09 diciembre 2016

Piedad Bonnett. Poesía reunida


Piedad Bonnett.
Poesía reunida.
Lumen. Barcelona, 2016.


No hay cicatriz, por brutal que parezca, 
que no encierre belleza. 
Una historia puntual se cuenta en ella, 
algún dolor. Pero también su fin. 
Las cicatrices, pues, son  las costuras  
de la memoria, 
un remate imperfecto que nos sana
dañándonos. La forma
que el tiempo encuentra 
de que nunca olvidemos las heridas.

Ese poema, Las cicatrices, que abría en 2011 su último libro, Explicaciones no pedidas, es uno de los textos de la colombiana Piedad Bonnett (Antioquia, 1951) que se recogen en el volumen que con su Poesía reunida publica Lumen.

Una obra poética que, desde De círculo y ceniza ha ido trazando un camino propio para construir una voz personal a lo largo de una trayectoria de la que forman parte títulos como El hilo de los días, Ese animal triste, Tretas del débil o Nadie en casa.

En este último libro, de 1994, el segundo de los que publicaba, Piedad Bonnett fijaba el territorio de su escritura en un poema inicial, “Miserias de la palabra”, que podría servir de pórtico de su obra a la manera de una poética:

Cuando
irremediablemente debo detenerme
en tu umbral,
allí donde comienzas, donde acabas,
donde quiere
sembrar mi fuego un incendio indomable,
la palabra es apenas una muleta rota,
una pobre agonía aleteando.

Y si en la plana miseria de los días
entra a saco la muerte,
abrupta siempre, como un toque a la puerta
en una madrugada,
y sin embargo
el sol cumple su cita sin hacer aspavientos
y el estornino canta sobre el árbol,
como un puño que pega a una pared
inútil nace la palabra, y sorda.

Y si de pronto
un viejo olor inaugura la tarde
y ese niño que eras te saluda
azul desde su eterno paraíso,
y no logras saber cómo era el rostro
de tu padre, en su siesta o en su hora,
la palabra
cómo tartamudea, cómo tiembla
como una brújula que ha perdido el norte.

Si la luna es tan luna
que sube la marea del corazón,
naufraga la palabra.

Si la mirada
roza la piel y hace nacer el deseo,
se quema la palabra.

Si Dios tira sus ases,
trampea alegremente en tus narices,
escapa la palabra.

Y sin embargo,
para llamar la luna,
para hablar del deseo,
para llorar a Dios,
como una vieja meretriz desnuda
impúdica se ofrece la palabra.

Una poesía, ya se ve, de línea clara que no renuncia a la imagen ni a su vocación formal y nunca se arrastra en el terreno de lo prosaico, aunque suele adoptar un tono conversacional, para hablar del dolor y la tristeza, del desarraigo y la soledad, de la violencia en Colombia, de la memoria de una infancia infeliz o la intimidad desgarrada de la casa familiar.

Así en este Regreso:

Callan de pronto los abrazos
pues ya no sabe nadie qué decir,
tanto ha mordido el tiempo desde entonces.
Algo entorpece el aire, algo vacila entre la vieja silla
y el gesto de la mano.
y la sonrisa del recién llegado
es como el santo y seña de un hombre que ya ha muerto.
Hay, es verdad, una tarde fatigada de sol en la memoria,
y en el umbral de ayer
una madre doblando cada cosa,
doblando pena a pena con su casi sonrisa.
¿Pero quién dice nada, quién echa al mar las redes,
quién desata los cabos que ha ido atando el tiempo?

Lo cotidiano y lo doméstico, el tiempo y la muerte, el desamor y el olvido son algunos de los temas que vertebran la poesía de Piedad Bonnett, que no renuncia a iluminar las zonas oscuras de la vida mientras Lo demás es silencio, como títuló la antología que se publicó en España hace algo más de una década.

La narratividad y la emoción se dan cita en estos poemas que hablan del cuerpo y de los espejos, de la búsqueda de identidad y de la soledad, quizá el tema central de su obra, como destacaba José Watanabe en el prólogo de uno de los libros de Piedad Bonnett: “Cada poema –decía- es como el hito fundacional de un largo camino que se desarrolla sobre una superficie terrible: la soledad.”

En Ese animal triste, un libro de 1996, aparecía este poema, Revelación, que también se podría tomar como emblema para resumir el tono de su poesía y su forma de mirar el mundo:

De niña me fue dado mirar por un instante
los ojos implacables de la bestia.
El resto de la vida se me ha ido
tratando inútilmente de olvidarlos.

Santos Domínguez

07 diciembre 2016

Castilla en canal


Raúl Guerra Garrido.
Castilla en canal.
Fotografías de Asís G. Ayerbe.
Cálamo. Palencia, 2016.

Con espléndidas fotografías de Asís G. Ayerbe, Cálamo publica una nueva edición ilustrada de Castilla en canal, el libro de viajes en el que Raúl Guerra Garrido hace un completo recorrido por los restos de aquel sueño ilustrado, de aquel gigantesco y ambicioso proyecto de ingeniería civil que quiso comunicar, mediante un sistema de esclusas, el puerto de Santander con la meseta castellana.

El Canal de Castilla fue un ambicioso proyecto, un sueño de gigantes, que funcionó parcialmente y que no llegó a completarse cuando lo hicieron innecesario otros medios de comunicación como el ferrocarril. Aun así –escribe Guerra Garrido-, “el canal constituye un magnífico muestrario de obras hidráulicas, presas, puentes, acueductos y sifones, además de las esclusas, todas ellas austeras y de una absoluta modernidad en su tiempo. Un patrimonio enriquecido con las múltiples edificaciones que jalonan los márgenes, espaciosas fábricas de harinas, molinos, batanes y algún que otro excepcional artefacto. Una obra que, en palabras de los viajeros de la Ilustración, «hará memorables a los que la empezaron y a los que la sigan y concluyan». Su conclusión fue un logro feroz.”

Al texto original se le aporta ahora el valor añadido de unas estupendas imágenes que hacen que al recorrido geográfico se superpongan el relato narrado del viaje y la mirada plástica del fotógrafo a través de los tres ramales del Canal  de Castilla: el Canal del Sur, el Canal de Campos y el del Norte.

En torno a esas tres partes se estructura este volumen que queda enmarcado por un preludio -'Castillos en el aire'- y un epílogo -'Castillos en la mar'- en los que Guerra Garrido evoca aquel proyecto que constituye, como ha señalado él mismo, la gran epopeya civil española de todos los tiempos.

Frustrada en gran medida por las constantes interrupciones y luego por la llegada del ferrocarril, el Canal de Castilla, pensado para agilizar el comercio del trigo, llegó a tener en su cauce entre 1840 y 1860 quinientas embarcaciones que recorrían los más de doscientos kilómetros de su trazado por tres provincias –Valladolid, Palencia y Burgos- y por lugares como Alar del Rey, Melgar de Fernamental, Frómista o Medina de Rioseco.

Un libro de viajes en el que se conjugan la geografía y la historia, la narración, la imagen y el paisaje en torno a aquel impulso visionario y modernizador de los ilustrados. Un sueño de la razón que no siempre produce monstruos.

Santos Domínguez

05 diciembre 2016

Kafka. La transformación


Franz Kafka.
La transformación.
Edición de Luis Fernando Moreno Claros
y Pilar Benito Olalla.
Atalanta. Gerona, 2016.

“Si hubiera que elegir un relato literario emblemático del siglo XX, el agraciado sería casi con seguridad Die Verwandlung (La transformación), de Franz Kafka, normalmente traducido al castellano con el título de La metamorfosis. Pocas narraciones habrán sido tan admiradas y comentadas como esta que cuenta la rara historia del viajante de comercio Gregor Samsa, transformado en un bicho monstruoso”, escribe Luis Fernando Moreno Claros en el prólogo de su traducción de La transformación en Atalanta.

En vez del más frecuente, La metamorfosis, menos preciso y más arbitrario, se prefiere por parte de los traductores el título La transformación para designar esta obra que puede resumir como pocas el siglo XX.

