5/2/25

Un duelo interminable

 



José Enrique Ruiz-Domènec.
Un duelo interminable.
La batalla cultural del largo siglo XX.
Taurus. Barcelona, 2024.


La batalla cultural no es una guerra ideológica: es mucho más. Es un debate de ideas para sostener un modelo de civilización. Por eso he creído que Un duelo interminable es el título apropiado para el presente libro que está orientado a describir la batalla cultural del largo siglo XX (1871-2021). Es una confesión al verme yo mismo como uno de los duelistas citados como testigos de este ejercicio intelectual de tan vastos horizontes. Desde los inicios en la primavera de 1871, coincidiendo con la Comuna de París, el aspecto de búsqueda de una razón de la historia se ha considerado con repetida insistencia: hace menos de un mes leí un libro dedicado a renovar la idea de Occidente y descubrí que era un producto más de una batalla cultural que no parece tener un final. De momento, me detengo a describir ciento cincuenta años llenos de una increíble animación por saber si la verdad anida en la vida humana y no es una ilusión necesaria a la hora de irnos a dormir y poder así soñar. Se trata por tanto de una época comparable, por su intensidad y repercusiones, a algunas otras, e igualmente perturbadora por los cambios profundos producidos en los diferentes planos de la realidad, desde la ecología a los juegos del intercambio económico, desde la demografía a la técnica, desde el trabajo agrícola a la poética.

Con ese párrafo abre José Enrique Ruiz-Domènec su monumental Un duelo interminable. La batalla cultural del largo siglo XX, que publica Taurus.

Es un metódico recorrido multidisciplinar por ciento cincuenta años de debate cultural, intelectual e ideológico: los ciento cincuenta años de crisis, transformaciones y conflictos ideológicos que transcurren desde la primavera de 1871, con la insurrección de la Comuna de París y el nacimiento de un nuevo espíritu crítico, hasta 2021, inicio del siglo XXI, cuando “todo el mundo quiere saber si tras la batalla cultural del largo siglo XX, vale decir, pasado 2021, estamos en trance de una ruptura o de una continuidad: representa el tipo de argumento por la que se está dispuesto a acudir a una conferencia. El artificioso período actual es amenazador, los programas de televisión insoportables, los Gobiernos confundidos y los periódicos sometidos a normas poco transparentes. ¿Y entonces qué decir? ¿Ruptura o continuidad?”

 Organizado de manera cronológica en veinte capítulos que se articulan internamente en secuencias breves, Un duelo interminable es un ambicioso ensayo crítico de historia del pensamiento en el que la profundidad analítica y el rigor intelectual del autor no impiden la claridad expositiva de un complejo panorama global en el que se conjugan la historia y la literatura, la música y la filosofía, la pintura, el cine y la política para reflejar una realidad dinámica y conflictiva desde una perspectiva comprensiva e integradora, sin dogmatismo ideológico ni prejuicios apriorísticos.

Una perspectiva que integra a Los Beatles y Zelenski, Adorno y Stravinski, Le Goff y Mallarmé, Huizinga y Joyce, Schönberg y Stalin, vuelcos históricos y momentos singulares, tramas cambiantes y mundos anfibios posmodernidad y globalización, apocalípticos e integrados y refleja en definitiva los duelos intelectuales y las disputas dialécticas entre el pasado y el futuro en el mundo occidental.

Esa tensión dialéctica es en gran medida la base estructural del enfoque de Un duelo interminable, que arranca con dos maneras de entender la historia de la cultura, las que representan Titus Burckhardt y Jules Michelet, porque significativamente -como señala Ruiz-Domènec al inicio de su recorrido- “los dos primeros dualistas de la batalla cultural que define el largo siglo XX son dos historiadores”, lo cual tiene mucho que ver con una de las líneas de fuerza del libro: que el pasado es una construcción cultural en continua revisión interpretativa.

“Hacer historia no se descompone en relatos sino en imágenes”, escribió Benjamin. Y Un duelo interminable es también eso: una sucesión de escenas significativas representadas en un escenario por el que desfilan Nietzsche frente a Wagner (“Nietzsche contra Wagner es el mejor icono del ambiente cultural entre 1871-1887”), Henry James frente a Oscar Wilde; Walter Pater frente a  Valle-Inclán; Bernard Shaw frente a Chesterton o Malatesta frente a Apollinaire, hasta llegar a Sartre frente a Kerouac, a Eco frente a Marcuse, a Salinger frente a Pasternak, Habermas frente a Foucault, Hobsbawm frente a Judt o a Harari frente a Ratzinger “ante la puerta giratoria del futuro.”

Son imágenes que resumen un periodo histórico en cuyo centro “tuvo lugar una guerra de treinta años, comenzada en agosto de 1914 y concluida en agosto de 1945, que minó Occidente y, por extensión, el resto del mundo.”

Imágenes de una época en que “la crisis de la civilización occidental fue advertida, y diagnosticada, desde el comienzo mismo del periodo por Friedrich Nietzsche” y por tanto “orientarse entre los acontecimientos que tuvieron lugar en esos ciento cincuenta años no sólo resulta una tarea necesaria para entender las oscilaciones del oficio de historiador, porque los hallazgos fortuitos, las noticias, las investigaciones o las experiencias debían relacionarse entre sí (como encontrar, por ejemplo, un nexo entre la centelleante llamada a hacer una historia comparada de las civilizaciones y la persistente pasión por exaltar las glorias nacionales), sino también porque todas las grandes novedades de este periodo histórico parecían reclamos a los que creían en un eminente colapso de la civilización occidental en medio de una generalizada apatía trufada de obligada resignación.”

Esa sucesión narrativa de duelos intelectuales sobre los que se ha construido la contemporaneidad apunta siempre a un mismo centro: el conflicto cultural entre el pasado y el futuro, la dualidad entre lo que desaparece y lo que emerge o se renueva, la aparición de “organismos nuevos sobre un horizonte abierto al futuro que exige el derrumbe de lo antiguo. Nadie permaneció sin temblor en el ánimo: la vida en ambos casos se agitó entre lo viejo y lo nuevo, entre el desencanto y la esperanza. Por ello, ante los llamados a seguir el curso de los acontecimientos, se propone una pregunta crucial: ¿el desafío tendrá una respuesta a su altura? Aquí está la génesis de la idea que ha motivado este libro.”

Un libro que se propone “seguir los pasos de una batalla cultural con múltiples caras durante ciento cincuenta años, desde 1871 a 2021, que nos permita una renovación en profundidad del curso de los acontecimientos del largo siglo XX y una lectura prometedora de los principales dualistas que se enfrentaron con claridad y carácter a un duelo interminable por definir en la nueva era que está por llegar si la historia debe cambiar o, por el contrario, ha de continuar.”

Porque, como reconoce Ruiz-Domènec al final del último capítulo, “la batalla cultural prosigue.”

Santos Domínguez 

3/2/25

El teatro del siglo XXI

 


Jara Martínez Valderas, Alba Saura-Clares y Diana I. Luque.
 Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico.
Siglo XXI. Escenas en diálogo.
 Cátedra. Madrid, 2024.


Este volumen pretende aportar una visión panorámica del teatro en el ámbito hispánico en el siglo XXI. Para ello, se detiene en el estudio del hecho escénico: las relaciones entre las obras y los públicos, la literatura dramática, la dirección, la dramaturgia, las propuestas liminales -que hibridan los géneros artísticos-, el espacio escénico y la labor interpretativa. Por último, se adentra en las relaciones entre Hispanoamérica y España, y las que a su vez mantienen con la escena europea. Cada capítulo permitirá, así, abordar el hecho escénico desde la complejidad de los parámetros y lenguajes que en él intervienen; no obstante, también evidencia cómo las artes escénicas en el siglo XXI se caracterizan por la contaminación entre géneros artísticos y estéticas, así como entre la creación y el público. A través de los diferentes capítulos que componen este libro se busca aportar una visión general y, por tanto, inevitablemente no exhaustiva. Toda investigación historiográfica carece de perspectiva cuando el objeto de estudio es reciente a la hora de llegar a conclusiones definitivas. Con esta limitación en mente, este volumen nace con el propósito de estudiar y cartografiar las artes escénicas en el primer cuarto del siglo XXI, reflexionar sobre las prácticas que se vienen desarrollando y pensar en los caminos que acogerán hacia el futuro.

Así resumen Jara Martínez Valderas, Alba Saura-Clares y Diana I. Luque el objetivo de Escenas en diálogo, el volumen dedicado al teatro del siglo XXI que forma parte del proyecto global Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico que publica Cátedra en ocho volúmenes que aspiran a ofrecer una visión panorámica del teatro en español a lo largo de su historia, desde sus orígenes medievales hasta la actualidad.

Desde la herencia del teatro en los años noventa y los albores del siglo XXI, las autoras presentan el hecho escénico actual atendiendo a la escenificación y a la relación con el público de un teatro transmedia, multimedia e intermedia, inmersivo y participativo, al espacio urbano y el público no convocado, a la nueva conexión con el espectador tras la ruptura de la frontalidad en la disposición de emi­sor y receptor.

