12 septiembre 2022

Escenas de cine mudo

 

Julio Llamazares.
Escenas de cine mudo.
Edición de Carmen Valcárcel.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2022.


El primer recuerdo que conservo de mí mismo, en esa dimensión en la que el vaho de la memoria envuelve y difumina las imágenes, es el de un niño rubio vestido con pantalones largos y un jersey de lana gorda verde y blanco. Un jersey que mi madre me habría hecho en largas tardes de invierno tejiendo junto a la estufa mientras tarareaba en voz baja las canciones dedicadas de la radio.
El niño está parado frente al cine, un oscuro edificio de dos plantas alzado, al final del pueblo, entre las escombreras y las tolvas de la mina y los tejados negros del economato. Hace frío y la noche ha caído sobre el pueblo, llenándolo de silencio y de lluvia helada, pero el niño sigue inmóvil frente al cine en el que hace ya una hora dio comienzo la película que sus padres están viendo sentados tranquilamente en el patio de butacas y que él ha de imaginar mirando las carteleras que anticipan a la entrada sus momentos principales.

Así comienza el primero de los veintiocho capítulos de Escenas de cine mudo, la novela que Julio Llamazares publicó en 1994. 

Sus veintiocho escenas, que reproducen o parodian títulos famosos de la historia del cine -de Horizontes lejanos a Viaje a la luna, de La noche americana a Se vive solamente una vez-, evocan en sus secuencias el mundo de la infancia en Olleros, un pueblo perdido en la cuenca minera leonesa en el que transcurre la niñez de Llamazares entre 1957 y 1967, de los dos a los doce años, “la memoria del niño que ahora me mira de nuevo desde el fondo de esta antigua y diminuta cartelera.”

Un mundo enterrado por las aguas del tiempo, arrastrado por el río del olvido que dio título en 1990 a un libro de viajes del autor. Años decisivos de formación, como señala en el pórtico del libro, ‘Mientras pasan los títulos de crédito’: 

Con esa gente, y con los hijos de esos mineros para los que la propia vida no valía mucho más que una partida de cartas (acostumbrados como estaban a jugársela allá abajo), fue con los que yo aprendí todo lo realmente importante que he aprendido con los años. Por ejemplo, que la pregunta no es si hay vida después de la muerte, sino antes.

“Hace ahora doce años, cuando publiqué esta novela, comprobé hasta qué extremo lo dicho antes sigue vigente en nuestro país. Más de un crítico y lector en seguida la situaron en el campo de los libros de memorias, negándole la posibilidad de ser novela. Y eso que, en la introducción a ella, yo señalaba ya expresamente que se trataba de una ficción por más que se desarrollara en un espacio existente y aparecieran en ella personas, comenzando por mí mismo, que vivieron realmente en ese sitio, anticipándome a esa impresión. Pero, como decía Einstein, es más fácil desintegrar un átomo que una idea preconcebida, y algunos críticos y lectores (más críticos que lectores, si tengo que ser sincero) en seguida dijeron que esta novela no era novela, sino una autobiografía encubierta. Afirmación que, a decir verdad, yo esperaba ya, pero no con tanta vehemencia”, escribía Julio Llamazares en “Novela o memoria”, el prólogo que añadió en 2006 a la edición revisada y corregida de Escenas de cine mudo, su tercera novela, tras Luna de lobos y La lluvia amarilla.

Ese prólogo abre también la magnífica edición de la novela en Cátedra Letras Hispánicas que ha preparado la profesora Carmen Valcárcel, quien destaca en su introducción que “el universo literario de Llamazares esconde siempre un paisaje interior, una construcción subjetiva de evocaciones míticas y referencias biográficas y personales, transida por una corriente de fugacidad y permanencia, donde todo es efímero y todo, a la vez, perdura.”

Dedicada a la memoria de su madre, “que ya es nieve”, Escenas de cine mudo es una novela que, como el resto de la obra de Llamazares, explora la relación entre la mirada interior y la exterior, entre la evocación y la reflexión, entre el presente y el pasado, entre la emoción y la palabra en fragmentos como este de ‘Las colmenas’, el capítulo que cierra el libro:

Aquel verano, recuerdo, le ayudé a sacar la miel, pese a que casi no podía aún con los cuadros, que ese año estaban llenos, y pese a que las abejas me daban miedo: me habían picado una vez y me había puesto hinchado como un cerdo. Me preocupaba, además, que me volviera a pasar porque al día siguiente era la fiesta. Pero no me picaron. Al menos, no lo recuerdo. Lo único que recuerdo es que, cuando terminamos, mi padre parecía menos triste y mi madre estaba tan orgullosa de mí como si me hubiesen dado un premio en el colegio. Aunque el premio, para mí, fue este retrato que el fotógrafo nos hizo al lado de las colmenas. Es el último del álbum y el último también que conservo de Olleros: ese montón de colmenas llenas de hombres anónimos, como mis padres, que sigue inmóvil en mi memoria, pero del que yo ya me estaba yendo.

Y ese mundo se recupera con la escritura y la evocación a través de estos cuadros que son una elegía en blanco y negro que toma como punto de partida treinta fotografías familiares que trazan una “cartografía de la memoria”, como señala la editora en su introducción. Son el Retrato de un fantasma porque “desde cada fotografía, nos miran siempre los ojos de un fantasma. A veces, ese fantasma tiene nuestros mismos  ojos, nuestro mismo rostro, incluso nuestros mismos nombres y apellidos. Pero, a pesar de ello, los dos somos para el otro dos absolutos desconocidos. Desde cada fotografía, nos mira siempre el ojo oscuro y mudo del abismo.”

Fotografías que el autor ordena en un montaje visual y verbal, en una secuencia que reconstruye fragmentos de vida recordada o soñada para fijarlos con una mirada que es más propia de la inmovilidad lírica que de la agilidad narrativa. Una mirada que permite recuperar ese pasado en una construcción en la que se funden y se confunden el autor y el narrador, la imaginación y la memoria, lo individual y lo colectivo, la vida y la literatura, la realidad y el sueño desde el asombro de la mirada infantil, el lirismo y la conciencia dolorosa de un tiempo definitivamente perdido que fija y restaura la escritura. 

Santos Domínguez 

09 septiembre 2022

Vicente Núñez. El desorden del canto

 


Juan Lamillar.
Vicente Núñez. 
El desorden del canto.
Centro Andaluz de las Letras. Sevilla, 2022. 

Quienes por un designio fatal fuimos llamados 
al desorden del canto;
los que incesantemente el amor elegimos,
¿a qué infiernos tendremos que ascender todavía? 
Nunca de mí te alejes, Livio, Livio.

Del segundo verso de ese poema de Vicente Núñez, perteneciente a sus Teselas para un mosaico, toma título el libro Vicente Núñez. El desorden del canto, que acaba de publicar el Centro Andaluz de las Letras.

Cuando se cumplen veinte años de la muerte de Vicente Núñez (Aguilar de la Frontera, 1926-2002), el Centro Andaluz de las Letras le dedica el tercer volumen de su espléndida colección Clásicos Singulares, inaugurada el año pasado con una entrega dedicada a Pablo García Baena y continuada este año con otra sobre José Manuel Caballero Bonald.

El desorden del canto es el subtítulo de esta aproximación a la vida y la obra de Vicente Núñez que ha preparado Juan Lamillar, que hace un recorrido en el que vincula biografía y literatura y resume así la figura del poeta:

Vicente Núñez pertenece a una clase de poetas que, en vez de considerar a la Poesía como un don, la conciben y sienten como un mandato, como «un designio fatal», y por ello su poética insiste continuamente en la lucha Poesía / Vida, como si fuera un Jacob ipagrense en lucha constante con el ángel –figura tan de Rilke, poeta suyo predilecto, imagen además tan cordobesa– de la Poesía.
Así, esa relación participa de la rebelión y del acatamiento. Sus amigos estábamos ya acostumbrados a oírle feroces diatribas contra ella: el acto de la escritura es la demostración de una incapacidad para vivir (esta afirmación de lo vital es muy Cántico). La Poesía, el Arte, aparecen como una torpe compensación ante la pobreza de la vida. Paradójicamente, la Poesía acaba imponiéndose, con una necesidad imperiosa, como la única salida, como un arrebato.

Al hilo de la narración biográfica, Lamillar intercala una serie de poemas que ilustran la peripecia vital y sentimental y la evolución moral y estética de Vicente Núñez para componer una antología breve y significativa de su obra.

Entre la ambición expresiva y la inseguridad creadora, entre el retraimiento y la pasión de vida se mueve la obra de Vicente Núñez, una poesía que surge de la alucinación y asume el riesgo de la palabra como reto y la precisión como ejercicio. Es esta una poesía ligada a la vida y arraigada por tanto en la contradicción, en el designio fatal del poeta llamado al desorden del canto, entre la oralidad y el ímpetu visionario.

