07 mayo 2025

Mario Praz. La voz tras el escenario

 


Mario Praz.
La voz tras el escenario. 
Una antología personal. 
Traducción de Pilar González Rodríguez. 
 Atalanta. Gerona, 2025.

Me he preguntado muchas veces el porqué del invariable efecto que produce en los espectadores un canto detrás del escenario que parece resumir o comentar musicalmente las acciones de los personajes. Es un recurso antiguo y que se ha usado hasta la saciedad, pero, por antiguo y usado que sea, sorprende, conmueve, causa estremecimiento. Y por mecánico que pueda parecer el diálogo con el eco, en el que el eco, repitiendo el final de la última palabra de un personaje, parece dar respuestas sensatas o hacer oscuros apuntes sobre su destino, la popularidad de este motivo, su vitalidad (desde un epigrama de la Antología palatina, pasando por Erasmo, Tasso, John Webster, hasta la parodia en Hudibras y el obituario en el Spectator), nos demuestra que evidentemente se veía en él algo más que un peregrino concepto. 
El canto detrás del escenario nunca carece de eficacia porque los hombres sienten confusamente que hay un canto detrás del escenario de su propia vida; las respuestas oportunas del eco han deleitado y conmovido a generaciones porque en ese ingenuo juego de ingenio se insinuaba un juego más sutil y no solo capcioso; porque hay momentos en los que, en efecto, parece que ante nuestras palabras, ante nuestras acciones, un eco se despierta en el seno del mundo invisible. ¿Y el camino hacia ese mundo invisible? Se podría responder con Mefistófeles: Kein Weg! Ins Unbetretene... Ningún camino hacia la soledad incorpórea que es la matriz de todas las imágenes y de todos los destinos humanos. Inaccesibles son las formidables Madres, tal como las imagina Goethe, pero a veces, con una casual palabra puesta en boca de alguien cercano a nosotros, con la frase de un libro que cae bajo nuestra mirada, ellas nos atestiguan su presencia; y, precisamente porque está cargada con todo el peso de esa presencia, esa palabra, esa frase, fragmento de nuestro arquetipo, falsilla de nuestro destino, hace que nos estremezcamos.

Con esos dos párrafos cierra Mario Praz (1896-1982), uno de los más interesantes ensayistas italianos y europeos del siglo XX, un artículo de 1943 que tituló ‘La voz tras el escenario’, recogido en 1945 en el volumen Motivi e figure.

Y el título de ese texto es el que Praz eligió para la antología personal que publicó en 1980 y que edita ahora por primera vez en español Atalanta en su colección Memoria mundi con una espléndida traducción de Pilar González Rodríguez y con diecisiete ilustraciones en blanco y negro.

Lo primero que llama la atención de quien se acerca a la obra de Praz es la multiplicidad de intereses intelectuales que reflejan sus libros. Además de hacia la cultura anglosajona o hacia el arte y el mobiliario de estilo Imperio que abordó en un temprano Gusto neoclásico (1939), Praz proyectó su mirada culta y nostálgica hacia una Europa desaparecida. Es una mirada interpretativa y caleidoscópica que funde pasado y presente, belleza y horror con la perspicacia del lector sabio, la agudeza del crítico de arte y la inteligencia policéntrica del erudito. 

De esa capacidad integradora son buenas muestras La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (Acantilado, 1999), Mnemosyne. El paralelismo entre la literatura y las artes visuales (Taurus, 1979), Imágenes del Barroco. Estudios de emblemática (Siruela, 2006) y desde luego el medio centenar largo de textos que reunió en La voz tras el escenario.

En el Prefacio que escribió para introducir el contenido del volumen, Praz recuerda cómo empezó todo con un encargo de Giovanni Papini para que tradujera los Ensayos de Elia, de Charles Lamb: “Tuvieron que pasar años antes de que la semilla, lanzada más o menos al azar por Papini, prendiese y germinara. No sé si peco de modestia o de presunción al confesar que siento mis ensayos como rebrotes o una segunda hierba en el mismo campo donde florecieron los Ensayos de Elia.”

Rememora Praz en ese iluminador Prefacio una trayectoria ensayística que se inició en 1943 con la colección Flores frescas y se prolongó con el ya citado Motivos y figuras, una colección de artículos que “tuvo una circulación que podría definirse como semiclandestina”, y las sucesivas La casa de la Fama, Las vueltas del tiempo, El jardín de los sentidos o La casa de la vida.

Una trayectoria ensayística que aborda una amplísima constelación de temas que esta antología recoge en parte: la aproximación personal y literaria a la estética y el ensayismo de Vernon Lee; un recorrido por el Londres casi desaparecido de Charles Lamb; las profundas reflexiones culturales tras una corrida de toros en su viaje a España en 1928; la belleza de Medusa en la poesía de Shelley y la estética del horror; “el íntimo nexo entre crueldad y voluptuosidad, entre placer y dolor” en Novalis y en Baudelaire; el decadentismo en la obra de D'Annunzio; la admiración distante por Swinburne en su centenario; la Vanitas en la pintura holandesa y en la literatura del Barroco; Carlos V en Yuste, entre los relojes y los autómatas acuáticos ingeniados por Juanelo Turriano; la sensualidad de la belleza en la obra gráfica y literaria de Winckelmann; la reivindicación del estilo Imperio y su reflejo en la literatura; la poesía metafísica inglesa y la literatura de emblemas y empresas; la filosofía del mobiliario y el coleccionismo o un magistral ensayo sobre las ruinas de Piranesi, un genio trágico, “un septentrional hechizado por la magnificencia de Roma y por ese mito de Roma que, basado o no en sólidos fundamentos, fue un fermento poderoso en el desarrollo cultural y artístico de Roma.”

Crítico e historiador del arte y de la cultura, traductor, entre muchas otras,  de la obra completa de Shakespeare y de La tierra baldía de Eliot, estudioso de la literatura inglesa, especialista en arte neoclásico y en emblemática barroca, coleccionista asombroso e intelectual imprescindible, Mario Praz reunió al final de su vida en esta antología personal, además de su autorretrato intelectual y su riquísimo testamento ensayístico y vital, una parte esencial de la memoria cultural europea.

Están aquí también las pinturas de interiores de su magnífica colección y las figuras de cera en la literatura; las bellezas de Florencia y la luz cruda de un Liverpool lleno de humo y chimeneas; los paisajes neoclásicos de las ciudades fluviales y sus atardeceres anaranjados y la civilización de las villas italianas que “por más que presuman de ser obras maestras de la arquitectura, dicen mucho sobre el gusto de sus habitantes, sabios al elegir lugares encantadores para residencias, buenos arquitectos para las construcciones y los jardines, pero indiferentes a la elegancia interior”; la herida abierta en el Borgo San Jacopo y las altas terrazas romanas; los retratos de Madame Récamier, la dama en el sofá, y el Estudio para la mano de Dios que Rodin esculpió tres semanas antes de su muerte; un busto de Canova y una copia del Cancionero de Petrarca; la fotografía de grupo de una clase del Liceo Galileo en Florencia en 1912 y el futuro dispar que aguarda a los retratados; las voces cambiantes de un borracho bajo la ventana -de “¡Solo Dios!” a “¡Rusia!”- y la plebe voluble, primero fascista y luego comunista; la Balada de las damas de antaño, de Villon, y un Alcibíades feminizado; el Jardín cerrado del Caballero y el Jardín encantado de Armida; las novelas de Trollope y las imágenes reflejadas en los espejos; el paso del tiempo y la pérdida de la identidad; el primer canto de los ruiseñores en el jardín y la maldad de Melusina; las sillas voladoras en un parque de atracciones de la periferia romana y el ‘Retrato de un epicúreo’, un texto de 1945 que cierra la antología y en el que no es difícil reconocer la imagen del propio Mario Praz:

El innato deseo de calma había recibido en él nuevo alimento por las circunstancias públicas y privadas a las que la suerte lo había lanzado. Hecho para vivir en el jardín de Epicuro o en el tranquilo ambiente de una villa victoriana, había venido al mundo precisamente en el período más turbulento de la historia, entre guerras, revoluciones, invenciones apocalípticas y un caos universal, como si a cada paso le pusieran bajo las narices un trozo de carne podrida diciéndole: «Eres hombre, recuerda que eres hombre».

