28 febrero 2011

Zola. Las tres ciudades




Émile Zola.
Lourdes.
Introducción de Juan Bravo Castillo.
Traducción de Julio Gómez de la Serna.
Cabaret Voltaire. Barcelona, 2010.

Émile Zola.
Roma.
Traducción de Miguel Gadea Vernalte.
Cabaret Voltaire. Barcelona, 2009.

Émile Zola.
París.
Introducción de Juan Bravo Castillo.
Traducción de Julio Gómez de la Serna.
Cabaret Voltaire. Barcelona, 2008.


Mi punto de partida —escribía Zola al crítico Van Santen Kolff a propósito de su novela Lourdeses el examen de esa tentativa de fe ciega en medio del cansancio de este fin de siglo. Hay reacción contra la ciencia y es un intento de retorno a la creencia del siglo X, a esa creencia de los niños que se arrodillan y rezan, sin previo examen. Imagine a los miserables enfermos a quienes los médicos han abandonado: no se resignan, apelan a un poder divino, imploran para que éste les cure, contra las propias leyes de la naturaleza. Tal es el llamamiento al milagro. Y, yendo más allá, mi opinión es que la humanidad es hoy día una enferma que la ciencia parece condenar y que se arroja a la fe en el milagro por pura necesidad de consuelo.

Los últimos años del siglo XIX fueron cruciales en la historia social, política y cultural de Europa. En plena crisis de la razón y del pensamiento positivista, se produjo una apertura de la filosofía, el arte y la literatura hacia procesos irracionalistas a la vez que la gente, desorientada, buscaba refugio y consuelo en fenómenos religiosos y manifestaciones paranormales.

Zola, que había nacido en 1840, era en ese problemático final de siglo el novelista más relevante de la literatura europea junto con Tolstói, con el que le une por esos años una tendencia común a la utopía socialista y a una espiritualidad renovada.

En ese ambiente de crisis concibe Zola su novela Lourdes, la primera de la serie Las tres ciudades. Como las otras dos, se publicó por entregas antes de aparecer en forma de libro en 1894. A ella se sumarían luego con cadencia bienal, en 1896 Roma y en 1898 París, que completaba la trilogía.

Las tres novelas están unidas por un mismo protagonista, el abate Pierre Froment, uno de los más acabados caracteres de la obra novelística de Zola, un personaje representativo de aquel fin de siglo de crisis de creencias y convulsiones sociales. Además de esa función estructural de eje que unifica las tres novelas, el protagonista es portavoz de Zola y su propia trayectoria encarna las contradicciones entre razón y fe que agitaron la transición conflictiva de un siglo a otro.

El lector español reconocerá en él un antecedente del San Manuel Bueno unamuniano, una figura que a la vista de las siguientes líneas quizá le deba más a Zola que a Kierkegaard:

Sacerdote sin creencias, velando por las creencias de los demás, sirviendo casta y honradamente su profesión, con la tristeza altiva de no haber podido renunciar a su inteligencia como había renunciado a su carne de enamorado y a su ensueño de salvador de los pueblos, permanecía al menos en pie, con una grandeza solitaria y arisca. Y aquel negador desesperado, que había tocado el fondo de la nada, conservaba una actitud tan elevada y tan grave, aromada de una bondad tan pura, que en su parroquia de Neuilly tenía fama de ser un santo amado de Dios, cuyas oraciones conseguían milagros. Era el modelo; sólo tenía el gesto del sacerdote, sin el alma inmortal, como un sepulcro vacío en el que no quedase ni siquiera la ceniza de la esperanza; y mujeres dolorosas, parisienses que derramaban lágrimas, lo adoraban, besaban su sotana; y una madre torturada, que tenía a su hijo en la cuna en peligro de muerte, suplicaba que pidiese su curación a Jesús, segura de que Jesús se la concedería, en aquel santuario de Montmartre, donde llameaba el prodigio de su corazón encendido de amor.

La voluntad de reflejar la totalidad de lo real da lugar a un análisis de las peregrinaciones a Lourdes como un fenómeno complejo en el que conviven la superstición milagrera, la mercadería y la comprensión compasiva hacia quienes buscan consuelo en esas manifestaciones. En Lourdes pasó Zola varias temporadas, que le dejaron tan confuso e impresionado que empezó a redactar la primera novela de la serie como una forma de poner orden en su perplejidad. El resultado fue una novela en la que expresó su “simpatía crítica” con quienes peregrinaban a la gruta de los milagros.

El tono de la novela se resume en su último párrafo:

Por encima del París inmenso se alzaban unas humaredas lejanas, emanaciones rojizas que ascendían como ligeras nubéculas, la respiración difusa y volátil del coloso que estaba entregado a su trabajo. Era París con sus forjas; París con sus pasiones, sus luchas y sus sordos rumores de tempestad, su vida ardiente en perpetua gestación del porvenir. El tren blanco, el tren lamentable de todas las miserias y de todos los dolores penetraba en él a gran velocidad, lanzando con mayor agudeza todavía la fanfarria lacerante de sus silbidos. Los quinientos peregrinos y los trescientos enfermos iban a diluirse en él, iban a caer otra vez en la dura calzada de sus vidas, saliendo de aquel sueño prodigioso que acababan de hacer, hasta el día en que la consoladora necesidad de un nuevo sueño los empujase a empezar otra vez la eterna peregrinación al país del misterio y del olvido.

No hay en Lourdes ningún ataque hiriente a aquel montaje, pero aun así fue inmediata la inclusión de su opera omnia en el Índice de libros prohibidos por la iglesia.

La siguiente novela de la serie, Roma, fue en gran medida una consecuencia de la anterior. La ingenuidad de Zola viajó a Roma para intentar convencer a la curia vaticana de su buena voluntad. El intento terminó en fracaso, pero le suministró material de primera mano para enfrentar la religiosidad reformista que defiende el abate y los intereses del Vaticano sobre el telón de fondo de la ciudad eterna, que vive la contradicción permanente entre el pasado glorioso y el presente miserable, entre el cristianismo y la democracia, entre el arte y el crimen.

Frente a esas dos ciudades que representan el pasado, París es la capital civilizadora que mira hacia delante, el sueño del futuro, pero también un lugar de enormes contrastes, en donde coexisten la miseria de los bajos fondos y el lujo de los salones aristocráticos o los ambientes selectos del placer y el consumo. Lo resumía el propio Zola en un anuncio que había escrito para la prensa:

París es un estudio humano y social de la gran ciudad. En el marco dramático de una conmovedora historia de ayer y de hoy, se agitan la inmensa muchedumbre, los dichosos y los hambrientos, todos los mundos: el mundo del trabajo manual, el mundo del trabajo intelectual, el mundo de la política, el mundo de las finanzas, el mundo de los ociosos y del placer.

Con excelentes prólogos de Juan Bravo Castillo y espléndidamente editadas por Cabaret Voltaire, las tres novelas de la serie constituyen uno de los momentos más altos de la novela decimonónica. Porque en esta trilogía está el Zola que mejor resiste el paso del tiempo, el de pensamiento más complejo y desprovisto de certezas y prejuicios, el que revisa su visión del mundo y sus métodos narrativos para dar respuesta a los interrogantes que clausuraban una época y abrían nuevos caminos.

Y aunque técnicamente la trilogía responde a las características del Naturalismo, por su voluntad totalizadora, su preferencia por el mosaico colectivo o su ímpetu documental sobre la realidad inmediata, Zola ha abandonado a estas alturas el pesimismo naturalista y descartado la caridad cristiana y la rabia anarquista para convertirse en un apóstol de la utopía socialista y defender la justicia social a través de esta trilogía esperanzada, reivindicativa y contemporánea de su Yo acuso sobre el affaire Dreyfus.

En Las tres ciudades está la plenitud del maestro de la novela que anticipa en medio siglo algunas de las propuestas narrativas de la novela social y la técnica conductista: el protagonismo colectivo, la reducción de ambientes y la concentración temporal, la preferencia por los espacios abiertos o la voluntad de representación significativa de la realidad mediante unos movimientos de masas que anticipan las películas de Griffith o de Abel Gance.