La frustración amorosa y la mirada al paisaje desolado del otoño, que avisa de la muerte, hacen de Vicente Núñez un poeta del tiempo en la mejor tradición de la poesía andaluza clásica y contemporánea, desde el Barroco antequerano granadino a Ricardo Molina o Pablo García Baena.

La ingenuidad anterior a la desdicha y al desengaño amoroso, otros dos frutos del tiempo, la precisión de la mirada sinestésica para expresar la melancolía del presagio del abandono y la pérdida son los ejes de Los días terrestres, un libro tras el que Vicente Núñez abrió un paréntesis de dos décadas.

Dos décadas de prolongado silencio poético tras su regreso a Aguilar a finales de 1959, después de sus años en Málaga y Madrid. Así lo explicaba él mismo: “Más que una decisión fue una imposición. Imagínate lo que ocurre en mi vida cuando en el 58 muere mi madre en Málaga. Yo era muy joven, mi padre levanta la casa y se viene a Aguilar y yo me voy a Madrid, a eso que se llama la «Literatura». No pude ni con la «Literatura» con mayúscula, ni con los «gijones» que en el mundo han sido, ni con la vulgarísima francachela poética, ni con la vulgaridad de aquel Madrid, y supongo que este, si es que se vive la literatura madrileñamente. Me puse malo y me vine a Aguilar a reponerme, y ya no me moví. Y la muerte de mi madre me supuso un trauma que no sólo me separó de la literatura sino de mí mismo, de todo. Tuvieron que surgir otros traumas posteriores para que surgieran otras resurrecciones. ¿Cuáles? La densidad del abandono y del exilio cristalizó en voz otra vez, cuando yo la tenía por perdida.”

De ese largo periodo de retiro y silencio decía Vicente Núñez: “Durante ese tiempo de silencio, venían los poetas amigos a verme. Pero muy pocos me preguntaban por qué no escribes...También enmudeció Pablo. Para nosotros, enmudecer era vivir.”

Ese silencio se rompió en 1980 con los Poemas ancestrales y con el arrebatado Ocaso en Poley, un libro de tema amoroso que fue Premio de la Crítica en 1983, al que seguirían las innovadoras y morales Epístolas a los ipagrenses al año siguiente, las epigramáticas Teselas para un mosaico, de tono clásico y tema erótico, y los Himnos a los árboles, al que pertenece este texto:

Lo campesino no es arbóreo 
sino que está ultrajado
en la ramiza y la cosecha.
¿Cuál es entonces vuestro reino, 
impasibles monarcas? ¿El mío? 
Os unciríais quejumbrosos
a la labranza de la duda,
a los baldíos de la germinación.
Porque toda labor ¿no es humo
y oquedad, rala gavilla
maniatada, donde el enemigo
tiene ya todos los atributos de lo humano? 
No es que os mezcáis en la brisa:
sois la brisa del mundo. Con balanceos 
tan risueños y cortos que me llevan
a los lejanos días de la infancia.
Y sin embargo, ¿qué os inquieta?
¡Respiráis con el alma,
y os guiña y silba el sol cada mañana
con un saludo prolongado y viril!
El cumplimiento nuestro está en manojos 
de luz, y hasta esos haces
no acudirá guadaña ni caterva.
Porque lo que ilumina nos congrega
en la asamblea de la tarde:
el corazón cantando de hermosura.
Si estamos condenados al incendio
será con el divino rayo de lo eterno.

Ese era el libro que Vicente Núñez prefería entre los suyos, señala Juan Lamillar, que añade: 

En los últimos años, la poesía fue dejando paso a una sabiduría expresada en los Sofismas, memorables sentencias dibujadas con una afilada contundencia, que ganaban mucho cuando las enunciaba su autor, o mejor, cuando las hacía nacer en medio de una conversación, no importaban mucho el tema o el tono. […] La oposición literatura / vida aparece como uno de los temas centrales: “Escribir es la consecuencia de no haber vivido”, “Cuando debo escribir no vivo. Cuando debo vivir no escribo”, o “Si escribo es porque carezco.”

Santos Domínguez 

07 septiembre 2022

Eduardo Lago. Todos somos Leopold Bloom

  


Eduardo Lago.
Todos somos Leopold Bloom. 
Razones para (no) leer el Ulises.
 Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2022.

‘Un libro que es todos los libros.’ Así titula Eduardo Lago una de las secciones de su introducción a Todos somos Leopold Bloom. Razones para (no) leer el Ulises, que publica Galaxia Gutenberg.

Una guía de lectura del Ulises, un manual de instrucciones para entender ese impresionante artefacto literario, una carta de navegación para adentrarse en el mar proceloso de la novela de Joyce… Todo eso y algo más es este ensayo diseñado por la mano de Eduardo Lago, que a su condición de crítico experto en literatura inglesa y norteamericana une la de novelista.

La estructura del libro reproduce en sus tres partes (‘Telemaquiada’, ‘Andanzas de Odiseo’, ‘Nostos o El regreso de Ítaca’) y en sus dieciocho capítulos el esquema que el propio Joyce dejó trazado en los esquemas Linati y Gilbert-Gorman acerca de la hora, el lugar, el órgano, el arte o disciplina, el color, el símbolo, la técnica y las correspondencias de cada uno de los dieciocho capítulos de la novela.

Así lo explica Eduardo Lago en la nota previa: “En cuanto al esquema que aparece al principio de cada capítulo, indicando su configuración interna, es una síntesis simplificada de dos mapas de la novela elaborados por Joyce, conocidos respectivamente como esquema Linati y esquema Gilbert-Gorman (nombres de los especialistas, críticos o traductores a los que iban dirigidos). Joyce los tuvo presentes al escribir la novela, lo cual les confiere un considerable valor simbólico, además de que pueden proporcionar un punto de apoyo a la lectura. Por lo que se refiere a los títulos homéricos de los capítulos, aunque técnicamente no son parte de la novela, en realidad forman parte de su fondo psicológico y su armazón conceptual. Son muy pocas las ediciones que prescinden de ellos.”

Porque Joyce diseñó estructuralmente la novela como una parodia de la Odisea, siguiendo minuciosamente los episodios homéricos en relación con los vagabundeos de Stephen Dedalus y Leopold Bloom entre las ocho de la mañana y las dos de la madrugada del 16 de junio de 1904 -el Bloomsday-, desde la Torre Martello al número 7 de Eccles Street, donde una Molly Bloom desvelada deja discurrir en libertad el asombroso y potente monólogo que cierra el libro.

Eduardo Lago, que conoce los itinerarios laberínticos del Ulises por haberlos transitado reiteradamente desde hace medio siglo, los comparte con la aportación de las claves narrativas de una una obra monumental que entre la escena inicial en la torre y el desbordante monólogo final de Molly Bloom (cincuenta páginas de un torrente de conciencia sin signos de puntuación) incorpora la tradición clásica y la popular y las funde metabolizadas en multitud de citas y guiños literarios y explora la complicada realidad histórica, cultural y social de Irlanda, la religión y la literatura inglesa, la crítica sobre Shakespeare, la música y la mitología, la astronomía y las flores, la cartomancia y la astrología en un portentoso edificio literario de una altura pocas veces lograda en la historia de la literatura.

Y escribe en su espléndida introducción ‘El manto de Penélope’, que entre otros materiales contiene una evocación de la figura de Joyce:

 Hay libros en los que cabe la totalidad de la experiencia humana, libros cuya lectura nos explica lo que somos, libros en los que caben todos los libros, el resto de los libros, los que están ya escritos y los que están por escribir, libros que cuando se cruzan en nuestro camino cambian el curso de nuestra vida. […] 
Joyce plantea a quien se acerca a su libro un desafío que entraña un altísimo nivel de exigencia ética y estética. Hay muchas formas de relacionarse con él. El Ulises pertenece a una singular categoría: la de los libros que expulsan al lector de sus dominios, que incluso no permiten su entrada, debido a su dificultad.[…]
Al escribir este prólogo me pregunto cuál será la relación de quien lo esté leyendo con la novela de Joyce. Doy por hecho que una gran mayoría está convencida de que el Ulises es una obra maestra de la literatura universal, un libro sin cuya lectura nuestra formación literaria es incompleta. Otros, quizá también bastante numerosos, en algún momento habrán empezado a leer el libro con la mejor de las intenciones, viéndose obligados a desistir del empeño, dejándolo para mejor ocasión, aunque probablemente esta no llegará jamás. Me consta, por fin, que hay mucha gente que ha leído y disfrutado el libro sin mayor razón que haberse cruzado por casualidad con él. Es lo que me ocurrió a mí cuando tenía diecisiete años.

