08 diciembre 2025

Paul Thomas Chamberlin. Tierra quemada

 


Paul Thomas Chamberlin.
Tierra quemada.
Una historia global de la Segunda Guerra Mundial.
Traducción de Noemí Sobregués.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2025.

“Es probable que la Segunda Guerra Mundial sea el conflicto más estudiado de la historia de la humanidad; una búsqueda en la biblioteca de la Universidad de Columbia arrojó casi 160.000 resultados sobre este tema. Sin embargo, a pesar de esta atención exhaustiva, la inmensa mayoría de las obras en inglés ofrecen una interpretación sorprendentemente unidimensional del conflicto, que presentan como una guerra buena, una cruzada contra el fascismo y una batalla del mundo libre y democrático contra un totalitarismo atroz. Esta interpretación, lo que podríamos llamar la explicación ortodoxa de la Segunda Guerra Mundial, surgió en la década de 1950, durante los años más oscuros de la Guerra Fría. Estudiosos de todo Occidente se encontraron viviendo en un mundo transformado por el conflicto: se había puesto de rodillas a los viejos imperios europeos, el historial de crímenes de guerra nazis había desacreditado la eugenesia y el racismo científico, y la evidente batalla ideológica entre Estados Unidos y la Unión Soviética dominaba los asuntos internacionales. La primera generación de estudiosos de la Segunda Guerra Mundial elaboró relatos que reflejaban el espíritu de su época. Plantearon la guerra como una lucha democrática contra el fascismo y restaron importancia a las dinámicas raciales y coloniales, que ya no parecían relevantes. Optaron por celebrar las contribuciones de los aliados occidentales y marginaron el papel de las fuerzas soviéticas y chinas, que era más problemático. Confeccionaron una historia que convertía a los imperios en Estados nación y a los conquistadores en libertadores. La suya fue una historia de la guerra presentada  como una parábola sobre los males del totalitarismo y el triunfo de un orden democrático liderado por Estados Unidos.
En los últimos 75 años, esta explicación ortodoxa de la guerra ha dominado absolutamente en nuestra memoria colectiva”, escribe Paul Thomas Chamberlin, profesor de Historia en la Universidad de Columbia, en la Introducción de su Tierra quemada. Una historia global de la Segunda Guerra Mundial, que publica Galaxia Gutenberg con traducción de Noemí Sobregués cuando se cumplen ochenta años del final del conflicto.

Y a continuación, tras ese planteamiento incuestionable sobre la historiografía predominante, Chamberlin resume el propósito de su libro introduciendo una significativa matización adversativa que pone en cuestión, más discutiblemente, la interpretación habitual de la Segunda Guerra Mundial:

Pero la interpretación ortodoxa de la Segunda Guerra Mundial no consigue explicar fenómenos como la Operación Impensable. De hecho, si observamos más de cerca, vemos que la realidad de la Segunda Guerra Mundial fue mucho más confusa de lo que nos han hecho creer los relatos predominantes del bien contra el mal. La mayoría de los historiadores coinciden ahora en que lo que derrotó a las legiones de Hitler no fueron soldados estadounidenses y británicos amantes de la libertad en el frente occidental, sino el sacrificio de millones de soldados soviéticos conducidos por brutales mandos comunistas a través de los mortíferos campos de Europa del Este. Los aliados occidentales contribuyeron a la victoria no tanto con valor e idealismo democrático como con salvajes ataques con bombas incendiarias y atómicas contra ciudades del Eje, que incineraron a cientos de miles de civiles.

Y por eso los veinte capítulos de este voluminoso ensayo, enriquecido con abundante material gráfico, se orientan a desmantelar la imagen de la Segunda Guerra Mundial como una guerra justa en la que acabó triunfando el bien sobre el mal, la libertad sobre el totalitarismo, y a afianzar sobre otro enfoque y otra narrativa esta interpretación, que resume así su autor:

Este libro plantea que el mayor conflicto de la historia no fue la guerra buena entre la democracia y el fascismo que suelen describir los libros de historia. Fue más bien una inmensa guerra racial y colonial marcada por atrocidades salvajes en la que imperios rivales lucharon en enormes extensiones de Asia y Europa. Aunque la guerra destruyó el colonialismo europeo y japonés, forjó los nuevos imperios estadounidense y soviético y creó un sistema de Estados muy militarizados, poseedores de armas nucleares y centrados en librar una guerra perpetua contra poblaciones enteras.

Una interpretación heterodoxa que presenta la Segunda Guerra Mundial como un conflicto de origen colonial y consecuencias imperialistas, como una lucha por la hegemonía mundial entre potencias imperiales decadentes (Alemania, Italia, Japón) por un lado y potencias resistentes como la Francia derrotada y rendida a Hitler o el Reino Unido asediado por los ataques aéreos o superpotencias emergentes como los Estados Unidos y la Unión Soviética por el otro.

Un conflicto que hunde sus raíces en las consecuencias del Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial, que cambió el orden mundial y generó el convulso período de entreguerras, una crisis económica de enormes repercusiones políticas y sociales, la aparición de regímenes totalitarios, las empresas expansionistas y de supremacía racial de Italia en Etiopía y de Japón en Manchuria, la creación de un nuevo orden regional en Asia oriental como consecuencia de la guerra chino-japonesa y sus cerca de un millón de muertos civiles chinos.

Con esos antecedentes estalló una devastadora guerra de aniquilación que Chamberlin que reconstruye con un tono narrativo vivaz y con agudeza analítica. Estas páginas ofrecen una reconstrucción minuciosa de los hechos de guerra, los bombardeos de ciudades y las operaciones militares hasta la caída de Berlín y el apocalipsis nuclear de Hiroshima para integrar los acontecimientos en una panorámica interpretativa que exige una perspectiva política e histórica más amplia que contempla también las consecuencias de la guerra, que transformó la arquitectura geopolítica del mundo.

Porque, en definitiva, el resultado del conflicto no fue la paz, sino el diseño de un nuevo orden mundial que quedaría vinculado a una nueva forma de guerra perpetua -la Guerra Fría- entre Estados Unidos y la Unión Soviética, las dos potencias neoimperiales triunfantes e hipermilitarizadas que se disputarán desde 1945 el dominio económico, político, cultural, territorial y militar del mundo. Y porque -afirma Chamberlin- “los dirigentes tanto de Washington como de Moscú eran conscientes de que la Segunda Guerra Mundial había desencadenado una revolución en el orden geopolítico, había socavado fatalmente el antiguo sistema colonial y había impulsado a las potencias estadounidense y soviética aposiciones que les permitirían dominar la era posterior a 1945.”
 
Estos dos párrafos podrían resumir significativamente el sentido de Tierra quemada. Una historia global de la Segunda Guerra Mundial:

Este libro intenta retirar las capas de mitología que cubren la Segunda Guerra Mundial y poner en cuestión las interpretaciones predominantes del conflicto. Se aparta del enfoque que se centra en los grandes dirigentes y las operaciones militares para analizar cómo el conflicto más grande de la historia transformó las relaciones entre imperio, raza, violencia, guerra y Estado. Geográficamente, el libro se aleja de las playas de Normandía para hacer mayor hincapié en los teatros de operaciones más sangrientos de Europa del Este y Asia oriental. Rompe con las explicaciones estándares de la guerra argumentando que la raza y el imperio eran dimensiones centrales del conflicto. Aborda la Segunda Guerra Mundial como un conflicto profundamente enraizado en el contexto más amplio de la historia mundial. Y de esta forma intenta excavar los cimientos coloniales de la guerra y trazar sus secuelas imperiales.

[…]

Tierra quemada sostiene que el legado de la guerra no fue la destrucción del fascismo, el racismo y el imperialismo, sino la creación de un orden de posguerra en el que Estados neoimperiales muy militarizados se vieron obligados a prepararse para la guerra perpetua y la perspectiva de la aniquilación nuclear. Nuestra amnesia colectiva respecto de los orígenes coloniales de la guerra y sus consecuencias imperiales ha despojado al conflicto de su significado y lo ha convertido en un cuento de hadas del siglo xx. Este libro pretende colocar nuestra visión de la Segunda Guerra Mundial en el lugar que le corresponde en el panorama más amplio de la historia mundial moderna. Con este telón de fondo, la Segunda Guerra Mundial aparece como el punto culminante de siglos de expansión colonial y el catalizador de la reinscripción del imperialismo  bajo la égida de la geopolítica de la Guerra Fría.


Santos Domínguez 



05 diciembre 2025

Thomas Bernhard. Maestros Antiguos

  


Thomas Bernhard. 
Maestros Antiguos.
Comedia.
Edición de Javier Aparicio Maydeu.
 Traducción de Miguel Sáenz.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2025.


“No tan extravagante como su estilo, hosco en apariencia, superviviente de una enfermedad inacabable nacida a la vez de una carencia de afecto en su infancia dickensiana de internados, sanatorios, precaria salud y desamor, y de un debilitado pulmón, inquisidor mayor de Austria porque reniega de su viejo país en otro tiempo ilustre e influyente y ahora corrupto y negligente, adversario de una Iglesia católica connivente con el nazismo, lector de Schopenhauer y de algunos grandes nombres más, pero un lector somero, no un lector voraz, escritor sin biblioteca, obsesionado por el proceso creativo, el misterio del talento y las jerarquías del canon, artista tildado de bufón porque es el que sabe que el rey va desnudo, Thomas Bernhard (Heerlen, Holanda, 1931-Gmunden, Austria, 1989) es un nombre mayúsculo del teatro contemporáneo y uno de los novelistas más excepcionales e influyentes del siglo XX. «Notario histriónico que da fe del absurdo de la Gran Tradición Cultural» desde la atalaya, el escepticismo iconoclasta y la condición postmoderna, su obra extensa y obsesiva radiografía el espíritu del hombre contemporáneo aquejado de soledad, persuadido de que el bienestar interior es difícil de alcanzar cuando las convenciones sociales nos adocenan, y resuelto a asumir que jamás alcanzará la eudemonía.”

