13 enero 2025

Roger Bartra. Ecos de la melancolía


 Roger Bartra.
Ecos de la melancolía.
Un viaje musical.
Anagrama. Barcelona, 2024.

La Malinconia, de Sibelius; la Sérénade mélancolique de Tchaikovsky; el Cuarteto número 6 de Beethoven; las Lacrimae or seven teares de John Dowland; L’Allegro, il Penseroso ed il Moderato de Händell; la Sonata para piano KV 330 de Mozart; el lied Wonne der Wehmut, de Schubert; el Valse Mélancolique de Franz Listz; tres de las Piezas líricas de Grieg; el Cuarteto de cuerda número 4 de Mahler; El Albaicín de Albéniz; la Pavana para una infanta difunta de Ravel; el adagio neorromántico del Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo; Spiegel im Spiegel, de Arvo Part o las Bachianas brasileiras de Heitor Villa-Lobos son algunas de las decenas de piezas musicales que aborda Roger Bartra en Ecos de la melancolía. 

Muchas de esas piezas pueden escucharse en la lista de reproducción incorporada en un código QR al comienzo del volumen que publica Anagrama con el subtítulo Un viaje musical.

“Este libro -escribe Bartra en su Preludio- es un viaje en busca de las huellas que la melancolía ha dejado en la música clásica, es decir, en la música escrita y culta. Trataré de explicar con palabras lo que me parece que la música expresa cuando se refiere a la melancolía. No exploraré las estructuras musicales en busca de algún canon melancólico, pues creo que no existe. La palabra «melancolía» se refiere a un estado de ánimo, a un carácter, a una dolencia mental y a un mito. Los músicos en ocasiones se han apropiado de esta palabra para traducirla a formas muy diversas pero que tienen algo en común difícil de precisar. La melancolía nos lleva a las esferas de la locura, de la desesperación, del tedio y de la muerte, pero también es un sentimiento de goce espiritual y de dulzura. Es una enfermedad maligna y al mismo tiempo es una emoción noble y un tipo de personalidad.
[…]
La melancolía tiene una larga presencia muy explorada en la medicina, en el arte y en la literatura. Hay varios libros consagrados a ello, entre ellos algunos míos. Pero no conozco ningún libro que explore la melancolía en la música. Por ello he decidido comenzar a llenar este hueco con las reflexiones que presenta este ensayo.”

Con ese planteamiento, Roger Bartra, que ya dedicó un ensayo en esta misma editorial a explorar la relación entre melancolía y cultura, recorre la presencia de la melancolía en la música clásica a través de su presencia en la obra de decenas de autores, sin perder de vista su evolución histórica y sus variaciones estéticas. 

Y afronta esa tarea como un reto que radica “en que el lenguaje musical es un mundo muy diferente al de la palabra; sin embargo, los compositores frecuentemente acuden a las palabras para crear canciones, cantatas y óperas o para bautizar sus obras. Mi búsqueda de huellas melancólicas en la música culta se guiará por la presencia de esa palabra en las composiciones. Es decir, no examinaré obras que a mi parecer subjetivo expresen melancolía más que en algunos casos, sino especialmente piezas en las que su autor ha usado la palabra «melancolía», sea en el título, en la letra, en la indicación de un movimiento o en el contexto en que la compuso.”

Desde las canciones medievales de las cantigas de amigo y el prerrenacentista Cancionero musical de palacio hasta la música contemporánea de Arvo Part o Harrison Birtwistle, Ecos de la melancolía propone “un recorrido que se inicia con la desesperación renacentista de Dowland, quien hasta donde sé no usó la palabra «melancolía» para referirse a su gran obra Lachrimæ, con lo que inicio el viaje con una excepción. Sigo con los artificios barrocos de Händel, llego a los anhelos románticos de Schumann, atravieso las soledades de Grieg, continúo con la tristeza trágica de Sibelius y llego a la depresión moderna de Birtwistle.”

Lágrimas, Las palabras y las notas, La oscuridad, Soledad, Melancolías modernas y Depresión son las seis estaciones de ese recorrido musical por la melancolía y sus ecos sonoros. Un recorrido por la melancolía desesperada e isabelina de John Dowland, laudista y compositor renacentista y sus siete pavanas apasionadas para laúd y voz; por la melancolía barroca de Händel en su oda pastoral L’Allegro, il Penseroso ed il Moderato, que adaptaba dos poemas de Milton sobre los temperamentos humanos, entre el alegre y el melancólico; por La Malinconia con la que Beethoven tituló en italiano el último movimiento de su Cuarteto número 6, “una de las piezas más intensas y dramáticas que se hayan escrito como representación de la melancolía” y “un retrato trágico de un malestar profundo y que incluía la alternancia entre la tristeza saturnina y la alegría sanguínea”; por varios lieder de Schubert, “que están en el corazón del Romanticismo”; por la bipolaridad de Schumann, que “durante toda su vida sufrió intensamente violentos vaivenes entre la tristeza y el frenesí. Schumann fue consciente de su terrible condición anímica. Oscilaba entre estados de febril alegría y caídas en hondas melancolías”, por su Sonata para pianoforte, dedicada a Clara, y por un ciclo de lieder de amor inspirados en poemas españoles del siglo XVI; por el vals melancólico de Listz que inspiró a Baudelaire un poema de Las flores del mal (“¡Vals melancólico, vértigo lánguido!”); por el inicio de la Segunda sinfonía de Brahms (“Nunca he escrito nada tan triste”, le confesaba en una carta a un músico amigo); por el lirismo sublime de la Sérénade mélancolique para violín y orquesta de Tchaikovsky,  “que puede considerarse como la gran culminación de la melancolía en la música romántica” y en la que “el violín pareciera explorar todos los rincones de un alma herida”; por las melancolías modernas de Sibelius y su Malinconia, en la que dialogan la tristeza desconsolada del violonchelo y la creatividad de un piano rebelde y juguetón; por el quejido flamenco de El Albaicín de Albéniz en la evocación melancólica del barrio morisco granadino; por el aria melancólica y neorromántica de la Cantilena en la quinta Bachiana brasileira de Heitor Villa-Lobos; por el ciclo de canciones Pierrot lunaire, de Schönberg, “que está lleno de pasajes melancólicos”; por La Canción de la Tierra, el ciclo sinfónico de canciones de Mahler; por el Lamento final del trío para corno y piano de Ligeti o por Melencolia I, de Harrison Birtwistle, una composición para clarinete y dos orquestas de cuerdas inspirada en el famoso grabado homónimo de Durero y en su ángel de la melancolía.

Así resume su método y su propósito Roger Bartra: “Mi tarea será traducir las expresiones musicales a palabras, a una versión textual y literaria. Me he apoyado, desde luego, en el hecho de que los músicos muchas veces parten de las palabras, tomadas de la literatura. Mis traducciones son totalmente subjetivas y personales, y algunos las verán despectivamente como poemas en prosa; pero pueden tener interés por el hecho de que durante muchos años he realizado investigaciones y he reflexionado sobre la historia de la melancolía y su presencia en contextos culturales diferentes. Pero reconozco que lo más probable es que, cuando mis lectores escuchen las obras que comento, tengan impresiones diferentes a las mías. Sin embargo, abrigo la esperanza de que mis interpretaciones y mis traducciones les sirvan para gozar las obras musicales.”

En la Coda que cierra el ensayo, concluye Bartra: 

Las expresiones musicales que sus autores reconocieron como relacionados con la melancolía son parte de una textura cultural muy amplia. Es muy dudoso que se pueda determinar una estructura musical común a todas ellas. Tengo la impresión de que los musicólogos no encontrarán esa estructura. 
[…]
La continuidad de los temas melancólicos en la música a lo largo de los siglos no se debe a que se imiten estructuras musicales, sino, como dije al comenzar esta coda, a la presencia de un contexto cultural muy potente que incluye a la melancolía como mito, como carácter, como enfermedad, como sentimiento o como idea.

Santos Domínguez 

 


10 enero 2025

Jaime Gil de Biedma. Las personas del verbo

 



Jaime Gil de Biedma.
Las personas del verbo.
Edición de Carme Riera y Félix Pardo.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2024.

Un amplísimo aparato crítico culmina la edición de Carme Riera y Félix Pardo de Las personas del verbo de Jaime Gil de Biedma que acaba de aparecer en Cátedra Letras Hispánicas

Es la primera edición crítica del conjunto de la obra poética de Jaime Gil de Biedma, como explican los editores en la espléndida introducción. “Pese a tanto fervor por el autor, hasta el momento ningún estudioso de la poesía gildebiedmiana se ha ocupado de ofrecer una edición crítica, tarea que nosotros hemos llevado a cabo. Para que el trabajo pudiera considerarse definitivo hemos sido lo más exhaustivos posible, no solo cotejando las diversas ediciones de los distintos poemarios sino también buscando los poemas publicados en antologías y revistas tanto nacionales como extranjeras. Ha sido una labor de años porque a veces nos ha resultado complicado acceder a los textos.”