El panorama teatral en el primer cuarto del siglo XXI, el contexto sociohistórico y el pensamiento filosófico, los nuevos referentes, los estilos y las temáticas, las aproximaciones teóricas a las dramaturgias del pri­mer cuarto de siglo, las distintas poéticas en la dirección de escena, la escenificación del teatro clásico, las dramaturgias de los actores y la creación colectiva son algunos de los aspectos más significativos de ese hecho escénico.

La consideración de las artes escénicas como artes vivas y de movimiento, la expresión corporal y vocal, el diálogo con la danza y el circo, la conquista artística del espacio urbano o las claves de la escenografía, el vestuario, la iluminación y el sonido o las técnicas de formación de actores en el teatro del siglo XXI son otros aspectos que aborda este volumen que en su sección de ‘Contextos’ dedica varios capítulos a analizar las relaciones teatrales entre Hispanoamérica y España, sus vínculos con la escena europea y los diversos circuitos de festivales de teatro.

Se completa así un panorama global del teatro y las artes escénicas en el primer cuarto del siglo XXI “desde diferentes perspectivas vinculadas a la creación: relación con el público, literatura dramática, dirección de escena, dramaturgia, hibridación con otros géneros, espacio escénico, interpretación y exhibición. No obstante -reconocen las autoras-, detrás de todo ello también existen otras áreas determinantes sin las cuales el desempeño de las artes escénicas y su preservación sería imposible: la producción, la gestión cultural y la formación, por un lado, y los centros y grupos de investigación en la revistas especializadas, por otro.”

Y a estudiar esos últimos aspectos -la profesionalización, la diversidad y la investiga­ción, la producción y la gestión, la actividad crítica o los centros de formación e investigación- se destina el apartado que cierra un libro, que reconoce que “las artes escénicas en el siglo XXI se enfrentan a nuevos retos. El rol de siglos pasados presenta necesariamente otras realidades a tenor de los cambios globales acontecidos hacia el tiempo actual”, pero a la vez, pese a todas estas vicisitudes y a la multiplicidad de formas y tendencias venideras, las artes escénicas seguirán siendo un espacio de encuentro imprescindible para la sociedad.”


Santos Dominguez 


31/1/25

Teatro español del siglo XX

 


Diego Santos Sánchez y Berta Muñoz Cáliz. 
Teatro y artes escénicas. España. Siglo XX. 
Una historia en tres actos. Cátedra. Madrid, 2024. 


En tres partes cronológicas, enmarcadas entre la herencia decimonónica de las infraestructuras teatrales, las condiciones materiales de los teatros y los legados que han dejado algunas de sus formas teatrales, fundamentalmente Valle y Lorca, organizan Diego Santos Sánchez y Berta Muñoz Cáliz el volumen España. Siglo XX. Una historia en tres actos, que publica Cátedra en su colección Teatro y artes escénicas como parte de un ambicioso proyecto globalizador sobre la historia del teatro español en nueve tomos desde la Edad Media hasta la actualidad.

‘Un teatro moderno (1892-1939)’, ‘Un teatro anómalo (1936-1978)’ y ‘Un teatro posmoderno (1975-2000)’ son las tres secuencias en que se articula el análisis de los diversos contextos y hechos escénicos del teatro español del siglo XX en un estudio que, en palabras de sus autores, “pretende ofrecer un recorrido panorámico que dé cuenta del devenir de los procesos teatrales de la España del siglo pasado. De este modo se propone un marco general con múltiples calas en las que se podrá ahondar gracias a trabajos más específicos, de los que se da cuenta en la bibliografía final. No pretende ser esta, en definitiva, una historia enciclopédica; la filosofía que la vertebra es más bien la de ofrecer un recorrido ameno que permita acompañar el teatro a través de las vicisitudes y éxitos que atravesó en la España del siglo pasado.”

La pugna entre un teatro viejo, comercial y conservador desde el punto de vista estético e ideológico, y un teatro moderno y renovador, los nuevos espacios teatrales y los géneros escénicos, la irrupción del cine y su competencia, la reacción de la industria ante el cambio de paradigma o la relación entre teatro y Estado son los contextos a los que se atiende en el primero de los tres periodos cronológicos, delimitado entre el estreno de Realidad de Galdós en 1892 y el final de la guerra civil en 1939.

En cuanto al hecho escénico de este primer periodo, se aborda la evolución desde la convención del teatro realista y naturalista y las limitaciones del Naturalismo galdosiano hasta las vanguardias escénicas que Lorca exploró en El público, una obra a la que se dedica un espléndido análisis, pasando por la comedia burguesa de Jacinto Benavente, por el teatro modernista o el esperpentismo de Valle-Inclán para acabar en las propuestas de poéticas de un teatro popular durante la República.

La anomalía teatral de la posguerra y el franquismo centran el segundo apartado del estudio, cuyos contextos evolucionan desde el teatro para la Victoria, los teatros oficiales y la propaganda política y cultural hasta el teatro independiente y universitario.  

Los hechos escénicos se extienden desde el estudio del exilio teatral republicano de 1939 hasta las dramaturgias neovanguardistas de Francisco Nieva, con capítulos dedicados a la comedia y las fórmulas de la evasión, al teatro de Jardiel y Mihura, entre la vanguardia y la convención, o al realismo social comprometido de Buero Vallejo o Alfonso Sastre.

Y finalmente, la tercera parte, ‘Un teatro posmoderno’, que abarca la actividad teatral desde 1975 hasta el 2000, aborda la rearticulación del campo teatral y la institucionalización del teatro en la democracia, la revitalización de la comedia con Alonso de Santos, la búsqueda de nuevas fórmulas en la empresa teatral, las revistas y colecciones de teatro y las nuevas propuestas estéticas, las aproximaciones a una realidad incierta, el testimonio y la denuncia o las reescrituras de la historia con los géneros al límite de un teatro posdramático en el contexto de una realidad incierta.

Tres actos que resumen la historia teatral del siglo XX en Espańa y ofrecen una panorámica de su legado y su recepción por el público hasta finales del siglo pasado y este siglo XXI, de lo que hay un magnífico testimonio gráfico en las dieciséis fotografías de representaciones del cuadernillo central. Tres actos de una historia que “se ha planteado desde la voluntad de ofrecer un discurso ilustrativo, ameno y riguroso de qué fue el teatro español del siglo XX.” 

En gran medida, la esencia de ese teatro es una relación conflictiva entre la tradición y la modernidad, o entre comercialidad e innovación experimental. Por eso, en el balance que cierra el libro, los autores exponen su doble conclusión:

En primer lugar, que hubo en el siglo XX un teatro que gozó del beneplácito del gran público y cuya pervivencia, tanto a través de su repertorio como de sus modelos estéticos, nunca ha estado sujeta a disputas, discontinuidades ni dificultades; en segundo lugar, que el siglo XX alumbró formas teatrales modernas que se vieron, por lo general, limitadas al público más selecto y cuyo legado ha corrido la misma suerte. Esa dialéctica entre tradición/convención y modernidad sigue, décadas después del diagnóstico de Ortega y Gasset, manteniendo su vigencia en la España del siglo XXI: mientras que hay un teatro sujeto a un molde de explotación comercial que es frecuentemente juzgado con dureza desde sectores más intelectuales, las propuestas que empujan los límites de lo establecido hacia la innovación y la experimentación no logran trascender el umbral de un público reducido.

Santos Domínguez 


29/1/25

El teatro del siglo XVI. Un viaje entretenido


Julio Vélez-Sainz.
  Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico.
Siglo XVI. Un viaje entretenido.
Cátedra. Madrid, 2024.


  Del ameno diálogo de comediantes que Agustín de Rojas Villandrando publicó a principios del siglo XVII toma su título Un viaje entretenido, el volumen dedicado al teatro del siglo XVI con el que Julio Vélez-Sainz abre la colección Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico que publica Cátedra. Es el estudio que inaugura un ambicioso proyecto que bajo su dirección analizará las distintas épocas del teatro y las artes escénicas en el ámbito cultural hispánico. 

Organizada como las piezas del teatro clásico en tres jornadas precedidas de un introito sobre la herencia medieval del teatro como juego entre lo profano y lo sagrado, esta primera entrega aborda con rigor y en profundidad un completo panorama general del hecho teatral, articulado, como en el resto de la colección, en tres aspectos:

Los fundamentos del hecho escénico, el espectáculo y la representación, los recursos lingüísticos de la comicidad y la conformación del tipo cómico (el rufián, el soldado, el bobo o el gracioso), la gestualidad expresiva o performativa y el vestuario, las máscaras, la escenografía y la iluminación natural y artificial, la música, los bailes y los efectos sonoros, la preceptiva de géneros y las formas dramáticas: de la comedia a la tragedia, de la farsa a la égloga dramática y a las formas breves de los pasos o los entremeses.

Los distintos contextos del hecho teatral: del teatro cortesano al contexto popular del teatro de calle en las fiestas religiosas, el papel del público y los espectáculos callejeros: titiriteros, saltimbanquis y volatines, la profesionalización de los autores y los actores, el nacimiento de los corrales de comedias, el contexto culto del teatro universitario y el renacimiento de la tragedia clásica con Cervantes, los ámbitos de la representación teatral en la América hispana o la transmisión y conservación de los textos.

