10 febrero 2025

Galdós. Ángel Guerra

  


Benito Pérez Galdós.
Ángel Guerra.
Edición de Juan Carlos Pantoja Rivero.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2025.

Amanecía ya cuando la infeliz mujer, que había pasado en claro toda la noche esperándole, sintió en la puerta los porrazos con que el incorregible trasnochador acostumbraba llamar, por haberse roto, días antes, la cadena de la campanilla... ¡Ay, gracias a Dios! El momento aquel, los golpes en la puerta, a punto que la aurora se asomaba risueña por los vidrios del balcón, anularon súbitamente toda la tristeza de la angustiosa y larguísima noche. Menos tiempo del que empleo en decirlo, tardó ella en correr desde la salita a la entrada de la casa, y antes que abriera, ya empujaba él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda.
Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Ángel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿a qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan solo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero, y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.
—Mira cómo vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!
El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no solo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.

De esa potente e inolvidable manera comienza Ángel Guerra, una de las Novelas españolas contemporáneas de Galdós y una de sus cimas novelísticas, que acaba de publicar Cátedra Letras Hispánicas con edición de Juan Carlos Pantoja Rivero, que ha elaborado un magnífico estudio introductorio sobre la vigencia de la obra de Galdós, sobre la importancia de esta novela en el contexto de la novelística galdosiana, sobre sus aspectos estructurales (el diseño tripartito y los aspectos formales de los diálogos), sobre sus fundamentos ideológicos y temáticos (el rechazo de las desigualdades sociales, el espiritualismo y el activismo cristiano, los sueños y las fantasmagorías, el autobiografismo), sobre la importancia de Toledo como escenario y referencia espacial de la espiritualidad y sobre la historia bibliográfica del texto.

Ángel Guerra apareció por primera vez en 1891, inmediatamente después de Torquemada en la hoguera, en tres volúmenes que se corresponden con las tres partes en las que se organiza externamente la estructura narrativa de esta novela, la más extensa de Galdós tras Fortunata y Jacinta, lo que explica que esta nueva edición se haga, como la serie de Torquemada, en el formato mayor con solapas de Letras Hispánicas.

Extensa, a ratos prolija, como señaló Clarín, “endiablada, compleja y laberíntica” en palabras del propio Galdós, Ángel Guerra es una muestra de la plenitud creadora del novelista y de su capacidad de observación en la captación de ambientes y personajes. 

Su complejidad narrativa, el profundo estudio de los personajes a través de sus comportamientos, su densidad ideológica, la capacidad para elaborar un mosaico novelesco y humano en el que se integran abundantes personajes secundarios (los Babeles, el beneficiado Francisco Mancebo, don Pito, el canónigo Palomeque, Juanito Casado...), la maestría en la recreación de ambientes, las espléndidas descripciones de Toledo o el  final magníficamente resuelto, hacen de este un título imprescindible en el canon galdosiano.

Un título que avisa de que se trata de una novela de protagonista y sugiere su evolución con la simbología del contraste entre el nombre y el apellido de Ángel Guerra, reconvertido de revolucionario violento en místico apostólico. 

Ese contraste está en la base de la magnífica caracterización del protagonista en este retrato: 

Era Guerra uno de esos tipos de hombre feo que revelan, por no sé qué misteriosa estampilla etnográfica, haber nacido de padres hermosos. Bien se veía en sus facciones la mezcla de dos hermosuras de distinto carácter. Nariz, ojos y boca carecían en conjunto de belleza, a causa sin duda de que la nariz pertenecía a una cara, y los ojos a otra. La unión no resultaba, y algunas partes se habían quedado muy hundidas, otras demasiado salientes. A primera vista, no ganaba las voluntades, pues era el rostro ceñudo, áspero y de ángulos muy enérgicos. Pero el trato disipaba la prevención, y mi hombre se hacía simpático en cuanto su palabra calurosa y su leal mirada encendían y espiritualizaban aquel tosco barro. El cabello no era menos áspero y rebelde que la barba, las manos fuertes, velludas y de admirable forma, la figura bien plantada y varonil, aunque algo rechoncha, el andar resuelto, la voz metálica y sonora, con toda la variedad de timbres para expresar desde la ira ronca a la más suave modulación de ternura.

Marcado por la crisis del positivismo y por las tendencias irracionalistas de fines del siglo XIX, Galdós también había evolucionado desde el realismo y el naturalismo a un espiritualismo influido por Tolstoi que había empezado a asomar en las dos últimas partes de Fortunata y Jacinta. Por eso escribe Juan Carlos Pantoja en la introducción que “la publicación de Ángel Guerra supone un giro en la novelística galdosiana, que para muchos críticos constituye una toma de conciencia del autor por las cuestiones espirituales y religiosas, en un intento de plantear un cambio de valores en la sociedad.”

En ese contexto hay que entender también el trasfondo autobiográfico del protagonista, que pasa del radicalismo revolucionario al misticismo como consecuencia de una crisis más emocional que intelectual, reflejo más que probable de la evolución literaria y vital del propio autor. 

Dos sucesos sangrientos sufridos por Guerra -una herida leve al principio, provocada por fuego amigo durante la fallida sublevación republicana del general Villacampa en septiembre de 1886; la otra, mortal, al final- enmarcan el desarrollo de esta novela en la que, como en el ciclo de Torquemada, la muerte de la hija produce un cambio radical en el personaje.

Ángel Guerra irá evolucionando así desde la impulsividad iconoclasta en el bullicioso Madrid de las intrigas y las tertulias al desengaño y a la quietud espiritual de Toledo, de la actividad política a la religiosidad, de la vida activa del conspirador revolucionario a la exaltación de la vida contemplativa del místico: 

Porque su ocupación única, en los días primeros, fue vagar y dar vueltas, recreándose en el olor de santidad artística, religiosa y nobiliaria que de aquellos vetustos ladrillos se desprende; su placer mayor perderse sin guía ni plano, jugando con el ovillo revuelto de las calles. De noche, el misterio y la poesía resaltaban más que a la luz del sol. Las puertas erizadas de clavos, la desigualdad infinita de planos, rasantes y huecos, las fachadas con innumerables dobleces, las rejas, las imágenes dentro de alambrera y con lamparilla, los desfiladeros angostos, entre muros que se quieren juntar, los cobertizos y travesías empinadas, la soledad, la sombra distribuida en masas caprichosas, avivaban más en el espíritu del vagabundo la impresión de leyenda dramática o de histórico lirismo. En sus primeras caminatas, la planimetría de la ciudad érale desconocida; pero pasando y revolviéndose de norte a sur y de levante a poniente, empezó a orientarse, fijó los grupos de edificios más visibles, las torres y cúpulas, y de este modo pudo dominar el sentido de las calles, y entenderlas como signos de endiablada escritura, que se va comprendiendo después de pasar por ella los ojos una y otra vez. Sale ahora este vocablo, después aquel; se despeja parte de una cláusula, luego se trasluce una frase íntegra, hasta que interpretados con cálculo y paciencia los espacios intermedios, llégase a leer de corrido todo el conjunto de garabatos. 

Ese misticismo es la expresión sublimada de la atracción erótica por Leré, la institutriz a la que el viudo Guerra había encomendado la educación de su hija Ción. Ese personaje femenino será decisivo en la transformación del racionalista en un iluso visionario de estirpe quijotesca que coloca la imaginación por encima del pensamiento y que, tras abandonar a la sumisa amante Dulcenombre, se traslada a Toledo para buscar la cercanía de la novicia, convertido ya en utópico apóstol de la caridad, un tema que se repetiría luego en las otras tres novelas de la penúltima etapa novelística de Galdós: Nazarín, Halma y Misericordia.

Novelas de la espiritualidad que -afirma Juan Carlos Pantoja- “plantean el cambio social y la redención de las clases más bajas desde perspectivas cristianas, pero muestran todas ellas el fracaso, la imposibilidad de acabar con la pobreza. Los proyectos de los protagonistas de las tres primeras novelas se revelan como utopías hermosas e idealizadas que, por tales, se tornan irrealizables. Ni el altruismo teñido de misticismo de Ángel Guerra, ni las veleidades caritativas y espirituales de Halma, ni la imitación de Cristo y la práctica de la pobreza de Nazarín resultan eficaces para lograr la tan ansiada sociedad igualitaria. Las fuerzas que se imponen desde los planteamientos sociales imperantes y la incomprensión de quienes interactúan con los personajes de estas novelas impiden esa redención. Al final, los pobres no pueden abandonar la miseria que les rodea, tan marcada en la época en la que escribe Galdós. En Misericordia tampoco está la solución, ya que la entrega de Benina solo logrará, en el mejor de los casos, que unos cuantos se sustenten precariamente, pero no acabará con la injusticia ni servirá para crear una sociedad en la que todos tengan las mismas oportunidades.”