Santos Domínguez 



05 septiembre 2022

Carlos Edmundo de Ory. Aerolitos completos

  


Carlos Edmundo de Ory.
Aerolitos completos.
Prólogo de Ignacio F. Garmendia.
Edición de Carmen Sánchez y Laure Lachéroy.
Firmamento. Cádiz, 2022.

La joven y rigurosa editorial gaditana Firmamento reúne en Aerolitos completos la totalidad de los aforismos que Carlos Edmundo de Ory bautizó con el nombre de aerolitos, un corpus de casi dos mil quinientos textos que Ory escribió desde los años cincuenta hasta su muerte en 2010. 

Así explicaba el propio autor el árbol genealógico del que se sentía heredero, el linaje del que forman parte sus aforismos:
              
Nietzsche los llama: sentencias y dardos. 
Novalis los llama: polen. 
Baudelaire los llama: cohetes.
Joubert: pensamientos, Cioran: pensamientos estrangulados, y Andrei Siniaski: pensamientos repentinos.
Rozanov: hojas caídas, y René Char: hojas de Hypnos.
Malcolm de Chazal: sentido-plástico, y Louis Scutenaire: inscripciones.
Antonio Porchia los llama voces, y yo aerolitos.
  
Una décima parte de estos aerolitos, algo más de doscientos cincuenta, permanecían inéditos, por lo que esta edición establece el corpus definitivo de los aforismos de Ory y “la recuperación de una nutrida serie de inéditos incluidos en la sección final de este volumen”, como explican las editoras Carmen Sánchez y Laure Lachéroy en la nota previa.

‘Alado Carlos Edmundo’ titula Ignacio F. Garmendia el prólogo, donde afirma que “en su peculiar manera de entender el aforismo, más incluso que en los versos o en los relatos, reside el secreto o la quintaesencia del mundo de Ory, esa rara y originalísima combinación de pensamiento, poesía, mística y humor que asociamos al autor gaditano.”

Y en efecto los aerolitos son los textos más característicos y originales de la obra de Ory: chispazos verbales, relámpagos y ocurrencias escritos desde el asombro y la inocencia de una mirada inaugural (“soy un sabelonada”) o desde el desengaño que no se permite el patetismo, pero siempre desde una voluntad creativa que busca la iluminación o la revelación: “Mi oficio es encender llamas”, escribe en uno de ellos. 

Beligerantes o celebratorios, en los aerolitos conviven la risa y el llanto (“Mis muletas: el espanto y el humor”), el fulgor y la noche, el juego y el fuego, lo admirable y lo preocupante.

Entre la revelación verbal y el aullido desolado del lobo en la noche, entre el calambur y la metáfora, los aerolitos son fuegos de palabras de quien, mano a mano con la nada, es testigo de “la dolorosa felicidad del hombre”, de quien hizo del desierto su patria, hablaba de usted a los árboles y pobló con la duda su única certeza. Estos tres ejemplos reflejan esa actitud:

Sin previo silencio las palabras no suenan.
Bajo las estrellas brutales duerme el hombre.
Lo que no vemos: el viento, el silencio, el pensamiento.

Porque Ory se veía a sí mismo como “un limpiabotas del verbo” y veía el mundo como “una fábrica de lágrimas”, pero sabía también que “un poema es la autobiografía del sueño” y que “la poesía es un vómito de piedras preciosas.”
     
              
        Santos Domínguez

02 septiembre 2022

Clara Janés. Resonancias



Clara Janés.
Resonancias.
Antología poética 1964-2022.
Edición de Jenaro Talens.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2022.


Los siete primeros fotomontajes de la serie de poemas visuales que Clara Janés tituló Resonancias se expusieron en la bienal Interolerti’99 y se publicaron posteriormente en la revista El pífano, suplemento de Ala de mosca (Mérida, verano/otoño de 2000). En versión ampliada con textos, esos fotomontajes monocromáticos se reeditaron por Segundo Santos en Cuenca en 2013, en una segunda edición artesanal y limitada de trescientos ejemplares firmados por la autora con prólogo de Jenaro Talens.  

Y Resonancias es también el título elegido para la antología poética de Clara Janés que ha preparado Jenaro Talens para Cátedra Letras Hispánicas en un amplio volumen que recoge muestras de su poesía desde 1964 hasta 2022, entre Las estrellas vencidas y Kráter o la búsqueda del amado en el más allá.

Casi seis décadas de escritura en la que el editor destaca cuatro ejes: la influencia de la mística, el predominio de lo sensorial frente a lo conceptual, la impronta de lo musical y la presencia de lo científico, especialmente de la física y las matemáticas.

Emparentada con la razón poética de María Zambrano, la de Clara Janés es una poesía de la búsqueda, un viaje al infinito y al no ser, una inmersión en el no saber sabiendo sanjuanista, una forma de conocimiento que a través de la conjunción de música y palabra enlaza con el impulso creador de Orfeo. 

Palabra interior que se proyecta en una poesía que busca la transcendencia y la revelación en lo oscuro, la construcción de lo que Jaime Siles definió en otra espléndida antología (Movimientos insomnes. Galaxia Gutenberg, 2015) como “un puente hacia el absoluto que pone en comunicación el cosmos con el yo.”

Palabra que levanta el vuelo hacia un más allá invisible e intuido, hacia la transparencia y lo inefable, hacia una belleza que, desde lo inaccesible del misterio, nos sostiene todavía. Palabra que convoca lo oculto y se yergue como testigo, como en este ‘Anhelo de voz’, de su penúltimo libro, De esferas y trayectos (2022):

Alcanzar la palabra transparente, 
la que no indica agua 
ni cristal ni aire, 
la que no dice ni siquiera aurora, 
la que está más acá, 
a la orilla del ser 
y solo es breve espacio 
que permite 
la manifestación de lo innombrable.

Santos Domínguez 




29 junio 2022

Juan Claudio de Ramón. Roma desordenada

 



Juan Claudio de Ramón.
Roma desordenada.
Prólogo de Ignacio Peyró.
 Siruela. Madrid, 2022.

“Roma es una de las más complejas y venerables cajas chinas sobre las cuales puede ejercitarse con provecho y goce el espíritu humano. Hay infinitas Romas y, partiendo de Roma, se puede llegar a donde uno quiera”, dejó escrito hace sesenta años Silvio Negro en Roma, non basta una vita, uno de los libros imprescindibles sobre la ciudad a la que Juan Claudio de Ramón dedica su espléndida Roma desordenada, que publica Siruela en su colección El ojo del tiempo con prólogo de Ignacio Peyró.

Y así como en Roma confluyen todos los caminos, en este libro confluyen también muchos libros y muchas miradas, muchas perspectivas literarias y artísticas que han abordado la realidad humana y monumental, histórica y urbana de una ciudad inabarcable a la que el autor, diplomático destinado durante un tiempo en la embajada de España en Italia, se refiere con estas palabras:

Este libro no es una guía. Es una relación desordenada de amores topográficos y las historias que evocan. Cosas pensadas, vividas o leídas en Roma. Me gustaría que su lectura traslade al lector la sensación que tuve mientras fatigué sus calles: no ya la de que la ciudad es la culminante prueba de que el hombre ha conocido la belleza, cosa patente, sino la de que Roma es algo así como el kilómetro cero de nuestra cultura; un aleph a nuestro alcance, desde donde contemplar el universo, a través de una multitud de túneles y pasillos, algunos a la vista, otros secretos o semiescondidos, como en uno de esos extraños grabados de Piranesi, si Roma no fuera lo contrario de una cárcel. Para atravesar este complejo sistema de galerías, el mejor método es el desorden. Roma no es como otras ciudades milenarias, donde, tras una capa de maquillaje moderno, yace la fisonomía primigenia de la ciudad. Roma tiene múltiples rostros, todos reales, todos contemporáneos. La Roma antigua, en cuyas ruinas vivaqueamos; la Roma papal, que recuperó su prestigio amontonando mármol en palacios e iglesias; la Roma fascista que la atraviesa con gélida geometría; la Roma de la periferia, centro genuino de la ciudad donde viven los romanos. Tras examinar estas cuatro ciudades se pueden descorrer otras gavetas: la casi extinta Roma medieval; la Roma judía, desahuciada y conmovedora; la Roma nacionalista de la Unità, que quiso ser París y fracasó; la Roma de La dolce vita, efímera capital de la mundanidad internacional.
La ciudad es, en un sentido bastante literal, una jungla. Afección típica de quien vive en ella es el estrabismo: se mira con un ojo lo sacro y con otro lo profano, con uno las reliquias de santos y con otro los torsos desnudos, con uno profetas y con otro sibilas, con uno la Roma urbi y con otro la Roma orbi, con uno confusión y con otro calma, con uno geometría y con otro desorden. Una ciudad que solo se ofrece en fragmento, como escribió Hildeberto de Lavardin, obispo poeta que la visitó en 1101, cuando la urbe, que frisaba quince siglos y era una aldea insalubre, contaba su grandeza a través de sus pedazos. Con los fragmentos que tuve tiempo de acopiar, apuntalé este libro.