Tras la reproducción de los textos exentos de Según sentencia del tiempo, Compañeros de viaje, Moralidades y Poemas póstumos (en un apéndice se añaden los poemas no incluidos en la edición definitiva de Las personas del verbo), el volumen incorpora  las notas que el propio Gil de Biedma escribió para las distintas ediciones de su obra poética, entre ellas una imprescindible Nota autobiográfica en la que se se lee:  

 “Quizá hubiera que decir algo más sobre eso, sobre el no escribir. Mucha gente me lo pregunta, yo me lo pregunto. Y preguntarme por qué no escribo inevitablemente desemboca en otra inquisición mucho más azorante: ¿por qué escribí? Al fin y al cabo, lo normal es leer. Mis respuestas favoritas son dos. Una, que mi poesía consistió —sin yo saberlo— en una tentativa de inventarme una identidad; inventada ya, y asumida, no me ocurre más aquello de apostarme entero en cada poema que me ponía a escribir, que era lo que me apasionaba. Otra, que todo fue una equivocación: yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema.”

Poeta fundamental en la segunda mitad del siglo XX en España, Gil de Biedma encontró su propia voz en el diálogo con la poesía inglesa, concibió la poesía como simulacro de la experiencia, a través de una persona lírica que expresa no la realidad de la anécdota, sino la perspectiva que la afronta, la recuerda o la reconstruye como espejismo. Es la perspectiva distanciada de una mirada externa que se proyecta sobre sí mismo, transformado en personaje, en persona del verbo.

Browning y Tennysson en el XIX, y después Pessoa, Eliot o Borges crearon personajes para atribuirles otra vida, para explorar otras dimensiones de lo humano. Gil de Biedma tuvo bastante con ese complejo personaje que se llamaba Jaime Gil de Biedma, con el que practica un juego de espejos, de ironía y de máscaras. Eso explica – para empezar- el título que el autor elige para su obra. Esas personas que viven en el poema y a las que se refería al sesgo en su conocida declaración: “Yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema.”

Al integrarse en esa tradición, que es en gran medida también la de Luis Cernuda, el autor de Las personas del verbo se suma a la llamada poesía de la experiencia, entendida no como mera imitación de la realidad, sino como el simulacro de una experiencia.

En El pie de la letra recogió Gil de Biedma la mayor parte de su obra crítica, esencial para entender su poesía. Porque, como en Auden, su referencia más constante, en Gil de Biedma se unen constantemente conciencia crítica e impulso lírico para vertebrar una obra coherente. Una obra en la que se compaginan la lucidez reflexiva y la creación poética en la determinación de algunas claves esenciales que subyacen a la aparente sencillez de sus versos: la compleja voz que habla en el poema, por qué y en nombre de quién habla y a quién se dirige.

Hay en El pie de la letra un ensayo,  “Como en sí mismo al fin”, que debería figurar como prólogo o epílogo de cualquier edición de su poesía. Allí se pueden leer estas líneas:

Un poema moderno no consiste en una imitación de la realidad o de un sistema de ideas acerca de la realidad -lo que los clásicos llamaban una imitación de la naturaleza-, sino en el simulacro de una experiencia real.

“Lo que pasa en un poema -se reafirmaba Gil de Biedma en una entrevista- jamás le ha pasado a uno. Como decía Auden, los poemas son anteproyectos verbales de vida personal.”

La búsqueda del tono, de una voz propia, le plantea un reto a Gil de Biedma. Su preocupación poética es conseguir una modulación expresiva en la que se reconcilien el lenguaje hablado y el lenguaje poético y para ello tuvo muy presentes los modelos de la poesía moderna francesa, de Gérard de Nerval a Baudelaire, y de la lírica inglesa de Wordsworth, Browning, Yeats, Eliot o Auden.

Y como en la poesía de Luis Cernuda, encontrar una voz personal es sobre todo cuestión de tono. Encontrar ese tono, modular la voz que habla en el poema es, junto con el desarrollo rítmico de su unidad melódica, la clave de un buen texto poético.

Y esa es también una clave esencial para entender su evolución: la búsqueda y el desarrollo de esa tonalidad. Si Compañeros de viaje es la historia de un despertar que tiene como eje el paso de la adolescencia a la edad adulta y el viaje a la madurez vital y la conciencia de grupo, entre la apertura al exterior y la tendencia al aislamiento, Moralidades representa su madurez poética, es un libro en el que se cruzan las ideas con los sentimientos y la conducta en un erotismo que oscila entre lo pandémico y lo celeste. 

Gil de Biedma ha encontrado ya ese tono que se proyecta en su última entrega poética, Poemas póstumos, un libro escrito desde la conciencia trágica del tiempo y la pérdida de la juventud. En esos poemas Gil de Biedma ha acrecentado la distancia irónica hacia sí mismo como personaje, proyectado en la vejez y la muerte. Es lo que ocurre en sus textos más significativos, «Contra Jaime Gil de Biedma» y «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma», que termina con estos versos

                         Yo me salvé escribiendo
después de la muerte de Jaime Gil de Biedma.

De los dos, eras tú quien mejor escribía.
Ahora sé hasta qué punto tuyos eran
el deseo de ensueño y la ironía,
la sordina romántica que late en los poemas
míos que yo prefiero, por ejemplo en Pandémica…
A veces me pregunto
cómo será sin ti mi poesía.

Aunque acaso fui yo quien te enseñó.
Quien te enseñó a vengarte de mis sueños,
por cobardía, corrompiéndolos.

A partir de ese momento muere el personaje, es decir, calla el poeta. Esta es la «Canción final» que cierra Las personas del verbo:

Las rosas de papel no son verdad 
y queman
lo mismo que una frente pensativa
o el tacto de una lámina de hielo. 

Las rosas de papel son, en verdad,
demasiado encendidas para el pecho.

“El camino de la vida, desde antes de llegar in mezzo -escriben en la Introducción Carme Riera y Félix Pardo- hasta el final, incluso tras la muerte del Jaime Gil que mejor escribe, se va  trazando a través de los distintos poemas, el recorrido por un sujeto poético que se metamorfosea por mor del tiempo y de las circunstancias, en diversas personas, aunque todas se reúnan en un solo dios verdadero que es su autor. De ahí, tal vez, el título de su obra casi completa, Las personas del verbo, que, alusión trinitaria, por un lado, y gramatical por otro, se vincula a esta búsqueda de homónimos y heterónimos necesarios para el entendimiento de uno mismo. No en vano la poesía de Gil de Biedma consistió, según sus propias palabras, «en la tentativa de inventarse una identidad», pero incluso una vez inventada vuelve sobre ella y, en «Contra Jaime Gil de Biedma», juega a escindirse y, en «Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma», a sobrevivirse. Sin embargo el autor pone como excusa el hecho de haber logrado inventarse esa identidad para dejar de escribir e incluso también para que su obra sea tan breve.”


Santos Domínguez 


08 enero 2025

Katherine Mansfield. Poco tiempo en cualquier lugar

 


Katherine Mansfield.
Poco tiempo en cualquier lugar.
Cartas 1903-1922.
Traducción de Patricia Díaz Pereda.
Páginas de Espuma. Madrid, 2024.


“Katherine murió hace una semana. […] Y sentí… ¿Qué sentí? ¿Un repentino alivio? ¿Una rival menos? Luego, la confusión de sentir tan poca emoción… Y después, gradualmente, vacío y decepción; y un abatimiento del que no pude recuperarme en todo el día. Cuando me puse a escribir, me pareció que escribir no tenía ningún sentido. Katherine no lo leerá. Katherine ya no es mi rival”, anotaba Virginia Woolf en su diario el 16 de enero de 1923 después de la muerte de Katherine Mansfield en Fontainebleau. 

Esos celos indisimulados de Virginia Woolf tenían su justificación en la altura narrativa y la hondura humana de Katherine Mansfield (1888-1923), que moría de tuberculosis a los 34 años y cerraba así de forma trágica y prematura el camino literario que había abierto doce años antes En un balneario alemán, su primera colección de cuentos.

Fue una de las fundadoras del relato contemporáneo en lengua inglesa. Las tempestades que se ocultan bajo la superficie aparentemente apacible de sus cuentos la vinculan a la sutileza y a la profundidad de Chejov, a su ironía y a su compasión solidaria ante el dolor del mundo y el fracaso de la vida.

Sensible y libre de prejuicios, inescrutable según Virginia Woolf, Katherine Mansfield tuvo una vida tan corta como turbulenta: su inestabilidad emocional y vital impulsaron sus cambios constantes de lugares y de relaciones, su existencia itinerante por Inglaterra, Italia, Suiza y Francia, sus deambulaciones geográficas y sentimentales, su desarraigo y su marginalidad. La escritura fue su forma de arraigarse en un mundo hostil del que a menudo se protegió urdiendo máscaras que dieron una imagen enigmática de su personalidad, siempre en guardia y vigilante. 