Santos Domínguez


07 febrero 2025

La poesía de Pedro López Lara. Una epifanía

  




 Escribir poesía es incendiar un bosque 
y verlo luego arder desde su centro, 
sin otro fin que apalabrar las llamas: 
demorar hasta el verso su recuerdo del fuego.

Ese es uno de los espléndidos poemas que Pedro López Lara incluyó en Destiempo, premio Rafael Morales en 2020.

Desde ese libro inicial hasta el reciente Escolios, aparecido a finales de 2024, y el inminente Epílogo, Pedro López Lara ha ido publicando -el proceso de elaboración es mucho más prolongado, como es natural- dieciséis volúmenes de una obra poética en la que el rigor verbal se convierte en instrumento de una honda meditación que hace de su riguroso ejercicio poético una forma de conocimiento, de arriesgado buceo profundo y a pulmón en el interior de sí mismo.

Y de esa manera la palabra (“En el principio era la palabra / y a su lado no había ningún dios”) y el temblor existencial prenden en Destiempo el fuego de una poesía honda y verdadera que dibuja con sus versos los contornos éticos de un hombre, el palimpsesto de una vida cifrada en cada uno de sus poemas, que dan cuenta de su forma de estar y de ser, de “salir al mundo y no reconocerlo.” 

Lo que vino después de ese primer libro fue una sucesión torrencial de entregas poéticas potentes, de sostenida calidad literaria y alta tensión humana:

La raíz emocional y el fulgor alusivo de los poemas dedicados al cine, a la pintura, a la literatura y las mitologías de Museo, un libro que contiene las versiones del mundo y su representación, las formas de la voz y la mirada, los delirios de la imagen y la palabra, las respuestas a los enigmas. Y las preguntas, que son siempre más y están al fondo.

La vocación de escolio del recuerdo en Muestrario (“que todo lo perdido fue un regalo”), la memoria de los naufragios parciales y la meditación sobre los límites de la escritura, una constante en todos sus libros: 

EL MAL ADMINISTRADOR 

Todo poema escapa del silencio, 
disipa en su transcurso 
su pureza inicial, su prodigiosa herencia,  
malvende nuestras almas 
por un puñado de palabras  
y finalmente vuelve, con estigma en los ojos,  
al feudo traicionado. 

Todo poema dilapida el secreto 
que le fue confiado.

El petrarquismo soñado y posmoderno del Cancionero, su hemisférica luz orientada en la noche del deseo (“Quien la vivió lo sabe: / la noche no es tu amiga”), la donna angelicata del ensueñola amada inaccesible y exquisita: “Era Argüelles y estabas / en la acera de enfrente.”

El itinerario vital de Singladura, que se abre con estos versos: “Busca el poema traducir / algo que en un remoto tiempo vio u oyó, / y ahora apenas recuerda”; la difícil memoria, el lugar “en el que no vamos a entrar y no estuvimos”, la nostalgia de las raíces y los frutos amargos del tiempo y el amor, la intensidad emocional en el balance de pérdidas y pronombres, el deterioro, “la edad inverosímil que ahora tengo.” Un inclemente espejo retrovisor en el filo de lo real y lo inventado.

Incisiones y su memorial de la noche, de vicisitudes y tiempos, de incendios  amorosos en los que ardía la vida, de encrucijadas y hostilidades, de azares y fronteras, de soledad y sombras, de amargura y desengaño, de postrimerías y muertes. Un libro que se cierra, como otros del autor, con una sección titulada Ars poetica, una sostenida reflexión sobre vida y escritura que rematan estos tres versos:

La vida, que no tiene nada que decir, 
excepto esto: 
No soy versificable.

Las agudas glosas existenciales de Escolios en torno a los estigmas del tiempo y la memoria, al lugar de la palabra (“La palabra es un sitio. / En él ocurren cosas”) o a los ángeles extraviados del olvido:

Sobrevuelan esta noche ángeles ebrios.
Quién nos envía, se preguntan. Cuál era el mensaje.

Atravesados por una aguda conciencia de la temporalidad, depurados por una trabajada precisión expresiva y pulidos con una admirable suma de pensamiento y sentimiento (aquel unamuniano “piensa el sentimiento, siente el pensamiento”), esos títulos son los de las distintas estaciones de una aventura poética rigurosa, de declarada voluntad transitiva, que había fijado también la conciencia de sus límites en este poema de Dársena:

La poesía es asunto de límites: 
los del verso y el ritmo, 
los del lenguaje, las fronteras 
de lo vivido y lo vivible.

El poema no puede atravesarlos, 
pero los mira y dice lo que ve.
Y antes de replegarse da de ellos 
conciso testimonio.

Poesía que es hilo de Ariadna para orientarse en el laberinto del ser y el tiempo que configuran la identidad del poeta y recortan su silueta ética y estética en el claroscuro de la vida, en el miedo y las heridas de la memoria personal y familiar, en la nada complaciente distancia irónica o en la emoción contenida de sus paréntesis sentimentales, en una poesía existencial y meditativa, sostenida en un intenso y reflexivo diálogo interior del poeta consigo mismo sobre el tiempo y la vida, en testimonio del mundo y de su oficio:

Escribir poesía: fijar una distancia 
entre las cosas y nosotros, abrir un paréntesis.
En él, en su centro, se juega una partida 
cuya apuesta es el tiempo.

Poesía que se convierte a menudo en refugio (“una guarida frágil, pero todavía en llamas”) y en tabla de salvación frente al naufragio, en juego de espejos y destellos de iluminaciones en medio de las tinieblas nocturnas, en brújula en las sombras, en tregua de los sueños frente a las leyes de la vida que nos pasa por encima, en puente que atraviesa el desasosiego inhóspito del vacío vertiginoso, en heroico elogio de la incertidumbre en un mundo de “ángeles cansados”.

Entre los versos que aún no he escrito ha de haber uno, 
un verso túmulo o jeroglífico, 
que me contenga, 
de modo holgado y a la vez conciso. 

Un nítido renglón definitivo.

Porque quien lee estos poemas no toca un libro, toca al hombre que lo habita, a un merodeador para quien “la poesía / es solo un animal sonámbulo / que ha olfateado algo y merodea, / con voluntad de hallazgo y extravío, / por las calles inéditas / de una ciudad absorta en sus afueras.”

Un merodeador del verso y la palabra, del tiempo y la memoria, porque 

Solo es bueno un poema 
cuando el último verso se acuerda de todo.


Santos Domínguez 



05 febrero 2025

Un duelo interminable

 



José Enrique Ruiz-Domènec.
Un duelo interminable.
La batalla cultural del largo siglo XX.
Taurus. Barcelona, 2024.


La batalla cultural no es una guerra ideológica: es mucho más. Es un debate de ideas para sostener un modelo de civilización. Por eso he creído que Un duelo interminable es el título apropiado para el presente libro que está orientado a describir la batalla cultural del largo siglo XX (1871-2021). Es una confesión al verme yo mismo como uno de los duelistas citados como testigos de este ejercicio intelectual de tan vastos horizontes. Desde los inicios en la primavera de 1871, coincidiendo con la Comuna de París, el aspecto de búsqueda de una razón de la historia se ha considerado con repetida insistencia: hace menos de un mes leí un libro dedicado a renovar la idea de Occidente y descubrí que era un producto más de una batalla cultural que no parece tener un final. De momento, me detengo a describir ciento cincuenta años llenos de una increíble animación por saber si la verdad anida en la vida humana y no es una ilusión necesaria a la hora de irnos a dormir y poder así soñar. Se trata por tanto de una época comparable, por su intensidad y repercusiones, a algunas otras, e igualmente perturbadora por los cambios profundos producidos en los diferentes planos de la realidad, desde la ecología a los juegos del intercambio económico, desde la demografía a la técnica, desde el trabajo agrícola a la poética.

Con ese párrafo abre José Enrique Ruiz-Domènec su monumental Un duelo interminable. La batalla cultural del largo siglo XX, que publica Taurus.

Es un metódico recorrido multidisciplinar por ciento cincuenta años de debate cultural, intelectual e ideológico: los ciento cincuenta años de crisis, transformaciones y conflictos ideológicos que transcurren desde la primavera de 1871, con la insurrección de la Comuna de París y el nacimiento de un nuevo espíritu crítico, hasta 2021, inicio del siglo XXI, cuando “todo el mundo quiere saber si tras la batalla cultural del largo siglo XX, vale decir, pasado 2021, estamos en trance de una ruptura o de una continuidad: representa el tipo de argumento por la que se está dispuesto a acudir a una conferencia. El artificioso período actual es amenazador, los programas de televisión insoportables, los Gobiernos confundidos y los periódicos sometidos a normas poco transparentes. ¿Y entonces qué decir? ¿Ruptura o continuidad?”

