La mujer muerta.
Prólogo de Ana Rodríguez Fischer.
Rey Lear. Madrid, 2010.
Diez años después de su primera edición, vuelve a las librerías La mujer muerta, una novela de Manuel Rico que recupera Rey Lear en edición revisada por su autor y con prólogo de Ana Rodríguez Fischer.
La mujer muerta, la más extraña de las novelas de Manuel Rico, traza una inquietante metáfora de la creación artística, de sus incertidumbres y sus abismos. Describe un viaje interior, una bajada a los infiernos a través de la figura de su protagonista, el pintor Gonzalo Porta, que emprende una fuga de la nada a la nada, de la capital a Cerbal, un pueblo de la Sierra Pobre de Madrid, en la frontera del tiempo y del mundo. Una bajada a los sótanos de la conciencia y a la memoria oscura de un tiempo y un país.
Y así como hay un antes y un después de la Cueva de Montesinos en la experiencia y en la mirada de Don Quijote, la huida del pintor a ese lugar que está al margen del tiempo y del espacio es el principio de una travesía moral que reflexiona sobre la función y el sentido ético y social del arte.
Lo interior y lo exterior, el campo y la ciudad, la realidad y la fantasía, el silencio y el miedo, la niebla y el olvido, el bosque misterioso y la memoria colectiva son algunas de las claves de una novela que indaga en una realidad diferente marcada por un paisaje abrupto y solitario que desciende desde la altura ocre o negra de la pizarra hacia lo oscuro.
Desasosegante y obsesiva, en la búsqueda de sentido que articula La mujer muerta convergen el paisaje y el personaje, la vida y la literatura, el presente y el pasado, el sueño y la realidad a través de un túnel del tiempo que comunica 1987 y 1958 por un pasadizo que da al otro lado, al lado secreto de la realidad, al territorio misterioso de la creación.
Bajo un paisaje nuboso y un aire gris inundado por la neblina o la llovizna que difumina los contornos de las cosas, su intensa acción interior recurre al arte para atrapar el tiempo y encontrar la vida entre las sombras, porque el pintor ha buscado salir de la crisis volviendo al pasado, refugiándose en una zona segura y conocida de su memoria. El manuscrito fue el puente que, en conexión con sus recuerdos infantiles de esa zona de la sierra, acabó por llevarlo a Cerbal.
Hay una línea secreta que une la huida y la pintura de Gonzalo Porta con el mismo misterio que reflejan dos novelas que aparecen, cervantinamente, dentro de la novela: Tiempo deshabitado, el manuscrito de un autor muerto, y La frontera del tiempo, de Richard Scybilia, un novelista coetáneo de Hemingway desaparecido en España sin dejar rastro:
A veces pensaba en las consecuencias de la pesadilla de la noche del accidente, o en el pasado de Mateo, marcado por la violenta muerte del padre, o en las conversaciones que mantuvo, meses antes, con el tabernero. Pero lejos de encontrar en tales evocaciones la causa y el origen de sus desajustes anímicos, éstas se apuntaban como estaciones de un trayecto iniciado en la noche de insomnio de hacía un año: fue Tiempo deshabitado, el manuscrito del muerto, lo que desencadenó todo, solía decirse. Sabía que era absurdo achacar a aquella novela sus desavenencias, pero tenía la sensación de que alrededor de ella giraba todo: la decisión de aislarse en Cerbal, el retorno a un realismo oscuro, la aparición de Mateo, la biografía amputada de un novelista americano coetáneo de Hemingway, obsesionado, como Jaime Zarco, por el tiempo y sus límites, la pareja que surgió de la nieve. Sobre ese fermento había crecido la pesadilla, sobre esa tierra urdían una precaria trabazón experiencias procedentes de la realidad a las que las opiniones de Diego Illana y del joven crítico Luis Bremant otorgaban visos de verosimilitud: los cuadros como enlaces con un tiempo de posguerra, como plasmación de los fantasmas entrevistos en la lectura de dos novelas extrañas. A veces se sueña lo que, en el fondo, uno quiere soñar, se decía. E intentaba separar del sueño posteriores experiencias, dotarlas de una dudosa lógica. ¿Qué tiene de extraordinario que en un viejo jeep encontrara un diario de 1958? ¿Por qué no pensar que la artesana coleccionaba viejos periódicos?, se preguntaba a veces. Pero aquellos destellos de racionalidad eran frágiles asideros frente a la red inestable que tejía el mundo imaginario que crecía en torno a él.