Del Campo de’ Fiori al Trastevere, de Goethe a Rafael, de los jardines de Velázquez a Villa Adriana, de Canova a Pasolini, de la Via Appia a Via Veneto, del ladrillo al mármol, de los pinos de Monte Mario o la Villa Borghese al abeto navideño de Piazza Venezia, de la carbonara a Chateaubriand, de los jardines farnesinos a las Termas de Caracalla, de las fuentes de Bernini a la Capilla Sixtina, un recorrido por esta ciudad de ángeles y papas, iglesias y esculturas, árboles y edificios, puentes de piedra sobre el Tíber y puentes metafóricos entre épocas y culturas para comprobar que “hasta el individuo más vulgar se convierte en alguien en Roma, pues como mínimo adquiere una visión no vulgar de la vida”, como dejó escrito Goethe en su memorable Viaje a Italia.

Setenta estaciones de paso por una ciudad que ha convocado la escritura de “muchos y grandes nombres de la inteligencia y el arte. Goethe, Madame de Staël, Stendhal, Chateaubriand, y Zola; Boswell, Dickens, Wilde y Vernon Lee; Hans Andersen, Schopenhauer y Gógol; Melville, Hawthorne, James y Edith Wharton; también Byron y Shelley (no así Keats: sus días en Roma fueron póstumos). En representación de Italia, por citar mínimos nombres que son máximos: Petrarca, Leopardi, el Belli, D’Annunzio, Fellini, Morante, Moravia, Pasolini, Carlo Levi o Ennio Flaiano. No es que, por lo demás, la literatura romana de las deidades de la cultura europea sea la mejor. Con la excepción de Stendhal, las páginas más interesantes sobre la ciudad se deben a hombres y mujeres con poca o ninguna fama, inspirados por lo que ven y no por el deseo de ver, lejos de las ensayadas efusiones del granturista de turno.”

Subtitulada ‘La ciudad y lo demás’, esta Roma desordenada no es una guía turística, sino -como señala Ignacio Peyró en su prólogo- “un libro de paseos, no de viajes: el libro de alguien que ha vivido allí, no que ha viajado allí.”

Y en definitiva, una intensa aproximación a la esencia huidiza de una ciudad inasequible y vivida, porque “Roma es cosa aparte, sí. No exactamente una ciudad; tampoco un museo, como sugiere el tópico. Más bien el arca de Noé de todas las historias de la cultura europea, el lugar donde, bajo el limo del Tíber, se ha salvado del diluvio el registro de la novela colectiva de Occidente. Solo en Roma, escribe Quevedo, «lo fugitivo permanece y dura»; decir que todos los caminos llevan a Roma es menos exacto que decir que de Roma salen todos los caminos.”

Santos Domínguez 


27 junio 2022

Piero Boitani. Las Metamorfosis: Una pasión infinita



 Piero Boitani
Las Metamorfosis: 
Una pasión infinita.
Traducción de Pepa Linares.
Alianza Editorial. Madrid, 2022.

“Solo hay un libro antiguo capaz de rivalizar con la Odisea en poder de fascinación y fuerza narrativa: las Metamorfosis de Ovidio. Un libro concebido para retar al tiempo y vencerlo, porque se abre con el principio del mundo y se cierra con la metamorfosis final del autor –la glorificación– más allá de su vida y su época,” escribe Piero Boitani en el prólogo de Las Metamorfosis: Una pasión infinita, que publica El libro de bolsillo de Alianza Editorial con traducción de Pepa Linares.

Con las Metamorfosis, Ovidio escribió uno de los libros fundamentales de la historia, un clásico que alimentó a los clásicos posteriores y avivó la imaginación de los lectores a lo largo de los siglos. Es la savia inconsciente que nutre el árbol de la literatura, una Biblia pagana, un Génesis latino con diluvio universal incluido, una explicación del mundo y de lo humano que forma parte del sistema circulatorio de la tradición occidental. 

Cinco años de trabajo dedicó Ovidio a escribir los doce mil versos que organizó en quince libros articulados de manera coherente con episodios conectados entre sí. Estaba revisando y corrigiendo estos textos cuando Augusto lo desterró al Ponto, en las orillas del Mar Negro, en lo que hoy es Constanza en la actual Rumanía.

Un poema y un error, según el poeta, fueron la causa de aquel destierro de origen tan opaco como esas palabras. Ovidio creó una fecunda tradición cuando abordó doscientos ochenta mitos en las Metamorfosis, pero no partía de la nada, sino de un heterogéneo fondo tradicional sobre el que hizo un ejercicio de virtuosismo literario con esos materiales que acumulaban ya un recorrido de siglos.

“En este libro me gustaría expresar mi pasión por las Metamorfosis, subrayar en primer lugar la dimensión narrativa del poema, sus secuencias, sus desarrollos y su estructura; y al mismo tiempo, ante la imposibilidad de analizar la colección entera, rozar al menos los numerosos temas que la recorren: de la naturaleza al arte, del alma femenina a la violencia, de los raptos al amor conyugal, de los acontecimientos de Tebas a los de Troya y los de Roma.”

Organizados en torno a la transformación, la mayor parte de los textos se refieren a mitos en los que la muerte o la frustración ocupan un papel central aunque para refutarla, para defender que nada se destruye y todo se transforma en esos procesos metamórficos que conectan lo humano con lo animal o lo vegetal.

“Ovidio fascina, hechiza, embruja -escribe Boitani-. No podría ser de otro modo tratándose de un poeta que compone un carmen continuum, un canto sin interrupciones de las fábulas antiguas en el que las historias nacen una de otra, se entrelazan y afloran de nuevo en una secuencia velocísima. Una tras otra, en número de casi doscientas cincuenta, van juntando la historia del devenir, «una historia mitológica universal narrada desde el punto de vista del cambio», y forman una especie de enciclopedia en movimiento de los relatos más famosos de la Antigüedad.”

Porque “las Metamorfosis -añade- son además un gran espectáculo. Aun así, su éxito no habría sido posible sin la contribución de al menos cuatro factores fundamentales: el hecho de que en las historias se concentren toda la infelicidad y todas las pasiones que reinan en el mundo de los hombres y las mujeres; el estilo enormemente económico de la narración; la inagotable energía que emana del conjunto, y la capacidad de adaptarse a los criterios interpretativos de épocas distintas o de formar parte de ellos.”

Sin creerla, como pura ficción, los relatos de las Metamorfosis proponen una historia mágica del mundo; trazan un mapa de los sentimientos; hablan -sin moraleja y con comprensión- de las virtudes y los defectos de los hombres, de amores problemáticos y separaciones traumáticas, de la desolación de las guerras, de las relaciones conflictivas entre los dioses y unos hombres que les habían ganado definitivamente el territorio.

Por esa comprensión de la complejidad de lo humano, un Ovidio alejado de la intención didáctica y de la convicción religiosa prefiere practicar la literatura en estado puro y afrontar la realidad desde distintas perspectivas que abordan el mundo interior y el mundo exterior y explican los cambios de tono del libro: de lo épico a lo lírico, de lo serio a lo humorístico, de lo elegíaco a lo celebratorio en relatos que van desde la creación del mundo hasta César, desde las edades del hombre hasta Pitágoras. Y en medio, Acteón y sus perros sin dueño, Dafne y Apolo, Píramo y Tisbe, Adonis y Meleagro, Sálmacis y Hermafrodito, Céix y Alcíone, la doble vida de Tiresias, Eco y Narciso, Ganimedes y Proserpina, Orfeo en los infiernos, otra versión de la guerra de Troya y de Eneas o la tela de Aracne.

Dante, Garcilaso o Shakespeare les deben a estos relatos de transformaciones una parte sustancial de sus argumentos, como la pintura de Tiziano o de Velázquez, como la música de Vivaldi, la ópera o la escultura.

Escrito con sostenido apasionamiento lector, este ensayo de Boitani es un intenso homenaje a las Metamorfosis y a Ovidio, que “ahora exiliado en el mar Negro como Pitágoras en Crotona, concluye las Metamorfosis refiriéndose a sí mismo. El poeta sabe que ha escrito un libro que vivirá para siempre.”