El 17 de noviembre de 1912, en una carta a Felice, Kafka le habla de una “pequeña historia que me ha venido a la mente en la cama, en medio de mi aflicción y que me está oprimiendo en lo más hondo de mí mismo.” 

Esa misma noche, en medio de una intensa crisis personal que acabaría desencadenando, en ese otoño de 1912, la escritura de otros textos tan esenciales como La condena, empezaría a componer La transformación, cuya redacción se prolongó del 17 de noviembre al 7 de diciembre de ese mismo año, con un parón por medio que Kafka lamentó luego, porque notaba que, tras esa interrupción, al retomar la escritura, la tercera parte se resentía de una suerte de recalentamiento que perjudicaba al funcionamiento narrativo del conjunto. 


Junto con El fogonero y La condena, Kafka proyectó una edición de La transformación como parte de una trilogía que se iba a titular Los hijos, pues la relación problemática con el padre es el hilo conductor de los tres relatos. Frustrado ese proyecto inicial, se publicó como libro exento en 1915 y se convirtió desde entonces en la obra fundamental de las que Kafka publicó en vida, un texto que está escrito, como dijo Walter Benjamin a propósito de El proceso, “en el lugar nuboso de las parábolas. De allí surge la escritura de Kafka.”

Sabemos mucho de su historia textual, incluso de su proceso de construcción, sobre el que encontramos constantes referencias en los diarios y las cartas de Kafka a Felice. Pero sigue siendo una obra tan inaccesible como el castillo al que intentaría llegar el agrimensor K. muchos años después. 

Opaca y escrita para que la leamos como si estuviéramos despiertos en medio de un sueño, narrada con una llamativa frialdad por un narrador imperturbable, es precisamente en esa distancia y en el "ligero fastidio" que provoca la situación en el propio Samsa en donde se encuentra uno de los rasgos más peculiares de La transformación y de la manera kafkiana de narrar  desde un punto de vista en el que el protagonista se funde con el narrador a través de la sutileza del estilo indirecto libre. 

Lo explicó Nabokov en su irregular Curso de literatura europea: en este relato tienen una evidente importancia simbólica las puertas. La primera, la que tiene que cruzar el lector al entrar en el relato, es la más importante, porque plantea una elección definitiva: si en esa puerta abierta el lector incipiente no ve más que una invitación al absurdo, no la traspasará; si por el contrario la atraviesa habrá aceptado el juego e ingresará en un nuevo dominio, en una lógica peculiar y en un espacio narrativo en el que no encontrará nunca pistas ni claves sobre las infinitas posibilidades que se abren en la interpretación de los hechos. 

Además del amplio estudio introductorio en el que Moreno Claros aborda la génesis y las circunstancias en las que se fragua su escritura, esta edición ofrece una cronología y una bibliografía esencial actualizada. 

En la traducción también ha participado Pilar Benito Olalla, que firma un posfacio en el que repasa las interpretaciones ideológicas de la obra y propone un análisis filosófico que emparenta a Kafka con Platón y a Gregor Samsa con el mito de la caverna para acabar leyendo La transformación no sólo como una parábola sino como una profecía de los cambios a los que está expuesto el hombre contemporáneo, “por eso su obra resuena hoy más fuerte que nunca.”

Como siempre en Kafka, al fondo está el padre, la búsqueda y el problema de la identidad, el desconcierto y el desamparo, la construcción frustrada de un objetivo vital. "Lo que escribía trataba de ti", afirmaba Kafka en la Carta al padre, el que aparentemente es su texto más directamente confesional. 

“No es una confesión -explicaba Kafka sobre esta obra-, aunque en cierto modo sea una indiscreción /.../ hablar de las chinches de la propia familia.” Como en el resto de su obra, y singularmente en La transformación, una línea borrosa separa lo ficticio de lo autobiográfico, de la misma manera que en sus diarios alternan los apuntes de carácter muy personal con anotaciones de sueños y los sucesos triviales conviven con esbozos de relatos.

Una obra que es sin duda la más importante de todas las que Kafka publicó en vida y  que en gran medida, incluso tras la publicación de los póstumos, sigue siendo la más representativa de un autor que aquí está en estado puro, en medio de un mundo opaco y dueño de un lenguaje denso y frío y una literatura mágica y distante.

Santos Domínguez

02 diciembre 2016

Antonio Ramírez Almanza. La puerta de los secretos


Antonio Ramírez Almanza.
La puerta de los secretos.
Turandot Ediciones. Sevilla, 2014.

La quietud descansa escuchando los saltos de agua en los meandros cercanos del Genil hacia la vega de Córdoba. La hora se adueña protectora del verdor hondo de los naranjos, mientras todo sigue igual por las acequias, en el laurel gigante que no mueve la brisa, por los olivos, en el gallinero y los corrales, o en la majestad de las palmeras con sus arriates llenos de adelfas sin flores blancas de verano. 

Las nubes cercan las estribaciones de Sierra Morena por el amanecer inminente, entrando hacia el salón solitario, sobre la chimenea de azulejos sevillanos con moscas pegajosas y dulzonas de este tiempo de vendimias; dentro de la alacena y sus juegos de café de la Cartuja; frente a la vidriera de un san Antonio de Padua y, sobre todo, en el reloj de péndulo parado a las tres cuarenta de una madrugada. 

No era mirar arriba, sino dentro.

Es uno de los textos más significativos de los que integran La puerta de los secretos, de Antonio Ramírez Almanza.

Como en ese texto, lo que está fuera y lo que está dentro, la mirada a la naturaleza y la conciencia del tiempo, el presente y la evocación son la base de una reflexión en la que la poesía se concibe como una forma de entender el mundo y como una prospección en el interior de uno mismo para tomar conciencia del lugar que se ocupa en él.

Articulado en cuatro partes que oscilan entre lo existencial y lo erótico, entre la angustia y la afirmación vital, entre el verso y la prosa, recorre La puerta de los secretos una mirada interrogativa a la naturaleza y al fondo de sí mismo en busca de la luz desde lo oscuro.

Lentamente destilados en la voz serena de Antonio Ramírez Almanza, atraviesan estos poemas los días y sus huellas en un viaje hacia el amor desde la soledad y desde el desaliento de las noches.

Y la poesía se convierte en una forma de diálogo entre lo interior y lo exterior, porque mirar “no era mirar arriba, sino dentro” y ordenar una mesa era ordenar el mundo a través de una palabra poética que explora desde la contención las fronteras entre la luz y la sombra, entre la melancolía elegíaca y la afirmación del presente.

Santos Domínguez


30 noviembre 2016

T.S. Eliot. Cuatro cuartetos


T.S. Eliot.
Cuatro cuartetos. 
Edición y traducción de Andreu Jaume.
Lumen. Barcelona, 2016.

“Me encanta saber que has estado con el Beethoven tardío -escribía T. S. Eliot en una carta a Stephen Spender-. Tengo en el gramófono el cuarteto en la menor y me parece que su estudio es inagotable. Hay una especie de celestial o al menos más que humana alegría en algunas de sus cosas últimas que uno imagina para sí mismo como el fruto de la reconciliación y el alivio tras un sufrimiento inmenso. Y me gustaría hacer algo semejante en verso antes de morir.”

Como indica Andreu Jaume en la introducción a su edición bilingüe de los Cuatro cuartetos de Eliot en Lumen, en esa carta del 28 de marzo de 1931 hay “una descripción exacta de lo que consiguió con Cuatro cuartetos, en el que se propuso ir más allá de la poesía de un modo parecido a lo que Beethoven hizo con la música.”

Cuando Eliot publicaba en 1936 Burnt Norton, tras largos años de silencio poético desde La tierra baldía, no sabía aún que ese poema sería el primero de un ciclo de cuatro, esos Cuatro cuartetos en los que alcanzaría su mayor perfección formal y su mayor hondura meditativa. 

Esa obra inesperada de madurez es el resultado de una profunda crisis personal y de un proceso de transformación espiritual que le había llevado a convertirse al catolicismo y a adoptar la nacionalidad británica a finales de los años veinte.

