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25 septiembre 2020

La sílaba de ónice


José Antonio Ramírez Lozano.
La sílaba de ónice.
Junta de Castilla y León. Valladolid, 2019.


ROSA DEL LABERINTO 

En mitad de las sombras
hay una rosa blanca en la que está
cifrado el laberinto.

Bajas al atrio aquel de los denarios,
donde los publicanos,
y te encuentras de pronto en el museo
de los telegrafistas
en el que dos clarisas ensartan con su aguja
las minúsculas muertas de los abecedarios.

Las monjas te señalan la puerta de salida
y al abrirla te das
con los desolladeros de Estrasburgo
donde matan un buey para Mitrídates. 

Escapas entonces del horror
por el ojo del buey que descuartizan
y vienes a parar a la oficina
de patentes de Roma en que registran
un candado de hielo,
las palabras de los agonizantes,
la corambre del mártir san Anilio.

Y el mártir te señala con el dedo
el portón que da al Tíber, pero da
a una alcoba de Praga
donde un hombre de negro que aborrece sus élitros
se suicida con un insecticida.

Y al verlo desesperas y vuelves a intentarlo
porque sabes que en mitad de las sombras
hay una rosa blanca en la que está
cifrado el laberinto y quien la corta
regresará al origen
deshojando sus pétalos, escalones arriba,
hasta dar con el cáliz algún día,
esa copa sagrada de las revelaciones.

Es uno de los poemas de La sílaba de ónice, el libro con el que José Antonio Ramírez Lozano obtuvo el premio de poesía Fray Luis de León.

Como en el resto de su obra, hay en ese poema un sostenido despliegue de potencia imaginativa y voluntad fabuladora, de intensidad lírica y narratividad, de creatividad verbal y mirada plástica, de ironía y juegos de ingenio que no son sólo manifestaciones de una escritura lúdica, porque se sostienen sobre un fondo meditativo que se enfrenta a la desolación y a la sombra con la iluminación de su palabra creadora, como ese Fabián Duclés del poema inicial,  que busca “el filo de una sílaba de ónice / con la que abrirse paso en las tinieblas.”

Porque, como en cada uno de sus libros, Ramírez Lozano funda en La sílaba de ónice una cosmogonía poética propia, propone la creación de un mundo literario característico a partir de una serie de vínculos secretos que vertebran el conjunto en torno a la unidad temática y de tono que unen los poemas. Un mundo de oscuros perfumes de olvido y de dolor habitado por criaturas que se levantan sobre un tiempo sin tiempo en el que coinciden tetrarcas de Judea y tigres de Ceilán, las arañas suicidas y una novia de nata, caravanas de Adén y cofres en Esmirna, el rey Salmanasar y un barrio de Munara.

En esa mirada de demiurgo dueño de las palabras y dotado de una imaginación desbordante, en la actitud del escritor que sabe que en el principio fue el verbo, y en la tonalidad poética que lo expresa conviven lo grave y lo agudo, la gravedad de la reflexión existencial y la agudeza verbal, el juego y la seriedad, la levedad y la hondura, lo cotidiano y lo exótico, la ensoñación y la pesadilla, la normalidad y la extravagancia, el detalle realista y la incursión de lo fantástico, Mitrídates y Kafka, lo visionario y lo onírico para construir un inconfundible mundo literario expresionista y potente, un mundo laberíntico habitado por unas vidas imaginarias, unas vidas nocturnas que ejercen en la sombra “para arrojarse, ciegas, / en ese mar de fiebre, espejo de la nada.” 

Criaturas como “el hombre que guarda un dominó bajo las sábanas / para escuchar sus huesos” o “los niños veniales del hospicio, / que juegan a la taba / y duermen de costado bajo las parihuelas”; como el viejo guardagujas que sigue escuchando en sueños el silbido terrible de los trenes, como el cartero analfabeto de Namibia o el obispo de Bari, que quiso doblar la voz de Dios “y le salió tres veces el gallo de san Pedro”, 

Criaturas que vienen del sueño, como las arañas suicidas o como una novia de nata. O como esa Vaca sola que cierra el libro con su oscuro mugido:

Hay una vaca enorme aquí en mi sueño
que pasta entre las tumbas.
Una vaca que ignora el himno de los mártires,
el ciclo de las témporas
y que apedrean los deudos cuando acuden
con su hebra de luto y sus flores de plástico.

Sobre su piel dibuja el mundo
los negros continentes, los océanos blancos.
Y ella ignora su peso, la deuda de los días,
el signo que el destino ha escrito en su testuz
y que sólo los hombres logran interpretarlo.

Su mugido es oscuro, como el turbio
acecho de la ira, la cuerna del hondero.
Y convoca en agosto las tormentas de azufre,
los tábanos de fuego que pregonan
el lubricán del juicio, ese arrecife último
de las generaciones.                          

Ella ignora la promesa de Dios,
pero se deja, mansa,
ordeñar por el ángel de la desolación
mientras camina lenta,
arrastrando sus ubres, el hilo de su leche
sobre las matas verdes de ortiga y achicoria,
sobre las tumbas negras que aguardan todavía
el vano despertar, el alba de la carne.


Santos Domínguez 



25 febrero 2008

Vivir adrede



Mario Benedetti.
Vivir adrede.
Alfaguara. Madrid, 2008.


De todos los tiempos, los viejos y los nuevos, quedan las virutas de la vida. A pesar de las tropas invasoras, de las religiones que bendicen las guerras, de los profesionales de la tortura, de los imperios del asco, de los amos del petróleo, del fanatismo con los misiles. A pesar de todo, van quedando las virutas de la vida. A ellas nos abrazamos y encomendamos, con ellas nutrimos nuestra endeble conciencia y alimentamos sueños y ensoñaciones.
Todo es adrede, bien lo sabemos. Desde el maleficio de las drogas hasta el desmantelamiento de la juventud. Todo está destinado a que no creamos en nosotros mismos y menos aun en el prójimo indefenso.
Nos obligan a vender por peniques el patrimonio virgen, y en el mercado de cambio compran sentimientos con promesas. Todo es adrede: los celos y el recelo, sospechas y codicias, odios en desmesura, el rencor y la pugna. La consigna es someternos, mentirnos el futuro, reconocernos nada.
Todo es adrede y por eso construyen ideologías/basura donde intentan moler las virutas de vida. De la vida. La nuestra. Ah, pero no podrán. También nosotros creamos nuestro adrede. Aposta lo gastamos. Y adrede ya sabemos como sobrevivir.

Mario Benedetti publica en Alfaguara Vivir adrede, una obra miscelánea emparentada en tono y en técnica con sus Despistes y franquezas, aunque quizá con una mayor propensión a la mirada sombría o a la desesperanza.

Pero que nadie se equivoque. Su centenar largo de textos, organizados en tres partes (Vivir, Adrede, Cachivaches) se resisten pese a todo a dejarse derrotar por la tristeza o la amargura.

Contra el miedo y a favor de la utopía, Vivir adrede se mueve con su palabra en libertad entre la reflexión y la intuición, a medio camino entre el optimismo y el escepticismo, entre el apunte lírico, el relato corto o el conato de ensayo.

