07 noviembre 2025

Ana Martín Puigpelat. La hermana aprendida

    

Ana Martín Puigpelat.
La hermana aprendida
 Bartleby. Madrid, 2025.


HERMANA de otro/lejanía en la niña/batallón para otra guerra
y en este instante
mi uña/la funda de mi voz/hueso o calcañar.
Hermana aprendida                               mujer.

El tiempo lo cura                     nada.

Ese texto cierra La hermana aprendida, el último libro de Ana Martín Puigpelat, que publica Bartleby.

Es una conmovedora incursión en las sombras de la vejez de dos mujeres, en la tiniebla desamparada de un presente atrapado entre el pasado perdido y la negación del futuro:

Era una herida niña todavía. Apenas conocía el alfabeto. 
A penas saltaba en la rayuela. 
Futuro de crisantemos.

                                     Ruina feroz.

Un libro traspasado por la desolación de la memoria y la decadencia física, por la soledad de un presente sin tiempo y por la sombra cotidiana del dolor, la cicatriz y la oscuridad, del silencio y el miedo, de la pérdida, la derrota y la nada, por la vejez deteriorada y doméstica de dos mujeres que

Ya no limpian lentejas. 
Es bastante con la noche.

Dos cuñadas que miran hacia atrás, al laberinto de los recuerdos, entre lo interior y los interiores, desde la claustrofóbica abolición entre cuatro paredes de la vida exterior:

Desde el sillón a la mesa: 
vericuetos del camino.

Y así, entre el prosaísmo conversacional y la potencia imaginativa de la autora, entre la intensidad verbal de su mirada poética y la frase hecha que refleja el peso de la rutina,  

La lumbre de los años consume estancia entre sus mandíbulas. 
Pequeños recuerdos/montones de ceniza/avanzar entre sus tiznes es difícil esta mañana.
El diccionario ya tiene [solamente] cien palabras.
Vivir también era esto.

No hay más cera que la que arde.

Un libro en el que suena, con el latido apagado pero resistente del animal en invierno, la fuerza de lo verdadero:

Una dobla un pañuelo con sus dedos torcidos y deja en su interior la fotografía del aire. 
La otra derrumba consistencia de silencio como una piedra pómez.
Ha transcurrido parte en la mañana y los cristales disfrazan con ceguera el invierno sobre el cocido incesante por la olla.

Y con esos materiales y con su mirada compasiva, Ana Martín Puigpelat ha compuesto un libro admirable y fieramente humano, perturbador y sin concesiones, duro y tierno a un tiempo, en el que a veces brilla, pese a todo, un rayo de luz contra tanta noche:

No desperdicies, mujer, las horas de anhelo y sobrevive a la noche. 
Hay un matiz en tus plantas que traduce versos de otros siglos. 
Te has subido al mutismo y a la pena cuando el aguacero. 
Pero sabes que no es época de poda. Sobrevive a las tinieblas. 

Tienes la luz.


Santos Domínguez 

05 noviembre 2025

El mundo acabará en viernes

  


Manuel Moyano.
El mundo acabará en viernes.
Menoscuarto. Palencia, 2025.


Los brillantes silos metálicos que se levantaban a ambos lados de la carretera semejaban toscas naves espaciales listas para despegar. La inmensa pradera esparcía su verdor en todas direcciones, y una solitaria nube con forma de ballena se deslizaba por encima de las lejanas colinas. El psiquiatra John Ekaverya conducía su todoterreno, no obstante, sin pensar para nada en la belleza del paisaje que lo rodeaba. Tampoco en la llamada telefónica de su colega, el doctor Benjamin Clowes, acerca de cierto paciente con un raro trastorno de personalidad a quien no sabía cómo diablos tratar. Por ese motivo se dirigía ahora a la ciudad de Idaho Falls. Lo cierto era que Ben Clowes ni siquiera le caía demasiado bien; tampoco le cabía ninguna duda de que aquella visita iba a ser una monumental pérdida de tiempo.
En realidad, a Ekaverya le contrariaba pensar en cualquier cosa que no fuese la inminente aparición de su última novela, Siempre estás a tiempo. En los próximos días tendría que atender entrevistas, adular a críticos, hablar con libreros, ofrecerse a clubes de lectura, preparar su presentación  en Boise. A la mesa lo acompañaría nada menos que Tom Spanbauer. ¡Tom Spanbauer! Aún no entendía cómo había logrado su agente convencerlo. Si esa novela conseguía el éxito -un éxito que hasta el momento le había sido esquivo-, tal vez podría dejar de una vez por todas la psiquiatría, una profesión lucrativa y socialmente bien considerada, sin duda, pero no lo bastante como para tener que soportar a diario las minucias que vertía sobre sus oídos aquella galería de fracasados.

Con esos dos párrafos que revelan un uso tan ágil como envolvente del discurso indirecto libre abre Manuel Moyano su última novela, El mundo acabará en viernes, que acaba de publicar Menoscuarto.

La cita de Lautréamont que ha puesto al frente de la novela (“Os he creado, y por tanto puedo hacer con vosotros lo que quiera”) es ya toda una declaración de principios, una delimitación del campo de juego y una fijación de sus normas que ponen al lector a las puertas de un universo narrativo en el que la extrema libertad imaginativa se convierte en el mismo motor del relato.

Y le avisa también de la tonalidad en la que está escrita la novela, de la perspectiva en la que se sitúa el autor, a la manera del esperpento valleinclanesco: muy por encima de sus criaturas y posiblemente muy por delante del propio lector que está entrando en su territorio. 

Y cuando el lector quiere darse cuenta, ya está atrapado por la  sorprendente irrupción, desnudo por el arcén de una carretera, detenido e ingresado en un hospital, de un famoso novelista que se suicidó en 1961 y en cuya libreta manuscrita el psiquiatra y también novelista Ekaverya percibe “frases escuetas y contundentes, sobrias, desnudas de subordinaciones y adjetivos, pero dotadas de una especie de lirismo soterrado. El estilo le pareció inconfundible.” Como es natural, el aparecido se llama Ernest Hemingway y recuerda haber estado en España durante la guerra civil y luego, ya en los cincuenta, en Navarra.

Y de Idaho a Tel Aviv, donde Yeshua, otro personaje mesiánico y desorientado, errante y misterioso irrumpe en el garaje de la empleada de una productora de televisión, una mujer poco agraciada, pasada de peso y con pechos “como sendos globos llenos de harina”.

Y de ahí, en otro salto, a Reading, cerca de la cárcel donde Wilde compuso su balada, con un paparazzo de poca monta y origen bengalí a la caza de exclusivas fotográficas sensacionalistas sobre famosos.

Noticias de todo el mundo: una plaga bíblica de langostas en Egipto, la erupción simultánea de tres grandes volcanes, muy alejados entre sí, la reaparición de la peste negra en el nordeste de China, el asesinato del presidente de Estados Unidos, la creciente nube radiactiva sobre la India tras la explosión del reactor de una central nuclear, el vaticinio de una nueva glaciación por reducción de energía solar, un asteroide acercándose a la Tierra, la recurrente vuelta de muertos famosos que vienen desde su tiempo pasado, como Hemingway, el manso, visionario y mesiánico Yeshua, barbudo y con melena,  o la misma Lady Di en medio de un sendero cercano al palacio familiar donde está enterrada, el regreso de Leonardo da Vinci y un aparente atentado contra La Gioconda del Louvre, un sujeto que dice ser Jim Morrison, decenas de náufragos flotando sobre el mar donde se hundió el Titanic, cientos de exhibicionistas caminando desnudos en Waterloo, un atentado con bomba en Marsella, el amenazante acercamiento de un asteroide, el asesinato del presidente, un bravucón de pelo anaranjado, y su sorprendente reaparición ante el asombrado asesor Gordon Delgado (sic), las manifestaciones piadosas en el centro de Londres, las caídas libres en las bolsas, la aparición de un caballo blanco que habla y de un traslúcido gusano gigante que proclama ser el Alfa y la Omega desde lo alto porque ha llegado el día de su ira. 

