29/4/24

Luis Martín Santos. Narrativa breve

  


Luis Martín-Santos.
Narrativa breve. 
Obras completas I.
Edición dirigida por 
Domingo Ródenas de Moya.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2024.


Deslumbrante y tortuoso.

Con esos dos adjetivos definía Gregorio Morán a Luis Martín-Santos en su lúcido y provocador El cura y los mandarines. Y esa doble caracterización de la persona podría servir también para calificar la complicada historia textual de su obra narrativa: desde los iniciales relatos de El amanecer podrido, escritos a dos voces y cuatro manos con Juan Benet, a los Apólogos o al póstumo e inacabado Tiempo de destrucción, pasando por dos novelas inéditas y por el culminante Tiempo de silencio.

En el centenario del nacimiento de Luis Martín-Santos y a los sesenta años de su muerte, Galaxia Gutenberg empieza a publicar, bajo la dirección de Domingo Ródenas de Moya, sus Obras Completas en seis volúmenes que recuperarán abundantes materiales inéditos: dos novelas -El vientre hinchado (1950), de ambiente rural, y El saco (1955), de ámbito carcelario y mirada existencialista-; veinte apólogos más que en la edición de Seix Barral de 1970; siete cuentos y esbozos primerizos, escritos en los años cuarenta y cincuenta, además de su teatro y su obra poética y ensayística.

El primer volumen, que acaba de aparecer, recoge su Narrativa breve y se abre con una introducción de Domingo Ródenas de Moya -“Luis Martín-Santos, las voces del cuento”- que destaca que el autor convirtió la escritura breve en un laboratorio narrativo y concluye con este párrafo: “No cabe duda de que Martín-Santos tuvo el propósito de publicar sus cuentos en un volumen. Quizá tras completar la redacción de Tiempo de destrucción o, tal vez, cuando concluyera el proyecto de una hipotética trilogía novelística. Es imposible imaginar si ese volumen hubiera estado compuesto únicamente por apólogos o hubiera incluido algunas narraciones más extensas. Lo que sí sabemos, gracias al material conservado, es que la narración breve fue una de las devociones constantes del escritor desde su juventud, un formato de tanteo e indagación que, si pudo ser una escritura preparatoria o ancilar, llegó a adquirir valor autónomo para él y en el que, además, alcanzó un virtuosismo que solo ahora es posible ponderar.”

Organizado en cinco partes, el volumen ofrece un centenar largo de textos escritos entre 1945 y 1964, bastantes de ellos inéditos, algunos aparecidos en revistas: siete ‘Primeros cuentos y esbozos’; cuarenta y cuatro narraciones de El amanecer podrido; cincuenta y ocho Apólogos, escritos a lo largo de quince años y distribuidos en dos secciones, y el espléndido relato ‘Condenada belleza del mundo’-, a los que se añaden en apéndice otros cinco de diversa naturaleza, y se cierra con una imprescindible sección de Notas que explican la historia textual de los relatos y su sentido en el conjunto de la narrativa de Martín-Santos.

Frente al realismo tremendista imperante en los años cuarenta o al realismo social que se impuso en la década de los cincuenta,  Benet y Martín-Santos, dos escritores aún en ciernes, fundaron un bajorrealismo que definieron como "un nuevo lenguaje y una nueva metáfora" para construir "una nueva verdad literaria."

La excelente introducción de Ródenas de Moya explora las ideas de Luis Martín-Santos sobre el cuento como "un todo del principio al final" y sitúa estos textos como materializaciones de la tendencia que Benet y Martín-Santos llamaron bajorrealismo en 1950. Una renovación narrativa que, según Domingo Ródenas de Moya, debe entenderse como reflejo de "lo primario e instintivo, pero también de lo degradado y lo miserable."

Ese bajorrealismo que recorre la mayoría de estos relatos, escritos desde finales de los cuarenta a finales de los cincuenta, está presente como línea de fuerza en El amanecer podrido, en los apólogos y en las dos novelas inéditas.

Pero algunos otros textos, como ‘Tauromaquia’, un apólogo tardío, publicado en abril de 1963, o el magnífico y final ‘Condenada belleza del mundo’ -un relato de ese mismo año, el último de los que escribió- pueden incluirse ya en el realismo dialéctico, que había fraguado en Tiempo de silencio como la sólida poética narrativa sobre la que se sustentaba la novela. 

Esa poética narrativa la defendió Martín-Santos en octubre de 1963 en el congreso internacional “Realismo y realidad en la literatura contemporánea”. De hecho, el propio autor le explicó en una carta al crítico Ricardo Domenech que al escribir el apólogo ‘Tauromaquia’ se había apartado intencionadamente del realismo social para practicar un realismo dialéctico que, más  allá de la mera descripción estática realista, planteaba una dinámica de las contradicciones que se propone una transformación de la realidad.

“Una propuesta estética -señala Domingo Ródenas- que prefigura el deseo de Martín-Santos de definir una estética dialéctica (o realismo dialéctico, como él lo llamaría) que conciliara una obra literaria técnicamente moderna y capaz de una indagación profunda en una conciencia (la del personaje) con la fuerza de incriminación o desenmascaramiento de una realidad social o política indeseable.” “De este modo -añade-, pueden reconocerse en este conjunto dos focos estéticos, el del expresionismo bajorrealista y el del realismo dialéctico, que en buena medida absorbió al anterior.”

 Lo decía más arriba: escrito en la primavera de 1963, durante el rodaje en Almuñécar de El próximo otoño, de Antón Eceiza, ‘Condenada belleza del mundo’ es seguramente la cima de la narrativa breve de Martín-Santos, que a esas alturas es ya un narrador prodigioso, dueño absoluto de un mundo propio y de un estilo inimitable. 

Así comienza ese relato imprescindible, amargo y lúcido, publicado por primera vez hace veinte años en una edición exenta como libro en Seix Barral:

Condenada belleza del mundo: piedras secas, aldeas olvidadas, olivos retorcidos, viñas implantadas en esa tierra estéril que se descuelga hasta el mar. 
Condenada belleza del mundo: ¡cómo te precipitas desde lo alto sobre los montes cansados, sobre la carretera que desciende, sobre las piedras rojas, sobre la mansedumbre de la tierra que te espera!

Santos Domínguez 

26/4/24

Plan para matar al emperador


 Plan para matar al emperador.
Muestra de joven poesía cubana.
Selección de Sergio García Zamora.
Cálamo Poesía. Palencia, 2024.


EL DICTADOR

El dictador como un invento decimonónico. 
Un invento bello,
magnífico,
atractivo,
pero inútil.
Un invento más allá de las leyes del mercado, 
para admirar un museo de maravillas,
en una exposición de curiosidades,
para verlo unos segundos
y dejarlo atrás
y olvidarlo para siempre.

El dictador como un reloj de viento 
o un piano de vapor.

Ese poema de Gelsys García Lorenzo (Camagüey, 1988), doctora en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, abre el volumen Plan para matar al emperador, la muestra de joven poesía cubana que publica Cálamo Poesía con selección de Sergio García Zamora, que señala en el prólogo que esta antología “persigue exponer un cambio en el ideal poético. O la necesidad de ese cambio. Si bien la preocupación por el devenir social de la Isla es una constante en los textos de nuestra tradición lírica, aquí hay un barrunto de ir hacia un algo más, hacia una vindicación del lenguaje y un salto imaginativo, hacia lo universal sin renuncia de lo patrio.”

Con una selección equilibrada de voces masculinas y femeninas, se ofrece aquí una muestra de veintiún poetas de entre veinte y cuarenta años, representados cada uno de ellos por tres textos. 

Una muestra heterogénea que entre el versolibrismo y el poema en prosa, refleja la pluralidad de voces, la diversidad temática y las distintas tendencias estilísticas de la poesía cubana actual. Así lo explica el antólogo, Sergio García Zamora:

“No resulta un grupo homogéneo, sino diverso, cambiante, múltiple en sus planteamientos éticos y estéticos. Sin embargo, el amor y la amistad; los talleres literarios y los centros de estudios; la lectura y los certámenes poéticos; el permanecer o marcharse del país, los ha unido de un modo extrañamente afortunado.”

Este es otro de los textos de la antología, de Rolando Labrador (Pinar Del Río, 1994):
 
EL CIELO

Áspero, de bruces, viene contra mí el cielo y nunca acaba. Más allá de él qué ha sido encontrado. Cielo que besa a los desconocidos con olor a polvo, ataúdes que llegan de todas partes. Mi cielo empieza donde termina el poema. Todo lo que alguna vez fue llamado por su nombre. Me recibe de golpes, me recibe, va del poeta hacia otro cielo, me empapa con su soledad y es la mía. Debo recorrerte de sur a norte, sin maleta, sin mares, ni consuelo. Por siempre, yo amo este cielo verde que no me ha dejado solo.