Está aquí representado como en sus mejores libros el universo ideológico y temático de Benedetti, su conciencia civil, su capacidad de asombro y su identidad sentimental:

Gracias a ellos, a los sentimientos, tomamos conciencia de que no somos otros, sino nosotros mismos. Los sentimientos nos otorgan nombre, y con ese nombre somos lo que somos.

Desde esa perspectiva múltiple - lírica, narrativa o reflexiva, según convenga-, Benedetti aborda en la primera parte temas como la guerra y la soledad, el fanatismo y el silencio, las religiones y el exilio, la injusticia y la piedad en una exploración global de la existencia.

O asuntos que se prestan más al enfoque intimista: el apunte paisajístico sobre un árbol o un río, el pasado que regresa en las fotos, el deterioro del tiempo, la muerte y la lluvia, la música y la poesía.

Adrede, la segunda parte, está habitada por personajes, es la parte más claramente narrativa de un libro que se cierra con Cachivaches, donde el destello de la frase aguda u ocurrente sitúa al texto cerca de la greguería, el juego de palabras o la imagen.

Y en la mayoría de los textos hay un rasgo muy característico de Benedetti, su utilización del plural nosotros, que ni es el de modestia ni el de los papas, sino el del afecto que envuelve al lector y lo acoge en la complicidad de la palabra:

Uno de los trayectos más estimulantes de esta vida es el tránsito por el idioma. El pensamiento avanza de palabra en palabra. Es una senda llena de sorpresas y algunas veces totalmente inédita. Y cuando pasa a ser sonido, cuando cada vocablo por fin coincide con la voz que lo espera, entonces lo normal se convierte en milagro. Paso a paso, sílaba a sílaba, el idioma pasa a ser una revelación. Y qué placer cuando un prójimo cualquiera sale a nuestro encuentro, paso a paso también, sílaba a sílaba, y su palabra se abraza con la nuestra. Las maravillas y las impurezas emergen repentinamente del olvido y se introducen sin permiso en nuestro asombro. Gracias al idioma, sobrevivimos. Porque somos palabra, quién lo duda. El lenguaje es una bolsa de ideas, una metafísica que no tiene reglas, una propuesta que cada día es distinta. Al flanco de los cedros y los pinos crecen los nombres y las flores, porque el lenguaje es también un jardín.


Santos Domínguez

07 diciembre 2006

La sombra de las cosas




Eugenio Montale.
Poesía completa.
Traducción, prólogo y notas de Fabio Morábito.
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.
Barcelona, 2006.


Al frente de su segundo libro, Las ocasiones, en el privilegiado lugar del frontispicio y con una tipografía especial, Eugenio Montale colocaba un texto que se titula El balcón y que me parece crucial para entender su actitud poética, surgida siempre del encuentro de su mirada con el mundo en ese espacio intermedio que representa simbólicamente el balcón.

Esa postura tiene más importancia cuando se habla, como en este caso, de un poeta de mirada introspectiva. Introspectiva y retrospectiva. Porque la poesía de Montale (1896-1981), uno de los poetas esenciales de la poesía del siglo XX, es un sostenido coloquio con la sombra de las cosas y con la sombra propia, la que proyecta el tiempo detrás de cada uno de nosotros.

Como un largo comentario sobre la sombra define Fabio Morábito el contenido de la poesía del italiano en el prólogo a su traducción de la Poesía completa de Montale que acaba de publicar en Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Es la primera traducción a una lengua extranjera de la totalidad de su obra poética, la dilatada producción de sesenta años de escritura.

Su radical ineptitud para la vida práctica, su inadaptación introvertida marcan el tono desolado de la poesía de Montale, la reconcentrada mirada hacia dentro y hacia atrás que caracteriza sus tres primeros libros, tal vez los mejores de su autor: Huesos de sepia, Las ocasiones y La tormenta y algo más.

Tras la segunda guerra mundial, Montale trabajó como redactor jefe de Il Corrierre della Sera y ambas experiencias, la de la guerra y la del ejercicio periodístico, marcarían su obra, que a partir de ese momento se expresa con una escritura más directa y un tono coloquial. Satura es el primer libro en el que se aprecia ese cambio estilístico, que lleva consigo un cambio de actitud de lo conceptual a lo satírico, de lo existencial a lo social.

En toda poesía, también en la de Montale, es indispensable delimitar el territorio en el que la mirada del poeta se cruza con el mundo. Ese territorio que fija la perspectiva, distinto en cada poeta, ese espacio cambiante en el que se funden o se repelen las palabras y las cosas, es el que explica las diferentes formas de concebir o de practicar la poesía, porque condiciona la mirada y encauza la palabra de cada poeta, de cada poema o de cada libro.

Ese encuentro puede provocar la fusión del poeta con el mundo, como en Juan Ramón o Ungaretti, o el divorcio, la evasión y el desencanto, como en Montale.

Frente a Ungaretti, que se inserta en la línea de poesía visionaria que viene de Coleridge y de Rimbaud y que da lugar a una expresión elíptica y a una sintaxis sincopada o desarticulada, la poesía de Montale pertenece a la misma concepción del Valèry del Cementerio marino o de los Cuatro cuartetos de Eliot. Una tendencia poética, más alusiva que elusiva, en la que la depuración de la expresión lírica se suma a una postura más meditativa, menos irracionalista y de sintaxis más elaborada.

El escepticismo, la constante búsqueda de interlocutor, la memoria emergente, el afloramiento de los paisajes del pasado y la práctica del correlato objetivo son algunas de las claves poéticas del Montale anterior a Satura, especialmente en Las ocasiones, uno de sus libros esenciales. Allí, lejos ya del mar de Huesos de sepia y en tierra firme, su memoria sigue golpeando la conciencia del poeta, como las reliquias en las que en La tormenta y algo más, su tercer libro, se busca el sentido de la vida.

La segunda etapa de Montale es más discursiva, más divagatoria, menos concentrada formalmente y quizá también menos ambiciosa estilísticamente. Ha habido en su poesía un cambio de tono, de materia poética y de intereses temáticos. A partir de Satura y en los tres últimos libros, que adoptan la estructura de un diario personal, estamos no sólo ante un Montale menos metafísico y más cotidiano, sino ante un cambio mucho más importante, ante un escritor sarcástico e irónico, con distanciada conciencia de póstumo desde que en La tormenta y algo más se había identificado con el mundo de los muertos.

Joseph Brodsky dedicó uno de los ensayos recogidos en Menos uno (Siruela) a comentar la poesía de Montale. Tan agudo como todos los que escribió, A la sombra de Dante, que así se titula el capítulo, plantea entre otras cosas la imposibilidad de traducir la música sutil que hay en Montale. Porque esa, la musicalidad, es una de las claves de su poesía: una música que aglutina las palabras y las reparte en un esquema rítmico que forma parte esencial de su sentido. Montale, del que inevitablemente hay que recordar su vocación frustrada de barítono, daba tanta importancia a la musicalidad que definía la poesía como “música con palabras y hasta con ideas.”

