22 enero 2024

Rubén Martín Díaz. Lírica industrial

  


Rubén Martín Díaz.
Lírica industrial.
Rialp. Madrid, 2023.


TRAYECTO

Cada tarde regreso
a mi puesto en la fábrica.
He besado a mis hijos,
también a mi mujer,
y he cerrado la puerta del hogar
con el gesto apacible de quien lanza
al aire una moneda
y sabe que la suerte le es propicia.
Después, en el trayecto hacia el polígono,
me busco en pensamientos. Reflexiono.
Contemplo el horizonte de mis días
en las cosas de siempre,
que hoy lucen como nunca.
Dibujo con el dedo
el contorno de un pájaro en el aire
que, al fin, desaparece
con esa extrema urgencia
de lo efímero.

Ese es uno de los poemas iniciales de Lírica industrial, el libro con el que Rubén Martín Díaz obtuvo el último Premio Alegría. 

Poeta de acreditada y exigente trayectoria, Rubén Martín Díaz trabaja en turno de noche como técnico de mantenimiento industrial y compagina esa actividad laboral con su intensa vocación literaria en una disociación inevitablemente conflictiva y en una atmósfera venenosa que pone en juego la vida.

De la superación jubilosa de esa disociación surgen los poemas de este libro, que responden con su afirmación de la luz y de la vida a la necesidad de solucionar un problema que es a la vez existencial y expresivo: el hallazgo de un tono y un enfoque adecuados para que el poeta se replantee su escritura desde la distancia de su afán diario y desde un despojamiento expresivo que es el punto de partida de la aventura poética de este libro, que contiene también las noches de los sábados en la fábrica:

¿Quién diría que es este 
el lugar de un poeta?
Estoy solo en la fábrica, 
confinado en su noche, 
pero empiezo a temblar 
en las palabras 
y el poema desciende 
poderoso, 
doblegado ante mí, 
como si un dios hincara 
las rodillas 
ante una mustia flor 
para poder sanarla.

Esa es la raíz de esta Lírica industrial, un tríptico poético que desde la insatisfacción de la sombra y la urgencia de la búsqueda, desde la reflexión y el asombro, aspira a hallar la luz en lo profundo de sí mismo, en la mirada a la naturaleza, en la pasión amorosa por la transparencia de un cuerpo y en la afirmación del momento presente, incluso bajo la lluvia oscura de este ‘Polígono industrial’:

Amaneció con lluvia en el polígono; 
la luz de las farolas descolgándose 
en hilos infinitos, 
como hojas de palmera 
bajo el sol vertical del mes de agosto. 
Pero no era verano, sino invierno. 
Y sin duda llovía en esas calles. 
El alba derramaba contra el mundo
-un mundo con sus prisas, sus atascos-
los oscuros depósitos del cielo 
a la manera de las ubres duras, 
rebosantes y líquidas 
de una vaca vaciándose despacio 
en la boca sedienta del ternero.
Me detuve en silencio a contemplar 
los dones ignorados; 
vi mares derrumbarse sobre mí: 
mi cuerpo bajo el agua, 
los ojos conmovidos de pureza. 
Pensé que en el repique de la lluvia 
contra el suelo de asfalto, 
también contra el tejado de las fábricas, 
lo vivo festejaba su existencia: 
el triunfo natural de lo absoluto 
sobre el marco impostado de los hombres.
Ante “los ojos conmovidos de pureza” del poeta se imponen “la mañana nueva / después de la ceniza de la noche” y la libertad del ave sonora y luminosa frente a la esclavitud de la máquina:
Y ahora el pajarillo de la vida 
guarda al fondo de sí 
cuatro acordes de luz, 
la melodía pura de las nubes.

Esta Lírica industrial es una nueva muestra de la madurez poética de Rubén Martín Díaz, una de las voces más interesantes y más verdaderas de la poesía española actual.

Y quien lea estos textos sabrá que está ante un poeta verdadero y que en la armónica dicción, en el cauce musical de sus versos y en la honda verdad de sus poemas toca a un hombre que amanece fundido en el paisaje, más allá del invierno y del ruido de los compresores, los engranajes y las válvulas, para celebrar la mañana de la luz y del pájaro, el verano del vuelo y la palabra:

Y entonces la palabra
que, temblando, como ave
que escapa de su jaula,
alzó su vuelo libre e inmortal
sobre la cima oscura del silencio:
y se hizo luz el canto.

Santos Domínguez 


19 enero 2024

Gregorio Dávila de Tena. Entre el diamante y la penumbra

  


Gregorio Dávila de Tena.
Entre el diamante y la penumbra.
Cuaderno de salmos.
XXXIV Premio Barcarola de Poesía. 
Albacete, 2023.


RUINAS

Desde lo más profundo de mis ruinas
             -donde la sangre corre como el agua-
desde el invierno más crepitante 
desde la tiniebla más helada 
me alzo peregrino 
para sanar la herida en la vereda.

Ese es uno de los ciento cincuenta salmos que componen Entre el diamante y la penumbra, el Cuaderno de salmos con el que Gregorio Dávila de Tena obtuvo el 34º Premio Barcarola de Poesía. 

Organizado en cinco partes de treinta salmos cada una, conviven en este libro de claroscuros la luz y la sombra, el dolor y la alegría, el abismo y la altura, la dicha y la tristeza. “Llegué por el dolor a la alegría”, escribió José Hierro. Repetía en ese verso el goethiano “a la alegría por el dolor” que Gregorio Dávila evoca en una de las múltiples citas de este libro, construido como un itinerario interior desde la noche y la niebla hasta la alabanza y la luz culminante del poema final, pero también como un diálogo con la tradición reflexiva y existencial de la poesía, desde la Biblia hasta Rilke, desde San Juan de la Cruz hasta Félix Grande.

Ya las tres citas iniciales -del Tao Te Ching, de Wislawa Szymborska y de José Hierro- convocan el pórtico de este Cuaderno de salmos la convivencia del diamante y la penumbra que explica el título del libro y su núcleo de sentido en la coexistencia asumida de la luz y la sombra en los instrumentos de cuerda que en la cita de Hierro “sonaban a diamante y penumbra.”

Gregorio Dávila funde así con admirable temple poético la desolación y la esperanza, la violencia y la misericordia, la fugacidad y la eternidad, la angustia y la confianza, como en este ‘Abismos’:

Altas montañas.
¿Quién beberá el torrente 
de tus anhelos?
Desato los abismos 
en el fondo del mar.

Y sus textos se levantan en ese recorrido ascético desde la fosa del silencio, la perplejidad y las preguntas hasta la lámpara encendida del consuelo, desde los precipicios de la noche a la cumbre de la alegría, desde la herida y la ruina a la fuente y el bosque:

PRECIPICIO

Porque el árbol renueva el canto y la mirada 
porque el mar se alegra con las nubes 
porque el hombre sostiene el precipicio 
con las manos llenas de pan 
y esperanza.

Un itinerario poético y vital que desde la mirada hundida en lo hondo del abismo se remonta a la que se eleva a la cima de la montaña para culminar este Entre el diamante y la penumbra en el canto de celebración del salmo final:

ALELUYA

Alabadlo en la cumbre y en el valle 
en la mirada mansa de los bueyes.
Alabadlo con panderos y armónicas 
con el canto nasal de Dylan 
y el coro sublime de Verdi.
¡Alabadlo, aleluya! 
A pesar del cielo de níquel 
a pesar del espanto y la epidemia.
Todo ser que respira alabe al Señor.

Agradeced su cálido refugio 
en el murmullo de los días.


Santos Domínguez 

17 enero 2024

Rafael Sánchez Ferlosio. El Jarama

  


Rafael Sánchez Ferlosio.
El Jarama.
Edición de Mario Crespo López.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2023.

«Describiré brevemente y por su orden estos ríos, empezando por Jarama: sus primeras fuentes se encuentran en el gneis de la vertiente Sur de Somosierra, entre el Cerro de la Cebollera y el de Excomunión. Corre tocando la Provincia de Madrid, por La Hiruela y por los molinos de Montejo de la Sierra y de Pradeña del Rincón. Entra luego en Guadalajara, atravesando pizarras silurianas, hasta el Convento que fue de Bonaval. Penetra por grandes estrechuras en la faja caliza del cretáceo —prolongación de la del Pontón de la Oliva, que se dirige por Tamajón a Congostrina hacia Sigüenza. Se une al Lozoya un poco más abajo del Pontón de la Oliva. Tuerce después al Sur y hace la vega de Torrelaguna, dejando Uceda a la izquierda, ochenta metros más alta, donde hay un puente de madera. Desde su unión con el Lozoya sirve de límite a las dos provincias. Se interna en la de Madrid, pocos kilómetros arriba del Espartal, ya en la faja de arenas diluviales del tiempo cuaternario, y sus aguas divagan por un cauce indeciso, sin dejar provecho a la agricultura. En Talamanca, tan sólo, se pudo hacer con ellas una acequia muy corta, para dar movimiento a un molino de dos piedras. Tiene un puente en el mismo Talamanca, hoy ya inútil, porque el río lo rehusó hace largos años y se abrió otro camino. De Talamanca a Paracuellos se pasa el río por diferentes barcas, hasta el Puente Viveros, por donde cruza la carretera de Aragón-Cataluña, en el kilómetro dieciséis desde Madrid...».