 Organizado de manera cronológica en veinte capítulos que se articulan internamente en secuencias breves, Un duelo interminable es un ambicioso ensayo crítico de historia del pensamiento en el que la profundidad analítica y el rigor intelectual del autor no impiden la claridad expositiva de un complejo panorama global en el que se conjugan la historia y la literatura, la música y la filosofía, la pintura, el cine y la política para reflejar una realidad dinámica y conflictiva desde una perspectiva comprensiva e integradora, sin dogmatismo ideológico ni prejuicios apriorísticos.

Una perspectiva que integra a Los Beatles y Zelenski, Adorno y Stravinski, Le Goff y Mallarmé, Huizinga y Joyce, Schönberg y Stalin, vuelcos históricos y momentos singulares, tramas cambiantes y mundos anfibios posmodernidad y globalización, apocalípticos e integrados y refleja en definitiva los duelos intelectuales y las disputas dialécticas entre el pasado y el futuro en el mundo occidental.

Esa tensión dialéctica es en gran medida la base estructural del enfoque de Un duelo interminable, que arranca con dos maneras de entender la historia de la cultura, las que representan Titus Burckhardt y Jules Michelet, porque significativamente -como señala Ruiz-Domènec al inicio de su recorrido- “los dos primeros dualistas de la batalla cultural que define el largo siglo XX son dos historiadores”, lo cual tiene mucho que ver con una de las líneas de fuerza del libro: que el pasado es una construcción cultural en continua revisión interpretativa.

“Hacer historia no se descompone en relatos sino en imágenes”, escribió Benjamin. Y Un duelo interminable es también eso: una sucesión de escenas significativas representadas en un escenario por el que desfilan Nietzsche frente a Wagner (“Nietzsche contra Wagner es el mejor icono del ambiente cultural entre 1871-1887”), Henry James frente a Oscar Wilde; Walter Pater frente a  Valle-Inclán; Bernard Shaw frente a Chesterton o Malatesta frente a Apollinaire, hasta llegar a Sartre frente a Kerouac, a Eco frente a Marcuse, a Salinger frente a Pasternak, Habermas frente a Foucault, Hobsbawm frente a Judt o a Harari frente a Ratzinger “ante la puerta giratoria del futuro.”

Son imágenes que resumen un periodo histórico en cuyo centro “tuvo lugar una guerra de treinta años, comenzada en agosto de 1914 y concluida en agosto de 1945, que minó Occidente y, por extensión, el resto del mundo.”

Imágenes de una época en que “la crisis de la civilización occidental fue advertida, y diagnosticada, desde el comienzo mismo del periodo por Friedrich Nietzsche” y por tanto “orientarse entre los acontecimientos que tuvieron lugar en esos ciento cincuenta años no sólo resulta una tarea necesaria para entender las oscilaciones del oficio de historiador, porque los hallazgos fortuitos, las noticias, las investigaciones o las experiencias debían relacionarse entre sí (como encontrar, por ejemplo, un nexo entre la centelleante llamada a hacer una historia comparada de las civilizaciones y la persistente pasión por exaltar las glorias nacionales), sino también porque todas las grandes novedades de este periodo histórico parecían reclamos a los que creían en un eminente colapso de la civilización occidental en medio de una generalizada apatía trufada de obligada resignación.”

Esa sucesión narrativa de duelos intelectuales sobre los que se ha construido la contemporaneidad apunta siempre a un mismo centro: el conflicto cultural entre el pasado y el futuro, la dualidad entre lo que desaparece y lo que emerge o se renueva, la aparición de “organismos nuevos sobre un horizonte abierto al futuro que exige el derrumbe de lo antiguo. Nadie permaneció sin temblor en el ánimo: la vida en ambos casos se agitó entre lo viejo y lo nuevo, entre el desencanto y la esperanza. Por ello, ante los llamados a seguir el curso de los acontecimientos, se propone una pregunta crucial: ¿el desafío tendrá una respuesta a su altura? Aquí está la génesis de la idea que ha motivado este libro.”

Un libro que se propone “seguir los pasos de una batalla cultural con múltiples caras durante ciento cincuenta años, desde 1871 a 2021, que nos permita una renovación en profundidad del curso de los acontecimientos del largo siglo XX y una lectura prometedora de los principales dualistas que se enfrentaron con claridad y carácter a un duelo interminable por definir en la nueva era que está por llegar si la historia debe cambiar o, por el contrario, ha de continuar.”

Porque, como reconoce Ruiz-Domènec al final del último capítulo, “la batalla cultural prosigue.”

Santos Domínguez 

03 febrero 2025

El teatro del siglo XXI

 


Jara Martínez Valderas, Alba Saura-Clares y Diana I. Luque.
 Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico.
Siglo XXI. Escenas en diálogo.
 Cátedra. Madrid, 2024.


Este volumen pretende aportar una visión panorámica del teatro en el ámbito hispánico en el siglo XXI. Para ello, se detiene en el estudio del hecho escénico: las relaciones entre las obras y los públicos, la literatura dramática, la dirección, la dramaturgia, las propuestas liminales -que hibridan los géneros artísticos-, el espacio escénico y la labor interpretativa. Por último, se adentra en las relaciones entre Hispanoamérica y España, y las que a su vez mantienen con la escena europea. Cada capítulo permitirá, así, abordar el hecho escénico desde la complejidad de los parámetros y lenguajes que en él intervienen; no obstante, también evidencia cómo las artes escénicas en el siglo XXI se caracterizan por la contaminación entre géneros artísticos y estéticas, así como entre la creación y el público. A través de los diferentes capítulos que componen este libro se busca aportar una visión general y, por tanto, inevitablemente no exhaustiva. Toda investigación historiográfica carece de perspectiva cuando el objeto de estudio es reciente a la hora de llegar a conclusiones definitivas. Con esta limitación en mente, este volumen nace con el propósito de estudiar y cartografiar las artes escénicas en el primer cuarto del siglo XXI, reflexionar sobre las prácticas que se vienen desarrollando y pensar en los caminos que acogerán hacia el futuro.

Así resumen Jara Martínez Valderas, Alba Saura-Clares y Diana I. Luque el objetivo de Escenas en diálogo, el volumen dedicado al teatro del siglo XXI que forma parte del proyecto global Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico que publica Cátedra en ocho volúmenes que aspiran a ofrecer una visión panorámica del teatro en español a lo largo de su historia, desde sus orígenes medievales hasta la actualidad.

Desde la herencia del teatro en los años noventa y los albores del siglo XXI, las autoras presentan el hecho escénico actual atendiendo a la escenificación y a la relación con el público de un teatro transmedia, multimedia e intermedia, inmersivo y participativo, al espacio urbano y el público no convocado, a la nueva conexión con el espectador tras la ruptura de la frontalidad en la disposición de emi­sor y receptor.

El panorama teatral en el primer cuarto del siglo XXI, el contexto sociohistórico y el pensamiento filosófico, los nuevos referentes, los estilos y las temáticas, las aproximaciones teóricas a las dramaturgias del pri­mer cuarto de siglo, las distintas poéticas en la dirección de escena, la escenificación del teatro clásico, las dramaturgias de los actores y la creación colectiva son algunos de los aspectos más significativos de ese hecho escénico.

La consideración de las artes escénicas como artes vivas y de movimiento, la expresión corporal y vocal, el diálogo con la danza y el circo, la conquista artística del espacio urbano o las claves de la escenografía, el vestuario, la iluminación y el sonido o las técnicas de formación de actores en el teatro del siglo XXI son otros aspectos que aborda este volumen que en su sección de ‘Contextos’ dedica varios capítulos a analizar las relaciones teatrales entre Hispanoamérica y España, sus vínculos con la escena europea y los diversos circuitos de festivales de teatro.

Se completa así un panorama global del teatro y las artes escénicas en el primer cuarto del siglo XXI “desde diferentes perspectivas vinculadas a la creación: relación con el público, literatura dramática, dirección de escena, dramaturgia, hibridación con otros géneros, espacio escénico, interpretación y exhibición. No obstante -reconocen las autoras-, detrás de todo ello también existen otras áreas determinantes sin las cuales el desempeño de las artes escénicas y su preservación sería imposible: la producción, la gestión cultural y la formación, por un lado, y los centros y grupos de investigación en la revistas especializadas, por otro.”

Y a estudiar esos últimos aspectos -la profesionalización, la diversidad y la investiga­ción, la producción y la gestión, la actividad crítica o los centros de formación e investigación- se destina el apartado que cierra un libro, que reconoce que “las artes escénicas en el siglo XXI se enfrentan a nuevos retos. El rol de siglos pasados presenta necesariamente otras realidades a tenor de los cambios globales acontecidos hacia el tiempo actual”, pero a la vez, pese a todas estas vicisitudes y a la multiplicidad de formas y tendencias venideras, las artes escénicas seguirán siendo un espacio de encuentro imprescindible para la sociedad.”


