8/11/10

La Celestina como tragedia


Enrique Moreno Castillo.
La Celestina como tragedia.
Renacimiento. Sevilla, 2010.

Una crédula tradición crítica admite que la Tragicomedia de Calisto y Melibea es una moralidad adoctrinadora de jóvenes contra la pasión. A la cabeza de esa tradición, el admirable Marcel Bataillon, un ilustre hispanista que parece haber agotado toda su perspicacia en el monumental Erasmo y España.

A rebatir esa interpretación moral de La Celestina dedicaron su esfuerzo otros críticos ilustres como María Rosa Lida, Américo Castro o Stephen Gilman. Y a ellos se suma ahora Enrique Moreno Castillo, con La Celestina como tragedia, que publica Renacimiento en su colección Iluminaciones.

La cuestión que plantea este volumen va más allá de la obra de Rojas y afecta a las posiblidades interpretativas de los clásicos. Incluso ignorando que en su final -el llanto de Pleberio- están sus principios morales, su nihilismo premoderno; incluso suponiendo que Rojas sea sincero –lo que es más que dudoso- en su declaración de intenciones en los preliminares de la Tragicomedia, para el lector actual no tendría sentido una obra como esa si no admitiese una lectura contemporánea.

Y es que esa es una condición esencial de los clásicos, que mantienen su fuerza a lo largo del tiempo y por encima de su limitado contexto. En el caso de La Celestina, y para decirlo de una vez, su actualidad y su vigor proceden, no de una moralización caduca además de discutible si se conoce la condición conversa de su principal autor, sino de una visión asombrosamente moderna del mundo y de las relaciones humanas.

Porque otra de las virtudes de los clásicos, de Cervantes o de Shakespeare por ejemplo, es la capacidad de regenerarse, de ampliar su sentido y de ofrecer nuevas lecturas que van más allá de su tiempo y de la intención de su autor.

En el fondo se trata de optar entre dos anacronismos: o el anacronismo historicista que limita la obra al tiempo en que se escribió, la mutila y la inhabilita para el lector de hoy, o el anacronismo de la lectura contemporánea de los clásicos. Pero puestos a elegir, por ejemplo, siempre será preferible la lectura actual de La Divina Comedia a reducirla a su limitada voluntad alegórica, doctrinal o a la intención de participar en las disputas entre güelfos y gibelinos.

Como explica Moreno Castillo, La Celestina forma parte de una larga cadena de textos que, desde la mitología hasta la actualidad, muestran los estragos de un amor trágico que se desarrolla en un universo de pasiones y debilidades, envidias y ambiciones, ingredientes que -asociados al error como desencadenante- están en la base del género desde Edipo rey, Antígona y otros brillantes antecedentes hasta su madurez en la tragedia isabelina del Rey Lear o de Macbeth.

Pero la altura literaria y la grandeza dramática de la Tragicomedia son inseparables de su estilo, de la importancia de la palabra caracterizadora, de la verbalización del mundo y del diálogo que exterioriza las pulsiones de los personajes. Es en este terreno en el que La Celestina mantiene su vigencia como obra mayor del diálogo en la literatura europea, apenas igualado por una limitada nómina de dramaturgos posteriores.

Esa intensa serie de encuentros verbales que son los diálogos de La Celestina, territorio de simulaciones o confesiones, se interrumpe bruscamente tras la muerte de los amantes. Es entonces cuando irrumpe la fuerza del monólogo en el que Pleberio expresa su soledad y su desolación ante un mundo sin sentido.

Poco importa en el fondo que Rojas utilice esa máscara como portavoz de su desorientada desesperación, de su nihilismo acosado. Lo importante es la fuerza con la que esas palabras han atravesado los siglos. Que esa fuerza se la suministre el rencor de aquel joven estudiante en Salamanca o proceda de otro lugar creativo es irrelevante. Lo que importa es que con esas palabras negras y desesperadas se escribe uno de los momentos más intensos de la literatura española.

Santos Domínguez