Manuel Longares.
La ciudad sentida.
Alfaguara. Madrid, 2007.
La ciudad sentida es el segundo libro de relatos de Manuel Longares. El primero, Extravíos (1999), también se recoge en el volumen que publica Alfaguara.
Cincuenta y tres textos agrupados en tres apartados: Leyendas, Personajes e Historias para descubrir a través del cuento la cara oculta de Madrid, que es un bubón en la meseta y un antro de insatisfechos, el lugar de la violencia y la corrupción, un lugar bien lejano de esa antesala del paraíso que evoca el dicho castizo.
Mediante la superposición constante de la ciudad de ayer y la de hoy, a través de la intersección de tiempos y clases sociales, de épocas y ambientes de la ciudad, se evoca el Madrid absurdo, brillante y hambriento de Valle, la capital de la gloria de Eduardo Zúñiga o la capital de la bulla.
De la reja de las Comendadoras a los rascacielos de Azca, de Lope a Barbieri, de Luces de bohemia a La Verbena de la Paloma, de 1808 a 1936, de La Celsa a Recoletos, la niebla funde épocas y espacios, el recuerdo y el presente, la ficción y la certeza, el costumbrismo del cocido o el rabo de toro y la lírica rilkeana del sfumatto y la fantasmagoría en un Madrid de carteristas y paletos, barquilleros e inmigrantes.
Una ciudad sobre la que Longares proyecta su afecto castizo, su mirada compasiva y la agudeza de bisturí de un estilo inimitable para describir un paisaje humano que, como el de sus calles, está lleno de sombras y luces, de tristeza y socarronería.
La ciudad se convierte así en el personaje que protagoniza el libro, en el eje de referencia que lo articula y lo vertebra, con relaciones sutiles que conectan unos textos con otros, a través de leyendas que mezclan pasado y presente y de personajes que desde distintos ámbitos sociales y espacios, desde diversas edades desarrollan sus estrategias de supervivencia entre el Madrid austriaco, el goyesco, el galdosiano de Puerta Cerrada o el de Max Aub y la calle de Valverde.
Como uno de sus personajes, el autor contempla el mundo a través de la rejilla de sus ojos entornados: un Madrid solanesco o con nubes de Velázquez sobre el monte del Pardo, en el que conviven el tipo pintoresco y el anodino contribuyente con hipoteca, los carteristas que desvalijan a los guiris en las Vistillas y quienes recurren al agua milagrosa y genital de la Fuente del Berro.
Y Longares convoca aquí también diversos modelos y diversas miradas: la del Goya de los cartones para tapices o de la Quinta del Sordo, Arniches y Rosa Chacel, Chueca y Benet, Baroja y Aldecoa, Valle y Kafka, el ripio extravagante de Zorrilla y el maestro Barbieri.
Porque Madrid es todo eso y más, a esos modelos suma Longares un evidente entronque con la experimentación vanguardista de los años veinte, más que en el lenguaje, en el enfoque, en el tratamiento del tiempo y el espacio y en la elección de la ciudad como tema y como protagonista de la narración.
Sin nostalgia por un Madrid que ya no existe, o que quizá sólo existe en la literatura y sus alrededores, la prosa de Longares, ágil y retrechera, castiza y posmoderna, disciplinada en el ritmo y rigurosa en el acento se coloca a veces muy cerca del apunte carpetovetónico de las fotografías al minuto y del cuadro costumbrista en el que aparecían los españoles pintados por sí mismos.
El asfalto de Madrid, que es pasarela del garbo, se resquebraja de gusto cuando el torero castizo Exuperancio Posturas —un hombre para dar hambre a cualquier clase de hembra que decida echarse al hombro— va con su mozo de espadas por la calle de Encomienda a esta hora de sobremesa en que, sin ganas de siesta ni de tertulias taurinas busca aliviarse la pelvis y no un trivial pasatiempo. «Cual arcipreste o lotero», rememorará el cronista, «el lidiador demandaba la preferencia de paso». Un macho es sexualidad y propende al disparate si se le niega el desahogo. No se achaque a prepotencia el capricho de Posturas cuando en la calle del Oso delega en su subalterno el manejo de la aldaba. La resonancia de bronce estremece a proxenetas y pupilas del burdel. Pero aún más la pretensión que el torero reivindica sin equívoco posible: «Me calzo a la Machaquita y no me avengo a suplentes».
