29 septiembre 2025

Leandro Fernández de Moratín. Viaje a Italia

  


Leandro Fernández de Moratín.
Viaje a Italia.
Prólogo de Juan Claudio de Ramón.
Siruela. Madrid, 2025.


El día 5 de agosto de 1793 Leandro Fernández de Moratín iniciaba en Londres un viaje en el que a lo largo de tres años recorrería Italia, tras pasar por Inglaterra, Bélgica, Alemania y Suiza, la puerta de entrada a aquella Italia entonces muy fragmentada territorial y políticamente. El 7 de agosto, ya en Dover, anotaba:

 Viento contrario. Me divierto en ver embarcar para Ostende clérigos y exfrailes franceses desaliñados, puercos, tabacosos, habladores; tan en cueros como el día en que llegaron y tan a oscuras de lengua inglesa, al cabo de dos años, de manosear el diccionario como la madre que los parió y repitiendo para su consuelo aquello de «¡quomodo cantabimus canticum novum in terra aliena!».Todos ellos iban cargados con sus breviarios y todos muy persuadidos de que lo mismo es tomar los alemanes a Condé y Valenciennes que tomar ellos sus conventos y hallar prontas la refección y la botella en sus profanados refectorios. Detiénese mi marcha, al anochecer tempestad.

Todavía permanecerá en Dover el 8 de agosto, cuando escribe: “Buen viento, pero el diablo lo enreda de manera que me quedo todavía en Dover. Reniego, me harto de tabaco y me meto en la cama.”

El 5 de septiembre, justo un mes después de iniciado el viaje, el viajero ilustrado y curioso entra en Italia y anota estas líneas:

Desde que se pasa el Monte de San Gothardo, se entra en Italia. Salimos de Ayrolles a las 6, caminando por unas vegas coronadas de montes, que se van estrechando, dejando en medio al Tesin, ya caudaloso con las muchas aguas que recibe de aquellas alturas, rápido, espumoso, entre enormes peñascos, cascadas, precipicios, árboles robustos, inculta y majestuosa naturaleza, lugares pobres, paredes de piedras, ermitas y pequeñas capillas, a modo de garitas, con pinturas de vírgenes y santos; muchos San Roque, y en las fachadas de las iglesias San Cristóbal, de gigantesca y disforme estatura. Empieza a llover a cántaros a las nueve de la mañana; dura todo el día, noche espantosa, tempestad en medio de montañas altísimas; truenos horribles, rayos y centellas; por todas partes torrentes, que ocupan el camino, y el Tesin, bramando a nuestra derecha, creciendo por instantes. Llegamos a una población de cuatro o cinco miserables casas, donde el estruendo de la tempestad, que duró doce horas, no nos permitió cerrar los ojos en toda la noche.

Siruela publica una magnífica edición del Viaje a Italia de Leandro Fernández de Moratín, presentada por Juan Claudio de Ramón con un prólogo -‘Moratín, granturista’- en el que destaca que “Moratín viaja a Italia porque es su soberana prerrogativa de europeo ilustrado. Y como el licenciado Vidriera de Cervantes, todo lo mira, lo nota y lo pone en su punto. En Italia reside cerca de tres años, duración estándar del viaje para un granturista con posibles. Recorre el país -a la sazón, países- en calesín, coche, carricoche, barca, barcaza, faluca y, por supuesto, góndola. Va al teatro (más que una pasión, su verdadera patria). Desembargadamente registra la belleza del paisaje, la factura de monumentos viejos nuevos, la sensatez o el dislate de las formas de gobierno, la moralidad de las gentes, de las damas a los maridos de Nápoles, pasando por los estudiantes de Bolonia y los patricios de Venecia. Como es habitual en los relatos del Grand Tour, el comercio del amor le inspira páginas tremendas y divertidas. Y si en algún momento, tras una posta poco satisfactoria, tiene que decir que el barbero de Torrelodones guisa mejor, pues lo dice.”

El Viaje a Italia es el espléndido diario de una intensa experiencia viajera relatada por el agudo observador y el viajero bienhumorado que era Moratín, con la agilidad y la viveza de su prosa, una de las más limpias y más modernas del siglo XVIII español. Un ejemplo, esta anotación que narra su salida de Verona hacia Vicenza:

Salgo en un carricoche, en compañía de un veneciano, reviejuelo y arrugadito, que había servido 27 años al Emperador, muy tufillas, con una voz de cencerro que daba lástima oírle, y que no obstante [...] ser conde, según decía, lloraba a lágrima viva por no saber bastante música para hacerse virtuoso de teatro; consolábale un hombrón gordo, que llevaba en el bolsillo unas arietas que había de cantar al día siguiente en Vicenza, porque el tal gordo era operista, y por todo el camino nos fue gorjeando, «sotto voce», aquello del Destin non vi lagnate... que era una de las arias con que lo había de lucir. El otro era un personaje rústico, con un gorro lleno de flores azules y coloradas; su gran chupa verde, sus ligas fuera del calzón, y una gran capa, que llenaba el coche, hombre sencillo, que daba eccellenza al cantarín, y a nosotros ilustrísima y los signori. El camino malísimo, en muchas partes lodazales, atolladeros; pie a tierra; socorro de bueyes; juramentos y latigazos. El campo con hermosos prados, tierras de siembra, plantío inmenso de moreras, parras y arboledas de chopos y sauces, a la izquierda los montes del Tirol; comimos en Montebello, caro y mal, a las ocho de la noche llegamos a Vicenza.

Es justamente en el siglo XVIII cuando surge el libro de viajes como género literario. Es entonces cuando el viaje se convierte en actividad imprescindible y en ejercicio de conocimiento del intelectual ilustrado, como destacó Gaspar Gómez de la Serna en Los viajeros de la Ilustración, donde explicaba: “Ilustrarse sobre la vida del hombre, filosofar con la experiencia por delante; he ahí el motivo del viajar ilustrado.”

Y en esa línea hay que situar al Moratín del Viaje a Italia: el escritor que en las variadas y plásticas descripciones de ciudades como Milán, Parma, Nápoles, Venecia o Roma alterna el cuadro costumbrista con el comentario artístico de los monumentos, de los palacios y las galerías de pinturas de Roma y la información sobre los teatros o las reflexiones literarias con la mirada crítica al paisaje humano que se va encontrando el viajero ilustrado, como en la Roma pontificia, objeto de una crítica demoledora, o como en esta estampa de los bajos fondos napolitanos a través de sus vagabundos ociosos, los lazaroni, y sus mendigos en las calles atestadas de la ciudad partenopea:

Ni en Londres ni en París he visto más gente por las calles que en Nápoles, y en ninguna tanto ruido y estrépito; los gritos de los que venden comestibles, los de los cocheros, los que dan los muchachos en particular, y la gente del pueblo, que habla en voces desentonadas, y el rumor confuso de las tiendas y talleres de los menestrales, mezclado al son de las campanas y coches, es la más intolerable greguería que puede oírse. El pueblo, que, como he dicho, es numerosísimo, es también puerco, desnudo, asqueroso a no poder más; la ínfima clase de Nápoles es la más independiente, la más atrevida, la más holgazana, la más sucia e indecente que he visto; descalzos de pie y pierna, con unos malos calzones desgarrados y una camisa mugrienta, llena de agujeros, corren la ciudad, se amontonan a coger el sol, aúllan por las calles, y sin ocuparse en nada, pasan el día vagando sin destino hasta que la noche los hace recoger en sus zahúrdas infelices. Gentes que no conocen obligaciones ni lujo en nada, con poco se mantienen, y es de creer que en una ciudad tan grande no falte de los desperdicios de los poderosos o de la sopa de tantos conventos, una cazuela de bodrio con que pueda cada uno de ellos satisfacer las necesidades de su estómago, que son las únicas que conoce; y además, malo será que no pueda adquirir dos o tres cuartos, que es lo que le basta para hartarse de castañas, peras, queso, polenta, macarrones, callos o pescado frito en los innumerables puestos de comestibles que se hallan en cualquiera parte de la ciudad destinados a mantener lazaroni. Este es el nombre que dan a estas gentes; su número es tan crecido, que muchos le han fijado en cuarenta mil; y aunque esto no sea, basta para inferir que es crecidísimo y temible. La clase de los mendigos, aunque inferior a ésta, es en exceso numerosa. No hay idea de la hediondez, la deformidad y el asco de sus figuras, unos se presentan casi desnudos tendidos en el suelo boca abajo, temblando y aullando en son doloroso, como si fuesen a espirar; otros andan por las calles presentando al público sus barrigas hinchadas y negras hasta el empeine mismo; otros, estropeados de miembros, de color lívido, disformes o acancerados los rostros, envisten a cualquiera en todas partes, te esperan al salir de las tiendas y botillerías, donde suponen que ha cambiado dinero; le siguen al trote, sin que le valga la ligereza de sus pies; y si se mete en la iglesia para sacudirse de tres o cuatro alanos que suele llevar a la oreja, entran con él, se halla con otros tantos de refresco, le embisten juntos al pie de los altares, y allí es más agudo el lloro y más importuna la súplica. Cuando se ve tanta mendiguez, y al mismo tiempo se considera que apenas habrá corte alguna en Europa que tenga más establecimientos de caridad, más hospitales y hospicios que Nápoles, no es posible menos sino que se diga que el sistema de administración es el más absurdo en esta parte y que el origen de tal abandono existe en la ignorancia o el descuido de los que mandan, sin que la multitud de fundaciones de esta especie sea el medio oportuno de corregirle.