Señales preapocalípticas que avisan todas ellas del último día del mundo en el plazo de una semana: de sábado a viernes. Y en medio de esas fechas, un debate televisivo con más de mil seiscientos millones de espectadores.

“Nos tememos que ya ha empezado”, reconoce el inquietante oligarca Boris Woon. “Tal vez estamos en la víspera de la destrucción”, anuncia un profético Bob Dylan. “El tiempo ya ha llegado”, corrobora Yeshua.

Y por si todo eso fuera poco, antes del fin de los tiempos, el fin de fiesta del festival de Eurovisión, que remata la medida articulación de esta novela coral en capítulos subdivididos en secuencias narrativas y agrupados en dos partes equilibradas, El sermón de Yeshua y Arrebatados en nubes.

A esa segunda parte pertenece esta evocación de las resurrecciones previas al Día del Juicio, una buena muestra de la espléndida prosa de Manuel Moyano:

Se levantaron del polvo todos los egipcios e hititas caídos tres mil años atrás en la batalla de Kadesh. Se levantó del polvo Pauline Koch. madre de Albert Einstein, quien había educado a su hijo en la música, la paciencia y la perseverancia. Se levantó del polvo la primera persona que oyó predicar a Siddhartha Gautama en las llanuras del Ganges. Se levantó del polvo Jimmy Esposito, chófer del vehículo que condujo a Joe Louis al Madison Square Garden cuando ganó el título mundial de los pesos pesados. Se levantó del polvo el limpiabotas Estevão Gomes, de Aveiro, que pedía otra cerveza en el Golfinho por cada nuevo par de zapatos al que daba lustre. Se levantó del polvo Juana Fernández, de Bustarviejo, cuyas manos tejieron el lienzo sobre el que Velázquez pintaría La fragua de Vulcano.
[…]
Resucitó Ötzi, el viajero asesinado en los Alpes por la misma época en la que se libraba la batalla de Kadesh. Resucitó Miguel de Cervantes Saavedra, a quien maravilló saber que El Quijote había sido traducido a ciento cuarenta lenguas, pues no podía imaginar que existieran tantas. Resucitó el faraón Zoser en su pirámide de Saqqara, y le sorprendió que los sacerdotes no hubieran mentido al prometerle la inmortalidad. Resucitó la niña Lyubov Volobuyeva del bosque donde Andréi Chikatilo la había enterrado con sus propias manos. Resucitó el primer indio que divisó sobre el horizonte las carabelas de los españoles. Resucitó el poeta chino Li Bai: «Suspiro en la larga noche solitaria y las lágrimas humedecen mi ropa».
 También resucitó, por segunda vez, Lázaro de Betania.

Otras variadas virtudes concentra El mundo acabará en viernes: el humor irónico, la mirada satírica y crítica, la vivacidad de los diálogos, la agilidad narrativa, el enfoque cinematográfico y el ritmo trepidante, la vertiginosa sucesión de peripecias sorprendentes que van construyendo un mosaico cuyas piezas van encajando poco a poco, para adquirir sentido en el conjunto y revelar su significado en el desenlace.

Un desenlace en el que conversan Dios, cuya forma de Gran Gusano ha tomado “de cierto planeta de la Osa Mayor”, y el papa Juan Pablo III, al que le revela que “el infierno es la tierra. Daba por supuesto que ya te habías enterado.” La parodia de prosa bíblica con la que se relata esa conversación da paso a un Juicio Final de sorprendentes consecuencias que, para disgusto y bochorno de Dios y de su hijo Yeshua, desmienten al Apocalipsis de San Juan y al Beato de Liébana. 

Porque este es el Apocalipsis según Manuel Moyano.

Santos Domínguez 

03 noviembre 2025

Pessoa. La reconstrucción

  


Manuel Moya.
Fernando Pessoa. 
La reconstrucción
 Fórcola. Madrid, 2025.


 Un espléndido álbum fotográfico con más de treinta imágenes remata el volumen Fernando Pessoa. La reconstrucción, que publica en una magnífica edición Fórcola y en el que Manuel Moya aborda las claves vitales y literarias que permiten diluir la pátina de misterio que ha ido dejando sobre la figura del poeta y del hombre la abundante bibliografía en torno a su vida y su obra.

Esa plétora de estudios pessoanos ha tendido a distorsionar la realidad a partir de una laberíntica confusión del hombre real con las voces líricas de sus muchos heterónimos. Y así se ha extendido la imagen distorsionada de un Pessoa sin vida exterior, de un hombre oscuro con una existencia anodina y opaca. Y ese es uno de los arquetipos pessoanos que Manuel Moya desmonta en La reconstrucción. 

Lo hizo ya en Pessoa, el hombre de los sueños (Ediciones del Subsuelo), su monumental y reciente biografía del portugués, de la que este ensayo de interpretación es consecuencia natural. Tan plural y poliédrico como su obra, del hombre Pessoa ya afirmó Manuel Moya en esa biografía que “pese a su pinta de hastiado oficinista, Fernando Pessoa se manejó en una vida intensa, tanto en lo intelectual como en lo vivencial.” Y ahora se reafirma desde el principio del libro en la idea de que “Fernando Pessoa es un individuo con una tan enjundiosa como intensa biografía.”

A lo largo de los seis capítulos en los que se estructura la obra con títulos elocuentes (Un hombre, una biografía; Un hombre singular; El poeta reconocido y editado; Un Sísifo en Lisboa; Un poeta sin torre de marfil y Un mito propio) Manuel Moya revisa críticamente  y desmonta con datos algunos lugares comunes sobre Pessoa: además del ya citado sobre su presunta ausencia de vida, su condición de casi inédito, su torremarfilismo, su indolencia, su anonimato en vida o la creación de sus heterónimos. Tópicos repetidos que han ido rodeando la imagen de Pessoa de una niebla lisboeta (el socorrido “enigma Pessoa”) que este libro aspira a disipar a base de proyectar sobre ella luz y claridad, porque -por ejemplo a propósito de su pretendida marginalidad- “Pessoa nunca estuvo en la orilla, ni nunca estuvo en la orilla. Él siempre se creyó centro y epicentro.”

“Soy consciente -reconoce Moya- de que ocuparme de estos asuntos me fuerza a caminar a contramano de lo sólidamente establecido por la hermenéutica pessoana, pero me aturde y paraliza aún más la convicción de que una vez establecido y enraizado un mito, es casi imposible darle la vuelta, en parte porque el universo mítico suele ser mucho más atractivo que el real y en parte porque el mito muestra aspectos si no más certeros, sin más sabrosos y en el fondo más sugerentes que lo real.”

Por eso, añade más adelante, “nuestro trabajo consistirá en desentrañar lo que pudiera haber de real y lo que pudiera haber de mítico en el creador de Alberto Caeiro o Bernardo Soares. Será al lector a quien corresponda colocar la clave, la última piedra.” 

Y con esa premisa, el autor afronta la tarea de desenredar el hilo de la mitificación abordando en primer lugar las razones que han propiciado la leyenda de Pessoa y sus diversas máscaras, la construcción de su imagen de sombra huidiza y solitaria por las calles y las tabernas de Lisboa, confundido con el semiheterónimo Bernardo Soares del Libro del desasosiego. 

Sólo así se puede pasar a la labor de desmontaje de lugares comunes que es el objetivo central del libro, que aporta una de sus claves cuando destaca que “destituir al yo de la acción poética es algo que Pessoa se toma muy en serio.”

Las brillantes evocaciones de cinco momentos significativos en la vida de Pessoa (1895,1905, 1915, 1925, 1935), desde el niño burgués hasta el adulto autodestruido, abren paso a la reivindicación del reconocimiento que tuvo su poesía a través de los cinco libros que publicó en vida -cuatro en inglés y uno (Mensagem) en portugués-, del prestigio poético que reflejan sus más de setenta colaboraciones en revistas literarias de la época o los casi treinta artículos necrológicos que se publicaron en los días inmediatos a su muerte.