La lección más duradera de los poetas contemporáneos quizá consista en habernos enseñado que la poesía es una cuestión de tono. Creo que fue Auden quien lo dijo y Gil de Biedma el que lo difundió en España.

Pues bien. La dificultad de las traducciones de poesía, y a esto dedica una larga e inteligente reflexión Morábito en su edición, radica en que traducir implica cambiar de tono de una manera más o menos fuerte según el idioma de origen y el de destino. En el paso del italiano al español la transición no es demasiado brusca y se hace, si no con facilidad, sí con la naturalidad y la confianza que otorga el parentesco.

Mucho más difícil, y con determinados poetas imposible, es mantener la musicalidad, sobre todo cuando es tan sutil como la de Montale. Esa ha sido la preocupación que ha orientado la labor del traductor. No sé si no era un empeño imposible: añadir una sílaba o hacer agudo un verso pueden bastar como indicios del fracaso. Morábito ha intentado conservar, con admirable empeño y dos años dedicados a esa tarea, la suave música original de Montale con la conciencia de estar optando siempre entre dos posibilidades: o se da prioridad al esquema rítmico, a una melodía que es casi imposible de trasladar o se prefiere ser fiel al sentido del verso.

En Montale y en cualquier otro poeta un poema no sólo dice, también suena. Suena a lo que dice y dice también una música, de manera que sentido y sonido son indisociables, tan esencial uno como otro.

La cuestión va más allá de los problemas de la traducción y podría servir para diferenciar tres tipos de poesía: dos que representan el extremo de la elección por el sonido o el sentido y una opción intermedia y equilibrada. Pero esa es otra historia.

Acabemos con esta como acababa Montale uno de sus libros, Diario del ´71 y del ´72, con un texto titulado Per finire, una forma de despedida:

Recomiendo a mis sucesores
(si los hubiere) en materia literaria,

lo que es poco probable, que enciendan
una bonita hoguera con todo lo que tiene
que ver conmigo, lo que hice, lo que no hice.

No soy un Leopardi; dejo poco por quemar
y ya es mucho vivir en porcentaje.
Viví al cinco por ciento, no aumentéis
la dosis. Muy a menudo, en cambio, llueve
sobre mojado.

Santos Domínguez

23 octubre 2013

Javier Aparicio Maydeu. Continuidad y ruptura


Javier Aparicio Maydeu
Continuidad y ruptura.
Una gramática de la tradición en la cultura contemporánea.
Alianza editorial. Madrid, 2013.

Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores, escribió Borges. Balthus nos recordó que el arte sin memoria no es posible. Y Canetti añadió que dos frases juntas ya parecen de otro.

Frases como esas las evoca Javier Aparicio Maydeu al frente de Continuidad y ruptura. Una gramática de la tradición en la cultura contemporánea, un ensayo breve e intenso que acaba de publicar en El libro de bolsillo de Alianza editorial.

Con un guiño en su subtítulo a Steiner y sus gramáticas de la creación y con un método comparatista abarcador y de largo alcance, Aparicio Maydeu, que abordó recientemente el desguace de la tradición en un tomo monumental, va más allá de la literatura y de la consideración del texto como un inevitable palimpsesto para explorar todos los campos artísticos, de la pintura a la música, y de la ficción narrativa a la arquitectura y al cine.

El núcleo de este ensayo aborda la tensión entre la tradición y la originalidad  para analizar de qué manera la tradición encauza la creatividad y proyecta en la aventura creativa un orden que une las manifestaciones artísticas con un hilo profundo y continuo.

Esa relación conflictiva se la han planteado siempre los autores más lúcidos, de Eliot a Jünger y de Hannah Arendt a Octavio Paz, que han desmentido la falsedad del progreso lineal de la cultura y han defendido – como Canetti y Shklovsky- la idea de que la evolución literaria y artística avanzan con  movimientos laterales como los del caballo de ajedrez.

Esa es la línea quebrada de evolución de la historia de la cultura y de las mentalidades, una línea quebrada que se mueve entre la imitación mimética y la parodia burlesca, a través de épocas de continuidad en las que la tradición es una coartada y otras de ruptura en las que se plantea como desafío. Épocas en las que se fundan o se protegen los museos frente a épocas que plantean la necesidad de quemarlos. Y en un plano más individual, la tradición como estímulo o como bloqueo de la creatividad que se mueve en los autores más conscientes entre la voluntad de ruptura  y la conciencia de continuidad, o en palabras de Steiner,  entre el canon como generador o el canon como inhibidor de la creación.

Entre el reconocimiento de la tradición como continuidad y la originalidad como ruptura y como descubrimiento, este libro indaga en esos conceptos, en sus protocolos de funcionamiento y en su presencia en la literatura y el arte contemporáneos, en la transtextualidad o en el canon como un destilado de la tradición frente a la originalidad que desmitificaron analistas y semiólogos como Barthes.

Con Bloom y la angustia de la influencia al fondo – precisamente el siglo XX insolente y contestatario, el más inconformista, es el que más ha mirado hacia tras, el que más ha necesitado evocar el pasado y apropiárselo, bien para desacreditarlo, bien para manipularlo o refundarlo-, el siglo XX aparece en este análisis como un viaje de la tanatofilia destructiva de la vanguardia al eclecticismo posmoderno.

Un viaje que Aparicio Maydeu cierra con este párrafo brillante y definitivo:

En cualquier caso, que se metamorfosee una morcilla de arroz en una burbuja transparente que contiene su sabor intacto no es muy distinto de que se pinte un bodegón barroco con la ayuda de un Ipad o que un microrrelato descargado de una App comience con un Érase una vez, el sintagma de las Caperucitas de libro ilustrado y tazón de café caliente. Todo resulta más complejo de lo que en apariencia pueda pensarse. Que continuidad no sea sino un sinónimo de ruptura, y al revés, es únicamente una cuestión de tiempo. La tradición es un catálogo de antinomias y de anonimatos, de pretéritos (im)perfectos, presentes continuos y futuros ya pretéritos, de precursores ancestrales, insurrectos obsoletos, genios intrascendentes y epígonos innovadores, y también la gramática de la tradición es una gramática parda.

Santos Domínguez



29 abril 2020

La marcha Radetzky


Joseph Roth.
La marcha Radetzky.
Traducción de Isabel García Adánez.
Alianza Literaturas. Madrid, 2020.

Los Trotta eran nuevos nobles. Al fundador de su linaje le habían concedido el título nobiliario después de la batalla de Solferino. Era esloveno. Sipolje, el nombre del pueblo del que procedía, fue lo que dio el complemento a su título. El destino había elegido a aquel Trotta para llevar a cabo una gran hazaña. Luego ya se encargó él de que la posteridad olvidase su nombre.

Así comienza la nueva traducción de Isabel García Adánez de ese monumento literario que es La marcha Radetzky, de Joseph Roth (Galitzia Oriental, 1894 - París, 1939) en Alianza Literaturas.