De la brillante y plástica vivacidad de la prosa de Moratín, “un absoluto maestro del lenguaje, como señala Juan Claudio de Ramón, son buenos ejemplos estos párrafos:

Salimos en posta a media noche; país quebrado, buen camino. Al día siguiente pasé por Siena, ciudad donde, según se dice, se habla con más pureza el toscano. No me detuve en ella, ni pude ver el anillo que el Niño Dios dio a Santa Catalina cuando se desposó con ella, reliquia preciosísima que se venera en la Iglesia de Santo Domingo. Grandes pedazos de terreno incultos, o desnudos de árboles, en donde hay cultivo, se ven moreras, viñas y olivos; en general es tierra de granos. Llegamos a las 8 de la noche a Poderina, posada miserable y puerca, mala cena, mala cama. Salimos el 15 a las 6 de la mañana, subiendo y bajando grandes montes, donde se ve mucha aridez y poca población, Ponte Centino es el primer lugar del Estado Pontificio, y el que se halla después Acuapendente, todo el país muda de aspecto; muchos árboles, mucha amenidad y frescura, cascadas, valles frondosos, agradables vistas. Se halla después el lugar de San Lorenzo Nuovo, población fundada pocos años hace sobre una altura, desde donde se goza la hermosa vista del Lago del Bolsena, bajando esta eminencia, se pasa por el antiguo pueblo de San Lorenzo, destruido y abandonado, y siguiendo la orilla del lago, pasé por Bolsena, que algunos quieren sea la antigua capital de los Volscos. Caminamos toda la noche.

***

El Teatro de Módena es de muy mala forma; y aunque pequeño, basta para el concurso que puede ir a él. El Duque iba todas las noches de incógnito, a un palco particular, con la Signora Chiara, ridícula vieja, que ha sabido tenerle enamorado por espacio de treinta años; le ha dado sucesión masculina, no ha pretendido jamás el título de Duquesa; ha conservado siempre un grande influjo sobre su amante, y no se dice que haya oprimido a nadie ni haya abusado de su poder. Vi en este Teatro una máscara pública, el concurso llegó a mil personas y todo el disfraz se reducía a la máscara o a llevar unas narices de pasta en el sombrero. A la mitad de la función se hacía una extracción de lotería, con dos premios para los jugadores. El día del cumpleaños del Duque en que hubo corrida de caballos, gala, besamanos, iluminación del Teatro..., conté hasta 42 coches en el Corso, de los cuales deben descontarse algunos de las ciudades inmediatas.

***

Vuelvo a ver las romanazas, con sus jubones de estameña, verdes y colorados, y sus grandes cofias, muy gordas y muy habladoras; los hombres con su redecilla y sombrero gacho, chaleco, chupa suelta, calzones anchos, su gran puñal y su capa larga. Las mujeres de los cocineros, de los volantes, de los curiales, las que comen algo y las que no comen jamás, vestidas muy a la francesa, bien tocada la cabeza en ademán grave y señoril, asomadas a las ventanas o ruando en coche; pasear por las tardes a pie es una humillación, que sólo la tolera en paz el ínfimo pueblo.

 Y de su admiración por Roma como capital artística de Europa deja constancia Moratín en este fragmento:

Esta reunión feliz de circunstancias hace a Roma la maestra de Europa en materia de bellas artes; a ella debe acudir el que aspire a estudiarlas con fundamento. No hay corte extranjera que no envíe discípulos a esta escuela insigne, y en ella se han formado los más excelentes artífices de todas las naciones. La nuestra tiene hasta unos doce o catorce pensionados, entre los cuales hay algunos que vinieron con Mengs, y, por consiguiente, han tenido todo el tiempo necesario para instruirse y adelantar. Tienen su Academia en el Palacio de España, y el ministro Azara la dirige por sí. En ella se dibujan figuras por el yeso y el natural; pero acaso este ejercicio no debe de ser suficiente para formar un gran pintor; nace mi duda de ver que los españoles que acuden allí de catorce años a esta parte, no hay uno siquiera que muestre una mediana habilidad, ni haga concebir lisonjeras esperanzas para en adelante; cotejadas sus obras de invención con muchas de las que presentan en Madrid los discípulos de la Academia de San Fernando, las que he visto hechas en Roma se quedan muy atrás. No diré lo mismo de los escultores y arquitectos, entre los cuales hay sujetos de mérito; y en particular los últimos serán capaces de llevar a España el buen gusto, de la arquitectura apoyado en el estudio constante que han hecho de la antigüedad, único medio de introducir en las fábricas la elegancia de las formas, la grandiosidad, la distribución conveniente, la ligereza y robustez, la oportunidad y belleza de los ornatos, y, sobre todo, el mecanismo económico de la construcción, circunstancias esencialísimas para la formación de cualquier edificio, y que entre nosotros apenas se conocen todavía.
Además del estudio de las bellas artes, que en Roma se cultiva con tanto ardor, el de las antigüedades florece allí más que en otra parte; y ¿en dónde sino en Italia, y particularmente en esta ciudad, se hallarán tantos preciosos monetarios, tantas inscripciones, tantas obras de pintura, escultura y arquitectura, restos admirables de la antigua opulencia de las naciones más célebres, donde el que se dedique a esta carrera adquirirá conocimientos de la cultura, las opiniones políticas y religiosas, los hechos históricos, el gobierno, las leyes, las costumbres, las épocas de esplendor y decadencia de tantos pueblos? Aquí han venido a estudiar estas materias los literatos extranjeros, conocidos por las obras de anticuaria, con que han enriquecido la Europa, pero ninguna otra nación ha cultivado con tanto ardor y tanta inteligencia este áspero estudio como la Italia; ninguna es capaz, como ella, de llevarle a tanto grado de perfección y entre todas sus cortes, Roma, que reúne en sí más proporciones para los adelantamientos en esta carrera, cuenta un número asombroso de literatos, autores de obras estimables sobre la indagación y explicación de antiguos monumentos y hoy día florece esta erudición en alto grado por medio de nuevos descubrimientos, que mantienen vivo el ardor de los sabios vivientes, que a cada paso aumentan, con obras instructivas, los progresos de una ciencia, a cuya luz se disipa […] la oscura noche de los siglos.

 Son fragmentos elocuentes de la calidad de estilo y del interés literario del Viaje a Italia, una de las obras imprescindibles del XVIII español, felizmente recuperada en esta cuidada edición de Siruela.

Santos Domínguez 





26 septiembre 2025

Ángel Guinda. Vida ávida. Poesía reunida

   


Ángel Guinda.
Vida ávida.
Poesía reunida (1970-2022).
Olifante Ediciones de Poesía. Zaragoza, 2025.


Vida ávida, que fue el título del primer libro de Ángel Guinda (1948-2022), es el que se ha utilizado también por decisión del autor -que quería así no sólo cerrar un círculo, sino subrayar la coherencia de su obra- para reunir su obra poética en el espléndido volumen que publica Olifante en una edición conmemorativa del XLVI aniversario de la creación de la editorial, una de las referencias ineludibles en la edición de poesía en España.

Pero antes de aquel libro inicial que apareció en 1980 Ángel Guinda había compuesto textos que esta Poesía reunida (1970-2022) agrupa en la sección Acechante silencio (Primeros poemas, 1970-1979), que abre este texto, casi una declaración programática sobre la fusión de vida y escritura que sería uno de los rasgos más constantes y significativos de su obra:

POESÍA

Yo empecé a andar por las nubes 
como pájaro sin alas.
Quise la paz, quise el día, 
el aire, la tierra, el agua.
Pensé que todo era inútil 
y me eché el tiempo a la espalda.
Ahora vivo en el instante 
colgado de una esperanza.
Y, a veces, abro la puerta 
creyendo que alguien me llama, 
y es un profundo deseo 
como un murmullo de casa.
Poesía, poesía, 
realidad que no me engaña.

Rematada por una nota biobibliográfica que resume la trayectoria literaria de Ángel Guinda, esta Poesía reunida recoge casi veinte títulos, entre el ya citado Vida ávida y el póstumo Aparición y otras desapariciones (2023), un testamento poético que se cierra con este texto:

Cuando me veas dormido 
en la fotografía, dentro del ataúd, 
tal vez querrás traducir mi silencio. 
No existe diccionario de silencios, 
pero existen diccionarios de recuerdos.