Esa cita, adaptada levemente por Rafael Sánchez Ferlosio con algunos ajustes prosódicos respecto del original, Descripción física y geográfica de la Provincia de Madrid (1864), de Casiano de Prado, abre El Jarama, que acaba de aparecer en Cátedra Letras Hispánicas con una magnífica edición crítica, precedida de un amplio estudio introductorio y minuciosamente anotada, que ha preparado Mario Crespo López.

Desde la sexta edición, de febrero de 1965, nueve años justos después de la primera edición, de febrero de 1956, Ferlosio añade una nota prologal para aclarar la procedencia de “la que yo también, sin sombra de reticencia ni modestia, coincido en considerar con mucho la mejor página de prosa de toda la novela.”

Esa nota aclaratoria revela ya una escritura muy distinta de la que había conseguido el Premio Nadal 1955. El Ferlosio que la redacta ha orientado su prosa en una tendencia muy distinta, casi antagónica, de la concisa sencillez en la que se desarrolla estilísticamente El Jarama, que, junto con las casi simultáneas Los bravos, de Fernández Santos (con quien compartió amistad en la etílica “Universidad Libre de Gambrinus” y estudios de cinematografía en 1950) y El fulgor y la sangre o Con el viento solano, de Ignacio Aldecoa, había inaugurado una línea objetivista, una poética de tono menor que una década después daba las primeras señales de agotamiento, hasta el punto de que Sánchez Ferlosio acabaría renegando de esta que es paradójicamente su novela más leída y reeditada: “Lo tengo aborrecido […] porque no me gusta. No me gusta. El libro no me gusta”, solía decir cuando le preguntaban por El Jarama.

Un objetivismo casi cinematográfico, emparentado muy directamente con el neorrealismo del cine italiano de los cincuenta (Milagro en Milán, Ladrón de bicicletas…), cuya influencia está presente en la novela desde su arranque narrativo:

-¿Me dejas que descorra la cortina?
Siempre estaba sentado de la misma manera: su espalda contra lo oscuro de la pared del fondo; su cara contra la puerta, hacia la luz. El mostrador corría a su izquierda, paralelo a su mirada. Colocaba la silla de lado, de modo que el respaldo de ésta le sostribase el brazo derecho, mientras ponía el izquierdo sobre el mostrador. Así que se encajaba como en una hornacina, parapetando su cuerpo por tres lados; y por el cuarto quería tener luz. Por el frente quería tener abierto el camino de la cara y no soportaba que la cortina le cortase la vista hacia afuera de la puerta.
-¿Me dejas que descorra la cortina?
El ventero asentía con la cabeza. Era un lienzo pesado, de tela de costales.

Como en el cine, al que remite técnicamente, y al igual que en Los bravos, aunque quizá más intensamente, la mirada y el oído, las descripciones visuales que eluden la interioridad de los personajes y se centran en la transcripción conductista de sus diálogos verosímiles y coloquiales, son las claves estilísticas y narrativas de El Jarama, escrita según figura en la precisa datación del final de la novela, entre el 10 de octubre de 1954 y el 20 de marzo de 1955.

Poco más de cinco meses para dar entidad literaria a dieciséis horas de un domingo de verano de los cincuenta en los alrededores de Madrid a través de diálogos que están construidos “como si se hubiese tomado en cinta magnetofónica aquellas conversaciones, todos los gritos, canciones, toda clase de ruidos etc., etc.”, según señalaba el informe aprobatorio de la censura. 

Diálogos como este, cuyo conductismo lingüístico es evidente:

Callaron. Aquel rectángulo de sol se había ensanchado levemente; daba el reflejo contra el techo. Zumbaban moscas en la ráfaga de polvo y de luz. Lucio cambiaba de postura, dijo:
-Hoy vendrá gente al río.
-Sí, más que el domingo pasado, si cabe. Con el calor que ha hecho esta semana...
-Hoy tiene que venir mucha gente, lo digo yo.
-Es en el campo, y no se para de calor, conque ¿qué no será en la Capital?
-De bote en bote se va a poner el río.
-Tienen que haber tenido lo menos treinta y treinta y cinco a la sombra, ayer y antes de ayer.
-Sí, hoy vendrán; hoy tiene que venir la mar de gente, a bañarse en el río.

Y tras ese diálogo, sin solución de continuidad, magníficas descripciones como la siguiente, de una plasticidad visual admirable:

Los almanaques enseñaban sus estridentes colores. El reverbero que venía del suelo, de la mancha de sol, se difundía por la sombra y la volvía brillante e iluminada, como la claridad de las cantinas. Refulgió en los estantes el vidrio vanidoso de las blancas botellas de cazalla y de anís, que ponían en exhibición sus cuadraditos, como piedras preciosas, sus cuerpos de tortugas transparentes. Macas, muescas, nudos, asperezas, huellas de vasos, se dibujaban en el fregado y refregado mostrador de madera. Mauricio se entretenía en arrancar una amarilla hebra de estropajo, que había quedado prendida en uno de los clavos. En las rendijas entre tabla y tabla había jabón y mugre. Las vetas más resistentes al desgaste sobresalían de la madera, cuya superficie ondulada se quedaba grabada en los antebrazos de Mauricio. Luego él se divertía mirándose el dibujo y se rascaba con fruición sobre la piel enrojecida. Lucio se andaba en la nariz. Veía, en el cuadro de la puerta, tierra tostada y olivar, y las casas del pueblo a un kilómetro; la ruina sobresaliente de la fábrica vieja. Y al otro lado, las tierras onduladas hasta el mismo horizonte, velado de una franja sucia y baja, como de bruma, o polvo y tamo de las eras. De ahí para arriba, el cielo liso, impávido, como un acero de coraza, sin una sola perturbación.

En su espléndida introducción Mario Crespo aborda la dimensión de la figura intelectual del Ferlosio narrador y ensayista y la transcendencia e influencia de una novela como El Jarama, que fijó un patrón narrativo canónico por el que discurrió parte de la novela española de la década 1955-1965. 

Ese estudio introductorio, de casi doscientas páginas, es un completo recorrido por la vida, el carácter y la obra narrativa de Ferlosio, desde Alfanhuí a El testimonio de Yarfoz, por su huida de “la amenazadora sombra del grotesco papelón del literato”, por su implacable exigencia consigo mismo y su radical retirada pública de la literatura para recluirse “en la gramática y en la anfetamina” y dedicarse entre 1957 y 1972 a lo que él mismo denominó ‘Altos Estudios Eclesiásticos’: el estudio de la teoría del lenguaje y la fenomenología de la creación artística; el furor grafómano, la práctica de la amplitud sintáctica de la hipotaxis y la composición de ensayos como Las semanas del jardín.

Un completo recorrido, decíamos, que explora las ideas de Ferlosio sobre la narración en sus tres novelas, la reacción de la crítica ante El Jarama, el proceso de redacción de la novela, meticulosamente elaborada y reelaborada, reescrita y recompuesta con voluntad perfeccionista, la importancia del río como protagonista animado, como personificación del tiempo que pasa y como eje simbólico de la narración, el tratamiento del tiempo, el tema y la trama, la dualidad espacial de la acción, que oscila entre la venta y las orillas del río, la estructura en cincuenta y siete secuencias temporalmente superpuestas o yuxtapuestas y los personajes jóvenes de la clase baja madrileña, la muerte de Lucita y por la aportación de la obra como documento lingüístico y como radiografía del habla de Madrid, la materia sobre la que teje el entramado de El Jarama. “Todo estaba -reconoció Ferlosio en ‘La forja de un plumífero’-, al servicio del habla, aunque algunos han querido ver una “novela social”, incluso llena de dobles intenciones antifranquistas.” Porque, como él mismo señaló en su “Autocrítica implacable acerca del Alfanhuí”, inédita hasta 2020, había pasado de “la bella prosa” al habla en un proceso evolutivo que acabaría desembocando en la lengua en su última etapa.