Publicada por primera vez en 1932 con ese irónico título, alusivo a la famosa marcha militar de Johan Strauss, es seguramente la mejor descripción de la caída del Imperio austrohúngaro de los Habsburgo a través de tres generaciones de la familia Trotta en las que metaforiza la decadencia y la desaparición sin grandeza de aquella realidad política, administrativa y territorial, social y cultural que se extinguió con el Tratado de Versalles.

"Austrohungría ya no existe. Y yo no quiero vivir en ninguna otra parte", escribió Freud cuando acabó la Primera Guerra Mundial. Judío y austroalemán como él, Roth podría haber firmado esas palabras sobre la desaparición del Imperio austrohúngaro, porque a partir de entonces sus novelas y sus artículos periodísticos se mueven entre la nostalgia de un mundo que ya no existe, la conciencia de la capacidad destructiva del nazismo y la desesperanza ante un futuro imposible.

Con presupuestos estéticos e ideológicos muy diversos, autores como Kafka, Von Rezzori, Hassek, Musil,  Broch o el propio Roth levantaron sobre esas ruinas de la Mittleeuropa una parte imprescindible de la literatura del siglo XX.

La huella de ese mundo ordenado que se desmoronó como consecuencia de la Gran Guerra se puede seguir contemplando en la arquitectura centroeuropea, pero sobre todo en esa magnífica literatura de la que forma parte La marcha Radetzky, entroncada en una práctica narrativa que remite más a la tradición realista del siglo XIX que a la renovación novelística del siglo XX.

Es sin duda la mejor novela de Roth, que fue no sólo un testigo nostálgico y privilegiado, sino una víctima más del derrumbe de aquel mundo en extinción, simbolizado en la figura del último Trotta, que muere en la guerra sin dejar descendientes de su estirpe. Un mundo en el que hasta el tiempo transcurría con otro ritmo:

En tiempos, antes de la Gran Guerra, cuando se dieron los acontecimientos que recogen  estas páginas, aún no era indiferente si una persona vivía o moría. Cuando alguien era arrancado del rebaño de los vivos, no aparecía otro al instante para que olvidasen al difunto, sino que quedaba el hueco donde él faltaba y los testigos cercanos o lejanos de su desaparición guardaban silencio cada vez que veían ese hueco. Si el fuego había arrasado una casa de una hilera de una calle, el lugar del incendio permanecía vacío durante mucho tiempo. Pues los albañiles trabajaban despacio y a conciencia,  y tanto los vecinos de la zona como quienes pasaban por allí de casualidad recordaban la forma y los muros de la casa desaparecida al contemplar el espacio vacío. ¡Así era antaño! Todo lo que crecía requería mucho tiempo para crecer y todo lo que desaparecía requería mucho tiempo para ser olvidado. Por otro lado, todo lo que había existido alguna vez había dejado su huella, y, además, antes se vivía de los recuerdos igual que ahora se vive de la capacidad de olvidar deprisa y por completo.

La crisis y la ruina de la Europa de entreguerras tiene también en Joseph Roth uno de sus símbolos. Quizá también una de sus consecuencias, porque su decadencia personal, su autodestrucción con el alcohol y el abandono en los cafés y los hoteles parisinos son la metáfora de un mundo que moría con uno de sus mejores cronistas, con su misma indigencia.

A través de Chojnicki, el personaje más lúcido de la novela, en quien proyectó su propia melancolía, Roth expresó el sentido de aquel hundimiento:

Los tiempos ya no nos quieren. Los tiempos piden Estados nacionales independientes. Ya no se cree en Dios; la nueva religión es el nacionalismo. Los pueblos ya no van a la iglesia; van a las asociaciones nacionales. [...]  Somos, como yo digo, los últimos en un mundo en el que Dios aún concedía su gracia a las majestades y los locos como yo hacían oro. [...] Son los tiempos de la electricidad, no de la alquimia. De la química también, entiéndame. ¿Sabe cómo se llama la sustancia clave? Nitroglicerina -y lo pronunció separando bien cada sílaba-. ¡Nitroglicerina! -repitió-. Ya no es el oro. En el palacio de Francisco José siguen encendiendo velas a menudo. ¿No lo ve? La nitroglicerina y la electricidad acabarán con nosotros. Y ya no queda mucho. ¡No queda nada!

Santos Domínguez

26 octubre 2022

Manuel Azaña. La velada en Benicarló

 

Manuel Azaña.
La velada en Benicarló.
Diálogo sobre la guerra en España.
Edición de Francisco Caudet.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2022.

Escribí este diálogo en Barcelona, dos semanas antes de la insurrección de mayo de 1937. Los cuatro días de asedio deparados por el suceso, me entretuve en dictar el texto definitivo, sacándolo de borrador. Lo publico (no ha podido ser antes) sin añadirle una sílaba. Si el curso ulterior de la historia corrobora o desmiente los puntos de vista declarados en el diálogo, importa poco. No es el fruto de un arrebato fatídico. No era un vaticinio. Es una demostración. Exhibe agrupadas, en formación polémica, algunas opiniones muy pregonadas durante la guerra española, y otras, difícilmente audibles en el estruendo de la batalla, pero existentes, y con profunda raíz. Sería trabajo inútil querer desenmascarar a los interlocutores, pensando encontrar, debajo de su máscara, rostros populares. Los personajes son inventados.

 Así resumía Manuel Azaña, en el ‘Preliminar’ escrito en mayo de 1939 para la edición de Losada, el sentido de La velada en Benicarló, que apareció en agosto de ese año en Buenos Aires. Era su testamento político. Año y medio después de escribir  esa nota, el 3 de noviembre de 1940, moría en Montauban. 

Su propósito al escribir esta obra, añadía en ese texto introductorio, era “mostrar una fase del drama español, mucho más duradero y profundo que la atroz peripecia de la guerra. En tiempos venideros, variados los nombres de las cosas, esquilmados muchos conceptos, los españoles comprenderán mal por qué sus antepasados se han batido entre sí más de dos años; pero el drama subsistirá, si el carácter español conserva entonces su trágica capacidad de violencia apasionada. Percibirlo así, una vez más, en la plenitud de la furia fratricida, ha llevado el ánimo de algunas personas a tocar desesperadamente en el fondo de la nada.”

La velada en Benicarló, que acaba de publicar Cátedra Letras Hispánicas, con edición de Francisco Caudet, se construye como un diálogo socrático entre once interlocutores que hablan a lo largo de una noche, tras una introducción narrativa en la que brilla la prosa de Azaña. Así comienza la primera conversación, entre el “prohombre socialista” Pastrana, el escritor Eliseo Morales y el joven e impresionable diputado Rivera:

Pastrana.—¿De dónde sale usted?
Rivera.— De la sepultura.
Morales.—Es para creerlo. Todos le daban por muerto. 
Rivera.—No miento. Al pie de la letra, vengo de la sepultura.