El legado del teatro renacentista en los siglos XX y XXI, de las que hay varios testimonios gráficos en el cuadernillo central: la representación de clásicos como los pasos de Lope de Rueda o los entremeses cervantinos en el proyecto de La Barraca durante la Segunda República, la escenificación de La Numancia en la guerra civil, los primeros clásicos cara al sol como Juan del Encina, inspirador del escudo de Falange, la pasión franquista de Lucas Fernández (“cuyo Auto de la Pasión es posiblemente la obra de teatro quinientista con más puestas en escena durante el franquismo”) o el legado en la democracia con las adaptaciones cervantinas de Nieva (Los baños de Argel, en 1979) o Marsillach (La gran sultana, en 1992) o con la creación de la compañía Nao d’amores, con la que Ana Zamora rescata una buena parte del repertorio del teatro renacentista, desde Gil Vicente hasta Torres Naharro, desde Juan del Encina a Jerónimo Bermúdez.

Se completa así una magnífica visión panorámica sobre el primer teatro clásico español del siglo XVI, “el siglo más importante de la escena en la península -afirma Julio Vélez-Sainz-, pues presenta su principal evolución: el paso del juego sagrado y profano al del teatro comercial, cristalizado de manera clara en el nacimiento del corral de comedias.”


Santos Domínguez 

27/1/25

Giovanni Nucci. La Ilíada a la hora del aperitivo

 


Giovanni Nucci.
La Ilíada a la hora del aperitivo.
Traducción de Ana Romeral Moreno.
Siruela. Madrid, 2024.


“En los más de veinte años que, por distintos motivos, llevo trabajando sobre el mito, he comprendido que, al querer sumergirse en él, la única manera de no ahogarse es dejarse llevar, abandonarse a la historia, o al menos así me lo parece: flotar y dejarse llevar donde mejor nos plazca”, escribe Giovanni Nucci en la nota final de La Ilíada a la hora del aperitivo, una relectura del poema homérico que publica Siruela con traducción de Ana Romeral Moreno.

Al igual que en la Ilíada, el eje central de este peculiar ensayo es la figura de Aquiles, del que dice Nucci en la primera de las cinco ponencias en que organiza los capítulos de su libro: 

Imagino que se puede considerar a Aquiles un anticonformista (o lo que hoy día se considera un anticonformista), es decir, alguien que no tiene una posición privilegiada respecto al poder ni asignaciones especiales (aparte del hecho de ser el mejor de los combatientes y de hacer ganar a su formación prácticamente todas las batallas); pero, sobre todo, no goza de ese tipo de estima o de confianza por parte de las altas esferas. No lo imaginas capaz de entretejer esas buenas relaciones que podrían impulsarlo a la línea de mando, ahí donde entretejer buenas relaciones es más importante que hacer bien el trabajo. Aquiles no solo no se vale del sistema, no aprovecha sus recursos o modalidades, sino que se mantiene a una debida distancia.
Y, sobre todo, su relación con Agamenón parece determinada por un cordial desafecto, y el sentimiento es mutuo: Agamenón es feliz de tener a Aquiles alejado del poder como este se alegra de no tener nada que ver con su comandante.
Pero es Aquiles quien convoca la asamblea, es él quien pide que se aclare lo de la epidemia. Y lo hace a pesar de que sería mejor para él quedarse en su tienda, aislado del resto de las tropas (como está acostumbrado a hacer y como, de hecho, hará de aquí en adelante durante casi el resto de la historia). Entonces, ¿por qué no limitarse a lo que parece más conveniente? Esta reacción pone de relieve la complejidad de su personalidad. Se está mostrando mucho más sensible y atento de lo que cabría esperar de su egocentrismo y narcisismo. Esto demuestra que Aquiles es un personaje irresuelto: si ya ha quedado claro su temperamento, harán falta otros veinticuatro cantos para comprender realmente quién quiere ser. Pese a ello, y al contrario de otros comandantes, acude a la asamblea con las ideas muy claras sobre lo que está pasando, y a causa de quién. Por tanto, queriendo dar una lectura romántica a estos hechos, la contraposición entre Aquiles y Agamenón se vuelve esencial, porque nos habla de dos formas distintas de ver la realidad: una realista, racional y racionalista, dirigida al poder; y otra emotiva y empática, dirigida a la coherencia con el propio destino.

La figura de Aquiles es naturalmente el hilo conductor de La Ilíada a la hora del aperitivo. Y, tras analizar la preparación y la dinámica de la batalla y las tramas y finales en los que se articulan las acciones de lis personajes, en la ponencia final Nucci subraya que la cólera de Aquiles hace emerger un conflicto violento entre los dioses, porque “en el escenario abierto por Aquiles con su furia salvaje e inhumana (incluso animal), ahora los dioses, todos los dioses, están emergiendo desde las profundidades del abismo para luchar entre sí en la llanura salpicada de cadáveres y devastada por el fuego, la inundación y el terremoto (los pocos árboles que quedan en pie están carbonizados). No acostumbramos a prestar atención a esta escena, quizá por estar demasiado concentrados en la reacción de Aquiles, pero la verdad es que a su rabia, que se ha vuelto devastadora, le corresponde una violencia divina que sube desde las profundidades para superar ese vacío y abrirlo a la destrucción. Ahora el conflicto entre los dioses emerge de manera explícita, y Atenea, Afrodita, Hades, Hefesto, Artemisa, Ares, Leto, Hera, Apolo, Hermes y Poseidón salen a escena para luchar abiertamente. Solo Zeus, después de dejarlos ir, instigándolos a desencadenar semejante violencia, se echa a un lado para observar el espectáculo. Podrán enfrentarse sin necesidad de que los héroes que están en medio sufran sus acciones; la fuerza ha salido a la luz, y todo parece llevarnos de nuevo a ese momento cosmogónico en el que Zeus afirmó su poder y los dioses luchaban entre sí. Zeus parece haber dejado de buscar su equilibrio; no hay necesidad ni destino que gobierne el cosmos: las fuerzas han emergido y se enfrentan con toda su violencia. Y no es baladí la reflexión que estamos a punto de hacer, no es una imagen fácil a la que asistir. Lo que ahora vemos es que «el mundo ha empezado a moverse como algo tambaleante», como diría Shakespeare (o, mejor aún, como diría John Donne: «Toda coherencia ha desaparecido, así como todo apoyo justo o relación»). Ya no parece posible ningún equilibrio; todas las tensiones, y cabría decir todas las visiones, los escenarios y las imágenes se liberan para explotar unas contra otras. Ya no se trata del caos, sino de la más violenta y desarticulada de las pesadillas.”

La principal novedad del enfoque de Nucci es la incorporación de la perspectiva de los dioses en su relectura de la Ilíada, porque “tenemos una imagen de los dioses como si lo observaran todo desde lo alto, desde lo alto del Olimpo, mientras toman el aperitivo; como si estuvieran en el cine viendo cómo combaten los héroes en la llanura delante de Troya y comentaran, y tomaran partido por uno u otro, interviniendo de vez en cuando y moviendo desde allí los hilos de dichos héroes, piezas en un tablero, un videojuego. Y no creo que sea la imagen adecuada, sino más bien al contrario.”

Y una vez explicada esa perspectiva, el ensayo va más allá de los mitos y asume su proyección en el presente como representaciones de nuestro mundo interior y como medios de interpretación de la realidad, desde lo intemporal y universal hasta lo actual y particular: desde la pandemia o las guerras actuales hasta la identidad personal, la condición femenina o los conflictos generacionales.

Porque hay que cambiar “nuestra forma de pensar en lo divino: los dioses no observan desde lo alto cómo combaten los héroes mientras ellos toman el aperitivo, sino que participan en sus combates, los acompañan, están dentro de ellos, hacen que se piense en ellos convirtiéndose en sus comportamientos más profundos.”

Esta aguda relectura que hace Giovanni Nucci de la Ilíada es una nueva muestra de la vitalidad de los clásicos, que permiten reflexiones tan sutiles y profundas como esta, acerca de dos héroes centrales de la Ilíada, Héctor y Aquiles:

En este catálogo de héroes, donde, por cómo reflejan lo divino, podemos reconocer nuestra normalidad (en la debilidad y en la fortaleza), hay dos figuras que destacan por encima de las demás, no tanto por su capacidad militar o guerrera, sino precisamente por su humanidad.
Tanto Héctor como Aquiles son fuertes, diestros en el combate, inteligentes en el plano militar y despiadados en el uso de la fuerza. La forma en que Héctor mata a Patroclo es comparable a la forma en que él muere a manos de Aquiles. Estoy seguro de que si ese duelo lo hubiese ganado Héctor, habríamos terminado por querer más a Aquiles. Héctor nos gusta más porque lo vemos morir. Pero lo que los une es su humanidad, el sentido del destino que logran alcanzar, el conocimiento que tienen del mundo. Veremos la humanidad de Aquiles al final de esta historia; la de Héctor, en cambio, la vemos en esta ocasión.

Santos Domínguez 


24/1/25

Rosa Lentini. Montblanc en sombra y piedra

 


Rosa Lentini. 
Montblanc en sombra y piedra. 
Olé Libros. Valencia, 2024.

