01 diciembre 2025

Musil. Las confusiones del cadete Törless

  

Robert Musil.
Las confusiones del cadete Törless.
Edición de Miguel Ángel Vega Cernuda. 
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2025.

Inmerso en sus pensamientos, Törless salió solo a dar un paseo por el parque. Era alrededor del mediodía y el sol de finales de otoño proyectaba pálidos recuerdos sobre prados y senderos. Törless se tumbó boca arriba, parpadeando y soñando vagamente, entre las copas desnudas de dos árboles que se encontraban frente a él.
Pensó en Beineberg. ¡Qué extraña persona! Sus palabras eran como si salieran de un templo indio en ruinas, plagado de ídolos espeluznantes y mágicas serpientes en escondites profundos. Pero ¿qué iban a poder hacer a pleno día en un internado de la moderna Europa? Y sin embargo, esas palabras, después de haberse prolongado durante una eternidad, como un camino sin fin y una visión general en mil vueltas, de repente parecían haber alcanzado una meta tangible.
De repente se dio cuenta, y fue como si esto ocurriera por primera vez, de lo alto que estaba realmente el cielo.
Fue como un susto. Justo encima de él brillaba entre las nubes un pequeño agujero azul, indescriptiblemente profundo.
Le parecía como si tuviera que subir hasta allí con una larguísima escalera. Pero, cuanto más penetraba y ascendía con los ojos, tanto más profundamente se retiraba aquel suelo azul y brillante. Y era como si tuviera que alcanzarlo y detenerlo con la mirada. Este deseo se le volvía angustiosamente intenso.
Era como si su vista, prolongada hasta el límite, lanzara miradas como saetas entre las nubes y, cuanto más lejos apuntaba, más cortas se quedaban siempre.
Törless pensó en ello. Intentó permanecer lo más tranquilo y racional posible. «Por supuesto que no tiene fin», se dijo, «sigue y sigue, sigue y sigue, hasta el infinito». Mantuvo los ojos en el cielo mientras decía esto como si estuviera probando el poder de una palabra encantada. Pero sin éxito; las palabras no decían nada, o más bien decían algo completamente diferente, como si hablaran del mismo objeto, pero de un lado diferente, extraño, indiferente.

En la espléndida traducción que Miguel Ángel Vega Cernuda ha preparado para Cátedra Letras Universales, ese es un fragmento central de Las confusiones del cadete Törless, de Robert Musil, un clásico contemporáneo imprescindible por su monumental e inacabada El hombre sin atributos. 

 Las confusiones del cadete Törless fue la primera novela de Musil. La publicó a los 26 años, en 1906, y una perturbadora Bildungsroman, una  novela de formación de base autobiográfica sobre la entrada en la vida adulta de un taciturno escolar adolescente a través de su experiencia en un internado militar de Moravia,  en un rincón al este del Imperio austrohúngaro, en donde el propio Musil estuvo tres años.

Un establecimiento siniestro, un infierno de crueldad y sadismo que acaba sacando a flote la sensualidad pervertida y asesina del protagonista, el desengaño y la pérdida de las ilusiones, la pasividad ante las víctimas, la violencia y la degeneración del individuo, la desintegración del yo y la brutalidad de un trío de cabecillas acosadores, Beineberg, Reiting y el propio Törless, que tienen como víctima a Basini, torpe, afeminado y débil.

Hoy sigue siendo una novela dura. En su época fue además una novela escandalosa porque, frente a la corrección política y el silencio hipócrita, Musil proyectaba en ella, con el apoyo de la psicología experimental y el psicoanálisis, el crudísimo análisis social de un mundo caótico y autoritario.

A partir de las tribulaciones y confusiones del protagonista, del acoso y las vejaciones al débil, entre la afirmación personal, la homosexualidad adolescente, el poder, los abusos y la autodisolución de la identidad, la reflexión ética, confusa y asombrada, de un Törless desorientado tras la sucesión de episodios vividos en el internado resume el proceso de formación o deformación de un observador distante y frio como el propio Musil en su descubrimiento de la realidad:

En ese estado de ánimo se sentía feliz y hubo momentos en los que él lo añoraba.
Esto comenzó cuando se sintió capaz de volver a mirar a Basini con indiferencia y aguantar con una sonrisa el asco que le provocaban las cosas desagradables y rastreras de su conducta. Después fue consciente de que sucumbiría, pero a esto le dio un nuevo significado. Cuanto más feo e indigno era lo que Basini le ofrecía, mayor era el contraste con el sentimiento de delicadeza dolorosa que le seguía después.
Törless se retiraba a algún rincón desde el que pudiera observar sin ser visto. Cuando cerraba los ojos, surgía un impulso indefinido dentro de él, y cuando los abría, no encontraba nada con qué compararlo. Y, de repente, la imagen de Basini crecía y se apoderaba de todo. Pero pronto perdía todo su significado. Parecía no pertenecer a Törless ni referirse a Basini. Se veía totalmente rodeado de sensaciones como si fueran mujeres lascivas con túnicas cerradas y rostros enmascarados.
Törless no conocía ninguna por su nombre, no sabía lo que contenían; pero ahí era precisamente donde residía el embriagador poder de la tentación. Ya no se conocía a sí mismo; y fue precisamente a partir de ahí cuando su deseo creció hasta convertirse en un libertinaje salvaje y despectivo, como cuando de repente se apagan las luces en una fiesta galante y ya nadie sabe a quién arrastra al suelo para cubrirlo de besos.
  
Las confusiones del cadete Törless se desarrolla sobre un trasfondo filosófico y de reflexión moral de raíces kantianas. Hay que destacar que Musil se doctoró en Filosofía en 1908, solo dos años después de publicar la novela:

Y Törless no podía pensar sino en que los problemas de la filosofía habían sido finalmente resueltos por Kant y que la filosofía seguía siendo desde entonces una actividad inútil, del mismo modo que también creía que después de Schiller y Goethe ya no valía la pena escribir poesía.

Musil fue un autor atrabiliario del que Miguel Ángel Vega traza una breve prosopografía en la que resalta su compleja naturaleza intelectual y analítica, su actitud moralista y reflexiva, su temperamento posiblemente bipolar, su alternancia entre la depresión y la euforia.

Así resume su vida y su obra en la introducción de la estupenda edición de Las confusiones del cadete Törless: “El temperamento y las vicisitudes biográficas del autor (ingeniero, pedagogo, militar, periodista, crítico teatral, exiliado) no favorecieron su quehacer literario, que por lo demás estuvo mayormente centrado en la redacción de ese psicograma enciclopédico del «hombre sin atributos» de su tiempo: como Ulrich, el protagonista de la macronovela de ese título, Musil asistió a la decadencia del antiguo ordenamiento burgués; más tarde viviría la más salvaje guerra europea como oficial en el frente italiano y, tras unos años de ejercicio, por libre, de la creación literaria en Berlín y Viena, acabaría sus días, durante la apocalíptica II Guerra Mundial y tras un exilio voluntario en el oasis suizo, (mal)viviendo del ejercicio ocasional del periodismo y de la caridad pública y dedicado a la creación y al pulido de esa gran obra, al fin inconclusa, por la que se le respeta, se le estudia y que mayormente no se lee. Su obra es testimonio de un «vivir literario», de una actividad literaria que se pretende como terapia y se manifiesta más bien como manía. Como el de Kafka, el curriculum de Musil es una lucha por la vida que solo se expresa a través de la literatura.”

Miguel Ángel Vega inserta el Törless en el contexto de la «Jugendliteratur», literatura sobre jóvenes más que literatura para jóvenes, que había inaugurado el Werther goethiano más de un siglo antes: “En ese contexto de exaltación de lo juvenil -afirma-, no es de extrañar que el nuevo estilo de las artes plásticas viniera a titularse Jugendstil, «estilo de juventud». En fin, niños, adolescentes y jóvenes poblaban el mundo de la ficción que a través de ellos manifestaba, o bien el malestar cultural, o bien los nuevos patrones de comportamiento. La nueva moral de la que hablaba Musil.”