Y siendo este estudio prologal muy importante, hasta el punto de convertir esta edición de El Jarama en la mejor con mucha diferencia, lo fundamental es que invita a una nueva lectura de una novela a menudo malinterpretada o minusvalorada -para empezar, por el propio Ferlosio, que la calificaba como un fracaso-, que contiene pasajes como este:

El guardia joven se puso en movimiento para secundarle.
-Circulen, circulen, andando...
Los encaminaba, tocando a algunos en el hombro.
-Bueno, si ya me voy. No es necesario que me toque.
-Pues hala, aligerar.
Era ya poca la gente; no pasarían de cuarenta los que ahora, por último, se retiraban hacia lo oscuro de los árboles. Nueve personas -o sea los dos guardias, el grupo de los cuatro nadadores, y Tito, Paulina y Sebastián- se quedaban en la orilla, junto al cuerpo de Luci, bajo la luz directa de los merenderos que llegaba hasta sus figuras, atravesando un corto trecho de agua iluminada. Los cuerpos semidesnudos, mojados todavía, se perfilaban de blanco por el costado donde la luz los alcanzaba, y eran negros por el otro costado. Se veían ya sólo seis o siete siluetas de pie en el malecón. El guardia viejo miró a los cuerpos de Tito y Sebastián; luego dijo:
-Bueno, escuchen: que se destaque uno de cada grupo, al objeto de recoger su ropa y la de sus compañeros, con el fin de que puedan vestirse todos ustedes.

Santos Domínguez 



15 enero 2024

Shakespeare. Tragedias

 


William Shakespeare.
Tragedias.
Edición bilingüe.
Traducción y edición de Vicente Molina Foix.
Anagrama. Barcelona, 2023.

 SEPULTURERO
 Esta calavera lleva enterrada veintitrés años. 
HAMLET
¿De quién era? 
SEPULTURERO
De un hijo de puta que estaba loco. ¿De quién creéis que fue?
 HAMLET
No lo sé.
 SEPULTURERO 
¡La peste se lo coma, por pillo! Una vez vació en mi cabeza una jarra de vino del Rin. Esta mismísima calavera, señor, fue la calavera de Yorick, el bufón del Rey.
HAMLET
¿Esta? 
[Toma la calavera]
SEPULTURERO
Esa misma 
HAMLET
Ay, pobre Yorick. Le conocí, Horacio, y era sarcástico hasta el infinito y ocurrente como ningún otro. Mil veces me habrá llevado en sus espaldas, y ahora… qué aborrecible me resulta pensarlo. El estómago se me revuelve. Aquí estaban esos labios que besé tan a menudo. ¿Dónde han ido a parar tus burlas y tus brincos, tus canciones, tus destellos de hilaridad, que solían provocar la carcajada de los comensales? ¿No queda nadie para mofarse de esta sonrisa tuya? ¿Siempre con la boca abierta, eh? Vete enseguida al tocador de mi señora y dile que aunque se ponga un dedo de colorete terminará pareciéndose a ti. Hazla reír con eso. Horacio, te lo ruego, dime una cosa.
HORACIO
¿Qué, mi señor? 
HAMLET
¿Tú crees que Alejandro Magno tenía este aspecto bajo tierra? 
HORACIO
El mismo.
 HAMLET
¿Y olía así? ¡Puaf!
[Tira la calavera] 
HORACIO
Igual, mi señor.


Así de bien suena esa escena ante la calavera de Yorick -tantas veces asociada erróneamente al monólogo ‘Ser o no ser…’-, de La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, en la traducción de Vicente Molina Foix que Anagrama publica junto con La tragedia del rey Lear en una magnífica edición bilingüe que llega hoy a las librerías en dos tomos reunidos en el estuche Tragedias

Y esta es la versión que propone Vicente Molina Foix de la intensa conversación inicial entre Lear y Cordelia que desencadena una espiral incontrolable de errores ya en la primera escena del acto I:

LEAR
Y ahora tú, mi alegría, aunque menor, no menos. 
La hierba de Borgoña y el viñedo de Francia 
por tu amor compiten. ¿Qué dirás por ganar 
una porción más rica que tus hermanas? Habla.
CORDELIA
Nada, mi señor.
LEAR
¿Nada?
CORDELIA
Nada.
LEAR
Nada saldrá de nada. Habla otra vez.
CORDELIA
Infeliz de mí, que no puedo sacar
el corazón a la boca. Amo a su majestad
como debo. No más, no menos.
LEAR
Cordelia, ¿qué es esto? Enmienda tus palabras,
no sea que estropees tus bienes.
CORDELIA
Mi buen señor, 
vos me habéis engendrado, alimentado, amado, 
Y yo como es debido pago esas deudas:
os amo, os respeto, os obedezco.
¿Por qué tienen marido mis hermanas
si sólo a vos os quieren? En mi boda,
aquel con quien contraiga esponsales de mí obtendrá 
la mitad de mi amor, una mitad de entrega y deber.
Nunca habré de casarme como ellas, 
para amar a mi padre solamente.
LEAR
¿Eso es lo que dice tu corazón?
CORDELIA
Sí, mi señor.
LEAR
¿Tan joven como es y ya tan duro?
CORDELIA
Tan joven, mi señor, y tan sincero.
LEAR
Pues la sinceridad entonces será tu dote.
Por el sagrado brillo del sol, 
por la noche y los misterios de Hécate, 
por todos los designios de los astros 
que nos hacen nacer y morir, 
renuncio aquí y ahora a mi cariño, 
a todo parentesco y vínculo de sangre.
Una extraña serás en mi alma 
desde hoy y por siempre.

Como a todos los clásicos que lo son de verdad, a Shakespeare no se le acaba de leer nunca. En cada nueva traducción, en cada cada nueva lectura, en cada nueva puesta en escena de sus variadas tramas incide una luz distinta. 

En este cofre habitan la duda permanente de Hamlet, un intelectual alojado en la incertidumbre, en el continuo aplazamiento de la venganza que le ha prometido al espectro de su padre asesinado, y la historia del rey que tenía tres hijas en esa otra cima del teatro que es El rey Lear, la más desoladora y la más ambiciosa de las tragedias de Shakespeare, que reflexiona aquí sobre el tiempo y el poder, la vanidad y la decadencia física, la naturaleza agresiva, la soledad y la muerte. 

Auden destacó la distancia que separa las tragedias griegas, en las que el desastre viene desde fuera como una maldición inevitable, de las de Shakespeare, en las que los personajes labran minuciosamente el camino de su ruina. En estas dos tragedias, unidas por su altísima calidad y por temas como la locura y la violencia, el trono y la sangre, el error y la ira o las relaciones entre padres e hijos, esa ruina procede del exceso de reflexión que conduce a la quiebra del idealismo y a un escepticismo nihilista y autodestructivo en el caso del joven Hamlet, excéntrico e incapaz para la acción, o brota de la irracionalidad impulsiva y ciega, aunque  igual de  autodestructiva, del viejo Lear. 

Como todos los clásicos que están por encima del tiempo, Shakespeare es también un hombre profundamente vinculado a su época, un autor que hace la crónica del pasado, el resumen del presente y la profecía del futuro. Y así como lo más local suele ser clave de lo universal si lo trata una mano con talento artístico, así también la obra que hunde sus raíces en el presente puede ser la cifra intemporal del mundo. No hay asunto de la actualidad que no esté planteado y resuelto en un clásico que, más que ningún otro, es sinónimo de contemporáneo. No hay más que echar un vistazo alrededor para darse cuenta de la vigencia de Shakespeare. Un mundo que sigue habitado por el desvarío irreflexivo de Lear y por la lucidez perpleja del desconcertante y enigmático Hamlet, que no deja de proyectar sus vacilaciones en constantes preguntas sin respuesta.

Complejas, cercanas y distantes a la vez, esas criaturas de Shakespeare no son arquetipos, sino las encarnaciones más definitivas de los comportamientos humanos. En eso consiste la invención de lo humano de la que hablaba Harold Bloom, que al comienzo de su excelente Shakespeare. La invención de lo humano, respondía a la posible pregunta ‘¿Y por qué Shakespeare?’, con una respuesta también interrogativa, aunque retórica: ‘Pues, ¿quién más hay?’

“En esta edición bilingüe y completa, no anotada, de las dos tragedias fundamentales de Shakespeare -escribe Molina Foix-, he traducido con la mayor fidelidad pero atendiendo más rigurosamente al sentido y al sonido que a la estricta caja silábica de la métrica inglesa. He buscado rima donde el original la tiene, alternando en el resto la prosa cuando Shakespeare la escribe y, para el pentámetro yámbico isabelino, un verso castellano irregular y variable, endecasílabo a veces pero también octosílabo y alejandrino.”

