócrifo, femenino y verbal, la colección se inaugura con una delicadeza literaria, el Diario del primer amor, que Leopardi escribió en unos pocos días de fiebre amorosa provocada por la dama adriática de Pésaro. Es el Leopardi juvenil -¿dejó de serlo alguna vez?- que a los diecinueve años se enamora de una mujer casada, casi diez años mayor y prima de su padre. Fue una experiencia efímera que sin embargo marcó decisivamente la educación sentimental del poeta.
Las noches en vela para poner en orden los sentimientos y los pensamientos ante un amor imposible buscado como novedad y experiencia de amargura, el "querido dolor" son las claves que poco después concretaría poéticamente en su Canto del primer amor.
En ese diálogo interior, afrontado con sutileza introspectiva y con la contención expresiva característica de la reflexión leopardiana, el pensamiento analítico se impone a la melancolía.
Traducido por César Palma y prologado por Rafael Argullol, que escribe sobre la ironía melancólica del solitario de Recanati, el volumen – cuidado con el mimo que merece la fragilidad de Leopardi- se completa con los Recuerdos de infancia y de adolescencia, las notas introspectivas que escribió dos años después, en 1819, como preludio del Zibaldone dei pensieri.
Carlos Marzal. Ánima mía. Tusquets. Barcelona, 2009.
Desde la invocación inicial a la inspiración en el poema que da título al libro, la mirada de Carlos Marzal en Ánima mía, que acaba de publicarTusquets, se proyecta hacia fuera y hacia dentro, hacia el pasado y hacia el presente y se convierte en palabra de melancolía y esperanza, en elegía y oda para lamentar el atardecer o la larga noche del insomnio y para celebrar el amanecer.
Y también, y sobre todo, para convertir la escritura en una forma de conocimiento:
Si sé lo que escribir, jamás escribo. Si escribo es por saber lo que sabré, aquello que aparece al descubierto, mientras uno lo escribe (...) Si sé lo que decir, no digo nada.
Con una palabra recortada que aspira a la exactitud del concepto, Marzal convoca emociones y pensamientos, vivencias y recuerdos en un conjunto de poemas recorridos por el fluir de la temporalidad, que está en la base de la celebración o del lamento.
En todos los textos de libro hay un diálogo del poeta con la realidad, un debate con el mundo para salvarse en él, para inventarse en él:
Soy yo quien es feliz. Yo quien se salva, después de su diluvio, en el diluvio.
Esa conversación provoca el constante juego de espejos de estos poemas, la geometría verbal que da lugar al juego de palabras o a la paradoja.
Como en otros libros de Carlos Marzal, la poesía se convierte en Ánima mía en un puente de palabras sobre el abismo, en una afirmación de la vida, en una actividad curativa frente a la desdicha:
Me curo de vivir en lo que escribo (...) si el ángel del poema se me anuncia.
Gabriel Sofer. Al final del mar. Prólogo de Luis Alberto de Cuenca. El olivo azul. Córdoba, 2009.
Rodeado de misterio en torno a su autor, El olivo azulpublica Al final del mar, un volumen de relatos prologado por Luis Alberto de Cuenca y firmado por Gabriel Sofer, hijo de norteamericano y española y residente en Brooklyn, madrileño de 1973 o 1970, que en esto no se ponen de acuerdo la nota editorial y el prologuista.
La solapa biográfica, que elude la imagen del autor y la sustituye por una suerte de retrato robot, avisa de la tendencia de Sofer a cambiar de casa y de nombre cada dos años. Si lo primero le es completamente indiferente al lector, lo segundo le inquieta sobremanera y le suscita unas cuantas preguntas. No sabe, por ejemplo, si se trata de su primer libro -no lo parece-, si lo ha leído con otra firma, cuánto lleva con este nombre o cuánto le falta para sustituirlo por otro.
La nota editorial indica que este es el primer libro que publica en España. Al menos –supone el lector- con ese nombre, porque este no parece el libro de un principiante. Al contrario, los relatos que forman parte de Al final de la tarde muestran una pericia envidiable y una soltura narrativa impropia de un escritor bisoño.