De esa transformación personal hablaba el poeta en Miércoles de ceniza (1930), que no pasa de ser –señala Andreu Jaume- “un intento fallido de escribir un poema largo que diera cuenta de su experiencia religiosa.”

Hizo falta un hecho casual, el encargo de dos piezas teatrales para la iglesia, La roca y Asesinato en la catedral, para que Eliot encontrase un nuevo tono de voz, porque en los coros de La roca (1934) se prefigura ya la tonalidad musical de los Cuatro cuartetos.

Al año siguiente escribió Asesinato en la catedral, un drama religioso sobre Tomás Becket. De uno de los descartes de esa obra salió el comienzo de Burnt Norton, que concibió en principio como un poema aislado y que acabará convirtiéndose en la obertura del conjunto de los Cuatro cuartetos:

Tanto el tiempo del presente como el tiempo del pasado
quizá estén presentes en el tiempo del futuro
y el tiempo del futuro dentro del tiempo del pasado.

En ese estilo dramático, a medio camino entre la reflexión en voz alta y la apelación al lector, se moduló la nueva tonalidad poética de Eliot en un estilo marcado por la influencia bíblica de los libros sapienciales y de Dante. Un estilo más conversacional, más cercano al lector, más discursivo e inteligible que el de La tierra baldía.

Se inauguraba así un nuevo ciclo poético que sería el resultado de la reinvención personal y literaria de Eliot y de la sacudida de la guerra, que sobrevuela trágicamente desde 1939 los otros tres poemas del ciclo: East Coker, The Dry Salvages y Little Gidding.

Cada uno de los Cuatro cuartetos remite a lugares vinculados a la biografia de Eliot, a su experiencia vital y a una significación religiosa o filosófica asociada a cada uno de los cuatro elementos: aire, tierra, agua y fuego.

Con una arquitectura musical muy meditada en cada uno de sus cinco movimientos internos, los Cuatro cuartetos exploran el ascetismo de la vía purgativa, reúnen la meditación y la descripción, lo confesional y la capacidad metafórica. 

Con su tonalidad sentenciosa y persuasiva, la voz de estos poemas incorpora distintas tradiciones en busca de la divinidad y la transcendencia. Eliot convoca en ellos el espacio y el recuerdo en una mirada al interior de sí mismo, en busca del orden y del sentido, del lugar de intersección de lo temporal y lo intemporal, del luego y el antes, en Inglaterra y en ningún sitio, en un tiempo primordial  (“Siempre y jamás”) anterior a los nombres y en una estructura compositiva que va desarrollando temas y variaciones. 

Por eso el tema central abre el segundo cuarteto, East Coker, con la frase “En mi comienzo está mi fin” y lo clausura: “En mi fin está mi comienzo” y va recorriendo los textos del libro hasta el último poema del ciclo, que se cierra con un movimiento que remite otra vez al tema central, presente desde el principio de los Cuatro cuartetos:

Llamamos comienzo a lo que muchas veces es el final 
y crear un final supone crear un comienzo. 
El final está donde uno empieza.

La edición bilingüe de Andreu Jaume va precedida de un excelente prólogo –‘El verano cero’- y se enriquece con un importante aparato de notas colocadas al final para que no perturben la lectura de los textos. 

Completan el volumen esas dos piezas teatrales, los coros de La roca y Asesinato en la catedral, en las que Eliot encontró, casi sin proponérselo, una nueva tonalidad poética, una nueva voz que moduló y llevó a su punto culminante con los Cuatro cuartetos:

y todo irá bien
y de todas maneras todo irá bien
cuando lenguas de llama se entrelacen
en coronado nudo de fuego
y el fuego y la rosa sean uno.
Santos Domínguez

28 noviembre 2016

Luce López-Baralt. Asedios a lo indecible


Luce López-Baralt.
Asedios a lo indecible. 
Trotta Editorial Madrid, 2016.

“No hay en nuestra lengua una poesía más sobrecogedoramente hermosa ni más cargada de secretos insospechados y de lecciones trascendentes que la de San Juan de la Cruz”, escribe Luce López-Baralt en Asedios a lo indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante, que publica Trotta Editorial en un volumen que incorpora en apéndice la transcripción de los dos manuscritos (Sanlúcar y Jaén) del Cántico Espiritual, la Noche oscura del alma y la Llama de amor viva.

Asedios en forma de lectura, de estudios que intentan acercarse a ese ‘no se qué que quedan balbuciendo’ que resume la experiencia mística de San Juan de la Cruz. Una experiencia mística que, por su carácter irracional e intransitivo, es esencialmente inefable y plantea en consecuencia la dificultad de ser traducida a la lógica de la expresión lingüística.

‘Sólo el que por ello pasa lo sabrá sentir, mas no decir’, escribía el poeta en el prólogo de la Subida del Monte Carmelo, el comentario en prosa de la Noche oscura del alma. Porque en el camino de vuelta del poeta tras la experiencia secreta e intransferible de la vía unitiva, la palabra se revela insuficiente y genera un conflicto creativo ante las limitaciones verbales de lo inefable para comunicarlo. 

El estudio de López-Baralt profundiza por medio de una lectura creativa en esa lucha por la expresión a través de asedios en lo insondable, en lo nocturno, en la experiencia abismada del místico, en esa “soledad incomunicable” a la que aludía María Zambrano a propósito de San Juan de la Cruz.

En la búsqueda expresiva que intenta resolver verbalmente la emoción de la experiencia indecible, la poesía es el cauce más adecuado para comunicar la irracionalidad del trance místico. Y por eso cuando a San Juan lo obligaron sus superiores a explicar sus poemas con los comentarios en prosa, la calidad de sus textos no se acerca ni de lejos a la potencia literaria de los versos comentados forzadamente.

Y porque la unión mística del éxtasis ni se puede decir ni se puede entender, el poeta místico se mueve siempre, como señaló José Ángel Valente, entre dos imposibilidades: la del decir y la del no decir para configurar una práctica estilística en el ámbito de la sugerencia y de lo misterioso y en el límite de las posibilidades expresivas de la lengua. 

Desde la aceptación de esa perspectiva, Luce López-Baralt afronta la lectura desde esta ladera de los tres grandes poemas sanjuanistas- el Cántico, la Noche oscura y la Llama- y la elucidación de la simbología enigmática de sus imágenes a partir de “la alquimia ininteligible del éxtasis transformante.” 

Además de la evidente influencia del Cantar de los Cantares y del neoplatonismo, no se descarta la posible confluencia en los poemas sanjuanistas de la mística sufí en símbolos como la azucena, la noche o el pájaro solitario, porque "acaso el ambiente monacal, resguardado y secreto, guardó como en un prodigioso frasco de alcohol estas imágenes de remoto origen islámico mejor que otros espacios intelectuales más abiertos como la universidad o la corte."

Con la lucha por la expresión al fondo, la profesora portorriqueña desmenuza en su análisis y sus comentarios el proceso con el que “el poeta batalla con un lenguaje poético que amenaza con venirse abajo a cada momento por el esfuerzo comunicativo descomunal que le ha impuesto a los versos.”

Santos Domínguez

25 noviembre 2016

Alejandra Pizarnik. Poesía completa


Alejandra Pizarnik.
Poesía completa.
Edición de Ana Becciú.
Lumen. Barcelona, 2016.

                         Los ausentes soplan y la noche es densa. La noche tiene el color de los párpados del muerto.
                        Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche.

Ese breve texto, Linterna sorda, es uno de los poemas de la primera parte de Extracción de la piedra de locura, que Alejandra Pizarnik publicó en 1968.

Un texto de 1966 que cumple ahora medio siglo y que se reedita en el volumen que recoge la Poesía completa de Alejandra Pizarnik en Lumen con los ocho libros que publicó en vida, entre La tierra más ajena y El infierno musical, más los poemas no recogidos en libro y los póstumos que reunieron Olga Orozco y Ana Becciú bajo el título de Textos de sombra y otros poemas.

En la intensa brevedad de ese poema se resume la tonalidad oscuramente confesional de la poesía de Alejandra Pizarnik (1936-1972) y asoman alguno de los temas característicos de su universo literario, lleno de sombras y de fulguraciones.