De esos nuevos patrones de comportamiento hablan estos párrafos, fundamentales para entender el sentido de la novela y la evolución del protagonista en su proceso de autodescubrimiento:

Incluso un cierto grado de libertinaje se consideraba varonil y atrevido, una audaz toma de posesión de placeres hasta entonces prohibidos. Especialmente si uno se comparaba con la respetable y rígida apariencia de la mayoría de los profesores. Porque entonces la monitoria palabra «moral» adquiría una ridícula referencia a hombros estrechos, vientres panzudos que descansaban sobre piernas delgadas y ojos que, como ovejitas, pastaban inofensivamente detrás de sus gafas, como si la vida no fuera más que un campo lleno de flores de edificante gravedad.
Finalmente, en el instituto nadie tenía ni conocimiento de la vida ni idea de todas esas gradaciones que van desde la mezquindad y el libertinaje a la enfermedad y la ridiculez, que es, sobre todo, lo que llena de repugnancia a los adultos cuando oyen hablar de tales cosas.
Todos estos frenos, cuya eficacia ni siquiera somos capaces de calibrar, eran los que a él le faltaban. Él había procedido en sus comportamientos de manera totalmente espontánea.
Porque en aquel momento todavía carecía de la resistencia ética, esa delicada capacidad intelectual que tanto valoró más tarde. Pero ya se estaba anunciando. Törless se equivocaba: veía por primera vez las sombras que algo que aún desconocía proyectaba en su conciencia y las confundía con la realidad. Pero tenía una tarea que cumplir consigo mismo, una tarea psicológica, aunque aún no fuera capaz de cumplirla.
Lo único que sabía era que había seguido algo todavía oscuro en un camino que conducía a lo más profundo de su ser interior. Estaba cansado. Se había acostumbrado a esperar descubrimientos extraordinarios y ocultos y con ello había entrado en los estrechos y escondidos aposentos de la sensualidad. No por perversión, sino como resultado de una situación mental momentáneamente sin rumbo.

***

Y aquella fina y melancólica sombra, aquel pálido aroma parecían perderse en una amplia, plena y cálida corriente: la vida que ahora se abría ante Törless.
Se había completado un desarrollo, el alma se había puesto, como un joven árbol, un nuevo anillo anual; este sentimiento abrumador, todavía mudo, excusaba todo lo que había sucedido.
A continuación, Törless empezó a repasar sus recuerdos. Las frases en las que, impotente, había contado lo sucedido, aquel múltiple estupor, aquella preocupación por la vida se volvían vivos y parecían agitarse de nuevo y ganaban contexto. Se extendían ante él como un camino luminoso, marcado por las huellas de los pasos dados a tientas. Pero todavía parecía que a aquellas frases les faltaba algo. No era, no, un pensamiento nuevo, pero todavía no expresaban a Törless en toda su vitalidad.
Se sintió inseguro. Y además tenía miedo de presentarse al día siguiente ante sus profesores para justificarse. ¡¿De qué?! ¿Cómo se suponía que iba a explicarles todo aquello? ¿Y aquel camino oscuro y misterioso que tomó? Si le preguntaran «¿por qué maltrataste a Basini?», no podría responderles que porque le interesaba un proceso en su cerebro, algo de lo que todavía hoy sabía poco, y frente a lo cual todo lo que pensaba le parecía insignificante.
Este pequeño paso, que lo separaba del punto final del proceso anímico que debía atravesar, lo asustó como si fuera un tremendo abismo.
Y antes de que cayera la noche, Törless se encontraba en un estado de excitación febril y ansiosa.

Santos Domínguez 



 

28 noviembre 2025

Pedro López Lara. Arcén

   


Pedro López Lara.
Arcén.
Poesía reunida.
Renacimiento. Sevilla, 2025.


Quiero empezar agradeciendo a nuestro admirable poeta Pedro López Lara la confianza amistosa que ha puesto en mí para esta presentación de su poesía reunida. Muchas gracias por el honor y el privilegio. 

Voy a procurar ser breve, porque hay pocas cosas más indeseables, más fastidiosas y ridículas que un presentador asumiendo el protagonismo con textos de más de una hora y porque -como señaló Marañón en un prólogo paradójicamente extenso- “en los banquetes exquisitos los aperitivos huelgan.” Seré, pues, relativamente breve, porque ante una obra poética como la que concelebramos en este acto no se pueden hacer faenas de aliño para salir del paso.

Todavía nos quedan dos cosas por hacer: 
este poema 
-que dejaré incompleto- y después 

Ese poema, el último de Epílogo, que publicó Renacimiento, como el volumen que festejamos hoy, cierra con doble llave la trayectoria poética de Pedro López Lara en este Arcén que recoge, como advierte su autor, la versión que considera definitiva de su obra poética, las tres cuartas partes de su obra editada (Ay, la insatisfacción, verdadero motor potente y doloroso del arte, como me enseñaron los maestros Félix Grande y Paco de Lucía).

Ese es el texto final del libro final de su trayectoria. Pero en ese “después”, palabra final del texto final del libro final, en ese “después” que ahora todavía es un “ahora”, no sólo asistimos a una despedida. Estamos celebrando también la persistencia de la vida y de la palabra, del poeta y de la poesía. Porque “hoy es siempre todavía”, como nos enseñó el mismo Machado que escribió también “Se canta lo que se pierde.”

La noción de lugar y de pérdida y la idea del límite, que están latentes también en el título de su reciente antología Por arrabales últimos, forman parte de la armazón temática y de la tonalidad elegíaca que recorre, además de este libro, toda la poesía de Pedro López Lara. Una poesía que tiene mucho de epilogal, de mirada distante hacia el pasado y sus sombras, de vocación de escolio que anota al margen del texto de la vida su sucesión de días y de emociones.

Porque de alguna manera Epílogo es también una recapitulación y un recuento, una variación en si menor de las partituras que ha venido interpretando la espléndida voz lírica de Pedro López Lara en su extensa -y sobre todo intensa- trayectoria poética desde el inicial Destiempo hasta este tiempo mismo de la despedida, hasta este ‘Repertorio último’ en que el poema regresa a “su silencio germinal” y sobrevuelan la muerte del poeta visionario y distanciado estos ‘Ángeles ineptos’:

Vi el día de mi muerte: lo sobrevolaban 
ángeles descreídos, amnésicos, 
incapaces de oficiar ningún rito.


Partituras que interpretan los temas que recorren como líneas de fuerza Epílogo y el resto de su obra: el recuento de las heridas, la nostalgia del pasado, el lamento de las ilusiones perdidas y las cenizas. Amor y hostilidades, tiempo y palabras contra el tiempo, pintura y cine, epigramas satíricos y agudos como puntas de flecha o reflexiones sobre la escritura:

Debe el poema ser una ocurrencia, 
algo que nos sale al paso y aturde 
tan solo unos instantes, los precisos 
para recuperar la calma y luego, 
cuando aún no entendamos lo ocurrido, 
escribir su esquela.

Son todas ellas variaciones y fugas de una voz honda con la que se expresa una mirada penetrante que, desde el logrado equilibrio de pensamiento y sentimiento, bucea siempre en el fondo interrogativo de la realidad y de la conciencia desde su difícil sencillez expresiva. 

Sencillez aparente que es más método que mero instrumento, porque surge de un trabajo de pulimento del verso y depuración del poema, de la decantación del pensamiento en la lograda transparencia de una admirable precisión verbal y, finalmente, de la clara voluntad transitiva de esta poesía.

Poesía transitiva que nunca, aunque lo parezca, es monólogo ensimismado del poeta, sino diálogo con la memoria, con la conciencia, con la mujer amada, con la cultura, con la poesía y sobre todo consigo mismo. Esa voz y esa mirada, esa palabra y esa presencia lírica generan un clima, o más exactamente un microclima poético y humano que desarrolla una práctica de la escritura como forma de conocimiento y de respiración moral, como brújula hacia el norte de sí mismo o como aguja de marear en las aguas procelosas del mundo. Como en este lúcido ‘Sucedáneo’:

Quien avisa es el traidor.
El otro, el que clava el puñal 
o dice las palabras, 
es solo un figurante, 
un sicario que carga 
con el muerto y la fama.

