15 enero 2024

Shakespeare. Tragedias

 


William Shakespeare.
Tragedias.
Edición bilingüe.
Traducción y edición de Vicente Molina Foix.
Anagrama. Barcelona, 2023.

 SEPULTURERO
 Esta calavera lleva enterrada veintitrés años. 
HAMLET
¿De quién era? 
SEPULTURERO
De un hijo de puta que estaba loco. ¿De quién creéis que fue?
 HAMLET
No lo sé.
 SEPULTURERO 
¡La peste se lo coma, por pillo! Una vez vació en mi cabeza una jarra de vino del Rin. Esta mismísima calavera, señor, fue la calavera de Yorick, el bufón del Rey.
HAMLET
¿Esta? 
[Toma la calavera]
SEPULTURERO
Esa misma 
HAMLET
Ay, pobre Yorick. Le conocí, Horacio, y era sarcástico hasta el infinito y ocurrente como ningún otro. Mil veces me habrá llevado en sus espaldas, y ahora… qué aborrecible me resulta pensarlo. El estómago se me revuelve. Aquí estaban esos labios que besé tan a menudo. ¿Dónde han ido a parar tus burlas y tus brincos, tus canciones, tus destellos de hilaridad, que solían provocar la carcajada de los comensales? ¿No queda nadie para mofarse de esta sonrisa tuya? ¿Siempre con la boca abierta, eh? Vete enseguida al tocador de mi señora y dile que aunque se ponga un dedo de colorete terminará pareciéndose a ti. Hazla reír con eso. Horacio, te lo ruego, dime una cosa.
HORACIO
¿Qué, mi señor? 
HAMLET
¿Tú crees que Alejandro Magno tenía este aspecto bajo tierra? 
HORACIO
El mismo.
 HAMLET
¿Y olía así? ¡Puaf!
[Tira la calavera] 
HORACIO
Igual, mi señor.


Así de bien suena esa escena ante la calavera de Yorick -tantas veces asociada erróneamente al monólogo ‘Ser o no ser…’-, de La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, en la traducción de Vicente Molina Foix que Anagrama publica junto con La tragedia del rey Lear en una magnífica edición bilingüe que llega hoy a las librerías en dos tomos reunidos en el estuche Tragedias

Y esta es la versión que propone Vicente Molina Foix de la intensa conversación inicial entre Lear y Cordelia que desencadena una espiral incontrolable de errores ya en la primera escena del acto I:

LEAR
Y ahora tú, mi alegría, aunque menor, no menos. 
La hierba de Borgoña y el viñedo de Francia 
por tu amor compiten. ¿Qué dirás por ganar 
una porción más rica que tus hermanas? Habla.
CORDELIA
Nada, mi señor.
LEAR
¿Nada?
CORDELIA
Nada.
LEAR
Nada saldrá de nada. Habla otra vez.
CORDELIA
Infeliz de mí, que no puedo sacar
el corazón a la boca. Amo a su majestad
como debo. No más, no menos.
LEAR
Cordelia, ¿qué es esto? Enmienda tus palabras,
no sea que estropees tus bienes.
CORDELIA
Mi buen señor, 
vos me habéis engendrado, alimentado, amado, 
Y yo como es debido pago esas deudas:
os amo, os respeto, os obedezco.
¿Por qué tienen marido mis hermanas
si sólo a vos os quieren? En mi boda,
aquel con quien contraiga esponsales de mí obtendrá 
la mitad de mi amor, una mitad de entrega y deber.
Nunca habré de casarme como ellas, 
para amar a mi padre solamente.
LEAR
¿Eso es lo que dice tu corazón?
CORDELIA
Sí, mi señor.
LEAR
¿Tan joven como es y ya tan duro?
CORDELIA
Tan joven, mi señor, y tan sincero.
LEAR
Pues la sinceridad entonces será tu dote.
Por el sagrado brillo del sol, 
por la noche y los misterios de Hécate, 
por todos los designios de los astros 
que nos hacen nacer y morir, 
renuncio aquí y ahora a mi cariño, 
a todo parentesco y vínculo de sangre.
Una extraña serás en mi alma 
desde hoy y por siempre.

Como a todos los clásicos que lo son de verdad, a Shakespeare no se le acaba de leer nunca. En cada nueva traducción, en cada cada nueva lectura, en cada nueva puesta en escena de sus variadas tramas incide una luz distinta. 

En este cofre habitan la duda permanente de Hamlet, un intelectual alojado en la incertidumbre, en el continuo aplazamiento de la venganza que le ha prometido al espectro de su padre asesinado, y la historia del rey que tenía tres hijas en esa otra cima del teatro que es El rey Lear, la más desoladora y la más ambiciosa de las tragedias de Shakespeare, que reflexiona aquí sobre el tiempo y el poder, la vanidad y la decadencia física, la naturaleza agresiva, la soledad y la muerte. 

Auden destacó la distancia que separa las tragedias griegas, en las que el desastre viene desde fuera como una maldición inevitable, de las de Shakespeare, en las que los personajes labran minuciosamente el camino de su ruina. En estas dos tragedias, unidas por su altísima calidad y por temas como la locura y la violencia, el trono y la sangre, el error y la ira o las relaciones entre padres e hijos, esa ruina procede del exceso de reflexión que conduce a la quiebra del idealismo y a un escepticismo nihilista y autodestructivo en el caso del joven Hamlet, excéntrico e incapaz para la acción, o brota de la irracionalidad impulsiva y ciega, aunque  igual de  autodestructiva, del viejo Lear. 

Como todos los clásicos que están por encima del tiempo, Shakespeare es también un hombre profundamente vinculado a su época, un autor que hace la crónica del pasado, el resumen del presente y la profecía del futuro. Y así como lo más local suele ser clave de lo universal si lo trata una mano con talento artístico, así también la obra que hunde sus raíces en el presente puede ser la cifra intemporal del mundo. No hay asunto de la actualidad que no esté planteado y resuelto en un clásico que, más que ningún otro, es sinónimo de contemporáneo. No hay más que echar un vistazo alrededor para darse cuenta de la vigencia de Shakespeare. Un mundo que sigue habitado por el desvarío irreflexivo de Lear y por la lucidez perpleja del desconcertante y enigmático Hamlet, que no deja de proyectar sus vacilaciones en constantes preguntas sin respuesta.

Complejas, cercanas y distantes a la vez, esas criaturas de Shakespeare no son arquetipos, sino las encarnaciones más definitivas de los comportamientos humanos. En eso consiste la invención de lo humano de la que hablaba Harold Bloom, que al comienzo de su excelente Shakespeare. La invención de lo humano, respondía a la posible pregunta ‘¿Y por qué Shakespeare?’, con una respuesta también interrogativa, aunque retórica: ‘Pues, ¿quién más hay?’

“En esta edición bilingüe y completa, no anotada, de las dos tragedias fundamentales de Shakespeare -escribe Molina Foix-, he traducido con la mayor fidelidad pero atendiendo más rigurosamente al sentido y al sonido que a la estricta caja silábica de la métrica inglesa. He buscado rima donde el original la tiene, alternando en el resto la prosa cuando Shakespeare la escribe y, para el pentámetro yámbico isabelino, un verso castellano irregular y variable, endecasílabo a veces pero también octosílabo y alejandrino.”

Las dos espléndidas traducciones de Molina Foix son una nueva oportunidad para comprobar con una nueva lectura que a Shakespeare no se le acaba de leer nunca. Sus textos siempre parecen recién escritos. Y más cuando se proyecta sobre ellos la luz de una nueva versión, como la de esta estremecedora escena de Lear y el bufón bajo la tormenta en el tercer acto:

LEAR  
¡Soplad, vientos, rompeos las mejillas! ¡Rugid, soplad! 
¡Diluvios y huracanes, chorread 
hasta empapar las torres y ahogar sus altos gallos! 
Sulfúreas centellas, que cruzáis como ideas 
y precedéis al rayo que parte en dos el roble, 
chamuscad mis canas; y tú, batiente trueno, 
aplana con tus golpes el grueso orbe del mundo, 
rompe el molde de la naturaleza, echa por tierra el germen 
que crea al hombre ingrato.
BUFÓN 
Ay, abuelo, mejor que te salpique  la saliva untuosa del cortesano en lugar seco que esta lluvia aquí fuera. Sé bueno, abuelo, entra, pide la bendición a tus hijas. Hace una noche que no se apiada ni de sabios ni de bobos.
LEAR
¡Que retumbe tu panza! ¡Escupe, fuego! ¡Lluvia, chorrea! 
Lluvia y viento, rayo y llamas, no sois hijas mías.
No os acuso, elementos, de inclemencia.
Nunca os di un reino, ni fuisteis de mi prole.
No me debéis adhesión. Descargad pues 
vuestro horrible deleite. Soy vuestro esclavo, vedme, 
un viejo inútil, pobre, débil, vejado, 
pero aun así os declaro cancilleres serviles, 
que a dos funestas hijas unís vuestras escuadras, 
en la altura engendradas, contra una cabeza 
tan vieja y tan blanca como la mía. ¡Ah, qué repugnante! 
BUFÓN 
El que tiene casa donde meter la cabeza algo tiene dentro de la cabeza.


Santos Domínguez 



12 enero 2024

Ángel García López. Testamento hecho en Wátani


  

Ángel García López.
Testamento hecho en Wátani.
Reino de Cordelia. Madrid, 2023.