Para conjurar sus miedos, sus incertidumbres y sus contradicciones eligió vivir en la poesía para acabar ocultándose en el lenguaje:

y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo,

escribió en Cold in hand blues, un poema de su último libro, El infierno musical.

Heredera de Rimbaud, que le presta una cita con la que abre su primer libro, y de una escritura irracionalista que va de Lautréamont al superrealismo de Bretón pasando por Mallarmé, su sensibilidad exacerbada dotó a su poesía de tensión verbal y emocional, de un ímpetu visionario que encuentra su cauce en los símbolos que recorren su obra: la noche, el silencio, el jardín o el viento, imágenes de una naturaleza turbia que refleja el enigma del mundo, por eso – escribía- cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa:

Adentro de tu máscara relampaguea la noche. Te atraviesan con graznidos. Te martillean con pájaros negros. Colores enemigos se unen en la tragedia.

Es la imaginería oscura de la desolación, del dolor y el amor, de una intimidad dramática y una sensualidad desgarrada que oscila siempre entre el deseo y las heridas. Esa era su concepción terapéutica de la escritura: “Escribir un poema –decía en una entrevista de 1972, poco antes de suicidarse- es reparar la herida fundamental."

Siempre a medio camino entre la creatividad y la autodestrucción, Alejandra Pizarnik entendió la poesía como un intento de iluminación en lo extraño. Aspiró a la precisión y practicó una escritura exigente y desatada de imágenes en libertad. Fue la extranjera ante el espejo, la que calla en el desierto en busca de sí misma, quien emprende un viaje sin regreso al fondo de la noche. Así en Árbol de Diana:

Sólo la sed
el silencio
ningún encuentro
cuídate de mí amor mío
cuídate de la silenciosa en el desierto
de la viajera con el vaso vacío
y de la sombra de su sombra.

Entre el miedo y la fascinación, entre el vértigo autodestructivo y las adicciones, el desorden y la insatisfacción, la poesía de Alejandra Pizarnik es una experiencia sin concesiones en el límite. Una experiencia que reflejan poemas tan estremecedores como este Continuidad, de Extracción de la piedra de locura:

No nombrar las cosas por sus nombres. Las cosas tienen bordes dentados, vegetación lujuriosa. Pero quién habla en la habitación llena de ojos. Quién dentellea con una boca de papel. Nombres que vienen, sombras con máscaras. Cúrame del vacío —dije. (La luz se amaba en mi oscuridad. Supe que no había cuando me encontré diciendo: soy yo) Cúrame —dije.

De la edición se ha encargado Ana Becciu, que define este volumen como "una compilación, hecha con lealtad a Alejandra Pizarnik, y devoción a su obra, única e irrepetible."

Santos Domínguez


23 noviembre 2016

Ronsard. Sonetos


Pierre de Ronsard.
Sonetos.
Edición de María Teresa Gallego Urrutia.
Hermida Editores. Madrid, 2016.

Sonnet à Hélène

Quand vous serez bien vieille, au soir, à la chandelle,
Assise auprès du feu, devidant et filant,
Direz, chantant mes vers, en vous esmerveillant:
Ronsard me celebroit du temps que j'estois belle.

Lors vous n'aurez servante oyant telle nouvelle,
Desja sous le labeur à demy sommeillant,
Qui, au bruit de mon nom ne s'aille resveillant,
Benissant vostre nom de louange inmortelle.

Je seray sous la terre, et, fantôme sans os,
Par les ombres myrteux je prendray mon repos.
Vous serez au fouyer une vieille accroupie,

Regrettant mon amour et vostre fier desdain.
Vivez, si m'en croyez, n'attendez à demain:
Cueillez dés aujourd’huy les roses de la vie.


Soneto a Helena

Cuando seáis muy vieja y estéis, de noche, hilando 
a la luz de una mecha, a la lumbre sentada,
al entonar mis versos, diréis, maravillada:
mis años de hermosura fue Ronsard encumbrando. 

No habrá entonces sirvienta, que esa nueva escuchando, 
por más que en su tarea ya casi adormilada, 
al eco de mi nombre no vaya, espabilada, 
con inmortal encomio el vuestro agasajando.

Yo estaré bajo tierra, por un camino umbroso 
de mirtos mi fantasma buscará su  reposo.
Seréis vos una vieja, cabe el lar encogida;

penaréis por mi amor y vuestro genio esquivo.
Vivid sin más demora, atended mi motivo. 
Cortad sin más tardanza las rosas de la vida.

Ese soneto de Ronsard, el XLIII de su último libro, el cancionero titulado Los amores de Helena, es seguramente el más conocido de los que escribió el mejor poeta francés del Renacimiento.

Forma parte de la antología bilingüe de la obra poética de Pierre de Ronsard que ha preparado María María Teresa Gallego para Hermida Editores.

Además de los cuarenta primeros sonetos del Primer Libro de los Amores, que dedicó a Casandra, contiene una amplia muestra de su poesía y un apéndice con los comentarios que el humanista Marc Antoine de Muret, escribió a petición del propio Ronsard para explicar las alusiones mitológicas y los neologismos que aparecen en los poemas. 

Como Garcilaso en España, Ronsard traza una frontera decisiva en la poesía francesa desde la ruptura de la lírica renacentista con las convenciones de la poesía trovadoresca y cortesana de finales de la Edad Media.

No se trata sólo de la renovación temática métrica o estilística que extiende el petrarquismo en la literatura europea del XVI. No se trata sólo de una nueva manera de presentar el amor y de cambiar el papel del poeta en relación con la amada, ni de la incorporación de la nueva mirada vitalista y epicúrea a la naturaleza y al cuerpo o de la revitalización de la mitología grecolatina, ni de la incorporación de una nueva música, la del endecasílabo, en moldes nuevos como el soneto.

No se trata sólo de eso, ni siquiera de la nueva manera de organizar el libro de poemas como un conjunto orgánico según el modelo inaugurado por el Canzoniere de Petrarca.

Se trata de algo más sutil y más trascendente, de una renovación que no afecta a la superficie del texto. En la nueva poesía del Renacimiento –y la de Ronsard está entre las más significativas- el poeta se expresa con un nuevo tono, con una nueva voz. Esa es la aportación más profunda y más decisiva del nuevo estilo.

Fue un cambio tan trascendente que hasta Baudelaire en la poesía francesa, hasta Rubén en la poesía española, persistiría esa tonalidad inaugurada en el Renacimiento. Hasta entonces no cambió la voz del poeta. Ni el Barroco ni el Neoclasicismo, ni siquiera el Romanticismo, modificaron el tono poético.

Un tono que se aprecia ya en los cuarenta primeros sonetos del Primer Libro de los Amores, en los que Ronsard utiliza aún la música del endecasílabo, que no se adapta demasiado al esquema rítmico del francés. 

La responsable de la edición, María Teresa Gallego Urrutia, explica que ha sido incapaz de ceñirse en su traducción a ese ritmo y que ha tenido que usar el alejandrino. No debería intranquilizarse por eso. El propio Ronsard ya optó por ese esquema en sus sonetos de madurez a Helena. 

Y, volviendo a Rubén, él fue el introductor del soneto en alejandrinos bajo la influencia de la poesía parnasiana francesa y del lejano ejemplo de aquel Ronsard cuyas rosas evocó una vez Antonio Machado.

Santos Domínguez



21 noviembre 2016

Chéjov. Cuentos completos (1894-1903)


Antón P. Chéjov. 
Cuentos completos 
(1894-1903)
Edición de Paul Viejo
Páginas de Espuma. Madrid, 2016.


El 15 de julio de 1904, en la habitación de un hotel de Badenweiler, Chéjov pasaba sus últimas horas de vida junto a Olga Knipper y una botella de champán que les mandó el médico como última terapia. ‘¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?’, dicen que dijo, casi al final. Una frase que parece sacada de uno de sus cuentos porque la podría haber pronunciado alguno de sus personajes.