Con ese potente retrato de Thomas Bernhard abre Javier Aparicio Maydeu, contagiado de la prosa del novelista austríaco, la Introducción con la que presenta su edición de Maestros Antiguos que, cuando se cumplen los cuarenta años de su primera aparición, acaba de publicar en Cátedra Letras Universales con la admirable traducción de Miguel Sáenz, su traductor de referencia en español. Una completa introducción que propone en la primera de sus dos partes un recorrido abarcador por la obra narrativa de Bernhard, por la temática recurrentemente nihilista de su sombrío universo existencial o por las claves tonales y rítmicas que sostienen su estilo reiterativo inconfundible y un mundo literario que tiene como centro el lenguaje.

Publicada en 1985, Maestros Antiguos fue una de las dos últimas novelas de Bernhard -la posterior Extinción, su despedida, vendría muy poco después- y, de una manera incuestionable, su cima y su cifra, porque en ella confluyen y alcanzan su versión más acabada los temas y las formas de su narrativa, uno de los ejemplos ineludibles de la posmodernidad en literatura.

Como una “grotesca y desabrida mirada a la cultura y a sus desengaños” define Javier Aparicio Maydeu Maestros Antiguos, a la que dedica en la segunda parte de su introducción un luminoso estudio (el largo alcance de su trama simple, su atmósfera claustrofóbica, sus tres personajes principales, la concentración espaciotemporal, su tono elegíaco, el papel del confidente Atzbacher como narrador-testigo, condición esta última compartida con el vigilante Irrsigler). Un estudio que completan sus notas, extensas y esclarecedoras, y una bibliografía escogida.

Con un formato mayor del normal en esta colección, esta espléndida edición incorpora como apéndice a la introducción un álbum de textos que contribuyen al contexto de Bernhard y Maestros Antiguos y un cuadernillo de ilustraciones que iluminan las referencias espaciales y pictóricas de la obra.

Mirada y estilo. Esas son las dos claves sobre las que se sostiene el opresivo y perturbador mundo literario de Bernhard. Una mirada acre y radicalmente crítica y sarcástica a la realidad, sostenida en el desaliento y la desesperanza y en el ejercicio de la escritura como forma de supervivencia y de redención: “En el fondo -aclaró Bernhard en una ocasión- sólo escribo porque hay muchas cosas desagradables.”

Mirada y estilo que acaban fundiéndose en la construcción de una prosa minuciosa, mordaz e hipnótica que envuelve al lector en una elaborada tela de araña, en una arquitectura narrativa sutil y resistente. Porque, como señala Aparicio Maydeu, “en Bernhard en el principio no fue el verbo sino la sintaxis. Y en su universo no gobierna el léxico sino el ritmo.”

No hay más que leer el vertiginoso comienzo de Maestros Antiguos para comprobarlo:

No estando citado con Reger hasta las once y media en el Kunsthistorisches Museum, a las diez y media estaba ya allí para, como me había propuesto desde hacía ya bastante tiempo, poder observarlo por una vez, sin ser molestado, desde un ángulo en lo posible ideal, escribe Atzbacher. Como él tiene su puesto por las mañanas en la llamada Sala Bordone, frente a El hombre de la barba blanca de Tintoretto, en el banco tapizado de terciopelo en el que ayer, después de explicarme la llamada Sonata La tempestad, continuó su exposición sobre El Arte de la Fuga, desde antes de Bach hasta después de Schumann, como él puntualiza, cada vez más inclinado a hablar de Mozart y no de Bach, tuve que tomar posiciones en la llamada Sala Sebastiano; así pues, muy a mi pesar, hube de aceptar a Tiziano para poder observar a Reger ante El hombre de la barba blanca de Tintoretto, y por cierto de pie, lo que no era un inconveniente, porque prefiero estar de pie a sentado, sobre todo para observar a la gente, y de siempre observo mejor estando de pie que sentado y como, efectivamente, al mirar desde la Sala Sebastiano hacia la Sala Bordone, haciendo uso de mi mayor agudeza visual, pude tener por fin realmente una vista lateral completa, no estorbada siquiera por el respaldo del banco, de Reger, que ayer, sin duda gravemente afectado por la depresión atmosférica que se produjo la noche anterior, conservó todo el tiempo su sombrero negro en la cabeza, es decir, una vista de todo el lado izquierdo de Reger vuelto hacia mí, mi propósito de estudiar a Reger por una vez sin ser molestado tuvo éxito.

“Libérrimo, febril, prolífico, provocador, vocacional hasta la médula, Bernhard ha escrito un universo inequívocamente suyo sustentado en un mundo hecho añicos tras la Segunda Guerra Mundial y una juventud infausta que lo encaminó hacia una suerte de enajenamiento sociopático que, digámoslo, jamás le impidió mirar el cielo azul del Mediterráneo o viajar por un mundo que hizo las veces de una torre de marfil en la que, pese a la reclusión sufrida por muchos de sus protagonistas, no se dejó encerrar. Una existencia de soledad y desasosiego cuyas sombras les traslada a sus personajes, que deambulan como su creador en un teatro en ruinas. Bernhard, el hombre sombrío envuelto en las brumas del desengaño, anclado en el pasado y descreído del futuro, el escritor azotado por una vida atormentada que lo empuja irremediablemente hacia lo autobiográfico -fragmentarios autorretratos en espejos convexos- en detrimento de lo libresco que, entre su desabrida personalidad y su inextricable estilo, se convirtió en autor de culto leído por igual por lectores esforzados, incondicionales de la mejor narrativa contemporánea y fanáticos de su figura y del halo que desprende”, escribe Aparicio Maydeu de Thomas Bernhard, sobre cuya obra recuerda oportunamente que está vinculada, más que a la tradición literaria alemana o centroeuropea, a un canon de literatura universal, la weltliteratur tal como la formuló Goethe. 

Un canon de cámara oscura, por decirlo con el título de la última novela de Vila Matas. Un canon oscuro, provocador y laberíntico, con un fraseo complejo y párrafos interminables, repletos de encrucijadas sintácticas y temáticas. Ese canon, que viene de Kafka y de Musil y pasa por Beckett, es también el de Juan Benet y el de Javier Marías, el de Gaddis y Krasznahorkai, el reciente Nobel húngaro, alumno aventajado en temas, en desolaciones y en maneras estilísticas de Bernhard. Por ejemplo, en la resistencia a utilizar el punto y aparte para articular el discurso en párrafos. Krasznahorkai ha señalado alguna vez que renuncia a utilizar el punto, porque es un signo reservado a los dioses.  

Y en ese canon, que más que estético es intelectual y moral, se inscriben obras maestras como Saúl ante Samuel, Tu rostro mañana, Tango satánico o Los reconocimientos, cuya relación temática con Maestros Antiguos y las limitaciones del arte como representación de la realidad es más que evidente.

Pues como uno de esos “fragmentarios autorretratos en espejos convexos” que unen al Parmigianino y a John Ashbery hay que leer también Maestros Antiguos, en la que se unen pintura y literatura, mirada y palabra para articular una novela imprescindible que tiene en esta edición su referencia canónica en castellano.

Una mirada introspectiva y elegíaca al espejo de la pintura como la de Reger, el octogenario y gruñón protagonista, musicólogo y crítico del Times, cuando se mira especularmente en El hombre de la barba blanca, el cuadro de Tintoretto del Kunsthistorisches Museum de Viena en el que -explica Aparicio Maydeu- contempla “una paradigmática imagen del senex que el propio Reger es y en la que el propio Reger se refleja y que le sirve de objeto de meditación, de altar laico frente al que reflexionar, ejercer la introspección y ejercitar su memoria considerando desde el malestar y con acritud distintas cuestiones que atañen al orden social, al personal y, en mayor medida aún, al cultural.”



Una observación demorada que practica durante más de tres décadas en días alternos, siempre a la misma hora (“hacia las diez y media”), y que termina por descubrir sus defectos y las limitaciones de las obras maestras como medio de representar la realidad (“Todas las pinturas son espléndidas, pero ni una sola es perfecta”)  y por cuestionar el sentido del Arte:

Dios santo, el Prado, dijo, sin duda el museo más importante del mundo en lo que a Maestros Antiguos se refiere, pero cada vez, cuando estoy sentado enfrente en el Ritz tomándome mi té, pienso sin embargo que el Prado tampoco contiene más que lo imperfecto, lo fracasado, en fin de cuentas sólo lo ridículo y diletante. Muchos artistas en determinadas épocas, cuando están de moda, dijo, se ven hinchados sencillamente hasta una monstruosidad que estremece al mundo; entonces, de pronto, alguna cabeza insobornable pincha esa monstruosidad que estremece al mundo y esa monstruosidad que estremece al mundo estalla y, de forma igualmente repentina, no es nada, dijo. Velázquez, Rembrandt, Giorgione, Bach, Hándel, Mozart, Goethe, dijo, y lo mismo Pascal, Voltaire, nada más que monstruosidades hinchadas de ésas

Así lo explica el narrador Atzbacher:

Reger califica los cuadros que cuelgan aquí de las paredes de arte de encargo estatal, al que pertenece incluso El hombre de la barba blanca. Los llamados Maestros Antiguos sólo sirvieron siempre al Estado o a la Iglesia, lo que viene a ser lo mismo, así Reger una y otra vez, a un emperador o a un papa, a un duque o a un arzobispo. Así como el llamado hombre libre es una utopía, el llamado artista libre ha sido siempre una utopía, una locura, así Reger a menudo. Los artistas, los llamados grandes artistas, así Reger, pienso, son además los más faltos de escrúpulos de los hombres, mucho más faltos de escrúpulos aún que los políticos. Los artistas son los más hipócritas, todavía mucho más hipócritas que los políticos, así pues, los artistas del arte son todavía mucho más hipócritas que los artistas del Estado, vuelvo a oír ahora a Reger. Ese arte, al fin y al cabo, se dirige siempre al todopoderoso y al poderoso y se aparta del mundo, así Reger a menudo, ésa es su abyección. Miserable es ese arte y nada más, oigo decir ahora a Reger ayer, mientras lo observo hoy desde la Sala Sebastiano. En realidad, ¿por qué pintan los pintores, cuando existe la Naturaleza?, se preguntaba Reger ayer otra vez. Hasta la obra de arte más extraordinaria no es más que un esfuerzo lastimoso, totalmente carente de sentido y de finalidad, de imitar a la Naturaleza, sí, de remedarla, dijo.