Ambiciosa y frágil, independiente y desvalida, rebelde y ensimismada, contradictoria y solitaria, perseguida siempre por la desgracia, Katherine Mansfield traza indirectamente parte de su autobiografía en sus diarios y en su correspondencia. 

Páginas de Espuma edita una selección de sus cartas, inéditas en castellano, preparada y traducida por Patricia Díaz Pereda, que señala en su prólogo -‘Las máscaras de una outsider’-que “sus cartas dan testimonio de la resiliencia y la pasión por la vida de una autora que en su breve vida logró escribir un buen número de relatos, algunos de los cuales son obras maestras que la sitúan como una de las grandes del género del siglo XX en lengua inglesa.
Al lector del presente volumen le corresponderá forjarse su propia imagen de la mujer y de su enigmática y compleja personalidad. Lo que es indiscutible es que Katherine Mansfield nunca se rindió en la lucha contra la adversidad y nunca cejó en su búsqueda de horizontes mejores, en la vida y la escritura.”

Abre la selección una carta de abril de 1903, dirigida a una amiga desde Londres, cuando Katherine Mansfield aún aspiraba a convertirse en violonchelista, pese a la oposición de su padre, a quien va dirigida la última carta, fechada el 31 de diciembre de 1922, nueve días antes de su muerte.

Además de un índice onomástico y un índice general de cartas, cierran el volumen dos apéndices: una relación pormenorizada de los lugares desde donde Mansfield escribió estas cartas (de Londres a Fontainebleau, de París a Oxfordshire, de la Liguria a Suiza) y una semblanza de sus principales destinatarios: su amiga y confidente Ida Baker, la pintora Dorothy Brett, el traductor del ruso Samuel Koteliansky; su segundo marido, el editor y escritor John Middleton Murry; a la mecenas Ottoline Morrell, a la que le pide ayuda ante las penurias económicas en una carta escrita en Cornualles el 7 de abril de 1916: 

Estamos preparando la casa -pero todo parece estar hechos de cantos rodados-. Tendremos que comer cantos rodados, así como usarlos de almohada. Lo del dinero es horrible: no tenemos nada. Esta mañana nos preguntamos si podría prestarnos una silla o una mesa o cualquier cosa que se pueda aprovechar. […] Nosotros no tenemos nada y la queremos de verdad. Ahora mendigamos -pasando el gran sombrero negro de Jack de 3,50 francos-. Pero, por supuesto, si no tiene, lo entendemos. 
Quiero escribir otra vez. Estoy escribiendo sobre mis rodillas -entre barrer el suelo y limpiar la pintura-.

O Virginia Woolf, con quien se carteó mucho en 1918 y 1919. En una carta fechada el 10 de abril de 1919 le escribe: 

Virginia, he leído tu artículo de las Novelas Modernas. Escribes tan condenadamente bien, tan endiabladamente bien. Están esos pequeñajos, ya sabes, esquivando y dando tropiezos, cogiendo una bocanada de aire aquí y mirando fijamente allá -y ahí está tu mente, tan acostumbrada a coger aire a lo grande-. Para decir la verdad estoy orgullosa de tu escritura. Leo y pienso, «Cómo los derrota…»

Al traductor Samuel Koteliansky, que le descubrió la literatura rusa, fue su mejor amigo y tradujo con ella las cartas de Chéjov al inglés, le comenta a principios de agosto de 1919 desde Hampstead:

Me pregunto si has leído a Joyce, Eliot y esos ultramodernos. Es tan extraño que escriban como lo hacen después de Chéjov. Porque Chéjov ha dicho la última palabra hasta ahora, y más aún, nos ha dado la indicación del camino por el que deberíamos ir. No solo ignoran esto: piensan que los relatos de Chéjov son casi tan buenos como los «casos» de Freud.
¡Dios mío, si yo me siento en el banco de atrás, mi maestro es A[nton]. C[héjov]!

Y el 13 de diciembre de ese mismo año, le dice en otra carta desde Ospedaletti:

Trataré de ponerme bien aquí. Si muero, quizá haya un pequeño cielo privado para los tuberculosos. En ese caso, veré a Chéjov. Estará caminando por los senderos de su jardín, con árboles frutales a cada lado y tulipanes en flor en los arriates. Su perro estará sentado en el camino, jadeando y sonriendo levemente, como hacen los perros que han estado correteando mucho. 
Solo pensar en esto, me hace sentir como si mi corazón se estuviera disolviendo; una sensación extraña.”

La escritura y la literatura, las dificultades económicas, la insatisfacción y el desasosiego personal, la relación con su marido, la enfermedad y los cambios de lugar en busca de los tratamientos adecuados son los temas que recorren estas cartas.

En una de las últimas cartas a su marido, John Middleton Murry, el 21 de octubre de 1922 le explica la revolución privada que la ha llevado a ingresar en el Instituto para el Desarrollo Armónico del Hombre, de Gurdjieff, una comunidad instalada en un château:  

He pasado por una pequeña revolución desde mi última carta. De repente, decidí intentar aprender a vivir según lo que creía, nada menos, y no como en toda mi vida hasta ahora, vivir de una manera y pensar de otra… No me refiero superficialmente, por supuesto, pero en el sentido más profundo siempre he estado desunida. Y esto, que ha sido mi «pena secreta» durante años, ahora lo es todo para mí. Realmente yo no puedo seguir pretendiendo ser una persona y ser otra, es una muerte en vida. Así que he decidido hacer borrón y cuenta nueva de todo lo que fue «superficial» en mi pasado y empezar de nuevo para ver si puedo entrar en esa vida real, simple, veraz y plena que sueño. He pasado por un tiempo espantosa mente mortal para llegar a esto. Conoces ese tipo de tiempo. No se muestra mucho externamente, ¡pero una tiene simplemente el caos dentro!…

Esa carta termina así:

Si hubiera seguido con mi vida anterior, nunca habría vuelto a escribir, porque me estaba muriendo de pobreza vital.
Me gustaría, cuando una escribe sobre las cosas, no dramatizarlas tanto. Me siento increíblemente feliz por todo esto, y todo es tan sencillo como puede serlo… En cualquier caso, no escribiré ninguna historia durante tres meses y no tendré un libro listo antes de la primavera. No importa.

Santos Domínguez

 

06 enero 2025

Por el camino de Swann

 

 

Marcel Proust.
En busca del tiempo perdido.
I. Por el camino de Swann. 
Traducción de Mercedes López-Ballesteros.
Alfaguara. Barcelona, 2024.


Durante años me acosté temprano. A veces, nada más apagar la vela, los ojos se me cerraban tan deprisa que no me daba tiempo ni a decirme: «Me estoy durmiendo». Y al cabo de media hora, el pensamiento de que había que ir buscando el sueño me despertaba; quería dejar el volumen que aún creía tener entre las manos y apagar la luz de un soplo; no había dejado de reflexionar, mientras dormía, sobre lo que acababa de leer, pero esas reflexiones habían adoptado un sesgo un tanto peculiar, me parecía ser yo mismo aquello de lo que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta creencia sobrevivía unos segundos a mi despertar; no me parecía descabellada, pero me pesaba como escamas sobre los ojos y les impedía darse cuenta de que la palmatoria ya no estaba encendida. Después empezaba a volvérseme ininteligible, como los pensamientos de una existencia anterior tras la metempsicosis; el tema del libro se desligaba de mí, y yo era libre de sumirme o no en él; no tardaba en recobrar la visión y se me hacía muy raro encontrar a mi alrededor una oscuridad suave y sosegante para los ojos, pero tal vez aún más para la mente, a la que se revelaba como algo sin causa, incomprensible, como una cosa en verdad oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbido de los trenes, que más o menos alejado, como el canto de un pájaro en un bosque, al dar la medida de las distancias me describía la extensión de la campiña desierta por la que el viajero se apresura hacia la estación cercana; y el sendero que recorre se va a grabar en su recuerdo por la excitación debida a lugares nuevos, a actos desacostumbrados, a la charla reciente y la despedida bajo la lámpara ajena que lo siguen acompañando en el silencio de la noche, a la inminente dulzura del regreso.
Apoyaba suavemente las mejillas en las hermosas mejillas de la almohada, que por su redondez y su frescor son como las de nuestra infancia. Encendía un fósforo para mirar el reloj. Pronto serían las doce. Es el instante en que el enfermo que se ha visto obligado a salir de viaje y ha tenido que acostarse en un hotel desconocido, y al que ha despertado una crisis, se alegra de ver bajo la puerta una rendija de luz. ¡Menos mal, ya es de día! Dentro de un rato los criados se habrán levantado, podrá llamar, vendrán a socorrerlo. La esperanza de verse aliviado le infunde valor para sufrir. Precisamente le ha parecido oír pasos; los pasos se acercan y luego van alejándose. Y la rendija de luz bajo la puerta desaparece. Es medianoche; acaban de apagar el gas; el último criado se ha marchado y habrá que pasarse toda la noche sufriendo sin remedio.

