11 abril 2025

Francisco Barrionuevo. Vado permanente



Francisco Barrionuevo.
Vado permanente.
Mahalta. Ciudad Real, 2025.

 
Mirador. Esa es la palabra que acude insistente a la cabeza de este lector mientras lee el espléndido Vado permanente de Francisco Barrionuevo que publica Mahalta

Y cae en la cuenta luego de que esa palabra convocada en la lectura de estos poemas tiene una ambivalencia polisémica, significativa e iluminadora: como adjetivo designa a quien mira y como sustantivo, el lugar desde donde mira, un espacio intermedio en que confluyen lo exterior y lo interior, el yo y el otro. Así lo resume el poema que abre el libro y explica su título:

Veo y siento la Realidad, 
construyo su Representación. En mí 
todo está dentro y fuera, y a la vez.

Atravesamos vados permanentes.

Y seguramente esa confluencia explica algunas de las claves de un libro cuya segunda parte se titula precisamente ‘Ventanas de la casa’, esos lugares de dentro y de fuera. Lugares para la mirada a los que pertenecen los poemas de más alta intensidad emocional y verbal de Vado permanente, cuyo título evoca a la vez el espacio privado y el lugar de la travesía.  

Como el muy afilado La sentencia:

Cuando llegué, 
la sentencia estaba ya promulgada.

El día había acabado y fui culpable 
de haber llegado tarde a mi inocencia.

Fecunda en imágenes y exacta en su trato con la palabra, la de Francisco Barrionuevo es poesía despojada y esencial, poesía de la mirada reflexiva hacia fuera y de la contemplación hacia dentro que acaba completando en el poema un viaje de ida y vuelta, entre la emoción y la reflexión.

Un viaje que desde el interior va al exterior para regresar al punto de partida con el botín sustancial de la experiencia hecha meditación, conocimiento y conciencia transfigurada en palabra poética, como en ‘Dos poemas’:

El poema comienza
cuando alguien reúne los fragmentos
de un jarrón que se ha roto y los transforma
en las alas de un pájaro.

                                        Otras manos
lo entienden de otro modo y se proponen,
pegando los fragmentos, sin retórica,
volver hacia el origen porque saben
que toda cicatriz es una forma
de regresar a casa y el dolor
reclama lo inmediato.

                                    Y al final
tenemos dos poemas: el que deja
el jarrón recompuesto donde estuvo,
y el que abre en la casa una ventana
para que vuele un pájaro.

De esa admirable manera, con esa palabra precisa y contenida, sin estridencias ni faltas de respeto a la sintaxis ni a la música interior que marca el ritmo de la mejor poesía, los textos de Vado permanente surgen del hondo venero de la emoción, del que brota la palabra más transparente en busca de la poesía más alta, de la comunicación más transitiva con el otro, lejos de todo ensimismamiento:

Nada en mí permanece. Soy más yo 
cuando más me transformo, 
así mis ojos pueden ver el mundo, 
pero no a mí mismo. 
De mi rostro tan solo reconozco 
la imagen de un extraño en el espejo, 
la mirada del otro sobre mí.

Y el lector de este libro que ilumina y conmueve asistirá a la reflexión profunda sobre la palabra y el poema, definido como ‘Mirar un árbol para ver el viento’, que da título a la primera parte del libro, en la que se conjuntan mirada y reflexión, emoción y palabra que como en ‘Ventanas de la casa’ salen al encuentro de una realidad que requiere la presencia de una voz que la ordene y reconstruya su sentido, como en este contundente ‘Ave Fénix’:

Quien renace al final de sus cenizas 
debe una vida al fuego.

De esa reunión de la voz y la mirada de Francisco Barrionuevo surge un universo poético coherente que integra lo minúsculo y lo inmenso, el océano y el musgo, el tiempo, la memoria y las ausencias, las luces y las sombras, el dolor y el placer, los cuerpos y las almas, el frío y el calor, los cuchillos del agua y la lengua de papel en un viaje seminal de la oscuridad a la luz:

Nací en la oscuridad, voy a la luz. 

Soy un árbol.

En la monotonía del desbordante mar sin edad de la niñez, en la afectuosa compañía de otros o en la imagen de las glicinias que “cuelgan del recuerdo del que han florecido”, esta es una poesía que, como señala Gabriele Morelli en la conclusión de su prólogo, “tiende a construir conexiones entre la realidad y su representación interior” y “es la declaración de un acto de amor por la vida que solo la palabra poética puede expresar'.