Santos Domínguez

25 febrero 2011

Fernando Beltrán. Donde nadie me llama


Fernando Beltrán.
Donde nadie me llama.
(Poesía 1980-2010)

Prólogo de Leopoldo Sánchez Torre.
Hiperión. Madrid, 2011.

Treinta años después /y el frío de la edad a las espaldas, escribe Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) en Aniversario, el último de los Poemas rebeldes, que recogen textos escritos desde 1992 y no incluidos en sus libros anteriores.

Los versos finales de Aniversario (Y si esto era la estancia de la vida /esta casa es contigo) cierran también el volumen Donde nadie me llama (Hiperión), que recopila la poesía escrita por Fernando Beltrán a lo largo de estos treinta años.

En 2001 se publicaba la antología El hombre de la calle. Diez años después, también con un prólogo de Leopoldo Sánchez Torre sobre la poesía indiscreta de Fernando Beltrán, esta recopilación reúne en un libro “una de las aventuras poéticas más estimulantes e imprescindibles de las últimas décadas”, en palabras del prologuista.

Desde Aquelarre en Madrid hasta El corazón no muere Fernando Beltrán ha ido construyendo una poesía urgente y elaborada, interrogativa y vital, alucinada y comprometida. Y siempre exigente desde el punto de vista ético y poético.

Esa doble exigencia es el resultado de una poesía figurativa y urbana, elaborada desde la experiencia y planteada como forma de escrivivirse, como fusión de escritura y vida. La libertad expresiva y la potencia metafórica de su lenguaje componen una compleja estética de lo sencillo, en palabras de su autor.

Las calles y los bares de Madrid, los interiores y los exteriores, la mirada hacia dentro y hacia fuera de un yo lírico que es “un hombre a secas,” contradictorio y frágil, crítico y autocrítico; la conciencia del tiempo, la angustia y la ironía, lo íntimo y lo público son los ejes temáticos y los lugares en los que transcurre la poesía nocturna de Aquelarre en Madrid y las tardes de invierno, las noches y los cines de Gran Vïa.

En los dos libros la ciudad es un manicomio de prisas, una jungla de acero sin sentido en la que el desasosiego y la soledad se proyectan en las barras de los bares, en los suburbios, en los sueños fracasados o en el metro. Estos poemas urbanos basan gran parte de su creatividad lingüística en la sorpresa verbal de la metáfora y en la ruptura de las frases hechas.

Entre los dos libros, Ojos de agua fue una emotiva evocación nostálgica de la infancia, de los juegos, los recreos y los charcos, los cromos y los recortables: No hay vértigo más hondo / que un mirar sin ser vistos / por el niño que fuimos.

Desde la vocación de sombra del poeta, Fernando Beltrán ha seguido alternando en toda su obra la poesía entrometida y crítica con una temática íntima que recorre la infancia, el amor o la muerte.

Y así, El gallo de Bagdad ( Cantó el gallo en mitad del bombardeo) es una crítica, abierta o irónica, pero implacable, del poder bélico a través de unos textos escritos desde la conmoción provocada por la barbarie de la aviación de los civilizadores (Murió como una bala. /Aún no sabe que ha muerto.)

Tras dos libros (Amor ciego y Bar adentro) que tienen como centro el amor y en los que explora su mundo emocional a la luz de las palabras (El deseo sin fin / de la mujer poema), Fernando Beltrán ofreció en Parque de invierno una visión conmovida de la muerte de su padre (Ver al fondo la muerte de mi padre. / Correr. / No poder alcanzarla.) La intensidad emocional de ese libro se expresa a través de unos poemas en los que el despojamiento verbal contribuye a subrayar la hondura de su desolación.

Con La semana fantástica Fernando Beltrán volvía al tema de la ciudad para realizar una síntesis de crítica e intimidad del hombre urbano que bucea en su complejo mundo emocional. Es el hombre a secas, yo que recoge en su expresión madura las claves de su tonalidad poética, como en el espléndido Premio Nobel, que termina con estos versos en un bar de Madrid: donde anónima y muda la poesía / que no viene en los libros / aparece de pronto tras la barra /de una historia cualquiera, /en cualquier parte.

El corazón no muere, que se publicó hace cinco años, cierra hasta ahora la obra de Fernando Beltrán. En ese libro, atravesado por la presencia apremiante del tiempo y por un tono sombrío, figura este poema, una de sus cimas creativas, un texto que podría resumir con su excepcional altura expresiva y su lucidez el canon poético, el universo temático y el compromiso ético de su autor:

la voz de los poetas,
los que aventan palabras, los que tejen la piedra,

los que avivan los grifos del incendio y se lavan los dedos
en sus llamas, los que esculpen espejos como arterias
y echan bloques de azúcar en los campos
minados de la sangre, los que sueñan cuchillos

y atraviesan el filo de las noches con un pie en la galerna
y otro quieto en el barro de las casas natales, los que llaman
a voces a los botes, y callan luego al borde del rescate
y ven cómo se aleja la ambulancia pasándoles de largo,
los que atizan cometas y hurgan calmas y confunden

las rayas de las cebras con las rayas de un tigre,

el galope de un pez con la espina de un árbol,
los que tienen siempre hambre, los saciados, los que buscan
sinfín y al fin se abocan como dientes de leche
condenados al tránsito, los que arrojan palomas

a sus pozos y arena a sus paraguas, los que no
se conforman, los pálidos la miel los contagiados,
los que nunca se rinden, los que mueren de pie bajos los cascos

de los mismos caballos que inventaron, los que arengan

al poema con sus tropas, verso a verso ordenadas
y engañan luego al mundo con sus banderas blancas,

los que imantan las brújulas de lluvia
y al calor de la herrumbre, una noche de perros

inventaron el don de las metáforas.

Santos Domínguez

23 febrero 2011

Clásicos Linceo


Teofrasto.
Caracteres.
Edición de Alberto Nodar.
Cátedra. Clásicos Linceo. Madrid, 2010.



Teognis.
Elegías (Libro I).
Edición de Esteban Calderón Dorda.
Cátedra. Clásicos Linceo. Madrid, 2010.


Sentado en compañía de otros, su especialidad es hablar del que se ha levantado y acaba de irse, y una vez que coge carrerilla no cortarse de poner verde ni a sus familiares. Habla a menudo mal de sus propios amigos y familiares, incluso de los muertos.

Esas líneas tienen dos mil quinientos años de antigüedad y de actualidad. Describen al maledicente, uno de los treinta Caracteres que definió Teofrasto, el que hablaba como Dios, que eso significa textualmente el apelativo que le otorgó su maestro Aristóteles a Tírtamo de Lesbos, que vivió en el siglo IV a. C.

Fue uno de los escritores más admirados de la antigüedad. Sucedió a Aristóteles como director del Liceo peripatético, heredó su biblioteca y el amor a Nicómaco.

Escribió mucho y bien, aunque la mayor parte de su obra se ha perdido. Significativamente, uno de sus campos de interés fue la zoología. Y entre la zoología y la ética se mueven estos Caracteres, un clásico que no perdido actualidad porque en estos veinticinco siglos la especie no ha evolucionado demasiado. El adulador, el pesado, el paleto, el caradura, el fabulador, el gamberro, el arreglalotodo, el grosero o el cobarde siguen siendo variedades frecuentes que además tienen una frecuente facilidad para hibridarse y convivir en un mismo sujeto.

Los publica Cátedra en su colección Clásicos Linceo en edición bilingüe, con traducción y notas de Alberto Nodar, que recuerda en su introducción la influencia de Teofrasto sobre La Bruyère o Elias Canetti.

Dos siglos antes que Teofrasto, Teognis había escrito una ética y una poética del desengaño en su libro I de las Elegías.