Las dos espléndidas traducciones de Molina Foix son una nueva oportunidad para comprobar con una nueva lectura que a Shakespeare no se le acaba de leer nunca. Sus textos siempre parecen recién escritos. Y más cuando se proyecta sobre ellos la luz de una nueva versión, como la de esta estremecedora escena de Lear y el bufón bajo la tormenta en el tercer acto:

LEAR  
¡Soplad, vientos, rompeos las mejillas! ¡Rugid, soplad! 
¡Diluvios y huracanes, chorread 
hasta empapar las torres y ahogar sus altos gallos! 
Sulfúreas centellas, que cruzáis como ideas 
y precedéis al rayo que parte en dos el roble, 
chamuscad mis canas; y tú, batiente trueno, 
aplana con tus golpes el grueso orbe del mundo, 
rompe el molde de la naturaleza, echa por tierra el germen 
que crea al hombre ingrato.
BUFÓN 
Ay, abuelo, mejor que te salpique  la saliva untuosa del cortesano en lugar seco que esta lluvia aquí fuera. Sé bueno, abuelo, entra, pide la bendición a tus hijas. Hace una noche que no se apiada ni de sabios ni de bobos.
LEAR
¡Que retumbe tu panza! ¡Escupe, fuego! ¡Lluvia, chorrea! 
Lluvia y viento, rayo y llamas, no sois hijas mías.
No os acuso, elementos, de inclemencia.
Nunca os di un reino, ni fuisteis de mi prole.
No me debéis adhesión. Descargad pues 
vuestro horrible deleite. Soy vuestro esclavo, vedme, 
un viejo inútil, pobre, débil, vejado, 
pero aun así os declaro cancilleres serviles, 
que a dos funestas hijas unís vuestras escuadras, 
en la altura engendradas, contra una cabeza 
tan vieja y tan blanca como la mía. ¡Ah, qué repugnante! 
BUFÓN 
El que tiene casa donde meter la cabeza algo tiene dentro de la cabeza.


Santos Domínguez 



12 enero 2024

Ángel García López. Testamento hecho en Wátani


  

Ángel García López.
Testamento hecho en Wátani.
Reino de Cordelia. Madrid, 2023.


Pongo fin a estas líneas y, acabada su lluvia, 
destila aún la memoria, gota a gota, este zumo 
que el destino ha guardado de su vértigo extraño 
sobre mí. Oigo cerca la mano cenicienta
de la muerte, sus golpes en la luz que, esta noche, 
¿no tendrá nunca día?
                                     He sellado este aullido 
bajo el halo, hoy tan vivo, de la luna de Wátani.
                      
Así comienza la primera de las veintiuna tiradas que componen Testamento hecho en Wátani, el último libro de Ángel García López que publica Los versos de Cordelia. 

Y así termina ese primer fragmento del libro, subtitulado Fábula acerca del secuestro y de la usurpación de la poesía por los falsos poetas:

                      Desde entonces deambulo 
por un camino angosto de cristales opacos 
lejano de mi casa y cercano del frío.
¿Habrá muerto en Masnive, para siempre, aquel canto?
 
Testamento hecho en Wátani, que tiene su germen en el poema homónimo de Mester andalusí (1978), es un poema río, un largo poema articulado en esos veintiún fragmentos que en su conjunto constituyen el testamento poético y vital del poeta, su despedida emocionada y agradecida de la vida y la poesía que se anuncia ya en la elección del paratexto cervantino de la dedicatoria del Persiles, quizá la mejor página que escribió Cervantes: “Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo…”

‘Bajo el cielo de Wátani’ se titulaba uno de los poemas más potentes de Cuando todo es ya póstumo, en el que escribía Ángel García López estos versos:

Sobre ti, luna extinta,
pese leve la tierra. Sitio eterno éste tuyo bajo el cielo de Wátani,
brezal donde el consuelo no hallará nunca día.
Escindida hoy del mundo,
Tu muerte a mi palabra ha dejado sin nido. Tú eras ella, voz única.
La que, ahora, conclusa, sepultada en lo mudo, es ceniza contigo.

Y hay también algo -o mucho- de póstumo en el tono y en la mirada de ese comienzo y en el tratamiento del tiempo interior del libro desde ese poema inicial.

Partiendo de una denuncia del poeta y editor Abelardo Linares -“La casa de la Poesía es una casa en la que los okupas han echado a los poetas y se han quedado a vivir ahí”-, Ángel García López lamenta, con la maestría de su palabra y la cadencia solemne de sus alejandrinos, la ocupación de la “Casa feliz de la Poesía”, usurpada por los falsos poetas que desalojan del recinto a los poetas verdaderos. 

A la casa, aquel día —según quedara escrito 
y he podido saberlo transcurridos los años—
fue llegando un tumulto de hombres extranjeros, 
de otro lado del río. Rodearon los muros 
con un dogal de lumbre y pusieron empeño
en herir su hermosura al saberla abatible,
sin defensa y sin armas, como un lirio sin cuerpo. 
Apenas empezada a nacer la mañana
llegaron en tropel, haciendo un ruido extraño
los herrajes y escudos con que el cuerpo cubrían. 
De avidez y codicia, ocelos de alimaña
alertaban señales allí donde esplendía
un objeto con brillo de metal, abalorios,
las cuentas de colores en pulseras y cintos.
[…]
Y arrogantes, y ebrios de jactancia y acíbar,
así nos despojaron de aquel lugar abierto
a la luz y los pájaros.
                                  Nuestra casa dejaba 
de ser del sol, y nuestra, al final de ese día.

Es la profecía cumplida de Jonás, que avisaba del desastre en un viejo pergamino manuscrito que el poeta empezó a descifrar hace sólo tres lustros. Comenzaba con estas palabras:

De la casa, muy pronto, te verás expulsado. 
Señalada ha quedado de tu obra su muerte 
y el dedo del silencio ya ha borrado tu nombre.

Pero Testamento hecho en Wátani es mucho más que una denuncia de la  impostura de los malos poetas que degradan la poesía y destruyen su casa. Es también, en el fondo, un libro de gracias, una declaración de fe en la poesía, un recuento orgulloso y una celebración rememorativa del itinerario poético desarrollado a lo largo de setenta y cinco años de dedicación a la poesía.

Y sobre todo una nueva demostración de la altura poética de Ángel García López, que ha habitado desde los trece años en esa casa de la poesía hoy ocupada por advenedizos que la usurpan:

Y encontré cómo era la palabra hecha un cuerpo 
nacido en la Poesía al cumplir trece años.

Desde aquella mañana todo fue ya manera 
distinta de ser otro del que antiguo crecía 
dentro de mí.

Este Testamento hecho en Wátani tiene más de cima gloriosa que de final sombrío: es una nueva manifestación de la portentosa capacidad expresiva de Ángel García López y de la asombrosa potencia verbal de su poesía de temple clásico, apoyada en imágenes que se despliegan en la armonía melódica de sus versos y en el equilibrio de sus hemistiquios. Poesía como transfiguración vibrante de la realidad transcendida con la autenticidad de su voz singular y con la certera precisión de su palabra.

Este es un libro de plenitud creativa, sostenida ahora en una mirada a la vez distante y apasionada, en la voz poderosa que se despide, pero sobre todo se afirma con estos versos, del último fragmento del poema de un poeta verdadero y alto:

Heme aquí, ya abocado a las hondas procelas 
de la muerte. El periplo tan largo de mi vida 
avista su final.
[…]
             Mas, qué importa, amor mío, 
pues feliz siempre he sido. Los años yugulados 
bajo el cielo de Wátani un arpón son de oro 
en mi pecho alojado.
                                  Para ti dejo ahora 
ajuar que te acompañe aún después de mi muerte, 
lo tanto inexistente que es mi reino invisible.
A tu amor hoy entrego esto poco que resta 
de aquello que ha quedado de mi pluma sin vida.
Cuando yo me haya ido, permanece a mi lado; 
escóndeme en tu seno, donde dicha no acabe.
Y, en lo eterno del canto, vean tus siglos mi rostro.


Santos Domínguez 




10 enero 2024

Ortega. Vidas, obras, leyendas


 José Ramón Carriazo Ruiz.
Ortega.
Vidas, obras, leyendas.
Cátedra Biografías. Madrid, 2023.

Vidas, obras, leyendas es el subtítulo de la biografía de Ortega y Gasset que publica en Cátedra Biografías José Ramón Carriazo Ruiz, que explica ese subtítulo en el epílogo con estas palabras: 

En las páginas anteriores, le hemos tomado la palabra a Ortega y, puesto que el tema de este libro son sus vidas, sus obras y las leyendas que se tejieron en torno suyo, se ha trazado la biografía de estos tres temas plurales, sus historias como la narración de las experiencias y aventuras vitales de Ortega, en cuanto leyenda del propio Ortega que vive en él y al que le pasan cosas con él, del mismo modo que a él con su circunstancia en el mundo. […] Esta narración se ha elegido como aproximación a la verdad manifiesta en los textos y documentos, y velada tras las leyendas tejidas en torno a nuestro personaje. Al contar los hechos, dichos, obras y mitos de uno de los autores más relevantes son lengua española del siglo XX, nos hemos tenido que enfrentar a los relatos biográficos que nos han precedido -otras vidas de Ortega escritas antes que esta- y a las interpretaciones de su obra que llenan las bibliotecas y archivos digitales de la centuria presente, que muestran unas tradiciones interpretativas y ocultan otras.