Otros aspectos que abordan las secciones de Fernando Pessoa. La reconstrucción son su inestabilidad económica y su radical independencia personal, su indisciplina laboral y sus trabajos como traductor de cartas comerciales en diversas oficinas de la Baixa durante casi tres décadas, su incapacidad para la vida práctica y su difícil día a día, las aventuras editoriales fracasadas de Olisipo, Athena y la Revista de Comércio o su actividad pública y su participación en la política y la sociedad de su época, porque -señala Moya- “Pessoa no fue en absoluto el poeta escondido en su torre de marfil que con tanta frecuencia se lo retrata, alimentado sólo con sus elucubraciones y ajeno a cuanto sucedía a su alrededor. No podríamos comprender a Pessoa sin su tiempo.”

En estas líneas del último capítulo, “Un mito propio”, centrado en el difícil equilibrio de Pessoa entre heteronimia y sinceridad, resume Manuel Moya gran parte del sentido de su libro:

Fernando Pessoa fue un verso suelto en una época en la que ser verso suelto podría entenderse como una provocación poco menos que intolerable.
[…]
Muchas veces se ha exagerado acerca de Pessoa al afirmar que en Portugal y en su tiempo nadie supo entender el genio que se escondía en aquel tímido ciudadano que se ganaba la vida como escritor de cartas comerciales o como comisionista o mediador en la extracción de minerales. No es cierta la recurrente afirmación de su ostracismo. Pessoa fue un poeta conocido, respetado y muy solicitado por la revistas y periódicos de su tiempo, fue un pensador elogiado y hasta temido, y en definitiva una personalidad destacada y apreciada por sus paisanos; lo que ocurre es que al tiempo que su figura era respetada, también era profundamente incomprendida. Nadie que lo hubiera conocido ponía en duda su inteligencia, su sensibilidad, su profunda originalidad, pero su figura resulta chocante, porque desde ella destrozaba la visión que se tenía del poeta y de la poesía, el lugar inmaculado donde aún se tendían los ropajes de la poesía.


Santos Domínguez 

31 octubre 2025

Chantal Maillard. Contra el Arte y otras imposturas

  


Chantal Maillard.
Contra el Arte y otras imposturas.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2025.


“Dos son las principales razones que me llevaron, después de mucho dudarlo, a recuperar este libro y revisarlo para una nueva edición. La primera, esta necesidad mía, siempre presente y agotadora, de volver a pensar lo dicho y enmendarlo en lo que precise. La segunda, el convencimiento de que, a pesar del tiempo transcurrido, algunas de las cuestiones que en él se abordan siguen hoy día sin resolverse”, escribe Chantal Maillard en la nota que abre la edición de Contra el Arte y otras imposturas, que acaba de publicar Galaxia Gutenberg en su magnífica colección de ensayo.

Se trata de una compilación orgánica de dieciocho textos que en su mayor parte tuvieron una primera versión como conferencias que se reunieron en un volumen que apareció en Pre-Textos en 2009 y que en su conjunto -como señala la autora- “ofrecen el resumen de casi dos décadas dedicadas a la enseñanza y la investigación en el terreno de la Estética y la Teoría de los Artes, incluyendo en ese ámbito las «ficciones para ser creídas» elaboradas en otros campos como pueden ser la metafísica, la teología, las cosmologías o, también, las ciencias.”

De esta luminosa manera explica Chantal Maillard el doble sentido de su título:

El adverbio «contra» que introduce este libro ha de leerse no solamente desde su acepción más común, la del enfrentamiento y la ofensiva, sino también desde la que designa la solidez del soporte. Me he situado «contra» el arte y otros conceptos institucionales como quien se apoya «contra» un muro que, al par que nos ampara, nos coarta. Muros, los de la metafísica, la ciencia, la moral, la política, la religión, las formas consensuadas de emocionarnos social y estéticamente, la filosofía o la teoría de las artes, que hemos levantado para sostenernos, defendernos o protegernos pero que, cuando cobran solidez, nos impiden ver al otro lado, traspasar el ámbito conocido y aprender otras maneras de caminar, de estar y de relacionarnos con las cosas y, lo que es peor, nos hacen olvidar que alguna vez los hemos construido.

Organizados en tres partes, la primera reúne aquellos ensayos que “tienen como denominador común el arte y la estética y sus conexiones, extensiones o derivaciones en el conjunto de valores que las sociedades adoptan en uno u otro momento de su historia.” Entre ellos “Contra el Arte”, que había sido también el título de la conferencia homónima que presentó en el Congreso Internacional de Estética que se celebró en la Universidad de Tokio en 2001. 

El kitsch y la globalización y la trivialización de la estética; la descontextualización de los objetos tradicionales o rituales al introducirse en el ámbito del arte y las exposiciones y la consiguiente anulación de sus valores tradicionales al incorporarse al circuito del mercado; la transformación de las emociones estéticas en espectáculo mercantilizado; la necesidad de una educación de la sentimentalidad frente a las manipulaciones emocionales o la revisión del concepto de vacío y la posibilidad de su representación en el espléndido “Apuntar al blanco” son algunos de los ejes de esa primera parte, titulada El muro de las contemplaciones.

Contra otros muros, los Muros de palabras, se apoya Chantal Maillard en los seis ensayos de la segunda parte, que “agrupa artículos que tienen que ver con diversos ámbitos de las artes de la palabra. Como tales quiero entender no solamente la poesía o la dramaturgia (y su función política) sino también la metafísica y la teología, la filosofía y las teorías científicas.”

Los límites del lenguaje en la expresión de la experiencia física o espiritual, la elaboración verbal del dolor físico, la sospecha ante la palabra poética, los muros verbales de la metafísica y la teología o la problemática relación entre las leyes a las que se atiene la razón humana y las que regulan el funcionamiento del mundo en las ideologías religiosas o científicas son los ejes de esa segunda sección, porque “convertir las teorías científicas en verdades metafísicas es, como en el caso de las teologías, síntoma de un antropocentrismo que convierte a la razón en la medida de todas las cosas” como explica en “El croar de la rana”.

Finalmente, la tercera parte, Muros de seda india, “atiende más directamente -como indica la propia autora- al universo indio”:  la necesidad de salvar las fronteras con ese otro mundo, la reivindicación del espacio sonoro de la India o las raíces matriarcales de las religiones orientales y la destrucción de su legado son los temas que abordan los textos de esta sección, rematada por un último ensayo, “Desaparecer. Estrategias de Oriente y de Occidente”, que cierra el volumen con una honda reflexión sobre el antagónico trato con la muerte y los muertos en ambas culturas:

El lejano Oriente supo interpretar la evidencia de la transformación, la no permanencia, la inconsistencia del yo, la caducidad. Nosotros hemos hecho todo lo contrario. Desde todas nuestras instancias (intelectual, moral, religiosa, etc.) hemos afirmado y afirmamos la permanencia. Esto es lo que nos estorba a la hora de nuestra muerte, de la nuestra y de la ajena. Por eso la evitamos y, al hacerlo, despojamos a los que mueren de la dignidad que, socialmente, les corresponde. Les des-integramos. Les arrancamos de la comunidad de los que siguen vivos. En la Antigüedad griega, se exiliaba al enfermo porque era políticamente inútil, pero no al muerto; su muerte le competía a todos porque con ella, sumada a la de todas las ancestros, se urdía la historia del grupo. Nuestros muertos, en cambio, no son útiles porque nuestra historia ya no se urde con el pasado, sino con el futuro, un futuro inmediato, vacío aunque gesticulante, un futuro de camuflaje en el que nos enfundamos, como niños que juegan a creerse inmortales. La nuestra es una sociedad infantil que erradica la muerte de su horizonte convirtiéndola en tema de noticiario o en asunto de estadística. Asunto, siempre, de «los otros», por supuesto (son ellos los que mueren). Una sociedad de este tipo es extremadamente vulnerable pues cualquier acontecimiento inesperado que la sacuda la proyecta en una pesadilla. Lo que las culturas tradicionales está integrado en la vida diaria surge en la nuestra como estados de excepción. Hemos ordenado nuestra vida con detalle horario, pero en él el tiempo de los muertos no se computa.”

