Giacomo Casanova.
Historia de mi vida.
Traducción y notas de Mauro Armiño.
Prólogo de Félix de Azúa.
Atalanta. Memoria mundi. Gerona, 2009.
Historia de mi vida.
Traducción y notas de Mauro Armiño.
Prólogo de Félix de Azúa.
Atalanta. Memoria mundi. Gerona, 2009.
En 1767 una lettre de cachet de Luis XV expulsaba de Francia al abate Giacomo Casanova (1725-1798). En casi toda Europa le había ocurrido lo mismo a aquel veneciano que ya se había convertido en la imagen tópica del libertino.
Pero esta vez era peor. Casanova había entrado en una edad en la que la Fortuna desprecia a los hombres. Tenía 42 años y la saturación de experiencias de una vida vertiginosa. Llevaba a sus espaldas la tristeza por la muerte de algunos amigos y protectores, la muerte reciente de su bella amiga Charlotte. Y solo le quedaban por visitar sin prohibiciones dos países excéntricos, España y Portugal.
Con ese equipaje de malos augurios y muertes recientes inicia el viaje y atraviesa en mulo los Pirineos. No había malos caminos. No había caminos. Las penosas comunicaciones de las que hablan otros viajeros de la Ilustración no le importan demasiado. Las asume como una prolongación de su decadencia, como una proyección de su desgracia.
Y pasa sus días madrileños con ilustrados de la corte de Carlos III, con libertinos ibéricos ajenos a todo refinamiento. Fue una víctima indirecta de aquel vergonzoso motín de Esquilache en el que unieron sus fuerzas (no era la primera vez y no sería la última) la delincuencia común y el clero.
Ha perdido el abate energía sexual y ya no le hacen demasiado caso las mujeres. Las conquistas son cada vez más escasas y penosas. Con amarga ironía reconoce Casanova que alguna mujer ha hecho en la cama lo que ha querido y él lo que ha podido. Así es que en España se dedica sobre todo a hacer informes reformistas, a pretender un cargo y a reunirse con librepensadores. La última (o la penúltima) aventura de un Casanova para el que el mundo no es ya más que un recuerdo en el que se confunden las luces y las sombras.
Como una obra maestra literaria, un relato que conmueve, exalta, divierte, inspira, solaza y excita tanto la lujuria como el raciocinio define Félix de Azúa la Historia de mi vida de Giacomo Casanova en el prólogo que ha escrito para la espléndida edición que publica Atalanta en su colección Memoria mundi con traducción y notas de Mauro Armiño. Hasta la edición alemana de 1960, sólo se publicó en versiones mutiladas y esta es la primera vez que se publica en versión íntegra en español, en dos volúmenes anotados y con un imprescindible índice de nombres y lugares.
Redactada en francés, su segunda lengua, en un francés oral y cercano, casi actual, la Histoire de ma vie, que convirtió a Casanova en uno de los autores más leídos del XVIII, dedica una parte sustantiva a ese viaje a España que lo llevó de Madrid a Valencia y luego a Barcelona para dar con sus ajetreados huesos en la cárcel de la Ciudadela.
Giacomo Casanova, el libertino ilustrado, el intelectual vitalista y masón encarcelado por el Santo Oficio veneciano, escapó de la cárcel en 1755 y recorrió las principales ciudades de Europa. De Venecia a París, de Praga a Dresde o Viena, introdujo la lotería en Francia, se relacionó con Rousseau, discutió con Voltaire y colaboró con Mozart. Fue un anti-Don Juan, como explica Félix de Azúa en el prólogo, frecuentó la alta sociedad, pero también a aventureros, depravados o marginales como él.
Violinista discreto y poeta ocasional, seminarista escéptico y militar a tiempo parcial, alquimista y espía, el Casanova que rememora su vida no tenía nada más que tiempo y memoria de las tabernas y las cárceles, de los palacios y los burdeles. Munich, Constantinopla, Barcelona o Madrid fueron algunas de las estaciones de paso de una vida errante y errática antes de quedarse como bibliotecario en el castillo del conde de Waldstein, en Bohemia. Allí escribió estas memorias a lo largo de siete años, entre 1791 y 1798, para recuperar lo que se había llevado el tiempo: Al acordarme de los placeres que he experimentado, los revivo y gozo con ellos por segunda vez, y me río de las penas que ya he sufrido y que ya no siento.
Unas memorias que contienen una detallada descripción de la Europa anterior a la Revolución Francesa, además de la memoria personal de un hombre contradictorio y cínico, apasionado y racional, vitalista y autodestructivo a un tiempo. Como un clásico incómodo definió Ángel Crespo a aquel hombre múltiple y crucial para entender el siglo de las luces, que resume en Casanova sus propias contradicciones.
Aquel ser refinado y grosero, superficial y lúcido que no quiso ser nada ni nadie escribió estas memorias desde el fondo de la desolación, pero sin renunciar a la provocación ni al descaro como última venganza ante un mundo que ya no era el suyo.
He sido, durante toda mi vida, víctima de mis sentidos. Me he complacido en descarriarme - escribe en el prefacio. Y esa arrogancia con la que se ufana de sus aventuras está en las antípodas de la actitud confesional de Rousseau. No son estas las confesiones de un penitente arrepentido. Están escritas con la distancia satírica de quien ya no se reconoce sino como personaje que vive en el pasado y en la literatura.