Sin efectismos fáciles, sin trucos industriales de primer curso de taller de escritura, los textos de Al final del mar son mecanismos de precisión – bombas de relojería los llama Luis Alberto de Cuenca en su prólogo- en los que cada pieza cumple su función exacta para conseguir la intensidad y la unidad de efecto que le pedía Poe al relato.
En estas narraciones llenas de sutilezas, homenajes y guiños literarios para iniciados, la variedad geográfica (de Marsella a Liverpool, de San Sebastián de los Reyes a los Balcanes, del Madrid actual a la Sevilla andalusí, pasando por China, Roma, la mar océana entre Cádiz y La Habana, Viena o Grecia) contrasta a veces con textos que suceden en el interior de un cuarto y en todo caso plantea un territorio incierto que es paralelo al dinamismo temporal que nos lleva del presente a la Edad Media o a la Ilustración, y de ahí al XIX o a la época clásica.
Es verdad que se trata de un conjunto desigual, en el que no faltan errores sintácticos y deslices léxicos que serán la alegría de cierta crítica. Y aunque es probable que no se le pueda celebrar por su nombre verdadero, hay en el volumen varios relatos memorables: El incendio de Homero, por ejemplo, es uno de los mejores cuentos que han caído en mis manos en los últimos meses. Pero otros rayan a la misma altura sorprendente. Es el caso de la excelente Historia de un autor de libros, o de la Memoria del Inquisidor Guevara.
O del inmejorable epílogo, Hechos de un hombre, la biografía azarosa y desordenada de Rafael Matías (1762-1835), que a su muerte deja un folio en el que se puede leer esta frase, que podría atribuirse el propio Gabriel Sofer: “pues ni mi nombre es mío.”
Lev Tolstói. El padre Sergio. Traducción de Bela Martinova. Rey Lear. Madrid, 2009.
En su colección Breviarios, Rey Lear recupera El padre Sergio, una novela corta que Tolstói terminó en 1898 aunque no apareció hasta 1911, al año siguiente de la muerte del novelista. Reeditada ahora con una traducción directa del ruso de Bela Martinova, es una de las cimas creativas del autor, un texto que sintetiza en menos de cien páginas muchas de las claves temáticas, estéticas e ideológicas de un Tolstói poderoso y contenido.
Es un resumen del Tolstói de la segunda época, que ha hecho de la narrativa una forma de reflexión moral, un reflejo del estado de ánimo atormentado y dubitativo del novelista que había alcanzado la fama y con ella la desazón existencial. Por eso, se puede hacer una lectura del itinerario vital e ideológico del autor en la figura del príncipe Kasatski, retirado del mundo en un convento donde emprende una nueva vida
El padre Sergio es el relato de una búsqueda interior, el reflejo de las contradicciones de un autor famoso y problemático, en constante debate existencial entre razón y fe, entre moral y vida, en busca del sentido de la vida.
Cada vez más lejos de una intelectualidad desorientada en medio de la crisis de la literatura, la ciencia y la conciencia de aquellos años finales del XIX, Tolstói creyó haber encontrado el sentido de la vida entre los humildes.
Como el padre Sergio, que alcanza a entenderlo al final de la novela, después de la revelación de un ángel y antes de una huida radical del mundo ascético hacia la solidaridad, que parece presagiar la del propio autor, que asume la voz del personaje:
Ahora sé lo que significaba mi sueño. Páshenka representaba aquello que yo hubiera tenido que ser y no fui. Yo vivía para la gente con el pretexto de vivir para Dios, mientras que ella vive para Dios con el pretexto de vivir para la gente.
Cuenta Javier Cercas, extremeño de Gerona, en su libro Anatomía de un instante (Mondadori), que el 23 de febrero no hubo un golpe, sino tres. Esta trinidad es un aspecto esencial del acontecimiento, pues explica entre otras cosas, buena parte de las dudas y rumores que desde entonces se han venido difundiendo; en especial sobre el papel que ciertos políticos e instituciones desarrollaron durante el pronunciamiento y -lo que es probablemente más importante- en los meses previos, que forman parte de esa agitada parte de nuestra historia contemporánea a la que llamamos la Transición.