Entre la estética, la ética y la hermenéutica, una mirada crítica y deconstructiva frente a la sociedad de consumo, la trivialización del arte en una sociedad global que anula al individuo o la imposición del objetivismo generalista de la ciencia frente a la subjetividad creadora del arte. Frente a todo eso, Contra el Arte se levanta como un elogio de la diferencia y construye una teoría del conocimiento, de la percepción y del lenguaje, resumida en este párrafo que cierra “Desde la ignorancia”:

Cuando el metafísico se detiene en los confines de la razón se inicia en el misterio: enmudece. Cuando la razón topa con sus propios límites, la conciencia se contempla a sí misma y es presa del vértigo. Y con el vértigo, el terror, pero también el gozo. Toda experiencia mística se caracteriza por el gozo en la experiencia de la resolución última. En este caso, ocurre por la palabra. La razón vuelta sobre sí misma: re-flexionada, cae en la cuenta de la naturaleza lógica de toda metafísica. El germen del logos: el verbo sin conjugar. En el principio fue el verbo, sí, mas siempre que se lo entienda como simple posibilidad del decir. En los límites. La razón en los límites descubriéndose en el hálito del decir, autodefiniéndose (poniéndose límite) en los términos (en los límites) del decir. Pero no puede sostenerse allí; nadie puede sostenerse en el vértigo. Entonces vuelve a hablar. Vuelve a creer en la palabra. El paso de la nada (apenas des-velada) a la existencia (re-velada) es inevitable. Entonces hace uso del logos; conjuga el verbo. Construye. El místico deja de serlo. Re-vela la nada que vislumbró. Construye otra metafísica. Inventa una teología. Habla.


Santos Domínguez 


29 octubre 2025

María Zambrano. La razón en la sombra




 María Zambrano.
La razón en la sombra.
Antología crítica. 
Edición de Jesús Moreno Sanz.
Siruela Biblioteca de ensayo. Madrid, 2025.  


Y, sin embargo, en el principio era la sombra, pues creemos, tal vez sin darnos cuenta, que la sombra es la tierra y la tierra es lo permanente, lo que nunca puede faltarnos, salvo en el espanto. La luz es siempre intermitente; somos iluminados por ella, mas nunca logramos vivir en ella sin extrañarnos. Hasta el sol, que siempre sabemos sobre nuestra cabeza, puede mostrarse o no. La sombra, la opaca y firme, resistente, tierra, no, nunca.
Mas, ¿a qué signo? ¿Por qué del viento fui a posarme en la sombra y en la luz? (…) quisiera permanecer con mis sentidos y mi pensamiento en suspenso, inmersos en estos elementos: luz, sombra, tierra, viento. Quería, no sé por qué, que ya no hubiera más, que no existiera ninguna otra cosa, que todo fuera eso, eso y ojos para verlo, piel para sentirlo, olfato para extenderse bajo su efluvio, pies para recorrerlo. Y que mi vida transcurriese así, siempre por los caminos de la tierra contra el viento, bajo la luz, sobre la sombra. ¿Y nada más? Nada, nada que sea construir, que sea edificar.

De ese pasaje, extraído del artículo “De una correspondencia”, publicado en Azor, 15-16, diciembre-enero 1933-1934, y recogido en el volumen VI de las Obras Completas de María Zambrano, toma su título La razón en la sombra, una amplia y representativa muestra de su obra que llega ahora a su tercera edición, corregida y revisada, tras la primera, de 1993, y la segunda, de 2004.

 Antología crítica del pensamiento de María Zambrano. Ese es el significativo subtítulo de este monumental volumen que recoge una espléndida selección de textos que resumen el pensamiento de la creadora del concepto “razón poética”.  La publica Siruela en su Biblioteca de ensayo con edición de Jesús Moreno Sanz, el mayor experto en la obra de María Zambrano y responsable de la edición en seis volúmenes de sus Obras completas en Galaxia Gutenberg entre 2011 y 2022.

Precisamente a esa edición remiten los textos de esta antología y la fijación de su versión definitiva. Para ello -explica Moreno Sanz en la nota previa a la edición- ha tenido que “revisar todos los textos de esta antología procedentes de libros de María Zambrano, y en consecuencia, trasponer aquí todas las múltiples correcciones y modificaciones realizadas en esas O. C. respecto de las ediciones en curso de las obras de María Zambrano. Y así, al final de cada texto corregido se señala el volumen, y en su caso el tomo, de las O. C. con sus páginas correspondientes.”

En ocho apartados temáticos se estructura orgánicamente esta amplia selección, representativa de los variados núcleos de interés del pensamiento zambraniano: Poder, saber y amor: genealogía política, crítica cultural de Occidente y razón poética; El sujeto y su sombra: proyecto y método; Conocimiento pasivo-Fenomenología del conocimiento y vía unitiva;  Saberes y géneros literarios; Sociedad e Historia; España; Del punto oscuro al centro creador y Formas íntimas de la vida humana.

Y dentro de cada una de esas ocho secciones, una generosa muestra de  más de ciento treinta de textos que resumen y ordenan el sistema de pensamiento de María Zambrano, su proceso de constitución y su evolución desde la razón integradora hasta la razón poética y el pensar simbólico que le permitió hacer una crítica cultural de Occidente desde un método sistemático.

Porque María Zambrano, discípula de Ortega y Gasset, transformó la razón vital de su maestro en razón poética y exploró las relaciones entre pensamiento y poesía, entre filosofía y creación, entre razón y conocimiento poético en la mística o el Romanticismo hasta llegar a Valèry, con quien la poesía deja de ser sueño y se convierte en exactitud.

Escritura, filosofía y verdad; poder, saber y amor; democracia, orfandad y noche; experiencia y pensamiento; imaginación, forma y memoria; palabra y lenguaje; filosofía y poesía; persona e historia; el sueño creador y el tiempo o la piedad y la muerte son algunas de las claves que articulan la poderosa obra intelectual de la pensadora. Y en torno a esas claves se organiza esta antología que se cierra con una amplia y detallada cronología y genealogía filosófico-espiritual de María Zambrano y de su innovador pensamiento creativo.

Por eso señala Moreno Sanz que “quizá el mérito esencial, de tener alguno, de esta antología sea el de ofrecer una plural panorámica, una cierta «sinfonía», de esta tan compleja pensadora que compendia todos los sentidos, y muy en especial el escuchar y el ver, el oído y la visión, la música y la luz.”

Y porque filosofía y poesía, pensamiento y palabra se funden armónicamente en su concepto de razón poética, estos textos reflejan no sólo su pensamiento, sino también la calidad de la escritura de María Zambrano. La calidad de su prosa y la sutileza de su pensamiento son constantes de una obra y una actividad intelectual que se prolongó durante más de sesenta años de indagación en las conexiones entre filosofía y lenguaje, entre razón y revelación, entre el misterio y el secreto, entre la palabra y la música. Esta completa antología, además de ser una invitación a su lectura, exploran el universo intelectual deslumbrante de María Zambrano, que hizo alguna incursión en la lírica, como en este “Delirio del incrédulo”, que escribió en Roma, en enero de 1950:
 
Bajo la flor, la rama
Sobre la flor, la estrella,
Bajo la estrella, el viento
¿Y más allá? Más allá ¿no recuerdas?, sólo la nada,
la nada, óyelo bien, mi alma,
duérmete, aduérmete en la nada
si pudiera, pero hundirme…

Ceniza de aquel fuego, oquedad,
agua espesa y amarga,
el llanto hecho sudor,
la sangre que en su huida se lleva la palabra.
Y la carga vacía de un corazón sin marcha.
De verdad ¿es que no hay nada? Hay la nada.
Y que no lo recuerdes. Era tu gloria.

Más allá del recuerdo, en el olvido, escucha
en el soplo de tu aliento.
Mira en tu pupila misma, dentro,
en ese fuego que te abrasa, luz y agua.

Mas no puedo. Ojos y oídos son ventanas.
Perdido entre mí mismo no puedo buscar nada,
no llego hasta la Nada.

