El tambor de hojalata.
Traducción de Miguel Sáenz.
Alfaguara. Madrid, 2009.
Con ese párrafo comienza El tambor de hojalata en la nueva traducción que ha editado Alfaguara para celebrar el medio siglo de esta novela memorable. La traducción es de un especialista en Grass, Miguel Sáenz, que ha escrito también un breve epílogo en el que homenajea al traductor de la edición anterior, Carlos Gerhard, un español exiliado en México.
En ese epílogo explica también Miguel Sáenz las razones de esta nueva versión: hacia 2005, comenzó a sentirse en distintos países la necesidad de acometer nuevas traducciones de El tambor de hojalata: Francia, Finlandia, Italia, Portugal, el ámbito anglosajón... y también España. Por ello Günter Grass convocó, en Danzig, una reunión con sus traductores, como suele hacer cada vez que escribe un nuevo libro. Entre esos traductores los había de la vieja guardia, que habían asistido a esas reuniones desde la primera que tuvo lugar con motivo de la publicación de El rodaballo en 1978, pero también traductores nuevos. Y la idea de Grass era, no sólo hablar de El tambor con sus traductores, sino también mostrarles los lugares de Danzig, su ciudad natal, en la que transcurre gran parte de la acción.
Junto con El gato y el ratón (1961) y Años de perro (1963), El tambor de hojalata forma la Trilogía de Danzig y probablemente es para la literatura alemana de la segunda mitad del XX lo que fue La montaña mágica en la primera mitad.
El tambor de hojalata funde presente y pasado, narración y reflexión, realismo y fantasía, primera y tercera personas, en una novela autobiográfica escrita desde una perspectiva inédita: la del narrador-protagonista Oskar Matzerath, que escribe desde un hospital siquiátrico que es una alegoría del mundo:
Bruno Münsterberg —me refiero a mi enfermero, renuncio al juego de palabras— ha comprado por mi cuenta quinientas hojas de papel de escribir. Si la provisión no bastara, Bruno, que es soltero y sin hijos y procede del Sauerland, volvería a la pequeña papelería, que también vende juguetes, para proporcionarme el espacio no pautado que necesita mi capacidad de recordar, la cual espero que sea exacta. Nunca hubiera podido pedir ese favor a mis visitantes, por ejemplo al abogado o a Klepp. Sin duda, su afecto obligado y solícito hacia mí habría impedido a esos amigos traerme algo tan peligroso como papel blanco y ponerlo a la libre disposición de esta mente mía que segrega sílabas sin cesar.
A partir de ese momento, Oskar se remonta a la tarde en que su madre es engendrada bajo las faldas de su abuela, a su propio nacimiento y a la promesa materna de que a los tres años tendrá un tambor de hojalata.
Ese mismo día, a la vez que recibe el regalo, decide dejar de crecer. Y desde su ángulo inusual, lúcido y distanciado, evoca el pasado con un tambor de hojalata que vuelve a redoblar para contar en tres libros y cuarenta y cinco capítulos la posguerra, la culpa, la memoria, el terror, la locura en unas páginas por las que no ha pasado el tiempo y que, por el contrario, cobran nueve vida en esta traducción de Miguel Sáenz.
Porque esa es una de las virtudes que caracterizan a los clásicos, que están por encima del tiempo, nada mejor que comprobar que esta novela, la primera de Günter Grass, sigue siendo una obra tan viva como en aquel 1959 en que Hans Magnus Enzensberger la recomendaba en estos términos: Hay que leer la primera novela de un autor llamado Günter Grass que producirá gritos de alegría y de indignación.