Pongo fin a estas líneas y, acabada su lluvia, 
destila aún la memoria, gota a gota, este zumo 
que el destino ha guardado de su vértigo extraño 
sobre mí. Oigo cerca la mano cenicienta
de la muerte, sus golpes en la luz que, esta noche, 
¿no tendrá nunca día?
                                     He sellado este aullido 
bajo el halo, hoy tan vivo, de la luna de Wátani.
                      
Así comienza la primera de las veintiuna tiradas que componen Testamento hecho en Wátani, el último libro de Ángel García López que publica Los versos de Cordelia. 

Y así termina ese primer fragmento del libro, subtitulado Fábula acerca del secuestro y de la usurpación de la poesía por los falsos poetas:

                      Desde entonces deambulo 
por un camino angosto de cristales opacos 
lejano de mi casa y cercano del frío.
¿Habrá muerto en Masnive, para siempre, aquel canto?
 
Testamento hecho en Wátani, que tiene su germen en el poema homónimo de Mester andalusí (1978), es un poema río, un largo poema articulado en esos veintiún fragmentos que en su conjunto constituyen el testamento poético y vital del poeta, su despedida emocionada y agradecida de la vida y la poesía que se anuncia ya en la elección del paratexto cervantino de la dedicatoria del Persiles, quizá la mejor página que escribió Cervantes: “Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo…”

‘Bajo el cielo de Wátani’ se titulaba uno de los poemas más potentes de Cuando todo es ya póstumo, en el que escribía Ángel García López estos versos:

Sobre ti, luna extinta,
pese leve la tierra. Sitio eterno éste tuyo bajo el cielo de Wátani,
brezal donde el consuelo no hallará nunca día.
Escindida hoy del mundo,
Tu muerte a mi palabra ha dejado sin nido. Tú eras ella, voz única.
La que, ahora, conclusa, sepultada en lo mudo, es ceniza contigo.

Y hay también algo -o mucho- de póstumo en el tono y en la mirada de ese comienzo y en el tratamiento del tiempo interior del libro desde ese poema inicial.

Partiendo de una denuncia del poeta y editor Abelardo Linares -“La casa de la Poesía es una casa en la que los okupas han echado a los poetas y se han quedado a vivir ahí”-, Ángel García López lamenta, con la maestría de su palabra y la cadencia solemne de sus alejandrinos, la ocupación de la “Casa feliz de la Poesía”, usurpada por los falsos poetas que desalojan del recinto a los poetas verdaderos. 

A la casa, aquel día —según quedara escrito 
y he podido saberlo transcurridos los años—
fue llegando un tumulto de hombres extranjeros, 
de otro lado del río. Rodearon los muros 
con un dogal de lumbre y pusieron empeño
en herir su hermosura al saberla abatible,
sin defensa y sin armas, como un lirio sin cuerpo. 
Apenas empezada a nacer la mañana
llegaron en tropel, haciendo un ruido extraño
los herrajes y escudos con que el cuerpo cubrían. 
De avidez y codicia, ocelos de alimaña
alertaban señales allí donde esplendía
un objeto con brillo de metal, abalorios,
las cuentas de colores en pulseras y cintos.
[…]
Y arrogantes, y ebrios de jactancia y acíbar,
así nos despojaron de aquel lugar abierto
a la luz y los pájaros.
                                  Nuestra casa dejaba 
de ser del sol, y nuestra, al final de ese día.

Es la profecía cumplida de Jonás, que avisaba del desastre en un viejo pergamino manuscrito que el poeta empezó a descifrar hace sólo tres lustros. Comenzaba con estas palabras:

De la casa, muy pronto, te verás expulsado. 
Señalada ha quedado de tu obra su muerte 
y el dedo del silencio ya ha borrado tu nombre.

Pero Testamento hecho en Wátani es mucho más que una denuncia de la  impostura de los malos poetas que degradan la poesía y destruyen su casa. Es también, en el fondo, un libro de gracias, una declaración de fe en la poesía, un recuento orgulloso y una celebración rememorativa del itinerario poético desarrollado a lo largo de setenta y cinco años de dedicación a la poesía.

Y sobre todo una nueva demostración de la altura poética de Ángel García López, que ha habitado desde los trece años en esa casa de la poesía hoy ocupada por advenedizos que la usurpan:

Y encontré cómo era la palabra hecha un cuerpo 
nacido en la Poesía al cumplir trece años.

Desde aquella mañana todo fue ya manera 
distinta de ser otro del que antiguo crecía 
dentro de mí.

Este Testamento hecho en Wátani tiene más de cima gloriosa que de final sombrío: es una nueva manifestación de la portentosa capacidad expresiva de Ángel García López y de la asombrosa potencia verbal de su poesía de temple clásico, apoyada en imágenes que se despliegan en la armonía melódica de sus versos y en el equilibrio de sus hemistiquios. Poesía como transfiguración vibrante de la realidad transcendida con la autenticidad de su voz singular y con la certera precisión de su palabra.

Este es un libro de plenitud creativa, sostenida ahora en una mirada a la vez distante y apasionada, en la voz poderosa que se despide, pero sobre todo se afirma con estos versos, del último fragmento del poema de un poeta verdadero y alto:

Heme aquí, ya abocado a las hondas procelas 
de la muerte. El periplo tan largo de mi vida 
avista su final.
[…]
             Mas, qué importa, amor mío, 
pues feliz siempre he sido. Los años yugulados 
bajo el cielo de Wátani un arpón son de oro 
en mi pecho alojado.
                                  Para ti dejo ahora 
ajuar que te acompañe aún después de mi muerte, 
lo tanto inexistente que es mi reino invisible.
A tu amor hoy entrego esto poco que resta 
de aquello que ha quedado de mi pluma sin vida.
Cuando yo me haya ido, permanece a mi lado; 
escóndeme en tu seno, donde dicha no acabe.
Y, en lo eterno del canto, vean tus siglos mi rostro.


Santos Domínguez 




10 enero 2024

Ortega. Vidas, obras, leyendas


 José Ramón Carriazo Ruiz.
Ortega.
Vidas, obras, leyendas.
Cátedra Biografías. Madrid, 2023.

Vidas, obras, leyendas es el subtítulo de la biografía de Ortega y Gasset que publica en Cátedra Biografías José Ramón Carriazo Ruiz, que explica ese subtítulo en el epílogo con estas palabras: 

En las páginas anteriores, le hemos tomado la palabra a Ortega y, puesto que el tema de este libro son sus vidas, sus obras y las leyendas que se tejieron en torno suyo, se ha trazado la biografía de estos tres temas plurales, sus historias como la narración de las experiencias y aventuras vitales de Ortega, en cuanto leyenda del propio Ortega que vive en él y al que le pasan cosas con él, del mismo modo que a él con su circunstancia en el mundo. […] Esta narración se ha elegido como aproximación a la verdad manifiesta en los textos y documentos, y velada tras las leyendas tejidas en torno a nuestro personaje. Al contar los hechos, dichos, obras y mitos de uno de los autores más relevantes son lengua española del siglo XX, nos hemos tenido que enfrentar a los relatos biográficos que nos han precedido -otras vidas de Ortega escritas antes que esta- y a las interpretaciones de su obra que llenan las bibliotecas y archivos digitales de la centuria presente, que muestran unas tradiciones interpretativas y ocultan otras.

Como en el resto de los volúmenes de esta ya imprescindible colección de Biografías Cátedra, además del mero relato biográfico, el foco de atención se proyecta sobre la constante interrelación entre vida y obra, entre biografía y pensamiento, de tal manera que, más allá de las múltiples circunstancias externas y de las peripecias vitales del biografiado y de su intensa actividad pública, el libro presta mucha atención al proceso formativo de su personalidad intelectual, a la construcción de su universo filosófico, a la trascendencia de su sistema de pensamiento, que cambió decisivamente el rumbo de la filosofía española contemporánea, y a la dimensión lingüística de su obra plural.

Por eso esta biografía de Ortega incide, como señala su autor, “en los aspectos lingüísticos y literarios que lo convierten en un autor imprescindible para entender los cambios que la modernidad y sus crisis han traído al oficio del escritor, ensayista y prosista, divulgador de la filosofía y la ciencia de su tiempo, traductor, editor, promotor de diccionarios, rescatador del conocimiento y la sabiduría que se encierra en la lengua coloquial, en el sentido común y en el hallazgo metafórico. La voluntad de intervenir de forma profunda y exclusiva en el destino de su pueblo explica lo que su obra tiene de variable, ocasional y circunstancialista.”

Organizado en cuatro partes cronológicas -Estirpe y formación (1883-1913), La ida (1914-1931), La vuelta (1932-1955) y Final-, el volumen arranca con un seguimiento de los años de formación de Ortega (el doctorado en Filosofía y Letras, sus decisivos viajes a Alemania, su estancia en Marburgo) y se adentra a continuación en un momento de enorme creatividad -desde El Espectador a Misión de la universidad pasando por El tema de nuestro tiempo, La deshumanización del arte, Ideas sobre la novela o La rebelión de las masas- que le consagra como una de las figuras más destacadas del pensamiento europeo del primer tercio del siglo XX, pero también como el intelectual comprometido con la cultura de su tiempo -desde la editorial Calpe o con la fundación de Revista de Occidente- y con la vida política cuando crea en 1930 la Agrupación al servicio de la República, junto con Gregorio Marañón y Pérez de Ayala.