Tras la lumbre apagada del conquistador, quedaba el rescoldo del recuerdo. Y a esa luz construye Casanova el simulacro de la realidad en la memoria, en un intento inútil de reavivar la llama en el siglo de las luces que se han ido apagando. Declaró que no le gustaban las novelas, pero esta narración de su vida, un relato que mezcla verdades y ficciones, es probablemente la mejor novela del siglo XVIII.
Pero esta vez era peor. Casanova había entrado en una edad en la que la Fortuna desprecia a los hombres. Tenía 42 años y la saturación de experiencias de una vida vertiginosa. Llevaba a sus espaldas la tristeza por la muerte de algunos amigos y protectores, la muerte reciente de su bella amiga Charlotte. Y solo le quedaban por visitar sin prohibiciones dos países excéntricos, España y Portugal.
Con ese equipaje de malos augurios y muertes recientes inicia el viaje y atraviesa en mulo los Pirineos. No había malos caminos. No había caminos. Las penosas comunicaciones de las que hablan otros viajeros de la Ilustración no le importan demasiado. Las asume como una prolongación de su decadencia, como una proyección de su desgracia.
Y pasa sus días madrileños con ilustrados de la corte de Carlos III, con libertinos ibéricos ajenos a todo refinamiento. Fue una víctima indirecta de aquel vergonzoso motín de Esquilache en el que unieron sus fuerzas (no era la primera vez y no sería la última) la delincuencia común y el clero.
Ha perdido el abate energía sexual y ya no le hacen demasiado caso las mujeres. Las conquistas son cada vez más escasas y penosas. Con amarga ironía reconoce Casanova que alguna mujer ha hecho en la cama lo que ha querido y él lo que ha podido. Así es que en España se dedica sobre todo a hacer informes reformistas, a pretender un cargo y a reunirse con librepensadores. La última (o la penúltima) aventura de un Casanova para el que el mundo no es ya más que un recuerdo en el que se confunden las luces y las sombras.
Como una obra maestra literaria, un relato que conmueve, exalta, divierte, inspira, solaza y excita tanto la lujuria como el raciocinio define Félix de Azúa la Historia de mi vida de Giacomo Casanova en el prólogo que ha escrito para la espléndida edición que publica Atalanta en su colección Memoria mundi con traducción y notas de Mauro Armiño. Hasta la edición alemana de 1960, sólo se publicó en versiones mutiladas y esta es la primera vez que se publica en versión íntegra en español, en dos volúmenes anotados y con un imprescindible índice de nombres y lugares.
Redactada en francés, su segunda lengua, en un francés oral y cercano, casi actual, la Histoire de ma vie, que convirtió a Casanova en uno de los autores más leídos del XVIII, dedica una parte sustantiva a ese viaje a España que lo llevó de Madrid a Valencia y luego a Barcelona para dar con sus ajetreados huesos en la cárcel de la Ciudadela.
Giacomo Casanova, el libertino ilustrado, el intelectual vitalista y masón encarcelado por el Santo Oficio veneciano, escapó de la cárcel en 1755 y recorrió las principales ciudades de Europa. De Venecia a París, de Praga a Dresde o Viena, introdujo la lotería en Francia, se relacionó con Rousseau, discutió con Voltaire y colaboró con Mozart. Fue un anti-Don Juan, como explica Félix de Azúa en el prólogo, frecuentó la alta sociedad, pero también a aventureros, depravados o marginales como él.
Violinista discreto y poeta ocasional, seminarista escéptico y militar a tiempo parcial, alquimista y espía, el Casanova que rememora su vida no tenía nada más que tiempo y memoria de las tabernas y las cárceles, de los palacios y los burdeles. Munich, Constantinopla, Barcelona o Madrid fueron algunas de las estaciones de paso de una vida errante y errática antes de quedarse como bibliotecario en el castillo del conde de Waldstein, en Bohemia. Allí escribió estas memorias a lo largo de siete años, entre 1791 y 1798, para recuperar lo que se había llevado el tiempo: Al acordarme de los placeres que he experimentado, los revivo y gozo con ellos por segunda vez, y me río de las penas que ya he sufrido y que ya no siento.
Unas memorias que contienen una detallada descripción de la Europa anterior a la Revolución Francesa, además de la memoria personal de un hombre contradictorio y cínico, apasionado y racional, vitalista y autodestructivo a un tiempo. Como un clásico incómodo definió Ángel Crespo a aquel hombre múltiple y crucial para entender el siglo de las luces, que resume en Casanova sus propias contradicciones.
Aquel ser refinado y grosero, superficial y lúcido que no quiso ser nada ni nadie escribió estas memorias desde el fondo de la desolación, pero sin renunciar a la provocación ni al descaro como última venganza ante un mundo que ya no era el suyo.
He sido, durante toda mi vida, víctima de mis sentidos. Me he complacido en descarriarme - escribe en el prefacio. Y esa arrogancia con la que se ufana de sus aventuras está en las antípodas de la actitud confesional de Rousseau. No son estas las confesiones de un penitente arrepentido. Están escritas con la distancia satírica de quien ya no se reconoce sino como personaje que vive en el pasado y en la literatura.
Tras la lumbre apagada del conquistador, quedaba el rescoldo del recuerdo. Y a esa luz construye Casanova el simulacro de la realidad en la memoria, en un intento inútil de reavivar la llama en el siglo de las luces que se han ido apagando. Declaró que no le gustaban las novelas, pero esta narración de su vida, un relato que mezcla verdades y ficciones, es probablemente la mejor novela del siglo XVIII.
Santos Domínguez