Como en el resto de los volúmenes de esta ya imprescindible colección de Biografías Cátedra, además del mero relato biográfico, el foco de atención se proyecta sobre la constante interrelación entre vida y obra, entre biografía y pensamiento, de tal manera que, más allá de las múltiples circunstancias externas y de las peripecias vitales del biografiado y de su intensa actividad pública, el libro presta mucha atención al proceso formativo de su personalidad intelectual, a la construcción de su universo filosófico, a la trascendencia de su sistema de pensamiento, que cambió decisivamente el rumbo de la filosofía española contemporánea, y a la dimensión lingüística de su obra plural.

Por eso esta biografía de Ortega incide, como señala su autor, “en los aspectos lingüísticos y literarios que lo convierten en un autor imprescindible para entender los cambios que la modernidad y sus crisis han traído al oficio del escritor, ensayista y prosista, divulgador de la filosofía y la ciencia de su tiempo, traductor, editor, promotor de diccionarios, rescatador del conocimiento y la sabiduría que se encierra en la lengua coloquial, en el sentido común y en el hallazgo metafórico. La voluntad de intervenir de forma profunda y exclusiva en el destino de su pueblo explica lo que su obra tiene de variable, ocasional y circunstancialista.”

Organizado en cuatro partes cronológicas -Estirpe y formación (1883-1913), La ida (1914-1931), La vuelta (1932-1955) y Final-, el volumen arranca con un seguimiento de los años de formación de Ortega (el doctorado en Filosofía y Letras, sus decisivos viajes a Alemania, su estancia en Marburgo) y se adentra a continuación en un momento de enorme creatividad -desde El Espectador a Misión de la universidad pasando por El tema de nuestro tiempo, La deshumanización del arte, Ideas sobre la novela o La rebelión de las masas- que le consagra como una de las figuras más destacadas del pensamiento europeo del primer tercio del siglo XX, pero también como el intelectual comprometido con la cultura de su tiempo -desde la editorial Calpe o con la fundación de Revista de Occidente- y con la vida política cuando crea en 1930 la Agrupación al servicio de la República, junto con Gregorio Marañón y Pérez de Ayala.

Vendría después, próximo ya a los cincuenta años de vida, “lo que él mismo denominó su «segunda navegación» con la metáfora que Platón usa en Fedón para expresar que, una vez llegado al punto de mayor dificultad, es preciso emprender decididamente una nueva singladura, como ulterior y más arduo intento de aclarar el enigma filosófico que se dilucida en las tensas horas que anteceden a la muerte de Sócrates.” Son los años de decepción con la República, los de los cursos universitarios entre 1932 y 1936, los del impulso reformista de la Universidad Internacional de Verano, los de Misión del bibliotecario, donde escribe que “si fuera posible ahora reconstruir debidamente ese pasado, descubriríamos con sorpresa que la historia del bibliotecario nos hacía ver al trasluz las más secretas intimidades de la evolución sufrida por el mundo occidental.” También los de la salida de España en el verano de 1936, los del exilio en Buenos Aires, donde impartió las diez conferencias de El hombre y la gente entre 1939 y 1940, donde fue cuestionado como filósofo y donde pasó apuros económicos y vivió en 1941 el año más negro de su vida antes de trasladarse a Lisboa, donde estaría unos años antes de regresar  en el verano de 1945 a España, donde funda con Julián Marías el Instituto de Humanidades y disfrutar de su segunda y tercera “apoteosis alemanas”.

En el prólogo (‘El arquero y el pimiento: Ortega y Gasset y las cosas’), escribe Antonio Sánchez Jiménez a propósito de esta biografía: “Una de las cuestiones que emerge de su lectura es la idiosincrasia de la filosofía española en general y de la de Ortega y Gasset en particular. Nos referimos a su asistematicidad, que lleva a muchos a negar ese título («filósofo») a nuestro mayor filósofo, para otorgarle más bien el de «pensador». Frente a Kant, o frente a filósofos contemporáneos como Wittgenstein y Heidegger, Ortega sería un pensador; la tradición hispánica de Vitoria, Suárez, Andrés, Unamuno, poblada por curas y literatos, sería pensamiento, no filosofía. […] Pensamiento, pensamiento... ¿Filosofía o pensamiento? Pues bien, la biografía de Carriazo no pone en duda que Ortega fuera un filósofo, nuestro mayor filósofo, pero entra en el debate y aclara sus términos en un doble contexto: el de la historia de la filosofía europea en el cambio de siglo y el de la tradición filosófica hispánica desde el Renacimiento hasta la Posguerra.”

Un notabilísimo aparato de notas, que ocupan doscientas páginas del volumen, su tercera parte, refleja la solidez de este ensayo y su sólido apoyo documental, pero además esas notas desarrollan como comentarios al margen muchas de los propuestas que aborda esta magnífica biografía de Ortega y Gasset, de quien destaca el biógrafo tres aportaciones “de las que ni el fracaso ni la incomprensión del carisma pudieron apartarle nunca: la renovación y universalización de la cultura española, sobre todo gracias al éxito de sus empresas editoriales que surgen siempre de fracasos anteriores; la ingente labor, desde luego siempre ocasional y circunstancial, de divulgación de los problemas científicos y las categorías filosóficas más novedosas en cada momento, que él creía el más relevantes y eficaces para conseguir el logro precedente -en los periódicos, en las revistas, en los cursos universitarios o públicos, en las conferencias, en el parlamento-; y su pertenencia a la deslumbrante tradición lingüística y literaria hispánica -humanista, barroca o modernista- del brillo y el ingenio, cuyo magistral dominio le granjeaba, precisamente, una fama literaria que le confería prestigio y admiración no solo en Iberoamérica y España, sino también en Alemania o Suiza.”

Santos Domínguez 

08 enero 2024

De Planilandia a la cuarta dimensión


Edwin A. Abbott.
Charles H. Hinton.
Claude Bragdon.
De Planilandia a la cuarta dimensión. 
Edición de Jacobo Siruela.
Atalanta. Gerona, 2023. 



Ese complejo y fascinante poliedro, una obra maestra de la reflexión, la refracción y la perspectiva, lo utilicé como motivo de portada para Un canto straniero, la antología bilingüe de mi poesía que apareció en Italia hace unos años editada por Marcela Filippi. 

La imagen es un detalle de un cuadro de Jacopo de Barbari, fechado en 1495, en el que se representa al fraile Luca Pacioli, autor del tratado De divina proportione (1509), que ilustró su amigo Leonardo da Vinci. 

Esta fue la primera representación del rombicuboctaedro, un poliedro de 26 caras, 24 vértices y 48 aristas, construido sobre un modelo de vidrio por Pacioli, que desarrolló notablemente la ciencia de la geometría poliédrica en el Renacimiento italiano, probablemente tomando materiales prestados de otros autores.

De la dimensión estética de la geometría, los poliedros y las figuras tetradimensionales, alguna tan parecida a ésta como el tetraicosaedroide, trata el ensayo La ornamentación proyectiva que publicó en 1915 el arquitecto y diseñador Claude Bragdon, que defiende en sus páginas que “la geometría y los números se encuentran en la raíz de todos los tipos de belleza formal” y que “la geometría es un pozo inagotable de belleza formal.”

Esa es la última de las tres partes en las que se articula De Planilandia a la cuarta dimensión, el volumen que publica Atalanta con edición de Jacobo Siruela.

Lo abre, con traducción de Amelia Pérez de Villar, la novela satírica Planilandia, que Edwin A. Abbott  publicó en 1884. Una novela alegórica sobre un mundo bidimensional limitado a la línea y el plano, las dos primeras dimensiones. Un mundo plano en el que las mujeres son líneas rectas (“una aguja”, “una punta”) que se hacen fácilmente invisibles; los soldados y los obreros, triángulos isósceles de base muy corta (triángulos muy puntiagudos y “populacho acutángulo” respectivamente); las personas de clase media, triángulos equiláteros; los profesionales y los caballeros, cuadrados o pentágonos; y los nobles, hexágonos o polígonos de muchos lados. 

En ese mundo en el que la perspectiva se reduce a una línea simple que hace el mundo aburrido y lo priva de dimensión estética, el narrador protagonista es incapaz de entender una esfera, que pertenece a la tercera dimensión, a nuestro mundo tridimensional, inconcebible para él: el del espacio y la geometría espacial en la que se pasa del cuadrado al cubo, del círculo a la esfera.