Y por si acaso el lector no estaba atento, por si no le quedaba claro lo anterior, añade:

Los, así llamados, Maestros Antiguos son, sobre todo si se contempla a varios seguidos, es decir, si se contemplan sus obras de arte seguidas, unos entusiastas de la mentira que se congraciaron con el Estado católico, lo que quiere decir con el gusto católico, y se vendieron a él, así Reger. En esa medida, nos encontramos sólo con una historia católica del arte completamente deprimente, con una historia católica de la pintura completamente deprimente, que siempre ha encontrado y tenido sus temas en el cielo y en el infierno, pero nunca en la tierra, dijo. Los pintores no han pintado lo que hubieran tenido que pintar, sino sólo lo que se les encargaba o lo que les facilitaba o les proporcionaba dinero o fama, dijo. Los pintores, todos esos Maestros Antiguos, que la mayor parte del tiempo me asquean más que nada y que siempre me han horrorizado, dijo, sólo han servido siempre a un señor, nunca a sí mismos y, por consiguiente, a la Humanidad misma. Al fin y al cabo pintaron siempre un mundo fingido que se sacaban de dentro, a cambio de lo cual esperaban obtener dinero y gloria; todos pintaron siempre desde esa perspectiva, por deseo de oro y por deseo de gloria, no porque quisieran ser pintores sino sólo porque querían tener gloria o dinero o gloria y dinero juntos. En Europa, sólo pintaron siempre entre las manos y para la cabeza de un dios católico, dijo, de un dios católico y de sus dioses católicos. Cada pincelada, por genial que sea, de esos llamados Maestros Antiguos es una mentira, dijo.

Reproduzco, para terminar, estas líneas en las que Javier Aparicio Maydeu resume el sentido de Maestros Antiguos: “es una reflexión sobre la senectud desde la atalaya del conocimiento, y a la vez una suerte de enmienda a la totalidad del arte y de sus presuntas virtudes, así como el desmentido en toda regla, la refutación, de su naturaleza balsámica, de su presunta función lenitiva. También es, fiel a la trayectoria narrativa y teatral de su autor e impulsada por una natural insatisfacción del individuo lúcido que ve más allá de las convenciones y la miseria moral de su tiempo, una nueva y demoledora crítica social, y la última invectiva contra su país, sus dirigentes, su educación y su dañina mentalidad pequeñoburguesa y la cultura como mito redentor. Maestros Antiguos es tanto un retrato de la vejez cuanto una enésima diatriba que se ensaña con el Estado y emprende una nueva guerra contra el cliché impugnando por igual […] los estereotipos culturales y la autocomplacencia de un mundo artístico que de un modo u otro está siempre presente en la obra de Bernhard, bien en forma de compulsivas referencias a grandes autores, bien en alusiones constantes al proceso creativo, o siendo la raíz de la historia relatada, como lo es la arquitectura en Corrección, la música en El malogrado, la pintura en Maestros Antiguos o el teatro en Tala, cuenta habida de que son escasas las obras narrativas del autor en las que no se entretejen distintas disciplinas artísticas bajo la mirada impostada de los filósofos que convoca siempre Bernhard a sus festines literarios.”


Santos Domínguez 

03 diciembre 2025

Diego Saavedra Fajardo. Tiempo, vida y fortuna



 María Victoria López-Cordón Cortezo.
Diego Saavedra Fajardo. 
Tiempo, vida y fortuna.
Españoles eminentes.
Taurus. Fundación Juan March. Barcelona, 2025.

“¿Fue Saavedra un hombre eminente en su época? Depende lo que entendamos por «eminente». Lo que sí creo es que fue un hombre con méritos más que suficientes para no caer en el olvido. Y generoso, pues se entregó sin reserva al servicio de una causa, la de la monarquía, en la que creía ya poco. Con defectos que reiteradamente le atribuyeron, orgullo, altivez, genio vivo, ¿fueron tales o, sobre todo, barreras defensivas? Lacónico, no solo en cuanto al estilo literario, sino como actitud estética, de lo que no cabe dudar es de su talla intelectual, aunque hubiera que esperar al siglo XVIII para que le fuera reconocida. Si eminente es una persona que destaca por su excelencia, es posible que ese adjetivo le hubiera sorprendido; si con el término se pretende distinguir al que persevera en sus objetivos y no se da por vencido, intentando cumplir lo que tiene encomendado, sea un acuerdo de paz o una obra de envergadura, don Diego lo fue, aunque se escondiera de sí mismo al entender la expresión Fama nocet en el sentido en que lo hiciera Alciato, no como reputación, sino como sinónimo de grandeza de ánimo”, escribe M. Victoria López-Cordón Cortezo al final de la Presentación de su biografía de Diego Saavedra Fajardo.

Entre la diplomacia y la literatura. Así transcurrió la vida y la obra de Diego Saavedra Fajardo (Murcia, 1584-Madrid, 1648), a quien M. Victoria López-Cordón le dedica una monumental biografía que publica Taurus en la colección Españoles eminentes, auspiciada y patrocinada por la Fundación Juan March para cubrir la laguna que en el campo de la historiografía española provoca la falta de biografías modernas.

Tiempo, vida y fortuna es el subtítulo de este volumen, que -con el minucioso rigor que acreditan sus páginas y corroboran las ciento cincuenta páginas que llenan sus notas- aborda la trayectoria vital e intelectual, literaria y diplomática de una figura esencial para entender la historia cultural, política y literaria del XVII español.

Su autora, catedrática de Historia moderna en la Universidad Complutense, atiende en su enfoque más a lo histórico y lo político que a lo filológico en torno a la significación de un hombre discreto que nunca quiso revelar mucho de sí mismo, ni siquiera en su abundante correspondencia, en la que suele ocultarse.

Como “un hombre de paz en tiempo de guerra” define María Victoria López-Cordón a Saavedra Fajardo, cuya labor como diplomático se orientó a la defensa de la paz y la neutralidad en la acción exterior de España en Europa durante los agitados tiempos de la Guerra de los Treinta Años. Una defensa coherente con su pensamiento reformista en torno al poder de la monarquía hispánica y a su gobierno y a la propuesta de un modelo de Estado cohesionado que hizo que su figura fuese redescubierta a mediados del siglo XVIII, que sus planteamientos se reivindicaran en el pensamiento político del siglo XIX y que fueran cada vez más abundantes los estudios sobre Saavedra Fajardo y más rigurosas las ediciones de sus obras.

Porque -escribe la biógrafa- “en sus logros y también en sus fracasos, don Diego fue un hombre de su tiempo, al que las circunstancias de la vida llevaron a estar en el ojo del huracán que azotó a Europa entre 1618 y 1648, una época en la que vivió en Italia y en Alemania, donde las consecuencias de la guerra se dejaron sentir de manera muy distinta.”

Organizadas en cinco capítulos con cuatro apartados cada uno de ellos, estas páginas abarcadoras arrancan de sus años oscuros de formación clásica en Salamanca y recorren su carrera como diplomático en una época compleja de constantes conflictos políticos y militares, su vida itinerante y su lenta trayectoria profesional, sus estancias en Italia -casi veintidós años en Roma- y en Alemania cuando todavía no eran estados unificados, sino un mosaico de repúblicas y ciudades-estado, escenario de conflictos políticos y de escisiones religiosas, su labor como publicista de Felipe IV y de la casa de Austria, su independencia de criterio, compatible siempre con la lealtad a la monarquia y con la evolución constante de su pensamiento político -porque Saavedra fue un posibilista que se adaptaba a las circunstancias para ofrecer respuestas a las necesidades y los retos de cada momento histórico-, el apoyo de Olivares y la posterior caída en desgracia en un brusco final con su cese como diplomático en Münster.

Se cerraba así una trayectoria vital, política e intelectual que esta biografía rastrea con minuciosidad y rigor documental: sus orígenes familiares murcianos, sus años en el seminario de la ciudad y su condición de discípulo del ilustre humanista y filólogo Francisco Cascales, los estudios de Jurisprudencia y Cánones en Salamanca, los primeros contactos en Valladolid con la corte, que se instaló allí por deseo de Felipe III entre 1601 y 1606, Año en que volvió a Madrid, su viaje a Nápoles, la mayor ciudad de Italia entonces, y su establecimiento en Roma, la ciudad en la que pasó la mayor parte de su vida, como letrado de  la embajada en la corte pontificia y secretario del cardenal Borja. Roma era en la práctica diaria de aquellos años agitados la mejor escuela de diplomacia en Europa y allí ejerció Saavedra Fajardo hasta 1632, como procurador y agente de Felipe IV, un papel pacificador en las tensas relaciones entre la monarquía y la Iglesia romana. 

Con el traslado de Italia a Alemania, su segunda etapa diplomática se desarrolló entre 1633 y 1646 en Baviera, Viena y Westfalia con cargo de plenipotenciario en la Conferencia de Paz en Münster, donde se firmaría la paz de Westfalia con el telón de fondo de los conflictos internos con Portugal y con Cataluña, protegidos por Francia. 

Tras su brusca caída en desgracia, volvió a Madrid como consejero de Indias y receptor de embajadores, un cargo que le recompensaba por su larga trayectoria de servicios al Estado en el exterior hasta su muerte el 24 de agosto de 1648.
 
En cuanto a la faceta literaria de Saavedra Fajardo, recuperado como escritor y pensador desde el siglo XVIII, ocupa toda su vida adulta, desde 1611 hasta su muerte en 1648, curiosamente el mismo año en que terminó la Guerra de los Treinta Años. Porque “hombre singular, Saavedra nunca separó sus obligaciones como representante del rey de su vocación literaria, acomodando en lo posible las unas a la otra, interrelacionándolas y sintiéndose por igual orgulloso de ambas. Aunque también fuera consciente de que a veces se interferían mutuamente.”