Palabra que conjura presente y pasado, mirada y sentimiento que atraviesan poemas como este espléndido ‘En el mercado’:

En el mercado me venden 
higos secos y nueces.
                                   Yo compro 
el recuerdo de mi padre.

Por decenas de textos como ese, Vado permanente es uno de esos pocos libros que contienen el corazón del mundo y no sólo lo reflejan, sino que lo celebran y son además un espejo en el que se mirará el lector y milagrosamente reconocerá su propia imagen en versos memorables como estos:

Y sabré quién ha muerto 
si septiembre no llega.

Y participará, con el poeta, en ese ‘Vuelo’ que cierra el libro:

Una pluma en el suelo es suficiente 
para saber que un pájaro ha pasado 
tratando de encontrar el horizonte.

Yo he descrito sus giros en el aire 
desde la incertidumbre de mi vuelo.


Santos Domínguez 

09 abril 2025

El maestro Juan Martínez que estaba allí

  


Manuel Chaves Nogales.
El maestro Juan Martínez que estaba allí.
Prólogo de María Isabel Cintas. 
Alianza editorial. Madrid, 2025.

“Un bailaor de flamenco ante la revolución" titula María Isabel Cintas el espléndido prólogo que abre la edición de El maestro Juan Martínez que estaba allí, el libro de Manuel Chaves Nogales que acaba de aparecer en la colección de bolsillo de Alianza editorial.

En ese prólogo, María Isabel Cintas, editora de la obra completa de Chaves Nogales en una edición ejemplar en la Diputación de Sevilla, recuerda que “el reportaje en entregas sobre las andanzas de Juan Martínez en la Rusia soviética tuvo mucho éxito y fue seguido con desigual aquiescencia por los lectores, aunque siempre con especial interés. Para algunos alertaba sobre «la maldad de los comunistas». Para otros fue clarificador, entretenido, pedagógico.” Y añade que “aunque hoy todos los críticos manifiestan haber conocido y leído este y todos los libros de Chaves desde tiempo inmemorial, el caso es que tras su publicación en entregas y el inmediato éxito consiguiente en libro de Editorial Estampa fue sepultado por el olvido.”

Calificado por el propio Chaves como “folletín-reportaje”, se fue publicando en la revista Estampa entre el 17 de marzo y el 15 de septiembre de 1934, en veintisiete entregas que serían luego los veintisiete capítulos de la edición en forma de libro. En un apéndice, este volumen de Alianza editorial ofrece una amplia muestra de las ilustraciones que acompañaron aquella edición original por entregas, en un contexto español de fuerte ebullición prerrevolucionaria (es el año de la revolución de Asturias) que conviene tener en cuenta para situar bien el sentido del libro, muy crítico con los excesos revolucionarios de los bolcheviques.

Como sucedería al año siguiente con su memorable Juan Belmonte matador de toros, Chaves Nogales partió de una larga serie de conversaciones en París sobre las experiencias y los recuerdos de Juan Martínez  en medio de la revolución bolchevique. 

Y, como haría con Belmonte, acabaría elevando al personaje desde la mera condición de testigo involuntario de unos hechos de transcendencia histórica a la categoría de protagonista de un reportaje novelado sobre los primeros tiempos de la revolución soviética y sobre la guerra civil entre zaristas y bolcheviques. 

Juan Martínez, bailaor de Burgos que seguía trabajando en un cabaret parisino en los años treinta, ofrece así a través de Chaves Nogales el relato de su experiencia de la revolución y la guerra en Rusia. Había salido de París en 1914 con su pareja, Sole, para trabajar en Constantinopla y huyendo de la Gran Guerra y buscando la tranquilidad, llegó a la Rusia aún zarista en 1916. 

Perseguido por “el espectro de la guerra”, se mete en la boca del lobo. Allí le sorprenderán la revolución -“A mí la toma del poder por los bolcheviques, los famosos diez días que conmovieron al mundo, me cogieron en Moscú vestido de corto, bailando en el tablado de un cabaret y bebiendo champaña a todo pasto”- y la consiguiente guerra civil: “La guerra civil daba un mismo tono a los dos ejércitos en lucha, y al final unos y otros eran igualmente ladrones y asesinos; los rojos asesinaban y robaban a los burgueses, y los blancos asesinaban a los obreros y robaban a los judíos.”

Como “una verdadera novela de aventuras, vivida por unos personajes de carne y hueso” anunciaba su publicación la revista Estampa. La Rusia Blanca y la Rusia Roja, el Palacio de Invierno de Petrogrado asaltado en marzo de 1917 y las calles de Moscú bajo el fuego de los bolcheviques, Kiev y Odesa son los escenarios de esa peripecia personal trepidante que se describe con enorme vivacidad de detalles. 