“Azaña, que en los Diarios no hablaba por boca de otro o de otros, sino por la suya, optó en La velada por hacerlo solapando lo que tenía que decir con lo que decían los otros, algunos sus sosias. Por todo ello, es obligado preguntarse: ¿era la de La velada una escritura diferenciada de la anterior, la de los Diarios? ¿Dejaba hablar por su cuenta y riesgo a los personajes del diálogo o seguía hablando solo él como en los Diarios? ¿Era el diálogo un artificio para establecer una hermenéutica cuya dialéctica estaba centrada en sí mismo? ¿Era, en suma, el diálogo de La velada un verdadero diálogo?”, se pregunta Francisco Caudet en el magnífico estudio introductorio que a lo largo de casi doscientas páginas aborda las claves centrales de la obra y el contexto político y personal en el que la escribió Azaña.

Y la respuesta a esas preguntas, ante el probable desdoblamiento de Azaña en los personajes que dialogan, la da el editor en este párrafo de su Introducción: “Los fantasmales contertulios de una noche mediterránea en 1937 […] no tenían otra textura que la de las pesadillas de un hombre lógico-ilógico en discusión lógica-ilógica consigo mismo. Azaña, aislado e interiormente escindido, se revuelve solo con sus ideas contra las de aquellos a quienes concede beligerancia, e intuye que todo está perdido, que solo le esperaban la caducidad y la muerte.”

“Azaña es todos”, escribió un crítico a propósito de los contertulios de La velada en Benicarló, que hablan siguiendo un esquema de preguntas breves y respuestas largas en las que el intelectual y político proyectaría sus propias opiniones, sus interpretaciones de los acontecimientos y su estado de ánimo ante aquella “carrera ciega hacia la catástrofe” a la que aludía Azaña en Causas de la guerra de España.

En boca del exministro Garcés, uno de los personajes, pone el autor estas palabras tan inconfundiblemente suyas que las utilizó casi literalmente en un discurso en Valencia en 1938:

-Ninguna política puede fundarse en la decisión de exterminar al adversario. Es locura, y en todo caso irrealizable. No hablo de su ilicitud, porque en tal estado de frenesí nadie admite una calificación moral. Millares de personas pueden perecer, pero no el sentimiento que las anima. Me dirán que exterminados cuantos sienten de cierta manera, tal sentimiento desaparecerá, no habiendo más personas para llevarlo. Pero el aniquilamiento es imposible y el hecho mismo de acometerlo propala lo que se pretende desarraigar. La compasión por las víctimas, el furor, la venganza, favorecen el contagio en almas nuevas. El sacrificio cruel suscita una emulación simpática que puede no ser puramente vengativa y de desquite, sino elevada, noble. La persecución produce vértigo, atrae como el abismo. El riesgo es tentador. Mucho puede el terror, pero su falla consiste en que él mismo engendra la fuerza que lo aniquile y al oprimirla multiplica su poder expansivo.

Pese a todo, dos años después, en aquel mayo de 1939, cuando la derrota de la República era inminente e inevitable, Azaña remataba su texto preliminar con una puerta entreabierta a la esperanza:

Es muy dudoso que, después de este viaje, corto en el tiempo, demasiado largo por sus borrascas, la razón y el seso de muchos hayan madurado. Más valor tiene, pues, el que algunos hayan mantenido, en las jornadas frenéticas, su independencia de espíritu. Desde el punto de vista humano, es un consuelo. Desde el punto de vista español, una esperanza.


Santos Domínguez


 

06 diciembre 2024

Emily Dickinson. 71 poemas




Emily Dickinson.
71 poemas.  
Nueva edición revisada y traducida por 
Nicole d’Amonville Alegría.
Lumen. Barcelona, 2024
 

Nicole d'Amonville Alegría, que publicó en 2003 una personal y muy cuidada antología bilingüe de 71 poemas de Emily Dickinson a partir de la última edición crítica de R. W. Franklin, ofrece ahora una segunda edición revisada en Lumen de sus traducciones, porque “la reinmersión en el hermético universo dickinsoniano, el acceso digital a los originales y al lexicón de la poeta, y las lecturas de mis composiciones veintiún años después han desembocado en la presente edición.” 

Una edición bilingüe  de parte de una obra “tan rotunda como inclasificable”, en palabras de la traductora, que añade en su introducción, ‘Releí a Emily Dickinson’: “¿Cómo logró una mujer apartada de todo escribir una poesía emblemática no sólo de las fuerzas disonantes que deshacían y rehacían Estados Unidos a mediados del siglo XIX, sino también de las contradicciones inherentes a su condición de mujer y ser humano? Quizá el secreto se halle en que insistió en ser ella misma.”

De personalidad tan extraña y opaca como su poesía, Emily Dickinson se aisló del mundo en una clausura progresiva como la ceguera que sufrió en sus últimos años. Atravesó episodios sucesivos de exaltación desmesurada y de profundo desánimo que se reflejan en los casi mil ochocientos poemas que mantuvo a resguardo del mundo y de los que sólo salieron diez a la luz pública en vida de la autora, sin su firma ni su permiso. 

Y pese a ese carácter secreto y privado de su poesía, pese al conocimiento tardío y al aún más tardío reconocimiento de su obra, su influencia es comparable a la de Baudelaire, Hölderlin, Withman o Rimbaud. 

Desde 1861, Emily Dickinson se había parapetado detrás de lo que ella misma llamaba “mi blanca elección”. A partir de entonces llevó un luto particular de color blanco y se recluyó tras los muros íntimos de la casa familiar, ajena a la atmósfera asfixiante de una ciudad pequeña como Amherst, donde vivió y murió entre 1830 y 1886.

Entre el entusiasmo creativo y las horas de plomo, Emily Dickinson quiso hacer de la poesía una casa embrujada semejante a la naturaleza. Hasta que murió en esa mítica penumbra, casi nadie la vio y de ella sólo se conserva esa diáfana imagen de una blanca mariposa de luz. Su temperamento escindido entre el encierro físico y la huida espiritual proyectó en su obra las renuncias y los desengaños, las sublimaciones y las represiones de un ambiente puritano y calvinista como el de la Nueva Inglaterra de la que procedían los Dickinson.

Entre la distante frialdad y la emoción contenida y expresada con una inusual intensidad verbal, con una constante ambigüedad, con una enigmática retórica de la elipsis y el silencio y una radical concentración expresiva que satura de sentido las palabras, la poesía fue la vía de escape de su personalidad atormentada, la forma de expresión de su mundo ensimismado y ciclotímico en el que la muerte es a la vez liberación y aniquilación:

Tiene la luz un Sesgo, 
Las tardes invernales-
Que oprime, como el Peso 
Del Canto en Catedrales- 

Celestial Herida, nos deja-
No hallamos Cicatriz, 
Sino una interna diferencia-
Significados- sí-

Nadie lo enseña- Nada-
Desespero es el Sello-
Una imperial congoja 
Que del Aire nos llega-

Cuando viene, el Paisaje escucha-
Las Sombras -no respiran-
Cuando se va, es tal la Distancia 
Con que la Muerte mira-

Poesía interior y de interiores, tan hermética e inquietante, tan clara y oscura como el mundo pequeño en el que se encerró su autora, retirada de la vida y confinada en los límites de su cuarto y un jardín que veía desde la ventana, con una discreta rebeldía ante la sociedad puritana de la que fue no sólo víctima, sino una de sus flores más pálidas y tristes.