“Se trata -señala el editor- de una manera tan conmovedora como eficaz de hacernos sentir por analogía las penosas dificultades que debían superar muchos lectores victorianos para ascender intelectualmente a una dimensión superior a su cotidiana realidad material.
Pero ¿qué es una dimensión superior? Inicialmente, no es fácil de asumir. En su expresión más elemental, una dimensión es simplemente una dirección en el espacio: arriba, abajo, izquierda y derecha en el mundo tridimensional, tal como lo perciben nuestros sentidos. De ahí que la cuarta dimensión tenga que ser invisible, metafísica: una misteriosa realidad paralela que se proyecta simultáneamente en todas las direcciones del espacio, lo cual es inconcebible. Las antiguas mitologías poblaron este enigmático ámbito imaginario con toda clase de dioses y seres fabulosos; los matemáticos, en cambio, lo han venido desarrollando a través de un sinfín de fórmulas precisas.
Pero, como Abbott había observado, toda criatura aprisionada en el mundo de los sentidos suele otorgar demasiada importancia al mundo exterior de todos los días, sin prestar atención a las extraordinarias magnitudes infinitas del universo. Planilandia fue su tentativa literaria, por medio de metáforas matemáticas y geométricas, de ampliar la mentalidad de sus coetáneos, tan convencionalmente enfrascados en sus estrechos límites ideológicos, y abrirles los ojos a nuevas posibilidades de existencia más acordes con la creciente mentalidad científica racional de su tiempo.”

La parte central recoge la teoría que Charles Howard Hinton (1853-1907) expuso en La cuarta dimensión (1904). Esa propuesta de una nueva dimensión, la cuarta, -explica el editor- “constituía una gran metáfora metafísica, expresada por primera vez en un lenguaje preciso en el ensayo de Hinton.”

Así comienza el primer capítulo -‘El espacio cuatridimensional’- de su tratado:

No existe nada más indefinido, y al mismo tiempo más real, que aquello a lo que hacemos referencia cuando hablamos de lo «superior». En nuestra vida social se hace evidente en una mayor complejidad de las relaciones. Pero esta complejidad no lo es todo. Existe, al mismo tiempo, un contacto, una percepción de algo más fundamental, más real. 
El mayor desarrollo del ser humano trae consigo una consciencia de algo más que todas las formas en las que se manifiesta.
[…]
Ahora bien, ¿cómo aprehender este algo superior? En general lo abrazan nuestras facultades religiosas, nuestra tendencia idealista. Pero la existencia superior tiene dos caras. Tiene un ser además de unas cualidades. Y al intentar reconocerla a través de nuestras emociones, siempre adoptamos el punto de vista subjetivo. Nuestra atención se centra en lo que sentimos, en lo que pensamos. ¿Hay alguna forma de aprehender lo superior mediante el método puramente objetivo de la ciencia natural? Creo que sí.

Y para desarrollar su teoría construyó el modelo visual de un cuerpo geométrico tetradimensional muy parecido al de Pacioli: el teseracto, un hipercubo con 24 caras, 16 vértices y 32 aristas.

De la construcción del teseracto, el tetraicosaedroide y otras representaciones de lo superior en lo inferior habla Claude Bragdon en el ensayo que cierra el libro, el ya citado La ornamentación proyectiva, donde reivindica la necesidad de un nuevo lenguaje de la forma y analiza la riqueza decorativa de las líneas mágicas de los cuadrados mágicos y los métodos de elaboración de esos “acrósticos numéricos”, como el que aparece en un lugar destacado en el primer grabado que Durero dedicó a la Melancolía.

En la ‘Conclusión’ de este sugestivo tratado repleto de ilustraciones escribe Bragdon:

La nueva belleza, que corresponde a un nuevo conocimiento, es la belleza de los principios: no el aspecto del mundo, sino el orden del mundo. El orden del mundo se encarna en las matemáticas mejor que en ninguna otra disciplina. Este hecho es algo que los científicos, que solicitan cada vez más la ayuda de las matemáticas, reconocen de una manera práctica. También los artistas deberían reconocerlo; también ellos deberían solicitar la ayuda de las matemáticas.

Santos Domínguez 

 

05 enero 2024

Poesía de los siglos XVI y XVII



Poesía de los siglos XVI y XVII.
Edición de Pedro Ruiz Pérez.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2023.

En su formato grande, Cátedra Letras Hispánicas publica una amplísima antología comentada de la poesía del Siglo de Oro con edición de Pedro Ruiz Pérez, que ha seleccionado, anotado y comentado cientos de poemas bajo el título Poesía de los siglos XVI y XVII.

Del arte menor octosilábico al endecasílabo italiano, de los aún torpes sonetos de Boscán al denso y asombroso Primero Sueño de Sor Juana, de las liras humanas y divinas de Fray Luis y San Juan de la Cruz a las solemnes octavas reales de Góngora, de la sutileza de Herrera o la emoción de Aldana a la potencia expresiva de Quevedo, de las silvas amenas de Soto de Rojas a la diversidad de registros poéticos de Gabriel Bocángel, este volumen propone una selección irreprochable de más de cuarenta nombres, mayores y menores, y ofrece una presentación eficiente de textos que esta edición enriquece con comentarios iluminadores de los poemas, que resumen la variedad de  tonos y metros, de temas y estilos de la poesía de los siglos XVI y XVII. Varios índices, uno de composiciones, otro de primeros versos que remiten también al autor y otro de notas, tópicos y motivos comentados en los poemas, facilitan la localización y consulta rápida de los textos recogidos en la antología y de los temas que tratan sus poemas.

La abre un amplio estudio introductorio sobre el contexto material, cultural e ideológico en el que surge y se desarrolla la poesía áurea y sobre las líneas estructurales que la recorren y forman “un complejo armazón de realidades materiales y actitudes en el que se apoya la continuidad de un modelo epocal, al tiempo que define los frentes de batalla en que se dirimen las diferencias o, sencillamente, se sustancian los cambios de perfiles apreciables en los textos, los discursos poéticos y las prácticas que los sustentan. Los percibimos como líneas que atraviesan la totalidad del periodo al modo de andamiaje en el que se sustentan las realizaciones y sus rasgos de contigüidad.”

 Líneas que delimitan su evolución, vertebran su continuidad y aseguran su coherencia: la dimensión imperial y sus tensiones políticas, el valor secundario de la poesía en aquellos siglos, la subjetividad emergente y la conciencia nacional, los procesos de transmisión de los textos y el papel decisivo de la imprenta tras una resistencia inicial de los poetas, la construcción literaria de los libros y sus modelos orgánicos y estructurales, el canon métrico y estrófico, la coexistencia de la tradición del octosílabo con la modernidad endecasilábica, el despertar de la conciencia autorial, el mecenazgo y la profesionalización del poeta a tiempo completo en Lope de Vega.

Esa introducción propone también una periodización interna: desde el asentamiento de la poética garcilasista al comienzo del arte nuevo manierista y barroco; desde la batalla clasicista/casticista en torno a Góngora a la cumbre del Parnaso español y a la agudeza y arte de ingenio de los conceptistas. Son las fases evolutivas de la construcción de un canon poético que se convertirá en el paradigma de la poesía clásica en español.

En esta panorámica espectacular a cada uno de los autores se le dedica una breve presentación y una bibliografía específica, una selección más o menos amplia en función de su relevancia poética y un último apartado en el que se ofrece un comentario que aborda los aspectos temáticos y formales más significativos de cada poema. Comentarios agudos entre los que quiero destacar tres ejemplos: el de la Carta para Arias Montano, de Aldana, “pieza mayor en la poesía de estos siglos”; el de la gongorina Dedicatoria de la Soledad primera al Duque de Béjar o el de El siglo de oro, “el último gran poema de Lope de Vega.”

Con estas palabras resume Pedro Ruiz Pérez el sentido, la orientación y el propósito de esta antología que él mismo define como “una propuesta de carácter crítico y divulgativo a un tiempo”. Una antología que a partir de ahora será una obra de referencia ineludible en los estudios de conjunto de la poesía española del Siglo de Oro:

“No corresponde a una obra como esta usurpar las funciones que en el pensamiento académico establecido corresponden a lo que se ha dado en distinguir como teoría, historia literaria, crítica y edición crítica, y, pese a una conciencia clara sobre lo artificial de las diferencias interesadamente introducidas, ha tratado de rehuir esta tentación. No obstante, el lector encontrará en este volumen elementos de los géneros académicos adscritos a las variantes disciplinares señaladas. Así, hay algo de una historia de la poesía del periodo, un diluido manual para su estudio y, en caso de poemas señeros, un esbozo de estudio específico, además de una propuesta concreta de edición y tratamiento de los textos, tal como se especificará. Pretenden ser en su conjunto un repertorio de elementos mínimos, de carácter germinal, para asentar la autonomía de la lectura sin negar las posibilidades del diálogo.”

Santos Domínguez 


03 enero 2024

Valle-Inclán. Jardín peregrino



Ramón del Valle-Inclán.
Jardín peregrino.
Relatos dispersos y extraviados
Prólogo de Davide Mombelli.
 Drácena. Madrid, 2023.

 La primavera, en la campaña romana, es siempre friolenta, con extremadas lluvias ventosas, y no fue excepción aquella de 1868. Una diligencia con largo tiro de jamelgos bamboleaba por el camino de Viterbo a Roma. Tres viajeros ocupaban la berlina. Dos señoras de estrafalario tocado, católicas irlandesas, y un buen mozo que dormita envuelto en amplio jaique de zuavo. El cochero fustigaba el tiro, jurando por el Olimpo y el Cielo Cristiano. A lo lejos, entre los pliegues del aguacero, en la tarde agonizante, insinuaba su curva mole la cúpula del Vaticano.