“Encontrarán, por tanto, en esta antología -anunciaba Praz en el Prefacio- muchas cosas comidas por las polillas, pero no siempre de poca importancia: entre los viejos títeres de un teatro extinguido encontrarán también un Satanás desinflado y un rey con la corona torcida cuyo cetro cuelga atado a su mano inerte; hallarán muchas cosas de las que nunca han oído hablar y algunas cosas de las que han oído hablar demasiado; pero el armario, al abrirlo, no solo desprenderá olor a alcanfor. Algunos de estos ensayos fueron escritos en años duros, de cataclismos, ¿como no iban a dejar su impronta? Es un armario de curiosidades, pero, después de todo, las curiosidades no son solo queridas cosas viejas, muertas y extrañas. Hay una fuente secreta de frescura incluso en las naturalezas muertas, como la semilla enterrada en la tumba de los faraones, que era capaz de germinar incluso después de tres mil años a oscuras.”

Santos Domínguez

 

05 mayo 2025

Sergio del Molino. Dos tardes con Joseph Roth

 

Sergio del Molino.
Dos tardes con Joseph Roth.
Alianza editorial. Madrid, 2025.

“Roth murió joven, a los cuarenta y cinco años, y escribió rápido, mucho y bien. Hay varios itinerarios de lectura posibles. Se le puede empezar a disfrutar por muchas partes y en muchos órdenes, pero no es mi intención agotar aquí todas las posibilidades, sino centrarme en una selección de sus títulos que trace una idea coherente de quién fue. Es esta una lectura personal de un escritor que me apasiona, mediante una selección de textos subjetiva que no pretende sentar cátedra ni cuestionar las lecturas canónicas que la academia ha establecido de una figura que no siempre se ha considerado tan central e indiscutible como la consideramos hoy. Propongo un paseo por mi Joseph Roth, por aquellos aspectos que más me conmueven o creo entender mejor, que son los que me han permitido conocerme a mí mismo como escritor”, escribe Sergio del Molino en la ‘Nota sobre la selección literaria’ que abre sus Dos tardes con Joseph Roth, un volumen que forma parte de la espléndida colección Dos tardes que bajo su dirección como editor invitado edita Alianza Editorial, que ha publicado ya otros dos títulos: Dos tardes con Kafka, de Manuel Vilas, y Dos tardes con Jane Austen, de Espido Freire.

“Este ensayo -añade en esa misma ‘Nota’- se centra fundamentalmente en seis obras que considero representativas y una buena introducción al universo rothiano. Cinco de ellas se publicaron en vida y una es póstuma. Se trata de La marcha Radetzky, Job, Tarabas, El peso falso, Judíos errantes y La leyenda del Santo Bebedor. Me apoyo en sus textos, los interpreto a mi manera, con mis ojos devotos de lector, pero también de colega aprendiz, y rastreo en sus prosas correspondencias y claves de la propia vida de Roth. Su obra es más amplia. Aunque he dicho que es abarcable, en cierta forma es también inagotable, riquísima en lecturas y códigos secretos. Aquí sólo invito al lector a unas catas. La decisión de sumergirse del todo (con sus riesgos) es completamente suya.”

La crisis y la ruina de la Europa de entreguerras tiene en Joseph Roth (Galitzia Oriental, 1894-París, 1939) uno de sus símbolos. Quizá también una de sus consecuencias, porque su decadencia personal, su autodestrucción con el alcohol y el desarraigo del exilio, el abandono en los cafés y los hoteles parisinos son una metáfora de un mundo que moría con Joseph Roth, con su misma indigencia.

Autor de novelas memorables, como La leyenda del Santo Bebebor o La marcha Radetzky, Roth fue, mientras se lo permitieron las circunstancias y los límites de su propia degradación, un testigo lúcido de aquella Europa que se descompuso con el imperio austrohúngaro.

“Sólo empezando por La marcha Radetzky -afirma Sergio del Molino- se puede entender qué es y qué no es la literatura de Joseph Roth.” Porque esa novela, añade, es “un responso, una manera de velar el cadáver de un país que casi nadie echaba de menos en 1932, el año en que se publicó la novela.”

Cuando le preguntaban por el libro favorito de entre los suyos, Roth señalaba su Job: historia de un hombre sencillo, que seguramente es su cima literaria y la más lograda expresión de su talento narrativo y de su visión del mundo a través de la reinterpretación contemporánea de un tema clásico de raíz bíblica. Una obra crucial que en palabras de Sergio del Molino “no es una novela de argumento, sino de lenguaje” y que tiene su base ideológica y la exposición más cumplida del ideario que la sustenta en las crónicas viajeras de Judíos errantes, “un viaje al corazón de las propias tinieblas, una vuelta al origen, una exploración intimísima de la identidad” y un retrato de las comunidades judías del este de Europa.

De aquella Europa perdida para siempre, de aquellos ideales decaídos y arrasados primero por las consecuencias de la derrota en la Gran Guerra y luego por el nazismo, dejó testimonio Roth en sus obras narrativas, y sobre todo en sus centenares de artículos periodísticos en los que denunció la ideología hitleriana y sus crímenes.

“Si hubiera vivido un poco más, apenas tres años -escribe Sergio del Molino-, Joseph Roth habría asentido ante la escena de Casablanca en la que el mayor Strasser le pregunta a Rick por su nacionalidad. «Soy un borracho», responde este. Roth habría contestado lo mismo si alguien le hubiera preguntado. Todos sus lectores lo sabemos porque lo dejó clarísimo en sus libros, en sus dibujos y en lo que los biógrafos han descubierto de su vida.”

‘Nacionalismo borracho’, ‘El judío huérfano’, ‘El libro bandera’, ‘El holocausto inevitable’, ‘Todos miraban cómo bebía el judío’ y ‘La recurrente imagen del espejo’ son los elocuentes títulos de los seis capítulos en los que Sergio del Molino organiza este sugerente ensayo de introducción al mundo de Roth, alcohólico lúcido y profeta del holocausto, judío ucraniano y apátrida errante, nómada por vocación y por destino, notario elegíaco de un tiempo que desapareció con la caída del Imperio Austrohúngaro, monárquico nostálgico y reaccionario, exiliado de un mundo perdido, en lucha constante consigo mismo y novelista y cronista imprescindible por sus aportaciones decisivas a la memoria de la identidad europea.

Esos son algunos de los rasgos que se destacan del escritor en este “viaje al corazón literario de Joseph Roth” de la mano y la mirada de Sergio del Molino, que se pregunta en este magnífico ensayo de incitación a su lectura:

“¿Qué era Joseph Roth, si no era judío, ni católico, ni austriaco, ni alemán, ni polaco, ni soviético? Tampoco era un escritor germánico, pues se adelantó a la prohibición y quema de libros de los autores judíos en el Tercer Reich. Antes de que lo echasen, se marchó él y prohibió la edición de sus obras en territorio alemán. Era una chulería de borracho, el arrebato de dignidad del pendenciero ante la mirada amenazante del tabernero.”


Santos Domínguez 

02 mayo 2025

Marco Porras. Gerardo

  

Marco Porras.
Gerardo.
Eolas Ediciones. León, 2025.


Gerardo salió al encuentro, como el duende que sorprende en el bosque a un buscador de setas. Néstor Rubial, periodista inepto para la ficción, llevaba meses atascado en las primeras páginas de su presunta novela, empecinado en apuntalarla con algún personaje histórico de relieve. Anhelaba un héroe, un protagonista, una celebridad, justo lo contrario de cuanto Gerardo le mostró a Rubial en aquella primera visión: solo era un nombre en la sombra, un secundario, uno de esos vagones grises que los anales desvían a las vías muertas, donde se detienen casi en silencio.
Tentado por un goloso anticipo, acorde con su reputación profesional, Rubial había dejado temporalmente su trabajo como periodista de crímenes y sucesos. El paréntesis cuajó más por fatiga mental que por genuina vocación literaria. Viudo reciente y apático para nuevos vínculos amorosos, creía que escribir una novela añadiría pizcas de sal y pimienta a su rutinaria existencia.


Así comienza ‘Aparición’, el capítulo inicial de Gerardo, la primera novela del periodista y escritor Marco Porras, que acaba de publicar Eolas Ediciones.