Vendría después, próximo ya a los cincuenta años de vida, “lo que él mismo denominó su «segunda navegación» con la metáfora que Platón usa en Fedón para expresar que, una vez llegado al punto de mayor dificultad, es preciso emprender decididamente una nueva singladura, como ulterior y más arduo intento de aclarar el enigma filosófico que se dilucida en las tensas horas que anteceden a la muerte de Sócrates.” Son los años de decepción con la República, los de los cursos universitarios entre 1932 y 1936, los del impulso reformista de la Universidad Internacional de Verano, los de Misión del bibliotecario, donde escribe que “si fuera posible ahora reconstruir debidamente ese pasado, descubriríamos con sorpresa que la historia del bibliotecario nos hacía ver al trasluz las más secretas intimidades de la evolución sufrida por el mundo occidental.” También los de la salida de España en el verano de 1936, los del exilio en Buenos Aires, donde impartió las diez conferencias de El hombre y la gente entre 1939 y 1940, donde fue cuestionado como filósofo y donde pasó apuros económicos y vivió en 1941 el año más negro de su vida antes de trasladarse a Lisboa, donde estaría unos años antes de regresar  en el verano de 1945 a España, donde funda con Julián Marías el Instituto de Humanidades y disfrutar de su segunda y tercera “apoteosis alemanas”.

En el prólogo (‘El arquero y el pimiento: Ortega y Gasset y las cosas’), escribe Antonio Sánchez Jiménez a propósito de esta biografía: “Una de las cuestiones que emerge de su lectura es la idiosincrasia de la filosofía española en general y de la de Ortega y Gasset en particular. Nos referimos a su asistematicidad, que lleva a muchos a negar ese título («filósofo») a nuestro mayor filósofo, para otorgarle más bien el de «pensador». Frente a Kant, o frente a filósofos contemporáneos como Wittgenstein y Heidegger, Ortega sería un pensador; la tradición hispánica de Vitoria, Suárez, Andrés, Unamuno, poblada por curas y literatos, sería pensamiento, no filosofía. […] Pensamiento, pensamiento... ¿Filosofía o pensamiento? Pues bien, la biografía de Carriazo no pone en duda que Ortega fuera un filósofo, nuestro mayor filósofo, pero entra en el debate y aclara sus términos en un doble contexto: el de la historia de la filosofía europea en el cambio de siglo y el de la tradición filosófica hispánica desde el Renacimiento hasta la Posguerra.”

Un notabilísimo aparato de notas, que ocupan doscientas páginas del volumen, su tercera parte, refleja la solidez de este ensayo y su sólido apoyo documental, pero además esas notas desarrollan como comentarios al margen muchas de los propuestas que aborda esta magnífica biografía de Ortega y Gasset, de quien destaca el biógrafo tres aportaciones “de las que ni el fracaso ni la incomprensión del carisma pudieron apartarle nunca: la renovación y universalización de la cultura española, sobre todo gracias al éxito de sus empresas editoriales que surgen siempre de fracasos anteriores; la ingente labor, desde luego siempre ocasional y circunstancial, de divulgación de los problemas científicos y las categorías filosóficas más novedosas en cada momento, que él creía el más relevantes y eficaces para conseguir el logro precedente -en los periódicos, en las revistas, en los cursos universitarios o públicos, en las conferencias, en el parlamento-; y su pertenencia a la deslumbrante tradición lingüística y literaria hispánica -humanista, barroca o modernista- del brillo y el ingenio, cuyo magistral dominio le granjeaba, precisamente, una fama literaria que le confería prestigio y admiración no solo en Iberoamérica y España, sino también en Alemania o Suiza.”

Santos Domínguez 

08 enero 2024

De Planilandia a la cuarta dimensión


Edwin A. Abbott.
Charles H. Hinton.
Claude Bragdon.
De Planilandia a la cuarta dimensión. 
Edición de Jacobo Siruela.
Atalanta. Gerona, 2023. 



Ese complejo y fascinante poliedro, una obra maestra de la reflexión, la refracción y la perspectiva, lo utilicé como motivo de portada para Un canto straniero, la antología bilingüe de mi poesía que apareció en Italia hace unos años editada por Marcela Filippi. 

La imagen es un detalle de un cuadro de Jacopo de Barbari, fechado en 1495, en el que se representa al fraile Luca Pacioli, autor del tratado De divina proportione (1509), que ilustró su amigo Leonardo da Vinci. 

Esta fue la primera representación del rombicuboctaedro, un poliedro de 26 caras, 24 vértices y 48 aristas, construido sobre un modelo de vidrio por Pacioli, que desarrolló notablemente la ciencia de la geometría poliédrica en el Renacimiento italiano, probablemente tomando materiales prestados de otros autores.

De la dimensión estética de la geometría, los poliedros y las figuras tetradimensionales, alguna tan parecida a ésta como el tetraicosaedroide, trata el ensayo La ornamentación proyectiva que publicó en 1915 el arquitecto y diseñador Claude Bragdon, que defiende en sus páginas que “la geometría y los números se encuentran en la raíz de todos los tipos de belleza formal” y que “la geometría es un pozo inagotable de belleza formal.”

Esa es la última de las tres partes en las que se articula De Planilandia a la cuarta dimensión, el volumen que publica Atalanta con edición de Jacobo Siruela.

Lo abre, con traducción de Amelia Pérez de Villar, la novela satírica Planilandia, que Edwin A. Abbott  publicó en 1884. Una novela alegórica sobre un mundo bidimensional limitado a la línea y el plano, las dos primeras dimensiones. Un mundo plano en el que las mujeres son líneas rectas (“una aguja”, “una punta”) que se hacen fácilmente invisibles; los soldados y los obreros, triángulos isósceles de base muy corta (triángulos muy puntiagudos y “populacho acutángulo” respectivamente); las personas de clase media, triángulos equiláteros; los profesionales y los caballeros, cuadrados o pentágonos; y los nobles, hexágonos o polígonos de muchos lados. 

En ese mundo en el que la perspectiva se reduce a una línea simple que hace el mundo aburrido y lo priva de dimensión estética, el narrador protagonista es incapaz de entender una esfera, que pertenece a la tercera dimensión, a nuestro mundo tridimensional, inconcebible para él: el del espacio y la geometría espacial en la que se pasa del cuadrado al cubo, del círculo a la esfera.

“Se trata -señala el editor- de una manera tan conmovedora como eficaz de hacernos sentir por analogía las penosas dificultades que debían superar muchos lectores victorianos para ascender intelectualmente a una dimensión superior a su cotidiana realidad material.
Pero ¿qué es una dimensión superior? Inicialmente, no es fácil de asumir. En su expresión más elemental, una dimensión es simplemente una dirección en el espacio: arriba, abajo, izquierda y derecha en el mundo tridimensional, tal como lo perciben nuestros sentidos. De ahí que la cuarta dimensión tenga que ser invisible, metafísica: una misteriosa realidad paralela que se proyecta simultáneamente en todas las direcciones del espacio, lo cual es inconcebible. Las antiguas mitologías poblaron este enigmático ámbito imaginario con toda clase de dioses y seres fabulosos; los matemáticos, en cambio, lo han venido desarrollando a través de un sinfín de fórmulas precisas.
Pero, como Abbott había observado, toda criatura aprisionada en el mundo de los sentidos suele otorgar demasiada importancia al mundo exterior de todos los días, sin prestar atención a las extraordinarias magnitudes infinitas del universo. Planilandia fue su tentativa literaria, por medio de metáforas matemáticas y geométricas, de ampliar la mentalidad de sus coetáneos, tan convencionalmente enfrascados en sus estrechos límites ideológicos, y abrirles los ojos a nuevas posibilidades de existencia más acordes con la creciente mentalidad científica racional de su tiempo.”

La parte central recoge la teoría que Charles Howard Hinton (1853-1907) expuso en La cuarta dimensión (1904). Esa propuesta de una nueva dimensión, la cuarta, -explica el editor- “constituía una gran metáfora metafísica, expresada por primera vez en un lenguaje preciso en el ensayo de Hinton.”

Así comienza el primer capítulo -‘El espacio cuatridimensional’- de su tratado:

No existe nada más indefinido, y al mismo tiempo más real, que aquello a lo que hacemos referencia cuando hablamos de lo «superior». En nuestra vida social se hace evidente en una mayor complejidad de las relaciones. Pero esta complejidad no lo es todo. Existe, al mismo tiempo, un contacto, una percepción de algo más fundamental, más real. 
El mayor desarrollo del ser humano trae consigo una consciencia de algo más que todas las formas en las que se manifiesta.
[…]
Ahora bien, ¿cómo aprehender este algo superior? En general lo abrazan nuestras facultades religiosas, nuestra tendencia idealista. Pero la existencia superior tiene dos caras. Tiene un ser además de unas cualidades. Y al intentar reconocerla a través de nuestras emociones, siempre adoptamos el punto de vista subjetivo. Nuestra atención se centra en lo que sentimos, en lo que pensamos. ¿Hay alguna forma de aprehender lo superior mediante el método puramente objetivo de la ciencia natural? Creo que sí.

Y para desarrollar su teoría construyó el modelo visual de un cuerpo geométrico tetradimensional muy parecido al de Pacioli: el teseracto, un hipercubo con 24 caras, 16 vértices y 32 aristas.