Dirigidas a Cirno, su joven amante, su amplitud temática sobrepasa los límites del canto funerario para criticar la falsedad de las relaciones sociales, advertir del peligro de los excesos etílicos o lamentar la fugacidad de la juventud, la necedad y la ingratitud.

Sus dísticos están marcados por el sentimiento del tiempo y por un estoicismo tan extremo como el de esta estrofa:

De todas las cosas la mejor para los humanos es no haber nacido ni llegar a ver los rayos del ardiente sol, y una vez nacido, cruzar cuanto antes las puertas del Hades y yacer tumbado bajo un montón de tierra.

La traducción es de Esteban Calderón Dorda, que se ha encargado de preparar, prologar y anotar la edición bilingüe de las Elegías de Teognis, también en Clásicos Linceo.

Santos Domínguez

21 febrero 2011

Los sinsabores del verdadero policía


Roberto Bolaño.
Los sinsabores del verdadero policía.
Anagrama. Barcelona, 2011.


Para Padilla, recordaba Amalfitano, existía literatura heterosexual, homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales. La poesía, en cambio, era absolutamente homosexual. Dentro del inmenso océano de esta distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mar-iquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas (...) Cernuda, el querido Cernuda, era un ninfo y en ocasiones de gran amargura un poeta maricón, mientras que Guillen, Aleixandre y Alberti podían ser considerados mariquita, bujarrón y marica respectivamente.

Los lectores de Roberto Bolaño reconocerán en este párrafo que abre el primer capítulo de Los sinsabores del verdadero policía (Anagrama) la inolvidable taxonomía poética que aparecía en Los detectives salvajes.

No es el único caso. Cuando llegue al episodio del sorche sevillano en la División Azul, reconocerá el texto de Otro cuento ruso, de Llamadas telefónicas; el recuerdo de la violación de Rimbaud y la cita que lo evoca le devolverán a otro episodio de Los detectives; los escritores bárbaros son los de Estrella distante

Porque Los sinsabores del verdadero policía, a la que Roberto Bolaño se refería ya en una carta de 1995 como MI NOVELA, contiene materiales, personajes (Amalfitano, el exiliado chileno, su hija adolescente Rosa), lugares (Santa Teresa, Sonora) y situaciones que se fueron integrando en su obra de madurez (Estrella distante, Los detectives salvajes, 2666), pero además de ese carácter seminal ofrece abundantes textos inéditos del mejor Bolaño.

Los sinsabores del verdadero policía es una novela póstuma que Roberto Bolaño había empezado a escribir en los ochenta y que siguió redactando y revisando hasta su muerte. Un Bolaño tan familiar como imprescindible, avisa J. A. Masoliver Ródenas en su espléndido prólogo Entre el abismo y la desdicha.

Familiar e imprescindible por su práctica del humor paródico, de la literatura dentro de la literatura, por la acumulación de materiales fragmentarios que forman un rompecabezas en el que el lector tiene un papel decisivo para detectar la presencia de escaleras secretas, pasillos y ventanas que comunican estos textos con el resto de la obra de madurez de Bolaño.

A los lectores de Bolaño les importará poco si estos textos dispares y provisionales iban a formar parte de un proyecto autónomo, si se asimilaron parcialmente en 2666, si los había aparcado definitivamente o si constituyen una novela inacabada, pero no incompleta –como advierte el prologuista- con un nivel de calidad similar a las cimas narrativas de Bolaño.

Ese es un territorio abonado para la duda y la hipótesis filológica. Lo que no admite dudas es que estas páginas, signifiquen lo que signifiquen en el conjunto de la obra de su autor, son una antología del Bolaño maduro, libre y potente, un itinerario por la mejor literatura del brujo contador de historias que mantiene prendido al lector y lo introduce en un mundo en el que la escritura y la lectura se convierten en diversión en estado puro.

Lo demuestran páginas tan divertidas como el casting de un biopic sobre Leopardi para el que se eligen actores como Vargas Llosa, Blanca Andreu, Vila Matas, Jorge Herralde, Josefina Aldecoa, Martín Gaite, Muñoz Molina, Cela, Juan Goytisolo, Javier Marías, Marsé o Martín de Riquer. O la agudeza humorística de las Notas de una clase de literatura contemporánea, con un ranking de poetas que establece desde el más lúcido o el más gordo hasta el peor compañero de borrachera o el que mejor haría de gángster en Medellín o en Hong-Kong.

Pero también páginas de altísima calidad como esta, que justifican una obra entera:

¿Y qué fue lo que aprendieron los alumnos de Amalfitano? Aprendieron a recitar en voz alta. Memorizaron los dos o tres poemas que más amaban para recordarlos y recitarlos en los momentos oportunos: funerales, bodas, soledades. Comprendieron que un libro era un laberinto y un desierto. Que lo más importante del mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse nunca. Que al cabo de las lecturas los escritores salían del alma de las piedras, que era donde vivían después de muertos, y se instalaban en el alma de los lectores como en una prisión mullida, pero que después esa prisión se ensanchaba o explotaba. Que todo sistema de escritura es una traición. Que la poesía verdadera vive entre el abismo y la desdicha y que cerca de su casa pasa el camino real de los actos gratuitos, de la elegancia de los ojos y de la suerte de Marcabrú. Que la principal enseñanza de la literatura era la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo. Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor.
Santos Domínguez

18 febrero 2011

Gimferrer. Rapsodia


Pere Gimferrer.
Rapsodia.
Seix Barral. Barcelona, 2011.

Cuanto pueda decirse –en cualquier sentido- respecto al poema lo dice ya, a su modo, el poema mismo, escribe Pere Gimferrer en la nota que abre Rapsodia (Seix Barral), el libro que escribió en seis días de escritura inspirada, entre el 25 y el 31 de enero de 2010.

Durante unos meses de corrección acabó de perfilar este poema unitario articulado en diecisiete movimientos en los que el diseño musical y la metáfora se convierten en instrumento para reflejar el mundo y para evocar la vida (cuando lo que viví se convierte en metáfora).

La juventud baldía y solitaria, el amor y la literatura, París y Bagdad como ciudades vividas o soñadas, la pintura y la música, la temporalidad, el cine y la poesía son algunas de las constantes temáticas que recorren unos textos en los que la vida se filtra a través del recuerdo y el tamiz de la cultura en una llamativa síntesis de experiencia vital y artística que reúne a Matisse y Góngora, a Browning y Apolo.

Una síntesis que convoca en el mismo poema una pelota de pingpong con Caronte, un balón de goma con Tiépolo y evoca en versos sucesivos la carbonilla de un portal de Londres y la risa junto al Tajo de las ninfas de Garcilaso.

Música e imagen, ritmo y mirada se conjugan en sus versos visionarios y potentes:

Nuestra vida son cartas de una baraja rota:
no la baza de espadas o la dama,
sino el ahorcado de los tarotistas,
cabeza abajo en el turbión de azufre,
navegador de la tormenta negra.

Un espléndido libro esta Rapsodia en la que la vida ya es metáfora de la vida y las imágenes visuales se van sucediendo y encauzando en el ritmo enumerativo del endecasílabo flexible y el alejandrino solemne, porque

Al explicarse, el verso nos explica.

Santos Domínguez

16 febrero 2011

Saber de libros sin leer


Henry Hitchings.
Saber de libros sin leer.
Es fácil hablar de libros que no has leído.

Traducción de Eva Robledillo.
Planeta. Barcelona, 2011.

¿Invitarías a Jane Austen si organizaras una cena?
¿Realmente te gustaría unirte al club de Dante?
¿Debe interesarte la poesía?
Shakespeare: ¿mucho ruido y pocas nueces?
¿De qué va realmente la Biblia?
¿Puede Proust cambiarte la vida?
¿Por qué los rusos? Tolstói y Dostoievski
¿Por qué la gente no deja de hablar de la novela del siglo XIX?
¿Quién demonios es Henry James?
¿Cómo quitarte de encima a un filósofo?
¿Quién importa ahora? La Gran Novela Americana y su escuálida prima inglesa.