Está inspirada en un personaje histórico, Gerardo Salvador Merino (1910-1971), que tuvo cargos relevantes en la Falange como jefe provincial en La Coruña y en el primer franquismo (fue el primer jefe de la Delegación Nacional de Sindicatos, los sindicatos verticales), hasta que fue cesado fulminantemente en 1941 por supuestos vínculos con la masonería y condenado a doce años de prisión, conmutados por esos mismos años de confinamiento en Ibiza, aunque sería rehabilitado profesionalmente y ejercería como notario en Sardañola. Esa actividad le serviría para vincularse con el mundo empresarial y ascender a la cúpula directiva de Motor Ibérica o Tabacos de Filipinas, donde coincidió con Jaime Gil de Biedma, hijo del consejero director de la compañía.

Será ese periodista de sucesos, Néstor Rubial, “inepto para la ficción” y acuciado por su editora, quien tras esa aparición encuentre en la figura de Gerardo la materia que buscaba para su novela:

Gerardo Salvador Merino -Gerardo a secas, como era costumbre entre falangistas-, entonces apenas intuido, le salió al paso como un inesperado bandolero de caminos, cuando más perdido se encontraba el escritor, ávido de inspiración. Se hallaba despistado entre la historia bélica del siglo XX, fronda feroz de guerras sin cicatriz, donde cada quien solo llora a sus muertos.
Así surgió Gerardo, sin apellidos, como tantos le conocieron. Poco a poco, vestido de camisa azul mahón, Gerardo se convirtió en una presencia doméstica para Rubial.
Aquella compañía fantasmal, ni anhelada ni evitada, vagaba a diario por la casa, lo acompañaba a comprar el pan, se metía en su dormitorio…, claros síntomas de que debía dedicarle atención. Así que el escritor le planteó a Gerardo -y se planteó a sí mismo- no pocas preguntas, un largo cuestionario que bien podría resumirse en un único interrogante: ¿quién fue Gerardo?”

A partir de ese momento de revelación y a lo largo de la novela, conducido por la investigación creciente y fructífera de Rubial, el lector asiste a una ágil narración que recrea la peripecia vital del personaje, su complejidad enigmática, sus aristas desconocidas. Y también a la relación entre el novelista y el personaje, a la reflexión metaliteraria de Rubial sobre su novela en marcha, sobre el proceso de construcción de la obra.

Sólidamente documentada -no en vano Marco Porras es periodista de formación y ejercicio- y planteada, desarrollada y resuelta con solvencia, pues el autor tiene acreditada ya una trayectoria narrativa apreciable en el terreno del relato breve, esta novela se organiza en ocho partes tituladas con versos del Cara al sol, el himno falangista.

Sus noventa y nueve capítulos breves, de títulos precisos que resumen su contenido en una palabra, están construidos como viñetas o secuencias rápidas que aseguran el ritmo narrativo y desarrollan la figura de un personaje que se va perfilando como “un Gerardo idealista, temperamental, enérgico, ambicioso, inteligente, con mimbres de líder.”

Un líder capaz de encabezar una rebelión de presos en Fuente Álamo y tomar Cartagena y que, tras recibir la Laureada de San Fernando como héroe de guerra, después de su caída en desgracia y su expulsión de la política, acabó ejerciendo ese liderazgo en el ámbito privado  de los negocios hasta su muerte repentina por infarto el 31 de julio de 1971.

Se va delimitando así, sobre el agitado telón de fondo de la Segunda República, la Guerra Civil y la posguerra, el contorno humano del personaje, su trayectoria profesional como notario y su actividad política en la Falange, aunque “las aristas del Gerardo más político descolocan a Rubial.”

Cierra la novela un recuento del amplio número de personas y personajes que la pueblan, enumerados por orden de aparición, un orientador Dramatis personae que, a la manera de Álvaro Cunqueiro, resume los rasgos más significativos de un elenco de personajes relacionados directa o transversalmente con la historia del protagonista.

Decenas de personajes que ayudan a componer el panorama global de la España en la que vivió Gerardo, porque esta no es solo una novela de protagonista, sino un reportaje sobre el decisivo periodo histórico en el que se desarrolló la peripecia existencial de aquel “hombre activo, ambicioso e idealista que era Gerardo”.

Santos Domínguez 


30 abril 2025

Manuel Vilas. Dos tardes con Franz Kafka

 



 Manuel Vilas. 
Dos tardes con Franz Kafka.
Alianza Editorial. Madrid, 2025.


“Dos tardes no bastan para leer a un escritor. Pero dos tardes sobran para enamorarse. Dos tardes sobran para que las amistades echen a andar. Esta nueva colección de Alianza reivindica la profundidad que se esconde en la ligereza de dos tardes. Ese es el tiempo medio que los lectores pasarán con estos libros. La esperanza de sus autores —y la mía, padrino del invento— es que estas dos tardes sean solo las primeras que los lectores pasen en compañía del escritor objeto de cada título”, escribe Sergio del Molino en ‘Dos tardes para leer juntos’, el prólogo de la colección Dos tardes que dirige como editor invitado en Alianza Editorial, en la que han aparecido ya los tres primeros volúmenes: Dos tardes con Franz Kafka, de Manuel Vilas; Dos tardes con Jane Austen, de Espido Freire y Dos tardes con Joseph Roth, del mismo Sergio del Molino.

Así comienza Manuel Vilas el Epílogo de Dos tardes con Franz Kafka, que ha construido como un diccionario cuyas entradas son asedios y homenajes de lector agradecido al mundo de Kafka. Así comienza la que aparece bajo la voz Arte:

Franz Kafka no escribió ni una sola palabra que no contuviera todos los misterios de la vida y de la muerte. ¿Cómo lo hizo? Ni una descripción accesoria, ni un adjetivo prescindible, ni un sustantivo de más, ni un verbo sin cuchillo dentro.
Esto es un prodigio, porque no se da en ningún otro escritor. No se da ni en Cervantes ni en Shakespeare ni en Proust ni en Tolstói.
Esto pasa solo en Kafka.
Es arte todo el rato, no hay marco como en Las meninas o en La Gioconda .
Todas las frases son importantes.
Todos los diálogos de las narraciones de Kafka son trascendentes, insustituibles, mágicos y no contingentes.
A esto solo puedo llamarlo arte.
No vale la pena leer literatura si no llegas a Kafka.
Amo la literatura si está Kafka dentro, si Kafka no estuviera dentro de la literatura, la literatura sería como la marquetería, el aeromodelismo, la petanca o las oposiciones a notario.
No me enseñaron la literatura de Kafka en la universidad, donde curiosamente estudié literatura, ¿tiene explicación eso?
Kafka salva también del subdesarrollo.
Kafka salva también de la ausencia de Kafka.
Que no te expliquen a Kafka en una carrera de literatura en una universidad española es kafkiano, por tanto está bien, es correcto, es digno y bueno.
No hay nada que delate más a alguien que habla de literatura que el hecho de si ha leído o no a Kafka.
A los tipos o tipas que pontifican sobre la literatura sin haber leído a Kafka se les caza (se les kafka) al segundo. Son tontos de toda tontería.
Sin Kafka, solo hay terraplanismo en la literatura, eso quería decir.
Y no quiero faltar a nadie, pero estas palabras las dicta mi corazón. Cómo te vas a enamorar de Flaubert con lo feo que era y lo gordo que estaba o de Tolstói con esas barbas miserables, de cura chiflado.
¿Puede la literatura encarnarse en un cuerpo humano bajo una forma específicamente literaria?
El rostro de Franz Kafka y su sonrisa inadmisible.

 Ese tono intenso y emocional atraviesa el volumen que Vilas dedica a Kafka y se anuncia ya en sus ‘Palabras previas para un diccionario sobre el mejor escritor del mundo’:

Yo no soy un lector de Franz Kafka, yo soy su enamorado.
Con mucha probabilidad, yo no me habría convertido en escritor si no hubiera leído a Franz Kafka, o si la obra de Franz Kafka no existiese. Si intento borrar la obra de Kafka de mi alma, me quedo sin vocación literaria. No me interesa la literatura si Kafka no es el dueño de la literatura. Lo cual no es un agradecimiento que yo quiera manifestar aquí a modo de elogio de la obra de Kafka, sino más bien una recriminación cuyas consecuencias ignoro, pero me aventuro a pensar que tal vez, de no existir la obra de Kafka, tampoco existiría la mía, y ese desvanecimiento o desaparición de cientos de páginas escritas hoy me parece deseable e incluso decente.

