Amador Palacios.
Bajo Véspero.
Instituto de Estudios Modernistas.
Colección Jade poesía
Valencia 2015.
Un espíritu
fluye como el agua entre los escollos de la existencia. Espíritu de gran intuición,
innata curiosidad y mentalidad positiva; personificación del entusiasmo
idealista, del optimismo como una forma de fe ciega. No espíritu soñador: sus
sueños ―prácticos, pintados con vívida y desatada imaginación― están sometidos
al escrutinio de la lógica implacable y la curiosidad compulsiva. Con una
amplia visión de la realidad y comprensión de la vida, dirige su mirada más
allá de la apariencia externa, en busca de un valor más auténtico e intrínseco.
De pensamiento claro y sistemático, progresista, inconformista, moderno,
celebra lo nuevo; persigue, en definitiva, la felicidad, la libertad en su
apasionado amor por la vida y su deseo de una existencia perfecta. Se trata del
yo lírico, que alguna vez se desdobla en un “él”, de los poemas, en prosa, de Bajo Véspero, última entrega de Amador
Palacios (Albacete, 1954), autor con más de veinte libros publicados, entre
poesía, ensayo y traducción, becado en repetidas ocasiones por la Fundación
Calouste Gulbenkian de Lisboa así como por la Fundación Olifante de Zaragoza, también
biógrafo de Gabino-Alejandro Carriedo, miembro del consejo asesor de la
Fundación Carlos Edmundo de Ory de Cádiz y académico correspondiente de la
RACAL (Real Academia Conquense de Artes y Letras).
Entre una luz que muere y una luz que
nace, se conforma este particular dietario poético por amor a la vida ―el éros c’est la vie que proclamara
Duchamp― a modo de pieza musical en tres tiempos: Bajo Véspero, Pequeño
cuaderno de Venecia y Quasi Adagio. El
primero, Bajo Véspero, que da título
al conjunto, consta de quince poemas, entre sueños, recuerdos, incidentes y
estampas cotidianas. Toda experiencia proporciona al poeta un caudal de
sabiduría inagotable, que brilla en lo que dice y en lo que sugiere con intensidad
semejante. No se trata de materia filosófica, pues no hay cuestionamiento, sino
de verdades. Y así especialmente se patentiza en los poemas Árbol eterno, casi y Viaje final, que abren y cierran esta sección,
proporcionando al conjunto ―fragmentos de realidad cotidiana― una estructura
circular. Árbol eterno, casi dice la
finitud: Nada se cuenta en el Universo
que sea inmortal, ni siquiera los dioses (pág. 11). “Desautomatización
metafísica” diría Shklovski, a la manera del soneto CXXX de Shakespeare pero llegando
más allá en la racionalidad: a la desmitificación del propio mito. El yo lírico,
proyectándose con la ironía del “casi” que matiza el título ―la ironía es una
constante en nuestro poeta―, habla, argumenta, saca conclusiones acerca de la
situación, avanzando desde lo más cercano a lo definitivo. Así apunta igualmente
la coreografía que trasciende lo físico del Viaje
final. El paisaje que enmarca la ventana, la desembocadura del Guadiana ―todo
lo que se ve y se oye en el poemario sucede al aire libre, en lo fresco, en el
verde, en la naturaleza― deviene exuberante
metáfora, palpitante paradoja de la
que se vale el autor para, saltándose la representación, la propia
interpretación, concluir afirmando: Nada
se crea ni se destruye sino que se transforma, dice la osada máxima. De todo lo
existente, solo pervive el mar, sin padecer ninguna metamorfosis (pág. 46).
Constituyen el segundo tiempo, Pequeño
cuaderno de Venecia, doce poemas, el último de ellos en verso, que
transportan al lector, a través de la mente observadora y penetrante del
viajero, de aguda capacidad de observación de los detalles más nimios, a una
Venecia invernal y a la vez fuera del tiempo, por la que transitan muertos inmortales, los fantasmas de
Ezra Pound, Stravinsky, pero también los de Helenio Herrera, Ángel Crespo,
entre otros. Cierra la pieza un Quasi
Adagio, catorce aforismos entre los que destaca el número 11, homenaje a
Ángel Crespo, fragmentado en pinceladas puras, quintaesencia del pensamiento,
como: El tiempo es el espacio de la
música o El espacio es el tiempo,
oscilante o quebrado, propio de la pintura, para matizar seguidamente con
profunda filosofía: En todo caso, no es
un tiempo lineal sino un extraño tiempo en lo simultáneo (pág. 83). No tiempo cronológico: tiempo intensivo
del Aión según Deleuze: un déjà-là y un pas encore-là: tiempo circular donde presente, pasado y futuro son
uno.
Bajo el primer lucero, de sexo femenino,
el más brillante de la tarde, espejo vespertino de Venus Afrodita, Amador
Palacios nos presenta un texto cuyo brío sería su “voluntad de goce” ―¿el goce
como sabiduría?―. La marca de su estilo, su diferencia, reside en la particular
utilización de los adjetivos ―las puertas del lenguaje por donde lo ideológico
y lo imaginario penetran en grandes oleadas (Barthes dixit)― y en el afán de liberarlos de toda norma y costumbre. Se
trata de una adjetivación desbordante, de amplia movilidad, donde abunda la
doble adjetivación de apreciación subjetiva, con predominio de los adjetivos
relacionales sobre los calificativos, dotados aquellos de las características
morfosintácticas que la norma solo admite en estos y cuya ruptura enriquece de
novedad el lenguaje. No hay opinión ni valoración sino contestación en un texto
para un lector paradoxal, atópico, abandonado a la deriva, sin otro deseo que
el goce perverso de las palabras.
Pedro Gandía