 “Porque si recordamos para quedarnos y creamos cuando empezamos a olvidar, escribimos como una forma de fijar lo que no podemos detener”, escribe Rosa Lentini en ‘El fulgor de la palabra’, uno de los diecisiete espléndidos textos que componen Montblanc en sombra y piedra, que publica Olé Libros. 

Dedicados “a los que se fueron y a los que siguen allí”, entre la sombra de las pérdidas y la piedra perenne, entre el atardecer frío que abre el libro y el amanecer en la ciudad amurallada que lo cierra, hay en esos diecisiete capítulos diecisiete estaciones de un itinerario personal, de una mirada interior que tiene el tiempo como centro, y la memoria, el olvido y las pérdidas como ejes de una reflexión y una búsqueda levantadas desde el difícil y sostenido equilibrio de sutileza y densidad, de hondura reflexiva e intensidad emocional, de cuidado estilístico y depuración sentimental:

No solo el cuerpo engendra, también la palabra.
Cantar es descender, adentrarse en lo más incierto y desconocido en busca de aquello que complementa la pérdida.

Es muy significativo que el objeto de esa reflexión y el espejo de esa mirada sea Montblanc, un lugar fuera del tiempo y del espacio, encerrado en una muralla que lo aísla del exterior. Y por eso mismo, un micromundo comunitario capaz de representar un ámbito humano interior,  extemporáneo y universal, alejado del pintoresquismo superficial de la mirada del turista.

Y así la mirada interior convierte lo exterior (el olor y el paisaje, el sonido y la piedra, el viento, el cementerio o la lluvia) en reflejo del interior, en su proyección más profunda y depurada:

El tiempo precisa de detalles y, aunque miremos como las ciudades crecen durante siglos en su hechizo, en las fachadas inmutables se produce un salto evolutivo que se interrumpe dejando los suspendidos en medio es uno… 
Y solo mucho tiempo después podemos descubrir en esa imagen congelada, el tiene su en que se han convertido aquellos que éramos cuando llegamos.

‘Todo paisaje es una futura pérdida’, titula Rosa Lentini con anticipada voluntad elegíaca su Nota inicial, en la que termina afirmando que Montblanc en sombra y piedra es “la expresión de un amor en igual medida que la verificación de una pérdida; los sueños y los sentimientos de los habitantes de Montblanc, su memoria y, en fin, la huella de su breve paso por el mundo real y el mundo de la autora, por la vida en general, que se transmuta en algo indefinible, casi imponderable, y que en última instancia no tendrá más justificación que la propia palabra poética…”

Los diez años de escritura de Montblanc en sombra y piedra resumen otros treinta años de habitación de la autora en ese lugar que, como todos los que verdaderamente importan, es un lugar del corazón, de la luz y de la memoria.

Este es su magnífico final:

Pero mira a los que amanecen en los días inflexibles de una ciudad amurallada y que acaban apoyando en la separación sus corazones… 
…ángeles de piedra que están solos, ángeles que se mueven mejor por su atlas cuando la nieve cae en su mundo silencioso.
Recuerda lo que te dije al principio: quien despierta sabe que el ojo nunca es inocente.
Y porque la memoria siempre intercede 
mira otra vez ese río, mira esas calles, esa luz…

Santos Domínguez 


22/1/25

Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico

 






“El teatro no se puede estudiar de espaldas a las artes escénicas, pues es una de ellas. Aunque esta entra bien dentro de los parámetros tradicionales de estudio literario (un autor más o menos canónico, una obra, su recepción), las artes escénicas son un fenómeno colectivo que necesita de la participación de un conjunto de personas muy amplio que se encarga de la actuación, producción, dirección de escena, utilería, regiduría, iluminación, carpintería, música, adaptación, publicidad, crítica y, claro, dramaturgia. La caracterización colectiva del hecho escénico difumina el sentido de autoría y multiplica los niveles de composición. A la par, el hecho de que se trate de una arte efímera que solo se completa con la interpretación coetánea o posterior a la primera composición de la pieza aumenta las posibilidades de recepción. Una verdadera historia de las artes escénicas no se puede hacer sin tener en cuenta a todos estos profesionales y los distintos aspectos de su trabajo, ni sin establecer un estudio de la recepción sincrónica y diacrónica del producto final. 

Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico analiza el fenómeno escénico desde todos estos puntos de vista. Los trabajos parten de aspectos literarios, comunicativos y sociológicos, planteamientos técnicos como el aforamiento del público, el aparato de la escena, la escenotecnia, la iluminación, el figurinismo, etc. Es decir, proponemos una historia puramente «teatral» que combina la puesta en escena y que contempla la historia escénica de los textos de modo que se consideran los aspectos técnicos de la práctica teatral y los literarios del texto dramático”, escribe Julio Vélez-Sainz, director de la colección, en el prólogo del volumen que inaugura Teatro y artes escénicas en el ámbito hispánico, que publica Cátedra.

Es un ambicioso proyecto, riguroso, metódico y abarcador, que está llamado a convertirse en modelo de referencia en el estudio del teatro español desde la Edad Media hasta la actualidad. De momento han aparecido tres títulos: Siglo XVI. Un viaje entretenido; Siglo XX. Una historia en tres actos y Siglo XXI. Escenas en diálogo, que además de una amplia bibliografía actualizada de la creación teatral de cada periodo incorporan un estudio de las “Herencias” que vinculan cada época con la tradición escénica inmediatamente anterior; de los “Hechos escénicos” que abordan los signos teatrales y la escenificación de cada momento: desde los ámbitos y los espacios teatrales, la iluminación, el figurinismo, la maquinaria teatral, la representación e interpretación (música, gestualidad, escena, espectáculo), las formas dramáticas (farsa, comedia, tragedia, géneros breves), la relación de la escena hispana con su contexto europeo, y la interrelación entre las artes escénicas y el teatro; del análisis de los “Contextos” de cada ámbito de representación, recepción y difusión (impresa, oral o digital) del teatro; y de los “Legados” que siguen el trazado posterior de cada obra y cada época.

“Gracias a este planteamiento global y abarcador -concluye Julio Vélez-Sainz- esperamos dar cuenta cabal del fenómeno a estudiar. Sirva esta introducción como punta de lanza del impulso apasionado y riguroso (a la par que utópico) del conjunto de volúmenes de capturar «lo incapturable»: las artes teatrales y escénicas.”

Una enciclopedia imprescindible de las artes escénicas en el ámbito hispánico que completarán otros cinco volúmenes de próxima aparición sobre la Edad Media, el siglo XVII, el siglo XVIII, el siglo XIX y el siglo XX en la América Latina.

Santos Domínguez 




20/1/25

Scott Fitzgerald. Ecos de la Era del Jazz



Francis Scott Fitzgerald.
Ecos de la Era del Jazz y otros ensayos.
Edición de Juan Ignacio Guijarro González.
Traducción de José María Romero Barea. 
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2024.

“Ojalá uno pudiera hacer lo que quisiera con las palabras: armar descripciones cortantes y contundentes como hace Wells, emplear las paradojas con la claridad de Samuel Butler, con la amplitud de Bernard Shaw o con el ingenio de Oscar Wilde. Evocar los amplios cielos sofocantes de Conrad, las puestas de sol doradas y los locos cielos acolchados de Hichens y Kipling, los amaneceres color pastel y las luces crepusculares de Chesterton, por poner un ejemplo. Si quiere saber lo que pienso, me considero un ratero reincidente en cuestiones literarias, un redomado ladrón, un apasionado saqueador de los mejores métodos de los escritores de mi generación”, explicaba Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) en una falsa entrevista que elaboró él mismo y publicó el 7 de mayo de 1920 en The New York Tribune como mecanismo de promoción de su novela A este lado del paraíso, que se había lanzado a finales de marzo.

Ese texto, que reapareció en la revista The Saturday Review cuarenta años después, en noviembre de 1960, abre la recopilación Ecos de la Era del Jazz y otros ensayos, de Scott Fitzgerald. La publica Cátedra Letras Universales con traducción de José María Romero Barea y edición de Juan Ignacio Guijarro González, que señala en su prólogo que “por desgracia, y aunque Fitzgerald se lo propusiera a la editorial en la cual publicó toda su obra, Scribner’s, no vio nunca cumplido su deseo de ver recopilada su obra ensayística en un volumen antes de su temprana muerte en 1940, con tan solo cuarenta y cuatro años. […] Si durante décadas la crítica se centró exclusivamente en las novelas de Fitzgerald y solo mucho más tarde empezó a estudiar sus relatos, sus ensayos no han recibido hasta ahora la atención que merecen, ya que a menudo siguen siendo injustamente considerados una parte menor de su obra. Sin duda, a ello obedece el que hasta la fecha no se haya publicado -ni siquiera en Estados Unidos- una monografía que analice a fondo la riqueza y complejidad de unos textos que, con frecuencia, aparecieron en las principales revistas del país, como Esquire o The Saturday Evening Post. Esta sorprendente ausencia de estudios críticos ha influido al preparar la presente edición crítica, la primera que se publica en lengua española de los ensayos del autor de El gran Gatsby.
De hecho, ni siquiera en inglés existe un volumen equivalente al que ahora ofrece la colección Letras Universales.”