Más allá de su título irónico, provocador y comercial, Saber de libros sin leer (Planeta) es un libro que no deja de plantear al lector preguntas como esas y que plantea una muy inteligente reflexión sobre lectura y literatura de un crítico competente y prestigioso como Henry Hitchings.

Aunque la pregunta inicial, más que ¿por qué hablar de libros que no se han leído?, debería ser otra, debería ir más al fondo de la cuestión, a su verdadera raíz: ¿por qué no se lee?

Porque los libros son demasiado largos, porque pesan más que un DVD, porque no se tiene tiempo para leerlos, porque hay alternativas más tentadoras que la lectura, porque “cualquiera que haya tratado de fomentar la lectura habrá oído de todo sobre el atractivo magnetismo del último videojuego, las series televisivas de culto, una página web o un grupo musical. Los demás medios parecen más acuciantes, y su escenario, más impresionante. Es evidente que hoy en día existen más distracciones que las que había en la época, digamos, de Dickens, Wordsworth o Proust. Aunque Shakespeare corriera el riesgo de que le asestaran una puñalada mortal en el ojo, al igual que su homólogo, el dramaturgo Christopher Marlowe, no estaba ocupado frenéticamente editando sus listas de reproducción de iTunes o actualizando su perfil en MySpace.”

O porque, como dijo Philip Larkin, poeta y librero, “los libros son un montón de mierda.”

Lo paradójico de esta situación es que el descenso de lectores es compatible con un aumento paralelo del número de escritores, porque tanto la lectura como la escritura conservan un prestigio social indiscutible, porque hablar de libros es una actividad social: un placer de sobremesa o de las fiestas, del que se disfruta delante de una espumosa jarra de cerveza o de una copita de whisky; es tema de gratos paseos a altas horas de la noche o de enérgicos e impetuosos enfrentamientos; y tal vez incluso una actividad para una pista de tenis o de dormitorio.

La lectura conserva un aura de sacralidad a la que renuncia Henry Hitchings, que hace una defensa cercana de los libros, que no son sagrados ni falta que les hace.

Lo sabía hace siglos un lector ejemplar como Montaigne, que escribía cosas como esta: “Si me aburre un libro, empiezo otro; y me pongo a leer sólo en aquellos momentos en los que comienzo a estar cansado de no hacer nada.”

Este es un libro que escandalizará por su título a algunas mentes estrechas, que no lo leerán, claro está, pero harán aspavientos. Y no harán más. Como no hace nada por la lectura la crítica engolada y gramatical, autoritaria o académica, ejercida por lectores poco recomendables que espantan a otros posibles lectores.

El que de verdad hará algo por los libros y por la lectura es este desenfadado y lúcido ensayo, una mirada crítica sobre el papel del escritor y el lector, un acercamiento nada superficial a obras y autores fundamentales y una invitación constante a leerlos.

Para cerrar el libro, Hitchings propone más preguntas. Un cuestionario con cincuenta preguntas como estas, que no importa responder o no y que contradicen el subtítulo, porque demuestran que no es fácil hablar de libros sin haberlos leído:

¿Qué actor, originario de Montreal, asocia a Shakespeare y Dostoievski?
¿Quién encuentra una nariz en una barra de pan recién horneada?
¿Qué monarca inglés escribió un panfleto sobre los riesgos del tabaco?
¿En qué obra de Shakespeare se basa el filme 10 razones para odiarte?
¿Qué personaje recita el mayor porcentaje de frases en el Otelo de Shakespeare?
¿De qué grupo de música británico es la canción Pyramid Song, que contiene varias alusiones a Dante?
¿Con quién se casó la Beatriz de Dante?

Una última pregunta, esta mía:

¿Se puede resistir alguien a leer un libro tan divertido y tan provocador a la lectura como este?

Santos Domínguez

14 febrero 2011

Stone Junction


Jim Dodge.
Stone Junction.
Una epopeya alquímica.

Prólogo de Thomas Pynchon.
Traducción de Mónica Sumoy Gete-Alonso.
Alpha Decay. Barcelona, 2011.

En su colección Héroes modernos Alpha Decay reedita Introitus lapidis con su título original, Stone Junction.

Precedida de un memorable y entusiasta prólogo de Thomas Pynchon, es la tercera novela de Jim Dodge (California, 1945), un escritor tan secreto y poderoso como el prologuista, que le dedica al libro adjetivos como irreverente y sensible, mágico y americano.

El gobierno de los EE.UU. custodia un enorme diamante esférico extraterrestre de tres kilos: la Piedra Filosofal. En torno a ella se organiza esta novela iniciática, una odisea moderna sobre la búsqueda del conocimiento y de uno mismo a través de su protagonista, Daniel Pearse, una epopeya de forajidos sin jerga melancólica, sin nostalgia de los años ochenta, con magia y sociedades secretas, con drogas y rock’n roll; un viaje a través de los cuatro elementos hasta la conquista del fuego.

Un viaje que se inicia con este párrafo:

Daniel Pearse nació en un lluvioso amanecer, el 15 de marzo de 1966. No recibió un segundo nombre de pila porque su madre, Annalee Faro Pearse, estaba agotada después de dar con un primer nombre y un apellido, sobre todo con el apellido. Según sus más certeros cálculos, el padre de Daniel podría haber sido uno entre siete hombres. Annalee se inclinó por el nombre de Daniel por su sonido fuerte, y porque sabía que él debería ser fuerte.

Al nacer Daniel, Annalee era una huérfana de dieciséis años acogida por la Residencia Femenina de Greenfield, un centro de tutela de Iowa dirigido por las hermanas de la Santísima Virgen María, donde había sido internada por orden judicial tras intentar robar de la vitrina de una joyería una barra de plata de unos treinta gramos. Contó al agente que la detuvo que era una huérfana de la luna, y al juez le dijo que no reconocía la autoridad del tribunal para tomar decisiones sobre su vida. Se negó a colaborar y se limitó a dar su nombre: Annalee Faro Pearse. El juez la condenó a ingresar en Greenfield hasta que cumpliera dieciocho años.


Y que empieza a cobrar intensidad en la página siguiente:

La hermana Bernadette escudriñó el rostro de Annalee durante medio minuto y a continuación desvió la mirada hacia su barriga. Un músculo tembló en su mejilla fláccida.
-Parece ser que estás embarazada -dijo impertérrita.

Annalee removió su cuerpo pesado en la dura silla.

-A mí también me lo parece.

-Te violaron -suspiró la hermana Bernadette-. El niño será dado en adopción.
Annalee hizo un gesto de negación con la cabeza.

-No me violaron. Me folló un hombre a quien yo amaba. Me gustó. Quiero el bebé.
-¿Y quién es el afectuoso padre?
-No lo sé.

La hermana Bernadette juntó las manos sobre la mesa y parpadeó lentamente.
-¿No lo sabes porque nunca has sabido su nombre, o porque hay demasiados nombres que recordar?

Annalee vaciló un momento, tras el cual afirmó con rotundidad:

-Las dos cosas.

Entonces -la hermana Bernadette asintió con la cabeza y, de manera tajante, sentenció- eres una furcia y una ladrona.
Annalee se levantó; sus ojos azules le centelleaban.

-¡Siéntate, furcia! -gritó la hermana Bernadette, dando una manotada contra el escritorio y poniéndose de pie-. ¡He dicho que te sientes!
Annalee, que medía casi un metro ochenta y pesaba poco más de sesenta kilos, le rompió la mandíbula a la hermana Bernadette al primer puñetazo, un derechazo que le propinó con toda su alma.


Se publicó en 1990 y el prólogo de Pynchon es de 1997. En esos siete años, el autor de Mason & Dixon ya había captado el don profético de este libro asombroso y la capacidad visionaria de una novela que se anticipaba a la ciberrealidad.

Stone Junction
es un artefacto novelístico construido por un eficacísimo narrador, una bomba de relojería programada por un sabio desinhibido que se ha estado divirtiendo a fondo mientras la escribía.