Santos Domínguez 



24/4/24

Ángel Olgoso. Sideral



Ángel Olgoso. 
Sideral.
Peólogo de Juan Jacinto Muñoz-Rengel.
Eolas Ediciones. León, 2024.

Ahora, a punto de concluir el extenuante puzle, Labiel demora la colocación de la última pieza. Durante años ha cifrado únicamente su existencia en componer, con la precisión de un relojero, su gran proyecto, ese puzle descomunal que ocupa por entero la superficie de la vivienda vacía.
Quizá -piensa- el acoplamiento de la última pieza signifique algo horrible para el mundo, un sacrilegio, una claudicación, una amenazadora transfiguración, una catástrofe. Labiel sostiene cansinamente en el aire la troqueleda pieza. Al fin se decide y, sin reprimir un estremecimiento, completa la imagen como quien dibuja un destino, levanta un castillo de naipes o procede a la última de los inmolaciones. Nada sucede, pero ¿qué ocurrirá cuando Labiel deshaga el puzzle?

Ese Hojaldre de universos es uno de los cincuenta y un textos que forman parte de Sideral, el libro que reúne los relatos de ciencia ficción de Ángel Olgoso.

Publicado por Eolas Ediciones, es, tras Bestiario, el segundo volumen de un proyecto que recopilará en seis tomos los relatos completos de quien es un referente  imprescindible del género en las últimas décadas en España.

Lo abre un prólogo en el que Juan Jacinto Muñoz-Rengel destaca la imaginación creadora como motor de la narrativa de Olgoso y la vincula a la escritura borgeana: “Porque, a la manera de Borges, hay autores de ideas. Autores que basan toda su escritura en una intuición, en un destello, en un instante -a veces mínimo- de gracia o de vértigo, en una revelación, en un pasmo. Es en el sustrato de esos instantes donde arraiga y crece la prosa de Ángel Olgoso.”

Con una enorme potencia imaginativa para darnos una perspectiva inédita del mundo a partir de su sostenida voluntad visionaria, estos relatos son una magnífica incursión en lo fantástico y una exploración iluminadora de otros mundos.

Entre la fascinación y el horror, la imaginación planetaria e interestelar de Olgoso se proyecta en el tiempo y el espacio para invitar al lector a viajar por las nebulosas y los agujeros negros, a observar de cerca las colisiones de galaxias y el desmontaje de las piezas del universo, a contemplar las Pléyades como piezas de caza y a sobrecogerse con un cielo de tres lunas.

Y entre la narrativa y la poesía, ese lector abducido por la cuidada palabra de este narrador excepcional asistirá a la irrupción de un pez de polvo y a la elaboración de un calendario quimérico, verá inolvidablemente la materia oscura y las montañas flotantes de Plutón, oirá la conversación de las máquinas rebeldes que sueñan e imaginan, evocará la creación de la vida y la geometría armónica de la muerte. Y conocerá el magnífico relato de la historia del rey y el cosmógrafo:

Refiere Von Uexkull, en su Nouveaux voyages où personne n’a jamais pénétré, que cierto día el rey ordenó al mejor cosmógrafo del país la construcción de un globo terráqueo que superara a cualquier otro en grandiosidad y precisión. El cosmógrafo, un fraile menor, de nombre Jacob Haim o Behaim, accedió a los deseos reales aunque, por su disposición natural a la austeridad, rechazó las prebendas que se le otorgaban y se encerró a trabajar durante meses en su gabinete. El tiempo empleado en la elaboración del globo terráqueo fue motivo de controversia; su secretismo, de desmedidas figuraciones. Cuando llegó la mañana en que habría de descubrirse la obra maestra en el centro del salón del trono, bajo el óculo de tres metros de diámetro del techo, rodeaban al rey diputaciones de nobles y arquitectos, de obispos y algebristas. Con un calmoso movimiento del brazo, el cosmógrafo de hábito encordado retiró la tela: aquel globo terráqueo no tenía trazas de soberana perfección, no era monumental ni se hallaba montado sobre zócalos de bronce o pedestales esculpidos en mármol, no representaba la Geografía de Ptolomeo, no lo adornaban la Rosa de los Vientos, la flor de lis del norte, las banderas, los animales fabulosos, los rumbos de colores, las minúsculas notas descriptivas, no habían sido artísticamente dibujados sus husos, ni siquiera graduados para indicar las distancias, y los paralelos y meridianos tampoco se indicaban mediante flejes de oro. Era solo un pequeño globo terráqueo de madera de la altura de un hombre, puesto en pie sobre una sencilla peana de madera sin tornear, y con los contornos de tierras vagamente reconocibles como única pretensión científica. Toda la corte, perpleja en su avidez de ojos muy abiertos, afrentada por la simplicidad de tal representación del mundo, miró al rey que, confundido y ultrajado, mandó a sus capitanes detener al cosmógrafo y ajusticiar con el rigor que merecía a quien se burlaba así de los deseos reales. El fraile no profirió queja alguna. Se limitó a hacer girar suave y resignadamente la esfera y desapareció de la vista de todos, como llevado por la invisible fuerza centrípeta al interior del globo terráqueo, donde la madera no le vedó el paso. Se dijo que aquel día, hasta su declinación, obraron más extraños prodigios en la sala del trono: brisas del lejano sur soplaron sobre los tapices, se oyó al aire restallar en el gratil de unas velas, el ruido en sordina del oleaje, el trémolo metálico de un ancla; y después, con cada giro del globo, los aromas tomaron voz, y todos creyeron recibir en el salón real fragancias de las nueve partes del mundo, árboles de la pimienta, nueces de cayú, campos dilatados de espigas, incienso árabe, el olor meloso de calles entoldadas y el áspero de encuadernaciones de becerro en ciudades levíticas, piedras lavadas por las corrientes, flósculos de girasoles, marismas, parras y olivos, emanaciones telúricas de herrerías, barrunto de animales salvajes, violetas de presbiterio, hedor de miasmas. El rey y sus cortesanos imploraron el cese de las oleadas de esencias, de las infinitas figuraciones de vida que se expandían hacia ellos desde el cuerpo geométrico, alcanzándolos como una pleamar de veloces saetas, de afiladas crestas glaciales, de estrellas cayendo por el cielo hasta que, en su última vuelta, no quedó sobre la esfera terrestre más que una grata oscuridad sin dioses y la voz de un pájaro.

 O viajará a estos Pantanos celestes:

 Subí al Metro y eché una cabezadita en el asiento. Cuando desperté, ya habíamos dejado atrás el hermoso y multicolor flujo meteórico de los anillos de Saturno.

Además del constante cuidado por la expresión que caracteriza la escritura de Ángel Olgoso, hay en estos cuentos una libertad imaginativa y una búsqueda de la extrañeza heredada de la mejor zona de la literatura fantástica. Sobre ese potencial literario de la imaginación, escribía en la presentación de Cuentos de otro mundo: “Cuando uno tiene imaginación, no puede evitar imaginar: se pirra por lo insólito, lo disparatado o lo imposible, por lo poco común, las ideas asombrosas, el extrañamiento, las epifanías siniestras, los misterios y las quimeras, las secretas perspectivas desde las que el mundo se manifiesta distinto, en definitiva por todo lo que le falta a esta vida cotidiana escandalosamente aburrida. Yo al menos no sé de cosa alguna que lo tonifique a uno tanto como hacer posible, en cualquier ámbito, lo imposible. Aunque, si se piensa con frío detenimiento, la literatura fantástica es realista de un modo inequívoco, porque reflexiona sobre el hecho enteramente fantástico de existir.”

Santos Domínguez 

22/4/24

José Luis de Juan. La imagen cautiva

  

José Luis de Juan.
La imagen cautiva
Ediciones del subsuelo. Barcelona, 2024.