Así comienza Por el camino de Swann, la primera de las siete entregas de En busca del tiempo perdido, en la nueva traducción de Mercedes López-Ballesteros, que publica Alfaguara, que asume así el proyecto de Javier Marías de editar en Reino de Redonda esta nueva y espléndida versión del ciclo proustiano.

Su primera parte, Combray, toma su título de la transposición literaria de Illiers, un lugar a cuarenta kilómetros de Chartres, donde proyectó Proust sus recuerdos infantiles y donde se sitúa el recuerdo evocado en la experiencia epifánica de la magdalena mojada en la infusión de té que le ofrece su madre: la de la magdalena mojada en té que le ofrecía los domingos por la mañana su tía Léonie en su infancia en Combray.

La segunda parte del volumen, Un amor de Swann, tiene en ese episodio del refinado Charles Swann enamorado de Odette una serie de características propias que por un lado le dan una cierta autonomía narrativa y por otro contienen muchas de las claves temáticas y tonales del ciclo. 

Y así, en las dos partes de Por el camino de Swann está ya prefigurado, si no configurado del todo, el monumental ciclo novelístico proustiano: la atmósfera y la mirada, las evocaciones y las digresiones, la sintaxis compleja y el ritmo demorado, la memoria involuntaria y la búsqueda, la voz baja y la mirada furtiva, el detalle y el sufrimiento, el placer y la angustia, el silencio y la soledad, el refinamiento y la melancolía, el mundo de las sensaciones y la subjetividad, la experiencia y las revelaciones, la civilización refinada y la anécdota trivial, la ética y la estética, los “jardines en una taza de té”, que fue el primer título pensado para el conjunto novelístico.

De ese lugar salen todos los caminos del libro, como explica el narrador: 

Y como en ese juego con que los japoneses se entretienen metiendo en un cuenco de porcelana lleno de agua pedacitos de papel, indistintos hasta entonces, que nada más sumergirlos se desperezan, se retuercen, se colorean, se diferencian, se convierten en flores, en casas, en personajes consistentes y reconocibles, así, en ese instante, todas las flores de nuestro jardín y las del parque de M. Swann, y las ninfeas del Vivonne, y las buenas gentes del pueblo y sus moradas pequeñitas y la iglesia y todo Combray y sus aledaños, todo aquello que iba cobrando forma y solidez, salió, ciudad y jardines, de mi taza de té.

De este volumen arrancan también las claves temáticas que sostienen como columnas vertebrales la arquitectura monumental de En busca del tiempo perdido: la convivencia del pensamiento y el sentimiento, de la apariencia y la realidad, del amor y la soledad. Ya tienen en estas páginas una presencia potente el sueño y las relaciones sociales, la imaginación, el tiempo y la memoria, la homosexualidad y la creación, las ilusiones y los desengaños, el deseo y los celos, la enfermedad y la muerte, la vida y el arte, los diálogos agudos y los retratos magistrales de personajes inolvidables. 

El despertar sexual y los celos, la aristocracia de los Guermantes, las ilusiones perdidas y la decadencia irreversible de un mundo que muere, a través del esnob Swann, del barón de Charlus o de la dominante Odette se evocan -se reconstruyen- en un pasado en el que la memoria superpone ficción y realidad, igual que se superponen lo consciente y lo subconsciente, la imaginación y las sensaciones, la voz del narrador y la del autor y los tiempos distintos -pasado, presente y futuro- en los que viven, recuerdan y escriben.  Como el narrador que cierra de esta manera memorable Por el camino de Swann:

Hacía ya tiempo que se habían marchado cuando yo aún seguía interrogando en vano a los caminos desiertos. El sol se había ocultado. La naturaleza volvió a reinar en el Bois, donde se había desvanecido la idea de que era el Jardín Eliseo de la Mujer; sobre el falso molino el cielo verdadero estaba gris; el viento rizaba el Lago Grande con un tenue oleaje, como un lago; grandes aves recorrían veloces el Bois, como un bosque, y chirriando se posaban una tras otra en los altos robles que bajo su corona druídica y con una majestad dodonea parecían proclamar el vacío inhumano del bosque abandonado, y me ayudaban a entender mejor la contradicción que supone buscar en la realidad los cuadros de la memoria, a los que siempre les faltaría el encanto que les viene de la propia memoria y de no ser percibidos por los sentidos. La realidad que yo había conocido ya no existía. Bastaba con que Mme. Swan no llegara igual en todo, en el mismo momento, para que la avenida fuera otra. Los lugares que hemos conocido no solo pertenecen al mundo del espacio en que los situamos para mayor comodidad. No eran sino una delgada capa entre impresiones contiguas que formaban nuestra vida de entonces; el recuerdo de una determinada imagen no es sino la añoranza de un determinado instante; y las casas, los caminos, las avenidas son, por desdicha, fugitivos como los años.

Porque entrar en el mundo proustiano es acceder a otra dimensión de la vida y la literatura. Es comprender definitivamente que la verdadera vida, la única vida vivida con intensidad es la de la literatura, la de la escritura que da sentido a la existencia frente al olvido, la decadencia y la muerte, como concluirá Proust en la novela final, que cierra un círculo temporal para regresar al punto de partida de la serie, al momento narrativo en que confluyen el tiempo del narrador y el tiempo narrado. 

Este primer volumen es la puerta de entrada al mundo complejo y prodigioso que creó irrepetiblemente Proust como uno de los monumentos literarios más memorables de la historia de la literatura.

Santos Domínguez
 


03 enero 2025

Jorge Pérez Cebrián. Pero nunca los huesos de las aves​​

  


Jorge Pérez Cebrián.
 Pero nunca los huesos de las aves​​.
Pre-Textos. Valencia, 2024.


Soy paciente.
Yo cuido de las flores de los muertos 
y sólo  miro, a veces, cómo ríen 
mientras guío las bestias, 
le entrego su pisada al miedo 
y le devuelvo el hambre a la pisada. 

Los veo 
y se acercan un poco cada día.

Yo lavo con su sangre los caminos: 
la piedra que caerá; 
la herida que los guía hacia mi vientre.

Pero ríen 
y sus sombras se alargan por la arena 
como un rastro de noche a sus espaldas.

Como marcas de sangre entre los pasos 
que señalan las puertas de los míos.

Con esos versos cierra Jorge Pérez Cebrián Natura naturans, un poema que forma parte de Pero nunca los huesos de las aves​​ (Pre-Textos), el magnífico libro con el que obtuvo el XVI Premio de Poesía Joven de RNE - Fundación Montemadrid. Una alta cordillera poética que tiene una de sus muchas cimas en ese texto, un largo poema que debería estar en cualquier antología de poesía española del siglo XXI.

Visionaria y meditativa, creadora de un mundo poético intenso y personal, aunque sólidamente arraigada en la mejor tradición de la poesía como forma de conocimiento, la de Jorge Pérez Cebrián es una mirada honda y asombrada, consciente y dolorida, ambiciosa de iluminaciones en la sombra y asentada en la voluntad de nombrar el mundo con una palabra poética de asombrosa madurez y de inusual hondura. Una palabra medida y limpia, pulida y perfilada como un diamante que da como resultado una poesía de extrema depuración y enorme calidad. Como este Natura naturata:

Sal al jardín.
Escucha los secretos 
que duermen en los cráneos de las flores 
y empañan esta noche con cuidado. 
Ven.
El aire acogerá tu cuerpo
como una magia leve y cotidiana 
y las hojas responderán su brisa 
en algo parecido a un mismo idioma.
Observa levemente 
las estrellas que saben su camino,
la hierba que perdona tus pisadas.
Entra la noche.
Y si allí,
en tu extranjero idioma, 
en medio de la tierra, te preguntas 
a quién esta belleza,
si acaso el polen titubea o sabe,
el dónde de los tiempos, 
el cuándo de la rosa:
no digas nada.
Porque el que entiende el filo de una brizna 
comprende ya la voz del universo 
y tú preguntas. 
No sabes cómo 
pero esta noche sales al jardín 
y despliegas el tiempo como un manto 
y lo acoges sin miedo y te demoras 
como si no supieras.
Porque tú también eres esta noche.
Porque has venido a darle a todo 
un dónde, un quién, un cuándo:
porque en silencio eres sólo un hombre 
y eres verbo en la voz del universo. 

Una palabra sometida a la tensión entre la realidad y el deseo, palabra que entre la idea y la materia invoca el mundo y lo rescata de las sombras para devolverlo transfigurado en sustancia inefable del asombro, en callada armonía silábica, en ritmo trabajado. Y así, desde la incertidumbre, desde el territorio existencial de la vida, el amor y la muerte que articulan las tres partes del libro, la búsqueda acaba convertida por el don de la palabra en tratado de armonía, en misteriosa sutileza revelada en la voz intuida del universo y en definitiva en alta poesía.