Si el párrafo citado de la entrevista ficticia terminaba con una alusión a “mi generación”, “Mi generación” es precisamente el título del último de los textos recogidos en este volumen que reúne cronológicamente veintidós artículos y ensayos publicados por Scott Fitzgerald en la prensa entre 1920 y 1940.

Hay en esa expresión una suma significativa de lo que ofrecen estos ensayos: una mirada lúcida e intensamente subjetiva en la que se cruzan el yo y los otros para hablar de lo propio y de lo que le une con lo ajeno, para reflejar el espíritu de una época que Scott Fitzgerald bautizó como “la era del jazz” al titular su segunda recopilación de cuentos, Tales of the Jazz Age. Y para trazar un panorama de conjunto de la literatura norteamericana de aquellas décadas que transcurrieron entre las dos guerras mundiales. Ese panorama es el de la generación perdida que vincula la vida y la obra de Scott Fitzgerald con la de narradores como Hemingway, Thomas Wolfe o John Dos Passos, con quienes tuvo desencuentros literarios y personales de envergadura.

Ese es el trasfondo histórico e intelectual que vincula también la obra narrativa y ensayística de un autor a caballo entre sentimientos y actitudes contradictorias, entre la frivolidad, la desazón y la depresión, tanto en lo privado como en lo público, entre Nueva York y Hollywood, entre crisis bursátiles y crisis personales que acabaron en un desastre de deudas y alcoholismo, de deterioro humano y “bancarrota sentimental”, por usar su misma expresión. Era la consecuencia del derrumbe que dio título a la trilogía ensayística que publicó en 1934. 

El centro exacto del volumen lo ocupa Ecos de la Era del Jazz, un nostálgico ensayo de 1931 que su editor Maxwell Perkins (El editor de libros) elogiaba porque era “un texto hermoso”, y porque “sus observaciones son agudas y brillantes.” Y ese carácter central y representativo explica que su título sea también el de esta recopilación, cuyo prólogo ofrece un riguroso análisis de cada uno de los ensayos de Scott Fitgerald.

En concreto, de “Ecos de la Era del Jazz” escribe Juan Ignacio Guijarro que es “uno de sus ensayos más legendarios, plagado de memorables frases líricas,” con el que “Fitzgerald firmó la necrológica de una década cuyos valores él mismo había logrado encarnar, junto a su esposa Zelda. […] Al evocar los excesos de la ‘Era del Jazz’, Fitzgerald revisitaba al mismo tiempo con nostalgia su propia trayectoria, tan íntimamente ligada a esa época, tal como ya había hecho unos meses antes en uno de sus grandes relatos, Regreso a Babilonia (Babylon Revisited, 1931).”

A medio camino entre la mirada autobiográfica y el reportaje testimonial, estos ensayos trazan el autorretrato personal y generacional del autor. Crítica social y crítica literaria conviven en estos textos que no fueron solo un medio de supervivencia en tiempos de escasez económica, sino el reflejo de la quiebra múltiple -sociocultural, moral y económica- de la que el autor de El gran Gatsby fue testigo y víctima.

Entre el éxito literario y social, la prosperidad y los artículos bien pagados y el fracaso y el pesimismo de los últimos años se mueven estos textos en los que Scott Fitgerald habla con distancia crítica del mundo de los ricos y el dinero, describe con agudeza meticulosa los tiempos de escasez y de abundancia, cuando “el dinero parecía entrar cada vez con más asiduidad, con cada vez menos esfuerzo” (“Cómo sobrevivir con 36000 dólares al año”); escribe con lucidez sobre la juventud y la devastación del paso del tiempo, porque “a medida que el ser humano envejece, se acrecienta su vulnerabilidad” (“Lo que pienso y siento a los veinticinco”) y une el pasado y el futuro en el presente de la escritura que le permite por ejemplo hacer su autobiografía irónica a través de los licores que bebió en cada momento o de los hoteles en los que se alojó con Zelda Sayre.

En conjunto escriben la crónica de una derrota anunciada, resumen la asimilación de un fracaso cada vez más intenso y sobre todo son el envés de la trama que teje en sus novelas y en sus cuentos quien en alguna ocasión confesó no saber si era un personaje más de sus relatos.

El texto inicial, esa autoentrevista que citábamos al principio, es uno de los cuatro que se traducen aquí por primera vez al castellano: “Tanto en estos cuatro textos -subraya Juan Ignacio Guijarro- como en los dieciocho restantes que conforman este nuevo volumen continúan resonando con fuerza los ecos de quien ya es una figura capital del canon literario estadounidense: F. Scott Fitzgerald.”

Murió el 21 de diciembre de 1940, casi olvidado. El último cheque que había cobrado en concepto por derechos de autor “ascendía a la humillante cantidad de 13,13 dólares”, como recuerda Juan Ignacio Guijarro, que añade que “las necrológicas lo recordaron como un autor menor que, tras triunfar en los años veinte, desapareció por completo. Zelda Fitzgerald fallecería el 10 de marzo de 1948, a los cuarenta y siete años, encerrada en su habitación, al arder la clínica de Carolina del Norte en la que estaba internada. Ninguno de los cónyuges del matrimonio más afamado de la ‘Era del Jazz’ llegó a cumplir el medio siglo de vida.”

“Todo se ha perdido ya, salvo el recuerdo”, escribía Francis Scott Fitzgerald al final del desencantado Mi ciudad perdida, en donde confluyen en una misma desolación la ruina de los sueños personales y la crisis nacional ocasionada por la Gran Depresión de 1929 y simbolizada por el deterioro de Nueva York y “la terrible revelación de que Nueva York era, después de todo, una ciudad cualquiera, y no un universo en sí mismo, el reluciente edificio que el ciudadano medio había alzado en su imaginación se venía al suelo, antes de hacerse añicos.”

Ese mismo efecto de espejo preside El derrumbe, uno de sus mejores ensayos, publicado en la revista Esquire en febrero de 1936. En sus páginas se cruzan de nuevo la crisis personal y creativa de Scott Fitzgerald y la crisis general de la nación, el colapso de toda una época que ya había desaparecido.

El derrumbe era la primera entrega de una trilogía de artículos que completaron Al restaurar las piezas en marzo y Manipular con cuidado en abril. Esa trilogía suma la terapia pública y la confesión penitencial privada  de Scott Fitzgerald y es uno de los ejes de un libro que, como toda su obra, podría resumirse en la frase inicial de El derrumbe
La vida entera es un proceso de demolición.

“F. Scott Fitzgerald -concluye Juan Ignacio Guijarro- ocupa con todo merecimiento un lugar destacado en el canon literario estadounidense, no solo por haber escrito novelas magistrales como El gran Gatsby y Suave es la noche o un número considerable de relatos memorables, sino también por la brillantez de su obra ensayística, que lamentablemente sigue siendo la parte menos conocida y estudiada de su obra y que, por primera vez, se presenta aquí en una edición crítica en lengua española.”

Santos Domínguez 





17/1/25

Marcel Proust. El tiempo recobrado

 


Marcel Proust.
A la busca del tiempo perdido,VII.
El tiempo recobrado.
Edición, traducción y notas de Mauro Armiño.
El Paseo Editorial. Sevilla, 2024.

Con El tiempo recobrado, el séptimo volumen de A la busca del tiempo perdido, culminaba Proust uno de los monumentos más grandes de la literatura universal de todos los tiempos.

Y con esta última entrega culmina también El Paseo Editorial su admirable esfuerzo de recuperar la magistral edición anotada y puesta al día de Mauro Armiño, que además del orientador resumen que remata cada volumen, ofrece en este tomo final varios índices (de personas, de lugares, de obras artísticas y literarias) imprescindibles para orientarse en el universo del ciclo proustiano. 

Porque adentrarse en las páginas de A la busca del tiempo perdido es entrar en otra dimensión literaria, en un mundo narrativo que tiene una atmósfera propia y en una respiración de la prosa que no se parece a ninguna otra. Y entrar en ese mundo es mucho más fácil cuando se dispone de una edición tan cuidada tipográficamente como esta y de una traducción tan luminosa y unos materiales tan exhaustivos e iluminadores como los que ha elaborado a lo largo de tres décadas y revisado expresamente para esta edición Mauro Armiño.

Escrita con el telón de fondo intrahistórico del París de la Primera Guerra Mundial, El tiempo recobrado es por un lado el cierre del ciclo, su recapitulación y su síntesis. Y por otro, contiene las claves que dan acceso al sentido del conjunto en la explicación de su origen por parte del narrador: el reconocimiento de la revelación germinal de un concepto del tiempo, de la vida y del arte que le hace entender que los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos. El narrador tomará conciencia así de su vocación literaria y de la creación artística como refugio frente al mundo.