Me recuerda a Rouault, dijo mi tío al ver lo que yo estaba pintando en la casa de mis abuelos, dijo Ralf, sentado bajo la pequeña claraboya que proyectaba una luz difusa sobre el bloc abierto con un dibujo esbozado a lápiz, en el que se veían personajes y objetos aún sin definir, mientras en el lado izquierdo se iban destacando trazos de color sanguina. Mi padre acababa de entrar en la sala y dijo a mi tío que echase un vistazo a lo que yo estaba pintando. ¿Quién demonios era ese Rouault? No lo supe hasta mucho después. Nadie me animó a seguir con los pinceles en la familia ni fuera de ella como lo hizo mi padre, y aún me pregunto por qué. No era un hombre con un particular sentido estético, aunque sin duda tenía un gusto innato para distinguir una pintura buena de otra que no lo fuese. Lo suyo era más bien la ética, si llegaba a la estética era gracias a su arraigado sentimiento moral y su amor al orden y a las reglas. Por eso dejó de ejercer de abogado, harto de componendas que le desagradaban, para entrar en la policía, donde se ocupaba de los mensajes en morse que se utilizaban aún entonces. Durante unos años fue el hombre mejor informado del archipiélago. Y el más discreto, jamás le oí contar un chisme sobre esos miles de mensajes cruzados que iban y volvían bajo el mar. Un día, varios años después de que yo oyese por primera vez el nombre de Rouault, me dijo, señalándome con el índice oscilante: tú serás célebre.

Así comienza La imagen cautiva, la novela de José Luis de Juan que acaba de publicar Ediciones del subsuelo.

Tiene como referente una cita inicial de Wittgenstein (“Una imagen nos mantiene cautivos. Y no podemos huir de ella, pues descansa en nuestro lenguaje y el lenguaje parece repetírnosla de manera inexorable”) y muchas  de sus secuencias se apoyan en fotografías o pinturas intercaladas en el texto.

Se establece así un diálogo creativo entre la palabra y la imagen que es el correlato del diálogo rememorado por el narrador desde su habitación “en Toji, cerca de Wonju, distrito de Gangwon.”

Sobre ese diálogo entre dos amigos artistas: el escritor-narrador y el pintor Ralf se vertebra esta novela que explora la relación del arte con la realidad y la creación de un mundo propio a través de las reflexiones en torno a la creación artística, la memoria y la identidad, la vinculación estrecha entre literatura y pintura, la sucesión de imágenes y sensaciones, el análisis de la relación entre el arte y el juego, la imaginación, el tarot y las carreras de caballos.

Musil y Picasso, Constable y Basho, Proust y Cézanne, Rembrandt y Nabokov, Pollock y Blake, Michaux y Benjamin, Javier Marías y Thomas Bernhard, el novelista y ensayista australiano Gerald Murnane ( “El mejor autor vivo en lengua inglesa del que nadie ha oído hablar”, según el New York Times) y el poeta y novelista húngaro Gyula Illyés, autor de Gente de las pusztas, son algunos de los referentes pictóricos y literarios en los que se apoya el espacio de reflexión de La imagen cautiva, que convoca en sus páginas cuadros y libros se cierra con esta otra cita de Proust que resume el sentido de la novela y de su construcción:

“Los seres que tienen la posibilidad de vivir para sí mismos -claro que estos seres son los artistas, y yo estaba convencido hacía mucho tiempo de que no lo sería nunca- tienen también el deber de vivir para sí mismos; y la amistad es una dispensa de ese deber, una abdicación personal.”

Santos  Domínguez 

19/4/24

Verónica Aranda. La rosa contra el lino

  


Verónica Aranda. 
La rosa contra el lino. 
Antología poética.
Selección y prólogo de Juan José Martín Ramos.
 Polibea. Madrid, 2023.


Indagaremos en la transparencia.

Con ese verso, que es a la vez una declaración vital y un programa poético, cierra Verónica Aranda La rosa contra el lino, la antología poética que publica Polibea.

La selección de los poemas que forman esta antología, cerca de un centenar, la ha hecho el editor Juan José Martín Ramos, que en sus palabras preliminares habla de este libro como resumen de “una trayectoria que abarca veintitrés años y quince poemarios, que justifican ya la necesidad de recuento -aspiración de esta antología-, y consagración de las que son ya una autora y una obra consolidadas y ampliamente reconocidas [.. ] Y, al mismo tiempo, recuento de paisajes vitales que han dejado su huella y sus sellos en el pasaporte existencial y literario de Verónica Aranda.”

Se refleja en este recuento una poética levantada sobre la concepción de la escritura como un acto sagrado que requiere del poeta una actitud espiritual y una exigencia lingüística que se concretan aquí en una obra con la que Verónica Aranda traza su propia cartografía espacial y emocional mientras define su noción de lugar con una poética propia oficiada desde el rito de la palabra.  

Una poética que se construye a partir de una mirada contemplativa y reflexiva y que entre Poeta en India y Hamman de mujeres pasa por Alfama, Postal de olvido, Dibujar una isla o Café Hafa, libro al que pertenece Plaza Yamaa el Fna, Marrakech”, que comienza así :

Busco el poema de la transparencia 
en este espacio fértil donde bulle la vida.

Una mirada aguda y serena proyectada en espacios emocionales, sensoriales y literarios que el poema nos devuelve tamizados como paisajes interiores que delimitan el mundo personal de Verónica Aranda y modulan su voz poética desde la sutileza consonante de la percepción y la palabra:

IDENTIDAD

¿Cuál es tu identidad, 
voz de resina blanca? 
Ya no te reconozco entre el tumulto.
No sé en qué travesaño se posa tu temblor.
En cada encrucijada y sangre seca 
adherida a la brecha de la pequeña acróbata.

Si mido el desapego tiene luz 
de telar polvoriento.
Me asombro ante el camino 
que marcan las banderas tibetanas 
y piso, con alivio, 
una remota plantación de té.

La antología, que toma su título de un verso de Cobalto oscuro (“Por encima de todo / la introspección,/ la rosa contra el lino”), propone un recorrido esencial por la voz cada vez más sutil y más honda de quien sabe, desde el poema que abre el libro, que “sólo importa el refugio en la palabra.”

Santos Domínguez 




17/4/24

Chantal Maillard. Decir los márgenes




Chantal Maillard.
Decir los márgenes.
Conversaciones con Muriel Chazalon.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2024.


“Una de las estrategias de Chantal Maillard ha sido hacer de los márgenes el centro mismo de su escritura, transformándolos en un lugar de narración posible. Quiero pensar que estas conversaciones apuntan al blanco de su obra”, escribe Muriel Chazalon en ‘Prestar oídos de murciélago’, el texto que a modo de prólogo abre Decir los márgenes, una larga e intensa conversación escrita en la que dialoga con Chantal Maillard en un volumen magníficamente editado por Galaxia Gutenberg que llega hoy a las librerías.

Un espléndido conjunto de conversaciones que abordan en nueve secciones los “nueve umbrales” (Márgenes, El hambre, El semejante, Monstruos, Ficciones, In-significar, Enmudecer, El método, El animal-en-mí) que reflejan los temas nucleares de la obra poética y ensayística de Chantal Maillard.

“Hay muchos tipos de márgenes, ciertamente -afirma Muriel Chazalon en la conversación del ‘Preámbulo’-: márgenes de afuera y márgenes de adentro. No pretendemos aquí decirlos todos. […]
Queremos en estas conversaciones prestar atención a los márgenes interiores, los del lenguaje o los del yo, lugares de la conciencia de los que te has ocupado ampliamente: aquellos planos de percepción y de participación a los que señalas como «refractarios al lenguaje» y, por consiguiente, al yo. Los márgenes, entonces, como suspensión indefinida de los artefactos discursivos, lugares de apertura o brechas por donde accedemos a una reserva de silencio, de vaciamiento, de respiración, desde la que es posible señalar, indicar, llevar a la superficie decible lo infra-percibido que escapa al lenguaje al uso. Estos márgenes del lenguaje son, en tu escritura, el hábitat natural del poema.
Decir o escribir los márgenes se parece mucho, en el fondo, a una actividad de traducción: volver audible, dar voz a algo ininteligible, olvidado o desoído que, a menudo, se experimenta y se expresa intuitivamente a través del cuerpo, y que hoy se ha vuelto silencioso debido, en gran parte, al empobrecimiento de nuestra sensibilidad, a la reducción de las formas de atención y de las cualidades de disponibilidad.”