Y entre esos poema poemas inicial y final, este magnífico volumen, primorosamente editado, ofrece una larga sucesión de centenares de textos. Textos que componen un itinerario poético atravesado por una mirada existencial cuyas claves ha revelado recientemente J. Benito Fernández en Las claves de lo oscuro, la biografía de Ángel Guinda que acaba de publicar en esta misma editorial. 

Una reflexión constante y profunda sobre la palabra y la vida vincula las diversas etapas poéticas y personales de un recorrido por la autenticidad humana y la coherencia literaria, por el amor y el dolor, la memoria y los sueños perdidos, por la conciencia del tiempo y el tema de la muerte, como en este texto de Catedral de la noche (2015):

 LOS MUERTOS 

Llegan lejos las manos de la ausencia
hasta alcanzar el mundo de los muertos:
los muertos que nos viven,
los muertos que nos matan,
los muertos que vendrán a visitarnos,
los muertos que están vivos,
los muertos que nos llaman,
los muertos que se vuelven a morir,
los muertos que en la muerte nos esperan.

En 1994, Ángel Guinda publicaba un Manifiesto, Poesía útil, que terminaba con estos párrafos que resumen su concepción tanto del fondo como de la forma de la poesía y que, sobre todo, reivindican la condición ética sobre la que se sustenta su poesía:

Propugnamos una poesía heredera de la tradición mejor asimilada, abierta a caminos nuevos en la forma y en los temas.
Una poesía sencilla, clara, rotunda, directa, honda, intensa y grave, cargada de intención. Que atraviese la inteligencia, queme en los ojos y en los oídos, estrangule el corazón, produzca escalofrío en el conocimiento y fustigue la conciencia agitándola, haciéndola reaccionar, moviéndola a la reflexión y a la acción.
Una poesía habitable, testimonio radicalmente sincero de la experiencia vital e intelectual, de nuestra convivencia con la realidad del existir y con la idea de la muerte.
Defendemos una poesía útil que, además de objeto de belleza, sea sujeto de conducta.
Que sirva al ser humano: moralmente, para vivir; culturalmente, para ensanchar y afianzar su saber; y estéticamente, para gozar.
Una poesía que tenga los pies en la tierra, comprometida con el destino de las mujeres y hombres de su tiempo.
Que busque elevar el lenguaje coloquial a la categoría de lenguaje poético, y consiga que la verdad particular de su mensaje alcance validez universal.
A esta poesía (firme en su poder de insinuación y de sorpresa) conviene una mínima dosis de didactismo que haga eficaz su interés por regenerar los valores del espíritu y del arte, así como su afán rehabilitador de la imaginación, la voluntad, la sensibilidad y la razón crítica de unos lectores cuya recuperación hemos de demostrar merecer sin otras armas que la propia obra.

A esos principios éticos y estéticos (conducta y belleza) sometió Ángel Guinda su escritura poética, reunida en esta cuidada edición de Olifante, que fue su lugar editorial de residencia durante décadas y que explica en la Nota a la edición: “Presentamos aquí la obra poética reunida y asumida por el autor, siguiendo su deseo de una edición sin acompañamiento crítico y con las mínimas notas. Completa el volumen una serie de poemas que se publicaron tras su fallecimiento. Lúcida, visionaria, espectral; y asimismo idealista, comprometida, romántica, la poesía de Ángel Guinda es compleja como su personalidad y ávida como su vida. El testimonio de un hombre para quien ser poeta no fue una profesión, sino una posesión.”

Con una rica variedad de formas métricas y de diversos registros tonales, aunque siempre en una línea clara, una posesión de la palabra como fe de vida y como expresión ética, como compromiso cívico y avidez vitalista, porque como escribió en ‘Las palabras’, de Claro interior (2007): 

Cada palabra pesa 
todo lo que la vida 
ha pasado por ella. 

Hay palabras que viven, 
palabras que dan vida; 
hay palabras que mueren 
y palabras que matan: 
sólo algunas traspasan. 

Cada palabra pesa 
su paso por la vida.

A lo largo de su evolución, y muy claramente desde Biografía de la muerte y Claro interior, hay en la poesía de Ángel Guinda una progresiva tendencia a la introspección meditativa a través de una inmersión  interior cada vez más profunda, con una mirada elegíaca y oscura que culminará en sus últimos libros, en los que se constata una creciente presencia amenazante de las sombras y un impulso simbólico que genera imágenes potentes, como las de este poema, que abría Los deslumbramientos:

CON LA LUZ, CON EL AIRE

Has envuelto tus manos con el aire.
Te has lavado los ojos con la luz.
 
¡Escribe como una sacudida!
 
Como si un guepardo saliese de la arena.
Como si un caballo emergiera del mar.
 
Las cerezas sangran en los dientes.
El atardecer se gangrena en la mirada.
 
¡No leas humo!
 
¡Aunque sea sobre agua escribe fuego!

Esa línea temática y tonal que se fue imponiendo poco a poco en su poesía se anunciaba ya de manera muy clara en ‘El viaje interior’, un poema de Conocimiento del medio, en el que ya empezaba a cristalizar su voluntad de pasar de la profundidad a la transparencia:

Fuera de ti no esperes encontrar
lo que dentro de ti nunca has buscado.
No es más hermoso el sol de otros lugares,
por lejanos que estén:
lo que importa es la luz que da vida a tus ojos.
No fatigues tus días
en recorrer países en busca de otros mundos.
No tardes en emprender el viaje a tu interior,
no vaya a ser que pronto sea tarde:
no estás de ti tan cerca como crees,
ni es tanto el tiempo de que aún dispones
para descubrirte y conquistarte.

Un texto como este ‘Escribir’, de Poemas para los demás (2009), contiene muchas de las claves que hacen de la poesía de Ángel Guinda, reunida en esta ejemplar edición de Olifante, un ejercicio riguroso de intensidad emocional y exigencia estilística:

Si me quitan la palabra escribiré con el silencio.
Si me quitan la luz escribiré en tinieblas.
Si pierdo la memoria me inventaré otro olvido.
Si detienen el sol, las nubes, los planetas,
me pondré a girar.
Si acallan la música cantaré sin voz.
Si queman el papel, si se secan las tintas,
si estallan las pantallas de los ordenadores,
si derriban las tapias, escribiré en mi aliento.
Si apagan el fuego que me ilumina
escribiré en el humo.
Y cuando el humo no exista
escribiré en las miradas que nazcan sin mis ojos.
Si me quitan la vida escribiré con la muerte.


 Santos Domínguez 




24 septiembre 2025

José María Jurado García-Posada. Viaje de invierno

  


José María Jurado García-Posada.
Viaje de invierno.
 (El lector de almanaques)
Detorres Editores. Córdoba, 2025.

Un invierno literario -ni cronológico, ni meteorológico, ni solar- es el que José María Jurado García-Posada construye y ofrece al lector afortunado en las sesenta entradas bisiestas de su magnífico Viaje de invierno, que recopila otras tantas entradas de su admirable obra en marcha El lector de almanaques y publica Detorres Editores en el tercer año triunfal de Morante de la Puebla.

Un intemporal calendario con fechas que, más allá del tiempo anecdótico y fugaz, son referentes de la Historia con mayúsculas. Lo abre un prólogo -‘Las palabras del frío’- en el que escribe José María Jurado:

Se conoce como “Pequeña Edad del Hielo” al enfriamiento que desde mediados del siglo XVI y hasta muy avanzado el siglo XIX aconteció en Europa. Si la Edad Media había constituido un período extraordinariamente cálido (“el óptimo climático”) que favoreció la supervivencia de la especie, aunque seguramente facilitó la propagación de la peste negra, toda la edad moderna discurrió sobre un fondo de nieve del que dan cuenta los cuadros de Brueghel el Viejo, El cuento de Invierno de Shakespeare y todas las melancolías románticas cuya expresión más perfecta y trágica son los “lieder” de Schubert y su Winterreise. De ahí hemos extraído el subtítulo para esta obra en marcha que es “El lector de almanaques” del que Detorres Editores publicó el más cálido mes de mayo en el número cuatro de su colección “Año XIX”, “Que por mayo era por mayo”.
Desde el origen del tiempo con el primer día del año a la paradoja bisiesta de un intermitente tiempo sin tiempo, se recogen aquí sesenta miniaturas históricas correspondiente a los meses de enero y febrero. Concisión e intensidad, bajo un prisma épico y elegíaco que se recrea en el lenguaje como fuente primordial del tiempo, intentan ser los rasgos distintivos de este calendario de invierno que preserva en hielo las palabras de fuego de la tribu, los hechos estelares de la humanidad.
Bajo el permafrost de la prosa lírica quiere latir en estas efemérides la conciencia de un tiempo eternamente presente que nos incumbe a todos como sujetos temporales arrastrados por la corriente de la historia. Grabados en la nieve, escritos para ser leídos día por día, estos textos inquieren, acaso desde la arbitrariedad de los hechos consignados, ya sean funestos o dichosos, una respuesta moral del lector, convertido en escrutador de almanaques.
La imagen del invierno trasciende lo metereológico para convertise en categoría, el presente no ofrece respuestas, el futuro, que otros llaman la muerte, se nos manifiesta amenazante y lóbrego y nuestra esperanza, contradictoriamente, se ancla en el pasado, en los hechos luminosos o trágicos sobre los que ahora cae la nieve.
“¡Olvídate de Schubert!” me dijo en una ocasión un poeta santurrón, pero yo no le hice caso y comprendí que no me había equivocado cuando años después me pidió olvidar la inolvidable primavera de Bécquer y Sevilla. Él quería advertirme, y aún se lo agradezco, del peligro que se embosca detrás de los nombres propios, de las oscuridades del estilo y de que al cabo la belleza sucede sin notas a pie de página. Pero estamos hechos de tiempo, como tantas veces recordara Proust en su obra inmarcesible: apenas ocupamos espacio geométrico, pero nos expandimos infinitamente en el tiempo, en el nuestro y en la memoria de los otros. Como especie hemos sido dotados de este artilugio contra el olvido que es la cultura que forma parte de la vida sin sustituirla porque va por dentro y está fundida a su esencia. 
A cambio, ¿qué importa que como un pichón de nieve nuestras palabras estén frías? El hielo y el fuego están hechos de la misma sustancia. En estos almanaques están los átomos primordiales, los elementos que han formado mi vida, barajados como en un caleidoscopio. Los escribí para aprender a combinarlos, para olvidarme de Schubert, pero al final del camino siempre existe una sombra, el viejo organillero al que los perros gruñen y que hace girar su zanfoña para estos almanaques, y la verdad, ¿quién la sabe?

Entre ese comienzo y el apoteósico final del 29 de febrero -‘Un día cualquiera, fuera del tiempo’- transcurre un itinerario personal, un intenso viaje por la memoria cultural del mundo, que desde el principio de un tiempo sin tiempo llega a su estación final, al hoy del “engranaje oxidado del campanario del tiempo”, con el temblor de este su párrafo final:

Y todo lo contienes tú en la palma de tu mano como en una bola de cristal donde agitas la nieve y eres tú cada uno y cada todos, la bola que gira y gira sin descanso y que ahora arrojas al vacío, la bola que rueda de tu mano hacia la muerte tártara..

Un itinerario que evoca las muertes de Galdós y de Valle, de Ramón y de Gutenberg, de Miguel Ángel y Machado, de Lenin y el Canciller Ayala; las fundaciones de Lima, Buenos Aires y Santiago de Chile y la victoria de Stalingrado, la rueca de San Valentín y la pluma de fuego del Beato de Liébana; el nacimiento de Bécquer o el de Carlos V.

Porque hubo días de invierno para eso y para más: para que Poe publicara El cuervo y el niño Bobby Fisher ganara el Campeonato de ajedrez de Estados Unidos, para que Zola publicase su Yo acuso y para que Colón regresase de su primer viaje trasatlántico o para que los Beatles tocasen por primera vez en The Cavern.

Pero ha habido días también, y eso es lo que más nos importa ahora, para que José María Jurado haya ido trazando con su virtuosa mano de orfebre la línea finísima de una escritura sutil que evoca tantos inviernos para llenarlos de transparencia luminosa.

Un ejemplo, aunque podrían ser otros cincuenta y nueve sin que bajara lo más mínimo el eminente nivel de calidad de su admirable prosa:

26 DE ENERO

Se estrena el caballero de la Rosa de R. Strauss 

En los jardines perfumados de Viena, Mozart y Wagner ejecutan un vals vertiginoso recogiendo las últimas flores de la música entre las botas de los oficiales, así hablaba Zarathustra. Un rayo de luz imperial despunta en la alcoba de la Mariscala y la Rosa de Plata destella en los teatros, Salomé agita los siete velos orquestales. Wie du warst? Wie du bist? La luz de Alemania declina en las esvásticas, pero desde el foso en penumbra, como un diamante o luciérnaga, revolotea en espiral el leitmotiv entre las masas sinfónicas, la melodía feliz que Cole Porter celebra en su piano de Broadway -You’re the Top-. Y, sin embargo, la ópera no pudo evitar el suicidio de Europa: rumbo al Brasil Stefan Zweig escribe el último libreto acompañado por una solución de veronal definitivo.

Santos Domínguez 




22 septiembre 2025

Jesús Moncada. Camino de sirga

 

Jesús Moncada.
Camino de sirga.
Traducción de Joaquín Jordá.
 Anagrama. Barcelona, 2025.


Pilastras y paredes maestras se resquebrajaron bruscamente; un estruendo ensordecedor en el que se mezclaban el crujido de jácenas y vigas, el desplome de escaleras, suelos, tabiques y bovedillas, el estallido de cristales y una rotura de ladrillos, tejas y mosaicos, retumbó por la bajada de la Herradura mientras la casa se derrumbaba irremediablemente. Enseguida, una nube de polvo, la primera de las que debían acompañar la larga agonía que entonces comenzaba, se alzó por encima de la villa y se desvaneció poco a poco en el aire luminoso de la mañana de primavera.
Años después, cuando el desastre iniciado aquel día de 1970 era memoria lejana, tiempo amortajado con telarañas de niebla, una crónica anónima reunió un montón de testimonios sobrecogedores sobre el acontecimiento. El primero desde un punto de vista cronológico, pese a que no resultaba el más patético, recogía el parón del reloj del campanario ocurrido la víspera en medio de un crepúsculo tempestuoso que pintaba el cielo con carmines violáceos, oros mortecinos y brumas negras; según el cronista, la avería era una premonición clara de lo que debía ocurrir al día siguiente, un anuncio del final inexorable del tiempo antiguo. La angustia se hacía estremecedora en la descripción, debida a otro testimonio, de la noche a que había dado paso la incertidumbre del crepúsculo: la crónica hablaba del espeso silencio de las calles desiertas, silencio que quería reflejar el de la gente encerrada en casa, rezando para que no rompiera el día. Sin embargo, de todas las evocaciones, la más sobrecogedora era la del siniestro estruendo de las once de la mañana siguiente en la bajada de la Herradura: según la crónica, el vecindario se sintió sacudido hasta la médula por el comienzo del desastre.
Sin duda, los testimonios resultaban impresionantes. Ahora bien, no era esta la única característica que tenían en común; compartían otra, quizá insignificante pero bastante esclarecedora de lo que sucedió aquel día nefasto: todos, sin excepción, eran también absolutamente falsos.

Son los párrafos iniciales de Camino de sirga, la obra maestra absoluta de Jesús Moncada (Mequinenza, 1941-Barcelona, 2005), que apareció en catalán en 1988 y obtuvo en 1989 el Premio de la Crítica. Una novela que Anagrama recupera cuando se cumplen veinte años de la muerte de su autor, con la estupenda traducción de Joaquín Jordá.

Los habitantes se engañaban empecinándose en convertir el 12 de abril de 1970 en una fecha clave de su drama colectivo, como se equivocaban también al sentirse culpables de no haber asistido al acontecimiento. La demolición de la casa número 20 de la bajada de la Herradura con que se había iniciado el arrasamiento de la villa –y el azar burocrático señaló aquella como hubiera podido designar cualquiera de las que ya estaban vacías– no fue más que el principio del último acto de una prolongadísima pesadilla. Cuando las máquinas tensaron las sirgas de acero atadas a las pilastras y el edificio cayó en medio de una nube de polvo, hacía más de trece años que la destrucción de la villa había comenzado.

Con ese párrafo se cierra el primer capítulo de esta novela monumental en la que brilla, como sucede muy pocas veces en una obra, la capacidad de Jesús Moncada para crear un poderoso universo narrativo y ofrecer una extraordinaria muestra de virtuosismo literario en torno a la memoria de Mequinenza, antiguo centro de una importante cuenca minera, y a su desaparición bajo las aguas de dos pantanos en un drama que empezó con las demoliciones de aquel 12 de abril de 1970, tras un largo proceso iniciado en 1957.