A esa actividad intelectual y al legado literario y político de Saavedra Fajardo se dedica el último capítulo del libro, titulado significativamente ‘Hombre de una generación’, porque lo sitúa en un conjunto más amplio de “un conjunto de individuos que presentan rasgos similares, procedentes no solo de sus vivencias personales o de sus capacidades, sino de las circunstancias que debieron afrontar con la pluma, la palabra o la espada. Hombres de actividades distintas, pero al servicio de la monarquía, insertos en un mismo marco cultural que, a su vez, contribuyeron a conformar. De alguna manera, todos ellos ejemplarizaron formas similares de pensar y actuar, de conducir sus vidas y de ironizar sobre ellas, de creer y defender su fe y, a la vez, sentir el escalofrío del escepticismo. Nacidos en un mundo en el que la casuística y la duplicidad eran la norma, en contexto de confrontación religiosa pero abierto a una progresiva racionalización del saber, en el que la historia se convirtió en los anteojos del presente y en un instrumento para los príncipes y gobernantes.”

A esa luz generacional y a la de la influencia de Tácito y del tacitismo español se examinan las reflexiones diplomáticas de sus monumentales Empresas políticas (1640) y la controvertida y compleja República literaria, más breve y muy pesada, cuya primera redacción inició en 1612 y que finalizó en su versión definitiva en 1643. 

Y finalmente se analizan en estas páginas las claves del pensamiento político de Saavedra Fajardo, su forma de servir y pensar la monarquía como hombre de Estado: una teoría y práctica del poder real que aborda desde la propuesta insuficiente del austracismo al regalismo, desde la reflexión sobre el sistema de gobierno al valimiento, entre la necesidad y la dejación, la conciencia del declive y las ideas para la reforma y la conservación, con la Europa de la paz y la guerra en el horizonte y una aguda crisis interna provocada por la situación en Cataluña y Portugal.

Cierra el volumen un muy útil índice alfabético, onomástico y temático, que permite la localización rápida de referencias a personas y obras relacionados con Saavedra Fajardo, su tiempo, su vida y su fortuna.


Santos Domínguez 


01 diciembre 2025

Musil. Las confusiones del cadete Törless

  

Robert Musil.
Las confusiones del cadete Törless.
Edición de Miguel Ángel Vega Cernuda. 
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2025.

Inmerso en sus pensamientos, Törless salió solo a dar un paseo por el parque. Era alrededor del mediodía y el sol de finales de otoño proyectaba pálidos recuerdos sobre prados y senderos. Törless se tumbó boca arriba, parpadeando y soñando vagamente, entre las copas desnudas de dos árboles que se encontraban frente a él.
Pensó en Beineberg. ¡Qué extraña persona! Sus palabras eran como si salieran de un templo indio en ruinas, plagado de ídolos espeluznantes y mágicas serpientes en escondites profundos. Pero ¿qué iban a poder hacer a pleno día en un internado de la moderna Europa? Y sin embargo, esas palabras, después de haberse prolongado durante una eternidad, como un camino sin fin y una visión general en mil vueltas, de repente parecían haber alcanzado una meta tangible.
De repente se dio cuenta, y fue como si esto ocurriera por primera vez, de lo alto que estaba realmente el cielo.
Fue como un susto. Justo encima de él brillaba entre las nubes un pequeño agujero azul, indescriptiblemente profundo.
Le parecía como si tuviera que subir hasta allí con una larguísima escalera. Pero, cuanto más penetraba y ascendía con los ojos, tanto más profundamente se retiraba aquel suelo azul y brillante. Y era como si tuviera que alcanzarlo y detenerlo con la mirada. Este deseo se le volvía angustiosamente intenso.
Era como si su vista, prolongada hasta el límite, lanzara miradas como saetas entre las nubes y, cuanto más lejos apuntaba, más cortas se quedaban siempre.
Törless pensó en ello. Intentó permanecer lo más tranquilo y racional posible. «Por supuesto que no tiene fin», se dijo, «sigue y sigue, sigue y sigue, hasta el infinito». Mantuvo los ojos en el cielo mientras decía esto como si estuviera probando el poder de una palabra encantada. Pero sin éxito; las palabras no decían nada, o más bien decían algo completamente diferente, como si hablaran del mismo objeto, pero de un lado diferente, extraño, indiferente.

En la espléndida traducción que Miguel Ángel Vega Cernuda ha preparado para Cátedra Letras Universales, ese es un fragmento central de Las confusiones del cadete Törless, de Robert Musil, un clásico contemporáneo imprescindible por su monumental e inacabada El hombre sin atributos. 

 Las confusiones del cadete Törless fue la primera novela de Musil. La publicó a los 26 años, en 1906, y una perturbadora Bildungsroman, una  novela de formación de base autobiográfica sobre la entrada en la vida adulta de un taciturno escolar adolescente a través de su experiencia en un internado militar de Moravia,  en un rincón al este del Imperio austrohúngaro, en donde el propio Musil estuvo tres años.

Un establecimiento siniestro, un infierno de crueldad y sadismo que acaba sacando a flote la sensualidad pervertida y asesina del protagonista, el desengaño y la pérdida de las ilusiones, la pasividad ante las víctimas, la violencia y la degeneración del individuo, la desintegración del yo y la brutalidad de un trío de cabecillas acosadores, Beineberg, Reiting y el propio Törless, que tienen como víctima a Basini, torpe, afeminado y débil.

Hoy sigue siendo una novela dura. En su época fue además una novela escandalosa porque, frente a la corrección política y el silencio hipócrita, Musil proyectaba en ella, con el apoyo de la psicología experimental y el psicoanálisis, el crudísimo análisis social de un mundo caótico y autoritario.

A partir de las tribulaciones y confusiones del protagonista, del acoso y las vejaciones al débil, entre la afirmación personal, la homosexualidad adolescente, el poder, los abusos y la autodisolución de la identidad, la reflexión ética, confusa y asombrada, de un Törless desorientado tras la sucesión de episodios vividos en el internado resume el proceso de formación o deformación de un observador distante y frio como el propio Musil en su descubrimiento de la realidad:

En ese estado de ánimo se sentía feliz y hubo momentos en los que él lo añoraba.
Esto comenzó cuando se sintió capaz de volver a mirar a Basini con indiferencia y aguantar con una sonrisa el asco que le provocaban las cosas desagradables y rastreras de su conducta. Después fue consciente de que sucumbiría, pero a esto le dio un nuevo significado. Cuanto más feo e indigno era lo que Basini le ofrecía, mayor era el contraste con el sentimiento de delicadeza dolorosa que le seguía después.
Törless se retiraba a algún rincón desde el que pudiera observar sin ser visto. Cuando cerraba los ojos, surgía un impulso indefinido dentro de él, y cuando los abría, no encontraba nada con qué compararlo. Y, de repente, la imagen de Basini crecía y se apoderaba de todo. Pero pronto perdía todo su significado. Parecía no pertenecer a Törless ni referirse a Basini. Se veía totalmente rodeado de sensaciones como si fueran mujeres lascivas con túnicas cerradas y rostros enmascarados.
Törless no conocía ninguna por su nombre, no sabía lo que contenían; pero ahí era precisamente donde residía el embriagador poder de la tentación. Ya no se conocía a sí mismo; y fue precisamente a partir de ahí cuando su deseo creció hasta convertirse en un libertinaje salvaje y despectivo, como cuando de repente se apagan las luces en una fiesta galante y ya nadie sabe a quién arrastra al suelo para cubrirlo de besos.
  
Las confusiones del cadete Törless se desarrolla sobre un trasfondo filosófico y de reflexión moral de raíces kantianas. Hay que destacar que Musil se doctoró en Filosofía en 1908, solo dos años después de publicar la novela:

Y Törless no podía pensar sino en que los problemas de la filosofía habían sido finalmente resueltos por Kant y que la filosofía seguía siendo desde entonces una actividad inútil, del mismo modo que también creía que después de Schiller y Goethe ya no valía la pena escribir poesía.

Musil fue un autor atrabiliario del que Miguel Ángel Vega traza una breve prosopografía en la que resalta su compleja naturaleza intelectual y analítica, su actitud moralista y reflexiva, su temperamento posiblemente bipolar, su alternancia entre la depresión y la euforia.

Así resume su vida y su obra en la introducción de la estupenda edición de Las confusiones del cadete Törless: “El temperamento y las vicisitudes biográficas del autor (ingeniero, pedagogo, militar, periodista, crítico teatral, exiliado) no favorecieron su quehacer literario, que por lo demás estuvo mayormente centrado en la redacción de ese psicograma enciclopédico del «hombre sin atributos» de su tiempo: como Ulrich, el protagonista de la macronovela de ese título, Musil asistió a la decadencia del antiguo ordenamiento burgués; más tarde viviría la más salvaje guerra europea como oficial en el frente italiano y, tras unos años de ejercicio, por libre, de la creación literaria en Berlín y Viena, acabaría sus días, durante la apocalíptica II Guerra Mundial y tras un exilio voluntario en el oasis suizo, (mal)viviendo del ejercicio ocasional del periodismo y de la caridad pública y dedicado a la creación y al pulido de esa gran obra, al fin inconclusa, por la que se le respeta, se le estudia y que mayormente no se lee. Su obra es testimonio de un «vivir literario», de una actividad literaria que se pretende como terapia y se manifiesta más bien como manía. Como el de Kafka, el curriculum de Musil es una lucha por la vida que solo se expresa a través de la literatura.”

Miguel Ángel Vega inserta el Törless en el contexto de la «Jugendliteratur», literatura sobre jóvenes más que literatura para jóvenes, que había inaugurado el Werther goethiano más de un siglo antes: “En ese contexto de exaltación de lo juvenil -afirma-, no es de extrañar que el nuevo estilo de las artes plásticas viniera a titularse Jugendstil, «estilo de juventud». En fin, niños, adolescentes y jóvenes poblaban el mundo de la ficción que a través de ellos manifestaba, o bien el malestar cultural, o bien los nuevos patrones de comportamiento. La nueva moral de la que hablaba Musil.”