Santos Dominguez 


31 enero 2025

Teatro español del siglo XX

 


Diego Santos Sánchez y Berta Muñoz Cáliz. 
Teatro y artes escénicas. España. Siglo XX. 
Una historia en tres actos. Cátedra. Madrid, 2024. 


En tres partes cronológicas, enmarcadas entre la herencia decimonónica de las infraestructuras teatrales, las condiciones materiales de los teatros y los legados que han dejado algunas de sus formas teatrales, fundamentalmente Valle y Lorca, organizan Diego Santos Sánchez y Berta Muñoz Cáliz el volumen España. Siglo XX. Una historia en tres actos, que publica Cátedra en su colección Teatro y artes escénicas como parte de un ambicioso proyecto globalizador sobre la historia del teatro español en nueve tomos desde la Edad Media hasta la actualidad.

‘Un teatro moderno (1892-1939)’, ‘Un teatro anómalo (1936-1978)’ y ‘Un teatro posmoderno (1975-2000)’ son las tres secuencias en que se articula el análisis de los diversos contextos y hechos escénicos del teatro español del siglo XX en un estudio que, en palabras de sus autores, “pretende ofrecer un recorrido panorámico que dé cuenta del devenir de los procesos teatrales de la España del siglo pasado. De este modo se propone un marco general con múltiples calas en las que se podrá ahondar gracias a trabajos más específicos, de los que se da cuenta en la bibliografía final. No pretende ser esta, en definitiva, una historia enciclopédica; la filosofía que la vertebra es más bien la de ofrecer un recorrido ameno que permita acompañar el teatro a través de las vicisitudes y éxitos que atravesó en la España del siglo pasado.”

La pugna entre un teatro viejo, comercial y conservador desde el punto de vista estético e ideológico, y un teatro moderno y renovador, los nuevos espacios teatrales y los géneros escénicos, la irrupción del cine y su competencia, la reacción de la industria ante el cambio de paradigma o la relación entre teatro y Estado son los contextos a los que se atiende en el primero de los tres periodos cronológicos, delimitado entre el estreno de Realidad de Galdós en 1892 y el final de la guerra civil en 1939.

En cuanto al hecho escénico de este primer periodo, se aborda la evolución desde la convención del teatro realista y naturalista y las limitaciones del Naturalismo galdosiano hasta las vanguardias escénicas que Lorca exploró en El público, una obra a la que se dedica un espléndido análisis, pasando por la comedia burguesa de Jacinto Benavente, por el teatro modernista o el esperpentismo de Valle-Inclán para acabar en las propuestas de poéticas de un teatro popular durante la República.

La anomalía teatral de la posguerra y el franquismo centran el segundo apartado del estudio, cuyos contextos evolucionan desde el teatro para la Victoria, los teatros oficiales y la propaganda política y cultural hasta el teatro independiente y universitario.  

Los hechos escénicos se extienden desde el estudio del exilio teatral republicano de 1939 hasta las dramaturgias neovanguardistas de Francisco Nieva, con capítulos dedicados a la comedia y las fórmulas de la evasión, al teatro de Jardiel y Mihura, entre la vanguardia y la convención, o al realismo social comprometido de Buero Vallejo o Alfonso Sastre.

Y finalmente, la tercera parte, ‘Un teatro posmoderno’, que abarca la actividad teatral desde 1975 hasta el 2000, aborda la rearticulación del campo teatral y la institucionalización del teatro en la democracia, la revitalización de la comedia con Alonso de Santos, la búsqueda de nuevas fórmulas en la empresa teatral, las revistas y colecciones de teatro y las nuevas propuestas estéticas, las aproximaciones a una realidad incierta, el testimonio y la denuncia o las reescrituras de la historia con los géneros al límite de un teatro posdramático en el contexto de una realidad incierta.

Tres actos que resumen la historia teatral del siglo XX en Espańa y ofrecen una panorámica de su legado y su recepción por el público hasta finales del siglo pasado y este siglo XXI, de lo que hay un magnífico testimonio gráfico en las dieciséis fotografías de representaciones del cuadernillo central. Tres actos de una historia que “se ha planteado desde la voluntad de ofrecer un discurso ilustrativo, ameno y riguroso de qué fue el teatro español del siglo XX.” 

En gran medida, la esencia de ese teatro es una relación conflictiva entre la tradición y la modernidad, o entre comercialidad e innovación experimental. Por eso, en el balance que cierra el libro, los autores exponen su doble conclusión:

En primer lugar, que hubo en el siglo XX un teatro que gozó del beneplácito del gran público y cuya pervivencia, tanto a través de su repertorio como de sus modelos estéticos, nunca ha estado sujeta a disputas, discontinuidades ni dificultades; en segundo lugar, que el siglo XX alumbró formas teatrales modernas que se vieron, por lo general, limitadas al público más selecto y cuyo legado ha corrido la misma suerte. Esa dialéctica entre tradición/convención y modernidad sigue, décadas después del diagnóstico de Ortega y Gasset, manteniendo su vigencia en la España del siglo XXI: mientras que hay un teatro sujeto a un molde de explotación comercial que es frecuentemente juzgado con dureza desde sectores más intelectuales, las propuestas que empujan los límites de lo establecido hacia la innovación y la experimentación no logran trascender el umbral de un público reducido.

Santos Domínguez 


29 enero 2025

El teatro del siglo XVI. Un viaje entretenido


Julio Vélez-Sainz.
  Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico.
Siglo XVI. Un viaje entretenido.
Cátedra. Madrid, 2024.


  Del ameno diálogo de comediantes que Agustín de Rojas Villandrando publicó a principios del siglo XVII toma su título Un viaje entretenido, el volumen dedicado al teatro del siglo XVI con el que Julio Vélez-Sainz abre la colección Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico que publica Cátedra. Es el estudio que inaugura un ambicioso proyecto que bajo su dirección analizará las distintas épocas del teatro y las artes escénicas en el ámbito cultural hispánico. 

Organizada como las piezas del teatro clásico en tres jornadas precedidas de un introito sobre la herencia medieval del teatro como juego entre lo profano y lo sagrado, esta primera entrega aborda con rigor y en profundidad un completo panorama general del hecho teatral, articulado, como en el resto de la colección, en tres aspectos:

Los fundamentos del hecho escénico, el espectáculo y la representación, los recursos lingüísticos de la comicidad y la conformación del tipo cómico (el rufián, el soldado, el bobo o el gracioso), la gestualidad expresiva o performativa y el vestuario, las máscaras, la escenografía y la iluminación natural y artificial, la música, los bailes y los efectos sonoros, la preceptiva de géneros y las formas dramáticas: de la comedia a la tragedia, de la farsa a la égloga dramática y a las formas breves de los pasos o los entremeses.

Los distintos contextos del hecho teatral: del teatro cortesano al contexto popular del teatro de calle en las fiestas religiosas, el papel del público y los espectáculos callejeros: titiriteros, saltimbanquis y volatines, la profesionalización de los autores y los actores, el nacimiento de los corrales de comedias, el contexto culto del teatro universitario y el renacimiento de la tragedia clásica con Cervantes, los ámbitos de la representación teatral en la América hispana o la transmisión y conservación de los textos.

El legado del teatro renacentista en los siglos XX y XXI, de las que hay varios testimonios gráficos en el cuadernillo central: la representación de clásicos como los pasos de Lope de Rueda o los entremeses cervantinos en el proyecto de La Barraca durante la Segunda República, la escenificación de La Numancia en la guerra civil, los primeros clásicos cara al sol como Juan del Encina, inspirador del escudo de Falange, la pasión franquista de Lucas Fernández (“cuyo Auto de la Pasión es posiblemente la obra de teatro quinientista con más puestas en escena durante el franquismo”) o el legado en la democracia con las adaptaciones cervantinas de Nieva (Los baños de Argel, en 1979) o Marsillach (La gran sultana, en 1992) o con la creación de la compañía Nao d’amores, con la que Ana Zamora rescata una buena parte del repertorio del teatro renacentista, desde Gil Vicente hasta Torres Naharro, desde Juan del Encina a Jerónimo Bermúdez.

Se completa así una magnífica visión panorámica sobre el primer teatro clásico español del siglo XVI, “el siglo más importante de la escena en la península -afirma Julio Vélez-Sainz-, pues presenta su principal evolución: el paso del juego sagrado y profano al del teatro comercial, cristalizado de manera clara en el nacimiento del corral de comedias.”


Santos Domínguez 

27 enero 2025

Giovanni Nucci. La Ilíada a la hora del aperitivo

 


Giovanni Nucci.
La Ilíada a la hora del aperitivo.
Traducción de Ana Romeral Moreno.
Siruela. Madrid, 2024.


