17 octubre 2025

Alatriste. Misión en París

  













Arturo Pérez-Reverte.
Misión en París.
Ilustraciones de Joan Mundet
Alfaguara. Barcelona, 2025.

Son algunas de las espléndidas ilustraciones, de aire antiguo y con pie de texto, que ha preparado Joan Mundet para la bella edición en Alfaguara de Misión en París, la octava entrega de la serie que Arturo Pérez-Reverte inició hace casi treinta años, en 1996 con El capitán Alatriste

Con las inolvidables primeras líneas de aquella novela  -“No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes”- se iniciaba el admirable recorrido literario de un personaje que, respaldado por millones de lectores, se convirtió muy pronto en un referente imprescindible de la novela de aventuras y entró hace años “en el selecto club de los mitos literarios, aquellos personajes que gozan en el imaginario colectivo de una personalidad propia y de una vigencia intemporal”, como señaló Alberto Montaner en la estupenda edición especial anotada de El capitán Alatriste que apareció en 2009.

Tras Limpieza de sangre, El sol de Breda, El oro del rey, El caballero del jubón amarillo, Corsarios de Levante y El puente de los asesinos que apareció en 2011, en Misión en París, casi quince años después, vuelve un Alatriste, veterano cuarentón del tercio de Cartagena, algo cambiado, pero capaz de enganchar al lector desde el primer párrafo, que describe la llegada a París de cuatro jinetes, designados para una misión cuyo sentido último desconocen:

Sonaba la medianoche en los relojes de París cuando entraron por la puerta de Saint-Jacques cuatro jinetes tan seguros de sí mismos como el trote firme de sus caballos. Habían mostrado pasaportes en regla a los soñolientos centinelas de la barrera, y franqueada ésta se internaron por las calles sombrías de la orilla izquierda del Sena, peligrosas a tan menguada hora, para cruzar el río por el puente de Notre-Dame. Dormía en silencio la ciudad, un ápice de luna turca troquelaba negros tejados y chapiteles, y a veces, al pasar junto a alguno de los pocos faroles y hachotes que alumbraban un portal o la boca de un callejón, su débil luz bruñía reflejos en el metal de las armas que los viajeros cargaban al cinto y en los ojos prevenidos, suspicaces, que escudriñaban la oscuridad bajo la ancha falda de los sombreros.

Naturalmente, uno de esos jinetes es Alatriste, que llega a París con su inseparable y leal Sebastián Copons desde Milán, donde -como recuerda el narrador Íñigo Balboa- se habían separado unos meses antes: 

Detrás del capitán Alatriste sonó una interjección aragonesa y en ella reconocí de inmediato a Sebastián Copons. Pequeño, recio y callado como siempre, el veterano soldado me dio otro abrazo que casi me troncha las costillas. Como ocurría con el capitán, no había vuelto a verlo desde que a finales del año anterior nos habíamos separado en Milán, tras el fracaso en el intento de asesinar, en interés de España, al dogo de Venecia. Yo había regresado de allí a Madrid, provisto de cartas de recomendación y al amparo de don Francisco de Quevedo, que me acogió en la Corte como a un hijo mientras el capitán y Copons permanecían en el norte de Italia, participando en el asunto de la Valtelina, la invasión del Monferrato y el asedio de Casal con novecientos hombres del tercio de Nápoles.

Quien narra en primera persona, como en el resto del ciclo, es Íñigo Balboa, en palabras de Pérez-Reverte para el memorable prólogo de Todo Alatriste, “el testigo, la mirada asombrada al principio, lúcida y crítica después, afectuosa siempre, que permite calar en la compleja personalidad, los rincones oscuros del héroe cansado.” Ha cumplido ya los dieciocho años y ha dejado de ser el niño de los volúmenes iniciales para ascender a correo del Rey.

Los otros dos jinetes son Quevedo y su escolta Juan Tronera, un cordobés veterano de los tercios que aparece por primera vez en la serie para acompañar al poeta cortesano en su misión diplomática secreta desde Madrid:

Pues la cita en París, cuidadosamente preparada en esferas superiores –pronto íbamos a averiguar por quiénes y para qué–, era semejante a una jugada de ajedrez que combinase varios movimientos: el viaje desde Madrid de don Francisco de Quevedo, escoltado por Juan Tronera, y el hecho desde la fortaleza española de Milán por el capitán Alatriste y Sebastián Copons, unos por Burdeos y la orilla del Loira y otros por Turín, Lyon y Nevers, hasta encontrarse todos en Orleans y seguir desde allí, juntos, camino a la capital de Francia.

Estamos en 1628 y por tanto ha pasado menos de un año desde la frustrada conjura veneciana de El puente de los asesinos, como sólo había pasado poco más de un mes de tiempo interior entre la segunda y la tercera salidas de don Quijote frente a los diez años que separan al Cervantes de 1605 del de 1615.

Y si el transcurso de aquella década cervantina explicaba la evolución de la novela y de sus dos protagonistas como resultado de los cambios de técnica narrativa y de mirada al mundo que se habían producido en Cervantes, algo parecido ocurre con el Alatriste más sombrío y melancólico, más parco y ensimismado, también más humano de Misión en París

A la espera de su futura muerte anunciada en Rocroi quince años después y reservada para una próxima entrega final que está bastante avanzada, Alatriste, que desde el principio ha tenido algo de crepuscular y de encarnación individual del desengaño barroco y de la conciencia del declive imperial -como “un héroe cansado” lo definió su autor-,, ha evolucionado hacia el remordimiento con que rememora episodios del pasado con una amargura oscura y explícita, más que por el estrecho lapso temporal transcurrido en su tiempo interior, porque inevitablemente es un reflejo del ensombrecimiento del autor en estos casi quince años transcurridos desde El puente de los asesinos.

Pero esos no son más que matices. El lector acostumbrado a la serie de Alatriste seguirá teniendo un incesante entretenimiento asegurado en Misión en París, que mantiene el espíritu y las señas de identidad características de las novelas del ciclo: el ritmo trepidante de la narración, la intriga y las intrigas, la sucesión inagotable de lances, los giros inesperados y a menudo sorprendentes de la acción, los guiños a las novelas de Dumas, uno de los referentes más constantes de Pérez-Reverte, que maneja como pocos la coherencia integradora de la literatura culta y la popular y la capacidad para fundir tradición y modernidad en un sostenido homenaje a la novela de aventuras clásica y en un ejercicio de reivindicación de la altura literaria del género y de las luces y las sombras del siglo XVII con la decadencia del imperio español en Europa, uno de los ejes de referencia de la serie novelistica de Alatriste.

No otra cosa es en el fondo la irrupción de Alatriste y sus compañeros en el mundo y en los paisajes de los cuatro mosqueteros de Dumas, los duelos de Alatriste e Íñigo Balboa con Athos y D’Artagnan o las peripecias en las que intervienen el cardenal Richelieu, arrogante y diabólico, Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina, que ha organizado la misión como embajador extraordinario y oficioso del rey Felipe IV y de Olivares en la corte francesa, y el señor de Tréville, capitán de los mosqueteros del rey francés.

Ambientada en el contexto del asedio a La Rochela por la rebelión de los hugonotes contra el rey Luis XIII de Francia, rica en incidentes imprevistos y en matizados claroscuros humanos, literarios e históricos, llena de guiños textuales a la literatura áurea -desde la picaresca a Quevedo pasando por las comedias de capa y espada-, Misión en París es mucho más que una entretenida novela de espadachines sobre un asunto en el que “corren a rienda suelta las tretas y los engaños.”. Es una brillante muestra de la sabiduría narrativa de Pérez-Reverte y de su contagioso gusto por contar, una novela sólida, muy superior a las más endebles de la serie. Una obra que está indiscutiblemente a la altura de las mejores del ciclo de Alatriste, de quien deja el narrador Balboa esta magnífica evocación:

El perfil aguileño, semejante al de una audaz ave de presa, se recortaba en la claridad rojiza de la chimenea, y sus ojos claros, fríos como el hielo, permanecían absortos en la penumbra que lo rodeaba, en mudo diálogo con los demonios familiares que, en su particular infierno, lo acompañaban cada uno de los días de su vida y sólo descansarían con él quince años más tarde, en Rocroi, cuando el sol de España se puso en Flandes y la vida del capitán Alatriste se extinguió al tiempo que una singular clase de hombres: los arrogantes tercios de infantería española, portentoso seminario de soldados que durante siglo y medio acuchillaron el mundo. Pues con la España que dejaban atrás –o dejábamos, lo dice a vuestras mercedes quien de cerca lo vivió– no quedaba sino coger espada y arcabuz para caminar resignados, duros, peligrosos, en pos del tambor y la bandera.