En la ‘Nota errática’ final, que Chantal Maillard escribe a modo de conclusión y de recopilación de lo tratado en estas conversaciones, afirma a propósito de la importancia de los márgenes, “esos lugares en los que acostumbramos a recluir todo lo que nos molesta, nos aterra, nos enfrenta a nuestra ignorancia o, simplemente todo lo que no percibimos”: 

Sorprendentes, misteriosos márgenes que hacen del texto, texto y de la vida, nuestra vida. Algunos transitables, otros, impracticables, pero siempre asombrosamente generosos en saberes y enseñanzas. Algunos recorrimos, de los más accesibles, en estas páginas, a otros accedimos tan sólo para señalar sus límites, por siempre infranqueables. En todos ellos, sin embargo, se ofrecía un enigma, y bien saben los dioses que esto es suficiente para que, en el intento de descifrarlo, los humanos agotemos la fuerza que ellos necesitan para existir. Lo que no saben los dioses es que en el viaje mismo que emprendemos está ya la respuesta y que, como nos enseñó Wittgenstein, la solución de un problema consiste en descubrir que el problema no existe.

Coherentemente con su contenido y con las miradas al mundo que refleja, este es un libro en el que estructural y tipográficamente el margen tiene tanta importancia como el centro. Y a esos márgenes se van incorporando indicadores de conceptos y referencias, anotaciones temáticas o citas de fragmentos de ensayos o de poemas de Chantal Maillard, con lo cual el lector dispone de una guía de primera mano para entrar desde esos umbrales en el mundo poético y filosófico de la autora. 

O para revisitar su universo poético a través de la amplia antología poética y ensayística que se va componiendo en el margen de sus páginas con fragmentos de libros poéticos como Medea, Cual menguando, Hilos o Matar a Platón; de ensayos como La razón estética, La mujer de pie o La compasión difícil; de diarios como Filosofía en los días críticos o La arena entre los dedos.

Y para profundizar, con la ayuda del minucioso índice analítico que cierra el volumen, en la raíz vital y en el sistema ético y conceptual que sustenta o impulsa ese potente mundo literario de Chantal Maillard, que deja en estas conversaciones sus claves vitales, poéticas y filosóficas: la emoción estética y la ética de la compasión, la reflexión sobre la escritura y la palabra, la noción de exilio interior, el mito y la religión, la representación y la creencia, la vida y la muerte, la palabra y el mundo, la ecosofía y la ethopolítica, el cuerpo y el universo como proceso, lo real y la metáfora, el logos y la physis, el misterio y lo secreto, la contemplación y el rito, la experiencia de los límites en el poeta y el filósofo, la mente y el vaciamiento del yo, la inocencia y el asombro, el enmudecimiento y el silencio como creación:

“Crear silencio -afirma Chantal Maillard- es ahora más importante que nunca. El silencio de fuera, por supuesto -silenciar los estímulos de todo tipo, no solamente los auditivos- pero, sobre todo, el silencio interior. Crear silencio no significa inventar algo nuevo, significa eliminar, despejar, vaciar. Al contrario de lo que solemos pensar, la acumulación no es riqueza, sino empobrecimiento, y mayor riqueza hay en un espacio vacío que en uno lleno. La quietud es inconmensurable como lo es el estado de paz, un bien que siempre fue escaso entre los humanos.”

Estas conversaciones están atravesadas por reflexiones de ese tipo. Dejo aquí otra muestra con las significativas palabras de Chantal Maillard sobre la concepción del poema y los límites del lenguaje, que la aproximan a la actitud del poeta místico ante la experiencia inefable de la creación poética:

Al margen de mí, ya sabes, balbuceo. La voz poética a veces intuye y dice más de lo que yo alcanzo a saber.

Santos Domínguez 


15/4/24

Wilkie Collins. Amor ciego

  


Wilkie Collins.
Amor ciego.
Traducción de Pedro Horrach Salas.
Montesinos. Barcelona, 2024.

Cuando se cumple el bicentenario de Wilkie Collins (Londres, 1824-1889), Montesinos recupera en una cuidada edición su novela inédita y póstuma Amor ciego, que se añade a las casi veinte que ya formaban su Biblioteca Wilkie Collins.

Estos son sus párrafos iniciales:

Poco después del amanecer, en una nublada mañana del año 1881, un mensajero especial perturbó el reposo de Dennis Howmore en su lugar de residencia en la agradable localidad irlandesa de Ardoon. 
Bien familiarizado, al parecer, con el camino de subida, el hombre golpeó la puerta de un dormitorio y gritó su mensaje a través de ella: “El señor quiere verte, y no le hagas esperar.”

Traducida por Pedro Horrach Salas, abre esta edición un prefacio de Walter Besant, que recuerda que un Wilkie Collins moribundo le rogó que completase la novela, que venía publicándose en el Illustrated London News y que se editó en forma de libro en 1890, un año después de la muerte de su autor.

Besant explica en ese prefacio, que apareció en aquella primera edición, las circunstancias y el alcance de su colaboración y cómo llevó a cabo el proceso de escritura para rematar la novela a partir de las detalladas notas preliminares que heredó de Collins, que había dejado minuciosamente diseñado el plan estructural de los capítulos restantes hasta el desenlace, por lo que “la trama de la novela, cada escena, cada situación, de principio a fin, es obra de Wilkie Collins.”

Sus sesenta y cuatro capítulos, organizados en tres partes y enmarcados en un prólogo y un epílogo narrativos, desarrollan una trama argumental que tiene como eje la figura de Iris Henley, su peculiar protagonista femenina, una joven brillante e inconformista que se rebela contra la autoridad paterna cuando se niega a asumir un matrimonio de conveniencia concertado por su padre.

Su primera difusión por entregas en 1889 y su orientación a un público lector fundamentalmente femenino son factores determinantes de los temas, las actitudes de los personajes o la organización del argumento en secuencias que construyen una trama para captar el interés continuado del público lector. 

Atento a los problemas sociales, Collins superpuso la peripecia sentimental de la protagonista, enamorada del activista y pistolero irlandés Lord Harry Norland, con la situación política y diseñó este Amor ciego sobre el telón de fondo de la incipiente cuestión irlandesa para vincularla con las reivindicaciones feministas. 

A aquellas alturas Wilkie Collins, aun en decadencia, era un novelista de sólido oficio, experto en construir peripecias sorprendentes y en elaborar entramados argumentales efectivos para llegar a un público amplio. Pensó titularla Lord Harry, que es el nombre familiar con el que se designa al diablo en Inglaterra. Y esa idea del personaje demoníaco aparece en primer plano en el cierre de la primera parte, planteado como una secuencia que luego hemos visto repetidamente en los guiones cinematográficos:

-Vámonos -gritó al cochero. Alarmado por su voz y su mirada, el hombre preguntó hacia dónde debía conducir. Lord Harry señaló furioso el camino que estaba ante ellos-. ¡Conduce al Infierno!

Y con esa misma rapidez se va sucediendo un entramado de conspiraciones, sociedades secretas, asesinatos y venganzas, de complicidades y secretos, hasta el párrafo final:

Ella tiene un secreto, y sólo uno, que oculta a su marido. En su escritorio conserva un mechón de pelo de Laura Harry. ¿Por qué lo guarda? No lo sé. El amor ciego nunca muere del todo.

La agilidad narrativa, la minuciosa descripción de ambientes, los giros insospechados de la acción, la agudeza en el diseño psicológico de los personajes, la planificación graduada del suspense o el ejemplar manejo de los diálogos son algunos de los rasgos de la maestría novelística de Wilkie Collins, que concentró muchos de ellos en La dama de blanco, novela de misterio y pesquisas, o en La piedra lunar, seguramente la mejor novela policial de la historia. 

En sus últimos años arrastraba una larga decadencia física y literaria, provocada en gran medida por su condición de opiómano, pero esos rasgos magistrales siguen estando presentes en esta su última novela, que dosifica la intriga con títulos de capítulos como estos: ”Primeras sospechas de Iris”, “Las palabras fatales”, “El médico en apuros”, “La primera pelea”, “La fotografía del muerto” o “El último descubrimiento”.


Santos Domínguez 





12/4/24

Miguel Artola. Los afrancesados


Miguel Artola.
Los afrancesados.
Alianza editorial. Madrid, 2024.


Miguel Artola, uno de los historiadores más eminentes de la segunda mitad de siglo XX, publicaba en 1953 Los afrancesados, un ensayo elaborado a partir de su tesis doctoral sobre la historia política de los afrancesados. Era su primera obra y desde entonces se han ido sucediendo distintas reimpresiones y ediciones, la última en El libro de bolsillo de Alianza editorial.

La abre un prólogo de Gregorio Marañón, que resalta en él que este ensayo es “una contribución más a la reivindicación de los afrancesados. No es esta reivindicación su conclusión expresa; acaso no es la que el autor se ha propuesto, pero sí la que extrae el lector de su sabrosa lectura.”

A analizar la ideología afrancesada se dedica el primero de los nueve capítulos del libro. Un capítulo fundamental donde se delimita la figura de los afrancesados, y se fijan el objeto de estudio del ensayo y el núcleo interpretativo de su papel histórico. 