Por eso he definido en otro momento la escritura de López Lara como propia -perdonen la autocita- de “una obra poética en la que el rigor verbal se convierte en instrumento de una honda meditación que hace de su riguroso ejercicio poético una forma de conocimiento, de arriesgado buceo profundo y a pulmón en el interior de sí mismo.”

Pero hay otro rasgo que quiero destacar en esta obra poética, porque está al alcance de muy pocos: de los señalados poetas que lo son por vocación y no por volición, por necesidad vital y no por la impostura vanidosa de la pose. Ese rasgo es la transferencia caudalosa entre vida y memoria, entre literatura e identidad, entre arte y emoción, entre mirada y escritura que en los malos poetas, en los falsos profetas de la poesía, es puro barniz y no médula y signo de identidad, como lo es en nuestro poeta, que en Epílogo nos deja versos tan memorables como este, que vale por toda una obra:

También se cansa el tiempo de nosotros.

Pero volvamos atrás, a un poema como este:

Escribir poesía es incendiar un bosque 
y verlo luego arder desde su centro, 
sin otro fin que apalabrar las llamas: 
demorar hasta el verso su recuerdo del fuego.

Ese es uno de los espléndidos poemas que Pedro López Lara incluyó en Destiempo, premio Rafael Morales en 2020.

Desde ese libro inicial hasta los recientes Escolios, aparecidos a finales de 2024, y el ya citado Epílogo, Pedro López Lara ha ido publicando -el proceso de elaboración es mucho más prolongado, como es natural- dieciséis volúmenes de una obra poética creciente y coherente.

Y de esa manera la palabra (“En el principio era la palabra / y a su lado no había ningún dios”) y el temblor existencial prenden en Destiempo el fuego de una poesía honda y verdadera que dibuja con sus versos los contornos éticos de un hombre, el palimpsesto de una vida cifrada en cada uno de sus poemas, que dan cuenta de su forma de estar y de ser, de “salir al mundo y no reconocerlo”. 

Lo que vino después de ese primer libro fue una sucesión torrencial de entregas poéticas potentes, de sostenida calidad literaria y alta tensión humana. Paso a evocarlos someramente:

La raíz emocional y el fulgor alusivo de los poemas dedicados al cine, a la pintura, a la literatura y las mitologías de  Museo, un libro que contiene las versiones del mundo y su representación, las formas de la voz y la mirada, los delirios de la imagen y la palabra, las respuestas a los enigmas. Y las preguntas, que son siempre más y están al fondo.

La vocación de escolio del recuerdo en  Muestrario  (“que todo lo perdido fue un regalo”), la memoria de los naufragios parciales y la meditación sobre los límites de la escritura, una constante en todos sus libros: 

EL MAL ADMINISTRADOR 

Todo poema escapa del silencio, disciplina en su transcurso 
su pureza inicial, su prodigiosa herencia,  
malvende nuestras almas 
por un puñado de palabras  
y finalmente vuelve, con estigma en los ojos,  
al feudo traicionado. 

Todo poema dilapida el secreto 
que le fue confiado.

El petrarquismo soñado y posmoderno de Cancionero, su hemisférica luz orientada en la noche del deseo (“Quien la vivió lo sabe: / la noche no es tu amiga”), la  donna angelicata del ensueño, la amada inaccesible y exquisita: “Era Argüelles y estabas / en la acera de enfrente”.

El itinerario vital de Singladura, que se abre con estos versos: “Busca el poema traducir / algo que en un remoto tiempo vio u oyó, / y ahora apenas recuerda”; la difícil memoria, el lugar “en el que no vamos a entrar y no estuvimos”, la nostalgia de las raíces y los frutos amargos del tiempo y el amor, la intensidad emocional en el balance de pérdidas y pronombres, el deterioro, “la edad inverosímil que ahora tengo”. Un inclemente espejo retrovisor en el filo de lo real y lo inventado.

Incisiones y su memorial de noches, de vicisitudes y tiempos, de incendios amorosos en los que ardía la vida, de encrucijadas y hostilidades, de azares y fronteras, de soledad y sombras, de amargura y desengaño, de postrimerías y muertes. Un libro que se cierra, como otros del autor, con una sección titulada Ars poetica, una sostenida reflexión sobre vida y escritura que rematan estos tres versos:

La vida, que no tiene nada que decir, 
excepto esto: 
No soy versificable.

Las agudas glosas existenciales de  Escolios  en torno a los estigmas del tiempo y la memoria, al lugar de la palabra (“La palabra es un sitio. / En él ocurren cosas”) o a los ángeles extraviados del olvido:

Sobrevuelan esta noche ángeles ebrios.
Quién nos envía, se preguntan. Cuál era el mensaje.

Atravesados ​​por una aguda conciencia de la temporalidad, depurados por una trabajada precisión expresiva y pulidos con una admirable suma de pensamiento y sentimiento (aquel unamuniano “piensa el sentimiento, siente el pensamiento”), sus títulos son los de las distintas estaciones de una aventura poética rigurosa, de declarada voluntad transitiva, que había fijado también la conciencia de sus límites en este poema de  Dársena:

La poesía es asunto de límites: 
los del verso y el ritmo, 
los del lenguaje, las fronteras 
De lo vivido y lo vivible.
El poema no puede atravesarlos, 
pero los mira y dice lo que ve.
Y antes de replegarse da de ellos 
conciso testimonio.

Y algo de conciso testimonio hay en su reciente antología Por arrabales últimos, que preparó y prologó José Cereijo. Ahí tiene el lector la oportunidad y la suerte de releer este “El temblor”:
 
Ya no tiemblo al leerlo, pero aún soy capaz
de reconocer por el tacto un buen poema.
 
De recorrer su piel y ver si tiembla.
 

Ese poema de Pedro López Lara resume en sus tres versos no sólo su postura como lector de lo ajeno, sino su poética propia y poderosa.

Una poética construida sobre el temblor de una palabra tan verdadera como la suya, que brota siempre del cuidado del verso, de la intensidad poética y de la hondura humana, de la aguda conciencia del tiempo y de la capacidad de hacer de la derrota victoria y de la materia elegíaca del recuerdo razón celebratoria, como en este espléndido “Ubi sunt”:
 
Dónde están mis guerreros, perdedores
solo en batallas no libradas, que fueron las más.
 
Dónde están los castillos que crispaban sus almenas
ante un peligro imaginario.
 
Dónde el enemigo retirado antes de tiempo,
sin haber completado sus infamias.
 
Dónde las vistosas misiones que llevaban
por comarcas insólitas.
 
Dónde los planos del tesoro que auguraban
la expedición, las sangres intermedias.
 
Dónde los indolentes, espaciosos días,
sus noches dilatadas.
 
Dónde el baile final de Zorba el griego,
su mística celebración de la derrota,
más grande que cualquier derrota.
 
Dónde estamos, amigos, cómo hemos llegado
—única magia auténtica—​​ hasta aquí.

Intensa siempre, ahora también extensa, definitivamente mayor e imprescindible en su temblor, su hondura y su altura, la poesía de López Lara es un hilo de Ariadna para orientarse en el laberinto del sentido del ser y el tiempo.

Ser y tiempo que configuran la identidad del poeta y recortan su silueta ética y estética en el claroscuro de la vida, en el miedo y las heridas de la memoria personal y familiar, en la nada complaciente distancia irónica o en la emoción contenida de sus paréntesis sentimentales, en una poesía existencial y meditativa, sostenida en un intenso y reflexivo diálogo interior del poeta consigo mismo sobre el tiempo y la vida, en testimonio del mundo y de su oficio.

Poesía que se convierte a menudo en refugio (“una guarida frágil, pero todavía en llamas”) y en tabla de salvación frente al naufragio, en juego de espejos y destellos de iluminaciones frente a las tinieblas nocturnas, en brújula en las sombras, en tregua de los sueños ante las leyes de la vida que nos pasa por encima, en puente que atraviesa el desasosiego inhóspito del vacío vertiginoso, en heroico elogio de la incertidumbre en un mundo de “ángeles cansados”.