Santos Domínguez

 


15 octubre 2025

Jorge Luis Borges. Un destino literario

 

 Lucas Adur. 
Jorge Luis Borges. 
Un destino literario.
Cátedra Biografías. Madrid, 2025.

“¿Cómo se escribe una vida? La pregunta por las posibilidades y límites de la biografía inquietó al propio Borges, que ofreció algunas especulaciones y varias respuestas concretas a lo largo de su producción -en textos centrales como Evaristo Carriego o Pierre Menard, autor del Quijote,  en otros laterales como las numerosas «Biografías sintéticas» de escritores que publicó en la revista El Hogar-. Una vida, reflexionaba el escritor, consta de una cantidad casi innumerable de hechos. Cualquier biografía, por extensa que sea, implica un recorte, una selección: ¿por dónde empezar?, ¿qué escenas privilegiar y abordar en detalle?, ¿cuáles pueden omitirse?, ¿cómo elegir aquellas que marcan hitos ineludibles? Por un lado, esta inconmensurabilidad entre vida y escritura significa que siempre son posibles diversas versiones de una misma historia: como entendió bien Borges en su Evaristo Carriego, no podemos aspirar a contar «la vida», sino «una vida”, escribe Lucas Adur en la Introducción de su magnífico Jorge Luis Borges. Un destino literario, que acaba de aparecer en la imprescindible colección Biografías de Cátedra.

La temprana conciencia que tuvo Borges del campo literario y de la necesidad de las relaciones editoriales, académicas y críticas para construir una obra y ocupar un espacio en el mundo de las letras es uno de los ejes vertebrales de este ensayo, una de las guías que orientan esta biografía en la que Adur afirma que “Borges fue uno de los escritores más autoconscientes de la historia”, por lo que “muchos de los hitos de su vida son literarios. Incluso los que no lo son se procesan literariamente.” 

Por esa razón, Borges fue construyendo una imagen pública que consideraba “más importante que cada uno de los textos que hemos escrito.” Y así, “esta construcción de su figura fue, en Borges, un trabajo que involucró distintos niveles y estrategias: uno de los fundamentales fue elaborar y difundir un relato acerca de su propia vida.
El escritor, a lo largo de diversos textos, fue forjando una versión de su historia, a partir de una selección, interpretación y a veces mistificación de ciertos episodios biográficos, que consolidó hacia los años cincuenta.”

De esa manera, con la incorporación de materiales recientes (los conversacionales del Borges de Bioy Casares o el catálogo de sus libros en Borges. Libros y lecturas, de Rosato y Álvarez) que es uno de los aspectos de más interés del libro, estas páginas hondas y generosas cumplen la promesa que Lucas Adur hace al principio de su espléndida biografía cuando señala que “este libro busca ofrecer la historia de una vida, una versión posible de Jorge Luis Borges, que no se limite al acopio de datos, sino que trace un itinerario que, como en el famoso epílogo de El hacedor, dibuje las líneas que permitan reconocer un rostro. La coherencia del relato está dada por la construcción de una obra y de una figura de autor mutuamente complementarias. Es esa búsqueda la que configura un sentido para la vida de Jorge Luis Borges, ese ambicioso proyecto al que todos los otros aspectos de la existencia parecen subordinarse: ser un escritor.”

Desde sus años de formación y sus primeras lecturas en la biblioteca paterna, la precoz vocación literaria en una casa del barrio de Palermo, sus años de aprendizaje en Suiza y España y sus inicios en el vanguardismo ultraísta y Fervor de Buenos Aires, Adur aborda la decisiva construcción de un narrador irrepetible con la Historia universal de la infamia y El Sur como norte, las colaboraciones como crítico de la revista El Hogar, el accidente famoso con el quicio de una ventana, el infierno del peronismo, la literatura como salvación y la creación de Pierre Menard, autor del Quijote y de El jardín de senderos que se bifurcan, la fundación de la colección de novela policial El séptimo círculo, la preparación de El Aleph y la consolidación del escritor, la apoteosis de El hacedor, El otro, el mismo y El informe de Brodie y su transfiguración en clásico viviente, las Obras completas de 1974 y el Borges universal de El libro de arena o La moneda de hierro se desarrolla una biografía que resalta “la complejidad de un sujeto que, a lo largo de su historia —que coincide con buena parte de la historia del siglo XX—, fue muchos hombres (y escritores) distintos: sus concepciones estéticas, sus convicciones políticas, sus posiciones metafísicas y religiosas cambiaron al punto de resultar a veces diametralmente opuestas.” 

Y, tal vez lo más importante, una biografía que, a la vez que ahonda en la parte más humana de Borges, tiene como centro su obra, las ficciones y las efusiones, la poesía, los ensayos y las polémicas, porque -como señala Lucas Adur- “esta biografía pone en el centro la obra del escritor. Eso es, en definitiva, lo que cuenta: los avatares de un destino literario.”

Un largo paréntesis de silencio que duró más de treinta años separa sus tres primeros libros de poesía de El hacedor, que ya en los años sesenta suponía, más que la recuperación de su poesía el hallazgo de una voz propia y de un tono personal con el que construye un universo poético irrepetible. Una voz poética que en El otro, el mismo siguió creciendo entre la sombra a la que dedicó su siguiente Elogio de la sombra.

Esos libros marcaron en los años sesenta un antes y un después en la poesía en español, no sólo en la trayectoria poética de Borges, que volvió a brillar en El oro de los tigres, en la plenitud de La rosa profunda y en la prodigiosa madurez de La moneda de hierro, Historia de la noche, La cifra o en esa cima absoluta que es Los conjurados, que muchos de los lectores de Borges celebran como su mejor libro.

Igual que su poesía, la obra narrativa de Borges describe una trayectoria parabólica ascendente o sugiere el trazado de una alta cordillera. Su último cuento, La memoria de Shakespeare, es una de sus cimas, pero hay otras alturas titánicas como El jardín de senderos que se bifurcan, Las ruinas circulares, La Biblioteca de Babel o Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde la irrupción de lo mágico en lo real se convierte en la clave de lo fantástico.

En muchos de esos cuentos, híbridos de ficción y ensayo, el eje es la búsqueda del centro, el laberinto es la metáfora polivalente del mundo o del infinito, y la memoria, el tiempo y el espacio, el sueño y la razón, la vida y la escritura, el caos y la pesadilla, el espejismo y la realidad no son sino variantes de un enigma indescifrable.

Un enigma al que se suman lo trivial y lo trágico, la mística y la erudición, la invención fantástica y la trama policial, la venganza y el insomnio o los libros imaginarios convocados por Borges en una prosa que reúne la exactitud y la elocuencia, la sugerencia y el rigor.

Como Quevedo, como Shakespeare, como Proust, Borges es una literatura dentro de otra literatura, un universo habitado por sombras y presencias decisivas. O, para decirlo con sus propias imágenes, un aleph, un centro en el que confluyen el pasado y el futuro, los vivos y los muertos, la realidad y la ficción, los espejos y el sueño, la vida y la literatura, los laberintos y las bibliotecas, el puñal y la filosofía, el tiempo y la escritura como un jardín de senderos que se bifurcan.

Porque en Borges, explica Adur, “vida y obra se escriben y reescriben en paralelo, en una relación dialéctica, de mutuo engendramiento, que es fundamental historizar para comprender quién fue Borges en los distintos momentos de su trayectoria. Este libro, en ese sentido, procura ofrecer las coordenadas para leer críticamente la producción borgeana, teniendo en cuenta las continuidades y los desplazamientos de la obra y la figura del autor.”

Además del espléndido álbum central con veintiséis imágenes, y tras el amplio aparato de notas característico de esta colección imprescindible, cierran el volumen una minuciosa cronología que recorre la vida y la obra de Borges, una bibliografía actualizada y un útil índice onomástico y temático. 


 Santos Domínguez 

13 octubre 2025

Chaves Nogales. A sangre y fuego

 

Manuel Chaves Nogales.
A sangre y fuego.
Héroes, bestias y mártires de España.
Introducción de Andrés Trapiello.
Alianza Editorial. El libro de bolsillo. Madrid, 2025.


“Después de tres siglos de barbecho, la tierra feraz de España hizo pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez y la crueldad ancestrales. Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España. 
[…]
Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas”, afirmaba Manuel Chaves Nogales en el prólogo que escribió en 1937 para la primera edición de A sangre y fuego, la colección de nueve relatos que acaba de reeditar Alianza Editorial.