De la construcción del teseracto, el tetraicosaedroide y otras representaciones de lo superior en lo inferior habla Claude Bragdon en el ensayo que cierra el libro, el ya citado La ornamentación proyectiva, donde reivindica la necesidad de un nuevo lenguaje de la forma y analiza la riqueza decorativa de las líneas mágicas de los cuadrados mágicos y los métodos de elaboración de esos “acrósticos numéricos”, como el que aparece en un lugar destacado en el primer grabado que Durero dedicó a la Melancolía.

En la ‘Conclusión’ de este sugestivo tratado repleto de ilustraciones escribe Bragdon:

La nueva belleza, que corresponde a un nuevo conocimiento, es la belleza de los principios: no el aspecto del mundo, sino el orden del mundo. El orden del mundo se encarna en las matemáticas mejor que en ninguna otra disciplina. Este hecho es algo que los científicos, que solicitan cada vez más la ayuda de las matemáticas, reconocen de una manera práctica. También los artistas deberían reconocerlo; también ellos deberían solicitar la ayuda de las matemáticas.

Santos Domínguez 

 

05 enero 2024

Poesía de los siglos XVI y XVII



Poesía de los siglos XVI y XVII.
Edición de Pedro Ruiz Pérez.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2023.

En su formato grande, Cátedra Letras Hispánicas publica una amplísima antología comentada de la poesía del Siglo de Oro con edición de Pedro Ruiz Pérez, que ha seleccionado, anotado y comentado cientos de poemas bajo el título Poesía de los siglos XVI y XVII.

Del arte menor octosilábico al endecasílabo italiano, de los aún torpes sonetos de Boscán al denso y asombroso Primero Sueño de Sor Juana, de las liras humanas y divinas de Fray Luis y San Juan de la Cruz a las solemnes octavas reales de Góngora, de la sutileza de Herrera o la emoción de Aldana a la potencia expresiva de Quevedo, de las silvas amenas de Soto de Rojas a la diversidad de registros poéticos de Gabriel Bocángel, este volumen propone una selección irreprochable de más de cuarenta nombres, mayores y menores, y ofrece una presentación eficiente de textos que esta edición enriquece con comentarios iluminadores de los poemas, que resumen la variedad de  tonos y metros, de temas y estilos de la poesía de los siglos XVI y XVII. Varios índices, uno de composiciones, otro de primeros versos que remiten también al autor y otro de notas, tópicos y motivos comentados en los poemas, facilitan la localización y consulta rápida de los textos recogidos en la antología y de los temas que tratan sus poemas.

La abre un amplio estudio introductorio sobre el contexto material, cultural e ideológico en el que surge y se desarrolla la poesía áurea y sobre las líneas estructurales que la recorren y forman “un complejo armazón de realidades materiales y actitudes en el que se apoya la continuidad de un modelo epocal, al tiempo que define los frentes de batalla en que se dirimen las diferencias o, sencillamente, se sustancian los cambios de perfiles apreciables en los textos, los discursos poéticos y las prácticas que los sustentan. Los percibimos como líneas que atraviesan la totalidad del periodo al modo de andamiaje en el que se sustentan las realizaciones y sus rasgos de contigüidad.”

 Líneas que delimitan su evolución, vertebran su continuidad y aseguran su coherencia: la dimensión imperial y sus tensiones políticas, el valor secundario de la poesía en aquellos siglos, la subjetividad emergente y la conciencia nacional, los procesos de transmisión de los textos y el papel decisivo de la imprenta tras una resistencia inicial de los poetas, la construcción literaria de los libros y sus modelos orgánicos y estructurales, el canon métrico y estrófico, la coexistencia de la tradición del octosílabo con la modernidad endecasilábica, el despertar de la conciencia autorial, el mecenazgo y la profesionalización del poeta a tiempo completo en Lope de Vega.

Esa introducción propone también una periodización interna: desde el asentamiento de la poética garcilasista al comienzo del arte nuevo manierista y barroco; desde la batalla clasicista/casticista en torno a Góngora a la cumbre del Parnaso español y a la agudeza y arte de ingenio de los conceptistas. Son las fases evolutivas de la construcción de un canon poético que se convertirá en el paradigma de la poesía clásica en español.

En esta panorámica espectacular a cada uno de los autores se le dedica una breve presentación y una bibliografía específica, una selección más o menos amplia en función de su relevancia poética y un último apartado en el que se ofrece un comentario que aborda los aspectos temáticos y formales más significativos de cada poema. Comentarios agudos entre los que quiero destacar tres ejemplos: el de la Carta para Arias Montano, de Aldana, “pieza mayor en la poesía de estos siglos”; el de la gongorina Dedicatoria de la Soledad primera al Duque de Béjar o el de El siglo de oro, “el último gran poema de Lope de Vega.”

Con estas palabras resume Pedro Ruiz Pérez el sentido, la orientación y el propósito de esta antología que él mismo define como “una propuesta de carácter crítico y divulgativo a un tiempo”. Una antología que a partir de ahora será una obra de referencia ineludible en los estudios de conjunto de la poesía española del Siglo de Oro:

“No corresponde a una obra como esta usurpar las funciones que en el pensamiento académico establecido corresponden a lo que se ha dado en distinguir como teoría, historia literaria, crítica y edición crítica, y, pese a una conciencia clara sobre lo artificial de las diferencias interesadamente introducidas, ha tratado de rehuir esta tentación. No obstante, el lector encontrará en este volumen elementos de los géneros académicos adscritos a las variantes disciplinares señaladas. Así, hay algo de una historia de la poesía del periodo, un diluido manual para su estudio y, en caso de poemas señeros, un esbozo de estudio específico, además de una propuesta concreta de edición y tratamiento de los textos, tal como se especificará. Pretenden ser en su conjunto un repertorio de elementos mínimos, de carácter germinal, para asentar la autonomía de la lectura sin negar las posibilidades del diálogo.”

Santos Domínguez 


03 enero 2024

Valle-Inclán. Jardín peregrino



Ramón del Valle-Inclán.
Jardín peregrino.
Relatos dispersos y extraviados
Prólogo de Davide Mombelli.
 Drácena. Madrid, 2023.

 La primavera, en la campaña romana, es siempre friolenta, con extremadas lluvias ventosas, y no fue excepción aquella de 1868. Una diligencia con largo tiro de jamelgos bamboleaba por el camino de Viterbo a Roma. Tres viajeros ocupaban la berlina. Dos señoras de estrafalario tocado, católicas irlandesas, y un buen mozo que dormita envuelto en amplio jaique de zuavo. El cochero fustigaba el tiro, jurando por el Olimpo y el Cielo Cristiano. A lo lejos, entre los pliegues del aguacero, en la tarde agonizante, insinuaba su curva mole la cúpula del Vaticano.

Así comienza Un bastardo de Narizotas, uno de los relatos menos conocidos de Valle-Inclán que se recogen en el volumen Jardín peregrino, que publica Drácena.

Relatos dispersos y extraviados es el subtítulo de esta recopilación de cuentos y novelas breves que pretende subsanar las lagunas de ediciones de la obra completa de Valle como la de la Fundación Castro, en cuyos tres tomos no figuran algunos de los textos integrados en esta edición, que recorre casi medio siglo de narrativa breve de uno de los clásicos imprescindibles de la prosa en español. Tal vez el más importante junto con Cervantes.

La abre un prólogo en el que Davide Mombelli evoca la figura de Valle a través de la imagen que nos han transmitido Gómez de la Serna y Juan Ramón Jiménez y explora el contenido y las formas de estas narraciones que abarcan casi cincuenta años de una escritura exigente en constante evolución y desarrollo.

Organizada cronológicamente en tres apartados, el inicial ‘Primeros cuentos’ recoge tres cuentos publicados entre 1888 y 1892: Babel, El mendigo y El gran obstáculo, a los que se añade Un bautizo, que apareció en 1906 en El liberal y que sería el punto de partida de Águila de blasón, una de las Comedias bárbaras. Están ya en germen en esos relatos primerizos algunos de los temas, los personajes y los espacios que Valle desarrollaría en su obra posterior.

El bloque central, ‘Jardín novelesco’, es una colección de ocho cuentos extraídos de los que se publicaron en el libro homónimo, subtitulado Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones. Jardín novelesco tuvo dos ediciones: una en 1905, con quince cuentos y otra, ampliada con cuatro cuentos más, en 1908. Los ocho cuentos incorporados a este Jardín peregrino son precisamente los que Valle descartó en la selección posterior de su narrativa breve titulada Jardín umbrío, que apareció en 1920.

Pero sin duda la parte fundamental, la más brillante y admirable de este volumen, es la de su tercer apartado, ‘Narraciones históricas breves’, que ocupa dos terceras partes de las trescientas páginas del libro. Se recogen ahí cinco novelas cortas: Una tertulia de antaño (1909), Fin de un revolucionario (1928), Un bastardo de Narizotas (1929), Otra castiza de Samaria (1929) y El trueno dorado (1936). 

De esos cinco relatos, el primero -Una tertulia de antaño-, con Bradomín en la primera línea, pertenece al ciclo estético de las Sonatas y La guerra carlista, de la que formaba parte en un primer proyecto, aunque marca ya la transición hacia el esperpento. De hecho, se integraría parcialmente en La corte de los milagros, la novela que abre el ciclo de El ruedo ibérico, con el que las otras cuatro novelas cortas de este volumen tienen una relación genética muy estrecha: la primera parte de Fin de un revolucionario se integró en Viva mi dueño, la segunda novela de El ruedo ibérico. Un bastardo de Narizotas, ambientada en Roma, donde Valle proyectaba situar una de las novelas de la serie, es el desarrollo de un episodio del libro octavo (Capítulo de esponsales) de Viva mi dueño. Otra castiza de Samaria fue la versión inicial del tercer capítulo (Alta mar) de Vísperas setembrinas, primera y única parte de la inacabada Baza de espadas. Y, finalmente, la también inconclusa El trueno dorado desarrolla un episodio de La corte de los milagros.

