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Harold Bloom. Genios
Genios.
Un mosaico de cien mentes
Anagrama. Barcelona, 2005.
Un lector capaz de transmitir su pasión desbordada por la lectura y de contagiársela a sus propios lectores. Su universo literario es tan amplio como definido y está inspirado por sus gustos antes que por valores de más prestigio intelectual.
Ese mundo de lecturas queda seguramente cerrado con los cien nombres que Bloom propone en este volumen titulado Genios, que Anagrama reedita, siete años después de su publicación en la colección Argumentos en su imprescindible serie Otra vuelta de tuerca.
Cien asedios sistematizados según una organización peculiar que no procede de criterios cronológicos, sino de la estructura cabalística y del gnosticismo, para adentrarse en las apaortaciones del genio a la literatura:
El genio literario es difícil de definir y depende de una lectura profunda para su verificación. El lector aprende a identificar lo que él o ella sienten como una grandeza que se puede agregar al yo sin violar su integridad. (...) La invasión de nuestra realidad por parte de los personajes principales de Shakespeare es prueba de la vitalidad de los personajes literarios cuando son el producto del genio. Todos hemos experimentado la sensación de vacío que nos deja la lectura de literatura popular, en la que encontramos nombres sobre una página pero no personas. Con el tiempo, sin importar cuántas alabanzas haya recibido, este tipo de literatura se vuelve anticuada y finalmente se convierte en basura.
Con su habitual tono directo, Bloom avisa y afirma provocativamente:
El estudio de la mediocridad, cualquiera que sea su origen, genera mediocridad. Thomas Mann, descendiente de fabricantes de muebles, profetizó que su tetralogía de José perduraría porque estaba bien hecha. No toleramos mesas y asientos a los que se les caen las patas, sin importar quién los haya hecho, pero pretendemos que los jóvenes estudien textos mediocres, sin patas que los sostengan.
Ese es el punto de partida de esta selección. A Jardiel Poncela once mil vírgenes le parecían demasiadas vírgenes. Nunca creyó que hubiera habido tantas. Es posible que a más de uno le parezca también excesivo el centenar de genios, pero en fin.
En esa prevención parece haber pensado Bloom cuando escribe:
¿Por qué estos cien? Había planeado incluir muchos más, pero después me pareció que cien era suficiente. Aparte de aquellos que no se pueden omitir —Shakespeare, Dante, Cervantes, Homero, Virgilio, Platón y sus pares—, mi selección es completamente arbitraria e idiosincrática. Ciertamente no se trata de la "lista de los cien mejores" ni a mi juicio ni al de nadie más. Yo quería escribir sobre ellos.
Aun sabiendo que el genio es inclasificable y solitario por definición, Bloom, bardólatra en jefe, como él mismo se define, agrupa en las diez secciones del libro, subdivididas en dos lustros de cinco autores cada una, a los cien autores por afinidades temáticas, formales, por actitudes o relaciones genéticas para completar un mosaico movible en el que cada artículo va precedido de un frontispicio. Estos criterios de afinidad para relacionar lo que es esencialmente individual le permiten colocar en la corona de la cabala a Shakespeare, a Cervantes, a Montaigne, a Milton, a Tolstoi con argumentos como los de este párrafo:
Shakespeare, Cervantes y Montaigne fueron contemporáneos, pero Shakespeare, abierto a cualquier influencia, se sirve en su trabajo tanto de Montaigne como de Cervantes (aunque Cardenio, la adaptación que de la obra cervantina hicieron Shakespeare y John Fletcher, se ha perdido). La influencia de Shakespeare en Milton es tan profunda como desasosegante: en Satanás se mezclan características de Yago, Macbeth, e incluso Hamlet. Tolstoi odiaba a Shakespeare y lo condenó por inmoral; sin embargo sentía un cierto afecto por Falstaff, además de lo cual Hadji Murad, la soberbia novela de su vejez, es shakespeariana en sus muy variadas caracterizaciones.
O unir en un lustro coherente a Wordsworth, Shelley, Keats, Tennyson y Leopardi. Y en otro a Walt Whitman, Pessoa, Hart Crane, García Lorca y Cernuda, al que valora como uno de los grandes poetas del siglo XX.
Sorpresas, iluminaciones, juicios agudos alejados por igual del prejuicio académico y de la superficialidad de la crítica mundana, es lo que puede esperar de un libro como este el lector al que se dirige: un lector corriente en el mejor sentido de la palabra al que se le propone una guía de lectura ordenada y coherente.
Harold Bloom sabe que pocos especialistas, pocos críticos, pocos profesores y pocos académicos siguen leyendo por gusto, por amor a la lectura. Y por eso ni este ni ninguno de sus libros están escritos para especialistas ni para estudiosos, sino para lectores receptivos y dispuestos a que se les abran nuevas sugerencias y a leer a nueva luz a los autores conocidos, que mantienen toda su fuerza en la lectura de Bloom:
El genio muerto está más vivo que nosotros, así como Falstaff y Hamlet son mucho más vitales que muchas personas que conozco. La vitalidad es la medida del genio literario. Leemos en busca de más vida y sólo el genio nos la puede proveer.