¡Masacre, masacre!, La gesta de los caballistas,  Y a lo lejos, una lucecita, La Columna de Hierro, El tesoro de Briesca, Los guerreros marroquíes, ¡Viva la muerte!, Bigornia y Consejo obrero son los nueve relatos que componen un libro imprescindible en la narrativa sobre la guerra civil española. 

Abre esta edición una introducción (“Chaves Nogales vuelve a casa”) en la que Andrés Trapiello explica que “pocas veces le ha producido a uno tanta impresión una lectura, principalmente las ocho páginas de su prólogo. Desde las tres primeras líneas, aquel su memorable «Yo era eso que los sociólogos llaman “un pequeño burgués liberal”, ciudadano de una república democrática y parlamentaria», este libro sonaba a... otra cosa. No se parecía a nada ni yo le conocía a nadie un coraje semejante hablando de la guerra. Fue una conmoción.
Tuvo uno en ese momento la impresión de haber dado al fin con el eslabón perdido de algo que había estado buscando a ciegas durante años. La clave del arco.” 

 Manuel Chaves Nogales (1897-1944), periodista y narrador sevillano muerto en Londres en los primeros años de exilio, es conocido sobre todo como autor de un libro esencial en la literatura taurina: su Juan Belmonte, matador de toros es para muchos la cima literaria de un tema que es casi una provincia de la literatura.

Intelectual comprometido y periodista brillante en el momento más brillante del periodismo español del siglo XX, se refugió en Francia y allí escribió las nueve alucinantes novelas, según su propia definición, que agrupa en A sangre y fuego.

Héroes, bestias y mártires de España se subtitula esta serie narrativa que tiene como hilo conductor y como marco ambiental y temporal la guerra civil. Con un enfoque imparcial, Chaves Nogales suele partir de situaciones reales sobre las que, sin caer en el partidismo ni en la simplificación maniquea, proyecta una mirada dolorida, una reflexión lúcida y piadosa sobre aquel desastre en el que se conjuraron los viejos fantasmas del odio cainita, los intereses económicos y el fanatismo.

Aquella carnicería brutal conmovió profundamente a Europa, hasta el punto de que ha generado una gran cantidad de literatura. La guerra civil española es casi un subgénero narrativo en la literatura contemporánea y en ese panorama A sangre y fuego es una de las referencias ineludibles, una de las más interesantes obras sobre la guerra civil, sobre sus raíces y sobre unas consecuencias que el periodista y narrador sevillano sufrió en carne propia. Pese a eso, pese a que podía reivindicar para sí el papel de la víctima, Chaves Nogales fue fiel a su pensamiento liberal y tolerante para situarse en la equidistancia del extremismo de izquierdas y derechas, para mostrar el lado humano de un conflicto que se aborda desde la intrahistoria del sufrimiento y del desgarro antes que desde el enfoque político o desde la propaganda.

Escritos con la agilidad incisiva del periodista, estos nueve relatos tienen su punto de partida en situaciones reales aunque inverosímiles y su lugar de destino, su verdadera vocación, es la denuncia de una realidad desoladora: los bombardeos sobre un Madrid asediado, los señoritos caballistas que hacen batidas de obreros por los pueblos andaluces, la resistencia de los milicianos, los quintacolumnistas, la columna de hierro que dejó su huella de muerte en los pueblos de Valencia, los moros y la legión, los italianos y los anarquistas, la guardia civil y los falangistas en un aquelarre de destrucción y salvajismo que los iguala moralmente por abajo.

No hay en estos cuentos vencedores. Todos, estén en un bando o en otro, son del bando de los vencidos. Todos forman parte de dos ejércitos devorados por las raíces absurdas de la crueldad y el odio y su afloramiento más ominoso: el de una guerra civil.

Y en ella estos personajes, estos hombres y mujeres que comparten su doble condición de víctimas y verdugos, de seres dominados por el odio, aniquilados por la indignidad del miedo y la venganza sobre el fondo de una España sangrante y calcinada.

“Chaves -concluye Trapiello en su introducción-, que conocía como periodista el valor de las pruebas en el escenario del crimen, se apresuró a dejarnos su testimonio antes de que nadie pudiera eliminarlas o manipularlas. Su mérito fue advertir y denunciar antes que nadie la semejanza del terror, que estaba siendo igual en uno y otro bando, adelantándose a quienes poco después, como Hannah Arendt, iban a descubrir también la raíz común del mal, esa poetización de la Historia que estaba justificando en toda Europa masacres sin cuento.
Y por supuesto que Chaves no estaba hablando de equidistancia, y sí de trabajar para la verdad, expuesta de un modo ecuánime.
[…]
 Al lector sólo le queda asistir atónito y consternado al triunfo de la barbarie. Y tras su prólogo, volvemos a encontrar a Chaves en todos estos relatos en un segundo plano, el que le gustaba: cerca, pero no encima.”


Santos Domínguez 

10 octubre 2025

Rosa Chacel. Poesía reunida


 Rosa Chacel.
Una firme razón para el deseo.
Poesía reunida.
Edición de Laura Cristina Palomo Alepuz.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2025.


“Mi obra, es verdad, es una obra poética, pero a mis versos les concedo poco valor”, reconocía Rosa Chacel en una entrevista cncedida a Andrés Trapiello que apareció en El País en 1992.

Lo recuerda Laura Cristina Palomo Alepuz en el estudio introductorio de Una firme razón para el deseo, su edición de la Poesía reunida de Rosa Chacel que acaba de publicar Cátedra Letras Hispánicas.

Esa significativa declaración de una autora como ella, que siempre tuvo en alta estima su obra en prosa, sitúa en un indiscutible lugar menor su obra en verso, de estirpe simbolista. Y explica por qué, coherentemente con ese menosprecio autocrítico, se resistió, con alguna salvedad como la del tardío Versos prohibidos (1978), a editar unos textos que, entre los juegos ultraístas, el onirismo surrealista y la pulsión por el mundo clásico, había prodigado en las revistas literarias más importantes de finales de los años veinte y comienzos de los años treinta, como La Gaceta Literaria, Revista de Occidente, Héroe y Caballo verde para la poesía. 

Durante la guerra civil, El mono azul y Hora de España recogieron algunos nuevos poemas que reflejaban una modalidad de la escritura chaceliana que se prolongó en el exilio con la aparición de otros textos poéticos en la argentina Sur, de Buenos Aires, y en la uruguaya Alfar, de Montevideo, y a su vuelta a España en Caballo griego para la poesía, donde publicó en 1976 su Epístola, el último poema que publicó en una revista.

Cuarenta años antes había publicado su primer libro de versos, A la orilla de un pozo, un conjunto de treinta sonetos, coetáneos editorialmente de los de El rayo que no cesa, en los que bajo esa estrofa clasica se suceden imágenes superrealistas en una conjunción de tradición y vanguardia que era muy característica de la poesía del 27 y que en el caso de Rosa Chacel arranca de una reconocida influencia de Rafael Alberti.

Aunque no se publicó hasta 1978, su siguiente y último libro de poesía, Versos prohibidos, agrupa en cuatro apartados una heterogénea serie de poemas escritos en su mayor parte en los años treinta y cuarenta, de variado asunto y en los que el soneto coexiste con los versos blancos y el versolibrismo.

 Posteriormente, en la edición de sus Obras completas en 1989 añadió un apartado de poemas de circunstancias, reunidos bajo el elocuente título de Homenajes y a los que habría que añadir un puñado de inéditos aparecidos aquí y allá, pero sin mayor trascendencia.

Porque, como señala Laura Cristina Palomo Alepuz al referirse en su introducción a lo que ella define como “La autoprohibición de escribir versos”, “la relación de Chacel con sus versos está marcada por la ambivalencia: como ella misma subraya, desde su infancia se había sentido empujada a escribir versos, y el respeto que le merecía la poesía la hizo esforzarse por llevarlos al límite de la perfección y de la belleza; sin embargo, esa extremada autoexigencia le impidió aceptarlos como válidos y, como consecuencia, le imposibilitó concebirse a sí misma como poeta.” Y añade que “el distanciamiento respecto a su poesía tiene que ver con su incapacidad para abandonar las formas tradicionales en el momento de esplendor de la vanguardia, así como con una proyección de su inseguridad personal.”