El hecho que desencadena todo el proceso no puede ser más trivial: el narrador tropieza con un adoquín, un percance que le revive la misma sensación que tuvo ante dos losas desiguales en el baptisterio de San Marcos de Venecia:

Pero en el momento en que, recuperando el equilibrio, puse mi pie sobre un adoquín que estaba algo menos levantado que el anterior, todo mi abatimiento se desvaneció ante la misma felicidad que en diversas épocas de mi vida me habían dado la vista de árboles que había creído reconocer durante un paseo en coche por los alrededores de Balbec, la vista de los campanarios de Martinville, el sabor de una magdalena mojada en una infusión, tantas otras sensaciones de las que he hablado y que las últimas obras de Vinteuil me habían parecido sintetizar. Como en el momento en que saboreaba la magdalena, toda inquietud sobre el futuro, toda duda intelectual se habían disipado. Las que me asaltaban hacía un instante sobre la realidad de mis dotes literarias y aun sobre la realidad misma de la literatura habían desaparecido como por encanto. […]
La felicidad que acababa de sentir era desde luego, en efecto, la misma que había sentido al comer la magdalena y cuyas causas profundas había aplazado buscar entonces. La diferencia, puramente material, estaba en las imágenes evocadas; un azur profundo embriagaba mis ojos, unas impresiones de frescor, de luz deslumbrante se arremolinaban a mi lado y, en mi deseo de cogerlas, sin atreverme a moverme más que cuando disfrutaba del sabor de la magdalena tratando de hacer llegar hasta mí lo que ella me recordaba, permanecía, a riesgo de hacer reír a la innumerable multitud de los wattmen, dubitativo como había estado un momento antes, con un pie sobre el adoquín más elevado, el otro sobre el adoquín más bajo. […] Y casi de inmediato la reconocí, era Venecia, de la que mis esfuerzos por describirla y las supuestas instantáneas tomadas por mi memoria nunca me habían dicho nada, y que la sensación sentida en el pasado sobre dos losas desiguales del baptisterio de San Marcos me había restituido con todas las demás sensaciones unidas aquel día a esa sensación, y que habían permanecido a la espera, en su fila, de donde un brusco hacer las había hecho salir imperiosamente, en la serie de los días olvidados. De la misma manera me había recordado Combray el sabor de la pequeña magdalena. Pero ¿por qué las imágenes de Combray y de Venecia me habían dado en uno y otro momento una alegría parecida a una certeza y capaz sin otras pruebas de volverme indiferente a la muerte?

Además de una demoledora visión satírica de la aristocracia y la alta burguesía, el episodio culminante del baile de las cabezas, en el que emergen los rostros monstruosos y envejecidos de quienes fueron sus amigos, se convertirá en una revelación definitiva del paso deformante del tiempo:

Muñecos, pero que, para identificarlos con aquel al que se había conocido, había que leer al mismo tiempo en varios planos, situados detrás de ellos y que les daban profundidad y obligaban a hacer un trabajo mental cuando se tenía delante aquellos viejos fantoches, porque se estaba obligado a mirarlos con los ojos y al mismo tiempo con la memoria, muñecos inmersos en los colores inmateriales de los años, muñecos que exteriorizaban el Tiempo, el Tiempo que no suele ser visible, para serlo busca cuerpos y, allí donde los encuentra, se los apropia para proyectar en ellos su linterna mágica. […]
Por todos estos aspectos, una matinée como aquella en la que me encontraba era algo mucho más precioso que una imagen del pasado, me ofrecía por así decir todas las imágenes sucesivas, y que nunca había visto, que separaban el pasado del presente, mejor aún, la relación que había entre el presente y el pasado; era como lo que en el pasado se llamaba una vista óptica, pero una vista óptica de los años, la vista no de un momento, sino de una persona situada en la perspectiva deformante del Tiempo.

“De esa revelación -señala Mauro Armiño- surge la novela, la voluntad de pintar el gran fresco que tiene por protagonista a la acción del tiempo sobre los personajes.”

Tras ese episodio, siniestro y deslumbrante a la vez, del baile de las cabezas en casa de la princesa de Guermantes, el narrador decide retirarse de la vida social y sus frivolidades mundanas para dedicarse a la escritura de la obra cuya lectura está terminando quien lee esas últimas páginas:

Sí, aquella idea del Tiempo que acababa de concebir decía que había llegado el momento de ponerme a esa obra. Era la hora; pero, y esto justificaba la ansiedad que se había apoderado de mí desde mi entrada en el salón, cuando los rostros pintados me habían dado la noción del tiempo perdido, ¿aún habría tiempo, e, incluso, estaba todavía yo en condiciones?
[…]
En cuanto a mí, era algo muy distinto lo que tenía que escribir, más largo, y para más de una persona. Largo de escribir. De día, a lo sumo podría intentar dormir. Si trabajaba, solo sería de noche. Pero necesitaría muchas noches, quizá cien, quizá mil. Y viviría en la ansiedad de no saber si el Amo de mi destino, menos indulgente que el sultán Sheriar, cuando por la mañana interrumpiera yo mi relato, querría sobreseer mi sentencia de muerte y me permitiría reanudar su hilo la noche siguiente. No es que pretendiese rehacer, en el aspecto que fuera, Las Mil y una noches, ni tampoco las Memorias de Saint-Simon, escritas también de noche, ni tampoco ninguno de los libros que habían amado en mi ingenuidad de niño, supersticiosamente vinculado a ellos como a mis amores, incapaz de imaginar sin horror una obra que sería diferente a ellos. Pero, como Elstir con Chardin, solo se puede rehacer lo que se ama renunciando a ello. […] Sería un libro tan largo como Las Mil y una noches quizá, pero completamente distinto.”
[…]
Entonces pensé de pronto que, si aún tenía fuerzas para llevar a cabo mi obra, aquella matinée -como en el pasado en Combray ciertos días que habían influido en mí- que me había dado, hoy mismo, a la vez, la idea de mi obra y el temor a no poder realizarla, marcaría desde luego ante todo, en esta, la forma que había presentido en el pasado en la iglesia de Combray, y que por lo general permanece invisible para nosotros, la del Tiempo.

De esa manera confluyen el pasado y el presente en la milagrosa conjunción literaria del principio y el fin, del tiempo de la escritura y el de la lectura, del tiempo perdido y el tiempo recuperado unidos a través del arte. Porque en los miles de páginas del ciclo, el eje es el tiempo perdido, pero sobre todo la experiencia de búsqueda y la conciencia final del tiempo recobrado en un entramado circular que revela la salvación a través del arte, porque el pasado forma parte del presente y, para recuperarlo a través del arte, Proust recurre a un pintor (Elstir), a un novelista (Bergotte) y a un músico (Vinteuil).

Entonces, menos radiante sin duda que la que me había hecho percibir que la obra de arte era el único medio de recobrar el Tiempo perdido, en mí se hizo una nueva luz. Y comprendí que todos estos materiales de la obra literaria era mi vida pasada; comprendí que habían venido a mí en los placeres frívolos, en la pereza, en la ternura, en el dolor, almacenados por mí sin que adivinase su destino, ni su supervivencia misma, más que la semilla que pone en reserva todos los alimentos que nutrirán la planta. Como la semilla, podría morir cuando la planta se hubiera desarrollado, y me encontraba con que había vivido para ella sin saberlo, sin que me pareciese que mi vida hubiera de entrar nunca en contacto con esos libros que habría querido escribir y para los cuales, cuando en el pasado me sentaba a la mesa, no encontraba tema. De modo que toda mi vida hasta ese día habría podido y no habría podido resumirse bajo este título: Una vocación.

Porque “la verdadera vida, la vida al fin descubierta y esclarecida, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura”, concluye el narrador de El tiempo recobrado, donde regresa un pasado que se desdobla en un presente que superpone la realidad y la ficción en la memoria del narrador protagonista envejecido, confundido él también con su autor, que añade que “este trabajo del artista, de tratar de ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso de ese otro que, a cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre llevan a cabo en nosotros, cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas por completo, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida. En suma, ese arte tan complicado es precisamente el único arte vivo.”

Se cierra así un círculo temporal que regresa al punto de partida de la serie, al momento narrativo en que confluyen el tiempo del narrador y el tiempo narrado. Por eso, en las últimas páginas de El tiempo recobrado está la mejor introducción al ciclo proustiano. En su final, su principio: 

Experimentaba una sensación de fatiga y de espanto sintiendo que todo este tiempo tan largo no solo había sido, sin una sola interrupción, vivido, pensado, segregado por mí, que era mi vida, que era yo mismo, pero también que debía mantenerlo cada minuto unido a mí, que me sostenía, a mí, que, encaramado en su cima vertiginosa, no podía moverme sin desplazarlo como yo podía en cambio hacer con él. La fecha en que oía el sonido de la campanilla del jardín de Combray, tan lejana y sin embargo interior, era un punto de referencia en aquella dimensión enorme que yo no sabía que tuviese. Me daba vértigo ver por debajo de mí, y sin embargo en mí, como si mi altura fuera de leguas, tantos años.
[…]
Por eso,si me fuera dejado el tiempo suficiente para llevar a cabo mi obra, no dejaría de describir en ella en primer lugar a los hombres, aunque debiera hacerlos parecerse a seres monstruosos, como ocupantes de un lugar tan considerable, al lado de ese otro tan restringido que les está reservado en el espacio, un lugar prolongado en cambio sin medida puesto que tocan simultáneamente, como gigantes inmersos en los años, épocas vividas por ellos tan distantes, y entre las cuales tantos días han venido a situarse -en el Tiempo.