Y esa intensidad de lector agradecido se mantiene a lo largo del libro, con entradas tan apasionadas como esta, bajo la voz Espíritus:

Hay una densidad espiritual en la obra de Franz Kafka cuyo sentido es impenetrable. En mi opinión, encontró un camino para seguir estando vivo a través de su literatura.
Ningún escritor ha conseguido esto.
Nadie, ni Cervantes, ni Shakespeare, ni Tolstói, nadie.
¿Por qué no iba a nacer a finales del siglo xix el escritor más importante del universo?
La máxima fusión con el lector ocurre en el momento en que Kafka se mete dentro de ti, como si te poseyera. No es una posesión maligna; tampoco creo que sea una posesión benigna. Notas su presencia física a través de sus palabras. Lo ves vivo. Toda su obra es un monumento autobiográfico al servicio de su salvación personal en nosotros, los amigos de Kafka, los de ahora, y los que vendrán.
¿Un evangelio?
Tal vez la palabra sea delicadeza, una delicadeza.
Cuando te haces adicto a la lectura de Kafka, te haces adicto a una amistad, a una presencia, no a una obra literaria.
Por eso Kafka es el escritor más grande que ha existido en el mundo. El gran comisionista de las tinieblas. Si te haces su amigo, te regala un alto porcentaje de tinieblas, te hace un gran accionista de la empresa más exitosa del mundo: la oscuridad iluminada.

Son ejemplos de un diccionario personal en el que Manuel Vilas refleja su deslumbramiento por la figura y la obra de Kafka, desde sus tres novelas (El castillo, El proceso y América) hasta su torrencial correspondencia, pasando por sus diarios y sus relatos cortos. El fondo autobiográfico de su literatura, su forma de mirar el mundo y de vivirlo a través de la escritura, el carácter profético de su obra, el absurdo y el humor, el cansancio y el castigo, las figuras de Felice y Milena, la importancia providencial de Max Brod, el mal y el misterio, Praga, la soledad y el sueño, el tiempo y la vergüenza son algunos de los aspectos que Vilas aborda en esta aproximación entusiasta a Kafka y a lo kafkiano.

Cierra el volumen este magnífico ‘Post-Scriptum’, que resume el tono y la profundidad de esta inmersión en el universo humano y literario de Kafka y su vigencia en el mundo actual:

La doma de la vida

Franz Kafka lo consiguió para mí y para todos aquellos escritores que no saben que Kafka lo logró también para ellos. Consiguió domar la vida. Consiguió que las palabras le ganaran por una vez en la historia de la humanidad un milímetro al cuerpo de la vida.
En ese milímetro he vivido yo durante treinta y cinco años y seguiré viviendo lo que me quede. El milímetro prodigioso.
¿Qué consiguió?
El espejo de la esclavitud.


Santos Domínguez 



28 abril 2025

Joyce. Cartas 1920-1941

 



James Joyce. 
Cartas 1920 - 1941 
seguido de
Joyce en los ojos de sus amigos.
Edición y traducción de Diego Garrido. 
Ilustraciones de Arturo Garrido.
Páginas de Espuma. Madrid, 2025.

A STANISLAUS JOYCE 
(Tarjeta postal)

4 enero 1941
Pension Delphin, Muhlebachstrasse 69, Zúrich

Querido hermano: Tal vez estas direcciones te sean útiles. Son de gente que podría, me parece, ayudarte. Como sea inténtalo.
A. Francini, c/o Scuola dei Padri Scalopi de allí, Ezra Pound. 5 via Marsala, Rapallo, Carlo Linati, 20 San Vittore, Milán. Curzio Malaparte y Ettore Settanni, redacción de Prospettive, via Gregoriana 44, Roma, el primero director el segundo colaborador que hizo conmigo (o más bien revisó) la traducción de un pasaje de Anna Livia aparecido en el número del 15 de febrero de 1940. Recuerdos de todos.
JIM

Es el texto de la última misiva que envió James Joyce. Escrita en italiano, se la dirigía desde Zúrich a su hermano Stanislaus el 4 de enero de 1941, pocos días antes de la  peritonitis que acabaría provocando su muerte en el Hospital de la Cruz Roja el 13 de enero. De los detalles de sus últimos días, del rápido proceso que provocó su fallecimiento y de su entierro habla Richard Ellmann, editor de sus cartas y autor de su mejor biografía, en el texto que se inserta muy oportunamente tras el de ese último mensaje.

Con esa última postal se cierra el apartado central del espléndido segundo volumen del epistolario de Joyce en Páginas de Espuma, con edición y traducción de Diego Garrido, que escribe a propósito de esta última postal: “A mí, que ya conocía bien la vida de Joyce, que sabía que lleva ochenta años bajo la tierra, aún me produjo un escalofrío comprobar cómo, después de esa última postalita a Stanislaus -una postal anodina, cualquiera, a la que han antecedido cientos y cientos de cartas de todo tipo a todo tipo de corresponsales a lo largo de toda una vida– venía, pura y simplemente, el índice onomástico. ¿Ya está? La vida real, al contrario que buena parte de la literatura (que sería el arte de revolverse contra este hecho como gato panza arriba), no tiene lacito, y acaba en un instante: sin más ni más.”

Tras la aparición del primer tomo en 2023, este segundo volumen reúne cuatrocientas noventa cartas escritas por James Joyce entre 1920 y 1941, en los años en que logró mayor reconocimiento literario y corona el colosal empeño de Páginas de Espuma por ofrecer la edición más completa y rigurosa del epistolario de Joyce.

Se recogen en este volumen las cartas escritas en París entre 1920 y 1939 y en Saint-Gérand-le-Puy o en Zúrich desde 1939 hasta 1941. De ese amplio material epistolar puede deducirse un autorretrato involuntario, una biografía limitada que combina lo público y lo privado y refleja el lado humano de Joyce, su vida íntima, su universo creativo, la repercusión del Ulysses, la problemática relación matrimonial con Nora, la enfermedad mental de su hija, la soledad, su ambición literaria, el proceso de composición de Finnegans Wake, los celos que suscitó y las envidias que tuvo de los demás, la búsqueda de reconocimiento, la ceguera, la desconexión progresiva del mundo o las relaciones críticas con Irlanda y los irlandeses.

Muchas de estas cartas de Joyce iban dirigidas al pintor Frank Budgen, que fue a menudo su compañero de farras e influyó en su obra con sus consejos estéticos; a Sylvia Beach, editora del Ulysses y librera de Shakespeare & Co. en París; a Ezra Pound, que le aconsejó durante su escritura y medió de forma decisiva en la edición de la novela; a su hermano Stanislaus y, más que a nadie, a Harriet Shaw Weaver, su generosa mecenas feminista, que publicó por entregas el Retrato del artista adolescente en su revista The Egoist.

“Son -escribe Diego Garrido en el prólogo- los años de París: los años del reconocimiento tan anhelado, la fama, el éxito, la adulación infinita; pero también los de la soledad íntima, el abatimiento, la incomprensión, y, sobre todo, la enfermedad creciente e irreversible de Lucia. Esta fama hace que la correspondencia se multiplique, ahora todos se aseguran de conservar las cartas del autor de Ulises, que se vuelve en general más correcto, más misterioso y recóndito.”

Ilustrado con un estupendo álbum de imágenes que recoge desde el esquema manuscrito del Ulysses hasta una gran cantidad de fotografías y dibujos de Joyce y sus obras, el volumen se completa con Joyce en los ojos de sus amigos, una amplia recopilación en trescientas páginas de las poliédricas semblanzas de Joyce que hicieron -amigos y enemigos- quienes tuvieron una relación más o menos cercana con él. De Wyndham Lewis, que lo conoció en un viaje a París en 1920 con T.S. Eliot y fue testigo de un diálogo sobrevolado de pullas hirientes y de indirectas; de Stanislaus Joyce, que en su Diario de Dublín anota tempranamente, en 1904: “Jim es un genio”; de Italo Svevo, que lo trató en Trieste, donde nacieron sus dos hijos, y de quien se recuperan aquí unas páginas memorables extraídas de su póstumo James Joyce, o de William Carlos Williams, que lo conoció en París y lo recuerda así en su Autobiografía:

Y así llegamos al evento de la noche, la cena con James y Nora Joyce, en el único lugar en el que Joyce aceptaría cenar: el Trianon.
Joyce no era un hombre alto. Tenía la cabeza pequeña y comprimida y la nariz recta, no tenía labios y hablaba con un marcado acento irlandés, aunque internalizado. No tomaba licores fuertes, sólo vino blanco, un vino blanco suave, a causa de sus ojos. Estaba casi ciego de glaucoma. Fue una velada maravillosa. Nora, una mujer robusta, apenas dijo una palabra. 
Joyce, que por aquel entonces trabajaba en las primeras partes dublinesas de Finnegans Wake, estaba especialmente ansioso por hablar con Floss, porque ella era de lengua nórdica por parte de madre y los nórdicos habían desempeñado un gran papel en la historia de Irlanda.
Todos estábamos bebiendo vino blanco por cortesía hacia Joyce, quien, mientras hablaba, fue a llenar el vaso de Flossie: pero su puntería era mala, y el vino se fue más allá de la mesa, hasta que ella reajustó el recipiente a una posición más correcta, salvando el día.
Cuando empezábamos a beber otra ronda, Bob McAlmon, que quizá estaba un poco tenso, propuso un brindis: «¡Por el pecado!». Joyce levantó la vista. «No brindaré por eso», aseguró.