Y por eso, en 1952, tras revisar su propia poesía, anotaba en sus quejosos diarios: “Una evidente frustración. No sé por qué no fui capaz de llevar a cabo una mínima obra poética:”

Es una obra poética evidentemente menor, llena de prescindibles versos de circunstancias, pero en la que emergen de manera inevitable los temas centrales de su obra mayor en prosa: las relaciones personales y la indagación en el vacío existencial, entre la angustia y la esperanza, el paso del tiempo y la memoria, la soledad y el amor, la conciencia y la búsqueda de la verdad, el dolor o la culpa, tema al que dedica este texto, en el que -como explica la editora- Rosa Chacel denuncia la violencia contra los animales para “interpelar directamente a los hombres, a los que ha animalizado y convertido en habitantes del Zoo, con la finalidad de concienciarlos sobre las consecuencias de su comportamiento:”

LA CULPA 

Llegará el sueño: alerta está el insomnio.
Antes que caiga la cortina oscura,
gritad al menos, hombres,
como el pavón metálico que grazna su lamento
desgarrado en la rama de araucaria.
Gritad con voces múltiples,
piad entre la enredadera,
entre las hiedras y rosales trepadores.
Buscad refugio en las glicinas
con los gorriones y zorzales
porque avanza la onda de la noche
y su ausencia de luz,
y su implacable huésped
de suaves pasos, el peligro.

Santos Domínguez 


08 octubre 2025

Chaves Nogales. Juan Belmonte, matador de toros



 Manuel Chaves Nogales. 
Juan Belmonte, matador de toros. 
 Su vida y sus hazañas.
Prólogo de María Isabel Cintas Guillén.
Epílogo de Josefina Carabias. 
Alianza Editorial. El libro de bolsillo. Madrid, 2025.

“En un momento de nuestra historia como el actual, en que los espectáculos taurinos están siendo contestados, en que se quieren eliminar de la tradición festiva española y considerarlos contrarios a las ordenanzas que defienden el bienestar animal, puede resultar un tanto paradójico traer al primer plano de la edición la biografía del torero Juan Belmonte, que lleva además en su título un adjetivo comprometido, matador de toros, y una explicación de intenciones: su vida y sus hazañas. Solo el calificativo de «matador de toros» despierta aversión allí donde se emplee, para amplios sectores de la sociedad española. Y qué decir del título de la versión inglesa, killer of bulls, asesino de toros... y, sin embargo, el libro obtuvo un gran éxito, en España y fuera de España. Quizá sea el libro más conocido y celebrado del periodista”, escribe María Isabel Cintas Guillén en el prólogo que abre la reedición de Juan Belmonte, matador de toros, que publica Alianza Editorial en su colección El libro de bolsillo.

“¿Cabría preguntarse -añade- qué opinión tendría Chaves Nogales sobre el espectáculo taurino hoy? Tal vez sí. Y tal vez también, su opinión sería la misma que en el pasado: respeto a un considerado arte en la tradición española, aunque su interés personal por el mismo pueda resultar tangencial. Porque, en los albores del siglo XX y en prácticamente toda su primera mitad, las corridas de toros fueron el espectáculo que más atrajo a las masas; sus ejecutores, los toreros, fueron tan bien acogidos por el gran público como hoy lo son los futbolistas. Triunfar en el mundo taurino equivalía a triunfar en la vida.”

Juan Belmonte, matador de toros, una de las mejores biografías que se han escrito en español, es una  narración de forma autobiográfica cuya mejor virtud literaria es la eficiente ocultación de la voz de Chaves Nogales tras la de Juan Belmonte y la estilización de esta en la potente prosa del autor.

Periodista de oficio y dueño de una de las prosas más fluidas y limpias de su época, Chaves Nogales, que había publicado poco antes El maestro Juan Martínez que estaba allí, poseía además un inusual talento narrativo. Por eso intuyó que la superposición del biógrafo y el biografiado en una sola voz sería la clave de su eficacia.

Chaves Nogales nunca fue a una corrida de toros. Lo que le interesaba en este libro, más que exaltar a una figura del toreo, era retratar al hombre hecho a sí mismo desde la quincallería familiar de la calle Feria y las noches de luna y cerrado en Tablada hasta la plenitud triunfal, anterior y posterior a la muerte de Joselito en Talavera. Una plenitud coronada por un cortijo con parrales en Utrera.

Juan Belmonte, matador de toros no sólo narra en primera persona la forja de una personalidad humana y artística que revolucionó el toreo. Es también la memoria de un tiempo conflictivo y de una España problemática escrita en los agitados años finales de la Segunda República.

Este libro asombroso, que había aparecido antes en veinticinco entregas publicadas entre junio y diciembre de 1935 en la revista Estampa, es el resultado de muchas horas de conversación del torero y el periodista. 

Pero, además de una incursión en la personalidad y la memoria de Juan Belmonte, además de la memoria de una época, el libro es también una teoría intemporal de Sevilla:

En la plaza del Altozano estaba el foco de la tauromaquia trianera. Allí, en la taberna de Berrinches y en otra que tenía el sugestivo rótulo de El Sol Naciente, se reunían los torerillos del barrio. Pero yo no tenía relación alguna con ellos. Aquél de los aficionados a los toros era un mundo extraño para mí y absolutamente impenetrable. Sevilla, aunque parezca inexplicable, es así: una ciudad hermética, dividida en sectores aislados, que son como compartimientos estancos. Por lo mismo que la vida de relación es allí más íntima y cordial, los diversos núcleos sociales, las tertulias, los grupos, las familias, las clases, están más herméticamente cerrados, son más inabordables que en ninguna otra parte. En Sevilla, de una esquina a otra hay un mundo distinto. Y hostil a lo que le rodea. Esta hostilidad es lucha desesperada y salvaje en los clanes infantiles; lucha de esquina contra esquina, de calle contra calle, de barrio contra barrio. En la Cava, adonde habíamos ido a vivir, había dos clanes antagónicos: el de la Cava de los Gitanos y el de la Cava de los Civiles, y los chicos de una y otra Cava se apedreaban rabiosamente.

La trayectoria vital de Belmonte se inicia con un niño atónito que se asoma a la calle Feria, una calle que es el mundo, una de esas quince o veinte calles del mundo -afirma Chaves Nogales- propicias para la formación de la personalidad:

Los niños que nacen en estas calles se equivocan poco, adquieren pronto un concepto bastante exacto del mundo, valoran bien las cosas, son cautos y audaces. No fracasarán.

A partir de ese momento, la prosa bullente de Chaves Nogales simula ser la voz de Juan Belmonte para trazar un recorrido vital y social, espacial y temporal por la construcción de un mito viviente que en 1935, cuando se publicó esta biografía, tenía 43 años y seguía en activo, convertido en el espejo en el que se reflejaban el patetismo y los deseos de los demás. Llevaba por entonces más de veinte años de ejercicio como el próximo cadáver que había predicho Rafael Guerra en frustrada profecía. Y en esos años había transformado el toreo en un ejercicio espiritual alejado de la disciplina física, en “la versión olímpica de un estado de ánimo.”

Un estado de ánimo cambiante, asaltado con frecuencia por las dudas.  y el cansancio. Por eso no falta en el libro una premonición que anticipa lo que ocurriría treinta años después:

No sé por qué me asaltó aquella monomanía, pero lo cierto es que, a veces, me sorprendía en íntimos coloquios conmigo mismo, incitándome al suicidio. Tenía en la mesilla de noche una pistola, y muchas veces la cogía, jugueteaba con ella y la acariciaba, dando por hecho que de un momento a otro iba a disparármela en la sien. 

Entre el primer capítulo (“Un niño en una calle de Sevilla”) y la teoría del toreo que cierra el libro, Chaves Nogales elabora una ejemplar biografía que reconstruye un camino de perfección que arranca de lo más bajo y que atraviesa una profecía (“Tú serás papa”). Un recorrido que, además del recuerdo admirado de Joselito, evoca las gestas en la dehesa de Tablada en noches de luna llena y la mejor tarde de su vida torera, asume la mezcla de halago y tormento de la popularidad y reflexiona sobre el miedo del torero o sobre la relación con las mujeres.
 
Este es su párrafo final:

Todas estas historias viejas que me ha divertido ir recordando palidecen y se borran a la clara luz de la mañana de hoy que entra por los cristales del balcón. Todo esto que he contado es tan viejo, tan remoto y ajeno a mí, que ni siquiera creo que me haya sucedido. Yo no soy aquel muchachillo desesperado de Tablada ni aquel novillerito frenético, ni aquel dramático rival de Joselito, ni aquel maestro pundonoroso y enconado…
La verdad, la verdad, es que yo he nacido esta mañana.