En una poesía sólida, cimentada en la ordenada coherencia de su cosmovisión y en su indagación sobre el sentido de la vida,  y expresada con una voz potente que no se parece a la de nadie, pero en la que vibra el eco del mejor Rilke, el cazador de voces. Porque Pérez Cebrián es ya, pese a su juventud -nació en 1996-, uno de esos pocos poetas capaces de fundar un mundo propio. Un mundo poético, transitivo pero intransferible, que se mueve equilibradamente entre lo conceptual y lo sensorial, desde la conciencia del tiempo y desde la serena desolación ante las devastaciones y el destino mortal.

Un ejemplo, Aquello que, deshecho, es la materia, el poema que abre la tercera y última sección del libro:
 
Escucha.
 
Lo oirás desintegrarse en cada cosa.
 
En toda luz que guardas levemente
en su reflejo
y en todos los ayeres que atesoras,
que imitan como sombras el destino,
y que hacen, piedra a piedra, tu morada.
 
Para y escucha.
 
Algo,
en otra parte,
se incendia y ciega
manando su ceniza a tu memoria:
la vasta oscuridad el don del velo.
 
Detente.
 
Que sea un titubeo tu plegaria
porque tan sólo aquí,
en este claro,
verás las vagas formas de tu reino:
 
el destino que muere entre tus palmas,
la mano ensangrentada de tus días.

Y el lector que entra en ese mundo poético ingresará en otra dimensión del lenguaje a través de la sutil respiración del verso, corto pero intenso, con una tonalidad no alta, sino profunda, sosegada y luminosa. Como la del último poema, Ligero de equipaje, una despedida que termina con estos versos  conmovedores y en un portentoso verso final que podría resumir el libro entero y su viaje al resplandor que brilla más allá de lo oscuro:

Y guardaré la joven mirada de mi madre 
como un caudal de lunas fiel y herido 
como un verbo incansable sobre el sueño 
de alguna tierra triste anochecida. 
Me llevaré el sabor del agua fresca 
el color de una tarde de la infancia 
y un aroma que todavía ignoro.
Tendré, también, el frío, 
todo el frío, yaciendo entre mis huesos, 
quizá unos brazos 
que son leña y hogar y lo desahucian .
Tendré, no lo dudéis, toda la vida.
Y mirad: 
este que nada tuvo 
nada os deja que no sea ya vuestro.
Os dejo el mundo 
el mundo cierto, milagroso y vano.
Así que abrid las manos como flores, 
con justicia, 
aunque tan sólo solo sea 
para que al fin se cumpla en vuestros ojos 
la íntima verdad del universo: 
la furiosa belleza de la vida.

Santos Domínguez 


01 enero 2025

Calasso. El libro de todos los libros



Roberto Calasso.
El libro de todos los libros.
Traducción de Pilar González Rodríguez.
Panorama de narrativas. 
Anagrama. Barcelona, 2024.


A lo largo de casi cuarenta años, desde que en 1983 apareció La ruina de Kasch, hasta que en 2019, dos años antes de su muerte, publicó El libro de todos los libros, Roberto Calasso fue desarrollando un ambicioso proyecto de sincretismo cultural y reescritura interpretativa, de exégesis y recuento de la cultura universal: desde los mitos clásicos hasta la literatura de Kafka, desde la pintura de Tiépolo a la obra de Baudelaire, pasando por la relación entre la literatura y los dioses desde el Romanticismo alemán de Hölderlin hasta el Simbolismo francés de Mallarmé.

Centrado en los relatos del Antiguo Testamento, El libro de todos los libros, que acaba de publicar Anagrama con traducción de Pilar González Rodríguez, es el décimo volumen del proyecto, la entrega culminante de esa empresa intelectual integradora en la que confluyen la historia de las religiones y la crítica literaria, la antropología y la filosofía, la mitología clásica y la cosmogonía oriental, la literatura antigua y la contemporánea.

El libro de todos los libros lleva como exergo en su pórtico esta cita de Goethe que explica su título y resume su sentido: “Así, libro tras libro, el libro de todos los libros podría mostrarnos lo que se nos ha dado para que intentemos entrar en él como en un segundo mundo y ahí nos perdamos, nos iluminemos y nos perfeccionemos.”

El primero de sus doce capítulos se titula “La Torá en el cielo” y comienza con estas frases:  

Novecientas setenta y cuatro generaciones antes de que el mundo fuera creado, fue escrita la Torá. ¿Cómo? Con fuego negro sobre fuego blanco. Era la hija única de Yahvé. El padre quiso que viviera en tierra extranjera.

Desde ese capítulo inicial que rememora la creación del mundo antes de Adán, con un jardín paradisíaco, con un Edén que flota en el vacío anterior al espacio, Calasso hace un recorrido expositivo e interpretativo por las historias de los elegidos, los relatos bíblicos sobre los reyes de Israel:

Desde la peripecia del encuentro del joven Saúl con Samuel, el último de los jueces, el sacerdote vidente que lo unge con aceite como el primer rey de Israel; el pastor David, la culpa metafísica del censo y la parábola de la oveja robada; su hijo y sucesor Salomón, el sabio que construirá el templo de Jerusalén para colocar allí el Arca de la Alianza y a quien  se atribuye la autoría de “los dos libros bíblicos más indiferentes a la autoridad religiosa”, el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, al que Calasso dedica páginas memorables: “Si un traductor tuviera que encontrar el equivalente en su lengua, su texto rebosaría de palabras que nadie habría encontrado antes. […] Las literaturas occidentales no ofrecen nada parangonable.”

La pareja funesta de la sidonia Jezabel y el soberbio Ajab, fundador de ciudades, que combatió a Yahvé, y a quien “una sombra le acompañó y le amargó la vida: el profeta Elías”, que prometió erradicar su linaje; el clan del patriarca Abraham, que sale desde Ur de los Caldeos hacia la tierra de Canaán en una “ordalía de la que nace el individuo” y cerrará con Yahvé el pacto de los animales cortados y  la circuncisión; el holocausto de Isaac y el ángel salvador; la desgracia sin culpa del justo Job; Esaú y Jacob, el derecho a la primogenitura, el sueño de la escalera hacia el cielo y la misteriosa lucha con el ángel.

José, el hijo de Jacob, y su capacidad para interpretar los sueños; Moisés ante la zarza ardiente que no se consume y se evoca en la portada de esta edición; el Éxodo, la travesía del desierto y la subida al Sinaí, el becerro de oro y las tablas de la ley; la travesía del río Jordán, la subida al monte Nebo y la sepultura en la Tierra Prometida; Freud, que dedicó un libro fundamental a Moisés, y el espectro irredento del judaísmo y el odio perenne hacia los judíos.

Un itinerario que se remonta a las diez primeras generaciones de los hombres según el Génesis: desde Adán a Noé; recorre la herencia visionaria de los profetas, que “tenían algo de sacerdote y algo de rey”, de Isaías a Zacarīas, de Jeremías a Ezequiel, el más importante, de todos ellos, el “oráculo de Yahvė” al que Calasso dedica un espléndido capítulo antes de culminar el recorrido bíblico de El libro de todos los libros con  un capítulo final sobre la figura del Mesías que se cierra con estos párrafos:

El estado mesiánico es uno de los varios estados en los que las cosas pueden existir. Nadie sabe decir mucho más que el nombre. Pero todos saben qué es.
Cuando llegue el Mesías, es probable que pase inadvertido, porque cambiará solo algunas pequeñas cosas. Y no se sabrá cuáles.

Entre el relato y la exégesis, entre la reelaboración narrativa y la erudición ensayística, Calasso hace una honda lectura aconfesional (ni católica ni judía, ni protestante ni secular) del carácter humano y cultural, no divino, de la Biblia y de su singularidad expositiva: se trata de iluminar tanto la palabra escrita como la elipsis de todo aquello que no se nombra, a partir del necesario equilibrio entre lo dicho y lo omitido en los relatos bíblicos: es el “fuego negro sobre fuego blanco” que aparece orientadoramente en las primeras líneas citadas más arriba. 

Y por eso en cada uno de los capítulos de El libro de todos los libros Calasso aborda en sus comentarios temas como la elección y la necesidad, el error y la culpa, el azar y el destino, el engaño y la gracia; la transgresión y el sacrificio y los proyecta como un foco iluminador en la modernidad, como el código que ha cifrado la cultura y moldeado los arquetipos humanos y las claves hermenéuticas esenciales de la imaginación occidental.

Porque -escribe Calasso- “a diferencia de los primeros mitógrafos, los redactores de la Biblia no pretendían dar cuenta del orden del mundo. Querían dar cuenta ante todo de un pueblo que tenía el nombre de un individuo: Jacob. Y su historia, como la de Jacob, era una concatenación de hechos afortunados y de reveses, de artimañas perpetradas y de vejaciones sufridas. Obsesiva y repetitiva, como tienden a ser las de los individuos. Pero siempre con unos rasgos peculiares y reconocibles. Toda la Biblia, aun con su multiplicidad de redactores, de épocas y de estilos, adquirió un carácter compacto y simultáneo, como el perfil de un individuo.”