Acababan así la vida y la escritura del padre del cuento contemporáneo, autor de una obra viva que sigue creciendo a medida que pasa el tiempo. Una obra que es menos un edificio que un árbol frondoso de hojas perennes que no han dejado de fortalecerse y de dar sombra apacible al lector.

Con el cuarto volumen de los Cuentos completos Páginas de Espuma culmina una empresa monumental y un proyecto titánico que a lo largo de cuatro años, desde 2013, con edición de Paul Viejo y en las versiones de sus mejores traductores al español, ha ido entregando en cuatro mil quinientas páginas la totalidad de la obra narrativa breve de Chéjov. Más de seiscientos relatos en unas traducciones tan cuidadas como la esmerada edición de estos cuatro tomos. 

Fechados entre 1894 y 1903, los cuentos que se recogen en este último tomo pertenecen, en palabras del traductor, a un momento cenital, “el de su más absoluta consagración, pero también el de su retiro, su despedida.”

Por eso Paul Viejo titula ‘Despedir a Chéjov’ la primera parte de su Introducción, donde afirma: “Despedimos a Chéjov. Despedimos a Chéjov justo cuando l legamos al final de la página y leemos, entre amenazados y tristes, una última frase, «No pensaba volver», y esa sentencia se va a quedar flotando en nuestra cabeza porque sabemos que es verdad, que no habría más Chéjov a partir de ese punto y final en el cuento «La novia», de ese saludo, de esa sonrisa sardónica que nos dice que hasta aquí. No lo hacemos solo porque el 15 de julio de 1904 se haya producido la gran desaparición, el cerrar de ojos, el «Ich sterbe» mal pronunciado. Despedimos a Chéjov algo antes, cuando termina su último relato, y ya va diciendo por ahí que está cansado.”

Pero esas líneas de Paul Viejo, tan melancólicas, tan traspasadas del espíritu de Chéjov, no son sino una invitación a entrar en esta celebración de la literatura con mayúsculas, a leer o releer La dama del perrito, El monje negro, Iónich, Mi vida, Las grosellas o En el barranco en este último volumen, que incorpora en un apéndice de más de doscientas páginas sus cuentos dispersos, inacabados, colectivos y atribuidos, junto a las ilustraciones que en ocasiones los acompañaban.

En esos últimos años “la consideración hacia Chéjov, tanto desde el punto de vista literario como del editorial estrictamente, era ahora muy superior”, lo que le permitió reunir en ocho tomos la totalidad de su narrativa breve. Es también entonces cuando se le empieza a traducir en Francia, Alemania, Inglaterra o Estados Unidos.

Natalia Ginzburg resumió los cuentos de Chejov con una imagen intuitiva y precisa: su obra es la de alguien que nos abre una puerta o una ventana y nos deja mirar dentro de la casa por un momento. Luego, la misma mano que la había abierto, cierra la ventana o la puerta.

Narrador de voz baja, Anton Chéjov construyó su universo literario con lo fugaz y lo secundario. En sus relatos abiertos conviven misteriosamente la levedad y la intensidad, la emoción y la distancia, se armonizan la ironía y la piedad, el humor y la tristeza bajo una mirada compasiva y honda, menos optimista que piadosa, que vive en el matiz y en la sutileza con que el escritor construye a los personajes, en las contradicciones de sus comportamientos y en la economía de sus elipsis sugerentes que dejan los finales abiertos.

La mirada sutil de Chéjov, que a diferencia de Dostoievski o Tolstoi nunca contempla a los personajes desde arriba, sino cara a cara, teje un hilo invisible y persistente que une, en la melancolía invisible y en la tonalidad persistente de su literatura, a Chéjov con Cervantes y con Shakespeare en la construcción de un universo narrativo en el que conviven ricos y pobres, sinceridad y simulación en una indagación honda y fundacional en la condición humana.

Una mirada magistral que vive en el matiz y en la sutileza con que construye a los personajes, en las contradicciones de sus comportamientos y en la economía de la elipsis, en la intensa emoción que habita en lo trivial, en la desesperanza contenida, en la ausencia de patetismo gesticulante, en unos silencios que son más significativos que las palabras que los ocultan.

Despedir a Chéjov. Las palabras son otra vez de Paul Viejo: “Él está cansado porque tiene cuarenta y cuatro años y miles de páginas a sus espaldas y bajo los ojos –«No pensaba volver»– y sabe lo que le depara el futuro. Pero no podemos cansarnos nosotros de leerlo. De recorrer ahora todos sus cuentos, incluso los que no están terminados, y saber con seguridad que aunque se fuera no se había marchado. Que Chéjov se ha quedado aquí, aunque se haya despedido. Aunque hayamos tenido que hacerlo. Despedir a Chéjov.”

Si hace unos años Páginas de Espuma publicó una memorable edición comentada de los Cuentos completos de Poe, y posteriormente una edición monumental en dos tomos de los relatos de Maupassant, la publicación de estos cuatro tomos con todos los cuentos de Chéjov culmina el mapa de ese bosque literario original y prodigioso que funda la narrativa breve contemporánea.

Santos Domínguez

19 noviembre 2016

David Fernández Rivera. Fractal


David Fernández Rivera.
Fractal.
Prólogo de Juan Luis Bedins. 
Amargord Ediciones. Madrid, 2016.


Creí regresar sobre la armadura 
de un tallo 
que ahora alza la cabeza 
sobre las rodillas del silencio, 
para contemplar que tras las viejas avenidas del cielo 
el sol 
ya es una lágrima. 

Con ese texto, titulado La rosa, abre David Fernández Rivera Fractal, el volumen que reúne veintidós poemas procedentes de sus libros Alambradas, Sahara y Ágata. Una antología de tres obras escritas entre 2009 y 2015, de esos tres títulos que pueden entenderse como una trilogía escrita a lo largo de estos seis años.

Pero Fractal no es una mera recopilación de la poesía última del autor. Es, también y sobre todo, una estación de llegada, una terminal que seguramente marca un punto y aparte y cierra una etapa de su escritura. Sobre los cimientos que han apuntalado estos libros es de esperar que se levanten las nuevas entregas poéticas y las nuevas propuestas de la poesía de David Fernández Rivera. 

Acompaña a esta edición de Amargord un CD en el que el autor reinterpreta ocho de los textos del libro en clave musical en una integración que se completa con la portada, una creación plástica del poeta, un acrílico sobre caracola titulado Nashville.

La poesía de Fernández Rivera es el resultado de una experimentación constante y radical en los límites del significado y de lo racional. El sonido y el sentido, lo sonoro, lo visual y lo conceptual, la imagen y la palabra, la naturaleza y la civilización, el individuo y la sociedad, la norma y la libertad creadora están sometidas en el lugar del poema a una tensión de la que surge una propuesta artística global que encuentran su espacio de representación en las páginas de este libro y en las pistas del disco con el que se completa. 

Santos Domínguez

18 noviembre 2016

Trescientos poemas de la dinastía Tang


Trescientos poemas de la dinastía Tang.
Edición bilingüe de Guojian Chen.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2016.

Salgo, cuando me place, / a dar un paseo solo, / y es un deleite inefable. / Llego hasta donde termina el arroyo. / Sentado, miro las nubes que nacen, escribe Wang Wei, un poeta del siglo VIII, en uno de los poemas que forman parte del volumen Trescientos poemas de la dinastía Tang, que acaba de aparecer en Cátedra Letras Universales.

En el año 2013 el profesor Guojian Chen publicaba en esta misma colección la insustituible antología Poesía china (siglo XI a. C.- siglo XX), un monumento literario como señala Carlos Martínez Shaw en el prólogo de esta nueva recopilación, que está considerada la antología de referencia de la poesía clásica china, hasta el punto de que actualmente se ofrecen cerca de dos mil ediciones distintas de esta obra en China. La recopiló muy tardíamente, en el siglo XVIII, el anónimo Literato solitario del bosque fragante, y recogía no trescientos sino trescientos trece textos que reflejan el apogeo poético de la poesía china, su edad de oro entre el 618 y el 907.

Con buen criterio, el traductor ha incorporado en un apéndice otros veinticinco excelentes poemas de la época que no figuraban entre los Trescientos poemas de la dinastía Tang, pero que merecen estar en este volumen por su calidad y su representatividad.

