Antonio Di Benedetto.
Trilogía de la espera.
Zama / El silenciero/ Los suicidas.
Prólogo de Juan José Saer.
Epílogo de Sergio Chejfec.
El Aleph Editores. Barcelona, 2011.
En una limpísima edición, enmarcada por un prólogo de Juan José Saer y un epílogo de Sergio Chejfec, El Aleph Editores recupera tres novelas fundamentales de Antonio Di Benedetto (Mendoza, 1922-Buenos Aires, 1986).
Aunque no fueron concebidas inicialmente como una trilogía, Zama, El silenciero y Los suicidas tienen una serie de rasgos temáticos y estilísticos comunes que permiten y hasta aconsejan leerlas como un todo (la Trilogía de la espera) que enriquece su sentido.
La obra narrativa de Antonio Di Benedetto es, pese a su carácter minoritario, una obra mayor en la literatura hispánica del siglo XX, “uno de los momentos culminantes de la narrativa en lengua castellana”, en palabras de Juan José Saer.
La literatura de Di Benedetto es fundamentalmente una narrativa del matiz y de la intensidad. En ella conviven la precisión y la sutileza, la reflexión profunda y el registro coloquial, la potencia descriptiva y el arranque lírico. En esa convivencia están algunas de las claves de un estilo propio e irrepetible que los lectores reconocen incluso visualmente por la configuración de los párrafos.
Desde el comienzo memorable de Zama, con la imagen del cadáver de un mono llevado y traído por las aguas del muelle, hasta la evocación de Marcela que cierra Los suicidas, las novelas de Di Benedetto funcionan como mecanismos de precisión que van más allá de la mera construcción intelectual e involucran emocionalmente al lector.
Son bombas de relojería que contienen un potente material destructivo, porque en ellas se concentran el tiempo y el secreto, y la intensidad de palabra se pone al servicio de una reflexión existencial sin treguas ni concesiones.
Los cincuenta capítulos de Zama, una narración ambientada en el Paraguay de finales del XVIII y organizada en tres secuencias temporales (1790, 1794, 1799), construyen una novela del presente, no una novela histórica, ni una evasión, ni una reconstrucción de decorados del pasado. La figura del protagonista que da título a la novela, ese Don Diego de Zama que se pasa la novela en una interminable espera, es la de un contemporáneo. Es una alegoría del hombre que espera, como el Giovanni Drogo de Buzzati en El desierto de los tártaros, como el coronel que no tiene quien le escriba en la novela corta de García Márquez.
Y como toda alegoría, está fuera del tiempo, en una intemporalidad compartida por el protagonista con el mono muerto que ve en el muelle movido por unas aguas que lo llevan y lo traen:
Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no.
Una imagen que se completa con la leyenda del pez rechazado por las aguas:
Dijo que hay un pez, en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas; aún de un modo más penoso, porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia y aunque siempre están en peligro de ser arrojados del seno del río, tanto que nunca se les encuentra en la parte central del cauce, sino en los bordes, alcanzan larga vida, mayor que la normal entre los otros peces. Sólo sucumben, dijo también, cuando su empeño les exige demasiado y no pueden procurarse alimento.
Yo había seguido con viciada curiosidad esta historia, que no creí. Al considerarla, recelaba de pensar en el pez y en mí a un mismo tiempo.
La identificación de Zama con esas dos metáforas protagonizadas por animales es, pues, explícita. La espera inútil del personaje es una alegoría de la vida, de la angustia existencial, de la soledad y la incomunicación, de un desaliento que invade no solo al personaje, sino al ritmo de la novela, a su sintaxis, a unos párrafos y unas frases que van perdiendo extensión a medida que avanza este que Juan José Saer definió como “un libro perfecto.”
Tal vez porque era consciente de la altura a la que había llegado con esta novela de 1956, Di Benedetto tuvo la certeza de que todo lo que escribió después de Zama no eran más que variaciones sobre los planteamientos centrales de este libro, la raíz de la que surgen El silenciero (1964) y Los suicidas (1969), que son –en su búsqueda radical del silencio definitivo y en su acercamiento a la autodestrucción del suicida- la consecuencia ética y el desarrollo estético de Zama.
La derrota, la soledad, el silencio, la espera, la incomunicación construyen las claves de una lógica del ensimismamiento que provoca la degeneración física y la desintegración psicológica, la pérdida de la identidad y la memoria de los narradores-protagonistas de estas tres novelas.
Tres novelas que brillan en la oscuridad, como recuerda Sergio Chejfec en el epílogo que evoca la figura de Antonio Di Benedetto, autor de una escritura “definitiva”, “única” y “extraterritorial”.
La recuperación de estas tres novelas en un tomo abre una puerta que permite adentrarse en la literatura brillante y secreta, irrepetible y desolada de uno de los más grandes escritores argentinos del siglo XX.
Santos Domínguez