Un universo cimentado en un brillante crisol de historias inolvidables y en la maestría en la elaboración de un amplísimo mosaico de docenas de personajes: la poderosa familia Torres y Camps y Carlota de Torres, cuyo entierro coincide simbólicamente con el final de la novela y con la ruina de la villa vieja; la joven y lasciva viuda de Salleres, dueña de la empresa rival de barcos fluviales que transportaban carbón y otras mercancías por el Ebro; el patrón de barco Arquímedes Quintana (“el navegante más fino del Ebro”); Atanasi Resurrecció, (“un espectáculo con sus dos metros largos de altura y una corpulencia fenomenal”); el pintor Aleix de Segarra, que “pertenecía a las antiguas familias señoriales de la villa pero al grupo mayoritario de las que se desmoronaban a causa de la abulia y la desidia de sus miembros”; el viejo navegante Robert Ibars, “Nelson” y su memoria antigua y nostálgica; Honorat del Rom, el boticario de la plaza del Horno; Estanislau Corbera, dueño del Café del Muelle y aficionado a recordar aniversarios de difuntos; Joanet del Pla, peón del Neptuno y hombre de confianza de Nelson, de voz plácida previa a las peleas; el maquis anarquista Salvador Riells; Madamfransuà, la artista estrella de las noches de El Edén; Feliça de Roderes, siempre asomada a su balcón del Apocalipsis; el terrateniente Sadurní Romaguera, alcalde de la villa; Olga Sagristà, “cupletista de mucho empuje”, o el obrero asesinado Arnau Terrer.

El imponente edificio narrativo de Camino de sirga se sostiene además en la prosa potente y plástica de Moncada, capaz de evocar con su poderoso despliegue polifónico un mundo perdido y de recuperarlo del olvido con su acreditado rigor estilístico y con la riqueza de su palabra creadora y memoriosa:

Al llegar la noche, un cierzo áspero y efímero, aunque alguien insinuaría después que no era cierzo sino una ventolera extraña que venía de donde nunca había soplado el viento, arañó la villa. Una ráfaga se encaminó por la bajada de la Herradura, se llevó el polvo sedimentado de las ruinas de la casa de Llorenç de Veriu, se arremolinó en la plaza de los Santos y golpeó los ventanales mal cerrados de un balcón de la casona de los Torres y Camps. Allí aulló en dormitorios y pasillos, movió cortinajes, descompensó el péndulo del gran reloj del despacho e hizo sonar las lágrimas de cristal de la lámpara del comedor antes de calmarse y morir finalmente en el Salón de las Vírgenes Mártires.

Hacía muchos años, más de los sesenta y siete acumulados por la señora Carlota de Torres en su formidable corpachón, que el cuadro que dio nombre al salón había desaparecido del tabique donde lo colgaron cuando llegó a la casa. Traída de Italia por el hermano de la madre, viajero empedernido a quien se tachaba en secreto de masón, ateo, irreverente y calavera, y de quien se temía, para remachar el clavo, que no dejaría ni un real al irse a la tumba, la pintura representaba un grupo de figuras femeninas rosadas y lozanas que dejaban transparentar sin ningún tipo de pudor sus encantos a través de unos velos finísimos, vaporosos, una pura ilusión textil. Tan sugerentes resultaban las damas que hizo falta la indulgencia de los padres, el miedo de la hermana de irritar al hermano soltero, de quien, pese a las aprensiones, no perdía las esperanzas de heredar, y también la aquiescencia del cura de la villa, visitante asiduo de la casa, para que se concediera a la composición el lugar de honor del salón. El sacerdote barrigón, parsimonioso y beatífico, estudió la pintura con una minuciosidad quizá un poco excesiva, lo que provocó comentarios sarcásticos de parte de Camil·la, una de las criadas, en el retiro de la cocina y, después de muchas meriendas interminables con sequillos y chocolate, dictaminó que, si bien no había suficientes elementos para asegurar que la pintura, tal como afirmaba con media sonrisa el tío calavera, representaba a unas doncellas cristianas a punto de sufrir el martirio, devoradas por los leones en un anfiteatro romano, tampoco veía motivos suficientes para negarlo, sentencia ambigua que facilitaba por lo menos el apaciguamiento de los dignos escrúpulos de la digna familia.

Geografía e historia, vida y memoria, navegaciones fluviales y demoliciones, asuntos públicos y secretos privados, el tiempo y el poder son algunas de las claves de esta novela que, entre la imaginación y la realidad, entre paisajes inundados y existencias en ruinas, tiene al fondo una larga y destructiva sucesión de guerras en el XIX y el XX: la del Francés y las de África, las carlistas y la de Cuba, las dos guerras mundiales y la guerra civil, más cercana y más traumática:

Aquel mediodía de 1939, después de quedar rebozado por el polvo levantado por los vehículos en los que la familia Torres y Camps regresaba a la villa, Bakunin de Planes llevaba de nuevo clavada en el corazón la espina que se había sacado con motivo de la proclamación de la República. Bajaba del cementerio, encaramado sobre una colina en las afueras de la villa en medio del silencio de los olivares, adonde había ido por orden del cura, el primero de la villa después de la guerra civil, a levantar de nuevo la pared derribada hacía unos años. Todavía oía las palabras del sepulturero, que le contemplaba desde la sombra del mismo ciprés, cuando él ponía el último ladrillo.
–Acabas de arrojarlos otra vez al infierno, Bakunin. Pero no dejes que se te exalte la bilis; estarán ellos mejor con el diablo que nosotros con Franco.

Convertida por obra y gracia de la palabra de Jesús Moncada en alta literatura y en territorio testimonial de convergencia entre lo social y lo individual, entre lo local y lo universal, no puede extrañar al lector que esta novela coral, que desde su publicación se convirtió en un clásico de la literatura catalana contemporánea, haya sido también su título más traducido. 

Una lectura imprescindible y una experiencia indeleble sobre el final de un mundo que se resume en estas líneas:

El entierro de Carlota de Torres emprendió la subida del cementerio; allí, desde el panteón familiar –traducción a la muerte de la casona de plaza de Armas–, sus despojos presidirían la villa del silencio donde dinastías de enterradores invariablemente ebrios alineaban en fosas y nichos para el viaje a la nada a los difuntos segregados por la otra. Por encima de las tapias del camposanto, los cipreses comenzaban a desprender las primeras sombras del ocaso contra un cielo amoratado. El viejo Nelson se detuvo y contempló a su derecha la población nueva a la que debía trasladarse al día siguiente; habían conseguido un lugar donde sus descendientes perpetuarían el nombre de la villa pero descubría que él jamás podría sentir como propia aquella geometría blanca y roja: navegante sin barco, exiliado sin esperanza de retorno, ya pertenecía a la noche inacabable por la que su padre, su niña, Arquímedes Quintana, Malena, Aleix de Segarra, la viuda de Salleres, Joanet del Pla, Atanasi Resurrecció, Madamfransuà y tantas otras sombras entrañables navegaban silenciosamente hacia el olvido.

Lo dicho: un monumento literario que reedita Anagrama a la vez que la muy notable Memoria estremecida (1997) con traducción de Pepe Ferreras.



Santos Domínguez 


19 septiembre 2025

Ramiro Gairín. Carreteras que brillan en el bosque

  


Ramiro Gairín.
Carreteras que brillan en el bosque.
Reino de Cordelia. Madrid, 2024.


Y nunca será tan tuyo un espacio,
una fuerza, una estela, la sombra 
de un álamo de tiempo.

Ni pertenecerás tanto a un hogar.

Como en esos versos, intimidad familiar y paisaje natural conviven en Carreteras que brillan en el bosque, un espléndido libro, a la vez potente y delicado, con el que Ramiro Gairín obtuvo en 2024 el Premio de Poesía Ciudad de Salamanca.

Organizado en dos partes -Merecer los topónimos y Lograr el fuego- cuyos títulos también evocan un lugar de encuentro de lo personal y lo natural, del microcosmos y el macrocosmos, lo abre el poema Todo al cuerpo, que marca territorio poético con estos versos:

El niño solo en brazos halla el aire, 
la madre está a menudo muy cansada, 
el padre se tropieza con frecuencia.

Alrededor, las cumbres
no pueden prestar siempre su atención; 
a veces la ciudad
solo tiene fatigas
para sus hijos pródigos.

Levantar una familia
no es ninguna figura literaria.

Es un trabajo físico
que solo puede hacerse con las manos, 
con los pies en la tierra,
ofreciéndose al cuerpo.

Desde la cita inicial, la iluminadora presencia de la poeta Luise Glück se convierte en constante faro de referencia de estas Carreteras que brillan en el bosque. La conjunción de presente y pasado, de memoria y celebración, de comunicación entre el mundo exterior y el interior, de paisaje y  biografía, de la naturaleza con la historia personal son algunas de las líneas continuas presentes en estas brillantes carreteras de Ramiro Gairín.

Líneas convergentes en las que ha quedado también la huella benefactora de Claudio Rodríguez para trazar un mapa de afinidades temáticas y tonales, para matizar la mirada y la dicción de un poeta que no oculta su ascendencia, porque esa genealogía no le quita nada a su voz personal. 