Cierran esta magnífica edición cuatro índices -uno de destinatarios, otro de remitentes, uno onomástico y un índice general de cartas- que facilitan la consulta rápida de la correspondencia y dibujan el mapa del mundo literario y humano de James Joyce.

Santos Domínguez 

25 abril 2025

La lentitud de los bueyes. Edición ilustrada

 

Julio Llamazares.
La lentitud de los bueyes.
Ilustraciones de Leticia Ruifernández.
Nórdica. Madrid, 2025.

Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora.

Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando como las bayas rojas del acebo.

Nuestro abandono es grande como la existencia, profundo como el sabor de las frutas machacadas. Nuestro abandono no termina con el cansancio.

No es un error la lentitud, ni habitan nuestra alma las oquedades del conocimiento.

En algún zarzal lejano anida un pájaro de aceite que nace con el día. Siento su sed granate algunas veces. Su abandono es tan dulce como el nuestro.

Su lentitud no está desposeída de costumbre.

Ese es el primero de los veinte fragmentos en los que Julio Llamazares articula La lentitud de los bueyes, que publicó en 1979 y que acaba de editar Nórdica Libros en una bellísima edición ilustrada por Leticia Ruifernández con magníficas acuarelas como estas:






Junto con Memoria de la nieve (1982), publicado también en una espléndida edición ilustrada en Nórdica, La lentitud de los bueyes resume la aventura poética, híbrida de lírica y de épica, de Julio Llamazares, que ha escrito para esta edición un prólogo en el que señala que “la imagen de unos bueyes caminando sobre la nieve con lentitud tiene una interpretación simbólica: la de los bueyes bíblicos o de las mitologías griega y egipcia, incluso de los bisontes pintados en Altamira en la prehistoria, que algunos han querido ver en mi poesía, pero para mí representa simplemente un recuerdo de mi infancia, el de los bueyes que un vecino de mis abuelos maternos sacaba cada día a beber agua en una presa de las afueras del pueblo y que yo veía caminar sobre la nieve como en un sueño, pues solía verlos en Navidad sobre todo. Ese recuerdo lejano con su atmósfera nevada y casi irreal por borrosa es el embrión de este libro y de mi poesía misma, pues todo parte de él.”

La memoria y el olvido, “la espiral del tiempo” o la función vertebral del paisaje rural de la montaña leonesa alimentan el aparato simbólico de una obra poética atravesada por la quietud, el silencio y la historia, como en este otro fragmento:

Nada trasciende la densa mansedumbre de esta tarde.

Todo está en calma delante de mis ojos: las cigüeñas varadas sobre el silencio, y los frutales florecidos más allá del tendido del ferrocarril.

En odres muy antiguos, tan antiguos que ni siquiera el dolor puede alcanzarles, está guardado el tiempo. Y su costumbre deja posos más ácidos y azules que el olvido.

Como hierba crecida entre ruinas, la soledad es su único alimento y, sin embargo, su sustancia es tan dulce como nata crecida.

Absteneos, no obstante, de ponerle interrogantes amarillas o de buscar dioses de trapo allí donde existen solamente aguas absurdas.

De todos es sabido que el tiempo no posee otra grandeza que su propia mansedumbre.

Narrador excepcional en libros tan relevantes como Luna de lobos o La lluvia amarilla, Julio Llamazares inició su trayectoria literaria en el campo de la poesía con La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve, unidos por una misma voz poética,  por una misma y solemne lentitud rítmica y por una misma tonalidad salmódica y lapidaria. 

En esos dos libros no sólo se prefigura la vocación narrativa de su obra posterior, sino también los temas que la recorren y la mirada que el autor proyecta sobre ellos. Así ha explicado él mismo la continuidad que vincula toda su obra y la transición natural desde la poesía a la novela:  “Yo creo que sigo haciendo poesía en todo lo que escribo, porque mi visión de la realidad es poética. Mejor o peor, pero poética en el sentido de aplicar una cierta subjetividad límite a la contemplación.”

“Uno de los puentes que existen entre la poesía que escribí y la novela es el estilo, la manera de escribir. […] Yo no tengo conciencia de haberme pasado a la novela, ni de que existan diferencias entre una y otra. La lentitud de los bueyes y La lluvia amarilla es lo mismo. Memoria de la nieve y El río del olvido es lo mismo.”

Desde la búsqueda de las raíces y la elegía de un tiempo y un espacio perdidos para siempre, Julio Llamazares levanta con La lentitud de los bueyes una imagen mítica del paraíso perdido y de la edad de oro. Y lo hace con unidad de tono y de recursos, de espacio y atmósfera existencial, de visión del mundo para fundir memoria y paisaje, naturaleza y sentimiento, como en el fragmento final:

Miro hacia atrás, hacia el árbol podrido que repentinamente se quedó sin sombra, y encuentro solamente un charco ensangrentado de silencio y una vía muerta por la que nunca pasó nadie.

Cruzo los soportales del mercado donde se exponen los despojos chorreantes del recuerdo.

Levemente descorro la cortina de niebla que levanté día a día en torno a mi memoria, y encuentro solamente los pájaros de invierno que se han quedado helados sobre los hilos del telégrafo.

Tras las choperas blancas, asciende lentamente el vaho dulce y tibio de un establo que espera en la distancia la vuelta ya imposible de los bueyes suicidados en el río.

Miro hacia atrás y sólo encuentro un lejano y dolorido olor a brezo.

En 1985, el mismo año en que Luna de lobos inauguraba su obra narrativa, Llamazares puso al frente de la edición conjunta de ambos libros en un volumen un texto, ‘Como dos fotos viejas’, en el que escribía: “Así, desolados y sepias, como dos fotos viejas que el olvido ha sobado cuando las encuentras, encuentro yo estos libros que el tiempo ha abandonado y el polvo del silencio comienza ya a borrar. […] Yo sé muy bien qué tiempo se llevó el viento y las cenizas, la hierba que sepulta recuerdos y bueyes como el recuerdo sepulta lo que nunca existió.”

Y así concluye el estupendo prólogo que ha escrito para esta nueva y memorable edición:

La memoria (de la nieve) y los recuerdos (esos bueyes que pasan con lentitud sobre ella echando vaho y vapor sobre un paisaje cada vez más desdibujado y borroso) son todo mi patrimonio poético y sobre el que se sustenta toda la arquitectura de mi literatura y de mi identidad. Por eso este libro es para mí tan importante, tan inseparable de mi condición humana, una condición humana que impregna mi imaginario y me atrevería a decir que mi misma conciencia. Porque yo soy esos bueyes que caminan con pesadez hacia la nada y que para mí son la imagen de la humanidad que se fue de este mundo con ellos y como la que se irá cuando yo no esté ya en él sin dejar sus pisadas en la nieve más que durante unos fugacísimos instantes temblorosos.


Santos Domínguez 

23 abril 2025

Pedro López Lara. Epílogo

 


Pedro López Lara. 
Epílogo. 
Renacimiento. Sevilla, 2025.


Todavía nos quedan dos cosas por hacer: 
este poema 
-que dejaré incompleto- y después 

Ese texto, el último de Epílogo, que publica Renacimiento, cierra con doble llave la trayectoria poética de Pedro López Lara. 