Una refutación del tiempo que -como escribía el poeta en el Epílogo- “no podrán destruir ni la ira de Júpiter ni el fuego ni el hierro ni el tiempo que todo lo devora.”

Santos Domínguez

 

24 junio 2022

Luis Rosales. Primavera del agua


Luis Rosales.
Primavera del agua.
Edición de Luis Rosales Fouz.
Prólogo de Gabriele Morelli.
Renacimiento. Sevilla, 2022.


 Luego recuerdo un chancleteo y una apresuración que llegaba hasta mí bisbiseando:
—Venga conmigo, caballerete.
Y Sor Inés tenía una voz nabucodonosora y atiplada, tan inmediatamente ejecutiva,
que mi inocencia comenzó a funcionar porque su voz
me puso en movimiento:
un movimiento tren y pequeñito como un furgón de cola
que marchaba tras ella.
nadie sabe hasta dónde puede llevarle la obediencia,
y atravesando el patio llegamos hasta el cuarto que hay en el hueco de la escalera contiguo al rectoral,
un cuarto excomulgado que nunca vimos sino en alguna pesadilla, y al entreabrir la puerta se volvió a mí para decirme:
—No rechiste,
entre en el cuarto de las conejas y vístase de niña.
chitón y punto en boca.
[…]
Sí, señor, así fue,
aún me dura la humillación,
el uniforme era tan largo en mi cuerpo de niño como si me
vistiera con la guerra civil,
y cuando todo estaba terminado me puse en la cabeza un
sombrero de niña y aquel sombrero era la muerte de mis padres.

Son dos estrofas de ‘Nadie sabe hasta dónde puede llevarle la obediencia’, un poema de Un rostro en cada ola, uno de los últimos libros de Luis Rosales. 

Ese poema memorable, fechado en Cercedilla en agosto de 1980, cuando Rosales tenía setenta años y una sorprendente potencia creativa, forma parte de la antología Primavera del agua, que publica Renacimiento con edición de Luis Rosales Fouz y prólogo de Gabriele Morelli, que señala que en la poesía de Luis Rosales “asistimos a una llamada a la conciencia, al orden contra el desorden que la herida profunda del ser humano -su desesperación- recoge y salva. Como conclusión, esta antología -sabiamente recogida por Luis Rosales Fouz, hijo del poeta- presenta un unicum como si fuera una sola respiración. Además añade y suma, al conocimiento profundo del autor y sus textos, el calor del sentimiento humano y el afecto familiar, elementos que la convierten en un libro único, total y unitario, como su contenido.”

Una antología representativa que equilibra las muestras de las diferentes etapas de la poesía de Rosales, desde la rehumanización de Abril, que combina las reivindicación del clasicismo garcilasista con la renovación poética heredada de Juan Ramón y del 27, hasta la trilogía final, La carta entera (La almadraba, Un rostro en cada ola y Oigo el silencio universal del mundo), una potente indagación desde la memoria en la conciencia personal y colectiva y en las posibilidades expresivas del verso libre.

Y entre esas dos etapas, muestras de títulos centrales en la obra de Rosales como La casa encendida y Rimas, dos de los libros más renovadores de la poesía española de posguerra, en los que se cruzan la memoria personal como origen de una reflexión existencial más amplia y el tono conversacional, como en esta admirable ‘Autobiografía’:

Como el náufrago metódico que contase las olas que le bastan para morir;
y las contase, y las volviese a contar, para evitar errores,
hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.

Son peldaños sucesivos de una obra en marcha que se eleva sobre la integración de poesía y vida, sobre el fraseo inconfundible de sus versículos o sobre los deslumbrantes poemas en prosa de El contenido del corazón, un eslabón imprescindible en la configuración de un mundo poético que tendría una de sus cimas vitales y expresivas en el Diario de una resurrección.

En esa construcción creciente de la obra de Rosales el Diario de una resurrección podría resumir su obra en la convocatoria de tiempos y espacios, de la infancia y la madurez, de lo celebratorio y lo elegíaco, de la memoria y la imaginación en una integración poética cada vez más despojada y más sencilla, cada vez más sutil y depurada.

El poema que cierra ese libro es el torrencial ‘Sobre el oficio de escribir’, uno de los textos incluidos en esta antología. A él pertenecen estos versos: 

y me pongo a escribir, 
y me pongo a escribir a borbotones, 
con ininterrumpida facilidad, 
para marcar la línea que separa la vida en dos mitades, 
y saber dónde empieza el corazón.

Esta antología es una invitación para revisitar la poesía de uno de los nombres imprescindibles de la literatura española del siglo XX. Una poesía que, como señala Gabriele Morelli, “muestra desde el comienzo una plasmación coherente y armoniosa, una unidad profunda tanto textual como temática, debido a la vertiente rehumanizadora que el poeta percibe y elabora como representante activo de la preocupación vitalista que inaugura la poesía española a principios de los años treinta.”

Una poesía que convoca tres plenitudes: la del lenguaje poético, la del lenguaje vital y la de la honda experiencia, para vincular ejemplarmente la palabra poética con una integración de poesía, memoria y vida a la que Rosales aspiró como poesía total. Ese es su legado irrenunciable.


Santos Domínguez 

22 junio 2022

Stendhal. Vida de Mozart


Stendhal.
Vida de Mozart.
Prólogo de Juan Lamillar.
 Traducciones de José M. Borrás y Consuelo Berges.
Renacimiento. Sevilla, 2022.

 “Fue Stendhal, además de novelista, observador profundo y psicólogo penetrante […] Reúne, pues, todas las cualidades necesarias para escribir una buena biografía; y, en efecto, su Vida de Mozart es un estudio muy agudo, amenizado con numerosas anécdotas y escrito con innegable simpatía, sobre uno de los hombres más extraordinarios que han existido”, escribe José María Borrás en el Prefacio de la Vida de Mozart que publica Renacimiento con traducciones del propio Borrás y de Consuelo Berges.

Lo precede un prólogo -‘Stendhal, el dilettante como biógrafo’- en el que Juan Lamillar recuerda la peculiar historia editorial de esta biografía, sobre la que añade: “La que trazó Sthendal con datos ajenos y expresión propia dibuja el primer retrato romántico de Mozart, pues subraya continuamente la individualidad del genio.”  

La publicó en 1814 en un volumen que incorporaba también las biografías de Haydn y de Metastasio. En una carta fechada en Venecia el 21 de julio de 1814 Stendhal reconoce que su biografía no es original, sino traducción de la necrológica de Mozart que publicó Friedrich von Schlichtegroll veinte años antes, aunque Stendhal le aporta una admirable claridad de estilo a la que se había referido en el prólogo de la edición de las Vidas de Haydn, Mozart y Metastasio de la que formaba parte: “Creo -afirmaba allí- que la primera ley que el siglo XIX impone a los que se dedican a escribir es la claridad.”

“La primera parte de la vida de Mozart es, en verdad, extraordinaria y sus detalles interesan tanto al filósofo como al artista”, escribe Stendhal, que, como su fuente, se detiene en la narración detallada de la infancia asombrosa del genio que a los cinco años no sólo manifestaba una portentosa facilidad para la interpretación de diversos instrumentos y para el canto, sino una milagrosa capacidad creativa que le permitía componer un concierto para clavicordio dificilísimo de ejecutar.

Muy pronto empezaron los viajes por diversas ciudades europeas para dar conciertos en compañía de su hermana, lo que compatibilizaba con la composición de nuevas piezas, como las seis sonatas que escribió en Inglaterra cuando tenía ocho años. 

Y “aunque todos los días -añade Stendhal- el niño tenía ocasión de observar nuevas pruebas del asombro y la admiración que inspiraba su talento, no por eso se volvió orgulloso: era un hombre por sus facultades, pero en todo lo demás era un niño dócil y obediente.”

París, Londres, Múnich, Bruselas, Viena, Milán, Florencia, Salzburgo, Venecia, Nápoles o Roma fueron los escenarios de aquellas demostraciones que evoca Stendhal en unas páginas entre las que sobresale la magnífica narración del episodio del Miserere de Allegri memorizado por Mozart en la Capilla Sixtina.