Cierra el volumen un epílogo en el que Josefina Carabias señala atinadamente que “sin la pluma de Manuel Chaves Nogales la vida de Juan Belmonte, aun siendo la misma, no habría tenido el interés que tiene, sobre todo para el lector no taurino, ni se habría traducido al inglés, ni se reeditaría hoy formando parte de una colección del mejor tono literario. Pero debo reconocer también que una figura como la de Juan Belmonte era lo que necesitaba Manuel Chaves Nogales para que su talento de periodista y escritor diera de sí todo lo que podía. Por otra parte, el hecho de ser los dos de Sevilla y de que la ciudad natal había influido tan notablemente en la manera de ser de aquellos dos hombres hizo que se entendieran mejor."

Y así resume por su parte María Isabel Cintas Guillén el sentido del libro:

Juan Belmonte, matador de toros no es un libro a la manera de los relatos tradicionales de la torería. Aquí no se exaltan las hazañas de un torero, no se vibra con sus suertes, no se disfruta con los lances taurinos. Aquí se cuenta el quehacer de una persona, que es un torero, y que triunfa en su profesión en una España acosada por conflictos de difícil solución.
El propio torero no es un personaje modélico ni ejemplarizante. Los héroes de la torería seguían unas reglas claras en su comportamiento dentro y fuera de las plazas. No así Juan, de físico poco agraciado, de poca capacidad expresiva; calificado de oscuro, huraño, cohibido, fatigado, triste, inseguro... Antítesis del héroe triunfador, pinturero y modélico. Sobre el fondo geográfico de Andalucía, en general, el esquema del torero seguía, eso sí, las directrices habituales: origen pobre, vida dura hasta el triunfo y con él, ostentación de la riqueza que el triunfo proporciona; y también el compromiso de ayudar económicamente a la «clientela» que siempre acompaña al torero y pone a prueba su generosidad en su consiguiente ascenso en la escala social.

Santos Domínguez 

06 octubre 2025

Ángel Olgoso. Estigia

 

Ángel Olgoso. 
Estigia
Prólogo de Ana María Shua.
Eolas Ediciones. León, 2025.


Para qué huir de ella. No puedes guardarte ni escapar. Antepone tu persecución a toda otra idea. Más pronto o más tarde, a la menor oportunidad, te atrapará. Con paso poderoso, como una sombra leonada, buscará hasta encontrarte. De nada te sirven la Capa de Invisibilidad y su caperuza cubierta de rocío, las Botas de Siete Leguas con las que corres treinta y dos veces más rápido que el más veloz de los hombres, la Hierba de Glauco que hace saltar las cerraduras de todas las puertas, el Tapete de Rolando que te permite convocar cualquier alimento que desees, la Flor Mágica capaz de colorear y perfumar cada una de tus desdichas. De nada te servirán cuando ella —ávida, arrogante, burlona— cierre los caminos y te cerque con infalible celeridad. Puede que llegue sin aliento —es vieja y seca—, que su jadeo delate lo agotador de la incesante tarea que la ocupa desde siempre, pero no puedes albergar dudas sobre el desenlace.
     
Ese espléndido relato de Ángel Olgoso, titulado ‘La derrota’, forma parte de Estigia, el tercero de los seis volúmenes temáticos que, editados por Eolas Ediciones, reúnen un conjunto de setecientos relatos que ha venido escribiendo y publicando durante cuarenta y cinco años.

Suena en ese relato el eco de los perros que ladran en el inquietante aforismo de Kafka: “Todavía juegan los perros de caza en el patio, pero las piezas no se les escaparán por mucho que corran ahora por el bosque.”

Un aforismo kafkiano que es una alegoría de la muerte, el tema que recorre buena parte de la excepcional obra narrativa de Ángel Olgoso y que sirve para vertebrar este tercer volumen a través de un centenar de relatos en los que, entre Caronte y Virgilio, nos guía por la siniestra laguna que Patinir vio como nadie.

Relatos que abordan el tema de la muerte a través de muy diversos personajes y situaciones, desde muy distintas perspectivas y lo tratan literariamente con muy variados enfoques narrativos y registros estilísticos: entre lo físico y lo metafísico, entre el terror  y la broma, entre lo satírico y lo simbólico, entre la ironía y el mito, entre el humor y la sorpresa.

 Porque, como señala Ana María Shua en el prólogo que abre el volumen, “Olgoso nos hacer viajar en el tiempo, en el espacio, nos sumerge en la angustia de la transmigración, pero además nos pasea por las personas gramaticales. Todos los trucos son válidos si se trata de provocar el desasosiego del lector, juega con las posibilidades como un mago insondable al que siempre le queda un ardid más, listo para asombrar.
Olgoso no pretende encontrarle una definición única a la muerte. Porque en realidad no estamos hablando de la muerte sino de la vida y de la literatura, una de las mejores maneras de burlar a la muerte, de distraernos y olvidarnos por un breve lapso de nuestro destino.”

Como he escrito cada vez que he reseñado un libro suyo, Ángel Olgoso es un maestro en la difícil tarea de equilibrar fondo y forma, de fundir tensión narrativa y altura estilística, imaginación y experiencia, vida y literatura; un autor dotado de una inusual capacidad para contar esas historias de frontera entre la realidad y el sueño con densidad y exigencia verbal sin caer nunca en los peligros de la prosa poética, porque en sus relatos la prosa se pone al servicio de la construcción narrativa y se orienta a crear en el lector estados de ánimo que le permitan entrar en los universos literarios que propone sus deslumbrantes relatos.

Estos dos textos son no sólo un reflejo de la variedad de tonos con que Ángel Olgoso aborda el tema de la muerte que vertebra el contenido del libro. Son también una muestra representativa de la magnífica prosa con que elabora sus admirable obra narrativa:

EL ESPEJO

El barbero tijereteaba sin descanso. El barbero afilaba una y otra vez la navaja en el asentador. Clientes de toda laya acudían al local, abarrotándolo. El barbero manejaba las tijeras, el peine y la navaja con velocísimos movimientos tentaculares. Ser barbero precisa de unas cualidades extremas, formidables, exige la briosa celeridad del esquilador y el tacto sutil del pianista. Sin transición, el barbero despojaba a la nutrida clientela de sus largos mechones, de sus desparejas pelambres, señalizaba lindes en el blanco cuero cabelludo, se internaba en sus orejas y en sus fosas nasales, sonreía, pronunciaba las palabras justas, apreciaciones que sabía no serían respondidas, mientras los clientes miraban sin mirar el progreso de su corte en el espejo, coronillas, nucas, barbas cerradas, sotabarbas, patillas de distinta magnitud, luchanas, cabellos que planeaban incesantemente en el aire antes de caer formando ingrávidas montañas: el barbero nunca imaginó que el pelo de los cadáveres pudiera crecer con tanta rapidez bajo tierra.

DESIGNACIONES

Levantó una casa y a ese hecho lo llamó hogar. Se rodeó de prójimos y lo llamó familia. Tejió su tiempo con ausencias y lo llamó trabajo. Llenó su cabeza de proyectos incumplidos y lo llamó costumbre. Bebió el jugo negro de la envidia y lo llamó injusticia. Se sacudió sin miramientos a sus compañeros y lo llamó oportunidad. Mantuvo en suspenso sus afectos y lo llamó dedicación profesional. Se encastilló en los celos y lo llamó amor devoto. Sucumbió a las embestidas del resentimiento y lo llamó escrúpulos. Erigió murallas ante sus hijos y lo llamó defensa propia. Emborronó de vejaciones a su mujer y lo llamó desagravio. Consumió su vida como se calcina un monte y lo llamó dispendio. Se vistió con las galas de la locura y lo llamó soltar amarras. Descargó todos los cartuchos sobre los suyos y lo llamó la mejor de las salidas. Mojó sus dedos en aquella sangre y lo llamó condecoración. Precintó herméticamente el garaje y lo llamó penitencia. Se encerró en el coche encendido y lo llamó ataúd.

Santos Domínguez

 

03 octubre 2025

Christoph Schulte. Tsimtsum

  


Christoph Schulte.
Tsimtsum. 
El origen del mundo y lo divino. 
Traducción de J. Rafael Hernández Arias.
Atalanta. Gerona, 2025.

El místico y cabalista judío Isaac Luria (Jerusalén, 1534-Safed, 1572) fue el visionario fundador e impulsor de una de las teorías más difundidas en la mística judía y en la Cabala. Basada en la idea del tsimtsum (“contracción” en hebreo), imagina la creación del mundo como resultado de la contracción de la luz en un proceso de apartamiento, autolimitación y retirada de la divinidad del espacio que ocupaba con su omnipresencia antes de la creación. 

A propósito de esta noción de tsimtsumAtalanta publica un amplio y riguroso ensayo de Christoph Schulte, especialista en historia de la cultura, la religión y la filosofía del judaísmo, que se publicó en versión original en 2014 con un elocuente subtítulo: El origen del mundo y lo divino. 