Los versos iniciales de Alta demanda confirman lo que digo:

Quizá no haya un momento más sagrado, 
en el que más encima se nos eche
la mirada de un dios, exista o no;
quizá no haya ocasión mejor
para disolverse en acción, sentir 
que la tarea y uno son lo mismo; 
quizá nunca se dé una comunión 
mayor con lo creado, con lo extinto, 
con lo que ha de venir,
con el hilo que a todo nos conecta

Poesía de la mirada y de la meditación vitalista, de la contemplación y el aprendizaje del asombro ante una realidad que otorga sus revelaciones, por estas Carreteras que brillan en el bosque discurren los pájaros y el viento, la paternidad y el árbol, los otoños y los límites del lenguaje, el jabalí mojado y el centro del bosque, el tiempo y los cerezos, transcurren las noches de verano y la hora violeta en un ecosistema poético y vital que respira en todo el libro, donde se refleja “la extraña vibración de la vida / que es vida porque sí.”

Santos Domínguez 

17 septiembre 2025

Samuel Johnson. Sobre Shakespeare

 
sobre shakespeare (serie great ideas) (ebook)-samuel johnson-9788430627776

Samuel Johnson.
Sobre Shakespeare.
Traducción de Juan Antonio Montiel.
Taurus Great Ideas. Barcelona, 2025.


En cuanto a erudición, intelecto y personalidad Samuel Johnson me sigue pareciendo el primero entre los críticos literarios occidentales -escribía Harold Bloom en su monumental Shakespeare. La invención de lo humano-. Sus escritos sobre Shakespeare tienen necesariamente un valor único: el más destacado de los intérpretes comentando al más grande de todos los autores no puede dejar de ser de una utilidad e interés permanentes. Para Johnson, la esencia de la poesía era la invención, y sólo Homero podía rivalizar con Shakespeare en originalidad. La invención, en el sentido de Johnson y en el nuestro, es un proceso de hallazgo, o de averiguación. A Shakespeare le debemos todo, dice Johnson, y quiere decir que Shakespeare nos ha enseñado a entender la naturaleza humana.

Esas palabras podrían ser un inmejorable prefacio al Prefacio a Shakespeare que Samuel Johnson puso en 1765 al frente de la edición en ocho volúmenes de las obras completas del poeta de Stratford. 

Esa luminosa introducción a Shakespeare, no sólo vigente, sino también imprescindible, escrita por una de las inteligencias más cultas y preclaras de la Ilustración, es uno de los textos canónicos de la historia de la crítica literaria y lo recupera Taurus en su colección Greats Ideas con el título Sobre Shakespeare y con traducción de Juan Antonio Montiel.

Un prefacio que reivindica a su vez la vigencia de Shakespeare y su legado inmortal, resultado de su capacidad para reflejar la realidad de la condición humana y para hacer de sus obras un espejo de la vida misma:

 “No es fácil imaginar -escribe Johnson- hasta qué punto Shakespeare consigue reflejar la realidad, salvo cuando se le compara con otros autores. De las antiguas escuelas de declamación se ha dicho que quien con más empeño las frecuentaba peor preparado estaba para el mundo, pues no encontraba en ellas nada con lo que pudiera toparse después en otro sitio. Lo mismo puede afirmarse del teatro…, excepto en el caso de Shakespeare. Bajo las directrices de cualquier otro dramaturgo, el teatro está poblado de personajes improbables que dialogan en un lenguaje que nadie ha oído hablar jamás sobre cuestiones ajenas al comercio cotidiano del mundo. Los diálogos de nuestro autor, en cambio, se vinculan tan íntimamente con la situación que los origina y avanzan con tal fluidez y sencillez que, más que reclamar el mérito de la ficción, parecen haberse extraído con diligencia de conversaciones comunes y situaciones ordinarias.
[…]
Otros dramaturgos solo consiguen llamar la atención echando mano de personajes hiperbólicos o exagerados, de una bondad o una maldad fabulosas y nunca vistas, igual que los autores de los libros de caballerías cautivaban a sus lectores con gigantes y enanos. Quien espere aprender algo sobre los asuntos humanos en tales obras o en tales libros se verá decepcionado. En Shakespeare no hay héroes: sus obras están pobladas exclusivamente por hombres que hablan y proceden de la misma manera que el lector imagina que lo haría en una situación similar; incluso cuando los acontecimientos son sobrenaturales, el diálogo se mantiene fiel a la vida real. Otros escritores adornan las pasiones más ordinarias y los hechos más comunes hasta tal punto que quien los contempla en el libro no puede reconocerlos en el mundo; Shakespeare aproxima lo remoto y vuelve familiar lo extraordinario: lo que describe tal vez no suceda jamás, pero, si fuera el caso, sus consecuencias serían muy probablemente las que él apunta. Es lícito decir que no solo ha mostrado la naturaleza humana tal como se revela ante las exigencias de la vida real, sino que nos ha enseñado cómo respondería el ser humano ante dilemas frente a los que no se encontrará jamás.
Este es, pues, el mejor elogio que puede hacerse a Shakespeare: que su teatro es un espejo de la vida misma, que aquel que haya confundido su imaginación persiguiendo los fantasmas que otros escritores han puesto delante de sus ojos puede curarse de sus delirantes éxtasis leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano; escenas con las que un ermitaño podría conocer los avatares del mundo y un confesor predecir el desarrollo de las pasiones.
Su fidelidad a la naturaleza lo ha expuesto a la reprobación de los críticos, que a menudo juzgan con miras más estrechas.”

Salvando las distancias, esa voluntad de representar la realidad en las tablas del escenario coincide con lo que significa en el teatro español la obra dramática de su coetáneo Lope de Vega, con quien coincide también en una propuesta técnica que rompía con la preceptiva aristotélica, con la teoría clásica de los géneros y la distinción normativa entre tragedias y comedias.

Ni en el genio isabelino ni en el español se trataba de cuestionar esa preceptiva ni de romper esa norma de las tres unidades por capricho ni por mera voluntad anticlásica. La ruptura de separaciones férreas entre lo trágico y lo cómico es en los dos dramaturgos la consecuencia inevitable de la voluntad de reflejar en el teatro la realidad de la vida. A propósito de Shakespeare, escribía Samuel Johnson:

Desde un punto de vista crítico, las obras de Shakespeare no son, en rigor, ni tragedias ni comedias, sino composiciones de otro tipo, en tanto muestran la realidad misma de la naturaleza sublunar, la cual participa del bien y del mal, de la felicidad y de la tristeza, mezcladas en una innumerable variedad de maneras y proporciones, y reflejan el transcurso del mundo, donde la desgracia de uno es la ganancia de otro, donde el juerguista se entrega a la bebida al mismo tiempo que el doliente entierra a su amigo; donde algunas veces la alegría vence a la maldad y donde muchas cosas buenas y malas se hacen o deshacen porque sí.
De este caos de propósitos mezclados y fatalidades, los antiguos poetas, de acuerdo con las leyes de la tradición, seleccionaban ya fuera los crímenes de los hombres, ya sus disparates, los momentos cruciales de la vida o los tropiezos que hacen reír, los terrores que acompañan a la angustia o la alegría que trae consigo la prosperidad. Así surgieron los dos tipos de imitación conocidos como tragedia y comedia, composiciones que persiguen fines distintos por medios contrarios y que, por tanto, se consideraban tan ajenas entre sí que no puedo recordar a ningún autor griego o latino que se atreviera con ambas.
Shakespeare no solo tiene la capacidad de mover tanto a la risa como al llanto, sino de hacerlo en una misma composición. En casi todas sus obras hay personajes serios y disparatados y, conforme progresa la trama, la gravedad y la pena se alternan con la ligereza y la risa.
No hay duda de que se trata de una práctica contraria a las reglas, pero la crítica no puede perder de vista la naturaleza. La finalidad de la escritura es instruir; la de la poesía, instruir mediante el placer. El teatro en el que se mezclan la tragedia y la comedia es capaz de instruir tanto o más que la comedia o la tragedia por sí solas porque incluye y alterna ambas, y así se aproxima más a la vida real al mostrar cómo las grandes maquinaciones y los proyectos más insignificantes pueden alentarse u obstaculizarse unos a otros, y cómo lo bajo y lo alto se concatenan inevitablemente en el sistema general.

Y añade algunos párrafos después:

Pero, más allá de cualquier clasificación de la poesía dramática, el procedimiento de Shakespeare es el mismo siempre: una alternancia de circunspección y jovialidad que ablanda o excita nuestro ánimo. Y, sin importar si su propósito es alegrarnos, entristecernos u orientar la trama en determinada dirección sin vehemencia ni emoción alguna mediante diálogos llenos de soltura y familiaridad, jamás fracasa: de acuerdo con su voluntad, reímos, nos lamentamos o guardamos silencio expectantes, pero nunca permanecemos indiferentes.

A esa misma determinación de reflejar la vida en su variedad responde la inobservancia de las tres unidades dramáticas: tiempo, lugar y acción, que los académicos aristotélicos defendían como base de la verosimilitud y la credibilidad de las piezas teatrales.

Renunciando al dogmatismo academicista, escribe Johnson esta defensa de la transgresión de las normas en el teatro de Shakespeare. Una defensa que, como él mismo señala, es “producto no del dogmatismo, sino de la reflexión:

En cuanto a las unidades de tiempo y de lugar, nunca les ha prestado atención, aunque quizá una mirada más atenta a los principios en que estas se basan relativice su importancia y las despoje del respeto del que han sido objeto casi unánimemente desde los tiempos de Corneille al descubrir que han supuesto más problemas para los poetas que satisfacciones para el espectador.