Una antología presentada por un amplio y profundo estudio introductorio sobre el contexto histórico y cultural en que surgió esta poesía y sobre los rasgos vertebrales que caracterizan su estilo y su métrica, su ritmo, sus temas o su despliegue metafórico.

Con unas notas mínimas que no perturban la lectura de esta poesía pero hacen algunas aclaraciones imprescindibles, y con una semblanza final de los autores, estos textos abordan, con la brevedad estilizada que los caracteriza, el sentimiento por el paso del tiempo entre la melancolía y la reivindicación vitalista del goce en el presente, el paisaje como reflejo de los estados de ánimo, la soledad y la niebla de los lagos, el amor o la luna en la montaña, la huida del mundo y la vida retirada, las ausencias y las despedidas.

Hay tres nombres fundamentales por la transcendencia de su poesía en esta recopilación: Li Bai (Li Po en otras transcripciones), idealista e imaginativo, Du Fu (Tu Fu), realista y descriptivo, y el bucólico Wang Wei, poeta del campo y del jardín.

Algunos expertos datan el comienzo de la poesía china mil años antes de Homero, aunque el poema más antiguo documentado no es tan antiguo. No es eso, con todo, lo más importante. Lo que explica su universalidad y su vigencia no es su antigüedad, sino su calidad, apreciada en la poesía occidental desde Goethe a Octavio Paz pasando por Alberti o Lorca.

Sobre la importancia de esta recopilación, resalta Guojian Chen que “es, según el consenso de los críticos y los estudiosos chinos, la más difundida, popularizada, comentada, citada y recitada de todas las recopilaciones de la poesía Tang y de toda la poesía china. Se puede decir que es el Quijote poético de China por su calidad literaria, su importancia en la cultura china y su popularidad.”

Santos Domínguez

17 noviembre 2016

Ignacio Gracia Noriega. Las burbujas de la tierra




 Ignacio Gracia Noriega.
Las burbujas de la tierra.
Cátedra Crítica y Estudios Literarios. Madrid, 2016.

En torno a William Shakespeare, el más grande y el más extraño de los poetas, se organiza el volumen Las burbujas de la tierra, en el que Ignacio Gracia Noriega agrupa un amplio conjunto de artículos que abordan la figura y la obra de Shakespeare.

A explorar las claves de su grandeza, de su vigencia y de esa condición extraña se dedica esta recopilación de artículos que abordan la biografía y la personalidad de Shakespeare, su concepción de la poesía y su dominio de la técnica teatral, el doble oficio de dramaturgo y poeta -“ocupaciones complementarias pero no idénticas”- de un autor inabarcable.

Tan inabarcable que Goethe decía que no se puede hablar de él, porque todo lo que se diga resulta insuficiente. Pero aunque su monumentalidad nos desborde, este tipo de acercamientos son irrenunciables y sirven para iluminar su obra y su grandeza, su poética teatral, los argumentos y los personajes que aparecen en su obra, las teorías sobre la autoría de sus obras, su visión de la naturaleza y de la historia, su imagen del poder, las adaptaciones al cine de sus obras por Orson Welles, Mankiewicz o Kurosawa,  la presencia de lo español en su teatro o su relación con la literatura española de su tiempo.

Complejo como la vida, enorme como el mundo, en torno a Shakespeare nos podemos seguir formulando la pregunta que da título al epílogo: ¿Qué sería el mundo sin Shakespeare?

Santos Domínguez

16 noviembre 2016

Novalis. La nostalgia de lo invisible


Antonio Pau. 
Novalis. 
La nostalgia de lo invisible.
Trotta. Madrid, 2010. 

“La fascinación que ha ejercido Novalis procede de su vida —una estrella fugaz—y de su obra —varios miles de fragmentos, dos novelas inacabadas y unos cuantos poemas—. Todo lo que se refiere a Novalis tiene la delicadeza de esas miniaturas que tanto gustaban en su época: mínimos pero nítidos perfiles con un bosque al fondo o unas ruinas, que cabían en un broche o una sortija. Todo es breve en la vida de Novalis: apenas veintiocho años sobre la tierra, una geografía minúscula —Novalis sólo conoció unos pocos pueblos de Sajonia—, unos cuantos amigos, unas cuantas páginas. Novalis, propiamente, lo fue sólo dos años, los dos últimos de su vida. Hasta entonces había sido Friedrich von Hardenberg, o Georg Philipp Friedrich von Hardenberg, barón von Hardenberg, como dice la partida de bautismo que se extendió en la iglesia parroquial de Wiederstedt el 3 de mayo de 1772, un día después de su nacimiento”, escribe Antonio Pau en su biografía Novalis. La nostalgia de lo invisible, que publica Trotta en la colección La dicha de enmudecer.

Al igual que en las anteriores biografías de Rilke y Hölderlin, Antonio Pau reconstruye la obra y la vida de Novalis (1772-1801) con una visión transcendida en la creación literaria y en esa nostalgia de lo invisible que es el subtítulo de esta obra y el motor del pensamiento y la escritura de Novalis, un poeta prerromántico en cuya obra se dan cita la poesía y la filosofía, la ciencia y la religión para articular la búsqueda de lo absoluto que impulsa su actividad creativa:

“Su vida fue una búsqueda constante de lo absoluto. Ese absoluto que el hombre intuye entre lo efímero que le rodea. «Buscamos por todas partes lo absoluto —escribió Novalis—, y encontramos siempre y sólo cosas». Pero que sólo encontrara cosas no le desanimó. Lo que hizo fue ahondar en ellas, y lo hizo por dos caminos: el estudio de las cosas a través de la ciencia, y la búsqueda de su misterio a través de la poesía. Por eso, para Ntovalis, ciencia y poesía tienen una misma meta y al final confluyen. Al confluir levantan el velo que cubre la realidad, y las cosas aparecen como un receptáculo de lo absoluto. (...) Novalis era riguroso y preciso. Por eso escribió: «La exactitud científica es lo absolutamente poético».”

En Jena se relacionó con lo mejor del panorama cultural de su época: con Schiller, que sería su referente, más como modelo humano que como poeta; con el idealismo de Fichte, a cuyo pensamiento le añadió poesía; con Schlegel, que marcó decisivamente su concepción del mundo, la naturaleza y la historia.

Su obra mayor, los seis Himnos a la noche, que empezó a escribir a finales de 1799 y terminó a principios de 1800, están marcados por la muerte de Sophie, el amor de su vida, y “son –como explica Antonio Pau- a la vez, el relato de una experiencia íntima y una cosmología.”

Seis poemas visionarios de intensa musicalidad que consituyen una obra unitaria en la que la luz y la noche acaban confluyendo en una armónica exaltación de lo visible y lo invisible.

Como en las otras biografías de Antonio Pau, vida y literatura se van entrelazando y permiten leer este ensayo también como una antología esencial de la obra breve de Novalis, atravesada por la enfermedad e interrumpida por una muerte prematura, a los veintiocho años.

Así lo resume el biógrafo: “La vida y la obra, truncadas ambas, de Novalis, han quedado como esos torsos griegos a los que el tiempo ha mutilado con tanta belleza. Goethe vivió ochenta y  dos años de perfecta salud y dejó una obra impecable. Novalis vivió veintiocho, una gran parte enfermo, y sólo ha dejado fragmentos inconexos, novelas sin terminar y un puñado de poemas. Sin embargo, su vida y su obra tienen la misma perfección que las del viejo poeta ilustrado. La vida y la obra de Novalis parece que tenían que ser así, dolientes y mutiladas, para alcanzar la perfección que les correspondía.”

Dejó inacabada una novela, Heinrich von Ofterdingen, y los Fragmentos de Teplitz, donde cifró las claves de su idealismo mágico y de una concepción visionaria de la poesía como celebración del misterio, que resumió en afirmaciones como esta: Cada palabra es la palabra de un conjuro.


Santos Domínguez

15 noviembre 2016

Lichtenberg. Cuadernos II


Georg Christoph Lichtenberg.
Cuadernos.
Volumen II.
Traducción de Carlos Fortea.
Hermida Editores. Madrid, 2016.