Los golpes eran tres, y tres los golpistas. El golpe más elemental era el de Tejero, un patán reaccionario que al mando de unas decenas de guardias civiles y a bordo de unos mugrientos autocares, tomó el edificio del Congreso. El golpe más lógico, el de Milans del Bosch, miembro de una saga de espadones golpistas; franquista, monárquico, y veterano de la División Azul; resentido por los manejos (naturales en una democracia, ante estas credenciales) que le habían privado de ser Jefe del Estado Mayor. El golpe más viscoso, el urdido por Armada, aristócrata, cortesano, secretario, confidente y amigo durante años del Rey, e incapaz de entender como cualquier humano (y mucho menos, Suárez, ese arribista provinciano) podía presidir un gobierno de España, en lugar de Alfonso Armada Comyn, marqués de Santa Cruz de Rivadulla.
El libro de Cercas analiza minuciosamente la grabación televisiva del acontecimiento, centrándose en los tres parlamentarios que no se arrojaron al suelo al comienzo de la balacera: Santiago Carrillo, el general Gutiérrez Mellado, Vicepresidente del gobierno, y el propio Adolfo Suárez.
Dice Cercas que Anatomía de un instante iba camino de ser una novela, pero que al final nació como un híbrido de crónica y ensayo. Puede especularse con que esa novela podría haberse centrado en tres personajes política y personalmente abatidos (Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo), que ese día se encuentran cada uno con su anverso. Suárez, el advenedizo, con Armada, el cortesano predestinado a ser valido del Rey. Gutiérrez Mellado, el franquista traidor que sirve de parapeto a la democracia contra los militares golpistas, se encuentra con Milans, el contumaz franquista cuyo nombre suena en cuantas intentonas se prepararon durante los primeros años de la Transición. Y Carrillo, el símbolo vivo de la España roja, enfrentado a Tejero, nacido en 1932, al que tenemos que imaginar como un producto perfecto y acabado del sistema educativo franquista, que enseñó a odiar todo lo que representaba la España republicana.
Cercas rebusca obsesivamente en las biografías de estos y otros personajes, en las circunstancias que condicionaron sus conductas para hacer comprensible el golpe y el contexto (“la placenta”, dice Cercas) en el que se gestó la intentona.
Al final, y a modo de coda sentimental, aparece el propio padre, recientemente fallecido, de Javier Cercas, porque el libro es también una crónica dirigida a quienes nacieron en torno a 1960 y les cuesta entender a sus padres y su actitud durante los últimos años del franquismo y la Transición.
Hace pocos meses se organizó un revuelo considerable ante el intento de colocar una placa honrando en el Congreso de los Diputados a la beata Maravillas de Jesús. Al final se impuso la cordura o la vergüenza, y no hubo nada.
Desde aquí una humilde proposición a nuestros próceres: lean el libro de Cercas, revisen hasta el dolor de ojos el vídeo del golpe, y pongan una placa en honor de Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo, que no eran beatos, ni mucho menos santos, pero que el día 23 de febrero de 1981 (mientras “el país entero se metió en su casa a esperar que el golpe fracasase. O que triunfase.”), demostraron estar dispuestos “a jugarse el tipo por defender la democracia”.
Octave Mirbeau. Memoria de Georges el amargado. Traducción de Lluís Maria Todó. Impedimenta. Madrid, 2009.
Es la memoria prosaica de un hombre sentado en un antro oscuro y húmedo que parece un símbolo del mundo. La publicó Octave Mirbeau en 1899 y la edita Impedimenta con traducción de Lluís Maria Todó.
Hoy, por casualidad, me he mirado en un espejo.
Así comienza esta novela corta e intensa que es una reflexión sobre la decrepitud física y la fealdad como reflejo de la ruina interior del narrador-protagonista y del resto de los personajes.
Georges L., que ha perdido todos los trenes, escribe la memoria de la insatisfacción y hace su autorretrato de hombre mediocre que no envejece porque ha nacido viejo. La escritura de estas memorias, que su viuda hace llegar al autor, es la última venganza del protagonista contra un mundo hostil y en descomposición, contra el pasado de su infancia sombría y su familia lamentable, contra el presente de un matrimonio humillante y una mujer odiosa. En contraste con la nítida prosa de Mirbeau, todo es viscoso y lóbrego en este catálogo de rostros siniestros que reflejan las ruindades personales y colectivas de una sociedad perversa.