De esos nuevos patrones de comportamiento hablan estos párrafos, fundamentales para entender el sentido de la novela y la evolución del protagonista en su proceso de autodescubrimiento:

Incluso un cierto grado de libertinaje se consideraba varonil y atrevido, una audaz toma de posesión de placeres hasta entonces prohibidos. Especialmente si uno se comparaba con la respetable y rígida apariencia de la mayoría de los profesores. Porque entonces la monitoria palabra «moral» adquiría una ridícula referencia a hombros estrechos, vientres panzudos que descansaban sobre piernas delgadas y ojos que, como ovejitas, pastaban inofensivamente detrás de sus gafas, como si la vida no fuera más que un campo lleno de flores de edificante gravedad.
Finalmente, en el instituto nadie tenía ni conocimiento de la vida ni idea de todas esas gradaciones que van desde la mezquindad y el libertinaje a la enfermedad y la ridiculez, que es, sobre todo, lo que llena de repugnancia a los adultos cuando oyen hablar de tales cosas.
Todos estos frenos, cuya eficacia ni siquiera somos capaces de calibrar, eran los que a él le faltaban. Él había procedido en sus comportamientos de manera totalmente espontánea.
Porque en aquel momento todavía carecía de la resistencia ética, esa delicada capacidad intelectual que tanto valoró más tarde. Pero ya se estaba anunciando. Törless se equivocaba: veía por primera vez las sombras que algo que aún desconocía proyectaba en su conciencia y las confundía con la realidad. Pero tenía una tarea que cumplir consigo mismo, una tarea psicológica, aunque aún no fuera capaz de cumplirla.
Lo único que sabía era que había seguido algo todavía oscuro en un camino que conducía a lo más profundo de su ser interior. Estaba cansado. Se había acostumbrado a esperar descubrimientos extraordinarios y ocultos y con ello había entrado en los estrechos y escondidos aposentos de la sensualidad. No por perversión, sino como resultado de una situación mental momentáneamente sin rumbo.

***

Y aquella fina y melancólica sombra, aquel pálido aroma parecían perderse en una amplia, plena y cálida corriente: la vida que ahora se abría ante Törless.
Se había completado un desarrollo, el alma se había puesto, como un joven árbol, un nuevo anillo anual; este sentimiento abrumador, todavía mudo, excusaba todo lo que había sucedido.
A continuación, Törless empezó a repasar sus recuerdos. Las frases en las que, impotente, había contado lo sucedido, aquel múltiple estupor, aquella preocupación por la vida se volvían vivos y parecían agitarse de nuevo y ganaban contexto. Se extendían ante él como un camino luminoso, marcado por las huellas de los pasos dados a tientas. Pero todavía parecía que a aquellas frases les faltaba algo. No era, no, un pensamiento nuevo, pero todavía no expresaban a Törless en toda su vitalidad.
Se sintió inseguro. Y además tenía miedo de presentarse al día siguiente ante sus profesores para justificarse. ¡¿De qué?! ¿Cómo se suponía que iba a explicarles todo aquello? ¿Y aquel camino oscuro y misterioso que tomó? Si le preguntaran «¿por qué maltrataste a Basini?», no podría responderles que porque le interesaba un proceso en su cerebro, algo de lo que todavía hoy sabía poco, y frente a lo cual todo lo que pensaba le parecía insignificante.
Este pequeño paso, que lo separaba del punto final del proceso anímico que debía atravesar, lo asustó como si fuera un tremendo abismo.
Y antes de que cayera la noche, Törless se encontraba en un estado de excitación febril y ansiosa.

Santos Domínguez 



 

28 noviembre 2025

Pedro López Lara. Arcén

   


Pedro López Lara.
Arcén.
Poesía reunida.
Renacimiento. Sevilla, 2025.


Quiero empezar agradeciendo a nuestro admirable poeta Pedro López Lara la confianza amistosa que ha puesto en mí para esta presentación de su poesía reunida. Muchas gracias por el honor y el privilegio. 

Voy a procurar ser breve, porque hay pocas cosas más indeseables, más fastidiosas y ridículas que un presentador asumiendo el protagonismo con textos de más de una hora y porque -como señaló Marañón en un prólogo paradójicamente extenso- “en los banquetes exquisitos los aperitivos huelgan.” Seré, pues, relativamente breve, porque ante una obra poética como la que concelebramos en este acto no se pueden hacer faenas de aliño para salir del paso.

Todavía nos quedan dos cosas por hacer: 
este poema 
-que dejaré incompleto- y después 

Ese poema, el último de Epílogo, que publicó Renacimiento, como el volumen que festejamos hoy, cierra con doble llave la trayectoria poética de Pedro López Lara en este Arcén que recoge, como advierte su autor, la versión que considera definitiva de su obra poética, las tres cuartas partes de su obra editada (Ay, la insatisfacción, verdadero motor potente y doloroso del arte, como me enseñaron los maestros Félix Grande y Paco de Lucía).

Ese es el texto final del libro final de su trayectoria. Pero en ese “después”, palabra final del texto final del libro final, en ese “después” que ahora todavía es un “ahora”, no sólo asistimos a una despedida. Estamos celebrando también la persistencia de la vida y de la palabra, del poeta y de la poesía. Porque “hoy es siempre todavía”, como nos enseñó el mismo Machado que escribió también “Se canta lo que se pierde.”

La noción de lugar y de pérdida y la idea del límite, que están latentes también en el título de su reciente antología Por arrabales últimos, forman parte de la armazón temática y de la tonalidad elegíaca que recorre, además de este libro, toda la poesía de Pedro López Lara. Una poesía que tiene mucho de epilogal, de mirada distante hacia el pasado y sus sombras, de vocación de escolio que anota al margen del texto de la vida su sucesión de días y de emociones.

Porque de alguna manera Epílogo es también una recapitulación y un recuento, una variación en si menor de las partituras que ha venido interpretando la espléndida voz lírica de Pedro López Lara en su extensa -y sobre todo intensa- trayectoria poética desde el inicial Destiempo hasta este tiempo mismo de la despedida, hasta este ‘Repertorio último’ en que el poema regresa a “su silencio germinal” y sobrevuelan la muerte del poeta visionario y distanciado estos ‘Ángeles ineptos’:

Vi el día de mi muerte: lo sobrevolaban 
ángeles descreídos, amnésicos, 
incapaces de oficiar ningún rito.


Partituras que interpretan los temas que recorren como líneas de fuerza Epílogo y el resto de su obra: el recuento de las heridas, la nostalgia del pasado, el lamento de las ilusiones perdidas y las cenizas. Amor y hostilidades, tiempo y palabras contra el tiempo, pintura y cine, epigramas satíricos y agudos como puntas de flecha o reflexiones sobre la escritura:

Debe el poema ser una ocurrencia, 
algo que nos sale al paso y aturde 
tan solo unos instantes, los precisos 
para recuperar la calma y luego, 
cuando aún no entendamos lo ocurrido, 
escribir su esquela.

Son todas ellas variaciones y fugas de una voz honda con la que se expresa una mirada penetrante que, desde el logrado equilibrio de pensamiento y sentimiento, bucea siempre en el fondo interrogativo de la realidad y de la conciencia desde su difícil sencillez expresiva. 

Sencillez aparente que es más método que mero instrumento, porque surge de un trabajo de pulimento del verso y depuración del poema, de la decantación del pensamiento en la lograda transparencia de una admirable precisión verbal y, finalmente, de la clara voluntad transitiva de esta poesía.

Poesía transitiva que nunca, aunque lo parezca, es monólogo ensimismado del poeta, sino diálogo con la memoria, con la conciencia, con la mujer amada, con la cultura, con la poesía y sobre todo consigo mismo. Esa voz y esa mirada, esa palabra y esa presencia lírica generan un clima, o más exactamente un microclima poético y humano que desarrolla una práctica de la escritura como forma de conocimiento y de respiración moral, como brújula hacia el norte de sí mismo o como aguja de marear en las aguas procelosas del mundo. Como en este lúcido ‘Sucedáneo’:

Quien avisa es el traidor.
El otro, el que clava el puñal 
o dice las palabras, 
es solo un figurante, 
un sicario que carga 
con el muerto y la fama.

Por eso he definido en otro momento la escritura de López Lara como propia -perdonen la autocita- de “una obra poética en la que el rigor verbal se convierte en instrumento de una honda meditación que hace de su riguroso ejercicio poético una forma de conocimiento, de arriesgado buceo profundo y a pulmón en el interior de sí mismo.”

Pero hay otro rasgo que quiero destacar en esta obra poética, porque está al alcance de muy pocos: de los señalados poetas que lo son por vocación y no por volición, por necesidad vital y no por la impostura vanidosa de la pose. Ese rasgo es la transferencia caudalosa entre vida y memoria, entre literatura e identidad, entre arte y emoción, entre mirada y escritura que en los malos poetas, en los falsos profetas de la poesía, es puro barniz y no médula y signo de identidad, como lo es en nuestro poeta, que en Epílogo nos deja versos tan memorables como este, que vale por toda una obra:

También se cansa el tiempo de nosotros.

Pero volvamos atrás, a un poema como este:

Escribir poesía es incendiar un bosque 
y verlo luego arder desde su centro, 
sin otro fin que apalabrar las llamas: 
demorar hasta el verso su recuerdo del fuego.

Ese es uno de los espléndidos poemas que Pedro López Lara incluyó en Destiempo, premio Rafael Morales en 2020.

Desde ese libro inicial hasta los recientes Escolios, aparecidos a finales de 2024, y el ya citado Epílogo, Pedro López Lara ha ido publicando -el proceso de elaboración es mucho más prolongado, como es natural- dieciséis volúmenes de una obra poética creciente y coherente.