La juventud, los malos recuerdos de París, que “se le hizo insoportable” entre otras cosas porque allí murió su madre; su vida “infortunada y dichosa” con Constanza Weber, su salud delicada, sus manías, su afición al billar, su torpeza en la mesa, su infantilismo juguetón, su transformación en un ser superior cuando dirigía o interpretaba, su cortesía y su generosidad, el desorden doméstico y económico, los arrebatos de la inspiración y su capacidad de trabajo se resumen en estas páginas a través del relato de una serie de anécdotas reveladores del carácter y el talento de Mozart. Anécdotas como esta:

Podía distinguir  y señalar las más ligeras diferencias de sonido, y toda nota falsa y aun destemplada, no suavizada con algún acorde, era para él una tortura. Por tal motivo, durante su primera infancia, y acaso hasta los diez años años, tuvo un horror insuperable por la trompeta, cuando no se la empleaba como simple acompañamiento. Sólo la vista de tal instrumento le producía una impresión parecida a la que una pistola cargada les causa a algunos, cuando se les apunta en broma con ella. Su padre creyó que podría curarle de ese miedo haciendo tocar una  trompeta en su presencia, a pesar de las súplicas del niño para que se le evitara semejante tormento; pero al primer trompetazo se puso pálido y se cayó al suelo, y probablemente hubiera tenido convulsiones de no haber cesado inmediatamente el ruido.

Entre las obras de un músico “verdaderamente grande en todo”, Stendhal destaca las dos obras preferidas por Mozart: La flauta mágica y el Requiem, “que consideraba como el monumento más duradero de su genio.”

Lo escribió por encargo de un personaje misterioso e intuía que era también un réquiem para sí mismo: “Lo cierto -le dijo a Constanza- es que estoy escribiendo el Requiem para mí mismo; servirá para mis funerales.”

El relato de las circunstancias que rodearon su febril proceso de composición y las circunstancias de sus últimos días de vida constituye sin duda el momento más intenso de esta Vida de Mozart, que se completa con la carta a un amigo en la que Stendhal hace un brillante análisis de Las bodas de Fígaro. Termina con este párrafo:

Mozart, considerado en el aspecto filosófico, es todavía más pasmoso que como autor de obras sublimes. Nunca el azar ha presentado más al desnudo, por decirlo así, el alma de un hombre de genio. El cuerpo entraba lo menos posible en este todo prodigioso que lleva por nombre Mozart y que los italianos llaman hoy ‘quel mostro d’ingegno’.

Santos Domínguez

 

20 junio 2022

Ángel Olgoso. Bestiario

  

Ángel Olgoso. 
Bestiario
Prólogo de Jorge Fernández Bustos.
Eolas Ediciones. León, 2022.


Volvía del trabajo, al anochecer, cansado, casi enfebrecido, cuando se me ocurrió que me gustaría ser un animalillo silvestre, que sabría administrar esa vida simple, limpia de la confusión y el alboroto de las preocupaciones, que podría acomodar con facilidad mi conciencia a ese estado ideal. Como una bendición, alguien, lejos de escamotear mi deseo, me dio la forma de una criatura peluda y diminuta y me soltó en el bosque. Era, como vi después, una vida descorazonadora: no sentía interés por otra cosa que no fuera acarrear alimentos, avariciosa e infatigablemente, hasta mi agujero al pie del tronco de un árbol podrido; los límites de cada territorio desencadenaban continuos litigios entre los habitantes de la fronda; las voces de los pájaros me ensordecían; los parásitos habían invadido mi pelambre; los apareamientos resultaban tan gravosos como los espulgos; y mis ojos revolaban de pánico en sus órbitas cada vez que presentía a los rapaces. Aquel desconsuelo, por fortuna, no duró demasiado. Un día se acercó con sigilo un trozo de oscuridad y, aunque husmeé su hedor a distancia y oí luego las pisadas y los furiosos ladridos, apenas tuve tiempo de entrever sus dientes cerrándose sobre mí.

Ese espléndido relato, ‘Árboles al pie de la cama’, abre el Bestiario que Ángel Olgoso publica en Eolas Ediciones.

Es el primero del medio centenar largo de textos narrativos que el autor ha recopilado de entre los setecientos relatos que ha venido publicando durante cuarenta y cinco años para que formen parte de esta antología temática que tiene como eje el mundo de los animales reales o fantásticos. 

Reorganizados en este nuevo conjunto, esos relatos dialogan entre sí de manera distinta a como lo hacían en el contexto de los volúmenes de los que proceden. Y aunque hay una palmaria unidad temática, hay también una evidente variedad genérica y tonal: del relato fantástico al de terror, de la sátira al humor negro, de lo onírico a lo filosófico, del microrrelato a la fábula, al cuento tradicional o a consejas circulares y perturbadoras como esta de ‘Hábitat’:

A las doce y veinte de un sábado soleado de octubre, contra un rincón de la cocina de su vivienda en un pueblecito cercano a la industriosa capital de la provincia, el hombre golpea a la mujer que castigará al hijo que dará una patada al perro que morderá al gato que perseguirá al ratón que abatirá a la cucaracha que atrapará al gusano que devorará al hombre.

Tras la libertad imaginativa y la potencia creadora de la palabra de Olgoso hay en estos relatos casi siempre -como en las fábulas clásicas y medievales- una voluntad alegórica que tiene como fondo continuo el sostenido propósito de reflejar la condición humana con sarcasmo o ironía a través de la mirada simbólica al mundo de los animales. 

En la recopilación de entrevistas con autores de cuentos que Miguel Ángel Muñoz tituló hace diez años La familia del aire, le preguntaba a Ángel Olgoso por esta zoología fantástica que recorre sus relatos. Y en la respuesta, recuperada oportunamente como pórtico de este Bestiario, decía Olgoso que ese era “un tema característico de la literatura fantástica; eso sí, el paso de la humanidad a la animalidad y viceversa -y sus estados equívocos- es de los más estimulantes junto con los juegos temporales y el deslizamiento y confusión de planos distintos.” Y añadía que esa afición por el mundo animal era “una consecuencia de mi afán por contemplar la realidad desde otras perspectivas, por borrar la tenue silueta de la identidad entre las especies, por agotar las posibilidades narrativas. Creo que a estas alturas debo haberme encarnado ya en un buen número de animales, cada uno con su propia visión de la vida expresada en un castellano estólido o afrentoso, según la ocasión.”

Abre la edición un prólogo en el que Jorge Fernández Bustos destaca la importancia que tienen en estos relatos dos rasgos, la sorpresa y la capacidad metamórfica del narrador:

 “El asombro —sobre todo la sorpresa final— es una característica esencial de todos los cuentos aquí reunidos, así como la alegoría continua, el exotismo puntual y el fino humor que a veces roza lo grotesco, cómo podríamos entender en algunas páginas de Cunqueiro o de Sánchez Ferlosio, entretejiendo un rompecabezas, formulando en cada corte una adivinanza, un enigma que no se desvela hasta el fin cual escorpión que mata con el extremo de su apéndice caudal.

Por lo demás, Olgoso es camaleón, mosca y cocodrilo; tigre, sapo y cucaracha; escualo, perro y ratón; abeja, colibrí y todo lo contrario; hasta llegar a una última entrega, llamada precisamente Bestiario que, en una declaración conclusiva y abnegada, viene a decirnos que todos somos monstruos, que irremediablemente somos, hemos sido y seremos animales.”

Santos Domínguez 

17 junio 2022

Alfredo Giuliani. Ebriedad de aplacamientos. Poetrix Bazaar


Alfredo Giuliani.
Ebriedad de aplacamientos.
Poetrix Bazaar.
Edición bilingüe de José Muñoz Rivas.
 El sastre de Apollinaire. Madrid, 2022.

“Encontrarme en 2001 me ha dado una curiosa impresión, me sentía en otra parte del tiempo y por primera vez he contado mis años. Me parecía haberme convertido en un joven viejo, era como una percepción de realidad invertida. Me he llamado viejo, simplemente, con una cierta gallardía. Ya no tengo nada que perder, me he dicho, puedo recoger los pensamientos y los sarcasmos predilectos, los sentimientos, las ‘verdades’ y las repulsiones. Gozar del placer de sufrir y jugar con las palabras. Divertirme con las formas y las informalidades de la métrica. Hablar de tú al mundo, somos ambos jóvenes viejos. Adiós al romántico demonio”, escribe Alfredo Giuliani (1924-2007) en el epílogo el que explicaba el nacimiento de su libro Poetrix Bazaar, que recoge poemas escritos en su mayor parte entre 2001 y 2002.

Con una espléndida edición bilingüe de José Muñoz Rivas, lo publica El sastre de Apollinaire junto con Ebriedad de aplacamientos, cuya versión original apareció en 1993, diez años antes de Poetrix Bazaar.

Esos dos títulos constituyen la última fase creativa de Giuliani, poeta del que Muñoz Rivas tradujo ya en 1991 Versi e nonversi, el volumen que recogía la poesía hasta 1984 de “uno de los principales teóricos y protagonistas” de la nueva vanguardia italiana entre los años 50 y los 80 del pasado. Del cambio poético de Giuliani que reflejan estos dos renovadores libros habla Muñoz Rivas en la introducción, donde afirma que “el espacio alternativo que creo que habría que defender para estas dos joyas de la literatura italiana, naturalmente no impide la existencia de indispensables conexiones con la poética vanguardista de Giuliani madurada a lo largo de décadas, desde principios de los años cincuenta del siglo pasado. Más bien, lo que hace es proteger una intimidad que no era muy acorde con los libros anteriores del teórico, poeta y crítico de vanguardia Alfredo Giuliani.”