En el París miserable donde trabaja como cajero o en la ciudad de provincias de la que viene Georges, sólo los animales –los perros o las gallinas- tienen destellos de inteligencia, afecto, voluntad o ironía.
Sospechoso de un crimen sórdido, Georges pasa un día detenido en un calabozo. Y a partir de ese momento, la novela toma otro cariz, menos individual, y se convierte en una denuncia de las leyes y el sistema penitenciario, en un alegato contra las desigualdades y las injusticias.
La piedad y la rebeldía surgen de aquel hombre arrestado en medio de otros hombres. Y así la peripecia personal de un ser empequeñecido por las circunstancias acaba transformándose abruptamente en un grito, en la airada denuncia social y cultural de una colectividad que encubre la miseria tras el brillo aparente de su lujo:
En París los filósofos del optimismo mortífero no ven la miseria. ¡No sólo no la ven, sino que la niegan!
Natasha Trethewey. Guardia nativa. Edición bilingue. Traducción y prólogo de Luis Ingelmo. Bartleby Editores, Madrid, 2009.
Desconocida en España hasta ahora, Natasha Trethewey (Misisipi, 1966) obtuvo el Premio Pulitzer de Poesía con Guardia nativa, su tercer libro.
Guardia nativa se plantea como una elegía doble para restaurar una parte de la memoria histórica de los Estados Unidos y de la memoria personal de su autora a través de un conjunto sólido de poemas que acaba de publicar Bartleby en edición bilingüe con traducción y prólogo de Luis Ingelmo.
A veces la historia no la escriben los ganadores. Quienes han reescrito la historia desde una perspectiva racista han borrado la participación de soldados negros en la Guerra de Secesión. Aquellos regimientos de libres o libertos, desatendidos y despreciados, relegados a tareas insalubres o rebajados a la consideración de animales de carga, integraban la Guardia nativa de la que toma título este libro. Para rescatarlos del olvido y del silencio, les presta su voz Natasha Trethewey .
Fiel a la vocación narrativa de la poesía norteamericana, el relato central de las tres partes del libro se organiza en torno a un conjunto de fotografías y a diez sonetos de un soldado negro durante la Guerra de Secesión. Se agrupan bajo el rótulo Guardia nativa y se encadenan en una estructura circular en forma de corona de homenaje fúnebre.
En esa parte las Escenas de la historia documental de Misisipi son otro espléndido conjunto de poemas que toman como punto partida una fotografía. Es lo que ocurre en este Glifo, Aberdeen, 1913:
La cabeza el niño inclina, como en sueños. Desnudo el pecho, de perfil, se sujeta en el regazo del hombre que, con peto, flaco, mece el brazo delgado del niño -codo en punta, de hueso y piel marcas blancas- tira de él para exhibir al contrahecho y acentuar -joroba, columna curva- el diario infortunio de su vida, el niño que le sigue a los campos, horas junto a un saco pasa, desplomado inquiere su cuerpo ¿cuánto algodón?, o ¿cuánta comida? buscando en la nevera de la cocina, o de rodillas en la iglesia a su lado, ¿por qué, Señor, por qué? Posan y nos dicen Miradnos, del dolor somos la silueta: con él carga el niño, un túmulo como tierra sobre una tumba amontonada.
Las otras dos partes del libro, más líricas, reflexivas y evocadoras, se centran en la propia biografía de la autora y en las composiciones elegiacas en memoria de su madre, asesinada y silenciada también en una tumba sin nombre. El paralelismo con los soldados afroamericanos es evidente. No hay lápidas para conservar su memoria y el libro las reivindica cuando se convierte en el monumento que rescata los nombres de los soldados negros y de su madre, también negra.
Por eso Natasha Trethewey, hija de un matrimonio interracial, de padre blanco y madre negra, dedica el volumen a la memoria de su madre, Gwendolyn Ann Turnbough. El tono de esos textos sobre el Sur, Misisipi, el mestizaje y los recuerdos familiares es el de este poema, provocado por la muerte de su madre:
Tras tu muerte
Saqué primero tu ropa de los armarios, a la basura tiré la fruta, macada por el tacto de tu mano, dejé vacíos
tus tarros de conservas. Al día siguiente oí unos pájaros en los frutales, luego, al ir a coger un higo maduro y suelto,
lo encontré medio comido, la otra mitad pudriéndose, o -como otro que arranqué y abrí al medio- comido desde dentro hacia fuera:
mil insectos lo vaciaban. Llego tarde de nuevo, otro espacio por la pérdida hueco. El mañana, el frutero que habré de llenar.