   Santos Domínguez 



27 octubre 2025

Joyce. Los muertos

  


James Joyce.
Los muertos.
Ilustraciones de Emilio Urberuaga.
Traducción de Maite Fernández.
Nórdicalibros. Madrid, 2025. 


Lily, la hija del portero, iba, literalmente, volando. Apenas acababa de llevar a un caballero a la pequeña despensa al fondo de la cocina, en la planta baja, y le había ayudado a quitarse el abrigo, cuando ya sonaba de nuevo la sibilante campanilla de la puerta de entrada, y tenía que salir corriendo por el pasillo vacío para recibir a otro invitado. Era una suerte para ella que no tuviera que atender también a las mujeres. Las señoritas Kate y Julia ya habían pensado en ello y habían convertido el cuarto de baño de arriba en el guardarropa de señoras. Las dos estaban allí, enredando, chismorreando y riéndose, yendo una detrás de la otra hasta el inicio de la escalera, asomándose por la barandilla y llamando a Lily para preguntar quién había llegado.
El baile anual de las señoritas Morkan era siempre un acontecimiento. Acudían todos los que las conocían: parientes, viejos amigos de la familia, los miembros del coro de Julia, los alumnos de Kate con edad suficiente e incluso algunos de los alumnos de Mary Jane. Ni una sola vez había defraudado. 

Así comienza Los muertos, de James Joyce, uno de los mejores cuentos de la historia de la literatura, que acaba de publicar Nórdicalibros en una magnífica edición ilustrada por Emilio Urberuaga y con la traducción de Maite Fernández.

Ese espléndido relato, una de las cimas literarias de Joyce, cierra Dublineses, el conjunto de quince narraciones escritas entre 1904 y 1914, entre Dublín y Trieste, con las que Joyce renovó el cuento del siglo XX y de las que decía que eran “un capítulo en la historia moral de mi país” y “el cristal pulido en el que mis compatriotas podrán mirarse con miedo a reconocerse.” 

Ezra Pound escribió a propósito de Dublineses una muy elogiosa reseña en la que destacaba, por encima de su valor local, su sentido universal: “Nos ofrece Dublín como presumiblemente la ciudad es. No desciende a la farsa. No se nutre de la caricatura dickensiana. Nos ofrece las cosas como son, no sólo en el caso de Dublín, sino de cualquier ciudad. Basta borrar los nombres locales, unas pocas alusiones específicamente locales, y unos pocos hechos históricos del pasado, y sustituirlos por nombres locales distintos, por alusiones y acontecimientos diversos, y estas historias podrían volver a contarse de cualquier ciudad.”

Y si hay un relato que confirma esa universalidad de los materiales narrativos por encima de cualquier reduccionismo localista, es el memorable Los muertos, que, a medio camino entre el detallismo realista y la proyección simbolista de su trama y sus personajes, marca un cambio decisivo en la narrativa de Joyce: el paso de la mirada subjetiva a una perspectiva distante que abre el camino de la ironía que tendrá su expresión más acabada en el Ulises.

Es una nueva invitación a la cena de Epifanía que celebran  las hermanas Kate y Julia Morkan y su sobrina Mary Jane en el número 15 de Usher’s Island, en el Dublín gélido y nevado del 6 de enero de 1904.

A esa cena acuden, entre otros invitados, su sobrino Gabriel Conroy y su mujer Gretta. Y en torno a ellos dos surge la otra epifanía: la revelación final que provoca una canción (La muchacha de Aughrim), que emerge para rematar un relato bajo cuya superficie, aparentemente apacible, convencional y rutinaria, discurre una poderosa corriente de aguas turbulentas.

Joyce resumió la clave del texto al definir Los muertos como un relato de fantasmas. La aparición final de la figura oculta y decisiva del desaparecido Michael Furey explica esa clave temática como eje de una narración cuyos ejes son el amor y el deseo, la memoria y la  pérdida, el tiempo y la muerte, resumidos en el simbolismo ambiguo de la nieve que cae en el portentoso final abierto del cuento:

Unos ligerísimos golpes en el cristal le hicieron volverse hacia la ventana. Había empezado a nevar de nuevo. Contempló soñoliento los copos, plateados y oscuros, que caían oblicuos contra la farola. Le había llegado la hora de emprender su viaje hacia el oeste. Sí, los periódicos tenían  razón: caía la nieve en toda Irlanda. Caía en cada rincón de la oscura planicie central, en las colinas sin árboles, caía con suavidad en Bog of Allen y, más al oeste, con suavidad caía sobre el oscuro y violento oleaje de Shannon. Caía también en cada rincón del cementerio solitario en la colina donde Michael Furey yacía enterrado. Se amontonaba sobre las cruces y las  lápidas torcidas, en las puntas de la verja de la entrada, en los espinos desnudos. Su alma iba perdiendo poco a poco el sentido mientras oía el sonido de la nieve que caía con suavidad por el universo, con suavidad caía, como el descenso de la postrera hora, sobre los vivos y los muertos.


Santos Domínguez 
 



24 octubre 2025

Antonio Colinas. Sepulcro en Tarquinia


Antonio Colinas.
Sepulcro en Tarquinia.
Introducción de Isabella Tomassetti.
Estudio crítico de Vicenç Beltran.
Siruela. Madrid, 2025.


se abrieron las cancelas de la noche,
salieron los caballos a la noche,
campo de hielos, de astros, de violines,
la noche sumergió pechos y rosas,
noche de madurez envuelta en nieve 
después del sueño lento del otoño,
después del largo sorbo del otoño,
después del huracán de las estrellas,
del otoño con árboles de oro,
con torres incendiadas y columnas, 
con los muros cubiertos de rosales tardíos

Ese es el memorable comienzo de Sepulcro en Tarquinia, de Antonio Colinas, que se publicó hace ahora medio siglo, en 1975, y que con el paso del tiempo se ha convertido en una de las obras imprescindibles de la poesía española contemporánea. 

Escrito entre 1971 y 1974, aunque fechado en Monterosso al Mare en la primavera de 1972, es un largo poema de casi quinientos versos que dio título a uno de los libros más luminosos e intensos de su autor. Sepulcro en Tarquinia es la culminación de la primera etapa poética de Antonio Colinas, atravesada por un culturalismo vivido y por una intensa sentimentalidad neorromántica, por un lirismo telúrico, por una admirable pureza formal y, en definitiva, por una concepción de la poesía como suma de intensidad emocional, de hondo conocimiento y depurada elaboración verbal.

Para celebrar el medio siglo de su publicación, Siruela acaba de publicar una nueva edición conmemorativa, comentada por Isabella Tomassetti y Vicenç Beltran, que resaltan en sus dos ensayos los aspectos poéticos que han hecho de Sepulcro en Tarquinia un clásico contemporáneo: la vinculación entre la cultura y la vida, la sensorialidad de su mirada, su simbolismo arraigado en la mejor tradición europea.

Y así, Isabella Tomassetti, profesora en La Sapienza de Roma, define Sepulcro en Tarquinia en su estudio como “un libro pletórico”, repasa su recepción entusiasta y la bibliografía amplia que ha generado el poema, analiza su construcción y concluye que “a partir de Sepulcro en Tarquinia el itinerario creador de Antonio Colinas fue fecundo y brillante y al cabo de cinco décadas sigue dando frutos espléndidos.”

Organizado en cuatro partes en las que se contraponen equilibradamente las dos primeras, centradas en Italia y en el mundo latino, con las dos últimas, ambientadas en el espacio primigenio del noroeste español vinculado a los orígenes leoneses del poeta.

Tras la transcripción del texto, Vicenç Beltran, de la Academia Nazionale dei Lincei y el Institut d’Estudis Catalans, aborda una profunda y exhaustiva lectura interpretativa del poema, desde el análisis de sus episodios y secciones, entre la descripción autobiográfica y la digresión poética, entre el amor y la muerte, hasta la articulación de su contenido o la constitución de su sujeto lírico, para concluir que “Colinas, poeta metafísico, nos enfrenta al misterio primordial, el sentido de la vida y, sobre todo, la naturaleza e inevitabilidad de su final que han atormentado a la humanidad desde que tomó conciencia de su lugar en el universo.”