Una peripecia descrita con distancia de espectador y habitada por espías alemanes y duques rusos, por criminales leninistas y asesinos de las checas, por cosacos en avanzadilla y artistas proletarios, por la presencia creciente del hambre, la crueldad y la barbarie, el miedo y la muerte:

“No creo que haya habido nunca una mortandad tan espantosa como la que hubo en Odesa aquel verano del año 21. El hambre y el tifus hacían diariamente millares de víctimas, a las que ni siquiera se podía dar sepultura. En los hospitales era tal el número de enfermos, que metían a dos en cada cama; cuando se morían hacían con ellos piras, colocándolos por tandas de dos en dos para quemarlos.”

Tras una breve introducción, Chaves Nogales se oculta tras la voz de su personaje. Lo anuncia con esta frase: “Y dice Martínez, ya por su cuenta:” Esa voz narrativa cedida al bailaor ya no desaparecerá hasta que el autor reaparezca en los párrafos finales para comentar ‘Lo que no cuenta Juan Martínez’.

Y al contar lo que vio, con la distancia temporal y emocional del superviviente, Juan Martínez deja el testimonio de sus peripecias durante seis años, de situaciones acuciantes y escenarios de pesadilla, de bandas de rumanos desvalijadores de cadáveres, de delaciones, hoces afiladas y crueldad animal de los rojos y los blancos: “Asesinos rojos o asesinos blancos, ¿qué más daba? Todos asesinos.”

Y de turbas de chusma exaltada, como la que se encuentra en una estación de paso cuando viaja en tren a Kiev:

En todas las estaciones el espectáculo era el mismo: manadas de tíos miserables que vociferaban y algún que otro judío enfundado en su largo abrigo negro dirigiendo aquella imponente batahona o presenciándola impasible. Aquella gentuza, en cuanto nos veía, empezaba a gritar contra nosotros desaforadamente. No parecía sino que éramos el espectro de la burguesía. En una estación estaba yo llenando de agua nuestra tetera, sin hacer caso de los gritos, cuando se me acercó un hastial, que de un manotazo me tiró el cacharro, y me dijo:
-¡Largo de aquí, cochino burgués!
-¡Largo, si no quieres que te arrastremos! -corearon diez o doce gandules que le seguían.
Me revolví furioso al verme atropellado tan injustamente.
-Pero ¿por qué?
-¡Porque eres un burgués asqueroso, y te vamos a colgar ahora mismo!
-Yo soy tan proletario como ustedes.
Me contestó una salva de carcajadas. Yo, realmente, con mi cuello almidonado y el gabancito corto que llevaba, debía de tener entre aquellos bárbaros, que lucían las ropas en jirones, un aire bastante ridículo.
-¡Yo soy tan proletario como ustedes! ¡O más! -grité exasperado.
-¡Mentira!
-¡Mentira!
-O demuestra ahora mismo que se gana la vida trabajando como un obrero o le arrastramos.
-¿Queréis que os pruebe que soy un proletario? -pregunté jactancioso.
-¡Como no lo pruebes no sales de nuestras uñas, canalla!
Hubo un momento de silencio. Les miré a los ojos retándoles y les grité con rabia:
-¡Mirad, idiotas!
Y les mostraba, metiéndoselas por las narices, las palmas de mis manos deformadas por dos callos enormes, cuya contemplación causó un gran estupor a aquellas gentes.
Eran los callos que a todos los bailarines flamencos nos salen en las manos de tocar las castañuelas.
Ellos me salvaron.

No la ideología, sino el mero instinto de supervivencia guiaron el comportamiento de un Juan Martínez que ni sabía ruso ni entendía lo que estaba pasando. Y con ese instinto primario tuvo que hacer frente a aquellos acontecimientos reflejados en una crónica novelada que contiene párrafos como este:

La máquina del terror rojo funcionaba a toda presión. A los verdugos la Checa les pagaba por cada ejecución una cantidad considerable en rublos y la ropa del reo. Había mucho tajo, y todo el mundo podía ser verdugo.
Las ejecuciones se hacían a las doce de la noche. A esa hora los soldados de la Checa o los verdugos voluntarios se presentaban en los sótanos de la Elisabetkaya o la Catherinskaya, donde estaban las prisiones, y llamaban por sus nombres a los detenidos que tenían en las listas la terrible tachadura roja del camarada Mischa. Al oír sus nombres los infelices prisioneros, que sabían lo que les aguardaba, se despedían de sus camaradas de infortunio, y, con el ansia de dejar algún rastro de sus vidas antes de desaparecer para siempre, ponían en las paredes del calabozo sus nombres entre una cruz y una fecha. Cuando los bolcheviques fueron expulsados de Kiev se pudo descubrir el trágico destino de muchos desaparecidos gracias a aquellas firmas trémulas, hechas a veces con las uñas, en las paredes de los calabozos.
Las ejecuciones se verificaban, sin ningún aparato, en los patios interiores del caserón de la Checa o en los sótanos. Para que no se oyesen los estampidos de los fusilamientos y los ayes de los reos, los chequistas, antes de comenzar su faena, ponían en marcha los motores de sus camiones, que petardeaban en la noche con el escape suelto mientras duraba aquella espantosa carnicería.