Entre los versos que aún no he escrito ha de haber uno, 
un verso túmulo o jeroglífico, 
que me contenga, 
de modo holgado y a la vez conciso. 

Un nítido renglón definitivo.

Dejemos una cosa clara, por encima de los lugares comunes y los cumplidos críticos: digamos que Pedro López Lara ha ido levantando su obra poética sobre un estilo personal y expliquemos con cierto rigor, por encima del tópico, qué significa exactamente eso: significa, claro está, que sus poemas se entonan en una voz reconocible, la suya propia.

Pero significa también -y en esto se suele incidir menos desde la lectura crítica- que una vez logrado ese fraseo, esa entonación y esa cadencia, esas conquistas expresivas se ponen al servicio de la composición de unos textos que sólo él puede escribir. Porque estos poemas sólo pueden ser escritos en esa tonalidad, sólo se pueden construir con esa voz propia. No es sólo una cuestión de compenetración de forma y fondo, es algo que va más allá y que afecta a la escritura del texto de manera nuclear.

Porque quien lee estos poemas no toca sólo un libro, toca al hombre que los habita, a un merodeador para quien “la poesía / es solo un animal sonámbulo / que ha olfateado algo y merodea, / con voluntad de hallazgo y extravío, / por las calles inéditas / de una ciudad absorta en sus afueras”.

Un merodeador del verso y la palabra, del tiempo y la memoria, porque 

Solo es bueno un poema 
cuando el último verso se acuerda de todo.

Quiero, antes de terminar, manifestar mi discrepancia de lector y de admirador de esta poesía con el título elegido, que le quiero reprochar afectuosamente a Pedro. Porque esta espléndida poesía no se sitúa en ese Arcén al que tan humilde como injustamente la desplaza el autor. Muy al contrario, circula con todos los méritos por el carril central de la poesía española actual.

Santos Domínguez 



26 noviembre 2025

Fray Luis de León. Fieramente humano

  



Sergio Fernández López.
Fray Luis de León. 
Fieramente humano. 
Cátedra Biografías. Madrid, 2025.

Fieramente humano es el elocuente sintagma que ha elegido Sergio Fernández López como subtítulo de la magnífica biografía de Fray Luis de León que publica la colección Biografías de Cátedra.

 Porque, como señala en el último de los seis capítulos en los que ha organizado la obra, el dedicado a su temperamento en relación con su peripecia vital, “la intención ha sido no mostrar al hombre de cartón piedra, sino de carne y hueso, con su orgullo y su arrogancia, sus miedos y sus dudas. Quizá haya sido un esfuerzo en vano intentar explicar a la persona, no al personaje, y querer bajar el mito a lo cotidiano. Pero no hemos querido cejar en el empeño.”

“Habrá quien piense -escribe en el Prefacio- que reducir la figura de fray Luis de León a unas cuartillas sea un trabajo inútil y abocado al fracaso. Y seguramente no le faltará razón. Su inusual formación, su maestría poética, su proceso inquisitorial, sus controvertidas oposiciones, sus disputas en la orden o su labor en la corte son solo algunas cuestiones, puntas del iceberg de una vida que resulta múltiple, compleja e inabarcable para una persona. Afortunadamente, no he estado solo en esta labor. El esfuerzo de numerosos investigadores ha allanado el camino y desbrozado el grano de la paja, desde la prosa literaria de Jiménez Lozano a la documentación hecha estudio de Barrientos para averiguar la relación de Fray Luis con su universidad, pasando por las antiguas e incontables aportaciones de Santiago Vela, que, sin pretensión biográfica, bien podrían conformar, juntándolas, una nueva vida del agustino.”

Desde los orígenes familiares belmontinos de Fray Luis y la poca importancia de su origen converso, porque en aquellos años tanto él como sus familiares “se encontraban ya muy lejos de esos mismos orígenes, aunque ninguno de ellos los ignoraba. La información nueva que se aporta en este sentido, extraída tanto de pleitos públicos como de documentos privados, ponen de manifiesto el error en que se caería juzgando a Fray Luis e incluso a su padre, Lope de León, conversos o influidos siquiera por esa lejana ascendencia en sus quehaceres diarios.”

Hay hechos más determinantes de su biografía, de su quehacer intelectual y de su obra literaria: sus años de formación entre Salamanca, Soria y Alcalá, su ejercicio de la cátedra de Santo Tomás en la universidad salmantina, el ambiente enrarecido y las rivalidades académicas en el Estudio entre agustinos, dominicos y jerónimos, la crítica filológica de la Vulgata en tiempos peligrosos y la creciente enemistad con el teólogo y catedrático de griego León de Castro, la denuncia rencorosa de este y del dominico Bartolomé de Medina y el proceso por la traducción del Cantar de los Cantares al castellano desde el hebreo, su encarcelamiento en 1572 y la crisis física y espiritual de finales de 1575, su absolución en diciembre de 1576 y los últimos años como catedrático de Biblia, años de madurez y de producción impresa de tratados en castellano como el monumental De los nombres de Cristo, cima de la prosa renacentista española junto con la Biblia del Oso de Casiodoro de Reina.

“Entre las ocupaciones de mis estudios, en mi mocedad, y casi en mi niñez -confesaba él mismo en el bellísimo prólogo-dedicatoria de su obra poética a don Pedro de Portocarrero-, se me cayeron como de entre las manos estas obrecillas, a las cuales me apliqué más por inclinación de mi estrella, que por juicio o voluntad. No porque la poesía (mayormente si se emplea en argumentos debidos) no sea digna de cualquier persona y de cualquier nombre –de lo cual es argumento que convence haber usado Dios della en muchas partes de sus Sagrados Libros, como es notorio–, sino porque conocía los juicios errados de nuestras gentes, y su poca inclinación a todo lo que tiene alguna luz de ingenio o de valor; y entendía las artes y mañas de la ambición y del estudio del interés propio y de la presunción ignorante, que son plantas que nacen siempre y crecen juntas y se enseñorean agora de nuestros tiempos. Y ansí tenía por vanidad excusada, a costa de mi trabajo, ponerme por blanco a los golpes de mil juicios desvariados, y dar materia de hablar a los que no viven de otra cosa. Y señaladamente, siendo yo de mi natural tan aficionado al vivir encubierto, que después de tantos años como ha que vine a este Reino, son tan pocos los que me conocen en él, que, como V. merced sabe, se pueden contar con los dedos.”
 
Y Francisco Pacheco, quien sería suegro de Velázquez, lo retrata con estas palabras: “En lo natural fue pequeño de cuerpo, con debida proporción; la cabeza grande, bien formada, poblada de cabello algo crespo; el cerquillo cerrado; la frente, espaciosa; los ojos, verdes y vivos. En lo moral, con especial don de silencio, el hombre más callado que se ha conocido, si bien de singular agudeza en sus dichos, con extremo abstinente en la comida, bebida y sueño; puntual en palabras y promesas, compuesto, poco o nada risueño. Leíase en la gravedad de su rostro el peso de la nobleza de su alma; resplandecía en medio de esto, por excelencia, una humildad profunda; con ser de natural colérico, fue muy sufrido, piadoso para los que le trataban”.

Pese a la serenidad que reflejan las liras de la Oda a Francisco de SalinasVida retirada o la décima A la salida de la cárcel, Fray Luis fue un hombre muy temperamental. Un hombre de carácter fuerte y hasta agrio en ocasiones, de recia voluntad y de una determinación de la que dio muestras tempranamente, cuando se opuso al destino del jurista que le había preparado su padre y eligió la vida de la oración y el estudio en el convento de la orden agustina en Salamanca.

Comenzó así a labrar su sólida formación intelectual: teológica y bíblica, filológica y lingüística, clásica y renacentista. Una formación que hace de su figura un modelo de referencia del intelectual humanista cristiano, rodeado sin embargo de mediocres envidiosos que le complicaron la vida y que hoy son apenas una nota al pie en la biografía del maestro.