El propio poeta aporta en el apartado “Lo que debo decir” una serie de consideraciones generales y objetivas sobre su libro para repasar las interpretaciones que ha suscitado y para reafirmar su “apuesta por el poema que desea ir más allá, por el poema no como «historia» y/o anécdota, sino como totalidad.”

Cierra el volumen un código QR que enlaza a la grabación del poema sinfónico inspirado en Sepulcro en Tarquinia, compuesto por Juan Carlos Ramos y estrenado en La Bañeza el 30 de agosto de 2024.

Esta es la estrofa final del poema central, que da título al libro:

debes saberlo ahora que recuerdas:
jamás llegará nadie a este lugar,  
aquí nos trae el mar los peces muertos
y no hay más vida que la de las olas
estallando en la noche de las grutas,
soñarás una barca cada noche,
soñarás unos labios cada noche, 
en vano escucharás junto a las rocas,
jamás llegará nadie a este lugar,
recorrerás las salas del convento,
escrutarás la faz de la Diana,
los gatos mirarán la fría aurora, 
habrá un fresco con grumos de salitre
en la cripta, sin techo del castillo,
el huracán arrancará geranios,
jamás llegará nadie a este lugar,
jamás llegará nadie a este lugar 
y las gaviotas me darán tristeza


Santos Domínguez 

22 octubre 2025

Claudio Magris. El Danubio

  


Claudio Magris.
El Danubio.
Traducción de Joaquín Jordá.
Compactos Anagrama. Barcelona, 2025.

“Río de la melodía, lo llamaba Hölderlin cerca de sus fuentes; lenguaje profundo y oculto de los dioses, camino que unía Europa y Asia, Alemania y Grecia, a lo largo del cual la poesía y el verbo, en los tiempos del mito, habían ascendido para llevar el sentido del ser al occidente alemán. En las orillas del río, según Hölderlin, seguían estando los dioses: ocultos, incomprendidos por los hombres en la noche del exilio y de la escisión moderna, pero vivos y presentes; en el sueño de Alemania dormía, entorpecida por la prosa de la realidad pero destinada a despertar en un futuro utópico, la poesía del corazón, la liberación, la reconciliación. 
El río lleva muchos nombres. Para algunos pueblos, Danubio e Istro indicaban respectivamente el curso superior y el inferior, pero a veces también el curso entero: Plinio, Estrabón y Ptolomeo se preguntaban dónde terminaba uno y comenzaba el otro, tal vez en Iliria o en las Puertas de Hierro. El río «bisnominis», como le llamaba Ovidio, arrastra a la civilización alemana, con su sueño de la odisea del espíritu que regresa a casa, hacia oriente, y la mezcla con otras civilizaciones, a través de las muchas metamorfosis mestizas en las cuales su historia encuentra su realización y su caída”, escribe Claudio Magris (Trieste, 1939) en El Danubio, un clásico asombroso sobre un río que brota en la Selva Negra y visita Viena, Bratislava, Budapest o Belgrado para vertebrar cultural y políticamente la Europa Central, el sueño de la Mittleeuropa, en un recorrido de casi tres mil kilómetros.

Tras un preliminar sobre las fuentes inciertas del Danubio (“Una cuestión de canalones”), Magris narra un viaje que a mediados de los años ochenta, antes de la caída del muro de Berlín, sigue el discurrir del río más europeo y supranacional por Alemania, Austria, Hungría, Yugoslavia, Checoslovaquia, Rumania, y Bulgaria, hasta su desembocadura en el Mar Negro. 

Un viaje que recorre, además de un paisaje físico, el trazado invisible de un itinerario histórico, geopolítico y cultural: el de la civilización danubiana de la Mitelleuropa como fuente de cultura y de ideología, arrasada por dos guerras mundiales y por las cicatrices de sus fronteras cambiantes:

“Lo cierto -escribe Magris- es que la Mitteleuropa «hinternacional», hoy idealizada como armonía de pueblos diversos, fue una realidad del imperio de los Habsburgo, en su última etapa, una tolerante convivencia comprensiblemente llorada después de su final, entre otras cosas por la comparación con la barbarie totalitaria que le sucedió, entre las dos guerras mundiales, en el espacio danubiano.”

Arte y cultura, literatura e historia, tradiciones y costumbres, presente y pasado, vida y memoria recorren estas páginas que fluyen como las aguas del Danubio, cuya memoria convoca la imagen de un Céline ya derrotado en un castillo en la orilla del río y la de un Kafka agonizante en la habitación de un sanatorio, la casa de la infancia de Heidegger y su arraigo personal con la Selva Negra, la Bucovina de Paul Celan y la casa de Canetti en Ruse, el proyecto hitleriano de convertir la ciudad austríaca de Linz “en la más monumental metrópoli danubiana y la figura de Grillparzer, el dramaturgo austriaco que vio entrar en Viena a un Napoleón victorioso que “encarna la modernidad que sigue de cerca y asedia el viejo orden danubiano de los Habsburgo, en un acoso que no concluirá hasta 1918.”

O la casa y el estudio de Freud en la Bergasse, 19 y el estreno del Danubio azul de Johann Strauss -aunque, como observa Magris, “el Danubio no es azul, como pretenden los versos de Karl Isidor Beck que sugirieron a Strauss el título seductor y falaz de su vals”-, la casa vienesa en la que murió Beethoven y la que Paul Engelmann construyó para Wittgenstein, el Sacro Imperio Romano Germánico y los Habsburgo, en un transcurso que acaba en el delta laberíntico donde desembocan las aguas del Danubio:

Existe solidaridad entre la lentitud centrífuga propia del final y el mapa catastral que lo protocola. El delta, en el que el barco se adentra y se pierde como un tronco a la deriva, es una gran disolución, ramas, brazos y arroyos que se dispersan por su cuenta, como los órganos de un cuerpo que está cediendo, que se desinteresan progresivamente los unos de los otros; sin embargo, el delta sigue siendo una red perfecta de canales, una cuidada geometría, una obra maestra de la Regulation. Es una gran muerte mantenida bajo control como la del mariscal Tito o de otros protagonistas de la historia mundial, una muerte que es incesante regeneración, exuberancia de plantas y de animales, juncos y garzas, esturiones, jabalíes y cormoranes, fresnos y cañaverales, ciento diez especies de peces y trescientas de pájaros, un laboratorio de la vida y de sus formas.

Una encina arrancada de raíz se pudre en el agua, un buitre cae fulminante sobre una pequeña gallinácea. Una muchacha se quita las sandalias y deja colgar las piernas fuera de la barca, los átomos ligados y comprimidos en cada agregación impulsan a otras combinaciones y otras formas. El delta es el laberinto de los ghiol, de los senderos acuáticos que se introducen entre las cañas, y es el mapa de los canales que regulan el flujo de las aguas y los recorridos en el laberinto. El epos del delta está en las historias sin nombre vividas entre las cabañas de juncos y de fango de los pescadores lipovanos, en el hielo y el deshielo que las inunda.

Libro de viajes, autobiografía, enciclopedia, diario, ensayo de historia cultural o “novela sumergida”, como la llamó el propio Magris, El Danubio es una obra de riqueza poliédrica que admite esas etiquetas, pero a la vez las supera y desborda su cauce para ofrecerse como una prodigiosa muestra de escritura total que, cuarenta años después de su primera edición en 1986, se ha convertido en un libro de referencia que Anagrama reedita en su colección Compactos con la excelente traducción de Joaquín Jordá.

Santos Domínguez

 

20 octubre 2025

Ángel Olgoso. Madera de deriva

  


Ángel Olgoso. 
Madera de deriva.
Libros del Innombrable. Zaragoza, 2025.