Y tras esa bajada a los infiernos de la revolución y la guerra, tras un breve paso por España, Juan Martínez regresa a París, “donde se sabe apreciar el arte, y los artistas, mal que bien, podemos ir tirando. Aquí en París estoy ganándome la vida honradamente con mis castañuelas.”

“Resurrección” se titula el último capítulo del libro. En su sección final -‘Lo que no cuenta Juan Martínez’- la voz de Chaves Nogales reaparece para hablar de los “espantosos relatos de guerras y revoluciones que el maestro Juan Martínez hace en estas páginas con escrupulosa fidelidad histórica y prodigiosa exactitud de detalle.”


Santos Domínguez 

07 abril 2025

Tiempo de silencio. Edición ilustrada



Luis Martín-Santos.
Tiempo de silencio.
Edición ilustrada por El Roto.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2025


 Aquí estoy. No sé para qué pienso. Podía dormirme. Soy risible. Estoy desesperado de no estar desesperado. Pero podría también no estar desesperado a causa de estar desesperado por no estar desesperado. A qué viene aquí ahora ese trabalenguas. Parece como si me gustaría decirlo a alguien. Alguien me tomaría todavía por ingenioso y no tendría que preguntarme de dónde viene mi ingenio, porque para qué iba a preguntarse de dónde viene mi ingenio. ¿Y qué demonios puede importarle a nadie si yo soy ingenioso o no soy ingenioso o si era ingeniosa la puta que me parió? ¡Imbécil! Otra vez estoy pensando y gozo en pensar como si estuviera orgulloso de que lo que pienso son cosas brillantes… ajjj. El sol sigue tan tranquilo entrando en el departamento y allí se dibuja el Monasterio. Tiene todas sus cinco torres apuntando para arriba y ahí se las den todas. No se mueve. Tiene las piedras alumbradas por el sol o aplastadas por la nieve y ahí se las den todas. Está ahí aplastadito, achaparradete, imitando a la parrilla que dicen, donde se hizo vivisección a ese sanlorenzo de nuestros pecados, a ese sanlorenzaccio que sabes, a ese sanlorenzón, a ése que soy yo, a ese lorenzo, lorenzo que me des la vuelta que ya estoy tostado por este lado, como las sardinas, lorenzo, como sardinitas pobres, humildes, ya me he tostado, el sol tuesta, va tostando, va amojamando, sanlorenzo era un macho, no gritaba, no gritaba, estaba en silencio mientras lo tostaban torquemadas paganos, estaba en silencio y sólo dijo —la historia sólo recuerda que dijo— dame la vuelta que por este lado ya estoy tostado… y el verdugo le dio la vuelta por una simple cuestión de simetría.

Así, con el memorable monólogo interior de Pedro en el tren que lo aleja de Madrid, termina Tiempo de silencio, la novela con la que Luis Martín-Santos cambiaría el signo de la novela española contemporánea. Para celebrarla, Galaxia Gutenberg publica en un volumen de amplio pero manejable formato una edición ilustrada con una serie de veintiún dibujos de El Roto en aguada y tinta sobre papel, inspirados en el clima moral de la novela. 

Un reflejo gráfico del mundo de Tiempo de silencio que formó parte el año pasado de la exposición Luis Martín-Santos. Tiempo de libertad y que se incorpora muy oportunamente al texto de la obra en esta nueva edición, con imágenes como esta:



Tiempo de silencio, una obra excepcional que se publicó en marzo de 1962, rompió radicalmente con los modos narrativos de finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta en España, una época marcada aún por el neorrealismo o el realismo social. 

Pero la mayor novedad es que aunque Tiempo de silencio rompía argumental, formal y estilísticamente con esos modelos, su carga de crítica social y cultural era no sólo más explícita, sino también más sólida y muy superior a la de novelas sociales como Dos días de septiembre, de Caballero Bonald, Tormenta de verano, de García Hortelano o Fin de fiesta, de Juan Goytisolo, que se publicaron aquel mismo año.