Así comienza Casticismo, uno de los textos escritos con el ritmo inconfundiblemente romanceril del octosílabo blanco:
¡Olé con ole Posturas en la Puerta de Toledo!: su sentido de la fiesta alerta al chisgarabís y emociona a los cabales. De rodillas y elocuente, Posturas brinda al monarca —aupado a una talanquera como un demócrata más— y dibuja con la izquierda cinco naturales, cinco, y un lento pase de pecho que la cátedra jalea. Vuelan cigarros, billetes, castoreños y botijos alrededor del artista. «Eres macho, maricón», le grita un despendolado. Un sublime afarolado y el desplante oro molido descomponen al morlaco y rematan la faena, si breve dos veces buena, como elogia el alguacil, paisano del gran Gracián.
En Extravíos, reunión de relatos escritos entre 1984 y 1996, que se publicó en 1999 y ahora forma la segunda parte de este libro espléndido, el autor escribía a modo de prólogo un Perfil del que forman parte estas líneas, que nos parecen válidas también para La ciudad sentida:
Se sabe que la literatura es una apuesta en el tiempo y lo que hoy disgusta por artificioso mañana agrada. Quizá el nuevo siglo recupere el afán experimental que predominó a principios del que ahora termina. En cualquier caso, esa voluntad de romper moldes goza de la complicidad, si no del favor, del género de la narración breve. Ya muchos consideran el cuento un laboratorio de pruebas donde si no hay riesgo es como si faltara el aire.
(...) este libro se sitúa en zona de nadie y a contraluz, como corresponde a su carácter neutro, poroso y fronterizo, renuente a la franqueza y pródigo en disfraces. Inmerso en la ambigüedad del simulacro, parece realista sin serlo, y da frutos entreverados.
Lo habitual en Longares es el asombro incesante, el deslumbramiento gozoso que provoca su literatura en el lector. Y La ciudad sentida es una nueva demostración de un talento narrativo y un virtuosismo estilístico que le sitúan en el nivel más alto de la prosa española del último cuarto de siglo.
Quien conoce sus libros anteriores sabe que no exagero.
Cincuenta y tres textos agrupados en tres apartados: Leyendas, Personajes e Historias para descubrir a través del cuento la cara oculta de Madrid, que es un bubón en la meseta y un antro de insatisfechos, el lugar de la violencia y la corrupción, un lugar bien lejano de esa antesala del paraíso que evoca el dicho castizo.
Mediante la superposición constante de la ciudad de ayer y la de hoy, a través de la intersección de tiempos y clases sociales, de épocas y ambientes de la ciudad, se evoca el Madrid absurdo, brillante y hambriento de Valle, la capital de la gloria de Eduardo Zúñiga o la capital de la bulla.
De la reja de las Comendadoras a los rascacielos de Azca, de Lope a Barbieri, de Luces de bohemia a La Verbena de la Paloma, de 1808 a 1936, de La Celsa a Recoletos, la niebla funde épocas y espacios, el recuerdo y el presente, la ficción y la certeza, el costumbrismo del cocido o el rabo de toro y la lírica rilkeana del sfumatto y la fantasmagoría en un Madrid de carteristas y paletos, barquilleros e inmigrantes.
Una ciudad sobre la que Longares proyecta su afecto castizo, su mirada compasiva y la agudeza de bisturí de un estilo inimitable para describir un paisaje humano que, como el de sus calles, está lleno de sombras y luces, de tristeza y socarronería.
La ciudad se convierte así en el personaje que protagoniza el libro, en el eje de referencia que lo articula y lo vertebra, con relaciones sutiles que conectan unos textos con otros, a través de leyendas que mezclan pasado y presente y de personajes que desde distintos ámbitos sociales y espacios, desde diversas edades desarrollan sus estrategias de supervivencia entre el Madrid austriaco, el goyesco, el galdosiano de Puerta Cerrada o el de Max Aub y la calle de Valverde.