La de Emily Dickinson es una poesía del pensamiento que indaga en lo inconcebible, una exploración en los límites del conocimiento. Por eso uno de sus núcleos temáticos es el de la muerte. Además de un problema existencial, la muerte fue para ella un reto epistemológico y el tema central de su peculiar poesía, siempre fuera del tiempo y del espacio. La forma de afrontar ese tema es un tanteo en las sombras y en el vacío, una indagación a ciegas en el misterio, un viaje intelectual o emotivo hacia el enigma:

Morir por la Belleza - pero apenas 
Ajustada en la Fosa 
A Quien murió por la Verdad, tumbaban 
En la adyacente Alcoba - 

Preguntó Él suave: «¿Por qué he fallecido?»
«Por la Belleza», dije -
«Yo - por la Verdad - Ellas mismas Una -  
Somos Hermanos», dijo - 

Y así, como Parientes, una Noche -
Hablamos entre Alcobas - 
Hasta que el Musgo nos llegó a los labios -
Y Nos cubrió - los nombres –

“Como atestiguan las diversas versiones manuscritas de un mismo poema -explica Nicole d’Amonville Alegría- la elección de cada vocablo era un proceso lento y metódico, fruto de una estricta y tenaz atención a cada ser vivo, animado e inanimado, y a cada partícula del lenguaje. El metro corto de la estrofa hímnica, recortado todavía por el guion, magnifica cada palabra y aun cada sílaba, como lo haría una lupa. Ello contribuye al tono elevado de sus versos, que se mantiene como una suma de cúspides y cuya lectura causa una siempre renovada sensación de frescura.”

Santos Domínguez
 

14 octubre 2013

Twins en Debolsillo




Daniel Defoe.
Robinson Crusoe.
Traducción de Julio Cortázar.

J. M. Coetzee.
Foe. 
Traducción de Alejandro García Reyes.
Debolsillo. Barcelona, 2013. 




Gustave Flaubert.
La educación sentimental.
Traducción de H. Giner de los Ríos.

Philip Roth.
Pastoral americana.
Traducción de Jordi Fibla.
Debolsillo. Barcelona, 2013. 


Cada escritor crea sus precursores -escribió Borges-. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres.

Esas líneas de Kafka y sus precursores podrían servir de justificación del nuevo y brillante proyecto que acaba de poner en las librerías DeBolsillo.

La colección Twins reúne en estuches dobles textos procedentes de su fondo de las series Clásica y Contemporánea: Gustave Flaubert y Philip Roth; Daniel Defoe y J. M. Coetzee; Melville y Hemingway, Jane Austen y D. H. Lawrence.

Así lo explica la editorial:

Debolsillo abre un nuevo espacio para el diálogo y la discusión; un lugar en el que los autores conversan entre sí. Para hacer resonar sus voces, sean o no amistosas, a partir del 2013 Debolsillo los reunirá por parejas, una vez al año, en la serie Twins. Se trata, ni más ni menos, de establecer un diálogo con los lectores para leer los clásicos desde puntos de vista inesperados.

Educaciones sentimentales, naufragios y robinsones, cazas marítimas o mujeres enamoradas en un diálogo entre la tradición y la contemporaneidad. Un diálogo iluminador entre gemelos o dobles que permite una relectura de los clásicos a la luz del presente.”

Dos ejemplos especialmente llamativos: el estuche que reúne el Robinson Crusoe –en la inmejorable traducción de Cortázar- con el que Daniel Defoe hizo una aportación decisiva a la narrativa de la Ilustración y a la mentalidad práctica de la burguesía racionalista, y Foe, una espléndida novela que Coetzee publicó en 1986.

En un ensayo esclarecedor que sirvió de prólogo a una edición de Robinson Crusoe en la colección de clásicos de Oxford University Press escribía el novelista surafricano:

Como Odiseo en su singladura hacia Itaca o como el Quijote montado sobre Rocinante, Robinson Crusoe, con su loro y su sombrilla, se ha convertido en un personaje de la conciencia colectiva de Occidente que transciende el libro en el que se celebran sus aventuras.

Susan Barton, náufraga y superviviente de un motín en el barco en que regresaba desde Bahía a Inglaterra, llega en un bote a la deriva a la isla desierta en la que viven Viernes y un Robinson envejecido (Cruso) que sabe ya que un hombre es una isla y que por eso mismo no quiere salir de ella. Y así comienza una reescritura posmoderna del mito ilustrado, un hipertexto irónico en el que la lucidez de la narradora escribe párrafos como este:

Todos los naufragios son al final el mismo naufragio, todos los náufragos el mismo náufrago, abrasado por el sol, solo, vestido con las pieles de las bestias que ha cazado.

Un diseño metaliterario que deconstruye el mito de Robinson desde una posición histórica e ideológica muy distinta de la de Foe/Defoe y que cierra esta novela magistral con un final demoledor y brillante, propio de Coetzee, cuyos lectores nunca salen indemnes de su lectura absorbente:

éste no es lugar para las palabras. Cada sílaba que se articula, tan pronto como sale de los labios es apresada, se llena de agua y se desvanece. Este es un lugar en el que los cuerpos cuentan con sus propios signos. Es el hogar de Viernes.
(...)
Su boca se abre. De su interior, sin aliento, sin interrupción, brota una lenta corriente. Fluye por todo su cuerpo y se desborda sobre el mío; atraviesa la pared del camarote, los restos del barco hundido, bate los acantilados y playas de la isla, se bifurca hacia el norte y hacia el sur, hasta los últimos confines de la tierra. Fría y suave, oscura e incesante, se estrella contra mis párpados, contra la piel de mi rostro.

Otro estuche hermana La educación sentimental, una de las novelas imprescindibles de Flaubert, con Pastoral americana (1997), que para muchos de sus lectores es la mejor novela de Philip Roth, quien nunca ha ocultado su admiración por Flaubert.

Protagonizada por Seymour Levov, el Sueco, un triunfador típico del sueño americano, cuyo desmoronamiento no hace más que demostrar la falsedad de ese modelo social, Pastoral americana plantea en el fondo una peripecia vital y moral parecida a la que Flaubert atribuye a Frédéric Moreau en  La educación sentimental.

En París o en New Jersey, con la revolución del 48 o con la guerra de Vietnam al fondo, los dos protagonistas encarnan el fracaso de los sueños y la nostalgia de las ilusiones perdidas, pero representan también la historia moral de las generaciones de Flaubert y Roth.

Esa nueva mirada que proyecta Coetzee sobre Robinson Crusoe en Foe o la luz con la que Roth actualiza a Flaubert enriquecen la lectura con nuevas perspectivas y son una nueva ocasión de comprobar que lo que no es tradición es plagio, como dejó dicho Eugenio D’Ors y que no es posible un arte sin memoria, como señaló Balthus.