Tiempo de silencio es un artefacto literario y estilístico de primer nivel, un portentoso despliegue literario capaz de fundir lo tradicional de su estructura argumental lineal (planteamiento, nudo y desenlace) con el enfoque contemporáneo del tiempo reducido o el alarde de su novedad estilística y su creatividad lingüística; Goya y el psicoanálisis; la novelística barojiana con el Ulysses de Joyce; la narrativa contemporánea con la subliteratura folletinesca (las chabolas, el aborto, la muerte, la denuncia, la detención); la técnica vanguardista de la secuencia con el enfoque realista del narrador omnisciente, casi decimonónico; la capacidad analítica del ensayista en las digresiones sobre Madrid, las corridas de toros o el teatro, con el virtuosismo lingüístico y, finalmente, la capacidad descriptiva con la actitud crítica, como en la reflexión sobre la capital, que abarca la segunda secuencia de la novela. Es uno de los momentos más altos de su prosa, un excurso narrativo del que dejo una breve muestra:

Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros —por otra parte— que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador […] que no tienen catedral.

La coexistencia de ambientes (de la burguesía refinada de Matías al lumpen degenerado de Cartucho) y la superposición de lenguajes (del nivel científico al argot quinqui, de la abundante creatividad neologista al registro coloquial), la suma de reflexión y de burla, de mirada local y perspectiva universal, del enfoque culto y el popular, del homenaje y la parodia son algunas de las claves constructivas de Tiempo de silencio. 

Y como resultado de esa integración de contrarios, la realidad y la literatura se conjugan en un difícil equilibrio bajo la mirada incisiva e irrepetible de un autor que se confunde a menudo con el narrador a lo largo de una novela itinerante con constantes cambios estilísticos y espaciales que son el contrapunto dinámico a la concentración temporal de la acción propia de la novela contemporánea. 

El eje vertebrador que articula toda esa construcción literaria es la mirada subjetiva, humorística e irónica que se expresa en los monólogos interiores o en las descripciones. Una mirada que se expresa con brillante causticidad y con sarcasmo hiriente a través de las estridentes disfunciones entre la sórdida realidad que se representa y las constantes referencias literarias y guiños culturales que la aluden (de la Biblia a Shakespeare, de Sartre al Quijote, de la tragedia griega a Ortega), o con el impulso metafórico, épico o mitificador que se proyecta hacia una realidad miserable, por ejemplo en el episodio de las tres diosas de la pensión o en el encuentro con el Muecas:

Y tras haber contemplado el impresionante espectáculo de la ciudad prohibida con los picos ganchudos de sus tejados para protección contra los demonios voladores, descendieron Amador y don Pedro desde las colinas circundantes y tanteando prudentemente su camino entre los diversos obstáculos, perros ladradores, niños desnudos, montones de estiércol, latas llenas de agua de lluvia, llegaron hasta la misma puerta principal de la residencia del Muecas. Allí estaba el digno propietario volviéndoles la espalda ocupado en ordenar en el suelo de su chabola una serie de objetos heteróclitos que debía haber logrado extraer —como presuntamente valiosos— del montón de basura con el que desde hacía unos meses tenía concertado un acuerdo económico de aprovechamiento. Mas en cuanto les hubo advertido gracias a un significativo sonido brotado de la carnosa boca de Amador, se incorporó con movimiento exento de gracia y en su rostro, surcado por las arrugas del tiempo y los trabajos y agitado por la rítmica tempestad del tic nervioso al que debía su apodo, se pintó una expresión de viva sorpresa.
—¡Cuánto bueno por aquí, don Pedro! ¡Cuánto por aquí! ¿Por qué no me has avisado?

Sobre ese extrañamiento paródico y burlesco de una realidad cercana, la del Madrid de 1949, se proyectan abundantes rasgos autobiográficos, reconocibles en la figura de Pedro, un protagonista de reminiscencias noventayochistas por su resignación ante el fracaso. En él y en la figura de su amigo Matías -trasunto en clave de Juan Benet, su compañero de farras, de aventuras intelectuales y exploraciones literarias- condensó Martín-Santos parte de su experiencia madrileña entre 1946 y 1949.