A medio camino entre La búsqueda del grial y La conjura de los necios, esta epopeya alquímica es una obra sorprendente, descabellada y divertida.

Espléndidamente traducida por Mónica Sumoy Gete-Alonso, sus afortunados lectores no olvidarán la experiencia, se harán adictos a Dodge y muy probablemente caerán en la tentación de una relectura aún más alucinada, aún más placentera.

Santos Domínguez

11 febrero 2011

Pablo García Baena: Misterio y precisión


Pablo García Baena:
Misterio y precisión.

Edición de Celia Fernández Prieto.
Renacimiento. Sevilla, 2010.


Pablo García Baena (Córdoba, 1923) es uno de los poetas españoles fundamentales de la segunda mitad del siglo XX. En 1947, junto con Ricardo Molina, Julio Aumente y Juan Bernier, fundó la revista Cántico, de importancia capital en la renovación de la poesía española contemporánea. En torno a esa revista se organizó un grupo de escritores andaluces que practicaban una poesía de gran exigencia estética y recuperaban la brillante tradición culta del 27 que había interrumpido la guerra civil.

Alejado por igual del oficialismo madrileño del grupo Garcilaso y de la fría luz leonesa de Espadaña, el grupo Cántico fue una realidad literaria equidistante del preciosismo retórico de unos y del tremendismo negro y solanesco de los otros. Frente a la poesía arraigada y a la del desarraigo, Cántico creó un oasis de calidad en la poesía española de los años cuarenta y cincuenta.

De los poetas del grupo, Pablo García Baena es el de obra más sólida y dilatada. La publicación de sus libros se ve marcada por un prolongado silencio central. Al comienzo edita con evidente continuidad Rumor oculto (1946), Mientras cantan los pájaros (1948), Antiguo muchacho (1950), Junio (1957) y Óleo (1958). Hay un largo paréntesis hasta que en 1971 Almoneda recupera la voz de García Baena, que tiene una de las cimas de su segunda madurez en Antes que el tiempo acabe (1978). Tras recopilar en Recogimiento su obra escrita entre 1940 y 2000, en 2006 añadió a su bibliografía poética un libro mayor, Los campos Elíseos.

Marcada por la influencia del simbolismo juanramoniano, de Cernuda y los metafísicos ingleses, de Góngora y Aleixandre, la poesía de Pablo García Baena, de palabra estilizada y exuberante, es a la vez meditativa y sensual. Su tono elegiaco ante el tiempo, su marcado pesimismo de fondo, no oculta una celebración constante de la vida, la belleza y la naturaleza.

Entre el 18 y el 20 de noviembre de 2009, se celebró en Córdoba un congreso internacional que abordó la figura y la obra de Pablo García Baena, fijó una imagen global de su poesía y subrayó su importancia en la evolución de la poesía española posterior.

Ahora, editadas por Renacimiento y coordinadas por Celia Fernández Prieto, aparecen las actas del congreso en un volumen titulado Pablo García Baena: Misterio y precisión.

Misterio y precisión que son dos de las claves creativas de una poesía que surge de un conocimiento transfigurado y de la mirada elegiaca ante lo que fue –las palabras son del propio García Baena- “gloria momentánea: canción, carne, perfume.”

Los quince textos que recoge el libro son, lo señala la editora en su prólogo- una lectura de la obra del poeta “no tanto desde la distancia académica cuanto desde la estela de una afinidad.”

Una afinidad que combina la amistad con la interpretación, las semblanzas personales con la indagación en su mundo poético y su evolución con el reconocimiento de su resonancia en los poetas posteriores.

Y así, tras un texto preliminar del homenajeado y otro de Caballero Bonald, que hace un recordatorio poético del amigo, Mª Victoria Atencia revive la memoria de quien como ella fue testigo privilegiado de su obra, mientras que Fernando Ortiz y José Infante evocan su relación personal y literaria con el poeta.

La parte central recoge seis ponencias que iluminan la obra poética de Pablo García Baena: Antonio Colinas aborda las claves de su intensidad emocional y su tensión verbal, Guillermo Carnero analiza las constantes que atraviesan sus libros, González Iglesias, el reflejo vivo en ellos del universo clásico, Ruiz Noguera estudia el proceso de formación que culmina en la madurez de Antiguo muchacho, Luis Antonio de Villena, la presencia de los mitos de la infancia y la adolescencia en sus libros, y María Teresa García Galán, la importancia de las artes plásticas en la configuración de su estética.

En un último apartado -Huellas de Pablo en la poesía española- tres poetas cordobeses, Carlos Clementson, Juana Castro y Eduardo García, abordan desde distintas perspectivas la influencia de García Baena en la poesía posterior, el legado de una poesía de la mirada que culmina en Los campos Elíseos, donde se vuelven a fundir el misterio y la precisión que evoca el título de este volumen.

El primer texto de ese libro, El concierto, terminaba con una estrofa en la que se dan cita esas dos claves de toda la poesía de Pablo García Baena que aparecen en el subtítulo del volumen:

El joven violinista del cabello revuelto,
la mano del arco en el regazo amado

dice: tal vez sea la música,
igual a esa palabra almenada,
sólo misterio y precisión.



Santos Domínguez

09 febrero 2011

Años de vértigo


Philipp Blom.
Años de vértigo.
Traducción de Daniel Namjías.
Anagrama. Barcelona, 2010.

Cuando en el siglo XVIII Giambattista Vico definió los periodos históricos y culturales como ciclos sucesivos que obedecen a movimientos pendulares (del racionalismo al irracionalismo, del optimismo al pesimismo, de la prosa al verso) demostró su agudeza analítica y legó un inteligente instrumento crítico.

Lo que no pudo prever es la enorme aceleración de ese péndulo a partir de la segunda mitad del siglo XIX y sobre todo en el siglo XX, cuyos primeros años fueron testigos de una serie acelerada de transformaciones que cambiaron con rapidez la realidad histórica, social y cultural del mundo occidental. Y a ese movimiento vertiginoso alude Philipp Blom desde el título de su amplio, inteligente y ameno análisis de los primeros años del siglo XX.

Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914,
es el subtítulo de estos Años de vértigo que publica Anagrama. Un magnífico ensayo en el que Philipp Blom analiza quince años cruciales en la configuración de la cultura y la sociedad contemporáneas. A cada uno de ellos dedica los quince capítulos de un libro que, como su anterior Encyclopédie, combina rigor histórico, lucidez crítica y amenidad expositiva.

Ese es probablemente uno de los rasgos que hacen especialmente recomendable este ensayo que cuenta con enorme destreza narrativa lo que fueron esos años a través de la evocación de detalles triviales de la vida cotidiana y la intrahistoria. Sirvan como ejemplo estos tres párrafos iniciales:

Están en el arcén de una carretera arbolada, en el campo. Son, en su mayoría, hombres y niños varones, desbordantes de expectación. Cae sobre ellos el calor del verano. Miran la carretera que se extiende ante ellos hasta donde alcanza la vista. Se empieza a oír un débil murmullo. Un coche aparece en la línea recta entre los árboles, diminuto y envuelto en una nube de polvo, y va aumentando de tamaño con cada segundo que pasa. El vehículo se precipita a toda velocidad hacia los espectadores, propulsado por un potente motor, ruge aún con más fuerza... Es un espectáculo de potencia concentrada.

Entre el público, un joven de dieciocho años prepara la cámara para tomar la foto que lleva tiempo deseando hacer. El bólido se acerca, rugiente, vibrante de energía. Ya casi está ahí. El fotógrafo adolescente mira atentamente por el objetivo. Puede ver con claridad al piloto y al copiloto detrás del imponente capó; ve el número seis pintado en el tanque de gasolina; siente la onda expansiva producida por el ruido y la potencia cuando la máquina pasa a su lado a toda velocidad. En ese preciso momento ha apretado el disparador. Luego, cuando se asiente la polvareda, tendrá que esperar para ver cómo saldrá la foto.