Estas cuatro novelas cortas comparten además con la serie de El ruedo ibérico una misma estética esperpéntica, la estructura episódica, la visión cenital (“visión astral” la llamaba Valle) y la mirada alta, simultánea y fragmentaria sobre la realidad que emparenta al creador del esperpento con el vanguardismo. Su polifonía coral y la sucesión de sus voces componen un mosaico de diálogos rápidos como el de esta secuencia de Un bastardo de Narizotas:

La Señorita Julia cuchicheaba irresoluta. El Príncipe destacose de la puerta, alcanzó la bujía y la levantó, alumbrándose la figura, suspensa de un hombro la capa plebeya.
—No soy una sombra. Señorita, si usted desea convencerse, puede tocarme y palparme.
Interrogó el carbonario:
—¿Qué traes?
—¡Un gran proyecto!
—¡Estoy muy vigilado!
—¡No importa!
—¿Has estado en España?
—De allí vengo.
—¿Sigues en las pretensiones de ser reconocido por nieto de Narizotas?
—¡Todo lo llevo en ese naipe!
—¿Y qué has sacado?
—¡Hasta ahora, nada!

Desde Babel, el primer cuento que publicó, hasta la novela corta póstuma El trueno dorado, se refleja en estas narraciones la evolución estilística de Valle desde el decadentismo esteticista hasta el expresionismo, desde el modernismo hasta el esperpentismo, desde la demorada descripción y la adjetivación sensorial hasta la espectacular polifonía de los últimos diálogos, desde los jardines y la naturaleza abierta hasta los espacios cerrados de las tabernas populares, los cafés cantantes y los salones aristocráticos, desde el misterio y el terror de los relatos finiseculares a la ácida crítica política de los textos del ciclo esperpéntico.

“Estos relatos «dispersos» y «peregrinos» -concluye Davide Mombelli-, relacionados con los ciclos mayores pero que no han llegado a establecerse en el canon de la complicada tradición textual de la literatura de Valle, representan, a través de temas, escenarios y personajes, el fantasmagórico y fascinante mundo narrativo de uno de los más renovadores prosistas de la literatura hispánica contemporánea.”

Sobre todo en su tercera parte, este Jardín peregrino reúne muestras imprescindibles de la prosa de Valle-Inclán, una de las cimas de la lengua española de cualquier época. Estas dos viñetas de Vísperas de Alcolea, segunda parte de Fin de un revolucionario, son una muestra de su escritura portentosa:


I 
–¡Viva la Soberanía Nacional!
Por toda la redondez del Ruedo Ibérico, populares bocanadas de morapio y aguardiente jaleaban el grito de las tropas de mar y tierra, sublevadas en Cádiz.
—¡Viva! ¡Viva!

II
Sobre el Puente de Alcolea, avistábanse los batallones de la revolución y los fieles de la Reina. Cornetas y clarines trastornaban el ritmo de las claras y anchas villas ribereñas. —Soñarrera pueblerina, dejos andaluces y lentos, curias y usuras, vivir holgazán de ricos, miseria al sol del jornalero, gazpacho de mendrugos, naranjas con aceite, cales, rejas, geranios sardineros—. Entraban y salían tropas batiendo marcha. Redobles y bayonetas apostillaban el pregón de los bandos militares:
—¡Racataplán!

O estas dos secuencias, con las que arranca El trueno dorado:

I
La Taurina, de Pepe Garabato, fue famosa en los tiempos isabelinos. Era un colmado de estilo andaluz, donde nunca faltaban niñas, guitarra y cante. Aquella noche reunía a lo más florido del trueno madrileño. El Barón de Bonifaz, Gonzalón Torre-Mellada, Perico el Maño y otros perdis llegaban en tropel, después de un escándalo en Los Bufos. Venían huyendo de los guardias, y con alborozada rechifla, estrujándose por la escalera, se acogieron a un reservado de cortinillas verdes. Batiendo palmas pidieron manzanilla a un chaval con jubón y mandil. Entraron dos niñas ceceosas, y a la cola, con la guitarra al brazo, Paco el Feo.

II
Comenzó la juerga. Las niñas batían palmas con estruendo, y el chaval entraba y salía toreando los repelones de Luisa la Malagueña. La daifa, harta de aquel juego saltó sobre la mesa y, haciendo cachizas, comenzó a cimbrearse con un taconeo:
—¡Olé!
Se recogía la falda, enseñando el lazo de las ligas. Era menuda y morocha, el pelo endrino, la lengua de tarabilla y una falsa truculencia, un arrebato sin objeto, en palabras y acciones. Se hacía la loca con una absurda obstinación completamente inconsciente. En aquel alarde de risas, timos manolos y frases toreras advertíase la amanerada repetición de un tema. La otra daifa, fea y fondona, con chuscadas de ley y mirar de fuego, había bailado en tablados andaluces, antes de venir a Madrid, con Frasquito el Ceña, puntillero en la cuadrilla de Cayetano. Asomó cauteloso el Pollo de los Brillantes. Esparcía una ráfaga de cosmético que a las daifas del trato seducía casi al igual que las luces de anillos, cadenas y mancuernas. Susurró en la oreja de Adolfito:
—¡Estate alerta! A Paquiro le han echado el guante los guindas y vendrán a buscaros. Ahora quedan en el Suizo.
Interrogó Bonifaz en el mismo tono:
—Paquiro ¿se ha berreado?
—No se habrá berreado más que a medias, pues ha metido el trapo a los guindas, llevándolos al Suizo.
Adolfito vació una caña.
—¡Bueno! Aquí los espero.
—¿Crees que no vengan?
—¡Y si vienen!…
Acabó la frase con un gesto de valentón. Luisa la Malagueña se tiró sobre la mesa, sollozando con mucho hipo. Saltó la otra paloma:
—¡Ya le ha entrado la tarántula!
Gritó Adolfito Bonifaz:
—Luisa, deja la pelma o sales por la ventana a tomar el aire.
Los amigos sujetaban a la daifa, que, arañada la greña y suspirando, miraba al chaval de jubón y “mandil andar a gatas recogiendo la cachiza de cristales. La Malagueña se envolvía una mano cortada en el pañuelo perfumado de Don Joselito. Entró Garabato con gesto misterioso:
—Caballeros, abajo están los guindas; van a subir. No quiero compromisos en mi casa. Si andan ustedes vivos, creo que pueden pulirse por la calle de la Gorguera.


Santos Domínguez 



01 enero 2024

Graves. La Diosa Blanca

 


Robert Graves.
La Diosa Blanca.
Traducción de William Graves.
El libro de bolsillo. Alianza Editorial. Madrid, 2023.

“La verdadera práctica poética implica una mente tan milagrosamente en consonancia e iluminada que puede transformar palabras, a través de una sarta de algo más que coincidencias, en algo con vida propia -un poema que anda por sí solo (durante siglos después de la muerte del autor, tal vez) afectando a los lectores con su magia almacenada. Ya que la fuente del poder creativo en la poesía no es la inteligencia científica, sino la inspiración -no importa de qué manera se explique científicamente-, ¿por qué no atribuir la inspiración a la diosa Luna, la denominación más antigua y conveniente en Europa para la fuente en cuestión? En la tradición antigua la Diosa Blanca se unifica con su representante humana -una sacerdotisa, una profetisa, una reina madre”, escribe Robert Graves en La Diosa Blanca 

Alianza Editorial publica en formato de bolsillo la edición ampliada y corregida de este monumento literario, uno de los libros imprescindibles del siglo XX, a la altura de los estudios de antropología cultural de Campbell o de La rama dorada de Frazer.

Lo escribió memorablemente Robert Graves, que por encima de cualquier otra cosa fue poeta: 

Desde que tenía quince años la poesía ha sido mi pasión dominante, y nunca he emprendido intencionadamente tarea alguna ni establecido ninguna relación que pareciera inconsistente con los principios poéticos, lo que a veces me ha valido la reputación de excéntrico.

Esta edición, preparada por Grevel Lindop, es la versión definitiva de La Diosa Blanca. Subtitulado ‘Una gramática histórica del mito poético’, es un clásico monumental en el que Graves indaga en la esencia de la poesía como forma de conocimiento asociado a la cultura matriarcal simbolizada en la diosa lunar de las mil caras -Deméter, Hécate, Perséfone-, la Triple Musa que es fuente de inspiración, de creación y de destrucción:

«¿Cuál es la utilidad o la función de la poesía en la actualidad?» es una pregunta no menos dolorosa aunque la hagan con insolencia tanta gente estúpida o la respondan con disculpas tanta gente necia. La función de la poesía es la invocación religiosa de la Musa; su utilidad es la experiencia de una mezcla de exaltación y de horror que su presencia suscita.