Y de esa manera la palabra (“En el principio era la palabra / y a su lado no había ningún dios”) y el temblor existencial prenden en Destiempo el fuego de una poesía honda y verdadera que dibuja con sus versos los contornos éticos de un hombre, el palimpsesto de una vida cifrada en cada uno de sus poemas, que dan cuenta de su forma de estar y de ser, de “salir al mundo y no reconocerlo”. 

Lo que vino después de ese primer libro fue una sucesión torrencial de entregas poéticas potentes, de sostenida calidad literaria y alta tensión humana. Paso a evocarlos someramente:

La raíz emocional y el fulgor alusivo de los poemas dedicados al cine, a la pintura, a la literatura y las mitologías de  Museo, un libro que contiene las versiones del mundo y su representación, las formas de la voz y la mirada, los delirios de la imagen y la palabra, las respuestas a los enigmas. Y las preguntas, que son siempre más y están al fondo.

La vocación de escolio del recuerdo en  Muestrario  (“que todo lo perdido fue un regalo”), la memoria de los naufragios parciales y la meditación sobre los límites de la escritura, una constante en todos sus libros: 

EL MAL ADMINISTRADOR 

Todo poema escapa del silencio, disciplina en su transcurso 
su pureza inicial, su prodigiosa herencia,  
malvende nuestras almas 
por un puñado de palabras  
y finalmente vuelve, con estigma en los ojos,  
al feudo traicionado. 

Todo poema dilapida el secreto 
que le fue confiado.

El petrarquismo soñado y posmoderno de Cancionero, su hemisférica luz orientada en la noche del deseo (“Quien la vivió lo sabe: / la noche no es tu amiga”), la  donna angelicata del ensueño, la amada inaccesible y exquisita: “Era Argüelles y estabas / en la acera de enfrente”.

El itinerario vital de Singladura, que se abre con estos versos: “Busca el poema traducir / algo que en un remoto tiempo vio u oyó, / y ahora apenas recuerda”; la difícil memoria, el lugar “en el que no vamos a entrar y no estuvimos”, la nostalgia de las raíces y los frutos amargos del tiempo y el amor, la intensidad emocional en el balance de pérdidas y pronombres, el deterioro, “la edad inverosímil que ahora tengo”. Un inclemente espejo retrovisor en el filo de lo real y lo inventado.

Incisiones y su memorial de noches, de vicisitudes y tiempos, de incendios amorosos en los que ardía la vida, de encrucijadas y hostilidades, de azares y fronteras, de soledad y sombras, de amargura y desengaño, de postrimerías y muertes. Un libro que se cierra, como otros del autor, con una sección titulada Ars poetica, una sostenida reflexión sobre vida y escritura que rematan estos tres versos:

La vida, que no tiene nada que decir, 
excepto esto: 
No soy versificable.

Las agudas glosas existenciales de  Escolios  en torno a los estigmas del tiempo y la memoria, al lugar de la palabra (“La palabra es un sitio. / En él ocurren cosas”) o a los ángeles extraviados del olvido:

Sobrevuelan esta noche ángeles ebrios.
Quién nos envía, se preguntan. Cuál era el mensaje.

Atravesados ​​por una aguda conciencia de la temporalidad, depurados por una trabajada precisión expresiva y pulidos con una admirable suma de pensamiento y sentimiento (aquel unamuniano “piensa el sentimiento, siente el pensamiento”), sus títulos son los de las distintas estaciones de una aventura poética rigurosa, de declarada voluntad transitiva, que había fijado también la conciencia de sus límites en este poema de  Dársena:

La poesía es asunto de límites: 
los del verso y el ritmo, 
los del lenguaje, las fronteras 
De lo vivido y lo vivible.
El poema no puede atravesarlos, 
pero los mira y dice lo que ve.
Y antes de replegarse da de ellos 
conciso testimonio.

Y algo de conciso testimonio hay en su reciente antología Por arrabales últimos, que preparó y prologó José Cereijo. Ahí tiene el lector la oportunidad y la suerte de releer este “El temblor”:
 
Ya no tiemblo al leerlo, pero aún soy capaz
de reconocer por el tacto un buen poema.
 
De recorrer su piel y ver si tiembla.
 

Ese poema de Pedro López Lara resume en sus tres versos no sólo su postura como lector de lo ajeno, sino su poética propia y poderosa.

Una poética construida sobre el temblor de una palabra tan verdadera como la suya, que brota siempre del cuidado del verso, de la intensidad poética y de la hondura humana, de la aguda conciencia del tiempo y de la capacidad de hacer de la derrota victoria y de la materia elegíaca del recuerdo razón celebratoria, como en este espléndido “Ubi sunt”:
 
Dónde están mis guerreros, perdedores
solo en batallas no libradas, que fueron las más.
 
Dónde están los castillos que crispaban sus almenas
ante un peligro imaginario.
 
Dónde el enemigo retirado antes de tiempo,
sin haber completado sus infamias.
 
Dónde las vistosas misiones que llevaban
por comarcas insólitas.
 
Dónde los planos del tesoro que auguraban
la expedición, las sangres intermedias.
 
Dónde los indolentes, espaciosos días,
sus noches dilatadas.
 
Dónde el baile final de Zorba el griego,
su mística celebración de la derrota,
más grande que cualquier derrota.
 
Dónde estamos, amigos, cómo hemos llegado
—única magia auténtica—​​ hasta aquí.

Intensa siempre, ahora también extensa, definitivamente mayor e imprescindible en su temblor, su hondura y su altura, la poesía de López Lara es un hilo de Ariadna para orientarse en el laberinto del sentido del ser y el tiempo.

Ser y tiempo que configuran la identidad del poeta y recortan su silueta ética y estética en el claroscuro de la vida, en el miedo y las heridas de la memoria personal y familiar, en la nada complaciente distancia irónica o en la emoción contenida de sus paréntesis sentimentales, en una poesía existencial y meditativa, sostenida en un intenso y reflexivo diálogo interior del poeta consigo mismo sobre el tiempo y la vida, en testimonio del mundo y de su oficio.

Poesía que se convierte a menudo en refugio (“una guarida frágil, pero todavía en llamas”) y en tabla de salvación frente al naufragio, en juego de espejos y destellos de iluminaciones frente a las tinieblas nocturnas, en brújula en las sombras, en tregua de los sueños ante las leyes de la vida que nos pasa por encima, en puente que atraviesa el desasosiego inhóspito del vacío vertiginoso, en heroico elogio de la incertidumbre en un mundo de “ángeles cansados”.

Entre los versos que aún no he escrito ha de haber uno, 
un verso túmulo o jeroglífico, 
que me contenga, 
de modo holgado y a la vez conciso. 

Un nítido renglón definitivo.

Dejemos una cosa clara, por encima de los lugares comunes y los cumplidos críticos: digamos que Pedro López Lara ha ido levantando su obra poética sobre un estilo personal y expliquemos con cierto rigor, por encima del tópico, qué significa exactamente eso: significa, claro está, que sus poemas se entonan en una voz reconocible, la suya propia.

Pero significa también -y en esto se suele incidir menos desde la lectura crítica- que una vez logrado ese fraseo, esa entonación y esa cadencia, esas conquistas expresivas se ponen al servicio de la composición de unos textos que sólo él puede escribir. Porque estos poemas sólo pueden ser escritos en esa tonalidad, sólo se pueden construir con esa voz propia. No es sólo una cuestión de compenetración de forma y fondo, es algo que va más allá y que afecta a la escritura del texto de manera nuclear.

Porque quien lee estos poemas no toca sólo un libro, toca al hombre que los habita, a un merodeador para quien “la poesía / es solo un animal sonámbulo / que ha olfateado algo y merodea, / con voluntad de hallazgo y extravío, / por las calles inéditas / de una ciudad absorta en sus afueras”.

Un merodeador del verso y la palabra, del tiempo y la memoria, porque 

Solo es bueno un poema 
cuando el último verso se acuerda de todo.

Quiero, antes de terminar, manifestar mi discrepancia de lector y de admirador de esta poesía con el título elegido, que le quiero reprochar afectuosamente a Pedro. Porque esta espléndida poesía no se sitúa en ese Arcén al que tan humilde como injustamente la desplaza el autor. Muy al contrario, circula con todos los méritos por el carril central de la poesía española actual.

Santos Domínguez 



26 noviembre 2025

Fray Luis de León. Fieramente humano

  



Sergio Fernández López.
Fray Luis de León. 
Fieramente humano. 
Cátedra Biografías. Madrid, 2025.

Fieramente humano es el elocuente sintagma que ha elegido Sergio Fernández López como subtítulo de la magnífica biografía de Fray Luis de León que publica la colección Biografías de Cátedra.

 Porque, como señala en el último de los seis capítulos en los que ha organizado la obra, el dedicado a su temperamento en relación con su peripecia vital, “la intención ha sido no mostrar al hombre de cartón piedra, sino de carne y hueso, con su orgullo y su arrogancia, sus miedos y sus dudas. Quizá haya sido un esfuerzo en vano intentar explicar a la persona, no al personaje, y querer bajar el mito a lo cotidiano. Pero no hemos querido cejar en el empeño.”

“Habrá quien piense -escribe en el Prefacio- que reducir la figura de fray Luis de León a unas cuartillas sea un trabajo inútil y abocado al fracaso. Y seguramente no le faltará razón. Su inusual formación, su maestría poética, su proceso inquisitorial, sus controvertidas oposiciones, sus disputas en la orden o su labor en la corte son solo algunas cuestiones, puntas del iceberg de una vida que resulta múltiple, compleja e inabarcable para una persona. Afortunadamente, no he estado solo en esta labor. El esfuerzo de numerosos investigadores ha allanado el camino y desbrozado el grano de la paja, desde la prosa literaria de Jiménez Lozano a la documentación hecha estudio de Barrientos para averiguar la relación de Fray Luis con su universidad, pasando por las antiguas e incontables aportaciones de Santiago Vela, que, sin pretensión biográfica, bien podrían conformar, juntándolas, una nueva vida del agustino.”