Cuando ve la fotografía tomada ese veintiséis de junio de 1912 en el Grand Prix francés, el fotógrafo se decepciona. Del coche número seis sólo se ve la mitad, y el fondo ha salido borroso y extrañamente dilatado. El joven la descarta. Se llama Jacques-Henri Lartigue. La imagen que él considera un fracaso se expondrá cuarenta años después y lo hará famoso; será la prueba de toda la energía y la velocidad que tanta importancia tuvieron en los años que van desde el comienzo del nuevo siglo hasta el otoño de 1914.

En o alrededor de 1910, la naturaleza humana cambió, afirmaba Virginia Woolf en una conferencia sobre literatura. Quizá la realidad no fuera tan exacta como sostenía la autora de Las olas, que situaba el cambio en un mes concreto, el de diciembre, pero fueron quince años críticos que cambiaron el mapa del mundo, los valores sociales, el papel de la mujer, la maquinaria, la ciencia, el arte, la literatura y la música.

Pocas veces se acumulan en tan escaso tiempo tantas novedades y tantas aportaciones al pensamiento contemporáneo: el feminismo y Freud, Picasso y la teoría de la relatividad, los rayos X y Marinetti, Joyce y la crisis del lenguaje artístico, el genocidio colonialista del Congo y la angustia del patriarcado machista.

La velocidad de los automóviles, los primeros aviones, las cámaras fotográficas, el cine, las multitudes futuristas se suceden en este ensayo de ritmo rápido que refleja una acumulación de novedades y contradicciones, de incertidumbres y avances que contenían el germen del peligro.

Esa época problemática se inició con la Exposición Universal de París y con la muerte de la reina Victoria de Inglaterra, que había reinado durante 64 años, y desembocó en la Gran Guerra, con la que acabó definitivamente el mundo decimonónico, supuso el fin de una época, pero es analizada con rigor y contada con su destreza habitual por Philipp Blom, que destaca su potencia germinal y consigue acercar aquel mundo al nuestro a través de evidentes paralelismos, porque la historia sólo adquiere sentido desde la mirada del presente, desde la incertidumbre compartida con este comienzo del siglo XXI.

Apartados como La dinamo y la Virgen, Su Majestad y el señor Morel, Señoras de armas tomar, El culto de la máquina rápida o El crimen de Wagner enganchan desde el título, como su evocación del tráfago en las calles de París o de la Viena de Freud y Hofmannsthal, del domingo sangriento en la Rusia zarista, de las manifestaciones de las sufragistas y las prácticas naturistas de la juventud, de las carreras y de la locura y las gamberradas de los apaches en las noches parisienses.

Sus casi setecientas páginas hablan con agilidad sobre el dinamismo artístico y sobre el vértigo de la vida urbana. Y se leen con facilidad y con sostenido interés, como los quince capítulos, uno por año, de la novela con la que se abrió el siglo XX.

Santos Domínguez

07 febrero 2011

El microrrelato español


Irene Andres-Suárez.
El microrrelato español.
Una estética de la elipsis.
Menoscuarto. Palencia, 2010.

La literatura del nuevo milenio titula la profesora Irene Andres-Suárez, catedrática de la Universidad de Neuchâtel, el prólogo a su excelente estudio sobre El microrrelato español, un género emblemático del siglo XXI. Prosa ficcional, brevedad y narratividad son los rasgos distintivos de un género que da sus primeros pasos en el marco minimalista de la renovación literaria del siglo pasado.

Organizado en dos partes, el ensayo, que ejemplifica las aportaciones teóricas con una amplia y significativa antología de textos, estudia la evolución histórica del microrrelato, desde su origen en el modernismo y en las vanguardias de las primeras décadas del XX, con iniciadores como Juan Ramón Jiménez o Gómez de la Serna hasta su consolidación en los años ochenta.

Es a partir de ese momento de normalización cuando se delimitan sus rasgos distintivos, las claves diferenciales de su estructura y su tratamiento del lenguaje, su estatuto de autonomía genérica, la presencia de lo fantástico y el humor y las diferencias con otras formas fronterizas teatrales o ensayísticas.

La segunda parte se centra en el análisis de algunos de los autores y obras más representativos del género en España: Antonio Fernández Molina, Javier Tomeo, Luis Mateo Díez, José María Merino, Juan Pedro Aparicio, Julia Otxoa o Ángel Olgoso, cultivadores destacados de la estética de la elipsis que evoca el subtítulo de este ensayo esencial sobre el microrrelato que publica Menoscuarto en su colección Cristal de cuarzo.

La profesora Irene Andres-Suárez ofrece en este volumen una completa y rigurosa monografía que integra y sistematiza sus trabajos anteriores en torno al género del microrrelato y traza una poética espléndida de la narración hiperbreve.

Santos Domínguez

04 febrero 2011

Pedro Salinas. Poemas de amor


Pedro Salinas.
Poemas de amor.
Lumen. Barcelona, 2011.

Aunque se quitase un año, como acostumbraba a hacer, Pedro Salinas (1891-951) era el de mayor edad de los poetas del 27. Eso le permitió, por ejemplo, ser profesor de Cernuda en la Universidad de Sevilla, pero provocó también un notable distanciamiento personal de algunos de los poetas más jóvenes del grupo, que andaban entonces por Madrid ocupados en otros asuntos.

Dentro del 27, además de otras cosas, Salinas es el poeta del amor heterosexual, aunque -para que no todo sea tan convencional como parece a primera vista- la experiencia amorosa central en su vida y su poesía, fuera una relación extramatrimonial: la que mantuvo con Katherine Whitmore.

En Poemas de amor, Lumen propone una excelente antología de sus mejores poemas amorosos. Una selección que se abre con los textos de poesía pura o ultraísta de Seguro azar y Fábula y signo, en los que ya se prefiguran claramente algunos rasgos característicos de Salinas, como la búsqueda del ser profundo de la amada o la constante alusión vocativa a un por parte de un yo que no la despersonaliza, sino que ahonda en su realidad esencial.

Es una poesía de la afirmación amorosa, del sí exclamativo del deseo y la exactitud, como en la Amada exacta de Seguro azar:

Tú aquí delante. Mirándote
yo. ¡Qué bodas
tuyas, mías, con lo exacto!


Entre Presagios y el póstumo Confianza, Salinas elaboró su obra poética como una aventura hacia lo absoluto y el conocimiento. Buscó una voz propia en sus primeros libros por los caminos de la vanguardia y la encontró en un ciclo de poesía amorosa inspirada por Katherine Whitmore, entre la plenitud y el lamento.

El ciclo amoroso compuesto por La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento constituye una de las referencias cenitales del 27 y el momento central de la poesía de Pedro Salinas, un viaje siempre hacia el centro, hacia lo hondo, hacia una realidad que va más allá de la superficie y los nombres, hacia la alta alegría de una vida en los pronombres:

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!


El exilio abrió un paréntesis de silencio en la obra de Pedro Salinas hasta que en Puerto Rico se reencontró con la lengua y con la poesía, con el mar de El contemplado, que se prolongó luego en la voz civil y angustiada de Todo más claro.

Un reencuentro que supuso también, aunque ya de forma esporádica, la reaparición del tema amoroso en su poesía. El largo, desolado y espléndido Adiós con variaciones que cierra este cuidado volumen lo confirma con versos como estos, de su parte final:

Y al ver cómo tus ojos se cerraban
comprendí lo inminente:
que el mar iba a volver por lo que es suyo.
Y que aunque las auroras de este mundo
sigan acaso siendo tan diarias,
hay luces que no vuelven; que un cuerpo
no amanecerá nunca tu mirada.


Santos Domínguez

02 febrero 2011

Nuevas semblanzas y generaciones


Luis Antonio de Villena.
Nuevas semblanzas y generaciones.
Pre-Textos. Valencia, 2010.