Frente al tópico negativo que los descalifica como traidores, oportunistas o ingenuos, Artola reivindica a los afrancesados españoles que apoyaron el reinado de José Bonaparte, un rey débil y atormentado, cada vez más preocupado de su función militar y más despreocupado de la actividad política. Esos afrancesados eran herederos del pensamiento ilustrado de la época de Carlos III, desmantelado en los veinte años de reinado absolutista de Carlos IV.

Artola establece una distinción fundamental entre dos formas de afrancesamiento que se han confundido o se han superpuesto a menudo: el ideológico, que se identifica con el liberalismo, y el político, de carácter colaboracionista. 

No faltaron entre los afrancesados de ese último tipo los oportunistas y los acomodaticios y hubo además una mayoría de meros supervivientes que acataron sin convencimiento y por interés la fuerza del invasor, los juramentados. Pero a quienes destaca Artola como patriotas es a aquellos otros colaboracionistas -una minoría- que apoyaron a José Bonaparte desde su convicción monárquica y la creencia en su política reformista frente a los procesos revolucionarios.

“Con rara unanimidad -escribe Artola- los ilustrados del tiempo de Carlos III se enrolaron bajo las banderas de José I, constituyendo el núcleo del partido que se llamaría afrancesado.”

Los afrancesados, reformistas moderados, intervinieron en política entre 1808 y 1833, desde el motín de Aranjuez y la mascarada de Bayona con la que comenzó José I su reinado, hasta la regencia de María Cristina y la caída del último ministro afrancesado, Javier de Burgos. Formaron parte de la primera generación de políticos que tuvieron que tomar partido ideológico para crear un sistema político y una forma de Estado frente a tendencias más conservadoras, como el absolutismo, o más progresistas, como el liberalismo, aliados mutuos y ocasionales en lucha contra el francés.

Y tras establecer el marco teórico del estudio, los motivos políticos e históricos de los afrancesados, sus presupuestos ideológicos y sus tres principios doctrinales -monarquismo, oposición a los avances revolucionarios y necesidad de reformas políticas y sociales-, los principios generales de la ideología napoleónica y su proyecto político para España, el resto del ensayo aborda la intervención de los afrancesados en el gobierno, su actividad política durante los dos agitadísimos reinados de José I y la represión y el destierro que sufrieron tras su abdicación y al regreso de Fernando VII.

En conjunto, resume Artola, “nada: una historia mediocre, un gobierno pobre, sin poder y sin dinero, reducido al extremo de carecer de pan y lumbre, dependiente en todo de la suerte de las armas francesas. Cuando ésta se vuelva adversa, Napoleón dará nuevamente el último paso, y decidirá la sustitución de su hermano por Fernando. El antagonismo se resolverá de la única manera posible: la expulsión de José del trono español, sólo que esta separación, más que abdicación, anuncia ya la de su hermano, el antaño todopoderoso emperador de los franceses.”


Santos Domínguez 

 

10/4/24

Luis Martín-Santos. Tiempo de silencio

  


Luis Martín-Santos.
Tiempo de silencio.
Prólogo de Enrique Vila-Matas
Seix Barral. Barcelona, 2024.

“Luis Martín-Santos fue hombre de excepcionales dotes intelectuales; alguien que retrató con gran talento la miseria moral de la posguerra, cuya atmósfera trasladó a Tiempo de silencio, novela que en 1961 publicó Seix Barral en Barcelona.
La aparición de Tiempo de silencio, cuando todavía en el ruedo literario templaba y mandaba la crítica literaria y no tanto los prejuicios del mercado, iba a significar un antes y un después en la narrativa española del siglo pasado”, escribe Enrique Vila-Matas en la primera de las catorce secuencias de “Por la libertad, Sancho”, el texto que sirve de prólogo a la edición conmemorativa de Tiempo de silencio que publica Seix Barral con motivo del centenario de Luis Martín-Santos.

Tiempo de silencio apareció no en 1961, sino en 1962, el mismo año que Dos días de septiembre, de Caballero Bonald, Tormenta de verano, de García Hortelano y Fin de fiesta, de Juan Goytisolo. Las cuatro en Seix Barral, las cuatro con los habituales choques con la censura, que mutiló seriamente Tiempo de silencio. Pero en comparación con esas tres novelas representativas de los modos narrativos de finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta en España, se puede apreciar con más claridad la novedad que representaba Tiempo de silencio en una época marcada aún por el neorrealismo o el realismo social al que se adscriben esas tres obras. Porque si Tiempo de  silencio rompe argumental, formal y estilísticamente con ese modelo, su carga de crítica social y cultural es sin embargo no sólo más explícita, sino más solida y muy superior a la de las otras tres.

Tiempo de silencio es un artefacto literario y estilístico de primer nivel, capaz de fundir lo tradicional de su estructura argumental lineal (planteamiento, nudo, desenlace) con el enfoque contemporáneo del tiempo reducido o el alarde de su novedad estilística y su creatividad lingüística; la novelística barojiana con el Ulysses de Joyce; la narrativa contemporánea con la subliteratura folletinesca (las chabolas, el aborto, la muerte, la denuncia, la detención); la técnica vanguardista de la secuencia con el enfoque realista del narrador omnisciente, casi decimonónico; la capacidad analítica del ensayista en las digresiones sobre Madrid, las corridas de toros o el teatro, con el virtuosismo lingüístico y, finalmente, la capacidad descriptiva con la actitud crítica, como en la reflexión sobre la capital, que abarca la segunda secuencia de la novela. Es uno de sus momentos más memorables, del que dejo una breve muestra:

Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros —por otra parte— que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador […] que no tienen catedral.

La coexistencia o la superposición de mundos (de la burguesía refinada de Matías al lumpen degenerado de Cartucho) y de lenguajes (del nivel científico al argot quinqui, de la abundante creatividad neologista a lo coloquial), la suma de reflexión y de burla, de lo local y lo universal, de lo culto y lo popular, del homenaje y la parodia son algunas de las claves constructivas de Tiempo de silencio. Y como resultado de esa integración de contrarios, la realidad y la literatura se conjugan en un difícil equilibrio bajo la mirada incisiva e irrepetible de un autor que se confunde a menudo con el narrador a lo largo de una novela itinerante con constantes cambios estilísticos y espaciales que son el contrapunto dinámico a la concentración temporal de la acción propia de la novela contemporánea. 

Y el eje vertebrador que articula toda esa construcción literaria es una mirada subjetiva, humorística e irónica que se expresa con brillante causticidad y con sarcasmo hiriente a través de las disfunciones estridentes entre la sórdida realidad que se representa y las constantes referencias literarias y guiños culturales que la aluden (de la Biblia a Shakespeare, de Sartre al Quijote, de la tragedia griega a Ortega), o con el impulso metafórico, épico o mitificador que se proyecta hacia una realidad miserable, por ejemplo en el episodio de las tres diosas de la pensión o en el encuentro con el Muecas:

Y tras haber contemplado el impresionante espectáculo de la ciudad prohibida con los picos ganchudos de sus tejados para protección contra los demonios voladores, descendieron Amador y don Pedro desde las colinas circundantes y tanteando prudentemente su camino entre los diversos obstáculos, perros ladradores, niños desnudos, montones de estiércol, latas llenas de agua de lluvia, llegaron hasta la misma puerta principal de la residencia del Muecas. Allí estaba el digno propietario volviéndoles la espalda ocupado en ordenar en el suelo de su chabola una serie de objetos heteróclitos que debía haber logrado extraer —como presuntamente valiosos— del montón de basura con el que desde hacía unos meses tenía concertado un acuerdo económico de aprovechamiento. Mas en cuanto les hubo advertido gracias a un significativo sonido brotado de la carnosa boca de Amador, se incorporó con movimiento exento de gracia y en su rostro, surcado por las arrugas del tiempo y los trabajos y agitado por la rítmica tempestad del tic nervioso al que debía su apodo, se pintó una expresión de viva sorpresa.
—¡Cuánto bueno por aquí, don Pedro! ¡Cuánto por aquí! ¿Por qué no me has avisado?

Sobre ese extrañamiento de una realidad cercana, la del Madrid de 1949, se proyectan abundantes rasgos autobiográficos, reconocibles en la figura del protagonista, Pedro. En él y en la figura de su amigo Matías condensó Martín Santos parte de su experiencia madrileña entre 1946 y 1949.