La pensión de Barquillo, 22 que evocó Juan Benet (Matías en la novela) en su imprescindible ‘Luis Martín Santos. Un memento’; el Instituto de Experimentación Biológica de la Facultad de Medicina; las tertulias en los cafés; las tabernas y las borracheras o los prostíbulos de los sábados; las conferencias de Ortega en el cine Barceló o la detención en la Dirección General de Seguridad son algunos de esos escenarios madrileños de una novela en la que la ciudad tiene un papel central:

De este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser, que un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de alimento en la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo, depositándole artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras la barra luciente de un mostrador. Podremos comprender también que la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas repartidas en mil cuerpos aunque unidas por una misma voluntad de poder merced al cual los vendedores de petardos.

Luis Martín-Santos levantó en Tiempo de silencio una asombrosa construcción estilística y literaria, de una altura pocas veces alcanzada en la lengua española. Una novela imprescindible de la literatura española del siglo XX por la que no ha pasado el tiempo ni sobre la que se ha impuesto el silencio.

Santos Domínguez 



04 abril 2025

14 aforistas 14

 




14 aforistas 14.
 La Isla de Siltolá. Sevilla, 2025.


Esa postal conmemorativa se incluye en el libro 14 aforistas 14, que publica La Isla de Siltolá.

Realizada por Salvartes Design, la agencia de diseño de Jerez de la Frontera, con ella anuncia Siltolá la celebración de las Fiestas del Aforismo y la alternativa de un libro que se edita en dos volúmenes, uno publicado a primeros y el otro a finales de este 2025.

Lidiarán los toros del Sr. Lichtenberg y del Sr. Gracián catorce afamados aforistas que representan lo mejor del escalafón del género: Miguel Agudo Orozco, Ricardo Álamo, Isabel Bono, Carmen Canet, Michel F., Daniel Mocher, León Molina, José Luis Morante, Benito Romero, Javier Sánchez Menéndez, Mario Pérez Antolín, Felix Trull, Ricardo Virtanen y Roger Swanzy.

Dejo aquí una muestra del arte y las maneras de cada uno de ellos, por orden (alfabético) de lidia:

Un desconocido es un conocido que deja de serlo. (Miguel Agudo)

Si Dios soñara, nosotros seríamos su peor pesadilla. (Ricardo Álamo)

no te esfuerces
El tiempo sabe barrerse solo. (Isabel Bono) 

Hay sujetos que no merecen tener ni predicados. (Carmen Canet)

A estas alturas todo me parece una fiesta de disfraces. (Michel F)

Al espíritu de nuestro tiempo habría que hacerle un exorcismo. (Daniel Mocher)

El viaje más ambicioso es el viaje inmóvil. (León Molina)

Tras la vigilia guardo las cenizas del sueño. (José Luis Morante)

Un buen aforismo, como algunos peces abisales, debe lucir en lo más hondo. (Mario Pérez Antolín)

La mediocridad es el pegamento que mantiene unida a la especie humana. (Benito Romero)

Estamos en el umbral de un duelo permanente. (Javier Sánchez Menéndez)

Frase a frase, cada aforista construye su laberinto. (Roger Swanzy)

ESCRIBIR: síntesis perfecta de misterio y certeza. (Félix Trull)

Si el aforismo fuera un pez, sería un pez espada. (Ricardo Virtanen)


Ahí queda esa música callada del toreo de la que habló Bergamín,  aquel otro aforista que los lanzaba como cohetes.


Santos Domínguez 




02 abril 2025

Carlo Vecce. Vida de Leonardo

 


Carlo Vecce.
Vida de Leonardo.
Traducción de Carlos Gumpert Melgosa.
Alfaguara. Barcelona, 2025.

Esta es la historia de un chico de campo. Hijo natural de un notario y de una esclava, una muchacha fuerte y salvaje venida desde muy lejos. Tan salvaje como ella, rebelde, inquieto, será nuestro protagonista. Abandonado a su suerte, corre descalzo, tan pronto como tiene ocasión, siguiendo el arroyo hasta la casa de su madre, quien, libre por fin, trabaja en los campos sobre los que se yergue el pueblo. Siente una desesperada necesidad de ella, de sus abrazos, de su sonrisa. Y ella le da todo lo que tiene, le enseña todo lo que sabe: el amor, el espíritu de libertad, el respeto absoluto por la vida y por todas las criaturas vivientes, el sentido de la belleza, la capacidad de soñar, de imaginar, de comprender, de mirar más allá de la superficie de las cosas. Quizá le dé también ese nombre que significa libertad: Leonardo.
Los años pasan rápido, y he aquí que el niño es ya un maravilloso adolescente. La cara de un ángel y una cascada de rizos rubios. Entra de aprendiz en el taller de un artista florentino, en pleno Renacimiento. En Milán se convierte en un hombre admirado por todos a causa de su genial inteligencia, su carácter brillante y generoso, su afable conversación. Sabe dibujar y pintar como nadie, y parece capaz de realizar cualquier empresa, increíbles obras de ingeniería y arquitectura, máquinas fantásticas para la paz y la guerra. Toca divinamente la lira, es alto, fuerte, agraciado en sus modales y proporciones, viste a la moda, una túnica rosada corta que le llega a la rodilla y hermosas medias ajustadas. Es apuesto, es consciente de serlo y le gusta exhibirse. Siempre lleva el pelo largo y encaracolado. En este hombre universal nadie reconocería al niño arisco y salvaje de otros tiempos. Pero ese niño sigue aún ahí, dentro de él. Y continúa haciendo lo que siempre ha hecho: jugar, soñar, imaginar.

