27/3/19

Torrente Ballester. Los gozos y las sombras


Gonzalo Torrente Ballester.
Los gozos y las sombras.
Alfaguara. Madrid, 2019.

La venida de Carlos Deza a Pueblanueva del Conde, si bien se considera, no fue venida, sino regreso. La precedieron anuncios, y aun profecías, especie de bombo y platillos con los que se quiso, como de acuerdo, rodearla de importancia; y hubiera estado bien si las esperanzas levantadas con tanta música no hubieran de ser desbaratadas luego por el propio interesado. Pero la música y la bambolla estuvieron de más. Carlos se fue, o más bien se lo llevaron, cuando era muchacho, y más tarde regresó. El número de los que vuelven nunca es tan grande como el de los que se van, y no puede decirse que todos los que regresan hayan de ser considerados como personajes. Unos traen dinero, automóvil y una leontina; otros, más modestos, un sombrero de paja y un acordeón; los más, una enfermedad de la que mueren, y todos, todos, el acento cambiado y cierta afición a hablar de los que todavía quedan en la emigración, de los que han de volver y de los que ya no volverán, por vergüenza de su mala suerte o porque se han muerto. En cierto modo, todos éstos forman grupo; en la calle, los días de feria, o en el Casino, si son socios; por haber estado lejos y haber visto mundo, se les considera, y por la experiencia que tienen, se les consulta sobre las elecciones, o si conviene poner la fuente nueva aquí o allá, o si verdaderamente importa mantener las líneas de autobuses con La Coruña o pedir al Gobierno que de una vez haga el prometido ferrocarril. Pero Carlos, ni estuvo tan lejos, ni se ha traído automóvil, ni una leontina, ni siquiera un acordeón; y si se le pregunta sobre la fuente nueva, se encoge de hombros y sonríe.

Así comienza El señor llega, la primera de las novelas que forman la trilogía Los gozos y las sombras, que publica Alfaguara para conmemorar el vigésimo aniversario de la muerte de su autor.

Torrente Ballester era aún un escritor minoritario cuando publicó entre 1957 y 1962 El señor llega, Donde da la vuelta el aire y La Pascua triste. Era, eso sí, un crítico respetado y tenía una idea clara del tipo de novela que quería escribir: tradicional en su estructura, en el tratamiento del tiempo y el espacio o en el desarrollo lineal de su argumento.

En esa concepción narrativa, el protagonista, la unidad de acción, la estructura cerrada, la articulación de la novela como universo autónomo y sus secuencias ordenadas cronológicamente chocaban con las novelas que habían revolucionado el género desde comienzos de siglo.

Por eso la trilogía no tuvo una buena acogida entre una crítica que llegó a considerar ese ciclo novelístico como una mera secuela del costumbrismo o del realismo decimonónicos, como un anacronismo narrativo.

Y no sólo por cuestiones que afectaban a la técnica narrativa, sino también porque la tendencia dominante a finales de los 50 y comienzos de los 60 defendía la función social de la novela como arma política y Los gozos y las sombras está muy lejos de esos planteamientos, tanto desde el punto de vista temático como por su arquitectura estructural o su construcción del personaje.

El creciente aprecio de Los gozos y las sombras se produjo cuando una crítica menos militante empezó a valorar sus aspectos literarios por encima de su compromiso político con lo inmediato, porque en esas novelas, ambientadas en Galicia en la Segunda República, no se omite un análisis político y social de la realidad gallega y española y un acercamiento profundo a la realidad humana.

Con el personaje como eje de la novela, sus acciones y sus pensamientos exteriorizan la complejidad y las contradicciones de la condición humana, el novelista ahonda en la explicación psicológica y aborda su caracterización a través de la importancia otorgada a los diálogos como expresión de la personalidad y el pensamiento de los personajes.

Por eso Los gozos y las sombras gira alrededor de un grupo de personajes centrales en torno a los que se organiza todo un entramado temático que se ambienta en Pueblanueva del Conde: Carlos Deza, Cayetano Salgado, doña Mariana y los Aldán, Juanito y Clara, son las figuras fundamentales de este ciclo, que desarrolla argumentalmente un conflicto social con el fondo histórico de la Segunda República.

El choque entre la Galicia rural semifeudal de los Churruchaos, metaforizada en su pazo ruinoso, y la modernización industrial representada por los astilleros de Cayetano hace que al abúlico Carlos Deza, un personaje casi barojiano en su temperamento, se le espere después de una larga estancia en la capital y en el extranjero como a un redentor mesiánico, aunque el señor que llega no pertenece ni ideológica ni mentalmente a ese mundo, al que ni la memoria le une.

Alrededor de ese personaje indeciso se organiza una obra polifónica repleta de acciones, reflexiones y diálogos de los que da cuenta un narrador omnisciente con una prosa compacta y ágil como la de este fragmento de La Pascua triste:

Aquella tarde, don Julián anduvo de casa en casa y acabó por visitar a su colega, con el que dicen que tuvo una agarrada fuerte porque le había arrebatado la clientela asegurando que hubiera hecho lo que no estaba facultado para hacer por ningún canon de este mundo ni del otro. Pero no se arregló el cisma: Clara va a su iglesia, y las otras a la parroquia. Con lo que se empieza a murmurar que don Julián se ha pasado al Frente Popular porque quiere ser obispo, y espera que Cayetano, que ahora es un personaje político, lo recomiende.
Motivos hay para pensarlo, no solo por el asunto de la de Aldán. La conducta de don Julián durante las elecciones no está muy clara. Con el señor Mariño, con la mujer de Carreira, cristera donde las haya, y con dos o tres más, formaba el comité de las derechas. Pidieron cuartos, hicieron viajes, pagaron votos y repartieron propaganda como en otras ocasiones. Aunque parezca exagerado, también en Pueblanueva había un gran cartel, que cubría todo el frente de una casa, con el retrato de Gil Robles y un letrero que decía: «A por los trescientos», como dicen que había en Madrid, si no es que el de Pueblanueva, con tanta lluvia como vino por aquellos días, se deslució en seguida y hubo que quitarlo. Un sábado de febrero, al mediodía, llegó un camión cargado de muchachos con banderas españolas, se pararon en la plaza, juntaron gente y echaron seis o siete discursos: que si la religión, que si la patria, que si la Propiedad y que si la Familia. Se les escuchó como a todos, pero Julita Mariño, capitana de chicos y de chicas, unos veinte en total, gritaba al frente de sus tropas: «¡Viva España y viva Cristo Rey!». Muy bien. Aquella misma tarde, después de comer, llegó otro camión, cargado con muchachos y muchachas con banderas republicanas, si no es que algunos vestían una especie de uniforme y saludaban con el puño en alto. Hablaron tres o cuatro y, al final, cerró el acto don Lino, con un discurso que traía preparado, en el que se preocupó, sobre todo, de dar seguridades al capital. Estaban allí los trabajadores del astillero y los pescadores con el Cubano al frente. Todos aplaudieron, y los del camión se fueron muy satisfechos de su éxito. Por cierto que entonces Paquito, el Relojero, que había asistido muy serio a los dos mítines, se subió a una ventana del Ayuntamiento, dijo que también él quería hablar, y, por oírle, se juntaron unas docenas de personas.

Santos Domínguez