Santos Domínguez 

15/1/25

Robin Lane Fox. Homero y su Ilíada



 Robin Lane Fox.
Homero y su Ilíada.
Traducción de David Paradela López.
Crítica. Barcelona, 2024.

Alguien tan aparentemente alejado del mundo de Homero como Raymond Queneau escribió que toda gran obra literaria era la Ilíada o la Odisea, es decir, narraba la vida como batalla o como viaje.

La Ilíada es el prototipo del primero de esos dos modelos narrativos. Situada en el décimo año de la guerra de Troya, en la que aqueos, argivos y dánaos formaban una alianza para rescatar a Helena, cuenta el episodio de la cólera de Aquiles, de sus causas y sus consecuencias. Una sucesión de hechos bélicos y escaramuzas, de idas y venidas de dioses y hombres, de un efecto mariposa que llegó hasta el Olimpo para acabar implicando a Zeus y a Hefestos, a Hermes y  a Afrodita.

Bajo las altas murallas de una de las nueve Troyas que descubrió Schliemann, la musa homérica sigue cantando la cólera de Aquiles, de pies ligeros; el poder de Agamenón, el rey micénico, señor de guerreros; la astucia de Odiseo, el de las muchas tretas; la armadura de bronce de Ayante; la muerte de Patroclo; los funerales de Héctor, domador de caballos; la belleza de Helena, las amenazantes naves aqueas, las piras funerarias, los caballos, los cinco círculos del escudo de Aquiles, en los que se resume la ambigua relación del hombre con la violencia, que -lo escribió también Wallace Stevens- habita en el corazón, muy cerca de donde habita el amor.

A la Ilíada y a Homero dedica Robin Lane Fox, emérito del New College de la Universidad de Oxford, el magnífico Homero y su Ilíada, un ensayo meticuloso y rigurosamente documentado que publica Crítica en una espléndida edición ilustrada con traducción de David Paradela López.

Un ensayo elaborado durante tres años y escrito con un admirable equilibrio entre el rigor académico y la pasión lectora. Así comienza el prefacio en que el autor evoca sus sesenta años de relación con el poema homérico y el resultado de este estudio:

Al igual que sus héroes, la Ilíada ha obtenido gloria inmortal. Empecé a leerla parcialmente en griego hace más de sesenta años y enseguida me puse a leerla entera. La Ilíada es una obra que se vale por sí sola, aunque sigue planteando grandes interrogantes: cómo, cuándo y dónde se compuso, a qué obedece su extraordinario poder. El presente libro, basado en el amor y en una larga familiaridad con la obra, da respuesta a esas preguntas.

Y a dilucidar el ‘dónde’ del autor (“el enigmático Homero”) y su obra; el ‘cómo’ y el ‘cuándo’ de su composición; los rasgos heroicos y la ética del héroe o la coexistencia problemática de los mundos paralelos de los hombres y los dioses se dedican las cinco partes de este ensayo que profundiza en el universo poético y humano de la Ilíada a partir de la declaración de principios que Robin Lane Fox deja en el arranque de su prólogo:

La Ilíada de Homero es la mayor epopeya del mundo. Y, a mi juicio, el mejor poema de todos los tiempos, a pesar de la existencia de la Odisea. En la Antigüedad, esta era una opinión compartida por la mayoría. De los papiros antiguos que han llegado hasta nosotros, el número de los que contienen versos de la Ilíada es tres veces mayor que el de los que contienen versos de la Odisea, lo cual da una idea de su preeminencia.

El recorrido que ofrece Homero y su Ilíada por la fama del poema y su recepción a lo largo de los siglos ilumina las claves de esa preeminencia canónica de los versos homéricos casi tres mil años después de su composición. Pero este ensayo apasionado explica también por qué nos sobrepasa, nos desborda y nos conmueve una obra que “tiene por lo menos dos mil seiscientos años de antigüedad, pero sobrepasa nuestras capacidades. Nos sigue desbordando. Hace que nos maravillemos, a veces que sonriamos y a menudo que lloremos. Cada vez que la leo, soy incapaz de contener las lágrimas. Cuando la cierro y vuelvo a la vida cotidiana, mi forma de ver el mundo ha cambiado. El presente libro tiene como propósito explicar por qué la Ilíada nos desborda y, a la vez, por qué nos sigue pareciendo tan profundamente conmovedora.”

La incertidumbre sobre la figura real de Homero -“A la vista de que la incertidumbre reinaba ya en tiempos antiguos, algunos estudiosos modernos se han preguntado si el nombre «Hómeros» pudo ser una invención o atribución tardía que permitiera agrupar varios poemas de autoría desconocida bajo un mismo nombre ficticio”-, su posible ceguera o la competencia entre ciudades que reclamaban el honor de ser su patria chica son asuntos que aborda Robin Lane Fox antes de acometer un magistral análisis de la Ilíada, en la que “al mencionar la cólera de Aquiles de forma explícita, Homero declara que su tema va a ser una emoción, no sólo una secuencia de acciones ni las hazañas de una familia a lo largo de varias generaciones.”

Ese comienzo potente y dinámico que enfrenta al atrida Agamenón con el noble Aquiles a propósito de Briseida y provoca la primera cólera del héroe, la que le lleva a abstenerse de participar en la guerra, a la que no volverá hasta su segunda cólera, provocada por la muerte de Patroclo a manos del príncipe troyano Héctor.
 
Según una larga tradición crítica, la Ilíada sería muy probablemente el resultado de una composición fragmentaria de cantos más breves que se articularían como estratos narrativos superpuestos durante generaciones. Esa teoría deja en la irrelevancia la figura de un Homero que “compuso y actuó para un público de la zona de Jonia o algún lugar cercano, en la costa egea de lo que hoy es Turquía.” Y sus referencias “implican que lo compuso e interpretó en algún lugar entre, digamos, Éfeso y Mileto, para un auditorio familiarizado con los detalles que aparecen en ellos.”

Pero esa teoría que ve en el poema un mero mosaico de fragmentos y piezas breves choca con un rasgo que destaca Fox: el conjunto de pautas y anticipaciones de unas partes del poema a otras, la combinación coherente de compresión temporal y exhaustividad de hechos o el equilibrado sistema de alusiones al pasado y al futuro en un relato que transcurre en cincuenta días del décimo año de la guerra de Troya. Basándose en esos indicios, se inclina por la existencia de un poeta único como autor de la Ilíada:

La historia del poema está lo bastante bien señalizada y dirigida como para considerarla una trama. El libro 1 anticipa la trama principal hasta el libro 9. El libro 8 lo anticipa hasta el libro 19. El libro 15, hasta el libro 22. Tomados en conjunto, presuponen la mano rectora de un único poeta que sabe muy bien hacia dónde se dirige.

Y establecido ese principio del autor único, Homero y su Ilíada indaga en la técnica narrativa a través de los elementos esenciales del texto homérico: la construcción de una trama que se desarrolla de modo gradual, pensada para un público oyente, no lector, como se refleja desde el inicial “Canta, diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo”; la combinación de canto con acompañamiento musical y recitado de un verso complejo y flexible (el hexámetro homérico de entre doce y diecisiete sílabas) y la composición oral; las fórmulas recitativas y las palabras ornamentales de los epítetos épicos; afronta un estudio comparativo con la poesía oral y las epopeyas de otras culturas para deducir un método compositivo análogo en otros cantores de historias que sugieren un proceso de composición oral muy diferente del de los poemas compuestos por escrito. 

Y así Robin Lane Fox propone la imagen de un Homero analfabeto que compone oralmente en vivo y depura el poema en cada interpretación, en cada recitado, mientras alguien cercano a él la transcribía y la fijaba por escrito a mediados del siglo VIII a.C., entre el 750 y el 740. Se defiende, pues, como posibilidad más verosímil la idea de que “Homero fuera analfabeto, pero que dictara una versión de la Ilíada a alguien que supiera escribir y que nuestro poema derive en última instancia de esa copia.” “Lo que leemos hoy en día es el fruto de años de práctica e interpretación. La Ilíada no es un ‘lai con incrustaciones añadidas’. Se remonta a la versión del propio Homero, que la dictó mientras la componía.”

Se completa de esa manera y en resumen “la propuesta de un Homero afincado en la costa occidental de Asia que compone de forma improvisada y, hacia el 750-740 a. C., dicta una versión de su poema.”

Si las tres primeras partes del ensayo se dedican al análisis de la cuestión homérica, al dónde, el cómo y el cuándo de la Ilíada, a su trama y su marco temporal y a su geografía, a su técnica narrativa y a su método de composición y transmisión, las dos últimas se centran en el análisis de elementos concretos de su contenido y de su concepción del mundo a partir de los rasgos más relevantes del héroe masculino y de su ética. 
 
Una ética heroica que tiene sus señas de identidad en Aquiles, el de los pies ligeros. Un héroe entre el todo y la nada y sin un más allá de premios o castigos, entre la altura sobrehumana y la certeza de la muerte, entre la vergüenza o la culpa y la locura destructiva, entre el egoísmo y la justicia, el destino y los valores de la gloria, porque “cuando un héroe muere, desaparece para siempre” y sólo pervive en los demás con las palabras de la fama.