Santos Domínguez 


30 diciembre 2024

Julio Ramón Ribeyro. Cuentos reunidos


 Julio Ramón Ribeyro. 
Cuentos reunidos.
La palabra del mudo.
Prólogo de Juan Gabriel Vásquez.
Alfaguara. Barcelona, 2024.

Cuando acaban de cumplirse el 4 de diciembre los treinta años de la muerte del narrador peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), Alfaguara publica en su colección de Cuentos completos la totalidad de sus cuentos, agrupados en el volumen Cuentos reunidos, con el subtítulo La palabra del mudo, el que eligió el propio autor, uno de los maestros hispanoamericanos del género, para reunir toda su narrativa breve en cuatro ediciones sucesivas desde 1973: “¿Por qué La palabra del mudo? Porque en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de la palabra, los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Yo les he restituido este hálito negado y les he permitido modular sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias.”

Veinte años después, al frente de la cuarta edición del libro, ese título adquiría un nuevo sentido: “He mantenido el de La palabra del mudo, si bien sé que ya no corresponde enteramente a mi propósito original, que era darles voz a los olvidados, los excluidos, los marginales, los privados de la posibilidad de expresarse. Y si lo he mantenido es porque dicho título ha cobrado para mí un nuevo significado. Quienes me conocen saben que soy hombre parco, de pocas palabras, que sigue creyendo, con el apoyo de viejos autores, en las virtudes del silencio. El mudo en consecuencia, además de los personajes marginales de mis cuentos, soy yo mismo. Y eso quizá porque, desde otra perspectiva, yo sea también un marginal.”

Abre el volumen un estupendo prólogo de Juan Gabriel Vásquez, que señala que “sus noventa y cinco cuentos […] conforman una de las empresas más valiosas de la literatura latinoamericana. Todos merecen nuestra atención y nuestra entrega, y las retribuyen con creces; algunos son francas obras maestras que perdurarán mientras el mundo sea mundo y mientras el ser sea humano.”

Casi un centenar de cuentos integran esta edición definitiva en un volumen de casi mil páginas que incorpora en su pórtico el último relato de Ribeyro, Surf. Lo terminó el 26 de julio de 1994, poco antes de morir, y se encontró en su ordenador. De ese mismo año son las reflexiones sobre el género del cuento que sirven como introducción del libro.

Heredero de Kafka y discípulo de Borges, Ribeyro creó uno de los mundos literarios más personales e interesantes de la narrativa hispanoamericana contemporánea. Sus relatos urbanos proyectan un inesperado destello de fantasía y de irrealidad sobre lo cotidiano y configuran un universo narrativo poblado por personajes que se mueven por los barrios populares de Lima entre el desconcierto y el asombro. 

Como sus personajes, Ribeyro se siente parte de ese mundo acallado y por eso sus relatos combinan lo autobiográfico y la mirada crítica o escéptica, el recuerdo de la infancia con la denuncia de la miseria. Son relatos apoyados en una sólida técnica y en una reflexión constante que se plantea los límites y las características técnicas de un género más mostrativo que didáctico. De esa reflexión surgió el decálogo que abre el volumen con una reivindicación del interés por la historia y del papel del lector en afirmaciones como estas:

El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector a su vez pueda contarlo.

La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada y si es inventada, real.

La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no existe como cuento.

En el cuento no debe haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.

Esos son algunos de los objetivos que Ribeyro propuso en su decálogo. Y estos cuentos, a menudo abiertos y siempre brillantes, son su demostración eficiente. Desde Los gallinazos sin plumas, que escribió en 1954, hasta el final Relatos santacrucinos, pasando por los maduros Silvio en El RosedalSólo para fumadores, La palabra del mudo refleja más de cuarenta años de dedicación insistente y brillante a la narrativa breve.

Y de una creciente pericia marcada por una evolución que pasa por dos momentos, por dos modalidades sucesivas: la inventiva que domina en sus primeros libros y la evocativa que se va imponiendo a partir de los años ochenta en sus relatos.

“Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable. Que lo que haga tenga valor o no es secundario. Lo importante es que escribir es mi manera de ser, que nada reemplazará. Cuando imagino una vida afortunada, millonaria, veo siempre el lugar donde pueda seguir escribiendo. Si no fuera necesario comer, dormir, trabajar, no abandonaría este sitio, donde nada me incomoda, donde gozo del más completo albedrío, donde soy dueño del mundo, de mi mundo, sus fabulaciones, hazañas, torpezas, locuras, el mundo irreal de la creación, al lado del cual no hay nada comparable”, escribía Julio Ramón Ribeyro en sus diarios, La tentación del fracaso.

Y a propósito de esa declaración, comenta Juan Gabriel Vasquez en su prólogo: “Siempre he pensado que todo escritor joven debería firmar esta entrada antes de ganarse el derecho de publicar libros. Pero ahora pienso, además, que también el lector debería conocerla de memoria para comprender, aunque sea someramente, la pasión y el oficio que hay detrás de estas páginas.”

Este espléndido volumen supone la imprescindible recuperación de una lectura imprescindible. Porque no leer a Ribeyro, y especialmente su narrativa breve, es desconocer gran parte de la riqueza de la literatura hispanoamericana, que sin él sería mucho más plana, mucho más pobre, mucho más muda.

Santos Domínguez

27 diciembre 2024

Harold C. Schonberg. Los grandes compositores



Harold C. Schonberg.
Los grandes compositores.
Traducción de Aníbal Leal y Joan Eloi Roca.
Ático de los libros. Barcelona, 2024.

“Escribí este libro para un público inteligente y amante de la música; y traté de organizarlo para que pudiera trazarse la continuidad de la historia de la música desde Claudio Monteverdi hasta hoy. La composición musical es un proceso en constante evolución, y no ha habido genios, por grandes que sean, que no hayan recibido algo de sus predecesores”, afirma Harold C. Schonberg en el Prefacio de su monumental obra Los grandes compositores, que publica en una magnífica edición -la primera íntegra en español- Ático de los libros en un estuche con dos volúmenes espléndidamente ilustrados con traducción de Aníbal Leal y Joan Eloi Roca.

Editada en dos tomos -de Monteverdi a Hugo Wolf, el primero y el segundo de Johann Strauss a los Minimalistas-, organizada en cuarenta y un capítulos y rematada por una bibliografía específica de cada autor, Los grandes compositores traza una historia completa de la música clásica a través de sus compositores y propone una orientadora guía de audiciones representativas de cada autor, de cada estilo, de cada época.

Con un acercamiento ameno y riguroso a las vidas y las obras de las figuras más importantes de la música clásica, Harold C. Schonberg, que ejerció como crítico musical de The New York Times entre 1950 y 1980, refleja el perfil biográfico y creativo de decenas de compositores, desde un Monteverdi precursor de la ópera - “el compositor más temprano de la historia de la música que goza de reputación internacional actualmente”- hasta el minimalismo musical de los años noventa del siglo pasado, un Nuevo Barroco representado por figuras como Philip Glass o John Adams que en 1995, en palabras de Schonberg, “era la manifestación más popular del pensamiento musical avanzado o recesivo, según se mire.”

Estos son algunos de los temas y los compositores que aborda Schonberg en el primer tomo:

La transfiguración del Barroco en Bach, que “tomó las formas que la música le aportaba y las amplió, modificó y perfeccionó de manera constante […] incorporando en el proceso su propio genio.” 

Händel, compositor y empresario, cuya música “respira un vigor, una amplitud y una invención poco habituales”. Su oratorio El Mesías -escribe Schonberg- es “la obra de música coral más popular que se haya compuesto.”

El clasicismo por excelencia de Haydn, “la figura musical más celebrada durante una época en la que Europa se enorgullecía de su civilización, su lógica, su moderación sentimental y su politesse.”

Wolfgang Amadeus Mozart, el prodigio de Salzburgo, que “fue el músico más grande de su tiempo y, como compositor, alcanzó el nivel más alto en todos los géneros musicales: ópera, sinfonía, concierto, cámara, vocal, piano, coral… Todos. Además, fue el mejor pianista y organista de Europa, y el mejor director. Y si se hubiese dedicado a ello, también se habría convertido en el mejor violinista. En música no existía prácticamente nada que no pudiera hacer mejor que otro.”

Beethoven, el revolucionario de Bonn, que “se consideraba a sí mismo un artista, y defendía sus derechos como tal. Mientras Mozart se buscaba un hueco en el mundo aristocrático, ávido, sin llegar a ser admitido, Beethoven, que tenía solo unos quince años menos, abría de un puntapié las puertas, entraba como una tromba y se instalaba con soltura. Era un artista, un creador, y según su propio criterio, como tal, superior a reyes y nobles. Tenía ideas revolucionarias acerca de la sociedad, y un concepto romántico de la música.”

Schubert, el primer poeta lírico de la música, que vivió su vida Bohemia a la sombra poderosa de Beethoven y murió a los 31 años: Su misión era crear música; existía únicamente para eso.” “El viaje de invierno, compuesto en 1827, el año que procedió a su muerte, es la serie de canciones más importante que existe en la historia de la música.”