En la revisión crítica de la obra de Shakespeare, Johnson explora las fuentes de las tramas a la luz de su formación cultural antes de abordar un análisis general en el que, junto con los elogios por sus muchas virtudes y aportaciones, no elude la detección de defectos, las concesiones al público y algunas muestras de apresuramiento, porque “Shakespeare nos abre una mina colmada de oro y diamantes, pero llena también de impurezas que la deslucen y de metales de escaso valor.”

Quizá, a excepción de Homero, no haya habido quien lo supere a la hora de conseguir el propósito fundamental de todo escritor: despertar en el lector una curiosidad incesante e insaciable y obligarlo así a seguir leyendo hasta el final.

Cierra el Prefacio un juicio crítico de las ediciones anteriores de las obras dramáticas de Shakespeare, en algunas de las cuales Johnson percibe “la negligencia e ineptitud de sus primeros editores, clandestinos o manifiestos. Sus errores son, en efecto, numerosos y muy graves.” 

Frente a esas ediciones descuidadas, como la de Rowe, Johnson elogia la edición de Pope, de la que reconoce que “he conservado todas sus notas para que no se perdiera ni un solo fragmento de un escritor tan extraordinario. Su prefacio, valioso tanto por la elegancia de la composición como por la exactitud de lo que allí se dice, contiene una crítica tan amplia que poco puede añadirse y tan exacta que apenas admite discusión.”

Ese elogio contrasta con la crítica negativa de editores posteriores como Theobald, “hombre de criterio estrecho y escasos conocimientos, carente tanto del intrínseco esplendor del genio como de la luz artificial del saber […], poco convincente e ignorante, mezquino y desleal, petulante y pretencioso, que ha preservado su reputación -si es el caso- solo por haber sido enemigo de Pope.”

Tampoco son de su entero gusto las ediciones de Hanmer, con correcciones en las que “se creyó autorizado a tomarse licencias impunemente” o la inmediata anterior de Warburton, con “unas notas que no debe de haber considerado entre sus ocupaciones importantes y que, supongo, una vez disipado el calor de la creación, no considerará ya entre sus efusiones más afortunadas.”

Pese a eso -reconoce Johnson- “de mis predecesores puedo afirmar honestamente lo que en su momento espero que se diga de mí: que todos han introducido mejoras en Shakespeare y me han provisto de ayuda y de información.”

Santos Domínguez 


 

15 septiembre 2025

David Grann. Los náufragos del Wager




 David Grann.
Los náufragos del Wager.
Historia de un naufragio, un motín y un asesinato
Traducción de Luis Murillo.
Random House. Barcelona, 2025.

El único testigo imparcial fue el sol. Durante días estuvo observando aquel extraño objeto que se bamboleaba en mitad del océano, sacudido sin piedad por el viento y las olas. En un par de ocasiones la embarcación estuvo a punto de estrellarse contra un arrecife, y aquí se habría acabado esta historia. Sin embargo -tanto si fue cosa del destino, tal como algunos proclamarían después, como si fue simple chiripa-, acabó recalando en una ensenada de la costa sudoriental del Brasil, donde fue visto por algunos habitantes.
Con sus más de quince metros de eslora por tres de manga, puede decirse que era una embarcación en toda regla, si bien parecía que la hubieran armado a base de retales de madera y de tela y luego machacado hasta dejarla irreconocible. Las velas estaban hechas jirones; la botavara, resquebrajada. El casco supuraba agua de mar y del interior emanaba un hedor insoportable. Los observadores, al acercarse más, oyeron sonidos inquietantes: a bordo se apretujaban treinta hombres, todos ellos prácticamente en los huesos. Sus prendas estaban casi desintegradas y sus rostros cubiertos de pelo, enmarañado y salobre como las algas.
Algunos estaban tan débiles que ni levantarse podían. Uno no tardó en exhalar su último suspiro. Pero un individuo que parecía estar al mando se puso en pie con un extraordinario esfuerzo de voluntad y proclamó que eran náufragos del HMS Wager, un buque de guerra británico.

 Así comienza el Prólogo de Los náufragos del Wager, una espléndida obra de David Grann que publica Random House con una excelente traducción de Luis Murillo.

La potencia descriptiva y el ágil ritmo narrativo de esos párrafos iniciales se mantienen constantes e incluso crecen a lo largo de una obra articulada en cinco partes y apoyada en un impresionante despliegue documental y en una exhaustiva labor de indagación y estudio de las fuentes primarias sobre el caso real de aquel controvertido naufragio y de sus protagonistas:

“Confieso -escribe Grann en la Nota preliminar- que yo no vi con mis propios ojos cómo chocaba el barco contra las rocas ni cómo la tripulación ataba y amordazaba al capitán. Tampoco fui testigo ocular de los engaños y los asesinatos. No obstante, he dedicado años a rastrear los pecios archivísticos: los cuadernos de bitácora arrojados por las olas, la mohosa correspondencia, los diarios veraces solo a medias, los documentos que han sobrevivido al consejo de guerra. Pero, más importante aún, he estudiado los relatos publicados por aquellos que estuvieron involucrados, personas que no solo fueron testigos de los acontecimientos sino que influyeron directamente en ellos. Intenté hacer acopio de todos los hechos a fin de determinar qué sucedió realmente.”

Y a partir de ese material Grann construye en Los náufragos del Wager una trama absorbente con la detallada descripción de una serie de acontecimientos violentos en los que confluyen la fuerza del mar y la del imperialismo británico. 

El 28 de enero de 1742 habían llegado a Brasil en un bote casi destrozado veintinueve supervivientes de los doscientos cincuenta que integraban la tripulación inicial del Wager, “el bastardo de la flota”, un barco mercante reconvertido en buque de guerra de baja categoría de la Marina real británica, que formaba parte de una escuadra de cinco navíos que, dirigida por el comodoro George Anson, había zarpado de Portsmouth en septiembre de 1740 en misión secreta de pura piratería y ataque anfibio contra un galeón español cargado de plata y monedas en el contexto de una guerra (la de la Oreja de Jenkins) entre dos potencias navales por el control del mar y el comercio:

Debía de ser todo un espectáculo. Los barcos de guerra se contaban entre las máquinas más sofisticadas creadas hasta la fecha: castillos de madera flotantes que surcaban los mares a fuerza de viento y velamen. En consonancia con la naturaleza dual de quienes los habían concebido, estaban pensados para ser instrumentos de muerte y, a la vez, hogar para cientos de marineros que vivían juntos como una familia. En una suerte de mortífera partida de ajedrez naval, estos barcos eran desplegados alrededor del globo para conseguir lo que sir Walter Raleigh imaginó en su día: «Aquel que domina los mares domina el comercio del mundo; aquel que domina el comercio del mundo domina también sus riquezas».

El Wager había quedado varado tras encallar cerca de una isla, frente a la costa oeste de la Patagonia chilena cuando perseguía al galeón español y los supervivientes, después de cinco meses en la isla, recorrieron durante tres meses y medio en el Speedwell, aquella lancha rescatada del naufragio, con un cúter de apoyo que acabaría hundiéndose, 4800 kms. entre el Pacífico y el Atlántico a través del Estrecho de Magallanes. Fue una travesía tan peligrosa como la que habían hecho en el viaje de ida en el peor momento del año por el vertiginoso Cabo de Hornos, con olas de casi 30 metros, tormentas interminables y vientos huracanados de más de 300 km/h, con icebergs, turbulencias, frío y tormentas. Un accidentado viaje de vuelta que emprendieron ochenta y una personas de las que sobrevivieron solo aquellos veintinueve que llegaron al puerto de Río Grande. Desde allí regresaron a Portsmouth el 1 de enero de 1743.

Seis meses después recaló en la costa de Chile otro navío aún más deteriorado, con una tripulación de sólo cuatro hombres, el capitán Cheap, el teniente Hamilton y los guardiamarinas Byron y Campbell. Este último se quedaría en Chile y los otros tres, cuando llegaron a Dover en marzo de 1746, tras haber sido cautivos del ejército español, denunciaron que aquellos aparentes héroes no eran en realidad más que los amotinados tras el naufragio, que habían dejado abandonados y aislados en la isla al capitán Cheap, enfermo, desbordado por la situación y tiránico, y a su núcleo más fiel, rescatados finalmente por los nativos.

Culminaba así la caótica peripecia naval de aquellos náufragos. Una peripecia marcada desde su inicio por las difíciles condiciones de la navegación, por las peleas y los robos, por un asesinato y enfermedades demoledoras como el tifus (“la fiebre de los barcos”) y el escorbuto, por los castigos y las traiciones, los saqueos y las deserciones, el canibalismo y la indisciplina.