La pensión de Barquillo 22 que evocó Juan Benet (Matías en la novela) en su imprescindible ‘Luis Martín Santos. Un memento’; el Instituto de Experimentación Biológica de la Facultad de Medicina; las tertulias en los cafés; las tabernas y las borracheras o los prostíbulos de los sábados; las conferencias de Ortega en el cine Barceló o la detención en la Dirección General de Seguridad en 1958 son algunos de esos escenarios madrileños de una novela en la que la ciudad tiene un papel central:

De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser, que un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de alimento en la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo, depositándole artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras la barra luciente de un mostrador. Podremos comprender también que la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas repartidas en mil cuerpos aunque unidas por una misma voluntad de poder merced al cual los vendedores de petardos.

Así cierra Enrique Víla-Matas su texto preliminar: “Claro que, justo ahora, cerramos el universo infinito de este instante, de este segundo, para que entre el siguiente. Paso al tiempo de silencio. Atrévanse a aventurarse. Les asombrará ver de lo que fue capaz el excepcional autor pese a tanto obstáculo invencible.”

Fue capaz de esto, de Tiempo de silencio, una construcción estilística y literaria de una altura pocas veces alcanzada en lengua española, una novela imprescindible de la literatura española del siglo XX por la que no ha pasado el tiempo ni se ha impuesto el silencio.

Santos Domínguez 



8/4/24

Virginia Woolf. La señora Dalloway recibe

  


Virginia Woolf.
La señora Dalloway recibe.
Edición de Itziar Hernández Rodilla. 
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2023

La señora Dalloway dijo que iría ella por los guantes. El Big Ben estaba sonando cuando salió a la calle. Eran las once en punto y la hora estaba flamante, como recién hecha para que la estrenasen unos niños en la playa. Pero había algo solemne en el columpiarse deliberado de las campanadas repetidas; algo que se agitaba en el murmullo de las ruedas y el arrastre de los pies.

Así comienza La señora Dalloway en Bond Street, el primero de los textos de Virginia Woolf que se recogen en el volumen La señora Dalloway recibe, que publica Cátedra Letras Universales con edición de Itziar Hernández Rodilla. 

Con la sustitución de “guantes” por “flores”, la primera frase de la novela es una leve variante del comienzo de ese relato, escrito en 1922. A esas alturas Virginia Woolf tenía la seguridad de haber encontrado su propia voz narrativa. Ya el 26 de julio de ese año había anotado en su diario: “No tengo la menor duda de que he descubierto la manera de comenzar a decir algo (a los cuarenta) con mi propia voz; y esto me interesa de tal manera que creo que puedo seguir adelante sin necesidad de elogios».

El conjunto reúne siete relatos escritos entre 1922 y 1925 que giran alrededor de la fiesta de la señora Dalloway y recupera en apéndice algo más de tres capítulos de su primera novela, Viaje de ida (1915), en los que había aparecido ya la figura de Clarissa Dalloway, en viaje en barco con su marido Richard. El personaje de Clarissa Dalloway, inspirado en principio en su amiga Kitty Maxse, acabó convirtiéndose en una proyección de la propia autora. 

De esa manera, en conjunto y en perspectiva, estos textos reflejan la evolución del proceso creativo de Virginia Woolf y la prehistoria de La señora Dalloway, su primera obra maestra, que publicó en 1925.

La señora Dalloway en Bond Street anticipa en versión abreviada el método narrativo característico de Virginia Woolf, que tendrá una de sus más altas manifestaciones en la novela La señora Dalloway: una suma de detalles externos y pensamientos en el trayecto que recorre desde su casa a la tienda para comprar unos guantes, la perspectiva subjetiva a través del estilo indirecto libre y la corriente de conciencia y el torrente de evocaciones del pasado que suscita en el personaje lo que ve en su recorrido.

La sucesión torrencial de pensamientos, sensaciones y recuerdos que dibujan el mundo íntimo del personaje y su relación conflictiva y contradictoria con el mundo, el conflicto interior y la afirmación de la identidad desde la inseguridad son las novedades que explora en todos estos textos Virginia Woolf, que sin romper del todo con la narrativa tradicional, aborda con esa nueva técnica narrativa temas como el paso del tiempo y la madurez o el papel de la mujer en la sociedad contemporánea y en la vida urbana.

En El vestido nuevo, otro de los relatos del libro, se leen estas líneas sobre su protagonista, Mabel:

No era feliz. Era un momento insípido, solo insípido y ya. Su desdichado yo de nuevo, ¡sin duda! Siempre había sido una madre inquieta, débil, poco satisfactoria, una esposa floja, vacilando en una especie de existencia a media luz, con nada demasiado claro o atrevido, o más una cosa que otra, como todos sus hermanos y hermanas, excepto tal vez Herbert: todos eran las mismas pobres criaturas de sangre aguada que no hacían nada. Entonces, en medio de esa vida lenta, arrastrada, de pronto, se encontraba en la cresta de una ola.

Santos Domínguez 


5/4/24

El proceso al libro


Mathilde Albisson. 
El proceso al libro. 
La censura inquisitorial en la España del siglo XVII.
Cátedra Historia. Madrid, 2024.

“Durante más de tres siglos, la censura ejercida por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición española constituyó un potente instrumento de control ideológico y de represión cultural. Mediante el índice de libros prohibidos y múltiples actuaciones de vigilancia, el Santo Oficio ejerció una coerción férrea sobre uno de los principales medios de difusión de la cultura moderna: el libro. Restringió y condicionó el acceso a las producciones intelectuales, coartó la libertad de expresión y de pensamiento e influyó de manera duradera en las formas de leer y acercarse a los textos, así como en la labor de los escritores, impresores y libreros.
La censura inquisitorial se asentaba en un presupuesto que atribuía al libro un fuerte poder cultural e ideológico, capaz de acarrear consecuencias potencialmente nefastas en la esfera pública y social. El cometido de la censura, tal y como se percibía y ejercía, era imponer una ideología y una forma de pensar única, preservar el sistema de valores considerado constitutivo de la comunidad y asegurar la conformidad de los individuos con dichos valores, silenciando las voces discordantes que pudiesen quebrar esa cohesión. En este sentido, la censura inquisitorial formaba parte de una estrategia de control y de disciplinamiento no solo religiosa, sino también política y social, que buscaba asentar el Estado moderno mediante la eliminación de las discrepancias ideológicas. […] Progresivamente, se forjó en el seno del Santo Oficio un complejo sistema de control de la cultura escrita, que estuvo vigente hasta la extinción del Tribunal en 1834”, escribe Mathilde Albisson en la introducción de El proceso al libro. La censura inquisitorial en la España del siglo XVII, que publica Cátedra en su colección Historia. Serie mayor.

Se aborda en esta monografía, que tiene como base la tesis doctoral que la autora leyó en la Universidad Sorbonne Nnouvelle en 2020,  un riguroso examen de la censura desde la orilla del censor, la concepción de la censura como método de control de la cultura escrita y las formas de ejecutar su práctica, los criterios de actuación de los censores y la vertiente intelectual de la censura de libros durante el siglo XVII, menos estudiada que la del siglo anterior. 

Elaborado con una perspectiva diacrónica, el estudio refleja la evolución en el control de la actividad intelectual a través de la vigilancia estricta de la producción impresa y muestra los cambios de sus objetivos: desde la lucha contra la amenaza exterior del protestantismo al control de la heterodoxia interna y a la denuncia de las desviaciones de la ortodoxia fijada por el concilio de Trento. Lo resume así Mathilde Albisson:

El cometido de esta investigación es analizar el proceso de transformación que experimentó la censura inquisitorial durante un largo siglo XVII: estudia cómo esta herramienta de represión cultural e ideológica, focalizada originalmente en impedir la penetración en España de libros protestantes (y la circulación de obras que vehiculaban ideas consideradas afines), se fue centrando poco a poco en la represión de los disensos internos a la Iglesia católica, con el objetivo de disciplinar la cultura escrita de acuerdo con los principios contrarreformistas y de confesionalización.

Organizado en cuatro amplios capítulos, el primero de ellos delimita los procedimientos de la actividad censora y de sus herramientas, sus instrumentos y sus modos de actuación, de vigilancia y de ejecución de la censura de la palabra escrita. Se fijan así las tres etapas (denuncia, calificación y sentencia) del proceso inquisitorial, generador de un procedimiento judicial apoyado en diligencias policiales y administrativas; se caracteriza a los agentes de la censura (tanto los miembros de las órdenes religiosas que aportaban a los censores como aquellos que en las universidades elaboraban los índices de libros prohibidos) y se traza el retrato sociológico y el perfil intelectual de los denunciantes y de los censores. 