La libertad y el  nuevo lenguaje de Weber y los románticos tempranos, que en una década, entre 1830 y 1840, cambiaron “todo el vocabulario armónico de la música.” “A juicio de los románticos, Weber fue el hombre que desencadenó la tormenta.”

La exuberancia romántica y la moderación clásica de Hector Berlioz, que “se convirtió en el primer romántico francés y en el primer exponente auténtico de lo que Europa denominaría después ‘la música del futuro’. Fue Berlioz quien, al crear la orquesta moderna, exhibió un nuevo tipo de fuerza tonal, y otros recursos y colores.”

Robert Schumann, “innovador, crítico y propagandista de lo nuevo, y un gran compositor. […] Fue el primero de los compositores anticlásicos” y “afirmó una estética completa que rozaba el expresionismo. La música debía reflejar un estado de ánimo interior.”

La apoteosis del piano con Chopin, que “armonizaba perfectamente con el París loco, perverso, melancólico y alegre de las décadas de 1830 y 1840.” “Un compositor que decidió desde temprano crear únicamente para el instrumento que amaba.” “Otros compositores han tenido sus altibajos; Chopin se mantiene en un nivel permanente, y la literatura pianística sería inconcebible sin él. Parece una figura inmune a los cambios sobrevenidos en los gustos.

La triple condición de virtuoso, charlatán y profeta de Franz Liszt, “probablemente el pianista más grande que el mundo conoció”. “Sus actuaciones eran el equivalente decimonónico a los conciertos de una estrella del rock.” Todavía es posible que lleguemos a la conclusión de que el profético Listz tuvo más que ver con el modo en el que se desarrolló la música que cualquiera de los restantes compositores de su tiempo. Aún no se ha escrito la versión completa del lugar majestuoso que ocupa en la historia de la música.”

La genialidad burguesa de Mendelssohn, menospreciado durante algún tiempo, aunque “ahora que la música serial y postserial han llegado a su fin y vuelve el neorromanticismo, la música de Mendelssohn, como la de Listz, ya está siendo reevaluada, y a Mendelssohn se lo reconoce de nuevo como el maestro dulce, puro y perfectamente proporcionado que en realidad fue.”

Rossini, Donizetti y Bellini, creadores de una ópera en la que el canto era lo principal: “Sus óperas, en general, apuntaban francamente al entretenimiento. […] El arte emotivo y exhibicionista que practicaban no obligaba a pensar profundamente a los oyentes. Como consecuencia, sus óperas eran inmensamente populares.”

Cierran el primer volumen Giuseppe Verdi, el coloso de Italia, “el compositor de óperas más popular del mundo […], un especialista que ofrecía un producto al público, y nunca pretendió ser un músico culto.” Óperas como Rigoletto, Il trovatore, La traviata, que “fueron obras trascendentes en su tiempo y convirtieron a Verdi en el único compositor cuya popularidad podía rivalizar con la de Meyerbeer.  Parecía que el público nunca se fatigaba de ver y oír esas tres óperas.” O La forza del destino y Don Carlo, con las que “comenzó a variar el estilo de las óperas de Verdi. Cobraron más amplitud, el sonido se enriqueció, y las obras se volvieron más extensas y ambiciosas.”

Richard Wagner, el coloso de Alemania, egómano genial y artista arrogante y mesiánico cuyas óperas -Tannhäuser, Lohengrin, Tristán e Isolda, El anillo del nibelungo-cambiaron el rumbo de la música en la segunda mitad del XIX: “Sobre todo, se trataba de un empleo novedoso de la orquesta. Más que cualquier otro compositor en la historia de la música hasta ese momento, Wagner asignó un papel equitativo a la orquesta en el drama. Precisamente en la gran orquesta de Wagner, con su partitura resonante, se explica gran parte de la acción de la ópera y se subrayan los cambios psicológicos de los personajes, sus motivaciones, sus impulsos, sus sentimientos de amor y odio.”

Johannes Brahms, el custodio de la llama, el clasicista con el que “la sinfonía, en la forma que le confirieron Beethoven, Mendelssohn y Schumann, llegó a su fin. A semejanza de Bach, Brahms resumió una época. A diferencia de Bach, contribuyó poco al desarrollo de la música.”

Y Hugo Wolf, un maestro del lied, un músico extraño y torturado: “El rebelde que vivió una vida tan tormentosa, el bohemio y descontento, el genio que falleció enloquecido a los 43 años, pudo dirigir sobre la poesía un flujo musical que tenía la intensidad musical de un rayo láser. En las doscientas cuarenta y dos canciones que compuso se observa a menudo una serenidad que se contradice del todo con su propia vida cotidiana. Y pocos compositores demostraron una sensibilidad tan aguda para la poesía.”

El segundo tomo se abre con un capítulo dedicado a Johann Strauss hijo, Offenbach y Sullivan y subtitulado “Vals, cancán, sátira”. En él señala Schonberg que “si un criterio para juzgar la obra de un compositor es su longevidad, por lo menos tres creadores de música ligera del siglo XIX han sobrevivido de un modo tan triunfal al tiempo y las modas que es legítimo llamarlos inmortales. El vals y la opereta vienesa de Johann Strauss hijo, la ópera bufa de Jacques Offenbach y la opereta de Sir Arthur Sullivan perduran entre nosotros, y siguen siendo obras tan encantadoras, atrevidas y plenas de inventiva como lo fueron antes.”

Los capítulos siguientes analizan autores y temas como estos:

La ópera francesa, del Fausto de Gounod a Saint-Saëns pasando por la Carmen de Bizet o la Manon de Massenet; al nacionalismo ruso de Musorgski y Rimsky-Korsakov o al sentimentalismo excesivo de Chaikovski, que “influyó de distintos modos sobre el público. Desde el principio la mayoría de los oyentes se complacieron en el baño emocional en que los sumergía el compositor. Otros, más inhibidos, rechazaban de inmediato el mensaje de Chaikovski o se despreciaban a sí mismos por reaccionar frente a él. Se presume que un compositor tiene que ser más “viril". Hay algo embarazoso, incluso inmoral, en ese tipo de histeria llevado a la música. Durante mucho tiempo, Chaikovski, tan apreciado por el público, fue considerado por muchos entendidos y músicos como una mera máquina de sollozar. En los últimos años se ha procedido a una revaluación, y los músicos actuales tienden a hallar en Chaikovski mucho más para admirar que antes.”

El cromatismo y la sensibilidad, del benigno César Franck, que “es hoy un compositor pasado de moda” a “la delicada música de Gabriel Fauré que nunca pudo afirmarse fuera de Francia”, aunque “desecharlo, como hacen muchos fuera de Francia, asignándole la categoría de un proveedor de arte gálico barato, implica prescindir de uno de los compositores más elegantes, flexibles y refinados.”

La escritura musical sólo para el teatro de Giacomo Puccini, que “compuso tres de las óperas más populares que se han escrito” (La Bohème, Tosca y Madama Butterfly) y culminó su producción operística con Turandot, su obra “más enorme y ambiciosa.”

La larga coda del romanticismo con un Richard Strauss que “para el público, era el compositor más grande del mundo, y de paso uno de los grandes directores mundiales. Todo lo que él creaba merecía la cobertura instantánea de todos los diarios”, aunque “nada envejece tan rápidamente como el sensacionalismo puro, y la tragedia de Strauss es la tragedia de una mente musical superior afectada por el deseo de ubicar el efecto en un plano superior a la sustancia.”

La indisimulada antipatía por la música de Mahler: “Las luchas de Mahler son las de un debilucho psíquico, un adolescente quejoso que escribió o se acobardó, o se dejó dominar por la histeria en lugar de enfrentarse al problema. La música de Mahler, en efecto, puede ser turbadora para cierto tipo de mente, una mente que prefiere la masculinidad a la angustia. Pues en el fondo de su ser, Mahler era un sentimental. Se complacía en su sufrimiento; se regodeaba en eso; chapoteaba en ello, y deseaba que el mundo entero viese cuánto sufría.”

El simbolismo y el impresionismo musical de Debussy, la ruptura con el romanticismo de La consagración de la primavera y El pájaro de fuego, de Igor Stravinsky, que “vivió para ser reconocido universalmente como el compositor más grande de su tiempo”; la música de Prokófiev y Shostakovich, héroes de la música sovietica y víctimas del estalinismo; el ascenso de una tradición norteamericana con  Copland, que abandonó el jazz y “fue hasta su muerte en 1990 el símbolo culto y respetado de medio siglo de la música estadounidense.”

Béla Bartók, “uno de los compositores modernos más ejecutados”, que “compuso una música áspera que no concedía respiro a nadie, y sus mejores obras son reflejo de una de las mentes musicales más vigorosas del siglo XX.”

Cierran el segundo volumen los capítulos dedicados a la subversión de la música dodecafónica de Schönberg, a su emancipación de la disonancia y su abolición de la tonalidad, y a sus discípulos Alban Berg y Anton Webern, y, ya después de 1945, al proceso desde el movimiento internacional serial, de Varèse al sinestésico Messiaen, a la indeterminación del iconoclasta John Cage y a los minimalistas,  fundadores de un Nuevo Barroco y emparentados lejanamente con los patrones tranquilos del canto gregoriano.