Orgullo y prestigio, diríamos parodiando el título de la novela de Jane Austen. Así lo resume Sergio Fernández López:

Fray Luis se sentía élite y lo era. Esa convicción le hizo «arrimarse a los buenos»: Pedro Chacón, Juan del Caño, Felipe Ruiz, Francisco Salinas, Arias Montano… Y a apartarse a su vez de los torpes como de la peste. […] El maestro salmantino era superior a sus contrincantes y debía de ser sin duda consciente de ello. En una alarde de sinceridad durante su proceso, confesó que había sido su sabiduría la que lo había puesto en aquella situación y que ojalá no hubiese tenido tanto entendimiento. Incluso los teólogos que examinaron sus escritos eran ignorantes en comparación con el agustino. Fray Luis llegó a insultarlos y pedir con retranca que Dios les conservase la vista. […] Posiblemente, su complejo de superioridad y su exceso de confianza, que le hicieron minusvalorar a sus enemigos, se convirtieron a la postre en sus peores defectos y bien que los pagó.

Y añade estas líneas que completan un retrato profundo y a la vez cercano de Fray Luis: “Su proceso le produjo un profundo dolor. Pero Fray Luis era una persona orgullosa. La convicción de que había sido, como Job, un justo oprimido y perseguido tal vez le diese aliento por entonces. Se trató de una idea que repitió hasta la saciedad en sus escritos y poemas. No puede decirse que el conquense hubiese perdido la cabeza, si bien debe reconocerse que con el tiempo sufriría cierta manía persecutoria y vería más enemigos de los que llego a tener en realidad. No era nada extraño. En gran parte, lo habían vencido la necedad y la envidia, aunque el agustino no estuvo del todo libre de culpa. Como fuese, a Fray Luis le podía el coraje o la soberbia por entonces y no deseaba por nada mostrarse vencido. Además, no quería bajo ningún concepto darles el placer de que lo vieran sufrir.
[…]
La procesión iba por dentro. Sentía tanto dolor e indignación que quería desaparecer, que nadie lo hubiese visto «en tiempo alguno», como recogía uno de sus poemas. Pero esa misma rabia le hizo mostrarse otro ante los demás. El sufrimiento era un lujo que no se podía permitir y que dejaba para la intimidad. Por eso muchos de sus poemas trataban de la envidia, de la mentira o de la fuerza de la verdad, más que del padecimiento o la resignación.”

Seguramente ese debate interior explica el lema Ab ipso ferro, que el poeta eligió para las portadas de las obras que mandó imprimir tras su salida de la cárcel, después de cinco años de condena en un proceso inquisitorial en el que fueron decisivas las rivalidades entre órdenes religiosas (dominicos, jerónimos y agustinos) y en el que finalmente sería absuelto tras varios y penosos años de prisión. Aquel proceso y los quebrantos de la cárcel se acabarían convirtiendo en el acontecimiento decisivo en la vida de Fray Luis. Y tuvo también una inevitable y profunda repercusión en su obra, en la que hay un antes y un después de la experiencia de la prisión y de sentirse víctima de la injusticia y la envidia:

“Fray Luis -escribe Sergio Fernández López- fue tan listo para el estudio como torpe para la vida, pues parece mentira que no hubiese aprendido a sus años hasta qué punto podía llegar la envidia humana.”

Una biografía espléndida que, además de ofrecer un inmejorable análisis contextual de su obra, acerca al lector a su figura “fieramente humana”, colérica y rabiosa a veces, desengañada y desconsolada otras, a ratos melancólica, a ratos quijotesca, de quien, además de intelectual y traductor de primer orden, fue el primer poeta humanista español en lengua romance, el que fundió en sus versos castellanos -que no llegó a publicar en vida- la tradición bíblica, la poesía de Horacio y Ovidio y la de Garcilaso.

Pero el que aparece en estas páginas, hasta su muerte el 23 de agosto de 1591 en Madrigal de las Altas Torres, es siempre “un Fray Luis auténtico que casi puede rozarse con las yemas de los dedos.”  Un Fray Luis -concluye Sergio Fernández- que “tal vez no solo vivió en lucha contra los demás, sino también en lucha consigo mismo.”


Santos Domínguez 


24 noviembre 2025

Platero y otros

  


Platero y otros.
Antología de los animales en la obra de JRJ.
Edición de Rocío Fernández Berrocal.
Editorial Okto. Moguer, 2025


 En cinco partes -Criaturas del aire, Los amigos del hombre, Animales silvestres, Los amigos de Platero y Jardín de fieras- organiza Rocío Fernández Berrocal la poblada Antología de los animales en la obra de JRJ que ha titulado significativamente Platero y otros. 

La abre una introducción en la que la reconocida especialista en la obra juanramoniana destaca que JRJ “defendía «frecuentar lo animal». En la esencia de los seres puros como los animales encuentra su propia profundidad como «animal de fondo» que se considera. El animal se conecta para él con el todo, algo de lo que se ha apartado el ser humano y a lo que debe volver.” 

Platero y otros contiene un extenso animalario en verso y prosa que convoca a los volátiles y a los domésticos, a los silvestres y a los amigos de Platero para concluir con un apartado final que reúne bajo el rótulo Jardín de fieras las “comparaciones audaces y líricas” que Juan Ramón prodigó a lo largo de su obra.

Y no siempre con buenas intenciones, como cuando llama a Hitler “Gorila alemán” y quizá también cuando afirma que Rubén Darío “tenía algo de gran marisco náufrago”, lo que no parece una comparación muy deseable ni embellecedora, francamente.

Y tras la antología, en un espléndido “Estudio final”, Fernández Berrocal destaca la importante presencia del reino animal en la vida y la obra de Juan Ramón, que se definió en un aforismo de Guerra en España como “libre animal poético”.

Así se titula el primero de los tres apartados de ese estudio final, que aborda también la intensa fusión juanramoniana del poeta y del hombre con la naturaleza, que “representaba para JRJ elementos clave en su vida y en su obra, la desnudez y la pureza, lo verdadero, lo esencial” y la identificación del poeta con el “humilde ruiseñor del paisaje” de sus Elegías lamentables.

“Soy animal de fondo de aire”, escribió en un poema de su tercera época, en la que sigue ladrando incesantemente un perro desde la cima poética de su poema Espacio:

No, ese perro que ladra al sol caído, no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca de Carmona de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral Gables, La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí, allí. ¡Qué vivo ladra siempre el perro al sol que huye! 

Santos Domínguez

 

21 noviembre 2025

Ray Bradbury. Cuentos

 

Ray Bradbury.
Cuentos.
Edición de Paul Viejo.
Traducción de Ce Santiago.
Prólogo de Laura Fernández.
Ilustraciones de Arturo Garrido.
Páginas de Espuma. Madrid, 2025.

Adentrarse en el silencio que era la ciudad a las ocho de una tarde de niebla en noviembre, poner un pie en la acera de cemento abollado, pisar las grietas herbosas y avanzar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios; al señor Leonard nada le gustaba más. Se detenía en la esquina de un cruce a observar las largas aceras de las avenidas que se extendían en cuatro direcciones iluminadas por la luna, para decidir hacia dónde ir, aunque en realidad daba lo mismo; estaba solo en el mundo del año 2053, ο prácticamente solo, y una vez tomada la decisión, elegido el camino, echaba a andar a zancadas, exhalando formas de aire helado como humo de puro.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y regresaba a su casa a medianoche. Y de camino veía casas de campo y unifamiliares con las ventanas oscuras, y no era distinto a pasear por un cementerio en el que tan solo los débiles destellos de las luciérnagas parpadeaban al otro lado de los cristales. Fugaces fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes de dentro, en habitaciones en las que las cortinas seguían descorridas por las noches, o se oían susurros y murmullos en la ventana todavía abierta de un edificio sepulcral.
El señor Leonard hacía una pausa, ladeaba la cabeza, escuchaba, miraba y seguía su camino, sin hacer ruido al pisar la acera bacheada. Hacía mucho que había tomado la sabia decisión de ponerse zapatillas para pasear de noche, porque jaurías esporádicas de perros lo acompañaban con ladridos si llevaba suelas duras, ya veces se encendían algunas luces y aparecían caras y la calle entera se sobresaltaba con el paso de una figura solitaria, él, al caer la tarde de noviembre.