‘Cristianos de mandil.’ Así define corrosivamente Lichtenberg a los francmasones en uno de los fragmentos que forman parte de los cuadernos D y E, que contienen las notas que escribió de 1773 a 1776.

Físico experimental, astrónomo y escritor, Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799) es el prototipo del intelectual ilustrado, del científico humanista y uno de los nombres más relevantes de la cultura alemana. Durante treinta y cinco años fue registrando en sus libretas cientos de apuntes y borradores con observaciones, microensayos y exabruptos, ocurrencias y reflexiones.

Asistemático y fragmentario, el pensamiento disperso de Lichtenberg es el resultado de su talante intelectual más que de una doctrina cerrada. Neurótico e hipocondríaco, su escepticismo radical no mermó su infatigable curiosidad ni su deslumbramiento por Londres, Shakespeare y la cultura inglesa.

Y por eso cada una de sus páginas es una invitación a la reflexión crítica ante la naturaleza, las palabras o los comportamientos humanos. Porque nada escapó a su mirada inteligente, contradictoria e incisiva: la literatura y la historia, la religión y la filosofía, la ciencia y el arte, el cuerpo y el alma, el amor y la muerte, la sociedad o el lenguaje son algunos de los temas universales que suscitaron la atención siempre lúcida y a menudo irónica de Lichtenberg, de quien dijo Goethe que en donde él gastaba una broma había siempre un problema escondido.

Notas de lecturas y pecios, borradores y aproximaciones, estas páginas son un catálogo de perplejidades que hacen compatibles la ironía y la profundidad, la anécdota y el análisis, un catálogo de insultos o la reflexión sobre los límites del lenguaje y del conocimiento, la observación de las leyes naturales y la lucha contra las supersticiones.

No faltan los dardos contra el ignorante: ‘Un maestro de escuela escribe a otro: a esto se le llama nitimur in foetidum.’

Ni su mirada, entre irónica y compasiva ante un inofensivo aspirante a escritor: ‘Suponiendo que un joven que siente el impulso de convertirse en una cabeza original nos escribe un romance o una balada o algo por el estilo, ante lo que cualquier persona razonable se tapa los ojos de compasión por ese joven genio desdichado, ¿da eso pie a extenderse sobre el asunto y darse codazos, intercambiar cuchicheos y risitas, y armar tanto jaleo como si el Papa hubiera tenido gemelos? Si alguien escribe mal, está bien, dejadle escribir. Transformarse en buey está lejos de ser un suicidio.’

Ni el humor: ‘Las cosas más importantes se hacen mediante tubos. ¿Acaso los miembros viriles, las plumas de escribir y nuestras armas no demuestran que el ser humano no es sino un confuso haz de tubos?

Ni las críticas al crítico: "'Me ha dicho que, cuando termina una reseña, es cuando tiene las mayores erecciones."

“Murió convencido de que sería olvidado –escribió de él Juan Villoro-; pero la literatura, como él mismo anotó en sus cuadernos, suele ser más inteligente que su autor.” Por eso lo leyó Kant, y Thomas Mann subrayó estos cuadernos que también frecuentaron Freud, Nietzsche o Canetti.

Con la edición de este segundo volumen, Hermida Editores sigue completando uno de los proyectos más ambiciosos de su espléndido catálogo: la publicación, íntegra por primera vez en castellano, de cinco tomos con los Cuadernos de Lichtenberg.

Santos Domínguez

14 noviembre 2016

Robert Aickman. Las casas de los rusos



Robert Aickman.
Las casas de los rusos.
Traducción de Arturo Peral Santamaría
e Irene Maseda Martín.
Atalanta Ars brevis. Gerona, 2016.

Atalanta reúne en Las casas de los rusos seis relatos de Robert Aickman, uno de los maestros del género fantástico, que se suman a otros seis que publicó esta misma editorial hace cinco años en el volumen Cuentos de lo extraño, con el mismo eficiente traductor, Arturo Peral Santamaría, al que acompaña ahora Irene Maseda Martín.

Como aquellos, los relatos de esta nueva entrega son una incursión en el lado oscuro de la realidad en busca de la inexplicable complejidad de lo cotidiano. Porque, como explicó Todorov, el mejor teórico del género, la literatura fantástica parte de lo cotidiano para llegar a lo inexplicable.

Un buceo narrativo por los abismos del horror que está al fondo de la conciencia,  porque –ya lo demostró Poe en sus relatos- el horror contemporáneo no surge, como en la literatura gótica, de la escenografía exterior sino del fondo secreto de los personajes.

Los relatos de Aickman son una mirada al otro lado del espejo, una travesía por la línea de sombra que separa la razón de lo subconsciente, el sueño de la vigilia, la visión imaginada de la percepción real.

Con tonos diversos y perspectivas diferentes, con algún dato oculto que emerge en los párrafos finales de cada relato para producir un efecto de sorpresa, con una envidiable capacidad para crear atmósferas inquietantes y opresivas, estos seis relatos –alguno cercano a la novela corta- tienden puentes entre lo interior y lo exterior, entre lo real y lo imaginario, entre lo usual y lo extraño.

Con sorprendentes giros finales y diálogos caracterizadores, son relatos que transcurren bajo una nube de polvo o bajo la niebla nocturna de Finlandia, con la tonalidad del relato onírico, entre ambientes decadentes y casas aparentemente deshabitadas y proyectan una extraña mirada sobre lo femenino y sobre mujeres fatales de belleza insufrible.

Concentrados en el tiempo y en el espacio para producir una intensa unidad de efecto, con la presencia latente de una sexualidad oscura, deambulan por ellos un artista y una viuda, una joven en un páramo, dos gemelos terribles o dos hermanas con fantasma en un rincón fuera del tiempo de una mansión campestre.

Santos Domínguez

11 noviembre 2016

Felipe Benítez Reyes. Las formas de la luna


Felipe Benítez Reyes.
Las formas de la luna.
Prólogo de José Andújar Almansa. 
Renacimiento. Sevilla, 2016.

“Me imagino que no peco de sentimentalismo si considero que la poesía es un ejercicio de fijación de la memoria, una autobiografía moral y estética misteriosamente paralela a nuestra biografía, un testimonio más o menos razonado de fantasmagorías y de certidumbres. Al cabo del tiempo, en un poema resuenan las pisadas de ese tiempo, los pasos que dimos hacia nosotros en busca de nosotros. Y, a la vuelta de los años, a la vuelta de los libros, relee uno lo escrito y al margen de su grado de valor encuentra un sentido inesperado a todo ese afán, a todas esas palabras ordenadas: la poesía como la nostalgia inconcreta de uno mismo. La poesía propia como el mensaje embotellado de un náufrago que el capricho de la marea devuelve a la misma orilla en que lo arrojó. La poesía como una relectura, en fin, de la propia vida, transformada ya en una leve ficción y ajena al tiempo, acogida a un melancólico simulacro de eternidad, mientras la vida pasa.”

Con ese párrafo cerraba Felipe Benítez Reyes en abril de 2006 ‘Algunas conjeturas inestables’, el texto en el que reflexionaba sobre su poesía en el ciclo Poética y poesía de la Fundación Juan March.

Y ese mismo texto sirve como presentación de Las formas de la luna, la antología poética de Benítez Reyes que publica Renacimiento con prólogo de José Andújar Almansa. 

Ha sido el propio autor quien se ha ocupado de la selección de los textos, en la que hay una representación mucho más abundante, como es lógico, de su último libro, Las identidades (2012). 

En su segundo libro, titulado significativamente Los mundos vanos (1985), figuraba un poema, 'Panteón familiar', que terminaba con estos versos:

                                        Toda rosa es de sombra 
y es fugaz, y se esparce, y es un mundo imperfecto 
destinado a morir. ¿Pero queda su aroma 
testimonial de vida y hermosura pasadas? 
En ese mundo vuestro, ¿se reordena la forma 
de la rosa deshecha? ¿Y yo oleré esa rosa?

