15/1/24

Shakespeare. Tragedias

 


William Shakespeare.
Tragedias.
Edición bilingüe.
Traducción y edición de Vicente Molina Foix.
Anagrama. Barcelona, 2023.

 SEPULTURERO
 Esta calavera lleva enterrada veintitrés años. 
HAMLET
¿De quién era? 
SEPULTURERO
De un hijo de puta que estaba loco. ¿De quién creéis que fue?
 HAMLET
No lo sé.
 SEPULTURERO 
¡La peste se lo coma, por pillo! Una vez vació en mi cabeza una jarra de vino del Rin. Esta mismísima calavera, señor, fue la calavera de Yorick, el bufón del Rey.
HAMLET
¿Esta? 
[Toma la calavera]
SEPULTURERO
Esa misma 
HAMLET
Ay, pobre Yorick. Le conocí, Horacio, y era sarcástico hasta el infinito y ocurrente como ningún otro. Mil veces me habrá llevado en sus espaldas, y ahora… qué aborrecible me resulta pensarlo. El estómago se me revuelve. Aquí estaban esos labios que besé tan a menudo. ¿Dónde han ido a parar tus burlas y tus brincos, tus canciones, tus destellos de hilaridad, que solían provocar la carcajada de los comensales? ¿No queda nadie para mofarse de esta sonrisa tuya? ¿Siempre con la boca abierta, eh? Vete enseguida al tocador de mi señora y dile que aunque se ponga un dedo de colorete terminará pareciéndose a ti. Hazla reír con eso. Horacio, te lo ruego, dime una cosa.
HORACIO
¿Qué, mi señor? 
HAMLET
¿Tú crees que Alejandro Magno tenía este aspecto bajo tierra? 
HORACIO
El mismo.
 HAMLET
¿Y olía así? ¡Puaf!
[Tira la calavera] 
HORACIO
Igual, mi señor.


Así de bien suena esa escena ante la calavera de Yorick -tantas veces asociada erróneamente al monólogo ‘Ser o no ser…’-, de La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, en la traducción de Vicente Molina Foix que Anagrama publica junto con La tragedia del rey Lear en una magnífica edición bilingüe que llega hoy a las librerías en dos tomos reunidos en el estuche Tragedias

Y esta es la versión que propone Vicente Molina Foix de la intensa conversación inicial entre Lear y Cordelia que desencadena una espiral incontrolable de errores ya en la primera escena del acto I:

LEAR
Y ahora tú, mi alegría, aunque menor, no menos. 
La hierba de Borgoña y el viñedo de Francia 
por tu amor compiten. ¿Qué dirás por ganar 
una porción más rica que tus hermanas? Habla.
CORDELIA
Nada, mi señor.
LEAR
¿Nada?
CORDELIA
Nada.
LEAR
Nada saldrá de nada. Habla otra vez.
CORDELIA
Infeliz de mí, que no puedo sacar
el corazón a la boca. Amo a su majestad
como debo. No más, no menos.
LEAR
Cordelia, ¿qué es esto? Enmienda tus palabras,
no sea que estropees tus bienes.
CORDELIA
Mi buen señor, 
vos me habéis engendrado, alimentado, amado, 
Y yo como es debido pago esas deudas:
os amo, os respeto, os obedezco.
¿Por qué tienen marido mis hermanas
si sólo a vos os quieren? En mi boda,
aquel con quien contraiga esponsales de mí obtendrá 
la mitad de mi amor, una mitad de entrega y deber.
Nunca habré de casarme como ellas, 
para amar a mi padre solamente.
LEAR
¿Eso es lo que dice tu corazón?
CORDELIA
Sí, mi señor.
LEAR
¿Tan joven como es y ya tan duro?
CORDELIA
Tan joven, mi señor, y tan sincero.
LEAR
Pues la sinceridad entonces será tu dote.
Por el sagrado brillo del sol, 
por la noche y los misterios de Hécate, 
por todos los designios de los astros 
que nos hacen nacer y morir, 
renuncio aquí y ahora a mi cariño, 
a todo parentesco y vínculo de sangre.
Una extraña serás en mi alma 
desde hoy y por siempre.

Como a todos los clásicos que lo son de verdad, a Shakespeare no se le acaba de leer nunca. En cada nueva traducción, en cada cada nueva lectura, en cada nueva puesta en escena de sus variadas tramas incide una luz distinta. 

En este cofre habitan la duda permanente de Hamlet, un intelectual alojado en la incertidumbre, en el continuo aplazamiento de la venganza que le ha prometido al espectro de su padre asesinado, y la historia del rey que tenía tres hijas en esa otra cima del teatro que es El rey Lear, la más desoladora y la más ambiciosa de las tragedias de Shakespeare, que reflexiona aquí sobre el tiempo y el poder, la vanidad y la decadencia física, la naturaleza agresiva, la soledad y la muerte. 