Con esos tres párrafos comienza El peatón, un relato breve de Ray Bradbury (1920-2012) que algunos críticos tienen como “uno de los mejores cuentos jamás escritos.”

Es uno del largo centenar de cuentos que reúne en un amplio volumen Páginas de Espuma en su imprescindible colección Voces/Literatura con traducción de Ce Santiago, prólogo de Laura Fernández e ilustraciones de Arturo Garrido en el estilo de Ray Bradbury.

Ha preparado la monumental edición Paul Viejo, que señala en la nota previa que “reunir en un solo volumen una antología representativa de la narrativa breve de Ray Bradbury implica asumir un reto doble: por un lado, la amplitud y riqueza de una obra que abarca más de siete décadas; por el otro, la naturaleza cambiante de los propios textos, reescritos, trasladados, reciclados y renombrados a lo largo de los años por un autor que nunca dejó de trabajar sobre su propio pasado. Bradbury fue, en este sentido, no solo un narrador infatigable sino también un editor de sí mismo. Esta antología -la más extensa publicada hasta ahora en lengua española- propone una retrospectiva amplia y generosa de su trayectoria, sin pretender agotar todas sus facetas, pero sí permitiendo que el lector acceda a la diversidad de tonos, temas y enfoques que lo convirtieron en uno de los cuentistas fundamentales del siglo XX.”

Organizada cronológicamente, esta amplísima selección es una muestra representativa que recoge ciento dieciséis cuentos. Es más de una cuarta parte de la abundante narrativa breve de Ray Bradbury, prolífico autor -además de la famosa distopía futurista Farenheit 451- de más de cuatrocientos cuentos, entre ellos los muy conocidos que aparecieron en Crónicas marcianas y en El hombre ilustrado. Además de esos relatos ya clásicos se incorporan a esta antología otros cuentos menos conocidos, escritos en una trayectoria de siete décadas que comenzó el verano de 1942,  y algunos que se traducen por primera vez al español. Esa disposición cronológica de los relatos permite no sólo seguir la evolución literaria de su autor, sino comprobar las conexiones temáticas que se establecen entre unos cuentos y otros.

Así presenta a Bradbury Laura Fernández en su prólogo, que titula “Conjuren sus palabras, alerten a su personalidad secreta, saboreen la oscuridad, están a punto de (DESAPARECER) en la mente (COLMENA), oh, esa creadora de (MUNDOS), (SUEÑOS) y (PESADILLAS), capaz de batirse a muerte o cazar (TIGRES), del inigualablemente (FABULOSO) Ray Bradbury”:

“Bien, el hombre que ha anotado ese puñado de palabras, que ha hecho esa (LISTA), fue siempre un hombre (LIBRE), en el sentido más amplio y sentimental de la palabra. Su nombre es Ray Douglas Bradbury, y desciende de la temible, y en realidad, sobre todo, también, (LIBRE), Mary Bradbury, la bruja que se dio a la fuga y nunca pudo ser quemada después de someterse a los Juicios de Salem –murió por causas naturales en 1700–. Una vez posó para un fotógrafo. Oh, no Mary sino Ray, Ray Bradbury. Lo hizo en Waukegan, Illinois. Corría el año 1923. Tenía tres años. En la fotografía, el pequeño, el valiente, oh, su pose es pura acción encantada, Ray, corte de pelo a tazón, viste peto oscuro, está descalzo, ha enterrado sus diminutas manos de niño de tres años en los bolsillos, parece triste, pero es una tristeza de nube pasajera porque no es más que un niño y todo en él aún es pasajero. Está frunciendo el ceño ligeramente y (TOMÉNME EN SERIO), dice ese ceño, (PORQUE ESTOY LISTO), dice.
¿Listo para qué? Oh, para hacer del mundo, ese que compartimos ustedes y yo, un lugar aún más grande y (APASIONANTE). Porque ese niño que se convirtió en un hombre que hacía listas de palabras, vivió dentro de sí mismo, a la vez, en todos los tiempos posibles, disfrutando de un inagotable (ASOMBRO) ante el (MILAGRO) absurdo del (MUNDO), el planeta, lo que sea que somos. Y supo hacer de ese (ASOMBRO) pequeños mundos dentro del mundo, en los que, prepárense, la (REALIDAD), eso en lo que creemos estar existiendo, se abre, de par en par, para descubrir en su interior otra realidad que tal vez siempre estuvo ahí, o que, qué demonios, como ocurre en el primer cuento de esta colección («EL VIENTO»), acaba de aparecer, o aparece cada vez, solo para ti.”

Por encima de su pertenencia al género fantástico o de ciencia ficción, Ray Bradbury, que hizo una potente celebración de la escritura en los ensayos de Zen en el arte de escribir, es uno de los grandes narradores de la segunda mitad del XX, un autor cuya transcendencia ha sobrepasado el territorio estricto de la literatura para inundar el campo del cine, la televisión o el cómic e incorporarse por todas esas vías al imaginario colectivo de lo contemporáneo. 

Bradbury escribió sobre Marte como si escribiera de la Tierra, imaginó el futuro imperfecto para explorarlo con nostalgia y fabuló sobre máquinas con capacidad para las emociones o los sueños. Pero además muchos de estos relatos son una alegoría que entre lo fantástico y la fábula moral, entre el sueño y el peligro, plantea una ética futurista, una reflexión sobre el sentido de la existencia, la guerra y las pulsiones autodestructivas de la humanidad, el racismo y el colonialismo, el conformismo y la censura, la deshumanización, la muerte, la soledad y el miedo. O un aviso profético de las peligrosas consecuencias que acechan a una civilización automatizada, y a una tecnología que acaba aniquilando al individuo, como en las casas robóticas de dos de sus mejores relatos: Vendrán lluvias suaves y La sabana.

“¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica”, escribió Borges en el prólogo a los relatos de los Cuentos marcianos.

Y es que, entre El viento (1943), el primer relato recogido en esta antología, y el que lo cierra, Un encuentro literario (2009), en la mirada lírica de Bradbury, en el viaje en el tiempo de El sonido del trueno, en el Marte en ruinas de El picnic milenario, en la nostalgia de la infancia de En una noche de verano o en el efecto mariposa de Se oyó un trueno, en sus fantasías futuristas o macabras y en sus historias llenas de suspense y de terror, o en el final intenso y abierto de El hombre incandescente hay muchas veces un elemento perturbador que inquieta al lector en lo más profundo de su conciencia.

Vuelvo otra vez a Borges, que veía a Bradbury como “heredero de la vasta imaginación” de Poe y explicaba memorablemente que “Otros autores estampan una fecha venidera y no les creemos, porque sabemos que se trata de una convención literaria; Bradbury escribe 2004 y sentimos la gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado —el dark backward and abysm of time del verso de Shakespeare—. Ya el Renacimiento observó, por boca de Giordano Bruno y de Bacon, que los verdaderos antiguos somos nosotros y no los hombres del Génesis o de Homero.”

“Desde su primera publicación importante hasta sus últimos cuentos inéditos recopilados póstumamente -escribe Paul Viejo en la Nota a la edición-, Bradbury construyó una obra que desafía los géneros, que atraviesa décadas sin envejecer, que conmueve tanto como perturba. Fue un autor popular -sus libros vendieron millones de ejemplares-, pero también fue un escritor rotundamente personal, casi visionario. Supo anticipar muchas de las ansiedades contemporáneas: la sobreexposición tecnológica, la soledad urbana, la banalización del horror. Pero lo hizo sin renunciar jamás a la emoción, a la imaginación, a la esperanza incluso en medio de la ruina. Su literatura no es la de los futuros posibles, sino la de las memorias imposibles.”

 
 Santos Domínguez 


19 noviembre 2025

Patrick Mackie. Mozart



 Patrick Mackie.
Mozart.
Su obra y su mundo 
en constante movimiento.
Traducción de Javier Roma.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2025.