Desde los orígenes familiares belmontinos de Fray Luis y la poca importancia de su origen converso, porque en aquellos años tanto él como sus familiares “se encontraban ya muy lejos de esos mismos orígenes, aunque ninguno de ellos los ignoraba. La información nueva que se aporta en este sentido, extraída tanto de pleitos públicos como de documentos privados, ponen de manifiesto el error en que se caería juzgando a Fray Luis e incluso a su padre, Lope de León, conversos o influidos siquiera por esa lejana ascendencia en sus quehaceres diarios.”

Hay hechos más determinantes de su biografía, de su quehacer intelectual y de su obra literaria: sus años de formación entre Salamanca, Soria y Alcalá, su ejercicio de la cátedra de Santo Tomás en la universidad salmantina, el ambiente enrarecido y las rivalidades académicas en el Estudio entre agustinos, dominicos y jerónimos, la crítica filológica de la Vulgata en tiempos peligrosos y la creciente enemistad con el teólogo y catedrático de griego León de Castro, la denuncia rencorosa de este y del dominico Bartolomé de Medina y el proceso por la traducción del Cantar de los Cantares al castellano desde el hebreo, su encarcelamiento en 1572 y la crisis física y espiritual de finales de 1575, su absolución en diciembre de 1576 y los últimos años como catedrático de Biblia, años de madurez y de producción impresa de tratados en castellano como el monumental De los nombres de Cristo, cima de la prosa renacentista española junto con la Biblia del Oso de Casiodoro de Reina.

“Entre las ocupaciones de mis estudios, en mi mocedad, y casi en mi niñez -confesaba él mismo en el bellísimo prólogo-dedicatoria de su obra poética a don Pedro de Portocarrero-, se me cayeron como de entre las manos estas obrecillas, a las cuales me apliqué más por inclinación de mi estrella, que por juicio o voluntad. No porque la poesía (mayormente si se emplea en argumentos debidos) no sea digna de cualquier persona y de cualquier nombre –de lo cual es argumento que convence haber usado Dios della en muchas partes de sus Sagrados Libros, como es notorio–, sino porque conocía los juicios errados de nuestras gentes, y su poca inclinación a todo lo que tiene alguna luz de ingenio o de valor; y entendía las artes y mañas de la ambición y del estudio del interés propio y de la presunción ignorante, que son plantas que nacen siempre y crecen juntas y se enseñorean agora de nuestros tiempos. Y ansí tenía por vanidad excusada, a costa de mi trabajo, ponerme por blanco a los golpes de mil juicios desvariados, y dar materia de hablar a los que no viven de otra cosa. Y señaladamente, siendo yo de mi natural tan aficionado al vivir encubierto, que después de tantos años como ha que vine a este Reino, son tan pocos los que me conocen en él, que, como V. merced sabe, se pueden contar con los dedos.”
 
Y Francisco Pacheco, quien sería suegro de Velázquez, lo retrata con estas palabras: “En lo natural fue pequeño de cuerpo, con debida proporción; la cabeza grande, bien formada, poblada de cabello algo crespo; el cerquillo cerrado; la frente, espaciosa; los ojos, verdes y vivos. En lo moral, con especial don de silencio, el hombre más callado que se ha conocido, si bien de singular agudeza en sus dichos, con extremo abstinente en la comida, bebida y sueño; puntual en palabras y promesas, compuesto, poco o nada risueño. Leíase en la gravedad de su rostro el peso de la nobleza de su alma; resplandecía en medio de esto, por excelencia, una humildad profunda; con ser de natural colérico, fue muy sufrido, piadoso para los que le trataban”.

Pese a la serenidad que reflejan las liras de la Oda a Francisco de SalinasVida retirada o la décima A la salida de la cárcel, Fray Luis fue un hombre muy temperamental. Un hombre de carácter fuerte y hasta agrio en ocasiones, de recia voluntad y de una determinación de la que dio muestras tempranamente, cuando se opuso al destino del jurista que le había preparado su padre y eligió la vida de la oración y el estudio en el convento de la orden agustina en Salamanca.

Comenzó así a labrar su sólida formación intelectual: teológica y bíblica, filológica y lingüística, clásica y renacentista. Una formación que hace de su figura un modelo de referencia del intelectual humanista cristiano, rodeado sin embargo de mediocres envidiosos que le complicaron la vida y que hoy son apenas una nota al pie en la biografía del maestro.

Orgullo y prestigio, diríamos parodiando el título de la novela de Jane Austen. Así lo resume Sergio Fernández López:

Fray Luis se sentía élite y lo era. Esa convicción le hizo «arrimarse a los buenos»: Pedro Chacón, Juan del Caño, Felipe Ruiz, Francisco Salinas, Arias Montano… Y a apartarse a su vez de los torpes como de la peste. […] El maestro salmantino era superior a sus contrincantes y debía de ser sin duda consciente de ello. En una alarde de sinceridad durante su proceso, confesó que había sido su sabiduría la que lo había puesto en aquella situación y que ojalá no hubiese tenido tanto entendimiento. Incluso los teólogos que examinaron sus escritos eran ignorantes en comparación con el agustino. Fray Luis llegó a insultarlos y pedir con retranca que Dios les conservase la vista. […] Posiblemente, su complejo de superioridad y su exceso de confianza, que le hicieron minusvalorar a sus enemigos, se convirtieron a la postre en sus peores defectos y bien que los pagó.

Y añade estas líneas que completan un retrato profundo y a la vez cercano de Fray Luis: “Su proceso le produjo un profundo dolor. Pero Fray Luis era una persona orgullosa. La convicción de que había sido, como Job, un justo oprimido y perseguido tal vez le diese aliento por entonces. Se trató de una idea que repitió hasta la saciedad en sus escritos y poemas. No puede decirse que el conquense hubiese perdido la cabeza, si bien debe reconocerse que con el tiempo sufriría cierta manía persecutoria y vería más enemigos de los que llego a tener en realidad. No era nada extraño. En gran parte, lo habían vencido la necedad y la envidia, aunque el agustino no estuvo del todo libre de culpa. Como fuese, a Fray Luis le podía el coraje o la soberbia por entonces y no deseaba por nada mostrarse vencido. Además, no quería bajo ningún concepto darles el placer de que lo vieran sufrir.
[…]
La procesión iba por dentro. Sentía tanto dolor e indignación que quería desaparecer, que nadie lo hubiese visto «en tiempo alguno», como recogía uno de sus poemas. Pero esa misma rabia le hizo mostrarse otro ante los demás. El sufrimiento era un lujo que no se podía permitir y que dejaba para la intimidad. Por eso muchos de sus poemas trataban de la envidia, de la mentira o de la fuerza de la verdad, más que del padecimiento o la resignación.”

Seguramente ese debate interior explica el lema Ab ipso ferro, que el poeta eligió para las portadas de las obras que mandó imprimir tras su salida de la cárcel, después de cinco años de condena en un proceso inquisitorial en el que fueron decisivas las rivalidades entre órdenes religiosas (dominicos, jerónimos y agustinos) y en el que finalmente sería absuelto tras varios y penosos años de prisión. Aquel proceso y los quebrantos de la cárcel se acabarían convirtiendo en el acontecimiento decisivo en la vida de Fray Luis. Y tuvo también una inevitable y profunda repercusión en su obra, en la que hay un antes y un después de la experiencia de la prisión y de sentirse víctima de la injusticia y la envidia:

“Fray Luis -escribe Sergio Fernández López- fue tan listo para el estudio como torpe para la vida, pues parece mentira que no hubiese aprendido a sus años hasta qué punto podía llegar la envidia humana.”

Una biografía espléndida que, además de ofrecer un inmejorable análisis contextual de su obra, acerca al lector a su figura “fieramente humana”, colérica y rabiosa a veces, desengañada y desconsolada otras, a ratos melancólica, a ratos quijotesca, de quien, además de intelectual y traductor de primer orden, fue el primer poeta humanista español en lengua romance, el que fundió en sus versos castellanos -que no llegó a publicar en vida- la tradición bíblica, la poesía de Horacio y Ovidio y la de Garcilaso.

Pero el que aparece en estas páginas, hasta su muerte el 23 de agosto de 1591 en Madrigal de las Altas Torres, es siempre “un Fray Luis auténtico que casi puede rozarse con las yemas de los dedos.”  Un Fray Luis -concluye Sergio Fernández- que “tal vez no solo vivió en lucha contra los demás, sino también en lucha consigo mismo.”


Santos Domínguez 


24 noviembre 2025

Platero y otros

  


Platero y otros.
Antología de los animales en la obra de JRJ.
Edición de Rocío Fernández Berrocal.
Editorial Okto. Moguer, 2025


 En cinco partes -Criaturas del aire, Los amigos del hombre, Animales silvestres, Los amigos de Platero y Jardín de fieras- organiza Rocío Fernández Berrocal la poblada Antología de los animales en la obra de JRJ que ha titulado significativamente Platero y otros. 

La abre una introducción en la que la reconocida especialista en la obra juanramoniana destaca que JRJ “defendía «frecuentar lo animal». En la esencia de los seres puros como los animales encuentra su propia profundidad como «animal de fondo» que se considera. El animal se conecta para él con el todo, algo de lo que se ha apartado el ser humano y a lo que debe volver.” 

Platero y otros contiene un extenso animalario en verso y prosa que convoca a los volátiles y a los domésticos, a los silvestres y a los amigos de Platero para concluir con un apartado final que reúne bajo el rótulo Jardín de fieras las “comparaciones audaces y líricas” que Juan Ramón prodigó a lo largo de su obra.

Y no siempre con buenas intenciones, como cuando llama a Hitler “Gorila alemán” y quizá también cuando afirma que Rubén Darío “tenía algo de gran marisco náufrago”, lo que no parece una comparación muy deseable ni embellecedora, francamente.

Y tras la antología, en un espléndido “Estudio final”, Fernández Berrocal destaca la importante presencia del reino animal en la vida y la obra de Juan Ramón, que se definió en un aforismo de Guerra en España como “libre animal poético”.

