16/9/13

Manuel Longares. Los ingenuos


Manuel Longares.
Los ingenuos.
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.
Barcelona, 2013.

Con un método compositivo que ya utilizó con brillantez en Las cuatro esquinas, Manuel Longares construye en Los ingenuos (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores)  un tríptico de la memoria a través de una familia de origen aragonés que se instala en los años cuarenta en una portería de la calle Infantas de Madrid.

Frente al relumbrón metropolitano de la Gran Vía, la elección de esa calle Infantas, en los suburbios de la gran arteria urbana, no es gratuita. Tiene mucho que ver con el enfoque intrahistórico que Longares prefiere para situar la historia –como el resto de su obra narrativa, de La novela del corsé a Las cuatro esquinas, pasando por Romanticismo o Nuestra epopeya-, en un territorio de calles –Desengaño, Barbieri, Ballesta, Montera...- que pese a la cercanía del cosmopolitismo forman parte del paisaje del sainete castizo y sobre todo dibujan una estructura laberíntica que se convierte en metáfora espacial de las vidas de los personajes que transitan por ellas.

Ningún sitio más adecuado que esas calles oscuras y laterales para situar las vidas oscuras y laterales –más verdaderas que las de impostada modernidad- que suelen poblar sus novelas. En este caso, las vidas que se muestran en tres momentos cruciales: la primera posguerra, los años sesenta y los días previos a la muerte de Franco, un hilo cronológico dinámico situado en un mismo eje espacial habitado por los mismos personajes, con un referente fijo, la familia de Gregorio Herrero y Modesta Sánchez y sus dos hijos, Goyo y Modes.

Y en torno a ellos otros como el capitán Monterde, un chusquero de medio pelo; Cárdenas, maestro depurado por el régimen y farandulero de teatro clásico en giras por provincias, o el esperpéntico cura Expósito, con su Biblia lasciva, su propensión al puterío y su sombrero mejicano.

Unos personajes anclados en ese espacio casi invisible de los laterales de la Gran Vía, pero en una evolución paralela o tangente a la de la sociedad española -así la casi ruptura familiar, que se queda en reforma paralela a la de la transición política.

Pero –ya se ha dicho- el enfoque del novelista no es el del historiador: su mirada se fija en unos personajes vinculados por una ingenuidad que si por un lado les pone en conflicto con la realidad descarnada que desconoce su candorosa actitud, por otro lado es lo que les mantiene en pie.

En la interminable posguerra española, controlada por un régimen de sotanas, castrenses y estraperlistas, viven estos personajes ingenuos y bienintencionados en un mundo hostil, donde el padre –inducido por Monterde- quiere hacerse rico escribiendo guiones patrióticos para el cine y el hijo intentará triunfar como galán veinte años después.

Esa ingenuidad, transmitida de padres a hijos, es una de las líneas de fuerza que atraviesan una novela salpicada por los suburbios de la literatura: fragmentos de zarzuelas y coplas, o por la filosofía vulgar que surge entre letras de jotas y aleluyas sentenciosas. 

Entre la tertulia del Café Mañico en los cuarenta y la Asociación Cultural Sócrates que se reúne en las Bodegas Madroño en los sesenta y a la que acude –como a la otra su padre- Goyo Herrero, estos personajes viven en una intemperie desprevenida y confiada, no por heroicidad, mística o masoquismo, sino porque su candor no tiene otro modo de ser y actuar que exponerse en el jardín de la vida a cuerpo gentil, sin enterarse de lo que arriesga, por ejemplo en la clandestinidad subversiva de la Papelería de Nazario Cárdenas.

Y por eso, en las vidas paralelas de Gregorio y Goyo, con su dramática inocencia,  hay situaciones que les llevan inesperadamente a los calabozos de la Puerta del Sol. Situaciones similares que se suman a otras como las carreras cinematográficas frustradas y que se resumen y explican en la frase que dice Modesta en el desalentado cierre de la novela: Mañana, igual que ayer.

Antes se ha producido una quiebra del matrimonio paralela a la agonía del dictador, en aquellos días en que “la agonizante dictadura franquista alumbraba y apagaba los hogares españoles con la misma atonía que en sus comienzos imperiales.”

Y el enfoque de Longares, más que el esperpéntico y deshumanizador que ha utilizado en otras obras, es el del humor compasivo que viene de Cervantes, no de la descarnada mirada valleinclanesca, y sonríe ante estos personajes de candidez desconcertada, ante estos candorosos esclavos de la verdad, incapaces para el resentimiento e inhábiles para la mentira.

Un humor a veces irónico, otras más ácido y crítico y otras hilarante, como en la escena del cura Expósito con sombrero mejicano y Biblia rijosa, doblado sobre el eje de los testículos por un golpe accidental que le postra de rodillas en la misma posición con la que representaba el viacrucis, o en las situaciones incómodas que provoca la madre de Goyo leyendo en voz alta novelas sicalípticas.

Pero si hay una virtud que sobresale en Los ingenuos es la que lleva acreditando a Manuel Longares como uno de los narradores imprescindibles de los últimos treinta años: su sentido del ritmo del relato, su manejo de los personajes y su maestría en el uso de los diálogos.

Por si eso fuera poco, a esa alta condición de novelista excepcional une el autor una altura estilística que le hace dueño de una de las mejores prosas de la literatura española actual. 

No lo digo yo. Lo dicen párrafos como estos: 

Por las calles laterales de la Gran Vía peregrina la Biblia remozada. En triunfo se encarama sobre el hombro derecho del cura Expósito, que evita rendir la pesada carga doblando las rodillas y besando el suelo. Para que no reincida en viacrucis, Gregorio se convierte en cirineo de ese sacerdote que, obnubilado por su bamboleante sombrero, degrada el paso ridiculizando su propensión samaritana. Despobladas y exangües, las calles del barrio de las Infantas enmarcan la desnivelada trayectoria de la pareja. Rebota en el adoquinado el chuzo del sereno, presurosos circulan los coches y en los tejados los gatos se enhebran.

Más se enfría noviembre a medida que la noche progresa. Con periodicidad de una hora, el parte médico sobre el Caudillo desgrana su desmembramiento contumaz. Quien mantuvo en un puño a millones de compatriotas, se desguaza. Pensarán sus herederos que el agónico, mientras disponga de un órgano, conservará poder. Al albedrío de su dolencia, se desmenuzan intestinos y páncreas, se desinflan glándulas y lóbulos, la sangre que desborda vasos y arterias busca los orificios naturales de salida o fuerza la esclusa artificial que rasga y descompone el organismo hasta el punto de que el pulso del moribundo languidece, su lecho se encharca y la marea roja, en cojonuda paradoja, invade la planta del que juró exterminarla. Sobre la fisonomía malévola del barrio, que al ocultar en las tinieblas su entramado contemporáneo reverdece su altisonancia caballeresca en barroco cartón piedra, la sentencia de muerte que dictan los doctores a quien alardeaba de entereza al firmar fusilamientos, rebota por las aceras desniveladas y repta por las mugrientas paredes hacia la engolada configuración de chimeneas y buhardillas.

Santos Domínguez