Puede que no haya noches más tensas que las de estreno. Son muchas las cosas que tienen que salir bien. La pintura del telón de fondo tiene que haberse secado, la garganta de la soprano debe estar libre de infecciones y el tenor de ataques de ira que lo distraigan demasiado. Los músicos de la orquesta han de asegurarse de que las cuerdas o lengüetas de sus instrumentos se comportarán como es debido. Deben haberse distribuido suficientes copias de la partitura y todo el mundo ha de saber qué gran aria se ha suprimido en el último momento. Grandes sumas de dinero revolotean en torno a esa sustancia etérea que compone la representación musical. A quien no tiene mucho que hacer le aguarda una tensión inquietante, pero, en general, todo el mundo está demasiado ocupado. Nadie puede controlar la reacción del público, aunque a veces, en el siglo XVIII, se pagaba a algunas camarillas para que reaccionaran correctamente. En la época de Mozart a menudo no quedaba claro quién estaba a cargo de este caos deliberadamente generalizado; entre otras cosas, porque el cometido del director de orquesta no había alcanzado aún la definición que obtendría más adelante. A medida que sonaban las primeras notas de la función, un mundo social diverso se disponía a adentrarse en el drama y la música.
En el otoño de 1787, un promotor teatral llamado Pasquale Bondini bien pudo haber estado al mando, o no, de una noche como esa. Gestionaba la compañía de ópera del recién construido teatro Nostitz, en Praga, y el éxito, ese mismo año, de una representación de Le nozze di Figaro (Las bodas de Fígaro) lo llevó rápidamente, junto con su codirector, a encargarse de la nueva ópera de Mozart. Al parecer fue el propio Mozart quien se sintió atraído por la figura de don Juan y los viejos cuentos populares españoles sobre su lasciva trayectoria, que ya habían inspirado varias versiones literarias y operísticas a lo largo del siglo. Praga había adorado la ópera de Mozart, desenfrenadamente expansiva y vertiginosamente original, sobre el rebelde criado Fígaro, así que debió de parecerle un buen lugar al que acudir con una reinterpretación aún más drástica de las posibilidades culturales de su mundo. El compositor era un ídolo local en Praga, en un momento en que Viena y él no sabían hasta qué punto seguían entusiasmados el uno por el otro. Escribir la ópera para otro lugar que no fuera la capital del imperio podría haber parecido una retirada, de no haberla aprovechado para dar un salto hacia una mayor libertad artística, y su popularidad en Bohemia debió generar un ambiente favorable, además de incrementar las expectativas para la noche del estreno. En Don Giovanni, su fusión de elegancia y fogosidad habla, con una franqueza casi dolorosa, de un deseo artístico tanto por sintetizar su cultura como por hacerla avanzar.
Esa primera noche debió ser bastante difícil localizar a Mozart, un hombre pequeño e indistinguible, atrapado en una maraña de necesidades y conductas, apenas visible una vez que hubo tomado las riendas de la música y su oscura creación empezaba a desplegarse. La ópera se desarrolla a través de convenciones y referencias del siglo XVIII, pero la partitura no podía ser más inconfundiblemente suya, por la manera en que trata tales convenciones y referencias, con una libertad desmesurada que las hace brillar. La frenética energía que desplegaba cada día le ayudaba a mantenerse libre de cualquier nerviosismo excesivo, incluso en las mayores noches musicales. Pero el desbordante entusiasmo entre el público y la orquesta parece haber sido especialmente determinante en el estreno de Don Giovanni, sobre todo después de los muchos contratiempos y retrasos que no redujeron la sensación de que algo importante se avecinaba. La virulenta ferocidad con la que se inicia la obertura muestra lo mucho que en la ópera está en juego. La tensión nerviosa se hace patente para todo aquel que la escuche. Algo nuevo se movía en la ópera, pero sus innovaciones estaban ocultas y gobernadas por el atavismo y un suntuoso sentido de las convenciones. Las primeras audiencias se mostraron eufóricas a la vez que desconcertadas.

Así comienza el primer capítulo de Mozart. Su obra y su mundo en constante movimiento, del ensayista y poeta inglés Patrick Mackie, que acaba de publicar Galaxia Gutenberg con traducción de Javier Roma.

En movimiento es el título de ese primer capítulo. Una expresión que figura también en la buscada paronomasia del título original en inglés, Mozart in Motion.

Centrado en la noche del estreno en Praga de la ópera Don Giovanni, es el primero de los veinticinco capítulos que, como ese, se centran en otras tantas composiciones y en los momentos y episodios biográficos de Mozart vinculados con cada pieza musical.

Patrick Mackie ha construido de esa manera en tres partes un libro monumental que aborda con vocación de totalidad la interrelación entre la peripecia vital y la evolución de la obra de Mozart, entre su temperamento y su creatividad, sobre el telón de fondo del agitado contexto histórico y cultural del vibrante siglo XVIII, con una admirable profundidad de análisis en lo humano y en la disección técnica de cada una de las veinticinco piezas escogidas.

Un párrafo como el siguiente es un buen ejemplo de cómo integra Mackie en su mirada global sobre Mozart y su mundo artístico y personal todas esas perspectivas:

Mozart surgió de dos mundos históricos, suspendido entre un profundo pero escéptico apego al mosaico de cortes y jerarquías, que conformaban la Europa en la que emergió, y profundas insinuaciones de las versiones de libertad, individualidad y poder que estaban en camino. A veces dichas insinuaciones eran eufóricas y otras turbulentas. Mozart era profundamente convencional, aunque espoleado por excesos de originalidad. Era muy ambicioso, aunque despilfarrara tanto el dinero como su genialidad creativa; un bromista que también era capaz de una profunda solemnidad y una gran seriedad moral. Si queremos saber cómo vivir en medio del suspense histórico, o cómo ser serios y joviales a la vez ante los dilemas de nuestra vida, eso es precisamente lo que pretende mostrarnos la música de Mozart. Si bien podía parecer una persona desconcertante e irresponsable, su música llegó a responder intrincadamente a opacas presiones históricas, y al pathos de las aspiraciones y la decadencia humanas. El mundo de Mozart estaba en juego, lo llevaba todo a debate, desde la óptica hasta las regulaciones en el comercio del cereal y el dilema moral del lujo. Los jardines de recreo rococó y los bailes de máscaras impulsaron una determinada visión de la modernidad, mientras que el fervor reformista y los inicios de la ciencia política moderna impulsaron otra, y otra también las conspiraciones revolucionarias y la descomunal expansión del poder estatal. La música de Mozart está impregnada de un entusiasmo inquebrantable por lo nuevo, pero también anhela la integración y la coherencia. Mozart participaba de la modernidad en el momento de su surgimiento, y no sólo nos habla del mundo en el que trabajó, sino también de cómo hemos seguido tambaleándonos desde entonces y cómo vivimos ahora.

Y así vemos a Mozart en el París de 1778, adonde fue a probar suerte tras haberlo intentado antes en Salzburgo, Munich o Viena, con la creatividad apasionada de la Sonata para piano en la menor, que, entre la desilusión y la esperanza, entre la soledad y el fulgor creativo, coincidió con la enfermedad y la muerte en julio de su madre, que lo había acompañado en aquel viaje.

Y así también se relacionan la pintura y la música: la Mujer en el columpio de Fragonard, la Serenata en do menor y el placer como reivindicación del Rococó y el laberinto ilustrado con los Cuartetos dedicados a Haydn, porque “tal vez la audacia de la Ilustración es la que hace que los Cuartetos de Mozart sean audibles, ese atrevimiento saber el que nos impulsa Kant y que no se puede reducir a ningún conjunto fijo de ideas.”