Salvador Dalí en un teatro y Orson Welles en una marisquería son los dos famosos que abren las Nuevas semblanzas y generaciones, la galería de retratos que Luis Antonio de Villena publica en Pre-Textos.

Cincuenta y un retratos de escritores a los que trató personalmente el autor con más o menos frecuencia y cercanía, lo que le permite hablar de la vanidad de un Jorge Guilén octogenario, de la dentadura postiza de Gerardo Diego y sus problemas con una onomatopeya, del gusto de Juan Larrea por los cruasanes con mermelada, de Aleixandre el epéntico y la inteligencia intemperante de Rosa Chacel, de la antipatía de Alberti y el abismo órfico de María Zambrano.

Son muchos los personajes de la galería: un Gastón Baquero desastrado, culto y marginal, un García Baena claustral y pagano, una merienda con Borges, al que guiaba al baño, un Hierro orgulloso y cordial, los trucos líricos y las musas jóvenes de Umbral, la oscura distancia de Benet, Juan Goytisolo en su enfado permanente, la camaradería en la depresión con su hermano José Agustín, las salidas a la nocturnidad con Brines, el recuerdo lamentable de un Claudio Rodríguez al que rehuían en sus borracherías y al que dejaron a su suerte sobre un capó bajo la nieve porque los llamaban los urgentes placeres jóvenes de la noche. Una noche madrileña que podía ser menos civilizada aún tras la muerte de Ángel González.

Y escritores más jóvenes: un Gimferrer absurdo, un homosexual al que le gustan las mujeres- según él mismo-, Colinas y su misticismo taoísta, las rondas nocturnas con Leopoldo Mª Panero, la ambigüedad de Ana Rosetti tras sus abanicos de marabú, el elogio de las buenas maneras en Luis Alberto de Cuenca, una Almudena Grandes que habla muy alto y comparte anchos apetitos y fuerza natural con Luis García Montero o un Vicente Gallego camaleónico y audaz.

Intermediaciones y contactos, copetines y cuchipandas, autógrafos y comadreos se suceden en las páginas de estas Nuevas semblanzas y generaciones en las que –con un tono oscilante entre Gloria Fuertes y Antonio Gala- abundan también los retintines y las bromas de un yo vicario y evocador de visitas y literatura, de cenas poéticas y copas de madrugada, de semblanzas y vidas desmañadas.

Santos Domínguez

31 enero 2011

Casanova el admirable


Philippe Sollers.
Casanova el admirable.
Traducción de Mauro Armiño.
Páginas de Espuma. Madrid, 2010.

Una bellísima portada han elegido los editores de Páginas de Espuma para publicar la traducción que Mauro Armiño ha hecho de Casanova el admirable, un magnífico ensayo en el que Phillip Sollers se acerca a la figura del libertino Giacomo Casanova.

Un personaje complejo, huidizo e inabarcable, un filósofo de la acción, como señala Sollers, que ha querido recuperar en este ensayo biográfico-filosófico la imagen de Casanova como uno de los más grandes escritores del XVIII, un genio ensombrecido con frecuencia por el brillo de la leyenda o del escándalo. Casanova es un gran compositor -escribe Sollers-. Tanto en la vida como en la escritura. Trata de demostrar que su vida se ha desarrollado como si se escribiese a compás.

Agudo y reivindicativo, riguroso y brillante, más narrativo que ensayístico, Casanova el admirable es un libro repleto de propuestas para el lector actual, una lectura contemporánea de la obra de Casanova, un hombre del presente puro, un excepcional narrador que escribe para un lector del futuro porque fue un hombre del futuro.

Todo el mundo cree saber quién es Casanova. Están equivocados, escribe Sollers para abrir este libro que apareció en Francia hace doce años y es una reivindicación de la actualidad de las actitudes del libertino veneciano y de su calidad como escritor, uno de los mayores del XVIII, porque sus Memorias son una obra maestra, el proyecto de alguien que avanza en su verdad.

Junto con la denuncia de las falsificaciones que han deformado la imagen de Casanova, tergiversado y reducido a la condición de animal de circo, ese el propósito de Sollers, que ha elaborado una biografía espléndida del libertino ilustrado, de un hombre complejo, huidizo y oscuro, que habla tanto del personaje biografiado como del biógrafo.

Porque, como se podía esperar de la brillantez y la inteligencia del escritor francés, cada una de las páginas de este libro, con Mozart y la partitura del Don Giovanni al fondo, cada uno de sus párrafos, es un dardo que da en el centro de la diana, un recorrido minucioso por su vida y su memoria, por las ciudades y las mujeres, por las estaciones sucesivas que jalonaron su biografía, su imparable huida hacia adelante y alimentaron la línea argumental de su recuerdo entre Venecia y el castillo de Bohemia donde narró su vida y consumió sus últimos años mientras escribía líneas tan memorables como estas:

Yo soy el sabio en el sillón sombrío. Las ramas y la lluvia se lanzan contra la ventana de la biblioteca.

Santos Domínguez

28 enero 2011

Heroidas


Ovidio.
Heroidas.
Traducción de Vicente Cristobal López.
Prólogo de Maruja Torres.
BackList Clásicos. Barcelona, 2010.

Me abraso como se abrasan las mieses en una fértil campiña, cuando los Euros indómitos avivan el fuego. Faón visita ahora los campos lejanos del Etna Tifoide; a mí me domina un ardor tan intenso como el fuego del Etna. Y no se me ocurren canciones que asociar a las bien templadas cuerdas. Las canciones son producto de una mente desocupada. Ni me agradan ya las muchachas de Pirra o Metimna, ni ninguna de las otras de Lesbos.

Esas líneas, que forman parte de una misiva ardiente y desesperada de Safo a Faón, pertenecen a las Heroidas, un conjunto de veintiuna cartas –la mayoría femeninas, la mayoría despechadas y llenas de insatisfacción amorosa- que Ovidio escribió poco antes de purgar sus días disipados en el destierro del Ponto Euxino. Salvo esta, todas estas epístolas elegiacas las atribuyó a la mujer de un héroe mitológico o al héroe que la responde.

En estas cartas -de Penélope a Ulises, de Briseida a Aquiles, de Fedra a Hipólito, de Dido a Eneas, de Ariadna a Teseo, de Medea a Jasón, de Paris a Helena y de Helena a Paris, de Leandro a Hero o de Hero a Leandro- está posiblemente el mejor Ovidio, el más intensamente lírico.

El autor de estas Heroidas es un poeta con más sutileza erótica que en el Ars amandi, más cercano a lo sagrado que en las Metamorfosis y más próximo a la sensibilidad del lector actual que en cualquiera de esas otras obras.

A esa proximidad, que hace de Ovidio -como de todo verdadero clásico- un contemporáneo nuestro, no es ajena la excelente traducción de Vicente Cristobal López que acaba de publicar en BackList, con un prólogo de Maruja Torres, que presenta a Ovidio como El hombre que comprendía a las mujeres.

Tanto las comprendía, que aquí se puso no en su piel, sino en sus venas para hacerlas hablar en un tono elegiaco, con la urgencia del deseo o de la desolación de las pérdidas, con la intensidad de la pasión o la intimidad de la tristeza.

Así construyó una espléndida obra coral cuyas voces femeninas interpretan la misma partitura: una polifonía de la tristeza de mujeres enamoradas y abandonadas.

Santos Domínguez

26 enero 2011

El mar de iguanas



Salvador Elizondo.
El mar de iguanas.
Atalanta. Gerona, 2010.

Hay solamente noche y primavera, escribía el mexicano Salvador Elizondo (1932-2006) la noche del 4 de marzo de 1988 en el primero de sus Noctuarios, uno de los cinco cuadernos que completó entre 1986 y 1997. Otro mes de marzo, dieciocho años después, murió Elizondo y ya hubo sólo noche para él.

Junto con Noctuarios, Atalanta acaba de reunir en el volumen El mar de iguanas la Autobiografía precoz y los relatos Ein Heldenleben y Elsinore de un excepcional escritor, uno de los fundadores de la revista Vuelta y de la contemporaneidad en la literatura mexicana.