Santos Domínguez

20 octubre 2017

Ida Vitale. Poesía reunida


Ida Vitale.
Poesía reunida 
(1949-2015).
Edición de Aurelio Major.
Tusquets. Barcelona, 2017.

Palabras minuciosas, si te acuestas
te comunican sus preocupaciones.
Los árboles y el viento te argumentan
juntos diciéndote lo irrefutable
y hasta es posible que aparezca un grillo
que en medio del desvelo de tu noche
cante para indicarte tus errores.
Si cae un aguacero, va a decirte
cosas finas, que punzan y te dejan
el alma, ay, como un alfiletero.
Sólo abrirte a la música te salva:
ella, la necesaria, te remite
un poco menos árida a la almohada,
suave delfín dispuesto a acompañarte,
lejos de agobios y reconvenciones,
entre los raros mapas de la noche.
Juega a acertar las sílabas precisas
que suenen como notas, como gloria,
que acepte ella para que te acunen,
y suplan los destrozos de los días.

Ese poema de Ida Vitale, titulado Accidentes nocturnos, forma parte de la edición de su Poesía reunida  de la que se ha ocupado Aurelio Major en Tusquets.

Pertenece a la sección Penúltimos, que abre con doce poemas, aún no recogidos en un libro autónomo, una amplísima antología de la obra de la poeta uruguaya (Montevideo, 1923), ordenada cronológicamente en orden inverso: desde el minimalismo intenso de su libro más reciente, Mínimas de aguanieve (2015), hasta La luz de esta memoria, el primer título que publicó en 1949.  

Casi setenta años de escritura en un volumen imprescindible que resume su trayectoria poética en ese orden inverso desde el punto de vista cronológico que es el más lógico desde el punto de vista literario.

La de Ida Vitale es una trayectoria poética unitaria, marcada por la constante y aun creciente exigencia estilística, por la integración de tradición y vanguardia, de música y significado, de sensorialidad y meditación sobre el paso del tiempo.

Esas líneas de fuerza, o la presencia del pájaro y el árbol y la búsqueda de precisión verbal, recorren libros como Mella y criba, Trema,  Jardín de sílice, Oidor andante, Palabra dada o Reducción del infinito, un libro de 2002 que fue el primero que publicó en España y en el que incorporó como carta de presentación una muestra significativa de su trayectoria hasta entonces. Ya utilizaba allí ese criterio cronológico inverso usual en Ida Vitale desde que en 1986 recopiló su obra publicada en el volumen Sueños de la constancia.

Contemplación del mundo y búsqueda de sentido son claves sobre las que se basa su escritura, que resumió en este breve poema de Trema (2005):

Abrir palabra por palabra el páramo,
abrirnos y mirar hacia la significante abertura,
sufrir para labrar el sitio de la brasa,
luego extinguirla y mitigar la queja del quemado.

Meditación sobre el lenguaje y sobre la vida que se concreta en estos versos de Procura de lo invisible (1988): 


La palabra infinito es infinita,
la palabra misterio es misteriosa.
Ambas son infinitas, misteriosas.
Sílaba a sílaba intentas convocarlas
sin que una luz anuncie su dominio,
una sombra señale a qué distancia de ellas  
está la opacidad en que te mueves.

Entre el asombro y el desengaño, con el canto del pájaro o la sucesión de las estaciones como fondo, de la larga trayectoria poética de Ida Vitale da cuenta un poema como este Llamada vida:

Ponerse al margen
asistir a un pan
cantar un himno

menoscabarse en vano
abrogar voluntades
refrendar cataclismos

acompañar la soledad
no negarse a las quimeras
remansarse en el tornado

ir de lo ceñido a lo vasto
desde lo opaco a la centella
de comisión al sueño libre

ofrecerse a lo parco del día
si morir una hora tras otra
volver a comenzar cada noche

volar de lo distinto a lo idéntico
admirar miradores y sótanos
infligirse penarse concernirse

estar en busca de alma diferida
preparar un milagro entre la sombra
y llamar vida a lo que sabe a muerte.

Santos Domínguez





24 junio 2016

Carlos Barral. Usuras y figuraciones


Carlos Barral.
Usuras y figuraciones. 
Poesía completa. 
Edición, prólogo y notas de Andreu Jaume.
Epílogo de Malcolm Otero Barral.
Lumen. Barcelona, 2016.

En una declaración repetida que dice menos de la seguridad del personaje en su poesía que de la importancia central que le daba a su obra poética, Carlos Barral se reconoció a sí mismo como el mejor poeta de su generación. 

Se podría discutir, aunque no iba muy desencaminado el autor de esta poesía imprescindible y de una calidad más que notable, eclipsada en parte por su labor como editor y en parte por unas memorias que le han dado más reconocimiento que la poesía que estaban destinadas a explicar como textos auxiliares y subsidiarios, aunque “insoslayables para la cabal comprensión de su poesía", como explica Andreu Jaume en el prólogo a su espléndida edición -seguramente la definitiva- de Usuras y figuraciones, el volumen que publica Lumen con la poesía completa de Carlos Barral que cierra un epílogo –“Yo te  saludo, de vuelta”- de Malcolm Otero Barral.

Desde Metropolitano y Diecinueve figuras de mi historia civil, dos libros cerrados, hasta la obra abierta y en marcha que recogen las diferentes secciones de Usuras, un libro que el autor veía en proceso de crecimiento, la poesía de Carlos Barral desarrolla una trayectoria coherente desde el punto de vista estético y moral, al margen de las modas y en busca de su propia médula estilística y ética, de su identidad expresiva y argumental.

Una identidad poética que le importó más que nada y que Barral definió como poesía de la experiencia –“toda mi poesía lírica es autobiográfica”, explicó. Eso sí, sobre ese fondo autobiográfico puso en su escritura un filtro intelectual que marca distancias con lo meramente emocional y lo directamente confesional. 

Por sus textos, enfriados metálicamente con una exigente elaboración verbal y con distancia a veces irónica, atraviesan el recuerdo del padre y Calafell, Yvonne y el amor, el Mediterráneo y la ciudad, el paso del tiempo y el miedo a la muerte y a la decadencia intelectual o a la decrepitud, su apellido industrial o la figura de su nieto.

Desde la abstracción de Metropolitano, un libro de trabajada composición y brillo metálico, al hilo autobiográfico de Diecinueve figuras de mi historia civil, contrapunto poético de sus memorias, hay en la poesía de Barral una constante exploración en la carga etimológica de las palabras y un estilo muy elaborado y alejado del lenguaje funcional. 

A una de las cimas de esa poesía, Hombre en la mar, el poema que culmina el segundo de esos libros, dedica Andreu Jaume un análisis iluminador de los temas, las actitudes y el tono de una poesía que desde Usuras tiene como centro el tema del deterioro y su correlato temático en el último tomo de sus memorias, Cuando las horas veloces, y que da lugar a un texto tan memorable como este Vaciado del miedo:

Tan de repente no. No de improviso.

Despierta en lo remoto
como un perro enroscado a un lejano rumor
o sube por los miembros como una fiebre dulce,
un quebranto apenado con burbujas de grito;
un cóncavo reflejo
que excava las entrañas mansas del animal.