Con una mezcla de erudición, poesía y mitología, Graves habla en La Diosa Blanca de la creación poética y de la inspiración, de la irracionalidad en la poesía, de los mitos y los ritos asociados a la diosa lunar desalojada en el siglo V a. C. por la cultura patriarcal que impusieron el racionalismo y el culto a Apolo, el pensamiento lógico y el raciocinio filosófico que articula la cultura occidental desde Sócrates, Platón y Aristóteles: “Mi tesis -afirma Graves- es que el lenguaje del mito poético, en uso en el Mediterráneo y la Europa septentrional en la antigüedad, era un lenguaje mágico vinculado a ceremonias religiosas populares en honor de la diosa Luna, o Musa, algunas de las cuales datan de la época paleolítica, y que éste sigue siendo el lenguaje de la verdadera poesía.”

Ese lenguaje, añade, “fue manipulado al final del período minoico cuando invasores procedentes de Asia Central comenzaron a sustituir las instituciones matrilineales por las patrilineales y remodelaron o falsificaron los mitos para justificar los cambios sociales. Luego vinieron los primeros filósofos griegos, que se oponían firmemente a la poesía mágica porque amenazaba a su nueva religión de la lógica, y bajo su influencia se elaboró un lenguaje poético racional (ahora llamado “clásico”) en honor de su patrono Apolo, y se impuso en todo el mundo como la última palabra sobre la iluminación espiritual, opinión que prácticamente ha predominado desde entonces en las escuelas y universidades europeas, donde ahora se estudian los mitos solamente como reliquias pintorescas de la era infantil de la humanidad.”

Quien entra en este libro penetra en un bosque espeso y encantado por el que sobrevuelan las grullas de Palamedes que originan el alfabeto de los árboles; un bosque en cuyo soto hay un corzo. Y El corzo en el soto fue el título inicial de este libro que fue creciendo y ahondándose hasta acabar siendo La Diosa Blanca, como explica Graves en la ‘Posdata de 1960’, donde evoca el proceso de composición del libro, que tuvo una primera edición en 1948, aunque siguió creciendo y desarrollándose hasta alcanzar su forma definitiva en 1960.

Poetas y juglares, La Batalla de los Árboles, Una visita al Castillo Espiral, Hércules en el loto, El alfabeto de los árboles, La Canción de Amergin, Palamedes y las grullas, El Corzo en el soto, Los Siete Pilares,  El sagrado e innombrable Nombre de Dios,  El número de la bestia, Una conversación en Pafos, 43 d. de C., Las aguas del Estigia, La Triple Musa, Bestias fabulosas, El Tema poético único, La guerra en el Cielo o El retorno de la Diosa son algunos de los sugerentes títulos de los capítulos de La Diosa Blanca, un libro que, como decía Graves en una carta a su amiga Patricia Cunningham, “trata de cómo piensan los poetas”, reivindica el pensamiento poético de la imaginación, la inspiración, la musa triple y el mito y desarrolla un tema único: la presencia en la literatura de esa diosa blanca que aparece repetidamente en el Shakespeare de las hadas del Sueño de una noche de verano, en las tres brujas-Hécates de Macbeth, en la Cleopatra de Antonio y Cleopatra o en la maligna Sycorax de La tempestad.

Así la describe Graves en esta versión definitiva de su libro:

La Diosa es una mujer bella y esbelta con nariz aguileña, rostro pálido como la muerte, labios rojos como bayas de serbal silvestre, ojos pasmosamente azules y larga cabellera rubia; se transformará súbitamente en cerda, yegua, perra, zorra, burra, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sirena o vieja repugnante. Sus nombres y títulos son innumerables. En los relatos de fantasmas aparece con frecuencia con el nombre de la «Dama Blanca», y en las antiguas religiones, desde las Islas Británicas hasta el Cáucaso, como la «Diosa Blanca». No recuerdo ningún verdadero poeta, desde Homero en adelante, que, independientemente, no haya dejado constancia de su experiencia de ella. Se podría decir que la prueba de la visión de un poeta es la exactitud de su descripción de la Diosa Blanca y de la isla sobre la que gobierna. La razón por la cual los pelos se erizan, los ojos se humedecen, la garganta se contrae, la piel hormiguea y un escalofrío recorre la espina dorsal cuando se escribe o se lee un verdadero poema es porque un verdadero poema es por necesidad una invocación a la Diosa Blanca, o Musa, la Madre de Todo Viviente, el antiguo poder del terror y la lujuria -la araña hembra o la abeja reina cuyo abrazo significa la muerte.

Traducida por su hijo William Graves, La Diosa Blanca es -como señala en su espléndida introducción Grevel Lindop- “uno de los libros más extraordinarios del siglo XX” y una exploración monumental en la raíz de la poesía. 

De esa monumentalidad, complementaria de La rama dorada de Frazer, puede dar idea el impresionante índice analítico, onomástico y temático que cierra el volumen con más de cien páginas que recogen centenares de referencias a temas y personajes vinculados al mito de la Diosa Blanca.

“Ciertamente, nadie puede entender a Graves, o su poesía -escribe Grevel Lindop-, sin leer La Diosa Blanca. Resulta tentador aventurarse más y sugerir que nadie que por lo menos no haya considerado sus argumentos puede comprender plenamente el mundo moderno.”

Un ensayo que acaba inundándose de un potente lenguaje poético, lo que explica esta advertencia inicial de Graves: “es justo advertir a los lectores de  que éste sigue siendo un libro muy difícil, así como muy extraño, y que deben evitarlo quienes posean una mente distraída, cansada o rígidamente científica.”


Santos Domínguez



29 diciembre 2023

El Llano en llamas, edición conmemorativa


 Juan Rulfo.
El Llano en llamas.
Edición conmemorativa del 70 Aniversario.
Editorial R & M / Fundación Juan Rulfo. Barcelona, 2023.

Han pasado setenta años desde que el 18 de septiembre de 1953 se publicó la primera edición de El Llano en llamas, la monumental colección de cuentos de Juan Rulfo. Y  para conmemorarlo, acaba de reeditarse en una cuidada edición limitada de R & M en colaboración con la Fundación Juan Rulfo. 

Desgraciadamente yo no tuve quien me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente, uno es un extranjero ahí.
Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: “Hoy parece que por ahí vienen las nubes...” En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va a expresar. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia.

Con esos párrafos iniciaba Juan Rulfo su conferencia El desafío de la creación, que ilumina su inconfundible mundo narrativo, inaugurado en 1953 con los cuentos de El Llano en llamas.

Con  aquellos quince cuentos -diecisiete a partir de la edición definitiva de 1970- y con Pedro Páramo, Rulfo fundaba un nuevo territorio narrativo en la literatura hispanoamericana, asentado en un nuevo tono, intermedio en su estilización entre lo coloquial y lo poético, y prescindía del folclore y del panfleto para elevar lo regional al nivel de la tragedia griega, como señaló Luis Harss.

Con el trasfondo histórico de las guerras cristeras contra el gobierno federal, los cuentos de El Llano en llamas -como después la novela- se ambientan al sureste del desierto de Jalisco. Y allí, entre el polvo y la injusticia, entre la miseria y los fantasmas de los muertos, entre el miedo y la violencia, entre el sueño y la resignación, los susurros y el viento que silba en el silencio, los campesinos hablan en voz baja, con el fatalismo que Paz veía como propio del mexicano, y recuerdan sus días en la tierra seca y áspera que es una proyección en el paisaje erosionado de sus propias vidas, en ese “comal acalorado” al que -antes de la fundación de Comala como espacio narrativo en Pedro Páramo- se refiere el protagonista de Nos han dado la tierra. 

El Llano en llamas es el primero de los cuentos desde que Rulfo decidió ordenar cronológicamente según el orden de composición este conjunto de relatos, entonces fundacionales, hoy clásicos y mañana tan inagotables como ahora. Unos cuentos que le ayudaron a encontrar el tono y la atmósfera que se prefiguran ya en Luvina y que serían el centro de Pedro Páramo, la novela que estaba escribiendo mientras componía estos relatos que influirían decisivamente en la narrativa de García Márquez, que reconoció siempre a Rulfo como su maestro.

Talpa, ¡Diles que no me maten!, Luvina o No oyes ladrar los perros son títulos imprescindibles en el canon del cuento hispanoamericano, relatos protagonizados por la desolación de personajes despojados en medio de los yermos polvorientos. Personajes herméticos y desconfiados, solitarios y vinculados casi orgánicamente a la tierra y aplastados con estoicismo por el peso de los muertos y los recuerdos.

En El Llano en llamas Rulfo escribió un epitafio de aquellas tierras calcinadas; trazó en Es que somos muy pobres la imagen imborrable de una muchacha que no se casa porque pierde su dote; hizo de Macario, el niño huérfano, el protagonista del cuento que más recuerda a Faulkner; reflejó la violencia del campesino en Acuérdate y el bandidaje en La Cuesta de las Comadres; habló de los fugitivos en La noche que lo dejaron solo y en El hombre; del asesinato del patrón en el relato En la madrugada; de viajes agotadores y errancias por la tierra caliente del desierto en Talpa y en No oyes ladrar los perros; completó la intensa narración de una venganza en ¡Diles que no me maten!; describió la esterilidad de los campos en Nos han dado la tierra y, a través del monólogo de un maestro de escuela, dibujó un ámbito maldito en Luvina, “un lugar moribundo.” 

Son las voces de los personajes las que sostienen estos relatos subjetivos, narrados la mayoría de ellos en primera persona, como un monólogo del narrador protagonista o del narrador testigo, o como un diálogo con las sombras mudas del interlocutor invisible al que a menudo se dirigen.