“En los más de veinte años que, por distintos motivos, llevo trabajando sobre el mito, he comprendido que, al querer sumergirse en él, la única manera de no ahogarse es dejarse llevar, abandonarse a la historia, o al menos así me lo parece: flotar y dejarse llevar donde mejor nos plazca”, escribe Giovanni Nucci en la nota final de La Ilíada a la hora del aperitivo, una relectura del poema homérico que publica Siruela con traducción de Ana Romeral Moreno.

Al igual que en la Ilíada, el eje central de este peculiar ensayo es la figura de Aquiles, del que dice Nucci en la primera de las cinco ponencias en que organiza los capítulos de su libro: 

Imagino que se puede considerar a Aquiles un anticonformista (o lo que hoy día se considera un anticonformista), es decir, alguien que no tiene una posición privilegiada respecto al poder ni asignaciones especiales (aparte del hecho de ser el mejor de los combatientes y de hacer ganar a su formación prácticamente todas las batallas); pero, sobre todo, no goza de ese tipo de estima o de confianza por parte de las altas esferas. No lo imaginas capaz de entretejer esas buenas relaciones que podrían impulsarlo a la línea de mando, ahí donde entretejer buenas relaciones es más importante que hacer bien el trabajo. Aquiles no solo no se vale del sistema, no aprovecha sus recursos o modalidades, sino que se mantiene a una debida distancia.
Y, sobre todo, su relación con Agamenón parece determinada por un cordial desafecto, y el sentimiento es mutuo: Agamenón es feliz de tener a Aquiles alejado del poder como este se alegra de no tener nada que ver con su comandante.
Pero es Aquiles quien convoca la asamblea, es él quien pide que se aclare lo de la epidemia. Y lo hace a pesar de que sería mejor para él quedarse en su tienda, aislado del resto de las tropas (como está acostumbrado a hacer y como, de hecho, hará de aquí en adelante durante casi el resto de la historia). Entonces, ¿por qué no limitarse a lo que parece más conveniente? Esta reacción pone de relieve la complejidad de su personalidad. Se está mostrando mucho más sensible y atento de lo que cabría esperar de su egocentrismo y narcisismo. Esto demuestra que Aquiles es un personaje irresuelto: si ya ha quedado claro su temperamento, harán falta otros veinticuatro cantos para comprender realmente quién quiere ser. Pese a ello, y al contrario de otros comandantes, acude a la asamblea con las ideas muy claras sobre lo que está pasando, y a causa de quién. Por tanto, queriendo dar una lectura romántica a estos hechos, la contraposición entre Aquiles y Agamenón se vuelve esencial, porque nos habla de dos formas distintas de ver la realidad: una realista, racional y racionalista, dirigida al poder; y otra emotiva y empática, dirigida a la coherencia con el propio destino.

La figura de Aquiles es naturalmente el hilo conductor de La Ilíada a la hora del aperitivo. Y, tras analizar la preparación y la dinámica de la batalla y las tramas y finales en los que se articulan las acciones de lis personajes, en la ponencia final Nucci subraya que la cólera de Aquiles hace emerger un conflicto violento entre los dioses, porque “en el escenario abierto por Aquiles con su furia salvaje e inhumana (incluso animal), ahora los dioses, todos los dioses, están emergiendo desde las profundidades del abismo para luchar entre sí en la llanura salpicada de cadáveres y devastada por el fuego, la inundación y el terremoto (los pocos árboles que quedan en pie están carbonizados). No acostumbramos a prestar atención a esta escena, quizá por estar demasiado concentrados en la reacción de Aquiles, pero la verdad es que a su rabia, que se ha vuelto devastadora, le corresponde una violencia divina que sube desde las profundidades para superar ese vacío y abrirlo a la destrucción. Ahora el conflicto entre los dioses emerge de manera explícita, y Atenea, Afrodita, Hades, Hefesto, Artemisa, Ares, Leto, Hera, Apolo, Hermes y Poseidón salen a escena para luchar abiertamente. Solo Zeus, después de dejarlos ir, instigándolos a desencadenar semejante violencia, se echa a un lado para observar el espectáculo. Podrán enfrentarse sin necesidad de que los héroes que están en medio sufran sus acciones; la fuerza ha salido a la luz, y todo parece llevarnos de nuevo a ese momento cosmogónico en el que Zeus afirmó su poder y los dioses luchaban entre sí. Zeus parece haber dejado de buscar su equilibrio; no hay necesidad ni destino que gobierne el cosmos: las fuerzas han emergido y se enfrentan con toda su violencia. Y no es baladí la reflexión que estamos a punto de hacer, no es una imagen fácil a la que asistir. Lo que ahora vemos es que «el mundo ha empezado a moverse como algo tambaleante», como diría Shakespeare (o, mejor aún, como diría John Donne: «Toda coherencia ha desaparecido, así como todo apoyo justo o relación»). Ya no parece posible ningún equilibrio; todas las tensiones, y cabría decir todas las visiones, los escenarios y las imágenes se liberan para explotar unas contra otras. Ya no se trata del caos, sino de la más violenta y desarticulada de las pesadillas.”

La principal novedad del enfoque de Nucci es la incorporación de la perspectiva de los dioses en su relectura de la Ilíada, porque “tenemos una imagen de los dioses como si lo observaran todo desde lo alto, desde lo alto del Olimpo, mientras toman el aperitivo; como si estuvieran en el cine viendo cómo combaten los héroes en la llanura delante de Troya y comentaran, y tomaran partido por uno u otro, interviniendo de vez en cuando y moviendo desde allí los hilos de dichos héroes, piezas en un tablero, un videojuego. Y no creo que sea la imagen adecuada, sino más bien al contrario.”

Y una vez explicada esa perspectiva, el ensayo va más allá de los mitos y asume su proyección en el presente como representaciones de nuestro mundo interior y como medios de interpretación de la realidad, desde lo intemporal y universal hasta lo actual y particular: desde la pandemia o las guerras actuales hasta la identidad personal, la condición femenina o los conflictos generacionales.

Porque hay que cambiar “nuestra forma de pensar en lo divino: los dioses no observan desde lo alto cómo combaten los héroes mientras ellos toman el aperitivo, sino que participan en sus combates, los acompañan, están dentro de ellos, hacen que se piense en ellos convirtiéndose en sus comportamientos más profundos.”

Esta aguda relectura que hace Giovanni Nucci de la Ilíada es una nueva muestra de la vitalidad de los clásicos, que permiten reflexiones tan sutiles y profundas como esta, acerca de dos héroes centrales de la Ilíada, Héctor y Aquiles:

En este catálogo de héroes, donde, por cómo reflejan lo divino, podemos reconocer nuestra normalidad (en la debilidad y en la fortaleza), hay dos figuras que destacan por encima de las demás, no tanto por su capacidad militar o guerrera, sino precisamente por su humanidad.
Tanto Héctor como Aquiles son fuertes, diestros en el combate, inteligentes en el plano militar y despiadados en el uso de la fuerza. La forma en que Héctor mata a Patroclo es comparable a la forma en que él muere a manos de Aquiles. Estoy seguro de que si ese duelo lo hubiese ganado Héctor, habríamos terminado por querer más a Aquiles. Héctor nos gusta más porque lo vemos morir. Pero lo que los une es su humanidad, el sentido del destino que logran alcanzar, el conocimiento que tienen del mundo. Veremos la humanidad de Aquiles al final de esta historia; la de Héctor, en cambio, la vemos en esta ocasión.

Santos Domínguez 


24 enero 2025

Rosa Lentini. Montblanc en sombra y piedra

 


Rosa Lentini. 
Montblanc en sombra y piedra. 
Olé Libros. Valencia, 2024.

 “Porque si recordamos para quedarnos y creamos cuando empezamos a olvidar, escribimos como una forma de fijar lo que no podemos detener”, escribe Rosa Lentini en ‘El fulgor de la palabra’, uno de los diecisiete espléndidos textos que componen Montblanc en sombra y piedra, que publica Olé Libros. 

Dedicados “a los que se fueron y a los que siguen allí”, entre la sombra de las pérdidas y la piedra perenne, entre el atardecer frío que abre el libro y el amanecer en la ciudad amurallada que lo cierra, hay en esos diecisiete capítulos diecisiete estaciones de un itinerario personal, de una mirada interior que tiene el tiempo como centro, y la memoria, el olvido y las pérdidas como ejes de una reflexión y una búsqueda levantadas desde el difícil y sostenido equilibrio de sutileza y densidad, de hondura reflexiva e intensidad emocional, de cuidado estilístico y depuración sentimental:

No solo el cuerpo engendra, también la palabra.
Cantar es descender, adentrarse en lo más incierto y desconocido en busca de aquello que complementa la pérdida.