Viene luego hacia fuera
y el paso se hace frágil
y el gesto como vidrios
y la sílaba torpe y el pecho de ansiedad.
Y un abismo sin techo donde pesaba el cuerpo,
en los hilos del aire o en la memoria o sombra
del henchido de nada que pugna por seguir.

Algo anida en los huecos, algo oscuro,
un fardo ya de muerte
o su muda quietud, la no invocada
cuenta:
             el miedo tan extraño,
decrépito, infantil,
                                 peor que lo temido. 

Un tono muy oscuro que se suaviza en Lecciones de cosas, que tiene como destinatario a su nieto Malcolm Otero, que, antes de las notas que el propio Barral redactó para la edición de Usuras y figuraciones en 1979, remata así su epílogo: “Ya no queda nada, apenas la memoria que alimenta la nostalgia. Pero están al menos estos versos en los que el poeta entró en combate con la lengua, duelos a veces a florete, en ocasiones a sable, para dejar constancia poética de un mundo que no ha de volver.”

Santos Domínguez

03 diciembre 2015

John Ruskin. Sésamo y lirios

John Ruskin.
Sésamo y lirios.
Edición y traducción de Javier Alcoriza.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2015

Ningún libro vale algo si no vale mucho, ni es servible hasta que ha sido leído, y releído, y amado, y amado de nuevo; y marcado, de modo que podáis referiros a pasajes que necesitáis en él como un soldado puede coger el arma que necesita en un arsenal, o un ama de casa traer la especia que necesita de su despensa, escribe John Ruskin en Sésamo y lirios, un volumen que publica Cátedra Letras Universales con edición y traducción de Javier Alcoriza.

Como un crítico trágico e innovador a partes iguales definió Bloom a Ruskin, que murió con el siglo XIX y había nacido en Londres en 1819, el mismo año que la Reina Victoria. Analista de todas las artes, formado en la sensibilidad romántica, fue el mejor crítico inglés de su época. Pero fue más que eso: su delicada sensibilidad y el amplio horizonte de sus conocimientos lo convierten en una figura única en la tradición cultural europea y en un antecedente de algunas tendencias de la crítica contemporánea en el ámbito de la lengua inglesa.

Su mirada a la naturaleza y al arte influyó decisivamente sobre Proust, el más conocido de sus lectores, que tradujo Sésamo y lirios al francés y escribió para prologar esa traducción un ensayo espléndido, Sobre la lectura.

Es el más difundido de los libros de Ruskin, que integró bajo ese título tres conferencias impartidas entre 1864 y 1868. Además del Sésamo –“Los tesoros de los reyes”– y los Lirios –“Los jardines de las reinas”–, la tercera conferencia –“El misterio de la vida y sus artes”–, para algunos el más perfecto de sus ensayos, resumía según el propio Ruskin todo lo que sabía y sus últimos seis párrafos contienen la mejor expresión de lo que hasta ahora he sido capaz de poner en palabras.

Un conjunto que tiene como eje una serie de propuestas sobre cómo y qué leer, con Dante, Milton, Homero y Shakespeare como exponentes del canon clásico, como pauta de lectura que busca lo eterno, en la revelación que está por encima del paso del tiempo porque leer no es fácil y el misterio de la vida, cada vez más impenetrable.

Sésamo y lirios propone una teoría del libro a partir de dos temas fundamentales que resumía así Ruskin en el Prefacio de 1882: la majestad de la influencia de los buenos libros, y de las buenas mujeres, si sabemos cómo leerlos y cómo honrarlas.

Estas conferencias fijan un arte de lectura en torno a dos preguntas, qué leer- siendo la vida muy corta, y pocas sus horas tranquilas, no deberíamos desperdiciar ninguna de ellas en leer libros sin valor- y cómo leer -debéis adoptar el hábito de mirar intensamente las palabras y aseguraros de su significado, sílaba a sílaba, o mejor, letra a letra.

Pero esas dos cuestiones surgen de una pregunta más profunda y más radical: por qué leer, que Ruskin contesta así:

Leemos porque somos hombres, no insectos; somos espíritus vivos, no nubes pasajeras./.../ Hagamos el trabajo de los hombres mientras tengamos su forma y, tal como arrebatamos nuestra estrecha porción de tiempo a la eternidad, arrebatemos también nuestra estrecha herencia de pasión a la inmortalidad, aun cuando nuestras vidas sean como humo, que aparece un momento y al punto se disipa.

Es la primera vez que se recogen en una edición en español los prefacios y las conferencias de Ruskin en un volumen que incorpora los delicados dibujos de un crítico plural que además de ejercer esa influencia decisiva en Proust constituye uno de los momentos más altos de la prosa inglesa del siglo XIX.

Santos Domínguez

25 diciembre 2006

En un bosque extranjero



Santos Domínguez.
En un bosque extranjero.
Aguaclara. Alicante, 2005.



Ya en el último poema de Las provincias del frío se adivinaba este bosque. En él la palabra se le ha vuelto a Santos materia vegetal, hecha del filamento de su misma sílaba, del follaje de sus imágenes y del pulmón, de ese enorme pulmón de su verso que lo nutre como el fuelle de su propio aliento.

En Las provincias del frío la de su verbo había sido una naturaleza también potente, pero ordenada. Los suyos eran setos de homenajes, glorietas con motivos literarios. En ellas las deudas poéticas estaban siendo pagadas con los tapices de un verso alejandrino, abundante como en Santos se nos muestra siempre, barroco como un oboe que narra o teje, por épico, navegaciones e infiernos, Eurídices y Mañaras con ese fondo turbio de laguna veneciana. En él están los poemas contemplativos y barrocos mejor orquestados que he leído después de Colinas.

En cambio, en Un bosque extranjero, Santos ya no le debe a nadie, canta solo en la noche con esa virtud de pájaro oculto que sabe incendiar el bosque con su trino. Y trina es su virtud por cierto. A saber: El verso, que ya he dicho, un verso amplio de estirpe clásica y con ambición sinfónica que, a más de ancho, es abundante y generoso. Nada insinúa, apenas calla nada, hasta agotar el poema y rematarlo.

Sin este verso no se podría lograr la segunda de sus virtudes, esa ambición cósmica que apunta en cada poema y que muestra la naturaleza como una cúpula hecha del entramado de sus propias imágenes.

El uso de la imagen en Santos da para un capítulo aparte y es la tercera de sus virtudes que señalo. En Las provincias del frío se trataba de imágenes lógicas, más domésticas y previsibles. En cambio, aquí en el Bosque se han distorsionado arriesgándose hasta el límite de un surrealismo. Revelan así por un lado la ambición del poeta y por otro la gozosa evidencia de que el lenguaje, como parte también de ese bosque, goza de una autonomía vegetal y creativa que supera en la suficiencia de su inspiración al propio poeta. Aquí es la sintaxis limpia de Santos la que la contiene, librándola del descarrío en que degenera para algunos la tentación del surrealismo.


José A. Ramírez Lozano