Con esos dos párrafos arranca Carlo Vecce su monumental Vida de Leonardo, que publica Alfaguara con traducción de Carlos Gumpert.

Una biografía que, si no definitiva, aspira a ser total. En ella Carlo Vecce une su solvencia de investigador a su capacidad narrativa para abordar y transmitir, antes que la imagen del artista, la peripecia humana del hombre a través del testimonio de sus contemporáneos, de quienes lo conocieron de cerca y de la propia voz de Leonardo en sus cuadernos de trabajo y apuntes manuscritos, en sus dibujos y sus pinturas.

“Al principio -escribe Vecce- quizá fuera sobre todo su aventura humana lo que me atrajo. [...] Una historia tan grandiosa que, incluso cuando crees haberla abrazado en su totalidad, te das cuenta de que has abrazado una sombra, mientras que la vida, la de verdad, se te escapaba. Así que volvía al laberinto para perseguir los más diminutos detalles, con la ilusión de aferrarle la mano y estrechársela con fuerza, antes de que se desvaneciera de nuevo: escrituras y reescrituras, tachaduras, signos gráficos aparentemente sin sentido, etcétera, nombres de lugares y de familiares y amigos y discípulos, fechas y signos del tiempo, listas de libros y de cosas, anotaciones de compras diarias, recuentos de dinero, recuerdos y confesiones, triunfos y derrotas. Con todo eso, poco a poco, junto con los documentos, los estudios, los descubrimientos de los últimos veinte años, fue tomando forma esta nueva Vida”.
 
Filólogo y profesor de Literatura en Nápoles, Vecce, experto estudioso de los manuscritos de Leonardo, rastrea así el lado humano del artista y del genio polímata, sus orígenes en Anchiano, una aldea cerca de Vinci, en la Toscana del siglo XV, y sobre todo su condición de hijo ilegítimo de un notario de Florencia y una antigua esclava caucásica.

Ese significativo descubrimiento lo llevó a escribir una obra de no ficción novelada sobre la vida de la madre de Leonardo, Caterina (Alfaguara, 2024) y a reescribir la vida del genio asombroso al que tiempo atrás, en 2006, le había dedicado ya un estudio.

Este nuevo ensayo biográfico, organizado en tres partes cronológicas (“El chico de Vinci”, “El hombre universal” y “El errante”), es el brillante resultado de décadas de asedios a Leonardo da Vinci y su entorno. Y en él Vecce explora la intensa relación con la madre y busca a la persona que sostiene al artista innovador, polifacético y visionario. Perfila así a partir de datos aparentemente triviales y cotidianos el contorno humano que aparece detrás de sus contrastes vitales de luces y sombras, de éxitos y fracasos, de debilidades e inquietudes, de su conflictiva relación con el padre, Piero da Vinci.

Un padre que pese a todo lo protegió y quizá fue determinante en su existencia, porque fue consciente de la capacidad de Leonardo y favoreció el desarrollo de su carrera artística, confió su educación en Florencia a Andrea del Verrocchio, el escultor que lo acogió en su taller, e intermedió en el encargo de la Gioconda.

Con esta Vida de Leonardo Vecce se aleja de los tópicos de códigos secretos cifrados en los cuadros de Leonardo para desvelar el lado humano del artista, su constante lucha por la libertad personal y artística y la influencia decisiva de su origen bastardo y su relación con la madre, unas circunstancias que aportan algunas de las claves interpretativas de su obra pictórica. 

Como ya había anticipado en la espléndida Caterina, Vecce entrevé en la pintura de Leonardo el deseo de fijar la imagen de su madre: en la sonrisa y la mirada de la Gioconda o La dama del armiño, en el rostro de María Magdalena en la Última Cena  o en la estrecha relación entre la madre y el hijo de La Virgen de las rocas o Santa Ana con la Virgen y el Niño.