Pero, además de con esas señas heroicas, la trama de la Ilíada se desarrolla también en función de la coexistencia problemática entre los mundos paralelos de los hombres y los dioses, concentrados por Homero como una asamblea familiar en el espacio del Olimpo. 

Dotados de un perfil individual, esos dioses, “megadéspotas celestiales”, “poseen una personalidad manifiesta. Discuten, ríen, hacen el amor, luchan y, en general, se comportan de un modo inconcebible en un poder impersonal. Poseen carácter propio” e “intervienen de maneras que nos parecen totalmente milagrosas.” 

Y entre las distintas causas de su intervención en los asuntos humanos, como instrumentos del destino y a favor o en contra de los dos bandos  contendientes, destaca la ira divina, que, como los celos o el rencor, “dotaban de sentido a las desgracias humanas. La explicación de la desdicha es una de las funciones cruciales de la religión.”

Los héroes aqueos que cercaban Troya o retrocedían hasta sus naves ante el contraataque de los asediados, los jactanciosos Paris y Héctor o las viudas troyanas no sabían que eran piezas movidas por los dioses, que obedecían un plan trazado por Zeus, quien ignoraba también que él a su vez no era más que una de las piezas movidas por Homero.


Santos Domínguez 




13/1/25

Roger Bartra. Ecos de la melancolía


 Roger Bartra.
Ecos de la melancolía.
Un viaje musical.
Anagrama. Barcelona, 2024.

La Malinconia, de Sibelius; la Sérénade mélancolique de Tchaikovsky; el Cuarteto número 6 de Beethoven; las Lacrimae or seven teares de John Dowland; L’Allegro, il Penseroso ed il Moderato de Händell; la Sonata para piano KV 330 de Mozart; el lied Wonne der Wehmut, de Schubert; el Valse Mélancolique de Franz Listz; tres de las Piezas líricas de Grieg; el Cuarteto de cuerda número 4 de Mahler; El Albaicín de Albéniz; la Pavana para una infanta difunta de Ravel; el adagio neorromántico del Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo; Spiegel im Spiegel, de Arvo Part o las Bachianas brasileiras de Heitor Villa-Lobos son algunas de las decenas de piezas musicales que aborda Roger Bartra en Ecos de la melancolía. 

Muchas de esas piezas pueden escucharse en la lista de reproducción incorporada en un código QR al comienzo del volumen que publica Anagrama con el subtítulo Un viaje musical.

“Este libro -escribe Bartra en su Preludio- es un viaje en busca de las huellas que la melancolía ha dejado en la música clásica, es decir, en la música escrita y culta. Trataré de explicar con palabras lo que me parece que la música expresa cuando se refiere a la melancolía. No exploraré las estructuras musicales en busca de algún canon melancólico, pues creo que no existe. La palabra «melancolía» se refiere a un estado de ánimo, a un carácter, a una dolencia mental y a un mito. Los músicos en ocasiones se han apropiado de esta palabra para traducirla a formas muy diversas pero que tienen algo en común difícil de precisar. La melancolía nos lleva a las esferas de la locura, de la desesperación, del tedio y de la muerte, pero también es un sentimiento de goce espiritual y de dulzura. Es una enfermedad maligna y al mismo tiempo es una emoción noble y un tipo de personalidad.
[…]
La melancolía tiene una larga presencia muy explorada en la medicina, en el arte y en la literatura. Hay varios libros consagrados a ello, entre ellos algunos míos. Pero no conozco ningún libro que explore la melancolía en la música. Por ello he decidido comenzar a llenar este hueco con las reflexiones que presenta este ensayo.”

Con ese planteamiento, Roger Bartra, que ya dedicó un ensayo en esta misma editorial a explorar la relación entre melancolía y cultura, recorre la presencia de la melancolía en la música clásica a través de su presencia en la obra de decenas de autores, sin perder de vista su evolución histórica y sus variaciones estéticas. 

Y afronta esa tarea como un reto que radica “en que el lenguaje musical es un mundo muy diferente al de la palabra; sin embargo, los compositores frecuentemente acuden a las palabras para crear canciones, cantatas y óperas o para bautizar sus obras. Mi búsqueda de huellas melancólicas en la música culta se guiará por la presencia de esa palabra en las composiciones. Es decir, no examinaré obras que a mi parecer subjetivo expresen melancolía más que en algunos casos, sino especialmente piezas en las que su autor ha usado la palabra «melancolía», sea en el título, en la letra, en la indicación de un movimiento o en el contexto en que la compuso.”

Desde las canciones medievales de las cantigas de amigo y el prerrenacentista Cancionero musical de palacio hasta la música contemporánea de Arvo Part o Harrison Birtwistle, Ecos de la melancolía propone “un recorrido que se inicia con la desesperación renacentista de Dowland, quien hasta donde sé no usó la palabra «melancolía» para referirse a su gran obra Lachrimæ, con lo que inicio el viaje con una excepción. Sigo con los artificios barrocos de Händel, llego a los anhelos románticos de Schumann, atravieso las soledades de Grieg, continúo con la tristeza trágica de Sibelius y llego a la depresión moderna de Birtwistle.”

Lágrimas, Las palabras y las notas, La oscuridad, Soledad, Melancolías modernas y Depresión son las seis estaciones de ese recorrido musical por la melancolía y sus ecos sonoros. Un recorrido por la melancolía desesperada e isabelina de John Dowland, laudista y compositor renacentista y sus siete pavanas apasionadas para laúd y voz; por la melancolía barroca de Händel en su oda pastoral L’Allegro, il Penseroso ed il Moderato, que adaptaba dos poemas de Milton sobre los temperamentos humanos, entre el alegre y el melancólico; por La Malinconia con la que Beethoven tituló en italiano el último movimiento de su Cuarteto número 6, “una de las piezas más intensas y dramáticas que se hayan escrito como representación de la melancolía” y “un retrato trágico de un malestar profundo y que incluía la alternancia entre la tristeza saturnina y la alegría sanguínea”; por varios lieder de Schubert, “que están en el corazón del Romanticismo”; por la bipolaridad de Schumann, que “durante toda su vida sufrió intensamente violentos vaivenes entre la tristeza y el frenesí. Schumann fue consciente de su terrible condición anímica. Oscilaba entre estados de febril alegría y caídas en hondas melancolías”, por su Sonata para pianoforte, dedicada a Clara, y por un ciclo de lieder de amor inspirados en poemas españoles del siglo XVI; por el vals melancólico de Listz que inspiró a Baudelaire un poema de Las flores del mal (“¡Vals melancólico, vértigo lánguido!”); por el inicio de la Segunda sinfonía de Brahms (“Nunca he escrito nada tan triste”, le confesaba en una carta a un músico amigo); por el lirismo sublime de la Sérénade mélancolique para violín y orquesta de Tchaikovsky,  “que puede considerarse como la gran culminación de la melancolía en la música romántica” y en la que “el violín pareciera explorar todos los rincones de un alma herida”; por las melancolías modernas de Sibelius y su Malinconia, en la que dialogan la tristeza desconsolada del violonchelo y la creatividad de un piano rebelde y juguetón; por el quejido flamenco de El Albaicín de Albéniz en la evocación melancólica del barrio morisco granadino; por el aria melancólica y neorromántica de la Cantilena en la quinta Bachiana brasileira de Heitor Villa-Lobos; por el ciclo de canciones Pierrot lunaire, de Schönberg, “que está lleno de pasajes melancólicos”; por La Canción de la Tierra, el ciclo sinfónico de canciones de Mahler; por el Lamento final del trío para corno y piano de Ligeti o por Melencolia I, de Harrison Birtwistle, una composición para clarinete y dos orquestas de cuerdas inspirada en el famoso grabado homónimo de Durero y en su ángel de la melancolía.

Así resume su método y su propósito Roger Bartra: “Mi tarea será traducir las expresiones musicales a palabras, a una versión textual y literaria. Me he apoyado, desde luego, en el hecho de que los músicos muchas veces parten de las palabras, tomadas de la literatura. Mis traducciones son totalmente subjetivas y personales, y algunos las verán despectivamente como poemas en prosa; pero pueden tener interés por el hecho de que durante muchos años he realizado investigaciones y he reflexionado sobre la historia de la melancolía y su presencia en contextos culturales diferentes. Pero reconozco que lo más probable es que, cuando mis lectores escuchen las obras que comento, tengan impresiones diferentes a las mías. Sin embargo, abrigo la esperanza de que mis interpretaciones y mis traducciones les sirvan para gozar las obras musicales.”

En la Coda que cierra el ensayo, concluye Bartra: 

Las expresiones musicales que sus autores reconocieron como relacionados con la melancolía son parte de una textura cultural muy amplia. Es muy dudoso que se pueda determinar una estructura musical común a todas ellas. Tengo la impresión de que los musicólogos no encontrarán esa estructura. 
[…]
La continuidad de los temas melancólicos en la música a lo largo de los siglos no se debe a que se imiten estructuras musicales, sino, como dije al comenzar esta coda, a la presencia de un contexto cultural muy potente que incluye a la melancolía como mito, como carácter, como enfermedad, como sentimiento o como idea.

Santos Domínguez