Seguramente, como escribe Calasso, el destino más deseable para un pintor es convertirse en un color, pasar a la historia identificado con un cromatismo personal. Eso era Tiepolo para Proust: “el rosa cereza que es tan particularmente veneciano que se llama rosa Tiepolo.” Ese color unía en el recuerdo proustiano a Odette, Albertina y la Duquesa de Guermantes, tres mujeres muy distintas de su serie novelística.
Sobre ese color y el artista que lo identifica ha escrito Roberto Calasso El rosa Tiepolo, un libro memorable que publica Anagrama y está a medio camino entre el ensayo y la novela, entre el estudio de Historia del Arte y el relato biográfico. Es la quinta entrega de un proyecto que se inició con La ruina de Kasch, siguió conLas bodas de Cadmo y Harmonía, Ka y K, y ha continuado con un sexto libro,La folie Baudelaire, que no ha sido traducido aún.
Giambattista Tiepolo, pintor veneciano del XVIII que acabó sus días en 1770 en el Madrid de Carlos III, fue, en palabras de Calasso, el último soplo de felicidad en Europa. Con él se cerraba una época (entre los grandes de la pintura, Tiépolo fue el último que supo callar) y se despedía la pintura para dejar su lugar a los artistas.
Su apacible vida feliz, su biografía invisible (Tiepolo esla desesperación del biógrafo) en la Venecia del XVIII es la de alguien que está más cerca del artesano que del intelectual ilustrado. Fue un pintor de técnica refinada, incomprendido y denostado en ocasiones por su aparente facilidad, por su fluidez creativa (representó mejor que nadie la sprezzatura, la ligereza que recomendaba Castiglione como alternativa a la afectación) o por su exceso de teatralidad.
Todo es teatral en su pintura. Sus frescos en los techos Würzburg y en el Palacio Real de Madrid, sus cielos con figuras, son máquinas teatrales que incorporan una peculiar compañía de actores y figurantes.
Pero el Tiepolo central de este libro, el que despierta la atención de Calasso, no es el de esos frescos espectaculares en la gloria de su escenografía barroca. Es el Tiepolo de los grabados, el de los diez Caprichos horizontales y sobre todo el de los veintitrés Scherzi verticales.
Los argumentos enigmáticos de esos grabados misteriosos y oscuros, sus fantasías secretas, los obsesivos sueños de la razón que se suceden en ellos construyen una novela muda que tuvo su preludio y su diseño espacial en los Caprichos y su expresión más alta en los Scherzi.
Extraños y graves, herméticos e inquietantes, Calasso acepta el desafío que plantean los grabados y se centra en el análisis de sus personajes, sus motivos y sus claves, en los lugares en que transcurre esa novela demoniaca y circular, en la importancia que tiene en ellos la mirada o en la función crucial que desempeñan los personajes orientales.
Las abundantes ilustraciones que acompañan al texto ponen de manifiesto la teatralización del mundo en los frescos de Tiepolo, el misterio de sus grabados y el estilo depurado y tardío de los nueve lienzos de caballete que pintó en Madrid, una de las zonas más memorables de su obra. Fue poco antes de su despedida secreta para entrar en el purgatorio de un largo olvido.
Esas ilustraciones evidencian la soltura de su pincel y el desenfado de sus representaciones mitológicas. Con el mismo desenfado, la misma soltura y la misma naturalidad de la sprezzatura, afronta Calasso este acercamiento profundo a las profundidades de Tiepolo.
Ángel Vázquez. Fiesta para una mujer sola. Prólogo de Sonia García Soubriet. Rey Lear. Madrid, 2009.
Ángel Vázquez (1929-1980) fue posiblemente el último escritor maldito de la literatura española. Indefinible como el Tánger donde nació y vivió hasta 1965, marginal por vocación y por destino, escritor a contracorriente e inclasificable, la literatura fue para él una forma de defenderse de las injurias de la vida.