Cinco años después de dar por cerrada con Devoraluces su fecunda etapa de casi cuarenta y cinco años como narrador de ficciones, con setecientos relatos que están siendo recopilados en seis volúmenes temáticos, Ángel Olgoso reúne en Madera de deriva, que publica Libros del Innombrable, treinta y cinco textos que en su riqueza miscelánea y en su diversidad se resisten a cualquier intento valor de clasificación, por otro lado inútil cuando estamos, como en este caso, ante la alta literatura:

Llegado el caso, concebir un pensamiento cuya simple formulación pudiera hacer añicos el universo, como esa idea gnóstica de que el mundo fue echado a suertes entre los ángeles. O que en realidad es nuestra sombra la que nos proyecta a nosotros: imaginarnos títeres bullidores de la propia sombra, marionetas sin voluntad, al albur de esas cenefas oscuras a ras de tierra, de esos filetes de fieltro, de esos ribetes perpendiculares, de esas siluetas galoneadas, de esas misteriosas veladuras, de esas huellas delebles, de esos papeles vitela, de esos diosecillos recoletos, arrastrándonos con ellos por las esquinas del mundo, sincronizados, bien batidos de acá para allá, como las bordadas de un barco, como torres de peaje en medio de un río, como árboles ahorquillados, huyendo del peligro de los soles de agosto, dando realce acordadamente a nuestra sombra como un traje de lanilla ligera, creyéndonos aún en el congreso de los vivos, echando las cuentas de la lechera de lo que pudimos hacer por nosotros mismos, añorando los vasos de la sangre y el libre albedrío, espolvoreado sobre el cuero de nuestra piel el polvo de caminos no elegidos, llevando en el mirar -heridos de ala- una levadura de melancolía.

Con ese texto, “Dóciles huestes”, se cierra un volumen agenérico, lo que los clásicos hubieran llamado un jardín de flores curiosas o una silva de varia lección. Una colección caleidoscópica de textos que tiene algo de enciclopedia deslumbrante recorrida por el amazónico estallido de la vegetación imaginativa y por la constante celebración de la palabra.

Textos que mantienen una evidente relación con el resto de la obra de Ángel Olgoso: la excelencia de la prosa, la persistencia del impulso lírico y del pulso narrativo, la presencia de lo mágico, lo misterioso y lo fantástico, tan presentes en los magníficos “Asterismos de la constelación de la Osa Mayor”. Este es uno de ellos:

ALIOTH
La cantiga 103 de Alfonso el Sabio cuenta la historia de un monje que ruega a Nuestra Señora para que le permita probar, en vida, las delicias del paraíso. Una tarde paseando por el jardín del monasterio, ve una fuente de agua cristalina y oye el canto de un pajarillo que le deleita. Al retornar al monasterio, creyendo que era la hora de la cena, se encuentra todo cambiado; le dicen que han transcurrido trescientos años desde su paseo.

Textos fronterizos que transitan desde el ensayo narrativo heredero de Borges (‘Hápax’) a la especulación histórica de “Tulpas”, desde la crónica viajera y sentimental de “Chile en el corazón” a los epitafios de “Enterradme en una nube” y a las entradas de diccionario de “Glosario”, desde los microrrelatos de “Gaveta de miniaturas” al homenaje a dos de sus referentes literarios: Ribeyro (“Los cigarrillos mentolados de Julio Ramón Ribeyro”) y Adolfo Bioy Casares (“Los secundarios”).

A ese carácter caleidoscópico de Madera de deriva se refiere Óscar Esquivias cuando escribe en el “Prologuillo hecho con astillas” que abre la edición: “Ángel Olgoso ha escrito un libro al estilo de los que tanto le gusta leer: variopinto, raro, sabio, misterioso, lleno de fervor por la literatura, en el que relata historias reales que parecen fábulas y cuentecillos con aspecto de noticias o crónicas. El lector puede recorrer las páginas de Madera de deriva como quien visita una ciudad medieval, se deja llevar por la intuición y camina al azar, escogiendo los callejones más bellos y pintorescos. No es tanto un libro como un zoco oriental, el bosque frondoso de una leyenda romántica, un laberinto de palabras donde es un placer perderse.”

Los espléndidos textos híbridos de Madera de deriva culminan un proceso continuo y creciente de escritura en libertad que indaga, más allá de la ficción de su etapa anterior, en lo autobiográfico y en lo confesional, en la mirada al espejo que dibuja el rostro del que escribe y refleja el entorno personal y literario del autor, como el intenso “Los fuegos fatuos”, un párrafo compacto al que pertenecen estas líneas:

Me conozco pero no me conozco. A hurtadillas, veo mi lado Tonio Kröger, alguien pudoroso en exceso рего temerario en ocasiones, lacónico pero parlanchín cuando consigue confianza, no meditativo pero residente en las nubes, domesticado hasta la médula pero insobornable, noble pero puntualmente mezquino, desprendido pero rencoroso como el asno del papa que guardaba su coz durante ocho años, instintivo pero calculador, entusiasta pero desesperado, perezoso pero infatigable trabajador, amable con todos pero fiel con ninguno, y escindido entre su cuerpo real y las páginas de escribiente que ha ido segregando, meros reflejos de ilusiones; como uno de esos seres idealistas -pienso en Jules Laforgue- que pasan por la vida soñando despiertos sin apenas hacer ruido, más por circunstancias inherentes a su propia naturaleza que por deseo íntimo, ajenos a las estridencias de la sociedad o al hervor del guiso literario, y buscando sin premura las felicidades pequeñas. Me conozco рего по me conozco. Vida en la sombra. Más aún, el sueño de una sombra. Extraña disgregación. Identidad, estados, humores, sentimientos desleídos, neutralizados en una especie de disolvente. La apariencia como una fosforescencia, como una huella de caracol. Sólo sé algunas cosas. Que probablemente nunca seré de los que dicen «no, que me conozco». Que todos somos iguales en el hecho de ser únicos. Que el mundo está lleno de colmillos. Que de Granada me gusta la jaula, no el pájaro: Que lo que deseo no suele realizarse jamás, mientras lo que temo se cumple siempre. Que cualquier detalle de afecto me conmueve, por la falta de costumbre. Que, sin embargo, un individualismo feroz me lleva a no desear depender de nadie. Que prefiero viajar por valles amables y no por riscos y montañas, al contrario de como definía Blake su destino. Que estoy desarmado ante el lado externo y utilitario de la realidad, inepto para la menor gestión práctica. Que si no tuviera familia, o si no hubiese atravesado la zarza ardiente del amor, acabaría mis días dedicado al silencio: un monje jerónimo en el monasterio segoviano de Santa María del Parral. Que carezco del énfasis y la convicción de un Szukalski y su arte barbárico («Meto a Rodin en un bolsillo y a Miguel Ángel en el otro, y camino hacia el sol»). Que un escritor corre peligro de malograrse si -por su infortunio, su timidez, su entorpecimiento, su desinterés, su disidencia o su soledad radical- pasa desapercibido. Que profeso la pasión por el atajo; es decir, por la brevedad. Y una culpable afición a sabotearme a mí mismo, sin la infinita capacidad de Kafka para ello. Que añoro sobre todo ese contento puro de los niños cuando nieva. Que me horroriza lo primario a la vez que me tienta. Que este hijo de un tendero -como también lo fue Hitchcock- abomina del suspense en la existencia, ese doloroso desconocer si a otro instante seguirá una dicha o una catástrofe. Que, contradictorio, sin ninguna pretensión, en cambio no me resisto de manera absoluta al impulso de dejar alguna huella. 

Santos Domínguez 

17 octubre 2025

Alatriste. Misión en París

  













Arturo Pérez-Reverte.
Misión en París.
Ilustraciones de Joan Mundet
Alfaguara. Barcelona, 2025.

Son algunas de las espléndidas ilustraciones, de aire antiguo y con pie de texto, que ha preparado Joan Mundet para la bella edición en Alfaguara de Misión en París, la octava entrega de la serie que Arturo Pérez-Reverte inició hace casi treinta años, en 1996 con El capitán Alatriste

Con las inolvidables primeras líneas de aquella novela  -“No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes”- se iniciaba el admirable recorrido literario de un personaje que, respaldado por millones de lectores, se convirtió muy pronto en un referente imprescindible de la novela de aventuras y entró hace años “en el selecto club de los mitos literarios, aquellos personajes que gozan en el imaginario colectivo de una personalidad propia y de una vigencia intemporal”, como señaló Alberto Montaner en la estupenda edición especial anotada de El capitán Alatriste que apareció en 2009.