Dotados no sólo de unidad temática, sino de una notable  coherencia formal, los relatos de El Llano en llamas, más allá de su trasfondo histórico concreto y de sus ásperas referencias geográficas, construyen un mundo narrativo inconfundible, cimentado en la imagen del hombre desvalido en medio de un mundo inhóspito, en medio de un vacío que está fuera del tiempo y del espacio. 

Y ese mundo se levanta literariamente con el lenguaje entre poético y coloquial de unos personajes que no actúan, unos personajes que hablan o murmuran para recordar desde situaciones extremas que desencadenan los procesos de la memoria sobre los que se sustentan estos cuentos imprescindibles.

Además del texto definitivo de El Llano en llamas, esta edición conmemorativa se abre con la reproducción facsímil de la primera versión del cuento que da título al conjunto: la versión que apareció en diciembre de 1950 en la revista América

Un cuadernillo final ofrece la reproducción en color de medio centenar de portadas de diversas traducciones del libro a muy diversas lenguas: entre una edición milanesa de 1963 y la reciente edición portuguesa de 2023.

Santos Domínguez 


27 diciembre 2023

Vargas Llosa. La guerra del fin del mundo



Mario Vargas Llosa. 
La guerra del fin del mundo.
Alfaguara. Barcelona, 2023.

El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros que, de cuando en cuando, visitaban los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes.
Aparecía de improviso, al principio solo, siempre a pie, cubierto por el polvo del camino, cada cierto número de semanas, de meses. Su larga silueta se recortaba en la luz crepuscular o naciente, mientras cruzaba la única calle del poblado, a grandes trancos, con una especie de urgencia. Avanzaba resueltamente entre cabras que campanilleaban, entre perros y niños que le abrían paso y lo miraban con curiosidad, sin responder a los saludos de las mujeres que ya lo conocían y le hacían venias y se apresuraban a traerle jarras de leche de cabra y platos de farinha y frejol. Pero él no comía ni bebía antes de llegar hasta la iglesia del pueblo y comprobar, una vez más, una y cien veces, que estaba rota, despintada, con sus torres truncas y sus paredes agujereadas y sus suelos levantados y sus altares roídos por los gusanos. Se le entristecía la cara con un dolor de retirante al que la sequía ha matado hijos y animales y privado de bienes y debe abandonar su casa, los huesos de sus muertos, para huir, huir, sin saber adónde. A veces lloraba y en el llanto el fuego negro de sus ojos recrudecía con destellos terribles. Inmediatamente se ponía a rezar. Pero no como rezan los demás hombres o las mujeres: él se tendía de bruces en la tierra o las piedras o las lozas desportilladas, frente a donde estaba o había estado o debería estar el altar, y allí oraba, a veces en silencio, a veces en voz alta, una, dos horas, observado con respeto y admiración por los vecinos. Rezaba el Credo, el Padrenuestro y los Avemarías consabidos, y también otros rezos que nadie había escuchado antes pero que, a lo largo de los días, de los meses, de los años, las gentes irían memorizando. ¿Dónde está el párroco?, le oían preguntar, ¿por qué no hay aquí un pastor para el rebaño? Pues, que en las aldeas no hubiera un sacerdote, lo apenaba tanto como la ruina de las moradas del Señor.

Con esa magistral descripción del Conselheiro comienza La guerra del fin del mundo, la monumental novela de Mario Vargas Llosa ambientada en Canudos, en el Estado de Bahía, noreste de Brasil, que acaba de reeditar Alfaguara.

Después de una etapa de novelas menores (Pantaleón y las visitadoras o La tía Julia y el escribidor), que contrastaban con las excelentes La ciudad y los perros o Conversación en la Catedral, Vargas Llosa publica en 1981 La guerra del fin del mundo, cuando ya se ha operado en él un cambio ideológico que le ha llevado en la década anterior desde la decepción con el socialismo castrista hasta el liberalismo.

Y eso está en el fondo de la novela: el relato de una locura colectiva, de una  “historia estúpida, incomprensible, de gentes obstinadas, ciegas, de fanatismos encontrados” y una denuncia del fanatismo ideológico, del dogmatismo religioso y de la utopía política, del caudillismo enloquecido y del mesianismo de los iluminados a través de una obra que más allá de su adscripción a la novela histórica es también una iluminación interpretativa del presente: del de 1981 y del de ahora mismo.

Es su novela más ambiciosa, la de más largo aliento, la obra en la que Vargas Llosa desarrolló su mayor potencia creativa. Apoyada sólidamente en una documentación ingente y rigurosa y especialmente en Os Sertôes (1902), una novela de Euclides da Cunha, a quien está dedicada, La guerra del fin del mundo tiene su origen en un proyecto frustrado de guión para una película sobre la revolución y guerra de Canudos tras la insurrección de una tropa de bandoleros, desheredados de la fortuna y miserables campesinos: los yagunzos, insurrectos tradicionalistas acaudillados por el mesiánico mikenarista Antonio Conselheiro y enfrentados al ejército republicano brasileño a finales del XIX. Así lo explica Vargas Llosa en el prólogo:

No hubiera escrito esta novela sin Euclides da Cunha, cuyo libro Os Sertoes me reveló en 1972 la guerra de Canudos, a un personaje trágico y a uno de los mayores narradores latinoamericanos. Del guión cinematográfico que fue su embrión (y que nunca se filmó) hasta que, ocho años más tarde, terminé de escribirla, esta novela me hizo vivir una de las aventuras literarias más ricas y exaltantes, en bibliotecas de Londres y Washington, en polvorientos archivos de Río de Janeiro y Salvador, y en candentes recorridos por los sertones de Bahía y de Sergipe. Acompañado de mi amigo Renato Ferraz, peregriné por todas las aldeas donde según la leyenda el Consejero predicó, y en ellas oí a los vecinos discutir con ardor sobre Canudos, como si los cañones tronaran todavía sobre el reducto rebelde y el apocalipsis pudiera sobrevenir en cualquier momento en esos desiertos erupcionados de árboles sin hojas, llenos de espinas. Los zorros salían a nuestro encuentro en las veredas y nos dábamos también por los caminos con encuerados, santones y cómicos de la legua que recitaban romances medievales.

La intensidad del desarrollo argumental, que conduce al dramatismo de la violencia desatada por las quimeras utópicas enfrentadas entre iluminados y libertarios en el desenlace de La guerra del fin del mundo, la dosifica un narrador omnisciente y distante y la soporta un entramado de numerosos personajes, históricos o ficticios, protagonistas de un árbol de historias: 

-¿Se da cuenta? -dijo el periodista miope, respirando como si acabara de realizar un esfuerzo enorme-. Canudos no es una historia, sino un árbol de historias.

De entre ellos sobresalen, magistralmente individualizados en psicología y comportamiento a lo largo de la obra, el apocalíptico Consejero; su acólito Antonio el Beatito; el jacobino coronel Moreira César; el terrateniente Barón de Cañabrava, jefe monárquico; el fanático republicano Epaminondas Gonçalves, director del Jornal de Notícias de Bahía; el sanguinario yagunzo João Satán; el desorientado Galileo Gall, intelectual escocés y anarquista; el bandido mestizo cara cortada Pajeú, fervoroso seguidor del Consejero, o el periodista miope que es un trasunto de Euclides da Cunha, que hizo las crónicas periodísticas de aquella guerra y que se convierte en testigo y memoria de aquella guerra civil que costó veinticinco mil muertos:

-Se están olvidando de Canudos -dijo el periodista miope, con voz que parecía eco-. Los últimos recuerdos de lo sucedido se evaporarán con el éter y la música de los próximos Carnavales, en el Teatro Politeama.
-¿Canudos? -murmuró el Barón-. Epaminondas hace bien en querer que no se hable de esa historia. Olvidémosla, es lo mejor. Es un episodio desgraciado, turbio, confuso. No sirve. La historia debe ser instructiva, ejemplar. En esa guerra nadie se cubrió de gloria. Y nadie entiende lo que pasó. Las gentes han decidido bajar una cortina. Es sabio, es saludable.
-No permitiré que se olviden -dijo el periodista, mirándolo con la dudosa fijeza de su mirada-. Es una promesa que he hecho.

Definida alguna vez como la Guerra y Paz de América Latina por su ambición de novela total y su magistral entramado de historia y ficción, y comparada también con Los miserables, a la que Vargas Llosa dedicó en 2004 un ensayo memorable (La tentación de lo imposible), La guerra del fin del mundo es una obra maestra que se ha consolidado no sólo como una de las novelas imprescindibles de Vargas Llosa, como su obra mayor, sino también como una de las cimas de la novela en español de los últimos cincuenta años. 

Santos Domínguez 


25 diciembre 2023

Georges Nivat. El fenómeno Solzhenitsyn




Georges Nivat. 
El fenómeno Solzhenitsyn.
Traducción de Laura Claravall.
Ediciones del Subsuelo. Barcelona, 2023

Coincidiendo con el medio siglo de la primera edición de Archipiélago Gulag, de Alexander Solzhenitsyn, Ediciones del Subsuelo publica El fenómeno Solzhenitsyn, de Georges Nivat, con una estupenda traducción de Laura Claravall.