Así comienza Un bastardo de Narizotas, uno de los relatos menos conocidos de Valle-Inclán que se recogen en el volumen Jardín peregrino, que publica Drácena.

Relatos dispersos y extraviados es el subtítulo de esta recopilación de cuentos y novelas breves que pretende subsanar las lagunas de ediciones de la obra completa de Valle como la de la Fundación Castro, en cuyos tres tomos no figuran algunos de los textos integrados en esta edición, que recorre casi medio siglo de narrativa breve de uno de los clásicos imprescindibles de la prosa en español. Tal vez el más importante junto con Cervantes.

La abre un prólogo en el que Davide Mombelli evoca la figura de Valle a través de la imagen que nos han transmitido Gómez de la Serna y Juan Ramón Jiménez y explora el contenido y las formas de estas narraciones que abarcan casi cincuenta años de una escritura exigente en constante evolución y desarrollo.

Organizada cronológicamente en tres apartados, el inicial ‘Primeros cuentos’ recoge tres cuentos publicados entre 1888 y 1892: Babel, El mendigo y El gran obstáculo, a los que se añade Un bautizo, que apareció en 1906 en El liberal y que sería el punto de partida de Águila de blasón, una de las Comedias bárbaras. Están ya en germen en esos relatos primerizos algunos de los temas, los personajes y los espacios que Valle desarrollaría en su obra posterior.

El bloque central, ‘Jardín novelesco’, es una colección de ocho cuentos extraídos de los que se publicaron en el libro homónimo, subtitulado Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones. Jardín novelesco tuvo dos ediciones: una en 1905, con quince cuentos y otra, ampliada con cuatro cuentos más, en 1908. Los ocho cuentos incorporados a este Jardín peregrino son precisamente los que Valle descartó en la selección posterior de su narrativa breve titulada Jardín umbrío, que apareció en 1920.

Pero sin duda la parte fundamental, la más brillante y admirable de este volumen, es la de su tercer apartado, ‘Narraciones históricas breves’, que ocupa dos terceras partes de las trescientas páginas del libro. Se recogen ahí cinco novelas cortas: Una tertulia de antaño (1909), Fin de un revolucionario (1928), Un bastardo de Narizotas (1929), Otra castiza de Samaria (1929) y El trueno dorado (1936). 

De esos cinco relatos, el primero -Una tertulia de antaño-, con Bradomín en la primera línea, pertenece al ciclo estético de las Sonatas y La guerra carlista, de la que formaba parte en un primer proyecto, aunque marca ya la transición hacia el esperpento. De hecho, se integraría parcialmente en La corte de los milagros, la novela que abre el ciclo de El ruedo ibérico, con el que las otras cuatro novelas cortas de este volumen tienen una relación genética muy estrecha: la primera parte de Fin de un revolucionario se integró en Viva mi dueño, la segunda novela de El ruedo ibérico. Un bastardo de Narizotas, ambientada en Roma, donde Valle proyectaba situar una de las novelas de la serie, es el desarrollo de un episodio del libro octavo (Capítulo de esponsales) de Viva mi dueño. Otra castiza de Samaria fue la versión inicial del tercer capítulo (Alta mar) de Vísperas setembrinas, primera y única parte de la inacabada Baza de espadas. Y, finalmente, la también inconclusa El trueno dorado desarrolla un episodio de La corte de los milagros.

Estas cuatro novelas cortas comparten además con la serie de El ruedo ibérico una misma estética esperpéntica, la estructura episódica, la visión cenital (“visión astral” la llamaba Valle) y la mirada alta, simultánea y fragmentaria sobre la realidad que emparenta al creador del esperpento con el vanguardismo. Su polifonía coral y la sucesión de sus voces componen un mosaico de diálogos rápidos como el de esta secuencia de Un bastardo de Narizotas:

La Señorita Julia cuchicheaba irresoluta. El Príncipe destacose de la puerta, alcanzó la bujía y la levantó, alumbrándose la figura, suspensa de un hombro la capa plebeya.
—No soy una sombra. Señorita, si usted desea convencerse, puede tocarme y palparme.
Interrogó el carbonario:
—¿Qué traes?
—¡Un gran proyecto!
—¡Estoy muy vigilado!
—¡No importa!
—¿Has estado en España?
—De allí vengo.
—¿Sigues en las pretensiones de ser reconocido por nieto de Narizotas?
—¡Todo lo llevo en ese naipe!
—¿Y qué has sacado?
—¡Hasta ahora, nada!

Desde Babel, el primer cuento que publicó, hasta la novela corta póstuma El trueno dorado, se refleja en estas narraciones la evolución estilística de Valle desde el decadentismo esteticista hasta el expresionismo, desde el modernismo hasta el esperpentismo, desde la demorada descripción y la adjetivación sensorial hasta la espectacular polifonía de los últimos diálogos, desde los jardines y la naturaleza abierta hasta los espacios cerrados de las tabernas populares, los cafés cantantes y los salones aristocráticos, desde el misterio y el terror de los relatos finiseculares a la ácida crítica política de los textos del ciclo esperpéntico.

“Estos relatos «dispersos» y «peregrinos» -concluye Davide Mombelli-, relacionados con los ciclos mayores pero que no han llegado a establecerse en el canon de la complicada tradición textual de la literatura de Valle, representan, a través de temas, escenarios y personajes, el fantasmagórico y fascinante mundo narrativo de uno de los más renovadores prosistas de la literatura hispánica contemporánea.”

Sobre todo en su tercera parte, este Jardín peregrino reúne muestras imprescindibles de la prosa de Valle-Inclán, una de las cimas de la lengua española de cualquier época. Estas dos viñetas de Vísperas de Alcolea, segunda parte de Fin de un revolucionario, son una muestra de su escritura portentosa:


I 
–¡Viva la Soberanía Nacional!
Por toda la redondez del Ruedo Ibérico, populares bocanadas de morapio y aguardiente jaleaban el grito de las tropas de mar y tierra, sublevadas en Cádiz.
—¡Viva! ¡Viva!

II
Sobre el Puente de Alcolea, avistábanse los batallones de la revolución y los fieles de la Reina. Cornetas y clarines trastornaban el ritmo de las claras y anchas villas ribereñas. —Soñarrera pueblerina, dejos andaluces y lentos, curias y usuras, vivir holgazán de ricos, miseria al sol del jornalero, gazpacho de mendrugos, naranjas con aceite, cales, rejas, geranios sardineros—. Entraban y salían tropas batiendo marcha. Redobles y bayonetas apostillaban el pregón de los bandos militares:
—¡Racataplán!

O estas dos secuencias, con las que arranca El trueno dorado:

I
La Taurina, de Pepe Garabato, fue famosa en los tiempos isabelinos. Era un colmado de estilo andaluz, donde nunca faltaban niñas, guitarra y cante. Aquella noche reunía a lo más florido del trueno madrileño. El Barón de Bonifaz, Gonzalón Torre-Mellada, Perico el Maño y otros perdis llegaban en tropel, después de un escándalo en Los Bufos. Venían huyendo de los guardias, y con alborozada rechifla, estrujándose por la escalera, se acogieron a un reservado de cortinillas verdes. Batiendo palmas pidieron manzanilla a un chaval con jubón y mandil. Entraron dos niñas ceceosas, y a la cola, con la guitarra al brazo, Paco el Feo.

II
Comenzó la juerga. Las niñas batían palmas con estruendo, y el chaval entraba y salía toreando los repelones de Luisa la Malagueña. La daifa, harta de aquel juego saltó sobre la mesa y, haciendo cachizas, comenzó a cimbrearse con un taconeo:
—¡Olé!
Se recogía la falda, enseñando el lazo de las ligas. Era menuda y morocha, el pelo endrino, la lengua de tarabilla y una falsa truculencia, un arrebato sin objeto, en palabras y acciones. Se hacía la loca con una absurda obstinación completamente inconsciente. En aquel alarde de risas, timos manolos y frases toreras advertíase la amanerada repetición de un tema. La otra daifa, fea y fondona, con chuscadas de ley y mirar de fuego, había bailado en tablados andaluces, antes de venir a Madrid, con Frasquito el Ceña, puntillero en la cuadrilla de Cayetano. Asomó cauteloso el Pollo de los Brillantes. Esparcía una ráfaga de cosmético que a las daifas del trato seducía casi al igual que las luces de anillos, cadenas y mancuernas. Susurró en la oreja de Adolfito:
—¡Estate alerta! A Paquiro le han echado el guante los guindas y vendrán a buscaros. Ahora quedan en el Suizo.
Interrogó Bonifaz en el mismo tono:
—Paquiro ¿se ha berreado?
—No se habrá berreado más que a medias, pues ha metido el trapo a los guindas, llevándolos al Suizo.
Adolfito vació una caña.
—¡Bueno! Aquí los espero.
—¿Crees que no vengan?
—¡Y si vienen!…
Acabó la frase con un gesto de valentón. Luisa la Malagueña se tiró sobre la mesa, sollozando con mucho hipo. Saltó la otra paloma:
—¡Ya le ha entrado la tarántula!
Gritó Adolfito Bonifaz:
—Luisa, deja la pelma o sales por la ventana a tomar el aire.
Los amigos sujetaban a la daifa, que, arañada la greña y suspirando, miraba al chaval de jubón y “mandil andar a gatas recogiendo la cachiza de cristales. La Malagueña se envolvía una mano cortada en el pañuelo perfumado de Don Joselito. Entró Garabato con gesto misterioso:
—Caballeros, abajo están los guindas; van a subir. No quiero compromisos en mi casa. Si andan ustedes vivos, creo que pueden pulirse por la calle de la Gorguera.