Esa introducción aborda también las amplias influencias que subyacen en la poesía de Giuliani (Dylan Thomas, Pound, Eliot, Auden, Larkin o William Carlos Williams entre los poetas de habla inglesa; Michaux y Jarry entre los francófonos) o su importante vertiente crítica y divulgativa, una actividad en la que destaca su antología I novissimi. Poesie per gli anni ‘60, en la que reivindicaba la ruptura con el neorrealismo y el crepuscularismo.

Del onirismo visionario de estirpe superrealista que recorre estos dos libros, de su escritura en libertad y de la calidad de las traducciones de José Muñoz Rivas dan muestra estos dos poemas. El primero es uno de los cinco textos breves que integran el poema que da título a Ebriedad de aplacamientos:

Gemina que zurda respira a escondite
el sol está en el pozo de nuestro conjunto infinito
por remolinos incandescentes vago espejo de espumas
desgrana la hipótesis de hiperbólico fuego
el aire hueco fríe luz oscura abre de par en par
es océano en llamas y basta la imagen
pero tú subes a la cotas del viento curtido
gimes la amabilidad de morir.

Este otro es muy significativo de la tonalidad emocional y verbal de Poetrix Bazaar:

SOBRE UNA FRASE DE UN AMIGO

Un amigo me tira encima una frase hecha: 
“¿No estarás por casualidad echando los remos a la barca?”
Verdaderamente puede no ser una rendición, y por si acaso no es 
por casualidad. Uno echa los remos a la barca para deslizarse 
por la corriente y ponerse a contemplar el mar 
del ser, ¿no te parece? Es frase mal hecha,
por lo que quiere significar: que te separas.
En cambio, te ralentizas (porque pararse nunca se puede) 
y contemplas la ilusión y quizá te diviertes pensando 
que puedes elegir, frágil belleza, la parte 
no infame en la que estar.


Santos Domínguez 

15 junio 2022

Todo Ripley

 

Patricia Highsmith.
El talento de Mr. Ripley.
La máscara de Ripley.
El amigo americano.
Tras los pasos de Ripley.
Ripley en peligro.
Traducciones de Jordi Beltrán e Isabel Núñez.
Compactos Anagrama. Barcelona, 2022.

Pocos personajes literarios tan objetivamente despreciables como Tom Ripley son a la vez capaces de suscitar la comprensión del lector y hasta una simpatía cercana a la complicidad. El mérito evidente es de Patricia Highsmith, que construyó desde dentro y con profundidad psicológica un personaje complejo y contradictorio, reprobable y seductor y lleno de matices.

“En mi primer libro sobre Tom Ripley, éste es un joven de 25 años, inquieto y sin tra­bajo en Nueva York, que temporalmente vive en el apartamento de un amigo. Se había quedado huérfano a una edad temprana y fue criado en Boston por una tía bastante tacaña. Tiene un cierto talento para las matemáticas y la mími­ca, y estas dos habilidades lo capacitan para llevar adelante. por carta y teléfono, un pequeño juego de intimidación a los contribuyentes estadounidenses: les pide un nuevo pago a una oficina del Servicio Interno de Recaudación cuya sucursal. dice, se encuentra en una determinada dirección: la del amigo en cuya casa está viviendo, y Ripley recoge las cartas cuando llegan, aunque no puede hacer nada con los cheques que éstas contienen excepto reírse con una extraña satisfacción.
Cuando Ripley se da cuenta una no­che de que es seguido en las calles de Manhattan por un hombre de mediana edad, su primer pensamiento es que el hombre es, o podría ser, un agente de la policía enviado para detenerle por su fraudulento juego tributario. El segui­dor resulta ser el padre de un conocido de Ripley al que a éste, de entrada, le resulta difícil recordar: Dickie Greenleaf, que ahora vive en Europa, dice el padre. Herbert Greenleaf invita a Tom a cenar al día siguiente, y en la cena Tom conoce a la madre de Dickie y tiene una visión momentánea de las más refinadas cosas de la vida: buen mobiliario, servicio de plata en la mesa, orden y buenas maneras. Estas cosas —se da cuenta Tom, y no por vez primera— constituyen sus aspiraciones. Además, los Greenleafle ofrecen costearle un viaje de ida y vuelta a Italia. Tom acepta ir”, escribía Patricia Highsmith en ‘El escenario del crimen’, un artículo en el que evocaba las primeras andanzas de su mejor creación: Tom Ripley.

En torno a ese antihéroe amoral, inteligente y refinado, en torno a ese psicópata sin escrúpulos a la hora de medrar, estafador, asesino implacable e impune y sin embargo fascinante, vertebró Patricia Highsmith su ciclo de cinco novelas que inició en 1955 con El talento de Mr. Ripley y prolongó hasta 1991, pocos años antes de su muerte, con la última entrega, Ripley en peligro.

Algunas de esas novelas han tenido memorables adaptaciones cinematográficas como la de René Clément en 1960 (A pleno sol, protagonizada por Alain Delon) o El amigo americano de Wim Wenders en 1977, con Matt Damon en el papel de Ripley.

A propósito de esa última adaptación hay una anécdota muy significativa: Patricia Highsmith vio aquella versión cinematográfica y no le gustó nada hasta que la vio por segunda vez, lo que posiblemente revela también la complejidad de un personaje tan poliédrico y escurridizo como el ambiguo simulador que es Tom Ripley, un mentiroso reprobable y atractivo, cínico y generoso, insolente y audaz, emocionalmente frágil y sociópata, autor directo de ocho asesinatos y promotor o inductor de otras cuatro muertes.

Porque, como escribió Graham Greene en una de las mejores aproximaciones al universo literario de Patricia Highsmith, “no estamos ya en el mundo que creíamos conocer, sino en otro que, de un modo aterrador, parece más real que la casa de al lado. Los actos son repentinos y espontáneos y los motivos a veces tan inexplicables que solo podemos darlos por válidos.”

Ripley es uno de esos “criminales simpáticos” de los que habla su creadora en uno de los capítulos de Suspense. Cómo se escribe una novela de intriga: “Hay muchas clases de libros de suspense —por ejemplo, relatos protagonizados por espías del gobierno— que dependen de héroes psicópatas o neuróticos como los míos. Los escritores que deseen escribir libros parecidos a los míos se encuentran con un problema extra: cómo hacer que el héroe sea simpático, o, al menos, que sea razonablemente simpático. A menudo resulta tremendamente difícil. Aunque pienso que todos mis héroes criminales son bastante simpáticos, o al menos no son repugnantes, debo reconocer que no he conseguido que todos mis lectores piensen lo mismo, si he de juzgar por los comentarios que me han hecho: «Encontré a Ripley (A pleno sol) interesante, supongo, pero en realidad me pareció odioso. ¡Uf!».”

Compactos Anagrama recupera, con traducciones de Jordi Beltrán e Isabel Núñez, los cinco títulos de esta serie absorbente y adictiva sobre la mentira y la simulación, una estimulante lectura veraniega, trepidante y de intenso suspense, entre la perversidad del personaje y el placer de la lectura de las obras más significativas y asombrosas de una maestra de la narrativa contemporánea que va mucho más allá de los límites literarios de la novela negra. 

Para leer a pleno sol y celebrar párrafos como estos:

La atmósfera de la ciudad se hacía más extraña a medida que transcurrían los días. Era como si algo se hubiese marchado de Nueva York —su realidad o su importancia— y la ciudad estuviese montando un espectáculo para él solo, un espectáculo colosal de autobuses, taxis y gente que caminaba presurosa por las aceras, de televisores enchufados en todos los bares de la Tercera Avenida, de cines con el neón de las marquesinas encendido en plena luz del día, y de efectos sonoros compuestos por el sonar de millares de claxons y voces humanas que parloteaban sin sentido. Parecía que el sábado, cuando su buque soltase amarras, toda la ciudad de Nueva York iba a desplomarse como una gigantesca tramoya de cartón piedra.
Tom pensó que quizá era que estaba asustado. Odiaba el mar. Nunca había viajado por mar, salvo un viaje de ida y vuelta desde Nueva York hasta Nueva Orleans, pero a la sazón lo había hecho en un buque platanero, pasándose la mayor parte del viaje trabajando bajo cubierta, sin apenas darse cuenta de que navegaban por el mar. Las escasas veces que se había asomado a la cubierta, la vista del mar le había asustado al principio, luego le había hecho sentirse mareado, impulsándole a regresar corriendo a la bodega, donde, en contra de lo que decía la gente, se había sentido mejor. Sus padres habían perecido ahogados en el puerto de Boston, lo cual, según siempre había pensado Tom, tal vez tenía algo que ver en su aversión hacia el mar, ya que, desde que tenía uso de razón, el agua le infundía pavor, y nunca había conseguido aprender a nadar. Al pensar que en el plazo de menos de una semana iba a tener agua bajo sus pies, con varias millas de profundidad, sufría una sensación de vacío en la boca del estómago, y aún más al pensar que pasaría la mayor parte de su tiempo contemplando el mar, ya que en los transatlánticos el pasaje pasaba casi todo el día en cubierta. Además, tenía la impresión de que marearse resultaba muy mal visto. Nunca le había sucedido anteriormente, pero había estado muy cerca de marearse durante los últimos días, con sólo pensar en el viaje a Cherburgo.