El segundo capítulo se centra en los aspectos intelectuales de la censura, especialmente en las notas teológicas y en sus herramientas terminológicas y conceptuales que usaban los censores para identificar y nombrar las desviaciones de la ortodoxia y para cimentar la base de la condena. A partir de la fijación de los criterios religiosos, políticos, morales y lingüísticos en los que se sustentaba el procedimiento inquisitorial. las notas teológicas fijaban las desviaciones de la ortodoxia tridentina: lo herético y lo erróneo, lo escandaloso o lo malsonante, lo blasfemo o lo injurioso.

Planteado como estudio diacrónico, El proceso al Iibro se marca como límites cronológicos dos índices: el catálogo del inquisidor Quiroga (1583-1584) y el de los inquisidores Sarmiento y Vidal (1707). Entre ambos, tres índices (Sandoval, 1612; Zapata, 1632 y Sotomayor, 1640, que junto con el de Sarmiento y Vidal son el objeto de estudio de la segunda mitad (capítulos tercero y cuarto) del libro.

El capítulo tercero estudia las distintas etapas en el proceso de elaboración de cada uno de los índices de libros prohibidos, sus aspectos formales (edición, estructura, frontispicio) y su base doctrinal: la Normativa censoria que se desarrolla en una serie de reglas generales que fijaban el criterio de actuación del censor: Herejía, Islam y judaísmo, Superstición, Adivinación y ciencias ocultas, Irreverencia o Anonimia.

Por último, el capítulo cuarto analiza el contenido de los cuatro índices, de 1612 a 1707, el corpus de autores y libros censurados en ellos y traza una cartografía del contenido de las materias prohibidas, las razones de la censura y los motivos de exclusión desde el protestantismo a la astrología, desde los textos de carácter espiritual, religiosos y doctrinales a los de opinión, polémicos, críticos y propagandísticos a la teoría política o a la literatura de ficción y entretenimiento: de La Celestina a Maquiavelo, de Justo Lipsio al Quijote, de la Silva de varia lección de Pero Mexía a Góngora, de la Floresta española de apotegmas y sentencias de Melchor de Santa Cruz.

“La presente monografía -resume la autora- pretende contribuir a la historiografía sobre la censura inquisitorial ofreciendo un estudio con una perspectiva diacrónica de las principales facetas prácticas y teóricas de la censura de libros ejercida por el Tribunal de la Inquisición española durante el siglo XVII. Examina no solo el resultado de la represión y vigilancia ejercida sobre la actividad intelectual y la producción impresa (i.e., los libros y autores censurados), sino también los mecanismos internos, los actores y los criterios de actuación de la censura. En otras palabras, este estudio indaga en el «laboratorio» del censor con el objetivo de responder a diferentes interrogantes atinentes tanto a la materia prohibida y a las razones censorias como a la praxis de la censura: ¿quiénes eran los agentes de la censura y cómo se repartían el poder censorio?; ¿cuáles eran los instrumentos y modalidades de administración y ejecución de la censura?; ¿de qué manera se concebían los objetivos y herramientas del control de la palabra escrita?; ¿cómo evolucionó la idea que se hacía de la censura inquisitorial y de sus cometidos?; ¿sobre qué problemáticas se basaba su actuación y a qué problemas se enfrentó?; ¿en qué consistían los criterios de corrección (religiosa, política, moral, lingüística) que guiaban la valoración de un libro?; ¿cuáles fueron los contenidos censurados? Son esas cuestiones a las que este libro pretende responder.”


Santos Domínguez 


3/4/24

José Avello. La subversión de Beti García



José Avello.
La subversión de Beti García.
Alianza. Madrid, 2024.

Es casi un desconocido, pero escribió dos de las mejores novelas que se han publicado en los últimos cuarenta años. José Avello (Cangas del Narcea, 1943-Madrid, 2015) publicó en 1984 la espléndida La subversión de Beti García y casi veinte años después, en 2002, la aún mejor Jugadores de billar.

Lo que asombra no es que novelistas mediocres, de prosa manifiestamente mejorable, hayan conseguido un prestigio inexplicable. Lo asombroso es que hayan llegado a esa cima de papel y suplementos venales a costa de oscurecer a quienes, como Avello, están a años luz de ellos desde cualquier punto de vista formal, temático, estilístico y hasta ético.

José Avello fue un raro admirable, un escritor de raza cuya exigencia le llevó a publicar sólo esas dos novelas imprescindibles. Fue finalista del Nadal en 1983 con La subversión de Beti García y en 2001 presentó Jugadores de billar al premio Alfaguara/BBVA, que ese año ganaría Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo.

Juan José Millás, miembro del jurado, recomendó publicarla a la editora de Alfaguara. Recuerdo que por entonces José María Merino me habló de esa novela como una de las mejores que había leído nunca. Poco después ganó el Premio de la Crítica de Asturias y el Villa de Madrid, y fue finalista del Nacional de Narrativa en 2002, pero aun así pasó injustamente desapercibida.

Y si eso ocurrió con Jugadores de billar, lo de La subversión de Beti García fue aún peor. Publicada por Destino y recuperada en 2019 por Trea, circuló casi secretamente después de haber sido finalista del Nadal cuando lo ganó Salvador García Aguilar con Regocijo en el hombre, una novela ilegible que empieza en la época de los vikingos.

Cuarenta años después, Alianza Editorial incorpora a su catálogo La subversión de Beti García, una de esas pocas novelas extraordinarias que contienen un mundo tan potente que abduce al lector, una obra sólida y deslumbrante, de admirable densidad narrativa y alta calidad estilística, con la revolución de Asturias, la guerra y la posguerra como telón de fondo de tres generaciones de mujeres. 

Estos son sus dos primeros párrafos:

No es necesario decir nada acerca de la época anterior, excepto que, aparentemente, todo marchaba bien. Mi hija nunca nos había dado ningún disgusto ni había mostrado apenas interés por lo que –según algunos de nuestros amigos con hijos de la misma edad– constituía el conjunto de vicios de la nueva juventud: el abandono en las drogas, el sexo precoz y las canciones en inglés (sin saber inglés) o con letras carentes por completo de sentido. No teníamos con ella ese género de problemas.
Pero hubo un día, poco después de que Beti cumpliese los quince años, en que sentí cómo se abría entre nosotros un pozo de miedo, un espacio cargado de repulsiva confusión que nos englutía sin dejarnos pensar y dominaba en nuestros actos inexplicables como si estuviésemos sometidos a una entidad superior, un tótem temido y deseado que nos conducía hacia el horror. Solo porque existió ese día he aceptado estar aquí recluido.

Esa peculiar voz narrativa de José Manuel, recluida y envuelta en el misterio y el secreto, se propone contar “una historia antigua y sórdida cuyo sentido apenas puedo apresar (y así es, creo, la historia de todos los hombres)”

Su verdadera identidad no se revela hasta el final de la compleja trama de la novela, cuando explica que “la historia de Beti García es mi historia y he vivido todos estos años para contarla, para contar mi parte, para decir que yo aún tengo memoria.” 

Y eso es, entre muchas otras cosas, La subversión de Beti García: una rebelión de la protagonista contra la mentira y la opresión y una reivindicación de la memoria de los vencidos frente a la amnesia colectiva, una subversión de la versión oficial de la historia construida por los vencedores y comúnmente aceptada incluso por los derrotados, una lucha por la libertad frente al encierro.

Una potente novela familiar narrada con una prosa diáfana y un ritmo fluido, cargada de tramas y personajes que alcanza su más alto nivel en las magistrales secuencias finales que aportan las claves de la novelauna indagación narrativa en la condición humana y en la intrahistoria contemporánea, a través de un cruce de miradas, planos temporales y perspectivas que no excluyen lo fantástico. 

Según decían, en el interior las moscas se adensaban por millares entre las largas sayas negras de la Muda y cuando se encabritaban por la presencia de un extraño, la hacían levitar.

Y una incursión en el horror cotidiano, el odio y la locura, en una atmósfera opresiva de reclusiones y pérdidas, de huidas y exilios, en un mundo de supervivientes y silencios, de puertas cerradas y años de fuga, en espacios como Ambasaguas y el bosque de helechos del Molino de la Veguina y en personajes como Betsabé (Beti García), su padre Baltasar, Eulalia la Muda, Don Leandro y su hija Rosario. Ramón el zapatero, el Boticario, Volga, Nachito Río y su mujer Beatriz, su hermana Berta o Acebal. Lugares y personajes que permanecerán imborrables en la memoria del lector que tenga el privilegio de leer esta magnífica novela, que tiene como final esta línea inolvidable: 

Mañana salgo del sanatorio. Y no sé qué hacer.