Ángel Vázquez publicó en 1964 la segunda de sus tres novelas, Fiesta para una mujer sola, que acaba de rescatar Rey Lear con prólogo de Sonia García Soubriet. Tardaría doce años en publicar su tercera novela, la espléndida y desgarradaLa vida perra de Juanita Narboni. Inadaptado y pobre, solitario y alcohólico, despectivo consigo mismo y con su escritura, exigente hasta el límite del rechazo, un rato antes de morir en una pensión de Atocha de un ataque al corazón había estado quemando dos novelas que no había conseguido terminar y que sus amigos tienen por lo mejor que había escrito.
Fiesta para una mujer sola es una obra de encargo, una novela alimenticia que Vázquez había contratado con sus editores para aprovechar el tirón comercial de Se enciende y se apaga una luz, con la que había ganado el Planeta en 1962.
Pero se acabó convirtiendo en la novela maldita de un escritor maldito. La novela, que habla de adulterios, homosexualidad y libertad de costumbres en un Tánger decadente, no gustó a la censura franquista, que sin llegar a prohibirla dificultó su distribución. El silencio o los reproches de la crítica oficial, cómplice habitual de los censores, hizo el resto y Fiesta para una mujer sola acabó descatalogada y olvidada.
Cuando la escribió, Tánger, que es el eje de la novela, había dejado de ser la ciudad del esplendor cosmopolita y era un lugar en decadencia, un mundo que Ángel Vázque había visto cómo se derrumbaba. La vieja ciudad internacional había perdido su estatuto especial para convertirse en una ciudad marroquí en la que convivían caóticamente lenguas y religiones, razas y clases sociales, los restos del lujo y la frecuente miseria, las fiestas en los jardines y las tabernas de mala muerte.
Como a otros europeos, la nueva situación relegó a un lugar secundario a Ángel Vázquez, que la escribió poco antes de abandonar Tánger para arrastrar sus vagabundeos por el Madrid oscuro de las pensiones.
Como en sus novelas o en los cuentos que Pre-Textos ha editado recientemente, el autor proyectó en la ciudad norteafricana su amargura, la metáfora de su situación personal. Tánger es, como en La vida perra de Juanita Narboni, no sólo el telón de fondo de la narración, es el centro de una novela sobre la decadencia de la ciudad y sus habitantes.
La protagonista, la madura e insatisfecha Paula, una probable metáfora de la ciudad, es el eje, la guía y el precedente de la soledad destructiva de Juanita Narboni, la imagen de la soledad en una ciudad que ya no existe, la expresión del vacío presente (Mi vida es una isla rodeada de muertos) en el centro de una novela rememorativa en la que irrumpe la presencia de un joven recién llegado como un soplo de aire nuevo y de vida.
Una novela en la que el pasado se impone con la misma fuerza que en el resto de la obra de Ángel Vázquez, que despliega aquí su pericia en la construcción de diálogos - La vida perra... será un portentoso monólogo- y da muestras de la enorme potencia descriptiva de su prosa, de su capacidad de recordar el tiempo perdido a través de la sensación o la evocación proustiana de los olores de la ciudad.
Virginia Woolf. El lector común. Selección, traducción y notas de Daniel Nisa Cáceres. Lumen. Barcelona, 2009.
Lumen sigue publicando nuevas entregas de su Biblioteca Virginia Woolf. El título más reciente, El lector común, es una colección de ensayos y artículos sobre la literatura que más le interesó y que modeló su escritura.
En el capítulo inicial, que da título al libro y justifica su enfoque, escribe Virginia Woolf:
El lector común, como da a entender el doctor Johnson, difiere del crítico y del académico. Está peor educado, y la naturaleza no lo ha dotado tan generosamente. Lee por placer más que para impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas. Le guía sobre todo un instinto de crear por sí mismo, a partir de lo que llega a sus manos, una especie de unidad -un retrato de un hombre, un bosquejo de una época, una teoría del arte de la escritura. Nunca cesa, mientras lee, de levantar un entramado tambaleante y destartalado que le dará la satisfacción temporal de asemejarse al objeto auténtico lo suficiente para permitirse el afecto, la risa y la discusión.