Tras Limpieza de sangre, El sol de Breda, El oro del rey, El caballero del jubón amarillo, Corsarios de Levante y El puente de los asesinos que apareció en 2011, en Misión en París, casi quince años después, vuelve un Alatriste, veterano cuarentón del tercio de Cartagena, algo cambiado, pero capaz de enganchar al lector desde el primer párrafo, que describe la llegada a París de cuatro jinetes, designados para una misión cuyo sentido último desconocen:

Sonaba la medianoche en los relojes de París cuando entraron por la puerta de Saint-Jacques cuatro jinetes tan seguros de sí mismos como el trote firme de sus caballos. Habían mostrado pasaportes en regla a los soñolientos centinelas de la barrera, y franqueada ésta se internaron por las calles sombrías de la orilla izquierda del Sena, peligrosas a tan menguada hora, para cruzar el río por el puente de Notre-Dame. Dormía en silencio la ciudad, un ápice de luna turca troquelaba negros tejados y chapiteles, y a veces, al pasar junto a alguno de los pocos faroles y hachotes que alumbraban un portal o la boca de un callejón, su débil luz bruñía reflejos en el metal de las armas que los viajeros cargaban al cinto y en los ojos prevenidos, suspicaces, que escudriñaban la oscuridad bajo la ancha falda de los sombreros.

Naturalmente, uno de esos jinetes es Alatriste, que llega a París con su inseparable y leal Sebastián Copons desde Milán, donde -como recuerda el narrador Íñigo Balboa- se habían separado unos meses antes: 

Detrás del capitán Alatriste sonó una interjección aragonesa y en ella reconocí de inmediato a Sebastián Copons. Pequeño, recio y callado como siempre, el veterano soldado me dio otro abrazo que casi me troncha las costillas. Como ocurría con el capitán, no había vuelto a verlo desde que a finales del año anterior nos habíamos separado en Milán, tras el fracaso en el intento de asesinar, en interés de España, al dogo de Venecia. Yo había regresado de allí a Madrid, provisto de cartas de recomendación y al amparo de don Francisco de Quevedo, que me acogió en la Corte como a un hijo mientras el capitán y Copons permanecían en el norte de Italia, participando en el asunto de la Valtelina, la invasión del Monferrato y el asedio de Casal con novecientos hombres del tercio de Nápoles.

Quien narra en primera persona, como en el resto del ciclo, es Íñigo Balboa, en palabras de Pérez-Reverte para el memorable prólogo de Todo Alatriste, “el testigo, la mirada asombrada al principio, lúcida y crítica después, afectuosa siempre, que permite calar en la compleja personalidad, los rincones oscuros del héroe cansado.” Ha cumplido ya los dieciocho años y ha dejado de ser el niño de los volúmenes iniciales para ascender a correo del Rey.

Los otros dos jinetes son Quevedo y su escolta Juan Tronera, un cordobés veterano de los tercios que aparece por primera vez en la serie para acompañar al poeta cortesano en su misión diplomática secreta desde Madrid:

Pues la cita en París, cuidadosamente preparada en esferas superiores –pronto íbamos a averiguar por quiénes y para qué–, era semejante a una jugada de ajedrez que combinase varios movimientos: el viaje desde Madrid de don Francisco de Quevedo, escoltado por Juan Tronera, y el hecho desde la fortaleza española de Milán por el capitán Alatriste y Sebastián Copons, unos por Burdeos y la orilla del Loira y otros por Turín, Lyon y Nevers, hasta encontrarse todos en Orleans y seguir desde allí, juntos, camino a la capital de Francia.

Estamos en 1628 y por tanto ha pasado menos de un año desde la frustrada conjura veneciana de El puente de los asesinos, como sólo había pasado poco más de un mes de tiempo interior entre la segunda y la tercera salidas de don Quijote frente a los diez años que separan al Cervantes de 1605 del de 1615.

Y si el transcurso de aquella década cervantina explicaba la evolución de la novela y de sus dos protagonistas como resultado de los cambios de técnica narrativa y de mirada al mundo que se habían producido en Cervantes, algo parecido ocurre con el Alatriste más sombrío y melancólico, más parco y ensimismado, también más humano de Misión en París

A la espera de su futura muerte anunciada en Rocroi quince años después y reservada para una próxima entrega final que está bastante avanzada, Alatriste, que desde el principio ha tenido algo de crepuscular y de encarnación individual del desengaño barroco y de la conciencia del declive imperial -como “un héroe cansado” lo definió su autor-,, ha evolucionado hacia el remordimiento con que rememora episodios del pasado con una amargura oscura y explícita, más que por el estrecho lapso temporal transcurrido en su tiempo interior, porque inevitablemente es un reflejo del ensombrecimiento del autor en estos casi quince años transcurridos desde El puente de los asesinos.

Pero esos no son más que matices. El lector acostumbrado a la serie de Alatriste seguirá teniendo un incesante entretenimiento asegurado en Misión en París, que mantiene el espíritu y las señas de identidad características de las novelas del ciclo: el ritmo trepidante de la narración, la intriga y las intrigas, la sucesión inagotable de lances, los giros inesperados y a menudo sorprendentes de la acción, los guiños a las novelas de Dumas, uno de los referentes más constantes de Pérez-Reverte, que maneja como pocos la coherencia integradora de la literatura culta y la popular y la capacidad para fundir tradición y modernidad en un sostenido homenaje a la novela de aventuras clásica y en un ejercicio de reivindicación de la altura literaria del género y de las luces y las sombras del siglo XVII con la decadencia del imperio español en Europa, uno de los ejes de referencia de la serie novelistica de Alatriste.

No otra cosa es en el fondo la irrupción de Alatriste y sus compañeros en el mundo y en los paisajes de los cuatro mosqueteros de Dumas, los duelos de Alatriste e Íñigo Balboa con Athos y D’Artagnan o las peripecias en las que intervienen el cardenal Richelieu, arrogante y diabólico, Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina, que ha organizado la misión como embajador extraordinario y oficioso del rey Felipe IV y de Olivares en la corte francesa, y el señor de Tréville, capitán de los mosqueteros del rey francés.

Ambientada en el contexto del asedio a La Rochela por la rebelión de los hugonotes contra el rey Luis XIII de Francia, rica en incidentes imprevistos y en matizados claroscuros humanos, literarios e históricos, llena de guiños textuales a la literatura áurea -desde la picaresca a Quevedo pasando por las comedias de capa y espada-, Misión en París es mucho más que una entretenida novela de espadachines sobre un asunto en el que “corren a rienda suelta las tretas y los engaños.”. Es una brillante muestra de la sabiduría narrativa de Pérez-Reverte y de su contagioso gusto por contar, una novela sólida, muy superior a las más endebles de la serie. Una obra que está indiscutiblemente a la altura de las mejores del ciclo de Alatriste, de quien deja el narrador Balboa esta magnífica evocación:

El perfil aguileño, semejante al de una audaz ave de presa, se recortaba en la claridad rojiza de la chimenea, y sus ojos claros, fríos como el hielo, permanecían absortos en la penumbra que lo rodeaba, en mudo diálogo con los demonios familiares que, en su particular infierno, lo acompañaban cada uno de los días de su vida y sólo descansarían con él quince años más tarde, en Rocroi, cuando el sol de España se puso en Flandes y la vida del capitán Alatriste se extinguió al tiempo que una singular clase de hombres: los arrogantes tercios de infantería española, portentoso seminario de soldados que durante siglo y medio acuchillaron el mundo. Pues con la España que dejaban atrás –o dejábamos, lo dice a vuestras mercedes quien de cerca lo vivió– no quedaba sino coger espada y arcabuz para caminar resignados, duros, peligrosos, en pos del tambor y la bandera.


Santos Domínguez