En Deconstrucción y crítica Bloom se hacía esta pregunta: ¿Es posible desarrollar una teoría lo suficientemente descriptiva y expositiva como para iluminar, en vez de entorpecer, las obras artísticas?
No me atrevería a decir que hay en Bloom un método sistematizado. Ha ido cambiando de sistema para hablar de la ansiedad de la influencia, del concepto de canon, del genio. En todo caso, con apoyo en una base teórica o sin ella, lo que hay en los libros de Bloom son las intuiciones y las razones de un lector genial que, en este y otros libros anteriores, ilumina y no entorpece el acceso a las obras, que no son ni templos para sacerdotes ni museos para diletantes.
Y lo que tampoco falta, como era previsible, son las viejas manías de cascarrabias, de lector impune: su indisimulada tirria hacia T. S. Eliot, "el abominable", su fijación más jocosa, o la veneración desmedida por el Dr. Samuel Johnson. Exageraciones que humanizan la lectura y la hacen viva y cercana, hasta cuando Bloom no pasa de ser un chismoso o un analista previsible.
Y, como siempre en Bloom, el Falstaff de la crítica, la celebración de la literatura como goce, el descaro compatible con el rigor intelectual de las propuestas, la alegría de la literatura y de la inteligencia contagiada a sus lectores, esos happy fews que empiezan a contarse por miles en todo el mundo.
29 junio 2022
Juan Claudio de Ramón. Roma desordenada
21 enero 2022
Antonio Colinas. Los caminos de la Isla
Oh madre coronada de olivo, todavía
discurre por mi sangre el ardoroso estío
de las verdes cigarras, el caudal misterioso,
plácido y aromado, de una noche de labios.
Aún están brotando de mi boca las flores
y no cesa tu mar de acrecentar en mí
las ansias de vivir, la sed de libertad.
¿Qué idioma es el que graban en las piedras gastadas
las ya muertas lunas de los siglos ya muertos?
¿Y ese extravío ebrio de las horas que pasan
como el vuelo de un ave por un cielo sin nubes?
¿De qué tiempo nos llegan todos esos latidos
luminosos y oscuros de tus sienes sombreadas
por lanzas, por cipreses? ¿Por qué esta sed de ti
cuando aún están cayendo, en el reseco pozo
de mis manos, limones que enamoran estrellas,
la carne de los dioses en el bronce oxidado,
las enlutadas rosas de sonámbulos huertos?
Raíz, alma del mármol, donde sepulta el sol
su más inmensa hoguera, pesadumbre que llega
muy adentro, a los huesos tenebrosos del hombre.
La brisa mueve rizos, sonoras caracolas
en tu cuerpo, y los sueños son renuevos muy tiernos
en el funesto ramo de una vida finita.
Tus azulados ojos contra un muro de cal,
esa húmeda mirada de virgen fugitiva,
perduren por los siglos de los siglos, nos digan:
mi luz es vuestra carne, vuestra sangre es la luz.
Ese poema de Noche más allá de la noche, de Antonio Colinas, es uno de los que forman parte de Los caminos de la Isla, la estupenda antología temática que ha preparado Alfredo Rodríguez de la poesía ibicenca del poeta leonés.
La publica Olé Libros en
una cuidada edición que se abre con un prefacio, ‘Sintonizar con el
espíritu mediterráneo’, en el que Antonio Colinas explica que estos
poemas son el resultado de “una serie de vivencias que se prolongaron de
manera continuada a lo largo de veintiún años y de manera esporádica a
lo largo de más de cuarenta. Por tanto, estos poemas no son una muestra
de «descubrir Mediterráneo alguno» sino de mostrar la fusión entre
poesía y vida, entre la experiencia de vivir y la experiencia de crear,
que ha sido otra de las ideas claves de mi escritura.”
Todo ese proceso se recoge también en esta selección que resume más de cuatro décadas de escritura inspirada en la isla, que Colinas ha venido reflejando desde Astrolabio, un libro de 1979, hasta el reciente En los prados sembrados de ojos, al que pertenece el 'Poema de la eterna dualidad' con el que se cierra esta antología. Estas son sus últimas estrofas:
Por eso, esta noche
me asomaré de nuevo
al pozo de allá arriba
y volveré a hacerme las preguntas
que Virgilio, o Leopardi o Rike
(o cualquier hombre) se hicieron;
regresaré a ver qué me transmite
el astillado espejo de la noche,
el símbolo marcado en nuestras almas
sedientas.
Y cerrando los ojos en lo oscuro,
olvidaré los prados de la muerte,
retornaré a ese punto entre mis cejas
a esa estrella de fuego invisible
que es como una muerte
muy dulce (pasajera,
pues no mata).
Gozosa sensación de infinitud
que alguien le concede
a quien nace y se sabe
luz finita.
Por ello, no pases, tiempo.
¡Detente, instante
de oro!
Santos Domínguez



