Harper Lee.
Ve y pon un centinela.
Traducción de Belmonte Traductores.
Edición de Victoria Horrillo.
Harper Collins. Madrid, 2015.
El recorrido habitual del lector español en relación con Matar a un ruiseñor ha sido este: ha visto la película que Robert Mulligan dirigió en 1962, una película consistente a pesar del inexpresivo Gregory Peck que la protagonizaba, y luego ha leído el libro homónimo que la originó.
Y desde la película se han instalado en su imaginario las figuras de Atticus Finch, un emblema de la rectitud insobornable en la defensa de los derechos de los negros en un contexto racista, y de Scout, la niña que proyecta su mirada infantil sobre ese mundo problemático cuyas claves aún desconoce.
De modo que la perplejidad invade al lector cuando entra en Ve y pon un centinela, que publica en España Harper Collins con edición de Victoria Horrillo y una espléndida traducción de Belmonte Traductores. Una obra que se ha convertido en el fenómeno editorial de este verano en todo el mundo, con cientos de miles de ejemplares vendidos en su primera semana, oscureciendo incluso -no hay comparación posible en cuanto a calidad- a la secuela de las sombras de Grey que aparecía a la vez.
Perplejidad múltiple, porque para empezar Ve y pon un centinela no es una secuela de Matar a un ruiseñor, sino su precedente, su precuela genética, escrita antes aunque esté ambientada veinte años después, en los 50 y no en los 30.
Como ha explicado Harper Lee, terminó a mediados de los cincuenta esta novela, que tituló Go Set a Watchman y en la que Scout es una mujer adulta y Atticus un viejo de setenta y dos años, pero el editor la convenció para que reescribiera la novela desde el punto de vista de una Scout infantil.
Y esta fue la base de Matar a un ruiseñor y de la película: el contraste entre la mirada inocente de la infancia y el agobiante ambiente racista de Alabama. Veinte años después, Scout tiene veintiséis y vuelve a Maycomb para visitar a su padre, un envejecido Atticus que parece la contrafigura de aquel ejemplar abogado que defendía con entereza y sin éxito la inocencia de un negro acusado injustamente de una violación.
Desde Atlanta, venía mirando por la ventanilla del vagón restaurante con un deleite casi físico. Mientras se tomaba el café del desayuno, vio cómo quedaban atrás las últimas colinas de Georgia y aparecía la tierra rojiza, y con ella las casas con tejados de chapa en medio de patios bien barridos, y en los patios las inevitables matas de verbena rodeadas de neumáticos encalados. Sonrió cuando vio la primera antena de televisión en lo alto de una casa de negros sin pintar. Conforme aparecían más y más, se redobló su alegría.
Jean Louise Finch siempre hacía el viaje por aire, pero para aquella visita anual a casa decidió ir en tren desde Nueva York hasta el Empalme de Maycomb. Por un lado, porque se había llevado un susto de muerte la última vez que viajó en avión, cuando el piloto optó por atravesar un tornado. Por otro, porque llegar a casa en avión significaba que su padre tenía que levantarse a las tres de la mañana, conducir ciento sesenta kilómetros para ir a buscarla a Mobile y trabajar después toda la jornada. Tenía ya setenta y dos años, y no era justo hacerle eso.
Atticus ya no es el icono de los derechos de los negros, es ahora alguien cercano al racismo, capaz de decir cosas como esta:
-¿Quieres que haya negros a montones en nuestras escuelas, en nuestras iglesias y nuestros cines? ¿Los quieres en nuestro mundo? /.../ ¿Quieres que tus hijos vayan a una escuela que haya bajado el nivel para integrar a niños negros? /.../ ¿Qué sucedería si a todos los negros del Sur se les dieran de repente derechos civiles? /.../ ¿Te gustaría que el gobierno de tu estado estuviera dirigido por personas que no saben cómo dirigirlo?
Veinte años después nada es igual en Maycomb. El contraste se establece ahora entre el pasado y el presente y tampoco la mirada de Scout es ya la misma: han pasado los años y eso ha cambiado su visión del mundo tanto como su experiencia en Nueva York –Dios mío, qué cosas he aprendido- y todo estalla en el final explosivo del intenso diálogo entre Atticus - desde luego esperaba que mi hija se mantuviera en sus trece y defendiera lo que cree que es justo. Y que primero que nada se enfrentara a mí- y Scout, que va mucho más allá de los reproches y del desprecio a Atticus cuando le dice: Creo que eres la única persona en la que he confiado por completo en toda mi vida y ahora estoy acabada, antes de esta explosión de cólera:
-¡Eres un viejo hipócrita, un hijo de perra de cola anillada!
El lector que conocía a estos personajes desde Matar a un ruiseñor ya nunca podrá verlos como antes de leer Ve y pon un centinela, una novela absorbente y turbadora, más profunda y menos optimista, más potente y menos nostálgica, más compleja y reivindicativa que Matar a un ruiseñor.
Santos Domínguez