Y en el texto que lo cierra -¿Cómo debería leerse un libro?, que fue antes una conferencia para un colegio femenino- da este consejo:
El único consejo, en verdad, que una persona puede dar a otra acerca de la lectura es que no se deje aconsejar, que siga su propio instinto, que utilice su sentido común, que llegue a sus propias conclusiones.
Entre ambos textos, Virginia Woolf hace un repaso de sus lecturas y, sobre todo, una invitación a la lectura modélica del lector común, aquella que está libre de prejuicios académicos y no se deja orientar por otra guía que su propio gusto y su independencia de criterio.
Con su criterio propio de lectora común, Virginia Woolf escribe memorablemente sobre la literatura griega clásica como alternativa al consuelo cristiano y a la confusa vaguedad del mundo contemporáneo; se acerca a Defoe, uno de los grandes escritores sencillos, a través de Moll Flanders y de Roxana; declara su simpatía por Jane Austen, la artista más perfecta entre las mujeres, y su profunda clarividencia de lo cotidiano y habla con admiración de otras escritoras como Emily Brontë - supo liberar la vida de su dependencia de los hechos; con unos cuantos toques, indicar el espíritu de un rostro para que no necesitara cuerpo; hablando del páramo, hacer que el viento soplara y rugiera el trueno - o George Eliot, una figura memorable.
Una evocación necrológica de Conrad, con un agudo estudio de Marlow como la proyección analítica y sutil del novelista desdoblado en su personaje; la voz poética perdurable de John Donne en su tercer centenario son el eje de algunos de los mejores ensayos de un volumenque aborda también el análisis de Robinson Crusoe (una obra maestra), el Viaje sentimental de Sterne o la autobiografía de De Quincey como paradójica suma de defectos y muestra de talento.
El lector común se completa con el estudio de una obra de Elizabeth Barret Browning, Aurora Leigh, una rara mezcla de poema y novela que se quedó en embrión frustrado de la obra maestra que aspiraba a ser, y un análisis de las novelas de Thomas Hardy con motivo de su muerte.
Son las lecturas en voz baja, las propuestas de una lectora excepcionalmente penetrante, mucho menos común de lo que sugiere el título.
Marina Tsvetáieva. Confesiones. Vivir en el fuego. Edición y prólogo de Tzvetan Todorov. Traducción de Selma Ancira. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2008
Explicaba Joseph Brodsky en Una poetisa y la prosa (Menos que uno) que la prosa de Marina Tsvietáieva, para él la mejor poeta del siglo XX, no era más que la continuación de su magnífica poesía por otros medios. Las entradas en su diario o sus recuerdos novelados –añadía- recomponen la metodología del pensamiento poético en un texto en prosa y son una retirada desde la realidad hasta la infancia.
Es inevitable recordar el juicio de Brodsky al leer la edición de sus Confesiones que ha preparado Tzvetan Todorov. La publica Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores con traducción de Selma Ancira y un abundante y elocuente material gráfico.
Todorov ha ido extrayendo de los apuntes autobiográficos y cartas de Marina Tsvietáieva una gran cantidad de textos de carácter confesional, los ha ordenado, comentado y les ha puesto título: Vivir en el fuego, que es una propuesta de autobiografía póstuma reconstruida por el editor con grandes cantidades de talento, trabajo y conocimiento de la obra de la Tsvietáieva.
A lo largo de toda su vida – escribe Todorov- Tsvietáieva, esa impía, no cesa de confesarse.
Y el intenso monólogo confesional que es toda su obra es un reflejo de su vida complicada, un refugio de consuelo y el resultado de ordenar pensamientos y sentimientos para expresar su sensación del mundo entre la Rusia zarista y la soviética, que abandonó para instalarse, tras un intermedio en Alemania y Checoslovaquia, en París entre 1925 y 1939, durante quince años de exilio que fueron cruciales en su biografía y en su obra.
Cuando regresó en 1939 a la URSS para reencontrarse consigo misma, sólo se encontró el dolor y la muerte. Pero siguió escribiendo y anotando en sus libretas y diarios, completando un relato conmovedor en el que proyecta no sólo su existencia personal y su actividad literaria, sino un tiempo y unos lugares tan problemáticos y adversos como los que le tocó padecer.