Así se titula el primero de los tres apartados de ese estudio final, que aborda también la intensa fusión juanramoniana del poeta y del hombre con la naturaleza, que “representaba para JRJ elementos clave en su vida y en su obra, la desnudez y la pureza, lo verdadero, lo esencial” y la identificación del poeta con el “humilde ruiseñor del paisaje” de sus Elegías lamentables.

“Soy animal de fondo de aire”, escribió en un poema de su tercera época, en la que sigue ladrando incesantemente un perro desde la cima poética de su poema Espacio:

No, ese perro que ladra al sol caído, no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca de Carmona de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral Gables, La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí, allí. ¡Qué vivo ladra siempre el perro al sol que huye! 

Santos Domínguez

 

21 noviembre 2025

Ray Bradbury. Cuentos

 

Ray Bradbury.
Cuentos.
Edición de Paul Viejo.
Traducción de Ce Santiago.
Prólogo de Laura Fernández.
Ilustraciones de Arturo Garrido.
Páginas de Espuma. Madrid, 2025.

Adentrarse en el silencio que era la ciudad a las ocho de una tarde de niebla en noviembre, poner un pie en la acera de cemento abollado, pisar las grietas herbosas y avanzar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios; al señor Leonard nada le gustaba más. Se detenía en la esquina de un cruce a observar las largas aceras de las avenidas que se extendían en cuatro direcciones iluminadas por la luna, para decidir hacia dónde ir, aunque en realidad daba lo mismo; estaba solo en el mundo del año 2053, ο prácticamente solo, y una vez tomada la decisión, elegido el camino, echaba a andar a zancadas, exhalando formas de aire helado como humo de puro.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y regresaba a su casa a medianoche. Y de camino veía casas de campo y unifamiliares con las ventanas oscuras, y no era distinto a pasear por un cementerio en el que tan solo los débiles destellos de las luciérnagas parpadeaban al otro lado de los cristales. Fugaces fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes de dentro, en habitaciones en las que las cortinas seguían descorridas por las noches, o se oían susurros y murmullos en la ventana todavía abierta de un edificio sepulcral.
El señor Leonard hacía una pausa, ladeaba la cabeza, escuchaba, miraba y seguía su camino, sin hacer ruido al pisar la acera bacheada. Hacía mucho que había tomado la sabia decisión de ponerse zapatillas para pasear de noche, porque jaurías esporádicas de perros lo acompañaban con ladridos si llevaba suelas duras, ya veces se encendían algunas luces y aparecían caras y la calle entera se sobresaltaba con el paso de una figura solitaria, él, al caer la tarde de noviembre.

Con esos tres párrafos comienza El peatón, un relato breve de Ray Bradbury (1920-2012) que algunos críticos tienen como “uno de los mejores cuentos jamás escritos.”

Es uno del largo centenar de cuentos que reúne en un amplio volumen Páginas de Espuma en su imprescindible colección Voces/Literatura con traducción de Ce Santiago, prólogo de Laura Fernández e ilustraciones de Arturo Garrido en el estilo de Ray Bradbury.

Ha preparado la monumental edición Paul Viejo, que señala en la nota previa que “reunir en un solo volumen una antología representativa de la narrativa breve de Ray Bradbury implica asumir un reto doble: por un lado, la amplitud y riqueza de una obra que abarca más de siete décadas; por el otro, la naturaleza cambiante de los propios textos, reescritos, trasladados, reciclados y renombrados a lo largo de los años por un autor que nunca dejó de trabajar sobre su propio pasado. Bradbury fue, en este sentido, no solo un narrador infatigable sino también un editor de sí mismo. Esta antología -la más extensa publicada hasta ahora en lengua española- propone una retrospectiva amplia y generosa de su trayectoria, sin pretender agotar todas sus facetas, pero sí permitiendo que el lector acceda a la diversidad de tonos, temas y enfoques que lo convirtieron en uno de los cuentistas fundamentales del siglo XX.”

Organizada cronológicamente, esta amplísima selección es una muestra representativa que recoge ciento dieciséis cuentos. Es más de una cuarta parte de la abundante narrativa breve de Ray Bradbury, prolífico autor -además de la famosa distopía futurista Farenheit 451- de más de cuatrocientos cuentos, entre ellos los muy conocidos que aparecieron en Crónicas marcianas y en El hombre ilustrado. Además de esos relatos ya clásicos se incorporan a esta antología otros cuentos menos conocidos, escritos en una trayectoria de siete décadas que comenzó el verano de 1942,  y algunos que se traducen por primera vez al español. Esa disposición cronológica de los relatos permite no sólo seguir la evolución literaria de su autor, sino comprobar las conexiones temáticas que se establecen entre unos cuentos y otros.

Así presenta a Bradbury Laura Fernández en su prólogo, que titula “Conjuren sus palabras, alerten a su personalidad secreta, saboreen la oscuridad, están a punto de (DESAPARECER) en la mente (COLMENA), oh, esa creadora de (MUNDOS), (SUEÑOS) y (PESADILLAS), capaz de batirse a muerte o cazar (TIGRES), del inigualablemente (FABULOSO) Ray Bradbury”:

“Bien, el hombre que ha anotado ese puñado de palabras, que ha hecho esa (LISTA), fue siempre un hombre (LIBRE), en el sentido más amplio y sentimental de la palabra. Su nombre es Ray Douglas Bradbury, y desciende de la temible, y en realidad, sobre todo, también, (LIBRE), Mary Bradbury, la bruja que se dio a la fuga y nunca pudo ser quemada después de someterse a los Juicios de Salem –murió por causas naturales en 1700–. Una vez posó para un fotógrafo. Oh, no Mary sino Ray, Ray Bradbury. Lo hizo en Waukegan, Illinois. Corría el año 1923. Tenía tres años. En la fotografía, el pequeño, el valiente, oh, su pose es pura acción encantada, Ray, corte de pelo a tazón, viste peto oscuro, está descalzo, ha enterrado sus diminutas manos de niño de tres años en los bolsillos, parece triste, pero es una tristeza de nube pasajera porque no es más que un niño y todo en él aún es pasajero. Está frunciendo el ceño ligeramente y (TOMÉNME EN SERIO), dice ese ceño, (PORQUE ESTOY LISTO), dice.
¿Listo para qué? Oh, para hacer del mundo, ese que compartimos ustedes y yo, un lugar aún más grande y (APASIONANTE). Porque ese niño que se convirtió en un hombre que hacía listas de palabras, vivió dentro de sí mismo, a la vez, en todos los tiempos posibles, disfrutando de un inagotable (ASOMBRO) ante el (MILAGRO) absurdo del (MUNDO), el planeta, lo que sea que somos. Y supo hacer de ese (ASOMBRO) pequeños mundos dentro del mundo, en los que, prepárense, la (REALIDAD), eso en lo que creemos estar existiendo, se abre, de par en par, para descubrir en su interior otra realidad que tal vez siempre estuvo ahí, o que, qué demonios, como ocurre en el primer cuento de esta colección («EL VIENTO»), acaba de aparecer, o aparece cada vez, solo para ti.”

Por encima de su pertenencia al género fantástico o de ciencia ficción, Ray Bradbury, que hizo una potente celebración de la escritura en los ensayos de Zen en el arte de escribir, es uno de los grandes narradores de la segunda mitad del XX, un autor cuya transcendencia ha sobrepasado el territorio estricto de la literatura para inundar el campo del cine, la televisión o el cómic e incorporarse por todas esas vías al imaginario colectivo de lo contemporáneo. 

Bradbury escribió sobre Marte como si escribiera de la Tierra, imaginó el futuro imperfecto para explorarlo con nostalgia y fabuló sobre máquinas con capacidad para las emociones o los sueños. Pero además muchos de estos relatos son una alegoría que entre lo fantástico y la fábula moral, entre el sueño y el peligro, plantea una ética futurista, una reflexión sobre el sentido de la existencia, la guerra y las pulsiones autodestructivas de la humanidad, el racismo y el colonialismo, el conformismo y la censura, la deshumanización, la muerte, la soledad y el miedo. O un aviso profético de las peligrosas consecuencias que acechan a una civilización automatizada, y a una tecnología que acaba aniquilando al individuo, como en las casas robóticas de dos de sus mejores relatos: Vendrán lluvias suaves y La sabana.

“¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica”, escribió Borges en el prólogo a los relatos de los Cuentos marcianos.

Y es que, entre El viento (1943), el primer relato recogido en esta antología, y el que lo cierra, Un encuentro literario (2009), en la mirada lírica de Bradbury, en el viaje en el tiempo de El sonido del trueno, en el Marte en ruinas de El picnic milenario, en la nostalgia de la infancia de En una noche de verano o en el efecto mariposa de Se oyó un trueno, en sus fantasías futuristas o macabras y en sus historias llenas de suspense y de terror, o en el final intenso y abierto de El hombre incandescente hay muchas veces un elemento perturbador que inquieta al lector en lo más profundo de su conciencia.

Vuelvo otra vez a Borges, que veía a Bradbury como “heredero de la vasta imaginación” de Poe y explicaba memorablemente que “Otros autores estampan una fecha venidera y no les creemos, porque sabemos que se trata de una convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado —el dark backward and abysm of time del verso de Shakespeare—. Ya el Renacimiento observó, por boca de Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero.”

“Desde su primera publicación importante hasta sus últimos cuentos inéditos recopilados póstumamente -escribe Paul Viejo en la Nota a la edición-, Bradbury construyó una obra que desafía los géneros, que atraviesa décadas sin envejecer, que conmueve tanto como perturba. Fue un autor popular -sus libros vendieron millones de ejemplares-, pero también fue un escritor rotundamente personal, casi visionario. Supo anticipar muchas de las ansiedades contemporáneas: la sobreexposición tecnológica, la soledad urbana, la banalización del horror. Pero lo hizo sin renunciar jamás a la emoción, a la imaginación, a la esperanza incluso en medio de la ruina. Su literatura no es la de los futuros posibles, sino la de las memorias imposibles.”

 
 Santos Domínguez