Es el poema final del libro final de su trayectoria. Pero en ese “después”, que ahora todavía es un “ahora”, no sólo asistimos a una despedida. Estamos celebrando también la persistencia de la vida, de la palabra y de la poesía. Porque “hoy es siempre todavía”, como nos enseñó el mismo Machado que escribió “Se canta lo que se pierde.”

La noción de lugar y de pérdida y la idea del límite, que están también latentes en el título de su reciente antología Por arrabales últimos, forman parte de la armazón temática y de la tonalidad elegíaca que recorre, además de este libro, toda la poesía de Pedro López Lara.

Porque de alguna manera este Epílogo es también una recapitulación y un recuento, una variación en sí menor de las partituras que ha venido interpretando la voz lírica de Pedro López Lara en su extensa -y sobre todo intensa- trayectoria poética desde el inicial Destiempo hasta este tiempo mismo de la despedida, hasta este ‘Repertorio último’ en que el poema regresa a “su silencio germinal” y sobrevuelan la muerte del poeta visionario y distanciado estos ‘Ángeles ineptos’:

Vi el día de mi muerte: lo sobrevolaban 
ángeles descreídos, amnésicos, 
incapaces de oficiar ningún rito.

Partituras que interpretan los temas que recorren como líneas de fuerza este Epílogo y el resto de su obra: las heridas y la nostalgia del pasado, las ilusiones perdidas y las cenizas. Amor y hostilidades, tiempo y palabras contra el tiempo, pintura y cine, epigramas satíricos y agudos como puntas de flecha o reflexiones sobre la escritura:

Debe el poema ser una ocurrencia, 
algo que nos sale al paso y aturde 
tan solo unos instantes, los precisos 
para recuperar la calma y luego, 
cuando aún no entendamos lo ocurrido, escribir su esquela.

Son variaciones y fugas de una voz honda con la que se expresa una mirada penetrante que, desde el logrado equilibrio de pensamiento y sentimiento, busca siempre el fondo interrogativo de la realidad y la conciencia desde su difícil sencillez expresiva. Sencillez aparente que es más método que mero instrumento, porque surge de un trabajo de pulimento del verso y depuración del poema, de la decantación del pensamiento en la lograda transparencia de una admirable precisión verbal y, finalmente, de la clara voluntad transitiva de esta poesía.

Poesía transitiva que nunca, aunque lo parezca a veces, es monólogo ensimismado del poeta, sino diálogo con la memoria, con la conciencia, con la mujer amada, con la cultura, con la poesía y sobre todo consigo mismo. Esa voz y esa mirada, esa palabra y esa presencia lírica generan un clima, o más exactamente un microclima poético y humano que desarrolla una práctica de la escritura como forma de conocimiento y de respiración moral, como brújula hacia el norte de sí mismo o como aguja de marear en las aguas procelosas del mundo. Como en este lúcido ‘Sucedáneo’:

Quien avisa es el traidor.
El otro, el que clava el puñal 
o dice las palabras, 
es solo un figurante, 
un sicario que carga 
con el muerto y la fama.

Por eso he definido en otro momento y en este mismo lugar la escritura de López Lara como forjadora de “una obra poética en la que el rigor verbal se convierte en instrumento de una honda meditación que hace de su riguroso ejercicio poético una forma de conocimiento, de arriesgado buceo profundo y a pulmón en el interior de sí mismo.”

Pero hay otro rasgo que quiero destacar en esta obra poética, porque está al alcance de muy pocos: de los poetas que lo son por vocación y no por volición, por necesidad vital y no por la impostura vanidosa de la pose. Ese rasgo es la transferencia entre vida y memoria, entre literatura e identidad, entre arte y emoción, entre mirada y escritura que en los malos poetas, en los falsos profetas de la poesía es puro barniz y no médula y signo de identidad, como en este poeta, que en Epílogo nos deja versos tan memorables como este, que vale por toda una obra:

También se cansa el tiempo de nosotros.

Santos Domínguez

 

21 abril 2025

Glauco Maria Cantarella. Inventario medieval

 


Glauco Maria Cantarella.
Inventario medieval:
 Itinerarios, historias y protagonistas.
Traducción de Pepa Linares.
El libro de bolsillo. Alianza editorial. Madrid, 2025.


“Para orientarnos en un Medievo frecuentemente invisible a primera vista, pese a que atraviesa con un entramado de líneas muy finas toda nuestra historia, hay que sumergirse en el pasado, descender a su espacio subterráneo y seguir los recorridos formados por historias, personajes y lugares que dibujan itinerarios fundamentales y desenredan el «largo hilo de Ariadna» a través de aquella época y aún más allá. El resultado es un viaje inusual y tal vez sorprendente para un lector curioso y capaz de orientarse”, escribe Glauco Maria Cantarella, prestigioso medievalista italiano, en el Preámbulo de su Inventario medieval: Itinerarios, historias y protagonistas, que publica El libro de bolsillo de Alianza editorial con traducción de Pepa Linares.

Construido como un breve pero luminoso diccionario de conceptos y hechos históricos, de personajes y lugares, este Inventario medieval es un prontuario preciso, riguroso y certero que traza con agilidad narrativa y cercanía un completo panorama para orientarse en la Edad Media, una época a menudo oscurecida por sus propias sombras, que fueron muchas, y por las sombras añadidas que le atribuyeron, a veces injustamente, los humanistas del Renacimiento, que quisieron afirmarse con el trazado de un muro cultural que no existía.

Y sin embargo, gran parte de las raíces de la civilización occidental se desarrollaron y extendieron en el subsuelo de una Edad Media que vio surgir las ciudades y canalizó algunas de las líneas maestras del pensamiento europeo. El esfuerzo y la empresa de Cantarella se encaminan a explorar y describir ese entramado  casi invisible y a menudo subterráneo que vincula la época medieval con el presente, porque  “es un proceso histórico todavía poco conocido, muchas veces solo el espejo deformante de nuestro presente.”

Con esa perspectiva, Cantarella aborda en este Inventario medieval hechos y datos fundamentales, como los inseguros límites cronológicos de la Edad Media en torno a las dos capitales imperiales -entre la caída de Roma y del Imperio romano de Occidente, que pone fin al mundo antiguo en 476, y la caída de Constantinopla y del Imperio romano de Oriente, que cierra la Edad Media en 1453-, la importancia de Roma como capital de referencia, como nudo principal al que conducen todos los caminos y como centro apostólico de la cristiandad entre el Vaticano y el Laterano. Una Roma “vacía y verde” que “fue el punto de partida y el punto de llegada de los imperios: de Octaviano Augusto a Constantino el Grande y de Carlomagno a Carlos V”:

Roma, la continuidad o la perpetuidad histórica. Roma, diana de todas las yihads de todos los tiempos y maravilla ensalzada por las fuentes árabes. Roma, signo de contradicción. Roma, centro de todas las contradicciones. Roma, torbellino de las contradicciones. Roma, el lugar físico, ideal y mental al que todo tiende, en el que todo se concentra, se dilata y explota, se confunde, se anula, se recupera, nace, muere y vuelve a nacer, regresa cambiado y siempre igual a sí mismo. Roma, la Urbe, la Ciudad, la Única. La Eterna.

En sus nueve capítulos temáticos, estas páginas iluminadoras acercan a la mirada del lector actual una serie de líneas y trayectos que se entrecruzan y muestran la riqueza y la complejidad del periodo medieval: los mundos de la oración y el monacato benedictino, Cluny y la aristocracia de la oración, los territorios de ultramar como objetos del deseo, las peregrinaciones a Roma, a Compostela y a Jerusalén, los cruzados y los templarios, la vida urbana y el mundo laico, la cultura cortesana y refinada de la caballería y el amor cortés, el renacimiento cultural temprano del siglo XII, la formación de los reinos medievales, las cortes y los príncipes, el papel de la mujer y el matrimonio, las guerras, los herejes y la Inquisición, la fundación de las órdenes mendicantes y los conflictos intelectuales y hegemónicos entre franciscanos y dominicos.

Cruzan estas páginas personajes como Gregorio VII y Pedro el Venerable, Pedro Abelardo y Bernardo de Claraval, Chaucer y Rodolfo el Calvo, el infante Don Juan Manuel y Godofredo de Bouillon, que son reflejos significativos de aquella compleja época medieval, de mundos ocultos en un largo milenio distante en el tiempo y cercano en lo humano.