Con traducción de J. Rafael Hernández Arias, así explica Schulte el concepto de tsimtsum:

La palabra hebrea tsimtsum significa «contracción», «repliegue», «limitación», «autolimitación» y «concentración». Es originariamente un término de la cábala y se refiere a la autocontracción de Dios antes de la creación del mundo y con el propósito de hacerla posible: el Dios omnipresente e infinito, antes de la creación, se replegó para producir un espacio vacío dentro de su propio ser. Este espacio vacío fue esencial para la formación del universo, ya que permitió la existencia de algo distinto a Dios. La emanación y creación del mundo en el interior de Dios ocurrió después del tsimtsum. En este proceso, la divinidad también limitó su omnipotencia, de modo que lo finito pudiera surgir. Sin el tsimtsum no hay creación. Eso lo convierte en uno de los conceptos fundamentales del judaísmo.

Sería precisamente esa renuncia divina a ser todo, esa retirada de Dios de la totalidad del espacio que ocupaba hasta entonces por completo la que dejaría un espacio que permitiría que se generara el mundo, en el que aparecerían nuevas realidades que no existían cuando la divinidad lo ocupaba todo: el tiempo y la muerte, la libertad, la imperfección o el mal.

La creación resultaría, según esa teoría del renunciamiento y el abandono, una manifestación de la humildad y no una exhibición de poder. Es una teoría compleja que proyecta el concepto de retraimiento más allá de la mística y la religiosidad, en la práctica humana y en el campo de la interpretación de los procesos históricos, de las relaciones sociales, de los comportamientos individuales y la psicología, de la creación artística.

Además de ahondar en la misma noción de tsimtsum, Schulte aborda un recorrido histórico por la tradición doctrinal que generó y por su incidencia en la historia intelectual de Occidente: sus orígenes en Tierra Santa, con Luria como figura originaria, y su puesta por escrito por Jaim Vital, discípulo de Luria, su difusión entre los cabalistas europeos del XVII, su transmisión durante más de cuatro siglos en la historia religiosa y cultural del judaísmo y sus huellas en el cristianismo de Europa y América del Norte: desde cabalistas como Scholem hasta el jasidismo, desde algunos teólogos y pensadores cristianos que asumieron el tsimtsum hasta Newton, Hegel, Schelling o Brentano, desde los manuscritos místicos hasta su presencia en la literatura, el arte y la música a través de autores y artistas tan diversos como Franz Rosenzweig, Hans Jonas, Isaac Bashevis Singer, Harold Bloom, Barnett Newman y Anselm Kiefer. 

Se dan cita en estas páginas sobre el tsimtsum y sus variadas interpretaciones y ramificaciones lo divino y lo humano, lo judío y lo cristiano, el misticismo y la literatura, la filosofía y la teología, la música y el arte, porque -señala Schulte- “este concepto ha movido a casi todos sus destinatarios e intérpretes a pensar, repensar, escribir o crear arte. Ha despertado, requerido y fomentado la creatividad.”

“Sin embargo -añade-, este análisis de las interpretaciones del tsimtsum y sus variantes no es un juego ni un entretenimiento, pues lo que importará a la posteridad, ante la fascinación que despierta el tsimtsum de Luria, será descubrir o comprender la verdad sobre este concepto y el origen de nuestro mundo. Sus interpretaciones tienen una pretensión de verdad que este estudio debe contemplar rigurosamente en sus análisis. Porque es dicha pretensión de verdad de la doctrina del tsimtsum de Luria la que impulsa a generaciones de autores, aunque su intención sea crítica o polémica, al describir, exponer, interpretar y evocar esta enseñanza con el fin de que resulte fructífera para su presente y sus contemporáneos.”


Santos Domínguez 

01 octubre 2025

Jesús Moncada. Memoria estremecida

  



Jesús Moncada.
Memoria estremecida.
Traducción de Pepe Ferreras. 
Anagrama. Barcelona, 2025.


Un complejo diseño narrativo estereoscópico, semejante al del Quijote, con dos narradores superpuestos al narrador principal, es el que utilizó Jesús Moncada en su tercera y desgraciadamente última novela, Memoria estremecida (1997), que acaba de recuperar Anagrama en su catálogo con una magnífica traducción de Pepe Ferreras. Una reedición que conmemora los veinte años de la muerte del autor de Camino  de sirga, recientemente reeditada también en esta misma colección Narrativas hispánicas.

El mismo narrador sin nombre, proclive en su indefinición a ser confundido con Cervantes, que cuenta el Quijote apoyándose en el material del texto encontrado de Cide Hamete Benengeli y en el relato de la traducción de un morisco toledano, es el que usa Jesús Moncada al utilizar como fuente de su novela un manuscrito en el que Agustí Montolí, escribano del juzgado de Caspe, contaba un truculento episodio sucedido en los días finales de agosto de 1877:

“El manuscrito, descubierto no hace mucho, me ha resultado valiosísimo -explica Jesús Moncada en el texto preliminar.” Y añade: “Quiero advertir, sin embargo, desde el principio, que la responsabilidad de aquel funcionario en las páginas que siguen termina en la frontera donde su crónica cede el paso a mi novela, aunque la línea divisoria no será fácil de distinguir; hitos y lindes resultan a menudo borrosos, a veces invisibles, en una tierra donde el deslumbre del sol puede resultar tan falaz como el enigmático velo de la niebla.”

Como en su magistral Camino de sirga, Mequinenza es el territorio narrativo en el que transcurren los hechos: los asesinatos, a manos de unos bandoleros armados con sables y trabucos, de un recaudador de impuestos del Banco de España, de un arriero de Mequinenza y de uno de los dos guardias civiles que lo escoltaban el 25 de agosto de 1877, en Vallcomuna, a medio camino entre Caspe y Mequinenza. 

Asesinatos perpetrados para obtener un botín de 13475 pesetas y por los que fueron inculpados cuatro vecinos de los que tres (el pregonero Victoriano Teixidó, “Pregoné”; el herrero Alejos Prunera y el labrador Mateo Sanjuán) serían condenados a muerte y fusilados en Mequinenza tras un juicio sumario. Al cuarto, el guardabosques Genís Borbón, se le había aplicado antes la ley de fugas.

Más de un siglo después, Arnau de Roda, amigo del narrador, le hace llegar ese manuscrito: “Con Arnau de Roda, un gran amigo, más viejo que los caminos, tengo también una deuda que no podré saldar en toda mi vida y que, en buena ley, debería hacerle figurar como coautor del libro.”

Porque, además de proporcionarle una copia del manuscrito de Montolí, Arnau, que conocía los hechos a través del relato oral de su abuelo impresor Ulisses va comentando, al final de cada una de las dos secciones en que se articulan las cuatro partes, los episodios de la novela en marcha que le va haciendo llegar su amigo, el “querido rascacuartillas” que encabeza sus cartas

Comentarios críticos y apostillas que, desde la Mequinenza de 1995, cumplen una tarea fundamental en la elaboración del texto, en el desarrollo de la novela, en la ordenación de los hechos y en la caracterización de los personajes:

Accedió a leer mi original y así empezamos una sabrosa correspondencia. Enseguida intuí lo que luego se confirmó a lo largo de los meses: los comentarios de mi amigo, a menudo irónicos, a veces sarcásticos, siempre sustanciosos, constituían un complemento tan interesante del libro que, al final, me resultó inconcebible la idea de separarlos. Por tanto los publico juntos, incluyendo las notas que Palmira, primogénita de Arnau y compañera mía de infancia, añadía a las cartas de su padre.

Con ese poliédrico sistema de narradores, Moncada construye una admirable novela que, entre la reconstrucción histórica de una época de conflictividad política y agitación social -la Restauración y las consecuencias de la tercera guerra carlista-, tiene como fondo una reflexión intemporal sobre el poder y la justicia, sobre la realidad histórica y la memoria personal y colectiva.

Una novela que arranca tres meses después de los crímenes, con el cierzo helado de las cuatro y media de la madrugada del 24 de noviembre de 1877, cuando el escribano sale de Caspe hacia Mequinenza para ver pasar la comitiva con la cuerda de presos detenidos por los asesinatos.

Ya avisa de ello el autor/narrador principal cuando al final de su preámbulo da “un consejo: si después de este preámbulo el lector aún se ve con ánimo de proseguir, más vale que se abrigue. En cuanto vuelva la página, se encontrará en la madrugada del 24 de noviembre de 1877. Y aquel día, en contra de lo que pronosticaban los almanaques –no mucho frío, nubes, riesgo de lluvias–, un cierzo afiladísimo azotaba el valle del Ebro.”