Porque “él, el niño, pasará toda su vida intentando encontrarla de nuevo, recuperar algo de lo más profundo de su corazón. La caricia de una mano, la luz de una sonrisa.”

La vida sentimental de Leonardo quedó marcada por el escándalo que provocó la acusación de sodomía que formuló contra él en 1476 la Signoria de Florencia. Tenía entonces veinticuatro años y a partir de entonces fue más discreto en sus relaciones o incluso pudo optar por la abstención sexual y por los amores platónicos con sus ayudantes. 

Acuciado por las deudas y por las denuncias de encargos cobrados y no entregados, Leonardo acabaría saliendo de Florencia, donde dejó sin terminar la Adoración de los Magos -“porque a partir de cierto momento, la perspectiva que guiaba a Leonardo no era lo de completar o perfeccionar, sino simplemente lo de crear y especular”- y se instaló en 1482 en Milán, en donde creció artísticamente y se consolidó como un maestro indiscutible. Fue “su primer gran viaje, el que cambiará su vida o, mejor dicho, la transformará, en su totalidad, en un único, largo e ininterrumpido viaje.” Fue en Milán donde realizó sus estudios sobre la figura humana y sobre el hombre como medida del mundo que plasmó en su conocido Hombre de Vitruvio, “el famoso dibujo de la figura humana inscrita en un círculo y un cuadrado destinado a hacer la ilustración y el correspondiente pasaje de Vitruvio. Allí murió su madre, que se había instalado en su casa de la Corte Vecchia. Allí escribió el Bestiario, “uno de sus textos literarios más fascinantes.” Allí reflejó el dolor de la orfandad en el rostro del Cristo de la Última Cena, un probable “autorretrato ideal del propio Leonardo”.

Los años siguientes fueron tiempos itinerantes, de viajes a Venecia, acompañado de su amigo fray Luca Pacioli, eminente geómetra y matemático. Allí, entre puestos de libreros y tiendas de grabadores, se dio cuenta Leonardo de la importancia de la imprenta y de la necesidad de imprimir algunas de sus obras. 

Años en los que volvió a Florencia para pintar La Virgen de la rueca, la Gioconda y los portentosos cartones preparatorios de La batalla de Anghiari, una obra irreversiblemente perdida, un fresco que iba a rivalizar con otro de Miguel Ángel sobre la batalla de Cascina en la pared de enfrente; años en los que regresó a Milán, donde dibujó sus cuadernos de anatomía y pintó su delicada Santa Ana con la Virgen  y el Niño; años de asombro y ocaso en la Roma renovada por Bramante, que había cambiado la ciudad por encargo de Julio II. Es la Roma de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, la Roma de León X, un Médici de la misma familia florentina de su protector Giuliano, que lo alojó en el Belvedere. La Roma desde donde viaja a Terracina para visitar las ruinas del monumental templo de Iove Anxur.

Años de incipiente deterioro físico en los que compuso su Libro de pintura y emprendió su último viaje: a Francia, protegido por Francisco I hasta su muerte en Amboise el 2 de mayo de 1519, poco después de cumplir sesenta y siete años. Acababa así la vida de quien está ya -escribe Vecce- “más allá del espacio, más allá del tiempo.”

Esa es la frase que remata esta obra monumental, un ensayo biográfico de tonalidad narrativa que se lee como una novela y que propone también un sugestivo recorrido por su obra. Sostenida en el amplio aparato documental y bibliográfico que se comenta en los apéndices, esta Vida de Leonardo aporta una nueva mirada y proyecta una nueva luz sobre la vida y la obra de Leonardo. 
 
Porque -afirma Vecce- “el redescubrimiento del verdadero Leonardo es una historia de nuestro tiempo, que va desde el descubrimiento y publicación de los códices y dibujos hasta la aplicación de las tecnologías más avanzadas en el estudio y restauración de las pinturas. En los últimos tiempos, en obras como La adoración de los Reyes Magos, La Virgen de las rocas e incluso la Mona Lisa, hemos podido ver, por primera vez en quinientos años, algo que solo veía Leonardo: las primeras ideas en movimiento, los esbozos y bocetos de sus visiones. Y entendimos que esas obras no estaban «inacabadas». Entendimos por qué quería dejarlas así para siempre y no terminarlas nunca. Eran pedazos de su alma y de su cuerpo de los que no era capaz de desprenderse. Eran laboratorios, obras de construcción de sueños. Eran obras abiertas a la complejidad y al misterio de la vida. Su belleza es la belleza de la creación, y esto es lo que las acerca a Dios.”

Santos Domínguez