Auden destacó la distancia que separa las tragedias griegas, en las que el desastre viene desde fuera como una maldición inevitable, de las de Shakespeare, en las que los personajes labran minuciosamente el camino de su ruina. En estas dos tragedias, unidas por su altísima calidad y por temas como la locura y la violencia, el trono y la sangre, el error y la ira o las relaciones entre padres e hijos, esa ruina procede del exceso de reflexión que conduce a la quiebra del idealismo y a un escepticismo nihilista y autodestructivo en el caso del joven Hamlet, excéntrico e incapaz para la acción, o brota de la irracionalidad impulsiva y ciega, aunque  igual de  autodestructiva, del viejo Lear. 

Como todos los clásicos que están por encima del tiempo, Shakespeare es también un hombre profundamente vinculado a su época, un autor que hace la crónica del pasado, el resumen del presente y la profecía del futuro. Y así como lo más local suele ser clave de lo universal si lo trata una mano con talento artístico, así también la obra que hunde sus raíces en el presente puede ser la cifra intemporal del mundo. No hay asunto de la actualidad que no esté planteado y resuelto en un clásico que, más que ningún otro, es sinónimo de contemporáneo. No hay más que echar un vistazo alrededor para darse cuenta de la vigencia de Shakespeare. Un mundo que sigue habitado por el desvarío irreflexivo de Lear y por la lucidez perpleja del desconcertante y enigmático Hamlet, que no deja de proyectar sus vacilaciones en constantes preguntas sin respuesta.

Complejas, cercanas y distantes a la vez, esas criaturas de Shakespeare no son arquetipos, sino las encarnaciones más definitivas de los comportamientos humanos. En eso consiste la invención de lo humano de la que hablaba Harold Bloom, que al comienzo de su excelente Shakespeare. La invención de lo humano, respondía a la posible pregunta ‘¿Y por qué Shakespeare?’, con una respuesta también interrogativa, aunque retórica: ‘Pues, ¿quién más hay?’

“En esta edición bilingüe y completa, no anotada, de las dos tragedias fundamentales de Shakespeare -escribe Molina Foix-, he traducido con la mayor fidelidad pero atendiendo más rigurosamente al sentido y al sonido que a la estricta caja silábica de la métrica inglesa. He buscado rima donde el original la tiene, alternando en el resto la prosa cuando Shakespeare la escribe y, para el pentámetro yámbico isabelino, un verso castellano irregular y variable, endecasílabo a veces pero también octosílabo y alejandrino.”

Las dos espléndidas traducciones de Molina Foix son una nueva oportunidad para comprobar con una nueva lectura que a Shakespeare no se le acaba de leer nunca. Sus textos siempre parecen recién escritos. Y más cuando se proyecta sobre ellos la luz de una nueva versión, como la de esta estremecedora escena de Lear y el bufón bajo la tormenta en el tercer acto:

LEAR  
¡Soplad, vientos, rompeos las mejillas! ¡Rugid, soplad! 
¡Diluvios y huracanes, chorread 
hasta empapar las torres y ahogar sus altos gallos! 
Sulfúreas centellas, que cruzáis como ideas 
y precedéis al rayo que parte en dos el roble, 
chamuscad mis canas; y tú, batiente trueno, 
aplana con tus golpes el grueso orbe del mundo, 
rompe el molde de la naturaleza, echa por tierra el germen 
que crea al hombre ingrato.
BUFÓN 
Ay, abuelo, mejor que te salpique  la saliva untuosa del cortesano en lugar seco que esta lluvia aquí fuera. Sé bueno, abuelo, entra, pide la bendición a tus hijas. Hace una noche que no se apiada ni de sabios ni de bobos.
LEAR
¡Que retumbe tu panza! ¡Escupe, fuego! ¡Lluvia, chorrea! 
Lluvia y viento, rayo y llamas, no sois hijas mías.
No os acuso, elementos, de inclemencia.
Nunca os di un reino, ni fuisteis de mi prole.
No me debéis adhesión. Descargad pues 
vuestro horrible deleite. Soy vuestro esclavo, vedme, 
un viejo inútil, pobre, débil, vejado, 
pero aun así os declaro cancilleres serviles, 
que a dos funestas hijas unís vuestras escuadras, 
en la altura engendradas, contra una cabeza 
tan vieja y tan blanca como la mía. ¡Ah, qué repugnante! 
BUFÓN 
El que tiene casa donde meter la cabeza algo tiene dentro de la cabeza.


Santos Domínguez