 Con el mismo diseño estructural que Camino de sirga, Jesús Moncada organiza Memoria estremecida en cuatro partes -‘La comitiva’, ‘La vela roja’, ‘Las moscas de agosto’, ‘Celebraciones de otoño’- subdivididas en dos secciones de ocho capítulos breves y rematadas con un Epílogo -Tiempo adelante’- compuesto por una carta de Palmira y otra de Arnau, “con noticias sobre las secuelas del hecho y el destino de los personajes implicados.”

Se construye así un retablo portentoso de personajes enumerados en un estupendo y orientador Dramatis personae final que recoge un elenco de más de medio centenar de nombres e incorpora también una entrada dedicada a la mosca común, que aparece en el título de la tercera parte.  Se lee en esa entrada: “Este insecto sale con pegajosa insistencia en el libro, especialmente en los capítulos donde aparecen cadáveres.”

Con esa estructura compositiva, Memoria estremecida se completa como una admirable novela coral que al “remover difuntos y desarraigarlos de la muerte plantea una cuestión ciertamente espinosa: la tiniebla, por desolada que parezca, se arremolina tarde o temprano en el lado de los vivos.”


Santos Domínguez 

  

29 septiembre 2025

Leandro Fernández de Moratín. Viaje a Italia

  


Leandro Fernández de Moratín.
Viaje a Italia.
Prólogo de Juan Claudio de Ramón.
Siruela. Madrid, 2025.


El día 5 de agosto de 1793 Leandro Fernández de Moratín iniciaba en Londres un viaje en el que a lo largo de tres años recorrería Italia, tras pasar por Inglaterra, Bélgica, Alemania y Suiza, la puerta de entrada a aquella Italia entonces muy fragmentada territorial y políticamente. El 7 de agosto, ya en Dover, anotaba:

 Viento contrario. Me divierto en ver embarcar para Ostende clérigos y exfrailes franceses desaliñados, puercos, tabacosos, habladores; tan en cueros como el día en que llegaron y tan a oscuras de lengua inglesa, al cabo de dos años, de manosear el diccionario como la madre que los parió y repitiendo para su consuelo aquello de «¡quomodo cantabimus canticum novum in terra aliena!».Todos ellos iban cargados con sus breviarios y todos muy persuadidos de que lo mismo es tomar los alemanes a Condé y Valenciennes que tomar ellos sus conventos y hallar prontas la refección y la botella en sus profanados refectorios. Detiénese mi marcha, al anochecer tempestad.

Todavía permanecerá en Dover el 8 de agosto, cuando escribe: “Buen viento, pero el diablo lo enreda de manera que me quedo todavía en Dover. Reniego, me harto de tabaco y me meto en la cama.”

El 5 de septiembre, justo un mes después de iniciado el viaje, el viajero ilustrado y curioso entra en Italia y anota estas líneas:

Desde que se pasa el Monte de San Gothardo, se entra en Italia. Salimos de Ayrolles a las 6, caminando por unas vegas coronadas de montes, que se van estrechando, dejando en medio al Tesin, ya caudaloso con las muchas aguas que recibe de aquellas alturas, rápido, espumoso, entre enormes peñascos, cascadas, precipicios, árboles robustos, inculta y majestuosa naturaleza, lugares pobres, paredes de piedras, ermitas y pequeñas capillas, a modo de garitas, con pinturas de vírgenes y santos; muchos San Roque, y en las fachadas de las iglesias San Cristóbal, de gigantesca y disforme estatura. Empieza a llover a cántaros a las nueve de la mañana; dura todo el día, noche espantosa, tempestad en medio de montañas altísimas; truenos horribles, rayos y centellas; por todas partes torrentes, que ocupan el camino, y el Tesin, bramando a nuestra derecha, creciendo por instantes. Llegamos a una población de cuatro o cinco miserables casas, donde el estruendo de la tempestad, que duró doce horas, no nos permitió cerrar los ojos en toda la noche.

Siruela publica una magnífica edición del Viaje a Italia de Leandro Fernández de Moratín, presentada por Juan Claudio de Ramón con un prólogo -‘Moratín, granturista’- en el que destaca que “Moratín viaja a Italia porque es su soberana prerrogativa de europeo ilustrado. Y como el licenciado Vidriera de Cervantes, todo lo mira, lo nota y lo pone en su punto. En Italia reside cerca de tres años, duración estándar del viaje para un granturista con posibles. Recorre el país -a la sazón, países- en calesín, coche, carricoche, barca, barcaza, faluca y, por supuesto, góndola. Va al teatro (más que una pasión, su verdadera patria). Desembargadamente registra la belleza del paisaje, la factura de monumentos viejos nuevos, la sensatez o el dislate de las formas de gobierno, la moralidad de las gentes, de las damas a los maridos de Nápoles, pasando por los estudiantes de Bolonia y los patricios de Venecia. Como es habitual en los relatos del Grand Tour, el comercio del amor le inspira páginas tremendas y divertidas. Y si en algún momento, tras una posta poco satisfactoria, tiene que decir que el barbero de Torrelodones guisa mejor, pues lo dice.”

El Viaje a Italia es el espléndido diario de una intensa experiencia viajera relatada por el agudo observador y el viajero bienhumorado que era Moratín, con la agilidad y la viveza de su prosa, una de las más limpias y más modernas del siglo XVIII español. Un ejemplo, esta anotación que narra su salida de Verona hacia Vicenza:

Salgo en un carricoche, en compañía de un veneciano, reviejuelo y arrugadito, que había servido 27 años al Emperador, muy tufillas, con una voz de cencerro que daba lástima oírle, y que no obstante [...] ser conde, según decía, lloraba a lágrima viva por no saber bastante música para hacerse virtuoso de teatro; consolábale un hombrón gordo, que llevaba en el bolsillo unas arietas que había de cantar al día siguiente en Vicenza, porque el tal gordo era operista, y por todo el camino nos fue gorjeando, «sotto voce», aquello del Destin non vi lagnate... que era una de las arias con que lo había de lucir. El otro era un personaje rústico, con un gorro lleno de flores azules y coloradas; su gran chupa verde, sus ligas fuera del calzón, y una gran capa, que llenaba el coche, hombre sencillo, que daba eccellenza al cantarín, y a nosotros ilustrísima y los signori. El camino malísimo, en muchas partes lodazales, atolladeros; pie a tierra; socorro de bueyes; juramentos y latigazos. El campo con hermosos prados, tierras de siembra, plantío inmenso de moreras, parras y arboledas de chopos y sauces, a la izquierda los montes del Tirol; comimos en Montebello, caro y mal, a las ocho de la noche llegamos a Vicenza.

Es justamente en el siglo XVIII cuando surge el libro de viajes como género literario. Es entonces cuando el viaje se convierte en actividad imprescindible y en ejercicio de conocimiento del intelectual ilustrado, como destacó Gaspar Gómez de la Serna en Los viajeros de la Ilustración, donde explicaba: “Ilustrarse sobre la vida del hombre, filosofar con la experiencia por delante; he ahí el motivo del viajar ilustrado.”

Y en esa línea hay que situar al Moratín del Viaje a Italia: el escritor que en las variadas y plásticas descripciones de ciudades como Milán, Parma, Nápoles, Venecia o Roma alterna el cuadro costumbrista con el comentario artístico de los monumentos, de los palacios y las galerías de pinturas de Roma y la información sobre los teatros o las reflexiones literarias con la mirada crítica al paisaje humano que se va encontrando el viajero ilustrado, como en la Roma pontificia, objeto de una crítica demoledora, o como en esta estampa de los bajos fondos napolitanos a través de sus vagabundos ociosos, los lazaroni, y sus mendigos en las calles atestadas de la ciudad partenopea:

Ni en Londres ni en París he visto más gente por las calles que en Nápoles, y en ninguna tanto ruido y estrépito; los gritos de los que venden comestibles, los de los cocheros, los que dan los muchachos en particular, y la gente del pueblo, que habla en voces desentonadas, y el rumor confuso de las tiendas y talleres de los menestrales, mezclado al son de las campanas y coches, es la más intolerable greguería que puede oírse. El pueblo, que, como he dicho, es numerosísimo, es también puerco, desnudo, asqueroso a no poder más; la ínfima clase de Nápoles es la más independiente, la más atrevida, la más holgazana, la más sucia e indecente que he visto; descalzos de pie y pierna, con unos malos calzones desgarrados y una camisa mugrienta, llena de agujeros, corren la ciudad, se amontonan a coger el sol, aúllan por las calles, y sin ocuparse en nada, pasan el día vagando sin destino hasta que la noche los hace recoger en sus zahúrdas infelices. Gentes que no conocen obligaciones ni lujo en nada, con poco se mantienen, y es de creer que en una ciudad tan grande no falte de los desperdicios de los poderosos o de la sopa de tantos conventos, una cazuela de bodrio con que pueda cada uno de ellos satisfacer las necesidades de su estómago, que son las únicas que conoce; y además, malo será que no pueda adquirir dos o tres cuartos, que es lo que le basta para hartarse de castañas, peras, queso, polenta, macarrones, callos o pescado frito en los innumerables puestos de comestibles que se hallan en cualquiera parte de la ciudad destinados a mantener lazaroni. Este es el nombre que dan a estas gentes; su número es tan crecido, que muchos le han fijado en cuarenta mil; y aunque esto no sea, basta para inferir que es crecidísimo y temible. La clase de los mendigos, aunque inferior a ésta, es en exceso numerosa. No hay idea de la hediondez, la deformidad y el asco de sus figuras, unos se presentan casi desnudos tendidos en el suelo boca abajo, temblando y aullando en son doloroso, como si fuesen a espirar; otros andan por las calles presentando al público sus barrigas hinchadas y negras hasta el empeine mismo; otros, estropeados de miembros, de color lívido, disformes o acancerados los rostros, envisten a cualquiera en todas partes, te esperan al salir de las tiendas y botillerías, donde suponen que ha cambiado dinero; le siguen al trote, sin que le valga la ligereza de sus pies; y si se mete en la iglesia para sacudirse de tres o cuatro alanos que suele llevar a la oreja, entran con él, se halla con otros tantos de refresco, le embisten juntos al pie de los altares, y allí es más agudo el lloro y más importuna la súplica. Cuando se ve tanta mendiguez, y al mismo tiempo se considera que apenas habrá corte alguna en Europa que tenga más establecimientos de caridad, más hospitales y hospicios que Nápoles, no es posible menos sino que se diga que el sistema de administración es el más absurdo en esta parte y que el origen de tal abandono existe en la ignorancia o el descuido de los que mandan, sin que la multitud de fundaciones de esta especie sea el medio oportuno de corregirle.

De la brillante y plástica vivacidad de la prosa de Moratín, “un absoluto maestro del lenguaje, como señala Juan Claudio de Ramón, son buenos ejemplos estos párrafos:

Salimos en posta a media noche; país quebrado, buen camino. Al día siguiente pasé por Siena, ciudad donde, según se dice, se habla con más pureza el toscano. No me detuve en ella, ni pude ver el anillo que el Niño Dios dio a Santa Catalina cuando se desposó con ella, reliquia preciosísima que se venera en la Iglesia de Santo Domingo. Grandes pedazos de terreno incultos, o desnudos de árboles, en donde hay cultivo, se ven moreras, viñas y olivos; en general es tierra de granos. Llegamos a las 8 de la noche a Poderina, posada miserable y puerca, mala cena, mala cama. Salimos el 15 a las 6 de la mañana, subiendo y bajando grandes montes, donde se ve mucha aridez y poca población, Ponte Centino es el primer lugar del Estado Pontificio, y el que se halla después Acuapendente, todo el país muda de aspecto; muchos árboles, mucha amenidad y frescura, cascadas, valles frondosos, agradables vistas. Se halla después el lugar de San Lorenzo Nuovo, población fundada pocos años hace sobre una altura, desde donde se goza la hermosa vista del Lago del Bolsena, bajando esta eminencia, se pasa por el antiguo pueblo de San Lorenzo, destruido y abandonado, y siguiendo la orilla del lago, pasé por Bolsena, que algunos quieren sea la antigua capital de los Volscos. Caminamos toda la noche.

***

El Teatro de Módena es de muy mala forma; y aunque pequeño, basta para el concurso que puede ir a él. El Duque iba todas las noches de incógnito, a un palco particular, con la Signora Chiara, ridícula vieja, que ha sabido tenerle enamorado por espacio de treinta años; le ha dado sucesión masculina, no ha pretendido jamás el título de Duquesa; ha conservado siempre un grande influjo sobre su amante, y no se dice que haya oprimido a nadie ni haya abusado de su poder. Vi en este Teatro una máscara pública, el concurso llegó a mil personas y todo el disfraz se reducía a la máscara o a llevar unas narices de pasta en el sombrero. A la mitad de la función se hacía una extracción de lotería, con dos premios para los jugadores. El día del cumpleaños del Duque en que hubo corrida de caballos, gala, besamanos, iluminación del Teatro..., conté hasta 42 coches en el Corso, de los cuales deben descontarse algunos de las ciudades inmediatas.

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Vuelvo a ver las romanazas, con sus jubones de estameña, verdes y colorados, y sus grandes cofias, muy gordas y muy habladoras; los hombres con su redecilla y sombrero gacho, chaleco, chupa suelta, calzones anchos, su gran puñal y su capa larga. Las mujeres de los cocineros, de los volantes, de los curiales, las que comen algo y las que no comen jamás, vestidas muy a la francesa, bien tocada la cabeza en ademán grave y señoril, asomadas a las ventanas o ruando en coche; pasear por las tardes a pie es una humillación, que sólo la tolera en paz el ínfimo pueblo.

 Y de su admiración por Roma como capital artística de Europa deja constancia Moratín en este fragmento:

Esta reunión feliz de circunstancias hace a Roma la maestra de Europa en materia de bellas artes; a ella debe acudir el que aspire a estudiarlas con fundamento. No hay corte extranjera que no envíe discípulos a esta escuela insigne, y en ella se han formado los más excelentes artífices de todas las naciones. La nuestra tiene hasta unos doce o catorce pensionados, entre los cuales hay algunos que vinieron con Mengs, y, por consiguiente, han tenido todo el tiempo necesario para instruirse y adelantar. Tienen su Academia en el Palacio de España, y el ministro Azara la dirige por sí. En ella se dibujan figuras por el yeso y el natural; pero acaso este ejercicio no debe de ser suficiente para formar un gran pintor; nace mi duda de ver que los españoles que acuden allí de catorce años a esta parte, no hay uno siquiera que muestre una mediana habilidad, ni haga concebir lisonjeras esperanzas para en adelante; cotejadas sus obras de invención con muchas de las que presentan en Madrid los discípulos de la Academia de San Fernando, las que he visto hechas en Roma se quedan muy atrás. No diré lo mismo de los escultores y arquitectos, entre los cuales hay sujetos de mérito; y en particular los últimos serán capaces de llevar a España el buen gusto, de la arquitectura apoyado en el estudio constante que han hecho de la antigüedad, único medio de introducir en las fábricas la elegancia de las formas, la grandiosidad, la distribución conveniente, la ligereza y robustez, la oportunidad y belleza de los ornatos, y, sobre todo, el mecanismo económico de la construcción, circunstancias esencialísimas para la formación de cualquier edificio, y que entre nosotros apenas se conocen todavía.
Además del estudio de las bellas artes, que en Roma se cultiva con tanto ardor, el de las antigüedades florece allí más que en otra parte; y ¿en dónde sino en Italia, y particularmente en esta ciudad, se hallarán tantos preciosos monetarios, tantas inscripciones, tantas obras de pintura, escultura y arquitectura, restos admirables de la antigua opulencia de las naciones más célebres, donde el que se dedique a esta carrera adquirirá conocimientos de la cultura, las opiniones políticas y religiosas, los hechos históricos, el gobierno, las leyes, las costumbres, las épocas de esplendor y decadencia de tantos pueblos? Aquí han venido a estudiar estas materias los literatos extranjeros, conocidos por las obras de anticuaria, con que han enriquecido la Europa, pero ninguna otra nación ha cultivado con tanto ardor y tanta inteligencia este áspero estudio como la Italia; ninguna es capaz, como ella, de llevarle a tanto grado de perfección y entre todas sus cortes, Roma, que reúne en sí más proporciones para los adelantamientos en esta carrera, cuenta un número asombroso de literatos, autores de obras estimables sobre la indagación y explicación de antiguos monumentos y hoy día florece esta erudición en alto grado por medio de nuevos descubrimientos, que mantienen vivo el ardor de los sabios vivientes, que a cada paso aumentan, con obras instructivas, los progresos de una ciencia, a cuya luz se disipa […] la oscura noche de los siglos.

 Son fragmentos elocuentes de la calidad de estilo y del interés literario del Viaje a Italia, una de las obras imprescindibles del XVIII español, felizmente recuperada en esta cuidada edición de Siruela.

Santos Domínguez