Cantarella abre así las puertas para emprender un itinerario -a veces secuencial, a veces reticular- que recorre distintos caminos y explora el territorio geográfico, histórico y cultural del Medievo para constatar que “la Edad Media es una época extraña: no se sabe cuándo comenzó ni tampoco cuándo acabó. Es también un espacio de fronteras lábiles, invisibles, una realidad lejana a nosotros, aunque se pueda pensar que la tenemos diariamente a nuestro alrededor; una realidad subterránea, un tiempo-espacio sumergido que aflora cuando se evoca, se le hacen preguntas, se investiga.” 

Santos Domínguez 



18 abril 2025

Antonio Colinas. Sepulcro en Tarquinia

 

Antonio Colinas.
Sepulcro en Tarquinia 
(Poema).
Prólogo de Alfredo Rodríguez.
Epílogo de Enrique Cabezón.
Ediciones del 4 de agosto. Logroño, 2025.


“El más amado de todos los sepulcros.”

Así define Alfredo Rodríguez el Sepulcro en Tarquinia de Antonio Colinas en el estupendo prólogo (“Una revelación de plenitud”) que ha escrito para la reedición exenta del poema en Ediciones del 4 de agosto.

Este es su memorable comienzo:

se abrieron las cancelas de la noche,
salieron los caballos a la noche,
campo de hielos, de astros, de violines,
la noche sumergió pechos y rosas,
noche de madurez envuelta en nieve 
después del sueño lento del otoño,
después del largo sorbo del otoño,
después del huracán de las estrellas,
del otoño con árboles de oro,
con torres incendiadas y columnas, 
con los muros cubiertos de rosales tardíos

Fechado en Monterosso al Mare en la primavera de 1972, es un largo poema de casi quinientos versos que dio título a uno de los libros más luminosos e intensos de Antonio Colinas, que se publicó hace ahora medio siglo, en 1975.

Sepulcro en Tarquinia es la culminación de su primera etapa poética, marcada por un culturalismo vivido y una intensa sentimentalidad neorromántica, por un lirismo telúrico y una admirable pureza formal, en definitiva, por una concepción de la poesía como suma de intensidad emocional, de hondo conocimiento y depurada elaboración verbal.

Esta es su estrofa final:

debes saberlo ahora que recuerdas:
jamás llegará nadie a este lugar,  
aquí nos trae el mar los peces muertos
y no hay más vida que la de las olas
estallando en la noche de las grutas,
soñarás una barca cada noche,
soñarás unos labios cada noche, 
en vano escucharás junto a las rocas,
jamás llegará nadie a este lugar,
recorrerás las salas del convento,
escrutarás la faz de la Diana,
los gatos mirarán la fría aurora, 
habrá un fresco con grumos de salitre
en la cripta, sin techo del castillo,
el huracán arrancará geranios,
jamás llegará nadie a este lugar,
jamás llegará nadie a este lugar 
y las gaviotas me darán tristeza

“Hay una plenitud de vida y color en Sepulcro en Tarquinia. Una maravillosa sinfonía, con sus ritmos, llega al oído de nuestro espíritu como lectores”, escribe Alfredo Rodríguez en un prólogo que combina el certero análisis crítico del poema con el aura de emoción personal asociada a su lectura y a su vivencia intensa y honda del poema. Así termina su prólogo: “Mantengamos encendido el fuego que Sepulcro en Tarquinia nos ha legado. Que arda en su nombre una lámpara perpetua.”

Cierra esta cuidada edición un Epílogo, “50|30 aniversario”, en el que el editor, Enrique Cabezón, acaba expresando su deseo de “que esta edición sirva para compartir, releer y reivindicar una obra que, cinco décadas después, sigue latiendo en el corazón de los buenos lectores de poesía con la misma fuerza que el primer día.”


Santos Domínguez 

16 abril 2025

Laure Murat. Proust, novela familiar

 




Laure Murat.
Proust, novela familiar.
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia 
y Amaya García Gallego.
Anagrama. Barcelona, 2025.

“¿Y por qué todo el que emprende el larguísimo viaje que es En busca del tiempo perdido se sorprende al reconocerse a sí mismo en cada página? Porque Proust, en «esa novela que no para de pensar» (el Tiempo, el yo, las artes, la escritura, los celos, la fenomenología), a través de ese yo del narrador y protagonista, nos devuelve a nosotros mismos.
[…]
Obviamente, no estoy infringiendo ninguna prohibición al leer En busca del tiempo perdido. Pero vuelvo a sumergirme en mis orígenes. Ese retorno a las fuentes de una realidad mediante la ficción tiene efectos concretos. Eso es lo que narra este libro”, escribe Laure Murat en uno de los primeros capítulos de Proust, novela familiar, que publica Anagrama con una magnífica traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego.

Híbrida de ensayo y relato autobiográfico, la rematan casi doscientas cincuenta notas finales, alusivas a la obra, la vida y la correspondencia de Proust y un índice onomástico de personas y personajes. 

Alejada de enfoques académicos, es, entre otras cosas, un homenaje literario a la novela de Proust, el intenso testimonio de una lectura muy personal y cercana que ha acompañado a lo largo de tres décadas a Laure Murat, profesora en la UCLA de Los Ángeles y descendiente de la aristocracia francesa del Imperio. Y así la autora busca su propio reflejo en la lectura de En busca del tiempo perdido, entendido casi como si fuera un álbum familiar:

Me pasé toda la adolescencia oyendo hablar de los personajes de En busca del tiempo perdido, convencida de que eran tíos o primas a los que yo nо сопоcía aún, cuyas ocurrencias se contaban exactamente igual que se citaban las agudezas que soltaban en las cenas mundanas personas reales de las que me resultaba imposible distinguirlas. Las réplicas de Charlus y las pullas de la duquesa de Guermantes se confundían con las salidas más picantes de la familia, sin solución de continuidad entre ficción y realidad.

Lecturas en clave familiar y personal que le hicieron escuchar en sí misma el eco del tiempo perdido en la evocación del retrato de sus antepasados y de los espacios físicos y los ambientes sociales que compartieron con Proust. Porque “aprendí muy pronto a remontar el tiempo sin esfuerzo, fabricándome una memoria por poderes, depositaria de recuerdos de cosas que yo no había vivido. […] En el fondo, por la persona interpuesta de mi padre y su educación, solo me separaba un grado de la sociedad que Proust describió en su heptalogía, un universo obviamente lejano y pretérito y aun así familiar.”

“Con cada lectura, Proust modificó mi forma de ver el mundo”, escribe Laure Murat a propósito de esas lecturas profundas, constantes y sanadoras que le permitieron asumir su propia homosexualidad y la ruptura con su familia a través del diálogo fecundo con Proust y su mundo.

Como recuerda Laure Murat, “Proust tiene una actitud ambivalente de cara a la nobleza del Imperio y progresivamente la fue juzgando con mayor dureza (como a toda la aristocracia en general), puesto que En busca del tiempo perdido también es la historia de una tremenda desilusión y de un vuelco casi total de las opiniones del narrador.”

Efectivamente, la mirada crítica de Proust hacia la vulgaridad que hay bajo el barniz de ese mundo aristocrático es cada vez más palpable según avanzan las siete entregas de la serie. Y, como Proust, Laure Murat va dejando al descubierto el vacío y la hipocresía de ese mundo formal y vacío, anacrónico y a menudo iletrado, muy inferior al novelista: “En esta miscelánea superficial de mundanidad y literatura he visto a duquesas iletradas burlarse del esnobismo de Proust y de la fascinación que sentía por la aristocracia.”

Desde ese punto de vista, el libro es, además de un ajuste de cuentas con el pasado, una sátira a dos manos y a dos voces: la de Proust y la de Murat, de los Guermantes a su propia familia, porque el novelista frecuentaba la casa de sus bisabuelos, “cuyos nombres aparecen en la novela”.

Pero, más allá de esa lectura en clave familiar del ciclo proustiano, el sentido final de este libro radica en resaltar el poder emancipador de la literatura, como se anuncia ya en la cita inicial, extraída de un texto de Proust de 1899:

Todos estamos, ante el novelista, como los esclavos ante el emperador: con una palabra puede emanciparnos. [...] Gracias a él somos Napoleón, Savonarola, un campesino, aún más -existencia que podríamos no haber conocido nunca-, somos nosotros mismos.