Es muy significativo que el objeto de esa reflexión y el espejo de esa mirada sea Montblanc, un lugar fuera del tiempo y del espacio, encerrado en una muralla que lo aísla del exterior. Y por eso mismo, un micromundo comunitario capaz de representar un ámbito humano interior,  extemporáneo y universal, alejado del pintoresquismo superficial de la mirada del turista.

Y así la mirada interior convierte lo exterior (el olor y el paisaje, el sonido y la piedra, el viento, el cementerio o la lluvia) en reflejo del interior, en su proyección más profunda y depurada:

El tiempo precisa de detalles y, aunque miremos como las ciudades crecen durante siglos en su hechizo, en las fachadas inmutables se produce un salto evolutivo que se interrumpe dejando los suspendidos en medio es uno… 
Y solo mucho tiempo después podemos descubrir en esa imagen congelada, el tiene su en que se han convertido aquellos que éramos cuando llegamos.

‘Todo paisaje es una futura pérdida’, titula Rosa Lentini con anticipada voluntad elegíaca su Nota inicial, en la que termina afirmando que Montblanc en sombra y piedra es “la expresión de un amor en igual medida que la verificación de una pérdida; los sueños y los sentimientos de los habitantes de Montblanc, su memoria y, en fin, la huella de su breve paso por el mundo real y el mundo de la autora, por la vida en general, que se transmuta en algo indefinible, casi imponderable, y que en última instancia no tendrá más justificación que la propia palabra poética…”

Los diez años de escritura de Montblanc en sombra y piedra resumen otros treinta años de habitación de la autora en ese lugar que, como todos los que verdaderamente importan, es un lugar del corazón, de la luz y de la memoria.

Este es su magnífico final:

Pero mira a los que amanecen en los días inflexibles de una ciudad amurallada y que acaban apoyando en la separación sus corazones… 
…ángeles de piedra que están solos, ángeles que se mueven mejor por su atlas cuando la nieve cae en su mundo silencioso.
Recuerda lo que te dije al principio: quien despierta sabe que el ojo nunca es inocente.
Y porque la memoria siempre intercede 
mira otra vez ese río, mira esas calles, esa luz…

Santos Domínguez 


22 enero 2025

Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico

 






“El teatro no se puede estudiar de espaldas a las artes escénicas, pues es una de ellas. Aunque esta entra bien dentro de los parámetros tradicionales de estudio literario (un autor más o menos canónico, una obra, su recepción), las artes escénicas son un fenómeno colectivo que necesita de la participación de un conjunto de personas muy amplio que se encarga de la actuación, producción, dirección de escena, utilería, regiduría, iluminación, carpintería, música, adaptación, publicidad, crítica y, claro, dramaturgia. La caracterización colectiva del hecho escénico difumina el sentido de autoría y multiplica los niveles de composición. A la par, el hecho de que se trate de una arte efímera que solo se completa con la interpretación coetánea o posterior a la primera composición de la pieza aumenta las posibilidades de recepción. Una verdadera historia de las artes escénicas no se puede hacer sin tener en cuenta a todos estos profesionales y los distintos aspectos de su trabajo, ni sin establecer un estudio de la recepción sincrónica y diacrónica del producto final. 

Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico analiza el fenómeno escénico desde todos estos puntos de vista. Los trabajos parten de aspectos literarios, comunicativos y sociológicos, planteamientos técnicos como el aforamiento del público, el aparato de la escena, la escenotecnia, la iluminación, el figurinismo, etc. Es decir, proponemos una historia puramente «teatral» que combina la puesta en escena y que contempla la historia escénica de los textos de modo que se consideran los aspectos técnicos de la práctica teatral y los literarios del texto dramático”, escribe Julio Vélez-Sainz, director de la colección, en el prólogo del volumen que inaugura Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico, que publica Cátedra.

Es un ambicioso proyecto, riguroso, metódico y abarcador, que está llamado a convertirse en modelo de referencia en el estudio del teatro español desde la Edad Media hasta la actualidad. De momento han aparecido tres títulos: Siglo XVI. Un viaje entretenido; Siglo XX. Una historia en tres actos y Siglo XXI. Escenas en diálogo, que además de una amplia bibliografía actualizada de la creación teatral de cada periodo incorporan un estudio de las “Herencias” que vinculan cada época con la tradición escénica inmediatamente anterior; de los “Hechos escénicos” que abordan los signos teatrales y la escenificación de cada momento: desde los ámbitos y los espacios teatrales, la iluminación, el figurinismo, la maquinaria teatral, la representación e interpretación (música, gestualidad, escena, espectáculo), las formas dramáticas (farsa, comedia, tragedia, géneros breves), la relación de la escena hispana con su contexto europeo, y la interrelación entre las artes escénicas y el teatro; del análisis de los “Contextos” de cada ámbito de representación, recepción y difusión (impresa, oral o digital) del teatro; y de los “Legados” que siguen el trazado posterior de cada obra y cada época.

“Gracias a este planteamiento global y abarcador -concluye Julio Vélez-Sainz- esperamos dar cuenta cabal del fenómeno a estudiar. Sirva esta introducción como punta de lanza del impulso apasionado y riguroso (a la par que utópico) del conjunto de volúmenes de capturar «lo incapturable»: las artes teatrales y escénicas.”

Una enciclopedia imprescindible de las artes escénicas en el ámbito hispánico que completarán otros cinco volúmenes de próxima aparición sobre la Edad Media, el siglo XVII, el siglo XVIII, el siglo XIX y el siglo XX en la América Latina.

Santos Domínguez 




20 enero 2025

Scott Fitzgerald. Ecos de la Era del Jazz



Francis Scott Fitzgerald.
Ecos de la Era del Jazz y otros ensayos.
Edición de Juan Ignacio Guijarro González.
Traducción de José María Romero Barea. 
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2024.

“Ojalá uno pudiera hacer lo que quisiera con las palabras: armar descripciones cortantes y contundentes como hace Wells, emplear las paradojas con la claridad de Samuel Butler, con la amplitud de Bernard Shaw o con el ingenio de Oscar Wilde. Evocar los amplios cielos sofocantes de Conrad, las puestas de sol doradas y los locos cielos acolchados de Hichens y Kipling, los amaneceres color pastel y las luces crepusculares de Chesterton, por poner un ejemplo. Si quiere saber lo que pienso, me considero un ratero reincidente en cuestiones literarias, un redomado ladrón, un apasionado saqueador de los mejores métodos de los escritores de mi generación”, explicaba Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) en una falsa entrevista que elaboró él mismo y publicó el 7 de mayo de 1920 en The New York Tribune como mecanismo de promoción de su novela A este lado del paraíso, que se había lanzado a finales de marzo.

Ese texto, que reapareció en la revista The Saturday Review cuarenta años después, en noviembre de 1960, abre la recopilación Ecos de la Era del Jazz y otros ensayos, de Scott Fitzgerald. La publica Cátedra Letras Universales con traducción de José María Romero Barea y edición de Juan Ignacio Guijarro González, que señala en su prólogo que “por desgracia, y aunque Fitzgerald se lo propusiera a la editorial en la cual publicó toda su obra, Scribner’s, no vio nunca cumplido su deseo de ver recopilada su obra ensayística en un volumen antes de su temprana muerte en 1940, con tan solo cuarenta y cuatro años. […] Si durante décadas la crítica se centró exclusivamente en las novelas de Fitzgerald y solo mucho más tarde empezó a estudiar sus relatos, sus ensayos no han recibido hasta ahora la atención que merecen, ya que a menudo siguen siendo injustamente considerados una parte menor de su obra. Sin duda, a ello obedece el que hasta la fecha no se haya publicado -ni siquiera en Estados Unidos- una monografía que analice a fondo la riqueza y complejidad de unos textos que, con frecuencia, aparecieron en las principales revistas del país, como Esquire o The Saturday Evening Post. Esta sorprendente ausencia de estudios críticos ha influido al preparar la presente edición crítica, la primera que se publica en lengua española de los ensayos del autor de El gran Gatsby.
De hecho, ni siquiera en inglés existe un volumen equivalente al que ahora ofrece la colección Letras Universales.”

Si el párrafo citado de la entrevista ficticia terminaba con una alusión a “mi generación”, “Mi generación” es precisamente el título del último de los textos recogidos en este volumen que reúne cronológicamente veintidós artículos y ensayos publicados por Scott Fitzgerald en la prensa entre 1920 y 1940.

Hay en esa expresión una suma significativa de lo que ofrecen estos ensayos: una mirada lúcida e intensamente subjetiva en la que se cruzan el yo y los otros para hablar de lo propio y de lo que le une con lo ajeno, para reflejar el espíritu de una época que Scott Fitzgerald bautizó como “la era del jazz” al titular su segunda recopilación de cuentos, Tales of the Jazz Age. Y para trazar un panorama de conjunto de la literatura norteamericana de aquellas décadas que transcurrieron entre las dos guerras mundiales. Ese panorama es el de la generación perdida que vincula la vida y la obra de Scott Fitzgerald con la de narradores como Hemingway, Thomas Wolfe o John Dos Passos, con quienes tuvo desencuentros literarios y personales de envergadura.