Santos Domínguez 



13 junio 2022

Alberto Manguel. Leer imágenes


  Alberto Manguel.
Leer imágenes.
Una historia privada del arte. 
Traducido del inglés por Carlos José Restrepo.
Alianza Editorial. Madrid, 2022.

“Las artes visuales son la escritura del mundo”, escribe Alberto Manguel en el preámbulo a la nueva edición de Leer imágenes, que aparece ahora, veinte años después de la original de 2002, en El libro de bolsillo de Alianza Editorial.

“Porque imaginamos el mundo antes de sufrirlo, porque reconocemos en nuestro entorno historias que también inventamos, porque damos al universo indiferente sentido narrativo y coherencia, nuestra especie puede definirse como animales lectores. Los paisajes, las constelaciones y las mareas, los estratos de las piedras y las vetas de la madera (como las que llamaron la atención de Kircher), se nos aparecen como mapas o ilustraciones deliberadas, relatos iconográficos de algo que aún no hemos desentrañado. Así con las obras de arte, así con las pinturas, esculturas, fotografías, obras arquitectónicas, videos, instalaciones..., toda la panoplia de las artes visuales imaginadas y por imaginar. […] Para el cerebro humano, nada debe quedar sin conexión. Toda imagen debe querer decirnos algo.”

Y por eso mismo -añade Manguel- “quien se halla frente a una obra de arte sólo puede hacer esto: dejarse contagiar por la pasión, quedar encantado (en el sentido sus de cuento de hadas de la palabra) y conceder una narración a la imagen.”

Y a ese fin se destinan las espléndidas páginas de este tratado de iconografía generosamente ilustrado en el que, de Caravaggio a Picasso, de Van Gogh a Masaccio o a la fotografía testimonial de Tina Modotti, se aborda la imagen como relato o como ausencia, como acertijo o como testimonio, como pesadilla o como reflejo, como violencia, como subversión o como filosofía, como memoria o como teatro, con una mirada que descifra sus claves o explora su pertenencia a una tradición a la que el espectador-lector se incorpora de forma privilegiada.

Desde la certeza de que toda composición iconográfica se sostiene sobre un impulso narrativo, Alberto Manguel afirma que “interpretar es dar orden, crear historias, inventar sentido. Las cuevas prehistóricas, con trozos de huesos y herramientas rotas, componen en nuestra mente una imagen de la vida social de nuestros antepasados; sus cementerios exhiben colecciones de objetos dispares –joyas, cerámica, juguetes– que deben haber pintado un retrato del difunto a los ojos de los antiguos dolientes. En algún momento de nuestra historia, estas cosas fueron recogidas con un propósito específico: ambición, curiosidad, un sentimiento estético, una búsqueda intelectual, y podrían haber proporcionado el punto de partida de la narrativa aún no imaginada. Objetos funerarios se convirtieron en obras de arte. El universo puede ser caótico, pero todo en él puede concebirse como ordenado”, porque “somos la única especie para la que el mundo parece estar hecho de historias.”

Una invitación a la lectura de las imágenes como la que reclamaba en 1676 Roger de Piles en su Cours de peinture par principes: “La pintura debe llamar al espectador... y el sorprendido espectador debe acudir a ella, como para trabar conversación.”

Este magnífico libro es también eso: una conversación en la que Manguel reúne la espacialidad de la imagen y la temporalidad del relato para explorar el mundo a partir de las imágenes plásticas (pintura, escultura, fotografía, arquitectura…) y para descifrar el sentido de esa peculiar escritura del mundo en la historia privada del arte que se evoca en el subtítulo del volumen, porque “cuando leemos imágenes les agregamos la temporalidad propia de la narrativa.”

En este monumental ensayo de historia cultural conviven Pollock y Joan Mitchell, El Bosco y Max Ernst, Tiziano y Rilke, Beckett y Velázquez, Blake y Stendhal, Bacon y Platón, Auden y Cocteau, Valéry y Aristóteles, Leonardo y Freud, Poe y Ortega y Gasset, Rembrandt y la Villa de los misterios de Pompeya para reflejar la complejidad descifrable del mundo:

Si el mundo es un libro (como reza la antigua metáfora), todo en él es texto, y cada página de ese texto lleva un sistema de signos que hay que descifrar. Leemos piedras y cristales, pero también selvas y ciudades, océanos y llanuras heladas, un afiche rasgado en una tela de Tapies y unas manchas de pintura en una de Jackson Pollock. En el libro del mundo ninguna página está en blanco, ya que, como confesó Mallarmé, incluso la blancura de la página intacta es llenada por el presunto y aterrado lector, ya que la mente reconoce en el vacío no el vacío sino la ausencia, lo que no está ahí, el texto aún no escrito, la región donde todo es posible.

Santos Domínguez 

10 junio 2022

Brian Dillon. Imaginemos una frase



 Brian Dillon.
Imaginemos una frase.
Traducción de Rubén Martín Giráldez.
Anagrama. Barcelona, 2022.

Oh, oh, oh, oh.
William Shakespeare 

En Shakespeare, las últimas palabras rara vez son lo último. “Oh, muero, Horacio”, declara Hamlet como cincuenta líneas antes del final de la obra que lleva su nombre, y seis líneas antes de su propio fin. Su auténtico final, como se sabe, es: “El resto es silencio.” No del todo, o no siempre. Hay tres variantes del texto de Hamlet, y en uno, como mínimo, el danés muere de otra forma: “El resto es silencio. Oh, oh, oh, oh.” ¿Qué nos están diciendo estas cuatro oes menguantes? (¿O son cinco? Podríamos decir que el punto y aparte es el último círculo y el más pequeño.) “Oh” es una fórmula omnipresente en Shakespeare, unas veces como proclama y otras como chiste tipográfico: “Esta pequeña O, la Tierra”, que también podría ser el teatro Globe. Los académicos dicen que los “¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!” de Otelo vociferados tras asesinar a Desdémona son un solo rugido de culpa y espanto, no tres gritos distintos. Al llegar al final de su vida, Lear también grita “¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! El médico oye los “Oh, oh, oh” de Lady Macbeth como si de una serie de “suspiros” se tratase. ¿Y los “Oh, oh, oh, oh” de Hamlet? Seguramente no es ni más ni menos que la expresión vocal, exacta, del silencio. Esta “O” es la apoteosis trágica del cero.

Ese es el primero de los veintisiete capítulos que contiene Imaginemos una frase, el libro que Brian Dillon compone a partir de la libre reflexión sobre veintisiete frases de otros tantos escritores, de Shakespeare a Anne Boyer.

A medio camino entre el ensayo erudito, las notas de lectura crítica y la libertad creativa del ejercicio literario, los veintisiete textos de Imaginemos una frase se organizan cronológicamente en función del autor de la frase motriz, de John Donne a Anne Carson, de Thomas de Quincey a Susan Sontag, de Ruskin a Virginia Woolf, de Roland Barthes a Gertrude Stein, para acabar elaborando un estimulante artefacto experimental, un mosaico de referencias, afinidades y reflexiones lectoras de enorme originalidad interpretativa que Dillon resume en estos términos:

En cada uno de los veintisiete textos que siguen he intentado describir la afinidad que siento por la frase aislada, quizá también por la obra de la que proviene y por el autor que la compuso, pero sin calcular por anticipado cuánto análisis, cuánto contexto, cuánto arrebato y cuánta digresión incluiría. Escribí, por decirlo así, con la cabeza metida en el libro; por primera vez en mi vida, escribí sin una visión de conjunto; escribí un fragmento y luego otro, tanteando a ciegas el camino por el que me llevaba la afinidad. En cuanto a conexiones temáticas, solo diré que una cantidad considerable trata sobre muerte y desaparición. 

Lo publica Anagrama con traducción de Rubén Martín Giráldez.

Santos Domínguez