La consecuencia fue un duro cruce de acusaciones entre las dos tandas de náufragos que tuvo que resolverse en Inglaterra en un consejo de guerra contra ambas tripulaciones: los amotinados, encabezados por el vehemente artillero John Bulkeley, un líder natural instintivo que se puso al frente de los rebeldes, y el capitán Cheap, “un señor del mar” indómito e irascible, acusado de asesinar a un marinero de un disparo en la cara, lo que había originado la insurrección.

Un juicio que se celebró en 1746 y para el que unos y otros construyeron versiones que justificaran su conducta y los exculparan ante una probable condena a la muerte en la horca, porque “aquellos hombres creían firmemente que su vida dependía ni más ni menos de las historias que contaran. Si no eran capaces de aportar un relato convincente, podían acabar colgados del penol de un barco.”

Relatos contradictorios que incluían falsos diarios para influir en el Almirantazgo y ganar aquella batalla jurídica aunque fuese con versiones falseadas de los hechos posteriores al naufragio y aunque al final el juicio, en el que todos fueron absueltos, se centrase en las causas del naufragio y no en el motín, que oficialmente no llegó a existir:

Eso fue todo. No hubo fallo sobre si Cheap era o no culpable de asesinato o sobre si Bulkeley y los suyos se habían amotinado e intentado matar a su capitán. Ni siquiera hubo caso sobre si alguno de los hombres era culpable de deserción o de pelearse con un oficial superior. Por lo visto, las autoridades británicas no querían que prevaleciera ninguna de las dos versiones de lo sucedido.
[…]
Las pesquisas oficiales sobre el affaire Wager nunca se hicieron públicas. La declaración de Cheap detallando sus alegaciones acabaría desapareciendo de los expedientes del consejo de guerra. Y la sublevación en isla Wager pasó a convertirse, en palabras de Glyndwr Williams, en «el motín que nunca ocurrió».

Con el Melville de Chaqueta blanca o Benito Cereno y con el Conrad de Lord Jim al fondo, Los náufragos del Wager, subtitulada Historia de un naufragio, un motín y un asesinato, es una potente y ágil narración que -a medio camino entre la historia y la literatura, entre la peripecia de la novela de náufragos y  la contextualización de la crónica histórica- va mucho más allá del relato de aquella trágica bajada a los infiernos del naufragio y el motín para adentrarse en una indagación sobre la condición humana y la supervivencia en condiciones extremas, sobre la ocultación de la verdad y la construcción de una versión alternativa de la realidad por parte de quienes escriben la verdad oficial.

Por eso afirma David Grann que “es imposible eludir los discordantes, y a veces antagónicos, puntos de vista de quienes participaron. Por ello, en lugar de suavizar las diferencias o de matizar las ya matizadas pruebas, he intentado presentar todos los aspectos y dejar que sea el lector quien aporte el veredicto final: el juicio de la historia.”

Tras el cuerpo del texto con el relato completo y plural de los hechos y antes de un espléndido apéndice de ilustraciones, Grann incorpora un amplio apéndice de notas que contienen comentarios pormenorizados sobre la base real documentada de las referencias y episodios de cada capítulo: desde los archivos judiciales a la correspondencia, desde los libros de registro del Almirantazgo a los cuadernos de bitácora o a los testimonios que escribieron algunos de los supervivientes.

Alguna de esas notas es tan sarcástica como la que comenta este párrafo: 

Situado ahora en el ápice, muy por encima de todo el ajetreo en las cubiertas del barco, Byron pudo ver el resto de las naves de la escuadra. Y, más allá, el mar: una inmensidad de agua en la que se veía ya dispuesto a escribir su propia historia.

Este es el comentario: “Situado ahora: Tras muchos intentos de trepar por el palo mayor, Byron escribiría con toda su flema que subió «de un tirón».”

Ese John Byron, abuelo del poeta, es un personaje central en la obra. Aristócrata deslumbrado por la mística del mar, era entonces un entusiasta guardiamarina adolescente de 16 años que se había alistado como voluntario en la Armada y trepaba por palos mayores y mástiles de 30 metros hasta la verga de juanete desde donde veía ese amplio panorama marítimo y naval. Dejó su versión de los hechos en un escrito que tituló Narración del honorable John Byron […] incluyendo un relato de las tribulaciones sufridas por él y sus compañeros en la costa de la Patagonia, desde el año de 1740 hasta su llegada a Inglaterra en 1746, que es una de las principales fuentes documentales de esta perturbadora obra, rematada con este párrafo:

Igual que las personas modifican los hechos para servir a sus propios intereses -corrigiendo, borrando, embelleciendo-, también las naciones lo hacen. Después de tanto relato conflictivo y deprimente sobre la pérdida del Wager, y después de tanta muerte y tanta destrucción, el imperio había hallado por fin su mítico cuento del mar.

Santos Domínguez 


12 septiembre 2025

Calderón de la Barca. La vida es sueño

 

Pedro Calderón de la Barca.
La vida es sueño.
Edición de Fausta Antonucci.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2025.


 (Sale en lo alto de un monte Rosaura en hábito de hombre de camino, y en representando los primeros versos va bajando.)

ROSAURA 
Hipógrifo violento,
que corriste parejas con el viento,
¿dónde rayo sin llama,
pájaro sin matiz, pez sin escama,
y bruto sin instinto
natural, al confuso laberinto
de esas desnudas peñas
te desbocas, te arrastras y despeñas?
Quédate en este monte,
donde tengan los brutos su Faetonte;
que yo, sin más camino
que el que me dan las leyes del destino,
ciega y desesperada,
bajaré la cabeza enmarañada
de este monte eminente
que arruga al sol el ceño de la frente.
Mal, Polonia, recibes
a un extranjero, pues con sangre escribes
su entrada en tus arenas;
y a penas llega, cuando llega apenas.
Bien mi suerte lo dice;
mas ¿dónde halló piedad un infelice?

Con esas espectaculares silvas en boca de Rosaura, la mujer que ha sufrido antes una doble caída (la literal del caballo y la metafórica de la honra perdida), arranca La vida es sueño, una de las cimas literarias del Barroco español.

Es el comienzo deslumbrante desde el doble punto de vista de la teatralidad y la expresión poética de una de las obras fundamentales del teatro español del XVII y “la obra sin duda más conocida y estudiada de Calderón”, como señala Fausta Antonucci en el completísimo estudio introductorio de su nueva edición de La vida es sueño que publica Cátedra Letras Hispánicas.

En esa introducción Fausta Antonucci resume la relación entre la vida y las obras de Calderón (1600-1681), antes de acometer un profundo estudio monográfico de La vida es sueño en casi un centenar de páginas que abordan las claves fundamentales de la obra: la reescritura calderoniana del paradigma teatral del salvaje que habían llevado al teatro varios dramaturgos como Lope (El animal de Hungría y El hijo de los leones), Guillén de Castro (El nieto de su padre) o Vélez de Guevara (Virtudes vencen señales). 

Obras cuyos vínculos con La vida es sueño se exponen en esta introducción, que destaca que la presencia en todas ellas de “un protagonista en estado salvaje que, a través de una serie de hechos que demuestran su nobleza, llega a ver reconocido su derecho de heredar el trono” sugiere una posible alusión a la llegada al trono de Felipe IV, un heredero “no corrompido por las hipocresías y malas costumbres de palacio.”

Y pasando del paradigma al sintagma, Antonucci acomete el análisis del contenido de La vida es sueño como obra maestra de profunda originalidad: desde la dialéctica amor/honor y los deberes del príncipe hasta la estructura dramática de la obra y las condiciones de su puesta en escena, pasando por el conflicto torre/palacio, el motivo del horóscopo infausto y la cuestión del género dramático o el haz de significados que genera la obra en torno al proceso simbólico “vivir, soñar, despertar”, tan expresivo de la mentalidad barroca.

Un segundo apartado del estudio introductorio hace un pormenorizado recorrido por las diversas interpretaciones de la obra, que “viene gozando de una fortuna crítica y teatral prácticamente ininterrumpida desde el momento mismo de su creación.” Y a repasar esa recepción crítica se dedica esta segunda parte de la introducción, que aborda desde la importancia en la acción de la discutida presencia de Rosaura a los aspectos formales relacionados con la métrica y el estilo, pasando por el personaje de Basilio y su relación con Segismundo o las interpretaciones de la figura del gracioso Clarín, antes de analizar la historia textual de la obra y sus dos versiones: la que apareció en Zaragoza junto con otras obras de varios autores, seguramente el resultado imperfecto de una copia fraudulenta no autorizada por el autor, y la canónica, que apareció en la Primera parte de comedias de Calderón que se publicó en 1636 en Madrid.

Con un texto cuidadosamente editado y espléndidamente anotado, esta edición irreprochable de La vida es sueño será de referencia ineludible en los estudios sobre Calderón y el teatro áureo.

Santos Domínguez