Por eso, porque vivió y escribió intensamente en el fuego de Prometeo, porque se sentía feliz viviendo en la llama y todo en ella aspiraba al incendio a través del amor y de la escritura, en octubre de 1940, diez meses antes de ahorcarse, retocó un verso de Anna de Noailles para hacerlo suyo, para prever su muerte y para celebrar por anticipado su destino póstumo:
José Bergamín. Poesías completas I. Edición de Nigel Dennis. Pre-Textos. Valencia, 2009.
Después de que haya pasado más de un cuarto de siglo desde su muerte, se reúne la Poesía completa de José Bergamín (Madrid, 1897 -Fuenterrabía, 1983) en una coedición de la editorial Pre-Textos y la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales.
Nigel Dennis es el responsable de esta edición, que recopilará toda la obra en verso de Bergamín en dos volúmenes. El primer tomo recoge todos sus libros de poesía, desde los primeros, Rimas y sonetos rezagados y Duendecitos y coplas, que publicó tardíamente, después de su primer regreso a España en 1958, hasta los últimos, Esperando la mano de nieve –quizá su culminación poética- y Canto rodado, pasando por La claridad desierta y Del otoño y los mirlos.
José Esteban, que editó su poesía casi completa en los años ochenta en Turner, lo definió como “un auténtico fantasma en el mundo cultural español.” Y sin embargo, su figura tuvo una importancia decisiva en el 27 desde su primer libro, El cohete y la estrella, una temprana colección de aforismos de 1923, y sobre todo con la fundación y dirección de Cruz y Raya, revista de afirmación y negación.
Ya en el exilio, tuvo también un papel destacado con la Editorial Séneca, en la que publicó la primera edición de Poeta en Nueva York en 1940 y las obras completas de Antonio Machado.
Inclasificable y complejo, ingenioso y contradictorio, claro y difícil, católico y heterodoxo, no hay un solo Bergamín, sino muchos (el ensayista, el crítico, el disidente, el aforista, el editor, el dramaturgo), como señala Nigel Dennis en su estudio introductorio.
Aunque ya los aforismos de El cohete y la estrella tenían un innegable fondo lírico, uno de esos Bergamines, el más raro, el más tardío, es el que empezó a publicar su poesía en 1962, casi a sus setenta años, tras volver a España:
Mi poesía es rezagada porque se ha quedado en mí como un remanso de agua.
Como una corriente clara que transparenta hasta el fondo del cauce que la remansa.
Se me ha quedado en el alma posando la turbulencia sonora de mis palabras.
Como una voz que se apaga y va abriéndole al silencio su música más callada.
Conceptista y seca, es una poesía heredera de los escritores barrocos y del Machado proverbial y neopopularista de las coplas:
Y yo, español rabioso y sin blanca –escribía Bergamín en una carta de 1955- ¿qué voy a hacer mejor que coplas? Cantar a mi modo: esquelético, duendístico y musarañero. Respirar por la herida. Y no sé por cuál... ¡Tengo tantas! Por cualquiera de ellas.
Una poesía nieta de los sonetos de Quevedo, afilada como la figura y la inteligencia de Bergamín, ocurrente y honda, reflexiva e ingeniosa, irónica y moralizadora, llena de paradojas y de quiebros verbales. Una poesía conceptuosa a veces, chispeante otras, que combina la preocupación por dos temas centrales, la muerte y el amor, con la religiosidad problemática de su autor:
No te entiendo, Señor, cuando te miro frente al mar, ante el mar crucificado. Solos el mar y tú. Tú en cruz anclado, dando a la mar el último suspiro.
No sé si entiendo lo que más admiro: que cante el mar estando Dios callado; que brote el agua, muda, a su costado, tras el morir, de herida sin respiro.
O el mar o tú me engañan, al mirarte entre dos soledades, a la espera de un mar de sed, que es sed de mar perdido.
¿Me engañas tú o el mar, al contemplarte ancla celeste en tierra marinera, mortal memoria ante inmortal olvido?
El segundo tomo incluirá, además de la poesía dispersa que Bergamín publicó en revistas y periódicos, un considerable conjunto de poemas inéditos.