Santos Domínguez


1/4/24

Gabriel Miró. El humo dormido

  


Gabriel Miró.
El humo dormido.
Prólogo de Gastón Segura.
Drácena. Madrid, 2024.

De los bancales segados, de las tierras maduras, de la quietud de las distancias, sube un humo azul que se para y se duerme. Aparece un árbol, el contorno de un casal; pasa un camino, un fresco resplandor de agua viva. Todo en una trémula desnudez.
Así se nos ofrece el paisaje cansado o lleno de los días que se quedaron detrás de nosotros. Concretamente no es el pasado nuestro; pero nos pertenece, y de él nos valemos para revivir y acreditar episodios que rasgan su humo dormido. Tiene esta lejanía un hondo silencio que se queda escuchándonos. La abeja de una palabra recordada lo va abriendo y lo estremece todo.
No han de tenerse estas páginas fragmentarias por un propósito de memorias; pero leyéndolas pueden oírse, de cuando en cuando, las campanas de la ciudad de Is, cuya conseja evocó Renán, la ciudad más o menos poblada y ruda que todos llevamos sumergida dentro de nosotros mismos.

Esos tres párrafos son el atrio que da paso a las veintidós prodigiosas estampas prosísticas en las que se organiza El humo dormido, un monumento verbal de Gabriel Miró que Jorge Guillén definió como “el Evangelio según San Gabriel.”

Organizado en dos partes, las doce estampas de El humo dormido y las diez viñetas de las Tablas del calendario entre El humo dormido, así comienza la primera de esas tablas, correspondiente al Domingo de Ramos: 

El Señor sale de Bethania, y sus vestiduras aletean gozosas en el fondo azul del collado. Es un vuelo de la brisa que estaba acostada sobre las anémonas húmedas y la grama rubia de la ladera; y se ha levantado de improviso, como una bandada de pájaros que huyen esparciéndose porque venía gente; pero reconocen la voz y la figura del amigo, y acuden, le rodean, y le estremecen el manto y la túnica; le buscan los pies, se le suben a los cabellos; porque los pies y los cabellos y las ropas del Señor, y ahora ya la brisa, dejan fragancia del ungüento de nardo de la mujer que pecó. 
La mañana de la aldea y del monte se rebulle muy mansa entre el abrigo del sol; y dentro del caliente halago aun queda un poco de la desnudez del último frío. 
El Señor se para y calla aspirando, por recoger más la delicia del aliento del día. Está todo redundado del precioso aroma. Un aroma promete una imprecisa felicidad, alumbra una evocación de belleza, es un sentirse niño, acariciado como niño siendo poderoso. Pero en la prometida felicidad siempre pasa un presentimiento de pena.

Los textos de El humo dormido aparecieron originariamente en La publicidad, un periódico de Barcelona, en entregas quincenales o mensuales, entre el 28 de febrero de 1918 y el 31 de enero de 1919, con una larga interrupción desde el 25 de septiembre hasta enero. Intercaladas en ese proceso, las tablas aparecieron durante la Semana Santa de 1918 o en las fechas litúrgicas correspondientes a la Ascensión, San Juan, San Pedro y San Pablo o Santiago, patrón de España.

Abre la  reedición en Drácena, que sigue recuperando la obra de Miró, un prólogo de Gastón Segura -‘Una invitación a El humo dormido’- en donde, además de destacar su influencia sobre los poetas del 27, explica la construcción del libro e indaga en su sentido a partir de la importancia crucial del tiempo con estas palabras: “Miró consideró al tiempo en El humo dormido inherente al acto de recordar, porque solo mientras se rememora -o sea, tras el paso del tiempo-, las experiencias son susceptibles de ser despertadas en su verdadero y universal sentido -o en su realidad última y común-; acontecimiento perseguido por cada una de las estampas de este libro. En definitiva; en Miró, el tiempo, en su otorgar lejanía al suceso, le confiere, a su vez, la experiencia imprescindible al sujeto -sea el escritor o sea el lector- para invocarlo con la certeza de despertar su verdadero significado en la existencia.”

Los doce textos que figuran bajo el epígrafe El humo dormido forman parte de la misma serie que el Libro de Sigüenza, Del huerto provinciano y Años y leguas, mientras que los diez capítulos de las Tablas del calendario tienen una evidente relación con Figuras de la Pasión del Señor.

Atravesados por una potente sensorialidad descriptiva que une imagen y sentimiento en su capacidad evocadora, los textos de El humo dormido surgen de recuerdos emocionales y evocaciones plásticas de la infancia y la juventud, de la recreación de atmósferas y la personificación del paisaje en una naturaleza animada y del protagonismo de la temporalidad y la mirada, de la emoción y la memoria, metaforizados en conjunto en esa imagen del humo dormido que recorre el libro para recrear también espacios interiores, como en este párrafo:

La casona, grande y muda como el huerto. Los viejos muebles semejaban retablos de ermitas abandonadas; había consolas recias y ya frágiles, arcones, escabeles, dos ruecas, floreros de altar, estampas bajo vidrios, una piel de oveja delante de un estrado de damasco donde no se sentaba nadie, lechos desnudos desde que se llevaron los cadáveres de la familia, y la cama de dosel y columnas del caballero, su cama aun con las ropas revueltas, de la que se arrojó de un brinco recrujiendo espantoso por la tos asmática de la madrugada... El comedor, que huele a frío y soledad, y, al lado, un aposento angosto y encalado, pero con mucho sol que calienta los sellos de plomo, los pergaminos, las badanas de las ejecutorias, de las escrituras, de los testamentos que hay en los nichos de la librería, en la velonera y hasta en los ladrillos; y penetraban en el aposento, quedándose allí como dentro de una concha, las voces menuditas y claras de las eras de Medina, rubias y gloriosas de cosecha, joviales de la trilla.

"La perfección de la prosa es en Miró impecable e implacable", escribió Ortega. Incluso en pasajes tan ásperos como este, en el que evoca el asesinato de una vieja vendedora de altramuces:

El portal y las bardas, bardas con vidrios y calabaceras velludas, se agusanaban de rapaces y mujeres de andrajos y desnudez pringosa. Penetramos en el tumulto y hedor de carne agria, de cabellos aceitosos, de vida cruda, de casta; gritos de fauces rojas, aliento de desolladura, risadas que parecían revolcarse en la sangre de los oídos clavados de la muerta. Disputaban imaginando su agonía: cómo debieron de agarrarla y trabarle las manos flacas y pajizas, que recordaban las patas de una gallina cocida; cómo le crujiría el pecho cuando le pusiera el asesino la rodilla para la fuerza de hincar la aguja. La aguja estaba doblada.
Me acongojé sintiéndome entre ellos, creyéndome entre ellos para siempre, chillando, sudando, oliendo lo mismo... Y para aliviarme me asomé al portal de la asesinada.
En lo hondo bullían unos hombres. Me dijeron que eran la Justicia. Yo nunca había visto la Justicia. Con el pie o con su bastón iban removiendo aquellos hombres todo el ajuar; harapos de mantas, cabezales, un cántaro sin asas, una escudilla de arroz, donde comería el gato y la vieja; una orza de engrudo, papeles ya cortados para los molinillos, tizones, esparteñas; todo lo hurgaban.

El tiempo, la memoria y la inocencia, el espíritu y la materia se convierten en motores de la palabra creadora de estos textos en los que la emoción y las sensaciones son raíces de la creación estética. Textos que reflejan la percepción del instante inmortalizado en la escritura, a través de una sensibilidad que relaciona el mundo del autor con el del lector en un conjunto elaborado de emociones, sensaciones y recuerdo para evocar no el tiempo perdido proustiano, sino el que se gana cuando lo recupera la memoria:

Desde la escalera de granito desnudo, oíamos el pisar reposado de mi padre, que esperaba en los claustros para besarnos antes.
Era muy tasada la visita de esa noche; y es la que más limpiamente sube del humo dormido. Nos vemos muy hijos; tocando y aspirando las ropas que aun traen el ambiente de casa y la sensación de las manos de la madre entre los frescos olores del camino. Le buscábamos los guantes, el bastón, lo íntimo del sombrero, todo como un sándalo herido. Le contemplábamos en medio de un arco claustral, sobre un fondo de estrellas y de árboles inmóviles de jardín cerrado.


Santos Domínguez