Ese es el trasfondo histórico e intelectual que vincula también la obra narrativa y ensayística de un autor a caballo entre sentimientos y actitudes contradictorias, entre la frivolidad, la desazón y la depresión, tanto en lo privado como en lo público, entre Nueva York y Hollywood, entre crisis bursátiles y crisis personales que acabaron en un desastre de deudas y alcoholismo, de deterioro humano y “bancarrota sentimental”, por usar su misma expresión. Era la consecuencia del derrumbe que dio título a la trilogía ensayística que publicó en 1934. 

El centro exacto del volumen lo ocupa Ecos de la Era del Jazz, un nostálgico ensayo de 1931 que su editor Maxwell Perkins (El editor de libros) elogiaba porque era “un texto hermoso”, y porque “sus observaciones son agudas y brillantes.” Y ese carácter central y representativo explica que su título sea también el de esta recopilación, cuyo prólogo ofrece un riguroso análisis de cada uno de los ensayos de Scott Fitgerald.

En concreto, de “Ecos de la Era del Jazz” escribe Juan Ignacio Guijarro que es “uno de sus ensayos más legendarios, plagado de memorables frases líricas,” con el que “Fitzgerald firmó la necrológica de una década cuyos valores él mismo había logrado encarnar, junto a su esposa Zelda. […] Al evocar los excesos de la ‘Era del Jazz’, Fitzgerald revisitaba al mismo tiempo con nostalgia su propia trayectoria, tan íntimamente ligada a esa época, tal como ya había hecho unos meses antes en uno de sus grandes relatos, Regreso a Babilonia (Babylon Revisited, 1931).”

A medio camino entre la mirada autobiográfica y el reportaje testimonial, estos ensayos trazan el autorretrato personal y generacional del autor. Crítica social y crítica literaria conviven en estos textos que no fueron solo un medio de supervivencia en tiempos de escasez económica, sino el reflejo de la quiebra múltiple -sociocultural, moral y económica- de la que el autor de El gran Gatsby fue testigo y víctima.

Entre el éxito literario y social, la prosperidad y los artículos bien pagados y el fracaso y el pesimismo de los últimos años se mueven estos textos en los que Scott Fitgerald habla con distancia crítica del mundo de los ricos y el dinero, describe con agudeza meticulosa los tiempos de escasez y de abundancia, cuando “el dinero parecía entrar cada vez con más asiduidad, con cada vez menos esfuerzo” (“Cómo sobrevivir con 36000 dólares al año”); escribe con lucidez sobre la juventud y la devastación del paso del tiempo, porque “a medida que el ser humano envejece, se acrecienta su vulnerabilidad” (“Lo que pienso y siento a los veinticinco”) y une el pasado y el futuro en el presente de la escritura que le permite por ejemplo hacer su autobiografía irónica a través de los licores que bebió en cada momento o de los hoteles en los que se alojó con Zelda Sayre.

En conjunto escriben la crónica de una derrota anunciada, resumen la asimilación de un fracaso cada vez más intenso y sobre todo son el envés de la trama que teje en sus novelas y en sus cuentos quien en alguna ocasión confesó no saber si era un personaje más de sus relatos.

El texto inicial, esa autoentrevista que citábamos al principio, es uno de los cuatro que se traducen aquí por primera vez al castellano: “Tanto en estos cuatro textos -subraya Juan Ignacio Guijarro- como en los dieciocho restantes que conforman este nuevo volumen continúan resonando con fuerza los ecos de quien ya es una figura capital del canon literario estadounidense: F. Scott Fitzgerald.”

Murió el 21 de diciembre de 1940, casi olvidado. El último cheque que había cobrado en concepto por derechos de autor “ascendía a la humillante cantidad de 13,13 dólares”, como recuerda Juan Ignacio Guijarro, que añade que “las necrológicas lo recordaron como un autor menor que, tras triunfar en los años veinte, desapareció por completo. Zelda Fitzgerald fallecería el 10 de marzo de 1948, a los cuarenta y siete años, encerrada en su habitación, al arder la clínica de Carolina del Norte en la que estaba internada. Ninguno de los cónyuges del matrimonio más afamado de la ‘Era del Jazz’ llegó a cumplir el medio siglo de vida.”

“Todo se ha perdido ya, salvo el recuerdo”, escribía Francis Scott Fitzgerald al final del desencantado Mi ciudad perdida, en donde confluyen en una misma desolación la ruina de los sueños personales y la crisis nacional ocasionada por la Gran Depresión de 1929 y simbolizada por el deterioro de Nueva York y “la terrible revelación de que Nueva York era, después de todo, una ciudad cualquiera, y no un universo en sí mismo, el reluciente edificio que el ciudadano medio había alzado en su imaginación se venía al suelo, antes de hacerse añicos.”

Ese mismo efecto de espejo preside El derrumbe, uno de sus mejores ensayos, publicado en la revista Esquire en febrero de 1936. En sus páginas se cruzan de nuevo la crisis personal y creativa de Scott Fitzgerald y la crisis general de la nación, el colapso de toda una época que ya había desaparecido.

El derrumbe era la primera entrega de una trilogía de artículos que completaron Al restaurar las piezas en marzo y Manipular con cuidado en abril. Esa trilogía suma la terapia pública y la confesión penitencial privada  de Scott Fitzgerald y es uno de los ejes de un libro que, como toda su obra, podría resumirse en la frase inicial de El derrumbe
La vida entera es un proceso de demolición.

“F. Scott Fitzgerald -concluye Juan Ignacio Guijarro- ocupa con todo merecimiento un lugar destacado en el canon literario estadounidense, no solo por haber escrito novelas magistrales como El gran Gatsby y Suave es la noche o un número considerable de relatos memorables, sino también por la brillantez de su obra ensayística, que lamentablemente sigue siendo la parte menos conocida y estudiada de su obra y que, por primera vez, se presenta aquí en una edición crítica en lengua española.”

Santos Domínguez 





17 enero 2025

Marcel Proust. El tiempo recobrado

 


Marcel Proust.
A la busca del tiempo perdido,VII.
El tiempo recobrado.
Edición, traducción y notas de Mauro Armiño.
El Paseo Editorial. Sevilla, 2024.

Con El tiempo recobrado, el séptimo volumen de A la busca del tiempo perdido, culminaba Proust uno de los monumentos más grandes de la literatura universal de todos los tiempos.

Y con esta última entrega culmina también El Paseo Editorial su admirable esfuerzo de recuperar la magistral edición anotada y puesta al día de Mauro Armiño, que además del orientador resumen que remata cada volumen, ofrece en este tomo final varios índices (de personas, de lugares, de obras artísticas y literarias) imprescindibles para orientarse en el universo del ciclo proustiano. 

Porque adentrarse en las páginas de A la busca del tiempo perdido es entrar en otra dimensión literaria, en un mundo narrativo que tiene una atmósfera propia y en una respiración de la prosa que no se parece a ninguna otra. Y entrar en ese mundo es mucho más fácil cuando se dispone de una edición tan cuidada tipográficamente como esta y de una traducción tan luminosa y unos materiales tan exhaustivos e iluminadores como los que ha elaborado a lo largo de tres décadas y revisado expresamente para esta edición Mauro Armiño.

Escrita con el telón de fondo intrahistórico del París de la Primera Guerra Mundial, El tiempo recobrado es por un lado el cierre del ciclo, su recapitulación y su síntesis. Y por otro, contiene las claves que dan acceso al sentido del conjunto en la explicación de su origen por parte del narrador: el reconocimiento de la revelación germinal de un concepto del tiempo, de la vida y del arte que le hace entender que los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos. El narrador tomará conciencia así de su vocación literaria y de la creación artística como refugio frente al mundo.