Santos Domínguez 



01 enero 2024

Graves. La Diosa Blanca

 


Robert Graves.
La Diosa Blanca.
Traducción de William Graves.
El libro de bolsillo. Alianza Editorial. Madrid, 2023.

“La verdadera práctica poética implica una mente tan milagrosamente en consonancia e iluminada que puede transformar palabras, a través de una sarta de algo más que coincidencias, en algo con vida propia -un poema que anda por sí solo (durante siglos después de la muerte del autor, tal vez) afectando a los lectores con su magia almacenada. Ya que la fuente del poder creativo en la poesía no es la inteligencia científica, sino la inspiración -no importa de qué manera se explique científicamente-, ¿por qué no atribuir la inspiración a la diosa Luna, la denominación más antigua y conveniente en Europa para la fuente en cuestión? En la tradición antigua la Diosa Blanca se unifica con su representante humana -una sacerdotisa, una profetisa, una reina madre”, escribe Robert Graves en La Diosa Blanca 

Alianza Editorial publica en formato de bolsillo la edición ampliada y corregida de este monumento literario, uno de los libros imprescindibles del siglo XX, a la altura de los estudios de antropología cultural de Campbell o de La rama dorada de Frazer.

Lo escribió memorablemente Robert Graves, que por encima de cualquier otra cosa fue poeta: 

Desde que tenía quince años la poesía ha sido mi pasión dominante, y nunca he emprendido intencionadamente tarea alguna ni establecido ninguna relación que pareciera inconsistente con los principios poéticos, lo que a veces me ha valido la reputación de excéntrico.

Esta edición, preparada por Grevel Lindop, es la versión definitiva de La Diosa Blanca. Subtitulado ‘Una gramática histórica del mito poético’, es un clásico monumental en el que Graves indaga en la esencia de la poesía como forma de conocimiento asociado a la cultura matriarcal simbolizada en la diosa lunar de las mil caras -Deméter, Hécate, Perséfone-, la Triple Musa que es fuente de inspiración, de creación y de destrucción:

«¿Cuál es la utilidad o la función de la poesía en la actualidad?» es una pregunta no menos dolorosa aunque la hagan con insolencia tanta gente estúpida o la respondan con disculpas tanta gente necia. La función de la poesía es la invocación religiosa de la Musa; su utilidad es la experiencia de una mezcla de exaltación y de horror que su presencia suscita.

Con una mezcla de erudición, poesía y mitología, Graves habla en La Diosa Blanca de la creación poética y de la inspiración, de la irracionalidad en la poesía, de los mitos y los ritos asociados a la diosa lunar desalojada en el siglo V a. C. por la cultura patriarcal que impusieron el racionalismo y el culto a Apolo, el pensamiento lógico y el raciocinio filosófico que articula la cultura occidental desde Sócrates, Platón y Aristóteles: “Mi tesis -afirma Graves- es que el lenguaje del mito poético, en uso en el Mediterráneo y la Europa septentrional en la antigüedad, era un lenguaje mágico vinculado a ceremonias religiosas populares en honor de la diosa Luna, o Musa, algunas de las cuales datan de la época paleolítica, y que éste sigue siendo el lenguaje de la verdadera poesía.”

Ese lenguaje, añade, “fue manipulado al final del período minoico cuando invasores procedentes de Asia Central comenzaron a sustituir las instituciones matrilineales por las patrilineales y remodelaron o falsificaron los mitos para justificar los cambios sociales. Luego vinieron los primeros filósofos griegos, que se oponían firmemente a la poesía mágica porque amenazaba a su nueva religión de la lógica, y bajo su influencia se elaboró un lenguaje poético racional (ahora llamado “clásico”) en honor de su patrono Apolo, y se impuso en todo el mundo como la última palabra sobre la iluminación espiritual, opinión que prácticamente ha predominado desde entonces en las escuelas y universidades europeas, donde ahora se estudian los mitos solamente como reliquias pintorescas de la era infantil de la humanidad.”

Quien entra en este libro penetra en un bosque espeso y encantado por el que sobrevuelan las grullas de Palamedes que originan el alfabeto de los árboles; un bosque en cuyo soto hay un corzo. Y El corzo en el soto fue el título inicial de este libro que fue creciendo y ahondándose hasta acabar siendo La Diosa Blanca, como explica Graves en la ‘Posdata de 1960’, donde evoca el proceso de composición del libro, que tuvo una primera edición en 1948, aunque siguió creciendo y desarrollándose hasta alcanzar su forma definitiva en 1960.

Poetas y juglares, La Batalla de los Árboles, Una visita al Castillo Espiral, Hércules en el loto, El alfabeto de los árboles, La Canción de Amergin, Palamedes y las grullas, El Corzo en el soto, Los Siete Pilares,  El sagrado e innombrable Nombre de Dios,  El número de la bestia, Una conversación en Pafos, 43 d. de C., Las aguas del Estigia, La Triple Musa, Bestias fabulosas, El Tema poético único, La guerra en el Cielo o El retorno de la Diosa son algunos de los sugerentes títulos de los capítulos de La Diosa Blanca, un libro que, como decía Graves en una carta a su amiga Patricia Cunningham, “trata de cómo piensan los poetas”, reivindica el pensamiento poético de la imaginación, la inspiración, la musa triple y el mito y desarrolla un tema único: la presencia en la literatura de esa diosa blanca que aparece repetidamente en el Shakespeare de las hadas del Sueño de una noche de verano, en las tres brujas-Hécates de Macbeth, en la Cleopatra de Antonio y Cleopatra o en la maligna Sycorax de La tempestad.

Así la describe Graves en esta versión definitiva de su libro:

La Diosa es una mujer bella y esbelta con nariz aguileña, rostro pálido como la muerte, labios rojos como bayas de serbal silvestre, ojos pasmosamente azules y larga cabellera rubia; se transformará súbitamente en cerda, yegua, perra, zorra, burra, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sirena o vieja repugnante. Sus nombres y títulos son innumerables. En los relatos de fantasmas aparece con frecuencia con el nombre de la «Dama Blanca», y en las antiguas religiones, desde las Islas Británicas hasta el Cáucaso, como la «Diosa Blanca». No recuerdo ningún verdadero poeta, desde Homero en adelante, que, independientemente, no haya dejado constancia de su experiencia de ella. Se podría decir que la prueba de la visión de un poeta es la exactitud de su descripción de la Diosa Blanca y de la isla sobre la que gobierna. La razón por la cual los pelos se erizan, los ojos se humedecen, la garganta se contrae, la piel hormiguea y un escalofrío recorre la espina dorsal cuando se escribe o se lee un verdadero poema es porque un verdadero poema es por necesidad una invocación a la Diosa Blanca, o Musa, la Madre de Todo Viviente, el antiguo poder del terror y la lujuria -la araña hembra o la abeja reina cuyo abrazo significa la muerte.

Traducida por su hijo William Graves, La Diosa Blanca es -como señala en su espléndida introducción Grevel Lindop- “uno de los libros más extraordinarios del siglo XX” y una exploración monumental en la raíz de la poesía. 

De esa monumentalidad, complementaria de La rama dorada de Frazer, puede dar idea el impresionante índice analítico, onomástico y temático que cierra el volumen con más de cien páginas que recogen centenares de referencias a temas y personajes vinculados al mito de la Diosa Blanca.

“Ciertamente, nadie puede entender a Graves, o su poesía -escribe Grevel Lindop-, sin leer La Diosa Blanca. Resulta tentador aventurarse más y sugerir que nadie que por lo menos no haya considerado sus argumentos puede comprender plenamente el mundo moderno.”

Un ensayo que acaba inundándose de un potente lenguaje poético, lo que explica esta advertencia inicial de Graves: “es justo advertir a los lectores de  que éste sigue siendo un libro muy difícil, así como muy extraño, y que deben evitarlo quienes posean una mente distraída, cansada o rígidamente científica.”


Santos Domínguez