Un amplio y muy útil índice onomástico de autores y obras facilita la consulta rápida al lector interesado que quiera localizar la figura de un compositor o una composición concreta.

“Los grandes compositores -afirma Harold C. Schonberg- siempre, de un modo u otro, alteraron el curso de la historia musical y han entrado, si no en la conciencia de toda la humanidad, ciertamente en la conciencia de los pueblos occidentales. [...] Los grandes compositores también fueron, casi siempre, aceptados como grandes durante su vida. A veces, como en el caso de Hummel, Spohr o Meyerbeer, carecían del poder de la permanencia. A veces, como en el caso de Mahler, tardaban dos generaciones en convertirse en iconos. Pero los grandes siempre se han abierto camino, reconocidos como genios casi desde el principio. Hay algo darwiniano en este proceso. Quizá la supervivencia del más apto explique la existencia de los grandes compositores.
Y en su época los grandes compositores eran líderes. Eran líderes porque fueron los primeros en escribir un tipo de música que iba a influir en los compositores posteriores de todo el mundo: Berlioz, Liszt y Wagner como generales de la «música del futuro»; Mendelssohn y Brahms como mariscales de campo de la facción conservadora. Y su propia música ha tenido una vida útil permanente.[…]
Así que aquí estamos, en 1996. ¿Encontramos en el mundo de la música líderes reconocidos actualmente? ¿Líderes equivalentes a Mozart y Haydn en el siglo XVIII; Beethoven y los grandes compositores románticos en el XIX; Stravinski, Bartók, Schoenberg, Cage y Boulez en el XX? Con toda honestidad, es difícil pensar en ninguno. 
Los compositores de todo el mundo están buscando un estilo a seguir, pero no ha aparecido ningún líder de la envergadura de Beethoven, Berlioz, Wagner, Stravinski, Boulez o Copland. Así que todo lo que podemos hacer para actualizar el relato de Los grandes compositores es no preocuparnos demasiado por los «grandes» compositores.” 

Santos Domínguez 


25 diciembre 2024

Francisco Casavella. Lo que sé de los vampiros


Francisco Casavella.
Lo que sé de los vampiros.
Anagrama. Barcelona, 2024.

Aún no ha empezado la batalla y la nieve huele a sangre. Al frente de su caballería, muy derecho en la montura, el rey admira lo que en breve será campo de fuego. Desenvaina el sable, vira grupa hacia sus filas para ordenar una carga y sólo entonces descubre lo imperdonable más allá de tricornios, banderas y capotes relucientes. El monarca pica espuela y cabalga entre el vapor de cien alientos hasta alcanzar al oficial que recula y tiembla. La mirada del rey es Desdén Luminoso; su voz, la Voz del Destino; sus palabras, el Martillo del Tiempo:
—¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?
El rey es Federico de Prusia. El oficial, uno de tantos. La batalla, Leuthen. «¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?» El joven oficial sabe inútil cualquier respuesta; domina el miedo, acepta la vergüenza y se lanza contra las filas austríacas para jugar los albures del plomo y del acero. […] Y la nieve huele mucho a sangre. Y la sangre huele a esturión. A esturión podrido. O a estiércol. O a savia de pino tronchado. O a la espuma enjabonada que, cuando era niño, flotaba en la bañera con curvas de cisne.

Con ese ritmo trepidante arranca Lo que sé de los vampiros, la sólida novela histórica con la que Francisco Casavella obtuvo el Premio Nadal a principios de 2008. Antes de que acabara ese año, el 17 de diciembre, Casavella moriría de un infarto a los 45 años.

Situada entre el 5 de diciembre de 1757 y el 14 de julio de 1790, en el primer aniversario de la Revolución Francesa, Lo que sé de los vampiros se construye como una narración itinerante de aventuras, poblada de personajes reales (Voltaire, Federico el Grande, Madame de Pompadour, Danton, María Antonieta…) o imaginarios. Una narración en la que el protagonista, el segundón de la nobleza rural gallega Martín de Viloalle, renuncia a su sobrevenido mayorazgo y atraviesa Europa desde su señorío en la provincia y obispado de Mondoñedo, de donde sale acompañando a los jesuitas expulsos en abril de 1767. 

Iniciará asi su peculiar camino hacia la marginalidad tras recalar -convertido en Martino o en el cruel Philippo Bazzani- cinco años en Roma, donde desarrolla sus habilidades como dibujante y caricaturista y donde “cada mirada a estatuas y edificios le recuerda que fue la Compañía quien, una vez más, reconstruyó Roma”. 

Y formando parte de otra compañía, la que forman unos ilustrados ambulantes y aventureros, Martín recorre las cortes dieciochescas de una Europa de luces y sombras,  ciudades como Hannover o “la infecta y diminuta corte de Schleswig-Holstein”, y conoce el París revolucionario anterior al Terror, “el sucio y voluptuoso París”, donde “cada tarde, el de Viloalle pasea sus agitaciones. Se agazapa frente a los Jacobinos o los Cordeleros y de los antiguos conventos surgen proclamas como rumor de oleaje en una cueva.”

Lo que sé de los vampiros es una potente narración llena de contrastes y claroscuros, de humor y de ironía, de engaños y ambiciones, de imposturas y espejismos proyectados sobre la condición humana, sobre el poder y la tragicomedia de la vida. Porque Casavella fue afirmándose cada vez más en una idea de la novela como “forma elaborada de la tragicomedia”, según explicaba él mismo.
 
Uno de sus personajes principales, el señor de Welldone, el Humanista, que encarna el racionalismo ilustrado, mentor de Martín y “magnífico narrador de amenidades” que “conoce la Historia como si en toda ella hubiese habitado”, formulará en estos términos el juego de máscaras y apropiaciones de rostros y nombres ajenos que define como la “Ley del Vampiro”: 

El hombre se enmascara para no avergonzarse del mismo azar de ser hombre, de su mínima importancia, de que sólo es deudor de la nada. Por ello se traiciona a sí mismo. Bebe la sangre de los antiguos, no para alimentarse, sino para reafirmarse y reconfortarse en su idea de hombre según convenga. Y esa conveniencia hace que el hombre se vuelva vampiro. Y si el hombre no sabe a ciencia cierta de su pasado, si lo ha corrompido engañándose, ¿cómo aprenderá de sus lecciones?, ¿cómo razonará su presente?, ¿cómo aventurará su futuro? Es incapaz. Todo en él será sorpresa, incómodo asombro, y más beber sangre con que sanar la sorpresa. Lo imprevisto será inevitable, sí, pero seguirá perdido en el Tiempo y en el Espacio. Ese es el cómico y trágico equilibrio del mundo. Días con sus noches. Hombres con sus vampiros. Lo imprevisto, inevitable.
Esa es la ley.
Y la llaman «Ley del Vampiro».

Con la sombra benéfica de Cunqueiro al fondo, entre la realidad y la ficción, entre la razón del siglo ilustrado y las supersticiones que sobreviven, entre lo trágico y lo cómico, Lo que sé de los vampiros es una celebración de la imaginación narrativa y del gusto por contar historias y crear personajes, por recrear ambientes y sugerir atmósferas:

 En una mareante escena de sueño perpetuo, el fragoroso tableteo de las velas parduscas filtra la luz y alarga las sombras en aguada de sepia y sanguina.

Lo que sé de los vampiros es también una mirada al conflicto político y a las tensiones culturales entre razón y superstición, entre libertad y absolutismo, entre la tradición y el reformismo que se produjo en la segunda mitad del siglo XVIII:

Y la Voz dice: «Europa se dispone a aniquilar la Revolución, todos los imperios, reinos y principados se conjuran, aterrorizados por el supuesto monstruo que crea la Igualdad». Y Martín sabe que la Voz exagera en las formas, pero no en el fondo. Lo ha visto en Schleswig-Holstein: limpiar la cara del príncipe. Lo vio en Roma: soplar el mecanismo polvoriento del reloj. Lo vio en España: expulsar a los jesuitas, chivos expiatorios de una época que se dice ilustrada y se quiere absolutista. Y en todas partes lo ha sufrido y sabe que no hay compasión cuando se traza una línea y uno queda al otro lado.

Y, además, una novela escrita con admirable agilidad narrativa y con una prosa cuidada y brillante, como la de este párrafo:

No tardaron en llegar junto al oficial austríaco dos compañías avisadas de la escaramuza. Krauss dio novedades y los austríacos esperaron en la oscuridad. Aquella noche se hizo eterna, fue inmóvil. Sólo las placas de hielo bajaban oscilantes por el río, acelerado fulgor a la luz del cuarto creciente.

Una notable novela que Anagrama recupera para incorporarla a su catálogo, en el que ya figuraban El día del Watusi, El secreto de las fiestas o Un enano español se suicida en Las Vegas.

Santos Domínguez