El hecho que desencadena todo el proceso no puede ser más trivial: el narrador tropieza con un adoquín, un percance que le revive la misma sensación que tuvo ante dos losas desiguales en el baptisterio de San Marcos de Venecia:

Pero en el momento en que, recuperando el equilibrio, puse mi pie sobre un adoquín que estaba algo menos levantado que el anterior, todo mi abatimiento se desvaneció ante la misma felicidad que en diversas épocas de mi vida me habían dado la vista de árboles que había creído reconocer durante un paseo en coche por los alrededores de Balbec, la vista de los campanarios de Martinville, el sabor de una magdalena mojada en una infusión, tantas otras sensaciones de las que he hablado y que las últimas obras de Vinteuil me habían parecido sintetizar. Como en el momento en que saboreaba la magdalena, toda inquietud sobre el futuro, toda duda intelectual se habían disipado. Las que me asaltaban hacía un instante sobre la realidad de mis dotes literarias y aun sobre la realidad misma de la literatura habían desaparecido como por encanto. […]
La felicidad que acababa de sentir era desde luego, en efecto, la misma que había sentido al comer la magdalena y cuyas causas profundas había aplazado buscar entonces. La diferencia, puramente material, estaba en las imágenes evocadas; un azur profundo embriagaba mis ojos, unas impresiones de frescor, de luz deslumbrante se arremolinaban a mi lado y, en mi deseo de cogerlas, sin atreverme a moverme más que cuando disfrutaba del sabor de la magdalena tratando de hacer llegar hasta mí lo que ella me recordaba, permanecía, a riesgo de hacer reír a la innumerable multitud de los wattmen, dubitativo como había estado un momento antes, con un pie sobre el adoquín más elevado, el otro sobre el adoquín más bajo. […] Y casi de inmediato la reconocí, era Venecia, de la que mis esfuerzos por describirla y las supuestas instantáneas tomadas por mi memoria nunca me habían dicho nada, y que la sensación sentida en el pasado sobre dos losas desiguales del baptisterio de San Marcos me había restituido con todas las demás sensaciones unidas aquel día a esa sensación, y que habían permanecido a la espera, en su fila, de donde un brusco hacer las había hecho salir imperiosamente, en la serie de los días olvidados. De la misma manera me había recordado Combray el sabor de la pequeña magdalena. Pero ¿por qué las imágenes de Combray y de Venecia me habían dado en uno y otro momento una alegría parecida a una certeza y capaz sin otras pruebas de volverme indiferente a la muerte?

Además de una demoledora visión satírica de la aristocracia y la alta burguesía, el episodio culminante del baile de las cabezas, en el que emergen los rostros monstruosos y envejecidos de quienes fueron sus amigos, se convertirá en una revelación definitiva del paso deformante del tiempo:

Muñecos, pero que, para identificarlos con aquel al que se había conocido, había que leer al mismo tiempo en varios planos, situados detrás de ellos y que les daban profundidad y obligaban a hacer un trabajo mental cuando se tenía delante aquellos viejos fantoches, porque se estaba obligado a mirarlos con los ojos y al mismo tiempo con la memoria, muñecos inmersos en los colores inmateriales de los años, muñecos que exteriorizaban el Tiempo, el Tiempo que no suele ser visible, para serlo busca cuerpos y, allí donde los encuentra, se los apropia para proyectar en ellos su linterna mágica. […]
Por todos estos aspectos, una matinée como aquella en la que me encontraba era algo mucho más precioso que una imagen del pasado, me ofrecía por así decir todas las imágenes sucesivas, y que nunca había visto, que separaban el pasado del presente, mejor aún, la relación que había entre el presente y el pasado; era como lo que en el pasado se llamaba una vista óptica, pero una vista óptica de los años, la vista no de un momento, sino de una persona situada en la perspectiva deformante del Tiempo.

“De esa revelación -señala Mauro Armiño- surge la novela, la voluntad de pintar el gran fresco que tiene por protagonista a la acción del tiempo sobre los personajes.”

Tras ese episodio, siniestro y deslumbrante a la vez, del baile de las cabezas en casa de la princesa de Guermantes, el narrador decide retirarse de la vida social y sus frivolidades mundanas para dedicarse a la escritura de la obra cuya lectura está terminando quien lee esas últimas páginas:

Sí, aquella idea del Tiempo que acababa de concebir decía que había llegado el momento de ponerme a esa obra. Era la hora; pero, y esto justificaba la ansiedad que se había apoderado de mí desde mi entrada en el salón, cuando los rostros pintados me habían dado la noción del tiempo perdido, ¿aún habría tiempo, e, incluso, estaba todavía yo en condiciones?
[…]
En cuanto a mí, era algo muy distinto lo que tenía que escribir, más largo, y para más de una persona. Largo de escribir. De día, a lo sumo podría intentar dormir. Si trabajaba, solo sería de noche. Pero necesitaría muchas noches, quizá cien, quizá mil. Y viviría en la ansiedad de no saber si el Amo de mi destino, menos indulgente que el sultán Sheriar, cuando por la mañana interrumpiera yo mi relato, querría sobreseer mi sentencia de muerte y me permitiría reanudar su hilo la noche siguiente. No es que pretendiese rehacer, en el aspecto que fuera, Las Mil y una noches, ni tampoco las Memorias de Saint-Simon, escritas también de noche, ni tampoco ninguno de los libros que habían amado en mi ingenuidad de niño, supersticiosamente vinculado a ellos como a mis amores, incapaz de imaginar sin horror una obra que sería diferente a ellos. Pero, como Elstir con Chardin, solo se puede rehacer lo que se ama renunciando a ello. […] Sería un libro tan largo como Las Mil y una noches quizá, pero completamente distinto.”
[…]
Entonces pensé de pronto que, si aún tenía fuerzas para llevar a cabo mi obra, aquella matinée -como en el pasado en Combray ciertos días que habían influido en mí- que me había dado, hoy mismo, a la vez, la idea de mi obra y el temor a no poder realizarla, marcaría desde luego ante todo, en esta, la forma que había presentido en el pasado en la iglesia de Combray, y que por lo general permanece invisible para nosotros, la del Tiempo.

De esa manera confluyen el pasado y el presente en la milagrosa conjunción literaria del principio y el fin, del tiempo de la escritura y el de la lectura, del tiempo perdido y el tiempo recuperado unidos a través del arte. Porque en los miles de páginas del ciclo, el eje es el tiempo perdido, pero sobre todo la experiencia de búsqueda y la conciencia final del tiempo recobrado en un entramado circular que revela la salvación a través del arte, porque el pasado forma parte del presente y, para recuperarlo a través del arte, Proust recurre a un pintor (Elstir), a un novelista (Bergotte) y a un músico (Vinteuil).

Entonces, menos radiante sin duda que la que me había hecho percibir que la obra de arte era el único medio de recobrar el Tiempo perdido, en mí se hizo una nueva luz. Y comprendí que todos estos materiales de la obra literaria era mi vida pasada; comprendí que habían venido a mí en los placeres frívolos, en la pereza, en la ternura, en el dolor, almacenados por mí sin que adivinase su destino, ni su supervivencia misma, más que la semilla que pone en reserva todos los alimentos que nutrirán la planta. Como la semilla, podría morir cuando la planta se hubiera desarrollado, y me encontraba con que había vivido para ella sin saberlo, sin que me pareciese que mi vida hubiera de entrar nunca en contacto con esos libros que habría querido escribir y para los cuales, cuando en el pasado me sentaba a la mesa, no encontraba tema. De modo que toda mi vida hasta ese día habría podido y no habría podido resumirse bajo este título: Una vocación.

Porque “la verdadera vida, la vida al fin descubierta y esclarecida, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura”, concluye el narrador de El tiempo recobrado, donde regresa un pasado que se desdobla en un presente que superpone la realidad y la ficción en la memoria del narrador protagonista envejecido, confundido él también con su autor, que añade que “este trabajo del artista, de tratar de ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso de ese otro que, a cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre llevan a cabo en nosotros, cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas por completo, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida. En suma, ese arte tan complicado es precisamente el único arte vivo.”

Se cierra así un círculo temporal que regresa al punto de partida de la serie, al momento narrativo en que confluyen el tiempo del narrador y el tiempo narrado. Por eso, en las últimas páginas de El tiempo recobrado está la mejor introducción al ciclo proustiano. En su final, su principio: 

Experimentaba una sensación de fatiga y de espanto sintiendo que todo este tiempo tan largo no solo había sido, sin una sola interrupción, vivido, pensado, segregado por mí, que era mi vida, que era yo mismo, pero también que debía mantenerlo cada minuto unido a mí, que me sostenía, a mí, que, encaramado en su cima vertiginosa, no podía moverme sin desplazarlo como yo podía en cambio hacer con él. La fecha en que oía el sonido de la campanilla del jardín de Combray, tan lejana y sin embargo interior, era un punto de referencia en aquella dimensión enorme que yo no sabía que tuviese. Me daba vértigo ver por debajo de mí, y sin embargo en mí, como si mi altura fuera de leguas, tantos años.
[…]
Por eso,si me fuera dejado el tiempo suficiente para llevar a cabo mi obra, no dejaría de describir en ella en primer lugar a los hombres, aunque debiera hacerlos parecerse a seres monstruosos, como ocupantes de un lugar tan considerable, al lado de ese otro tan restringido que les está reservado en el espacio, un lugar prolongado en cambio sin medida puesto que tocan simultáneamente, como gigantes inmersos en los años, épocas vividas por ellos tan distantes, y entre las cuales tantos días han venido a situarse -en el Tiempo.

Santos Domínguez