De ese modo, lectura, memoria e identidad personal se van cruzando en estas páginas en las que el efecto espejo conjura el pasado y lo proyecta en el presente para invocar el poder benéfico y liberador de la literatura. Y para reconstruir la revelación de la lectura que será decisiva en el autorreconocimiento de la lectora y en la asunción de su identidad sexual, como explica en ‘Una larga pesadilla’, uno de los capítulos centrales del libro:

Al arrancar una a una las máscaras de la leyenda, al escarbar concienzudamente en el mito hasta los tuétanos, Proust no solo me liberó de los tópicos y demás trivialidades inherentes a la nobleza y la dotó, en su lugar, de sentido y profundidad. También le dio un segundo vuelco a mi vida, igual de determinante, pero de índole muy distinta, al ser el primero en tomarse «la homosexualidad en serio», como le oí decir a Chantal Akerman en París, durante la proyección de La cautiva (2000), que es una adaptación de La prisionera. Ahora bien, la homosexualidad (la mía) fue precisamente lo que ratificó la ruptura definitiva con mi familia, que se había iniciado durante una conversación con mi madre.

Estas son las líneas finales del último capítulo, “En busca del tiempo perdido o el consuelo”, que resumen el efecto reparador de la lectura y de la escritura en este espléndido Proust, novela familiar, en el que Laure Murat diluye las fronteras entre el pasado y el presente, entre la ficción y la realidad, entre la vida y la literatura:

¿Sospechaba siquiera Proust que al bosquejar su novela estaba inventando un auxilio más poderoso que el cariño de una madre ausente? ¿Que su obra, al ofrecer constantemente la oportunidad de abrir los ojos, incluso de forma introspectiva, pondría al alcance de millones de personas en todo el mundo una plantilla para comprender y descifrar el mundo tan soberana como dinámica y tan sutil como penetrante? ¿Que a cualquier hijo de vecino le enriquecería sorprendentemente leer su obra, porque es muy cierto que «un error disipado nos aporta un sentido más»? Proust no nos adormece el dolor con las volutas de su prosa, sino que nos exacerba sin tregua el deseo de saber, esa libido sciendi que, al separar al niño de su madre, nos emancipa de la desdicha con mayor seguridad que todas las palabras de la compasión.
En este sentido, no sería exagerado decir que Proust me salvó.

Santos Domínguez 

14 abril 2025

Una biografía de Carmen Martín Gaite

  




José Teruel. 
Carmen Martín Gaite. 
Una biografía.
 Tusquets. Barcelona, 2025.

“De Carmen Martín Gaite me atrae, además de su obra, la protesta que su vitalismo manifiesta contra la derrota, la muerte y la realidad circundante que se negaba a aceptar, pero de la que no perdió ripio. Para alguien que no conoció la frontera entre vivir y representar, el descalabro vital se convirtió en una fuente moral de conocimiento. Nunca se afianzó sobre la realidad, aunque supo explorarla y entenderla. Martín Gaite solo se sintió cómoda en el refugio de la letra escrita”, escribe José Teruel en el prólogo de la biografia de Carmen Martín Gaite con la que obtuvo el Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias 2025, que acaba de publicar Tusquets.

Cuando se va a cumplir el centenario del nacimiento de Carmen Martín Gaite, esta biografía, escrita por el mejor especialista en su obra, es una reconstrucción rigurosa de una intensa trayectoria biográfica atravesada constantemente por la relación con la literatura. Una trayectoria que refleja por otro lado el contexto histórico, social y cultural en que transcurrió su vida y construyó su obra:

Los años de crisálida en Salamanca y el conocimiento en los primeros años universitarios de Ignacio Aldecoa, una presencia decisiva en su vida y su obra; la segunda juventud en Madrid, el noviazgo con Rafael Sánchez Ferlosio y la aventura de la Revista Española, en  la que se agruparon jóvenes universitarios de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid -Aldecoa, Fernández Santos, Ferlosio, Medardo Fraile y ella misma-, que revitalizarían el relato corto en los años 50, bajo la influencia del neorrealismo cinematográfico; su matrimonio con Ferlosio y la publicación del primer libro, El balneario, una colección de cuentos que aparece en mayo de 1955, el mismo mes de la muerte trágica de su hijo Miguel; el nacimiento de su hija Marta; la escritura tres veces interrumpida de Entre visillos, su primera novela, que ganaría el Nadal en 1957; la crisis matrimonial y la separación; la composición del ensayo histórico El proceso de Macanaz, una de sus mejores obras, y sus réditos literarios en la elaboración de Retahílas y en la confluencia de realidad histórica y ficción; los Usos amorosos del dieciocho, un ensayo de historia cultural que traza el panorama de la realidad social española del siglo de las luces; la ruina de una casa como reflejo simbólico de su situación familiar en Ritmo lento, que, aunque poco conocida, es una de sus mejores novelas; la interlocución personal y literaria con Juan Benet; la turbulenta relación amorosa con Torrente Malvido y su reflejo indirecto en la escritura terapéutica de Retahílas y Fragmentos de interior; la ligazón estrecha con la hija, para la que quiso ser “madre y amiga íntima”; la ‘soledad habitada’ del decenio 1973-1983, una década fecunda en la que emerge la ensayista y articulista que escribirá La búsqueda de interlocutor, El cuarto de atrás y El cuento de nunca acabar; la actividad como crítica literaria en Diario 16; los arrebatos amorosos de los primeros años ochenta y la importancia en su vida y su obra del periplo norteamericano; la enfermedad y muerte de Marta, que atraviesa sus últimas novelas; el éxito editorial de los Usos amorosos de la posguerra; la escritura de supervivencia en sus últimos años con novelas como Nubosidad variable, Lo raro es vivir o Irse de casa. Novelas que aprovechan materiales de derribo procedentes de Entre visillos o Retahílas y que -como reconoce Teruel- “fueron las de más éxito de público y ventas, pero no las mejores”.

Esos son algunos de los aspectos que aborda esta biografía, apoyada en datos y en testimonios, en los Cuadernos de todo y en la correspondencia o en la zona más autobiográfica de la literatura de Carmen Martín Gaite, tanto en el género ensayístico como en el narrativo, para completar un panorama en el que se cruzan constantemente la vida y la literatura, la experiencia y la creación.

Ilustrada con abundantes fotografías que acompañan al texto o se encartan en tres amplios cuadernillos ordenados cronológicamente, esta obra no es sólo una biografía, sino una introducción completa y una incursión profunda en el mundo literario de la autora a lo largo de sus quinientas páginas. Un mundo que fue cambiando a medida que variaban las circunstancias vitales y el itinerario humano que están en la raíz de la literatura de Carmen Martín Gaite y en “su existencia compleja y polivalente”, como señaló Luis Martín-Santos en una dedicatoria autógrafa de Tiempo de silencio.

Y por eso -señala José Teruel- “los rastros dejados por Carmen Martín Gaite en sus obras, cartas, cuadernos personales, agendas, más los recuerdos que transmitió a los amigos que la conocieron, y la lectura combinada de ellos constituirán las fuentes primarias para la construcción de esta biografía, que intenta revivir ante el lector los antecedentes familiares, los años de formación, los personajes, las relaciones, las lecturas, los viajes, los ambientes y las circunstancias que con mayor relevancia pudieron influir en su desarrollo como mujer y escritora. Otorgo un especial protagonismo a los momentos autobiográficos que se traslucen en su obra de ficción y ensayística, y al singular entendimiento que me ha permitido la dirección y edición de sus Obras completas, de las que esta biografía constituye el remate final. Sin embargo, no se trata de dejar hablar a Carmen Martín Gaite por sí misma: ya he señalado que hasta en sus escritos más estrictamente auto­biográficos es posible constatar -y ella supo también reconocerlo- que entre lo que pasó y lo que decía que pasaba media el mecanismo de la memoria y su ordenación narrativa. Rechazo la asunción indolente que lleva al biógrafo a replicar y glosar las mismas razones de la autora, de leer su vida necesariamente en la misma clave que ella propicia. Hay en algunas ocasiones una brecha, y para dar cuenta de esa fisura entra en escena mi voz, la del intérprete: ni hagiografía ni patografía, sino la exploración de una vida cuyo sentido último solo se puede conferir a través de la aceptación del claroscuro, de lo que se sabe y lo que se ignora.”

Santos Domínguez