“Desde que leí Un día en la vida de Iván Denísovich, al final del servicio militar, quedé marcado por este escritor” afirma Georges Nivat en el prólogo. Y añade: “Formé parte de los traductores de Pabellón de cáncer, también de Agosto 1914 y de la recopilación Voces bajo los escombros. Tuve la oportunidad de conocerlo, en cuanto llegó a Occidente, cuando reunió a sus traductores europeos en París, en Éditions du Seuil, y después participé en el programa de Apostrophes, la primera vez que Bernard Pivot lo invitó, en 1975. Naturalmente, la catedral de palabras de este gigante casi bíblico no tuvo en mí el mismo efecto impactante y liberador que en los lectores encerrados en el espacio soviético, que lo leyeron en tan sólo una o dos noches, el tiempo que les otorgaron, o que lo escucharon en Radio Liberty, a pesar de las interferencias que el poder introdujo en las emisiones precisamente para que las palabras libres y alegres, liberadoras y purificadoras del escritor no llegaran a sus destinatarios.”

Cuando finalmente se pudo publicar en Moscú una primera versión de este ensayo a finales de los años ochenta, durante la Perestroika, alcanzó una tirada de casi un millón de ejemplares. El propio Solzhenitsyn dijo de él que transmitía “una visión literaria perspicaz, una intuición moral muy aguda y unas conclusiones generales que dan en el blanco.”

Ese equilibrio entre valoración literaria y reflexión moral es el eje vertebrador de El fenómeno Solzhenitsyn, apoyado en un riguroso trabajo que se abre con un capítulo inicial -‘Referencias’- que es un seguimiento de la biografía de Solzhenitsyn y de las circunstancias que la conectan con su obra literaria.

Y desde ese capítulo inicial al epílogo, ‘El luchador se ha ido’, este ensayo es un recorrido por la vida y la obra de un Solzhenitsyn luchador y visionario desde sus inicios a sus frutos tardíos, desde la denuncia de los campos de trabajo soviéticos en Un día en la vida de Iván Denísovich (1962) a las seis mil páginas de La rueda roja, su última novela, una novela histórica, una Guerra y Paz contemporánea a la que dedicó veinte años largos de escritura y de análisis de la historia rusa que desembocó en la revolución de 1917. 

Y entre ambas, con atención minuciosa a obras como la alegórica y autobiográfica Pabellón de cáncer, la testimonial El primer círculo o la memorialística El roble y el ternero, El fenómeno Solzhenitsyn es también un reconocimiento de las piedras angulares que sustentan un mundo literario, ético y humano atravesado por la genialidad y el fracaso del profeta-novelista que escribe Archipiélago Gulag para dejar un testimonio imperecedero de la infamia:

“¿Profeta o novelista? -se pregunta Nivat- ¿Historiador o poeta? Ambas naturalezas son inseparables en Solzhenitsyn, pero, de una obra a otra, el profeta y el poeta se intercambian. La monumental obra del Gulag, coronada por la catedral de Archipiélago, incumbe tanto al profeta como al poeta. La escritura prácticamente coincide con la acción, está proféticamente implicada. La segunda gran obra, La rueda roja, ya no tiene esta particularidad: la escritura retrocede al pasado.”

Así explica Nivat el proceso de composición y el sentido de este libro: “El punto de partida de esta obra es mi texto de 1980, publicado en la colección «Écrivains de toujours» de Éditions du Seuil. […]
Así pues, partía de mi libro de 1980, lo retoqué, lo completé. El maestro me envió una extensa carta cuando pudo leerlo traducido al ruso. Era muy elogiosa (elogios que repitió en los Bocetos del exilio), pero también había dos páginas llenas de propuestas de correcciones. Las tuve en cuenta todas, o casi todas, porque las que estaban relacionadas con su biografía coincidían con las de otras personas que me habían escrito y lo habían conocido en su época soviética.[…]
Mi trabajo es distinto del de 1980, pero la línea general no ha cambiado: abarca al hombre y a la obra, al profeta y al moralista, al escritor soviético y al escritor innovador. En mi opinión, una extraordinaria continuidad marca el largo camino de Solzhenitsyn, al margen de los cambios estilísticos y de su paso de un enfoque profético a un enfoque de historiador. Intento tratar con el mismo criterio y el mismo proceso las dos catedrales que son Archipiélago Gulag, obra del condenado-profeta bíblico, y La rueda roja, del investigador-historiador. Una misma energía construye estas catedrales, pero se diferencian profundamente en su culminación. Espero haber hecho justicia tanto al escritor como al profeta. Me ha guiado la admiración respetuosa, pero esta no me ha condicionado. El escritor me ha acompañado a lo largo de toda mi vida de rusófilo y de ensayista, también de adulto. Al igual que ha acompañado a muchas vidas en Rusia y fuera de ella. Hemos vivido la «época Solzhenitsyn». Ahora que su trayectoria vital ha terminado, empieza el camino de la posteridad. Espero contribuir a ello.”

Hay en el fondo de este estudio, además de una constante reflexión sobre los vínculos entre novela e historia, un homenaje a la lucha contra la tiranía ideológica del comunismo de quien “incidió más en su época que Jruschov o Brézhnev; es su nombre el que designará el resurgimiento de la vida rusa, antes y después de su expulsión de Rusia por orden del Comité Central, antes y después de la publicación de Archipiélago Gulag, y hasta el hundimiento del comunismo soviético, del que, sin duda, él fue uno de los grandes artífices. El luchador influyó profundamente en el escritor; no se puede separar el uno del otro.”

Santos Domínguez 

22 diciembre 2023

Los tesoros del Prado

  




Javier Sainz de los Terreros.
Los tesoros del Prado.
Montena / Museo del Prado. Barcelona, 2023.

Esta Mona Lisa, del taller de Leonardo, es una de las veinticinco pinturas que se analizan en Los tesoros del Prado, que coeditan en un magnífico volumen Montena y el Museo del Prado

Un libro que, como señala en la presentación Javier Sainz de los Terreros, responsable de redes sociales del Museo Nacional del Prado y de los textos de este volumen, está “inspirado fundamentalmente en la labor que realiza el Museo del Prado en sus redes sociales. Con más de cuatro millones de seguidores, nos esforzamos por acercar el museo al público y ofrecer los medios necesarios para que todo el mundo pueda disfrutar de una colección tan excepcional.Con este objetivo, desde 2017 llevamos realizando vídeos en directo en Instagram, donde comentamos diferentes obras y mostramos el día a día de la institución.”

De entre los más de mil vídeos realizados, se han seleccionado veinticinco obras que, desde un Tiziano poco conocido hasta Las Meninas, proponen un recorrido visual generoso en ilustraciones y en detalles y guiado por espléndidos comentarios en textos esclarecedores sobre su técnica, su temática o su contenido histórico o simbólico:

El lenguaje simbólico del retrato de Federico Gonzaga, I duque de Mantua, de Tiziano; el paisaje del fondo de la Mona Lisa, del taller de Leonardo, que se recuperó al retirar el fondo negro en la restauración de 2011; los detalles inducidos con luz ultravioleta en la escena compleja y sencilla a la vez de la caída camino del Calvario en El pasmo de Sicilia, de Rafael; la atmósfera realista en la Juana la Loca de Francisco Pradilla; el trampantojo engañoso del Descendimiento de Van der Weyden, entre la pintura, la escultura y la arquitectura; el derroche visual y la fiesta de los sentidos de los bodegones barrocos de Clara Peeters; el carácter inagotable del Tríptico del Jardín de las Delicias, del Bosco; el punto de fuga en la perspectiva de El Lavatorio, de Tintoretto; el baile de los árboles en La bacanal de los andrios, de Tiziano; los dos caminos que salen de la Laguna Estigia en el cuadro de Patinir; la coreografía de La gallina ciega, de Goya; los símbolos de la fugacidad de Las Edades y la Muerte, de Hans Baldung Grien; las múltiples lecturas posibles de Las Hilanderas o La fábula de Aracne; el terror de la escena de Saturno devorando a un hijo, de Rubens; el misticismo luminoso y cromático de La adoración de los pastores, del Greco; la doble L del Autorretrato de Durero; un recorrido por las catorce pinturas negras de Goya y el strappo con el que se trasladaron los frescos de las paredes de la Quinta del sordo al lienzo; la pintura del aire en Las Meninas; el arte de la composición en Las lanzas; las plantas y las flores simbólicas que pintó Fra Angelico en La Anunciación; la nostalgia por la antigüedad clásica en La adoración de los Magos, de Rubens; la violencia pintada por Goya en La lucha con los mamelucos Los fusilamientos del 2 de mayo; la perspectiva aérea y las luces y las sombras de La fragua de Vulcano o los problemas de atribución de la Isabel de Valois de Sofonisba Anguissola.
 
Un libro en el que no falta una intrahistoria del canon, porque cuando Fernando VII inauguró el museo, la obra más valorada era la Caída camino del Calvario, de Rafael, que, tras pasar de la tabla original al lienzo actual, ocupó la sala número 12, la más importante de la institución, que luego sería para Velázquez. La descripción de la leyenda que rodea a esta obra, que sobrevivió a un naufragio, y la lectura de la escena desde el soldado del caballo blanco de la derecha, su estructura en X, sus simetrías y los juegos de color que unen en el azul de los ropajes al hijo y a la madre en el trance violento de la separación desgarradora, son sólo un ejemplo del magnífico despliegue interpretativo de los textos de Javier Sainz de los Terreros para este volumen.

“Al igual que con los vídeos, la intención de este libro es despertar la curiosidad del lector y animarle a que visite el Museo del Prado”, concluye Javier Sainz de los Terreros en la presentación del libro, sin duda uno de los mejor editados del año que termina.

Santos Domínguez