Con un prólogo de Adolfo Castañón, que hace doce aproximaciones a la obra de Elizondo, El mar de iguanas, que era el título de una obra proyectada y no realizada, recopila una parte significativa de la escritura potente de su autor.

Profesor, articulista, ensayista, poeta y traductor de Paul Valèry, Malcolm Lowry y Poe, excéntrico y contradictorio, mexicano y europeo, experto en cine y en literatura, Elizondo fue uno de los intelectuales más unánimemente elogiados por compatriotas como Monsiváis, Fuentes, Paz o Margo Glantz.

La Autobiografía precoz, que escribió a los 33 años, recoge los recuerdos de infancia y juventud de Elizondo y sus primeros merodeos por el filo de la navaja, por la cercanía del abismo que fue el espacio natural de su vida y su literatura, que cuenta –las palabras son de Carlos Fuentes- el combate universal entre el cuerpo y el lenguaje.

El descubrimiento del cuerpo y la desnudez, la génesis de la melancolía, el estado de ánimo que comparte con Cristo y con Jack el Destripador, la pasión amorosa por Silvia y sus amores descompuestos, la locura latente que finalmente estalló y le recluyó en un manicomio, la reflexión sobre la poesía y el lenguaje, sobre el cine de Eisenstein y la pintura, el recuerdo de ciudades como Roma, París o Nueva York, el malditismo como opción ética, la crueldad y la locura compartidas con Sade y con Bataille, la caligrafía china, la poesía de Pound y el alcohol.

Todos esos materiales caben en las apretadas e intensas páginas de esa Autobiografía precoz recorrida por una mirada lúcida y crítica en la que se superponen -como en los montajes cinematográficos con los que estaba tan familiarizado Elizondo- los temas, los tonos y los géneros para proponer –como en el cine de Eisenstein y en los ideogramas chinos- un nuevo sentido, distinto y más complejo del que tenían aisladamente.

No es la única propuesta combinatoria que aparece en El mar de iguanas. Sus textos promueven un diálogo constante entre el diario y el relato, entre el ensayo y la poesía.

Por ejemplo, Ein Heldenleben, un cuento que toma título de un poema sinfónico de Richard Strauss, reconstruye la memoria infantil del nazismo y la Guerra Mundial desde el México de los años cuarenta.

O Elsinore, una novela corta y autobiográfica que se ambienta en un internado militar de California con el nombre del castillo danés de Hamlet. Ese colegio donde estudió Elizondo después de la Segunda Guerra Mundial enmarca un autorretrato del artista adolescente del que dijo Octavio Paz que fundía la ligereza y la inteligencia, la gracia y la melancolía.

Cierra el libro la escritura nocturna de los Noctuarios, que reflejan a un Elizondo mallarmeano, maduro y culminante. Son textos distintos a los diurnos en tono y temas, porque -como escribe el 19 de noviembre de 1986- tiene que haber una diferencia de estilo entre los pensamientos que se producen de día y las ideas que surgen de noche.

Y así estos textos son una exploración que se interna en un territorio cercano a la poesía, en el terreno del sueño, la muerte, el desvelo y el duermevela, en la oscuridad a ratos lúcida de las noches de alcohol y marihuana. Pero además de eso, estos diarios nocturnos trazan un itinerario de ciudades y lecturas cuyo sentido resumen estas líneas:

me pasé la primera etapa tratando de hablar con los vivos, es decir viajando, la segunda con los muertos, o sea leyendo, y pienso que ha llegado la de ponerme a hablar de los vivos y de los muertos conmigo mismo.

Aunque este volumen no sea exactamente la concreción del proyecto misceláneo que Elizondo quería titular El mar de iguanas, es un homenaje que su autor hubiera agradecido como lo agradecemos ahora quienes tenemos el privilegio de leerlo para comprobar cómo la dureza de algunas de sus páginas convive con una prosa magistral, de la que deja constancia el comienzo de la Autobiografía precoz:

Beda, el Venerable, compara la vida humana al paso de una alondra extraviada que penetra en un recinto, lo cruza fugazmente y vuelve a salir hacia la noche.


Santos Domínguez

24 enero 2011

Clarín. Narrativa completa

Leopoldo Alas «Clarín».
Narrativa completa.
I. Cuentos.
II. Novelas.
Edición, introducción y notas de Francisco Caudet.
Cátedra Bibliotheca AVREA. Madrid, 2010.

Con excelentes prólogos de Francisco Caudet sobre la evolución y la conciencia crítica del Clarín cuentista y sobre la génesis de dos estrategias narrativas en sus dos novelas, la Bibliotheca Avrea de Cátedra reúne la narrativa completa de uno de los grandes autores de la segunda mitad del XIX en Europa en dos tomos cuidados en detalle.

Nadie discute la importancia de Clarín, reconocido como el mejor escritor de relatos cortos del siglo XIX en España y como autor de la mejor novela que –junto con Fortunata y Jacinta- dio en nuestro país aquel siglo agitado y prosaico.

El primer volumen recopila los relatos breves y las novelas cortas. Cerca de ciento cincuenta narraciones en las que, como señaló Carolyn Richmond, Clarín elabora una autobiografía ficticia a través del análisis de la psicología y la conducta de sus personajes en libertad. Ambientados en espacios rurales o urbanos de Asturias o en el Madrid que conoció de estudiante, reflejan el aprendizaje y la madurez de un narrador en el que coincideron de manera inusual la conciencia crítica y la solidez técnica en un camino de perfección que lo llevó de la sátira costumbrista a la denuncia sociopolítica.

Fueron, evidentemente, muchos, demasiados cuentos los que escribió Clarín. Casi todos ellos reflejan una inconfundible unidad de estilo, pero también una inevitable irregularidad que hace que convivan en estas ediciones completas los relatos prescindibles con obras maestras del género como Pipá, ¡Adiós, Cordera!, El frío del Papa o El dúo de la tos.

Corazón y cabeza, cielo y suelo, deseo y frustración, idealismo y realidad suelen estar en el centro de un debate en el que los personajes caeen con frecuencia en el bovarysmo y se crean una imagen falsa de sí mismos. Esos rasgos, comunes a los cuentos y a novelas cortas como Doña Berta, Cuervo y Superchería, se convierten en líneas de comunicación con la técnica novelística de La Regenta y Su único hijo.

No es el único trasvase de maneras de narrar: la mirada irónica de quien se siente, como antes Quevedo y luego Valle-Inclán, superior a sus criaturas, la atención al detalle y a la minuciosidad descriptiva de exteriores e interiores comunican también la narración larga con las formas breves que Clarín simultaneó durante sus años más creativos.

El segundo volumen, además de La Regenta y Su único hijo, recupera las diez novelas que Clarín dejó sin terminar. A desbrozar las estrategias narrativas que están en su base dedica Francisco Caudet el prólogo de ese tomo, cuyo eje es Vetusta y la sinfonía de voces y murmullos que es la banda sonora de esa ciudad gobernada desde los confesionarios, los salones aristocráticos y las tertulias del casino.

En esas dos novelas, repletas de personajes inolvidables, un Clarín pre-proustiano que se mueve entre el realismo y el simbolismo, entre el impulso romántico y la observación naturalista, indaga aún con inseguridad en un territorio narrativo que exploraría Proust decisivamente algunos años después.

Como en sus mejores relatos breves, la técnica compositiva se pone en estas novelas al servicio del análisis del hombre interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad. Una técnica que llega a lo más profundo de unos personajes en los que conviven lo lúgubre y lo luminoso, la poesía y la prosa, lo blanco y lo negro, lo material y lo espiritual.

Como en todos los libros de la Bibliotheca Avrea, las abundantes e ilustrativas notas se colocan al final de cada tomo para no interrumpir la lectura fluida de los textos en una edición que será de referencia obligada en los próximos años.

Santos Domínguez