Como uno de sus personajes, el autor contempla el mundo a través de la rejilla de sus ojos entornados: un Madrid solanesco o con nubes de Velázquez sobre el monte del Pardo, en el que conviven el tipo pintoresco y el anodino contribuyente con hipoteca, los carteristas que desvalijan a los guiris en las Vistillas y quienes recurren al agua milagrosa y genital de la Fuente del Berro.
Y Longares convoca aquí también diversos modelos y diversas miradas: la del Goya de los cartones para tapices o de la Quinta del Sordo, Arniches y Rosa Chacel, Chueca y Benet, Baroja y Aldecoa, Valle y Kafka, el ripio extravagante de Zorrilla y el maestro Barbieri.
Porque Madrid es todo eso y más, a esos modelos suma Longares un evidente entronque con la experimentación vanguardista de los años veinte, más que en el lenguaje, en el enfoque, en el tratamiento del tiempo y el espacio y en la elección de la ciudad como tema y como protagonista de la narración.
Sin nostalgia por un Madrid que ya no existe, o que quizá sólo existe en la literatura y sus alrededores, la prosa de Longares, ágil y retrechera, castiza y posmoderna, disciplinada en el ritmo y rigurosa en el acento se coloca a veces muy cerca del apunte carpetovetónico de las fotografías al minuto y del cuadro costumbrista en el que aparecían los españoles pintados por sí mismos.
El asfalto de Madrid, que es pasarela del garbo, se resquebraja de gusto cuando el torero castizo Exuperancio Posturas —un hombre para dar hambre a cualquier clase de hembra que decida echarse al hombro— va con su mozo de espadas por la calle de Encomienda a esta hora de sobremesa en que, sin ganas de siesta ni de tertulias taurinas busca aliviarse la pelvis y no un trivial pasatiempo. «Cual arcipreste o lotero», rememorará el cronista, «el lidiador demandaba la preferencia de paso». Un macho es sexualidad y propende al disparate si se le niega el desahogo. No se achaque a prepotencia el capricho de Posturas cuando en la calle del Oso delega en su subalterno el manejo de la aldaba. La resonancia de bronce estremece a proxenetas y pupilas del burdel. Pero aún más la pretensión que el torero reivindica sin equívoco posible: «Me calzo a la Machaquita y no me avengo a suplentes».
Así comienza Casticismo, uno de los textos escritos con el ritmo inconfundiblemente romanceril del octosílabo blanco:
¡Olé con ole Posturas en la Puerta de Toledo!: su sentido de la fiesta alerta al chisgarabís y emociona a los cabales. De rodillas y elocuente, Posturas brinda al monarca —aupado a una talanquera como un demócrata más— y dibuja con la izquierda cinco naturales, cinco, y un lento pase de pecho que la cátedra jalea. Vuelan cigarros, billetes, castoreños y botijos alrededor del artista. «Eres macho, maricón», le grita un despendolado. Un sublime afarolado y el desplante oro molido descomponen al morlaco y rematan la faena, si breve dos veces buena, como elogia el alguacil, paisano del gran Gracián.
En Extravíos, reunión de relatos escritos entre 1984 y 1996, que se publicó en 1999 y ahora forma la segunda parte de este libro espléndido, el autor escribía a modo de prólogo un Perfil del que forman parte estas líneas, que nos parecen válidas también para La ciudad sentida:
Se sabe que la literatura es una apuesta en el tiempo y lo que hoy disgusta por artificioso mañana agrada. Quizá el nuevo siglo recupere el afán experimental que predominó a principios del que ahora termina. En cualquier caso, esa voluntad de romper moldes goza de la complicidad, si no del favor, del género de la narración breve. Ya muchos consideran el cuento un laboratorio de pruebas donde si no hay riesgo es como si faltara el aire.
(...) este libro se sitúa en zona de nadie y a contraluz, como corresponde a su carácter neutro, poroso y fronterizo, renuente a la franqueza y pródigo en disfraces. Inmerso en la ambigüedad del simulacro, parece realista sin serlo, y da frutos entreverados.
Lo habitual en Longares es el asombro incesante, el deslumbramiento gozoso que provoca su literatura en el lector. Y La ciudad sentida es una nueva demostración de un talento narrativo y un virtuosismo estilístico que le sitúan en el nivel más alto de la prosa española del último cuarto de siglo.
Quien conoce sus libros anteriores sabe que no exagero.
Santos Domínguez