Ese poema da el tono hondamente elegíaco que recorre gran parte de la poesía de Benítez Reyes. Se renueva en él un viejo tópico, el de la fugacidad de la vida simbolizada en una rosa. Esa rosa de sombra es la rosa de Ausonio, claro, pero también la de Francisco de Rioja, y la rosa vespertina del Otoño de las rosas de Brines. Y la de los Cuatro cuartetos de Eliot, aquella que dejaba cuando ardía ceniza en la manga de un viejo.

Esa línea elegiaca vertebra una poesía reflexiva dotada de un hondo tono moral, en el sentido que tenía ese adjetivo en la Epístola moral a Fabio del capitán Fernández de Andrada, como expresión de una nostalgia inconcreta que se proyecta más hacia el futiuro que hacia el pasado, como ocurre en 'El dibujo en el agua', un poema que termina con estos versos:

Un dibujo en el agua es la memoria,
y en sus ondas se expresa el cadáver del tiempo.

Tú harás ese dibujo.

Y de repente
tendrás la sombra muerta
del tiempo junto a ti.

La constante meditación sobre el paso del tiempo modula y unifica esta poesía entendida como una forma de interpretación de la realidad, una manera de pensar el mundo y de transitarlo con palabras en poemas que habitualmente combinan la narratividad y la reflexión.

De Sombras particulares a Escaparate de venenos, de El equipaje abierto a La misma luna, la de Benítez Reyes es una poesía figurativa, dotada de potencia verbal y de fluidez rítmica, de imaginería elaborada y de ironía. Una poesía articulada en torno a dos claves: la imaginación y la memoria, aunque refractaria a un fácil patetismo, que eluden estos textos con el distanciamiento irónico que suaviza sus aristas. 

Es la palabra en el tiempo, como diría Machado, pero también la palabra contra el tiempo, la poesía que se levanta como respuesta al paso del tiempo, el muro de palabras contra el río de Heráclito, para saber qué queda de la vida en la memoria, / qué queda en la memoria de nosotros.

Y un constante carácter interrogativo, que sigue presente en esta ‘Formulación del mecanismo del tiempo’, uno de los cinco inéditos del libro:

Lo que se va. Esta fuga. Cuanto mueve
el viento que va huyendo hacia su ayer.
Lo que deja de ser nada más ser.
Los días que se funden con la nieve.

Lo veloz, lo no visto, lo olvidado.
Lo que fue a su acabarse. Cuanto vino
y suplantó el anhelo de un destino.
Lo rápido en huir, el delicado

morirse de tan poco tanta vida...

Hay algo en la verdad que no es verdad:
si el tiempo es siempre un punto de partida,
¿qué hora marca tu tiempo, eternidad

mía, que ya no
eres eternidad?

Santos Domínguez

10 noviembre 2016

Cirlot. El peor de los dragones


 Juan Eduardo Cirlot.
El peor de los dragones.
Antología poética 1943-1973.
Edición y prólogo de Elena Medel.
Siruela. Madrid, 2016.

Si para Rilke todo ángel es terrible, para Cirlot “el ángel es el peor de los dragones.” 

De ese verso, que forma parte de su poema “Momento”, fechado el 29 de mayo de 1971, toma su título la Antología poética 1943-1973 que publica Siruela con edición de Elena Medel, que explica en su prólogo –'Magia y papel vivo'- que, frente al prejuicio de Cirlot como poeta maldito y difícil, “esta antología se plantea una doble meta: la del reencuentro para aquellos lectores que ya hubieran descubierto la poesía de Juan Eduardo Cirlot, y -de manera esencial- la de la revelación para quienes desconocieran su obra.” 

Y con ese doble propósito se edita esta amplia selección de una obra exigente que, como señala Elena Medel, “permite la revelación y permite el deslumbramiento” de “un discurso independiente al margen de las estéticas imperantes; y un proyecto sin igual en la poesía española del siglo XX.”

El núcleo central de la obra de Cirlot es el ciclo Bronwyn, que comienza a mediados de los sesenta y que publicó esta misma editorial en 2001, pero antes, durante más de dos décadas, hubo un Cirlot emparentado con el irracionalismo poético y con la poesía visionaria, un Cirlot simbolista y un Cirlot superrealista que lleva a su extremo radical la práctica de la escritura automática, experto en imágenes y símbolos y empeñado en trasladar al lenguaje poético las aportaciones de la música de Strawinsky o Schönberg y del dodecafonismo. 

Ya entonces era un poeta deslumbrante por su irracionalidad y por su vinculación con lo mejor de la vanguardia de los años veinte y treinta, en una dirección poética al margen de los circuitos oficiales de Escorial y Garcilaso y de la contestación espadañista. Una insularidad estética solo comparable a la de su amigo, el postista Carlos Edmundo De Ory.

Quizá sea La dama de Vallcarca (1957) el conjunto de poemas que podría sintetizar esta etapa fundamental en la poesía de Cirlot: la convivencia de la geografía real con la simbólica, la combinación de músicas, ritos y colores, símbolos y sueños e irrealismos diversos. 

Cirlot ve en 1966 la película El señor de la guerra, una rareza repleta de símbolos y rituales, de Franklin Schaffner. En la figura femenina de Bronwyn –‘Princesa del horror de ser princesa’- está el origen del ciclo fundamental de la poesía de Cirlot, que lo explicaba con estas palabras: “Lo que llamo Bronwyn es el centro del lugar que dentro de la muerte se prepara para resucitar ... es lo que renace eternamente.”

Ese sería el centro de su mundo literario, el resultado de una búsqueda obsesiva que se concreta en dieciséis cuadernos y pliegos de poesía en torno a la figura de una doncella celta –'la que renace de las aguas'- en la que confluyen muy distintas tradiciones míticas para crear el corazón de la obra de Cirlot, seguramente también su mayor legado poético.

Iniciado hace medio siglo y articulado en torno a la figura de esa doncella, Cirlot recreó en ese ciclo un viejo mito e integró diversos temas e influencias para exponer una teoría del amor y la muerte, de la resurrección y el retorno, de la búsqueda de la inmortalidad.

Cirlot fundaba así un territorio levantado desde el sueño y la iluminación visionaria de la realidad, con la palabra como fuerza de articulación del mundo en un ejercicio de alumbramiento de un universo poético personal levantado desde la conciencia del transcurso sobre la paradoja del ser y el no ser, como en este fragmento de La quête de Bronwyn (1971):

En la bruma del tiempo, tengo Bronwyn
el brillo de tu frente, de tus brazos, 
tu blanco amanecer entre lo blanco. 

Mi feudo está en el fuego de mi fe, 
dulce niebla que das desde la nieve 
los días, las diademas que perdías,
diademas de diamantes y de días. 

Coronas y corolas son las olas 
del mar de tu mirada murmurante.
Bronwyn, tu corazón es el Graal, 
piedra de lo absoluto, piedra pura. 

Pálida plata blanca como luz 
celeste por los cielos de tu frente, 
cisne de la locura de los cielos, 
cisne de inmensidad en los anhelos. 

Cisne de tu color de sólo cisne, 
lis de tu claridad de sólo lis, 
dulce alejas de mí la lejanía, 
me dejas con mi voz que desvaría.

Ese despliegue metafórico es la base constructiva de una poesía febril y visionaria que establece un diálogo estremecido, doloroso o exaltado, con el mundo, en un experimento con la noción de límite, siempre entre lo órfico y lo apocalíptico, entre la realidad y la irrealidad, un conflicto que está en la raíz de esta poesía poderosa e irrepetible.

“¿Qué circunstancias han orillado la recepción de la obra de Cirlot? –se pregunta Elena Medel-. Rechazo la sensación de que se trate de un poeta inaccesible: no hablamos de un poeta fácil, desde luego, o al menos de un poeta transparente en una primera lectura, directo en su mensaje; pero los poemas de Juan Eduardo Cirlot sí transmiten un sentido en ese contacto inicial. No en vano, él insistió en la cercanía de sus temas: el amor y la muerte, la vida y la realidad. Su escritura pide un gesto al lector, el de la imaginación, y regala otro a cambio: el de la fascinación.”

Santos Domínguez