Otros capítulos abordan temas y obras como el piano errante y la Fantasía en do menor (“la más anómala y la más sobrecogedora de todas las obras de Mozart para teclado”); la astucia artística de Las bodas de Fígaro, entre lo fácil y lo difícil, entre el fervor revolucionario y el fondo conservador de una ópera cómica envuelta en la potente expresividad de su música pletórica y en un admirable equilibrio formal, “de modo que lo que prevalece es la más extraña e incandescente fusión de anarquía y tranquilidad”; la libertad creativa y la belleza convulsa del trepidante Don Giovanni y la fusión entre el protagonista y el músico, “unidos por los enigmas y éxtasis propios del deseo, y sin duda por sus inconvenientes” o la muerte de su padre y la presencia espectral del fantasma del Commendatore al final de la ópera; la generosidad sinfónica de las Sinfonías en mi bemol, en sol menor y en do mayor, tres obras que “poseen la estabilidad exuberante que la variedad obtiene de la exhaustividad. […] Está claro que su enorme fuerza artística y compositiva está motivada, en parte, por la indecisión y la fragilidad que, aquel verano [de 1788], atravesaban por su vida. No sabía hacia dónde se encaminaba su existencia, pero su música podía crear propósitos y satisfacciones infinitas”; Così fan tutte y la complejidad de las relaciones de pareja, porque “la alteridad humana es una de las mejores y una de las peores cualidades del ser”; la relación de Mozart con Werther y su respuesta al suicidio con el personaje de Papageno en La flauta mágica, de la que Goethe estrenó un montaje lleno de admiración por Mozart en enero de 1794.

Y finalmente, como es natural, el inquietante, inacabado y fragmentario Réquiem, que “tiene claro que estar de duelo implica estar vivo; la obra es de una viveza abrumadora.” Sobre el Réquiem escribe Patrick Mackie:

Por supuesto, el Réquiem lleva siglos inspirando teorías extravagantes, y puede que esta sea simplemente otra más. La enfermedad fatal de Mozart a finales de 1791 fue repentina, rápida y confusa, y las extrañas circunstancias en torno al Réquiem se vieron envueltas en la atmósfera de angustia y opacidad que rodeó su muerte. Enfermó de gravedad a mediados de noviembre, con la llegada del invierno y las noches que se alargaban. Los primeros síntomas fueron terribles hinchazones en pies y manos. Probablemente durante varias semanas había estado trabajando en el Réquiem de manera intermitente, y nada en la obra parece indicar que fuese una tarea fácil. Durante buena parte de octubre estuvo sin Constanze, que seguía con su tratamiento en Baden-Baden, y la representación de La flauta mágica le tenía preocupado. Las cartas que le escribió a su esposa eran bastante alegres a medida que la popularidad de la ópera era cada vez más evidente, aunque puede que tratara de animarla con pensamientos de placeres suculentos cuando le informa de que “acaba de comerse un delicioso trozo de esturión”, y acaba de pedir otro. 
Quizá Mozart nunca supo nada sobre quién encargó el Réquiem; quizá haya algo de verdad en las historias sobre una cierta paranoia que le provocaba el no saberlo, mientras su salud empeoraba y los días se acortaban. La versatilidad intermitente e irregular del Réquiem intercala tumultuosos episodios con estallidos de calma y desánimo, como ocurre en los estados de salud vacilantes y también en un otoño de clima tempestuoso, turbulento. Conjeturas y especulaciones llenan las casas de los enfermos de gravedad, tal como han abarrotado nuestros relatos sobre sus últimas semanas y el propio Réquiem. De hecho, aquí la música se funda también en conjeturas magníficas, A medida que la pieza plantea sus hipótesis estilísticas sobre la vida, la muerte y la redención. Los muchos años de viaje frenéticos y ajetreos en el trabajo probablemente contribuyeron a debilitar los riñones de Mozart, y parece que murió a causa de una combinación de fiebre e insuficiencia renal. La creencia de la medicina de la época en la práctica de sangrías debió de ser especialmente perjudicial para alguien con tantas afecciones.

Era el final de un Mozart complejo y contradictorio, cuyo mundo interior sigue lleno de lagunas y de zonas oscuras que la música no ilumina, porque en su partitura falta la voz de la conciencia de lo vivido y de su elaboración artística.

Un Mozart consciente de la superioridad de su talento, irónico y distante ante la popularidad, indiferente a los honores y a la vanidad, que nunca aduló a la autoridad ni fue servil con títulos nobiliarios que para él no significaban nada.

Un Mozart que dedicó los últimos diez años de vida a componer piezas soberbias, pero sobre todo a reivindicar con ellas su libertad personal. Esos diez años de plenitud creativa fueron también los de un ejercicio de insubordinación e independencia que se afirmaba en la conciencia del propio valor. Fueron los admirables años decisivos  en los que Mozart cayó en la pobreza como resultado de esa independencia creadora. Y así, el fracaso social y el aislamiento progresivo se convirtieron en el precio que pagó por su libertad y por una generosidad pocas veces correspondida.

Mozart fue uno de esos personajes excepcionales que parecen venir de la estirpe del ángel de la luz, alguien que no es de este mundo, sino un huésped de él, como lo llamó Einstein.

“Una persona con tanto talento -escribe Mackie- que puede ser adicta a complacer a los demás, o a ignorarlos o incluso desecharlos.”

Santos Domínguez 

17 noviembre 2025

Julio Camba. Se prohíbe hablar con el conductor

  


Julio Camba.
Se prohíbe hablar con el conductor.
Edición de Javier Jiménez.
Fórcola Ediciones. Madrid, 2025.


  A Camba siempre hay que volver. 

Con esa frase abre Javier Jiménez el prólogo a su edición de Se prohíbe hablar con el conductor, la recopilación de artículos de Julio Camba (1884-1962) que publica Fórcola Ediciones en un volumen espléndidamente editado y generosamente ilustrado, con imágenes de época que acompañan en blanco y negro a la mayor parte de los textos.

Se reúnen en él, revisadas y anotadas, las dos antologías que Camba publicó en 1945 en la editorial Plus Ultra: Etc.…, etc…. y Esto, lo otro y lo de más allá, dos títulos “poco felices”, como señaló Francisco Fuster y recuerda Javier Jiménez en el prólogo, que termina con este párrafo: “Ambas antologías aparecen por primera vez reunidas aquí en un solo volumen, con un nuevo título, más afortunado, que esperamos reavive el interés del público en la lectura de un Camba menos conocido, víctima de las aventuras, y a veces desventuras, del proceloso mundo editorial.”

Un conjunto de ciento treinta artículos que había ido publicando en ABC un Camba crepuscular y humorístico que, desde Lisboa, proyecta su mirada aguda y su ingenio verbal sobre una variedad de temas que le sugieren las revistas ilustradas y las noticias de la prensa internacional: el cine y las modas, la moral en las playas y los desnudistas con gafas, las máquinas de afeitar, los poetas y los cocodrilos, los amigos de la gaviota o los huevos de pingüino, la venta a plazos o la inspiración, los sombreros y los animales, la vejez o las barbas, el vicio del tabaco o la felicidad, los leones extraplanos o las propinas.

Así comienza “Se prohíbe hablar con el conductor”, el artículo que se ha elegido con buen criterio para titular el volumen: 

Pocas disposiciones revelan una sabiduría tan grande como esa que, en los tranvías y autobuses, le prohíbe al público hablar con el conductor. En nuestras latitudes, la gente suele hablar con las manos tanto más que con la boca, y a poco que se animase un conductor en su conversación con los viajeros, no tardaría en abandonar la manivela o el volante para redondear sus conceptos de una manera plástica, lo que podría tener consecuencias verdaderamente desastrosas.

Recorridos por la misma mirada personal del autor y por una prosa que une la agilidad y la precisión del periodismo a una alta calidad estilística, estos artículos reflejan la sostenida madurez literaria de un Camba en plenitud, dueño de un mundo propio en el que conviven la seriedad y el humor, el pasado y el presente, la provocación y la crítica, la reflexión y el ingenio.

Son textos que reflejan el universo de aquel articulista profesional en la prensa diaria, obligado a la urgencia y a la síntesis, lo que le daba oficio y sustento, pero limitaba la extensión de su escritura  a “una superficie literaria de 150 centímetros cuadrados”, la de una cuartilla.

“El articulista -había escrito Camba- no puede gozar de nada, porque todo, en su organismo, se vuelve literatura, así como esos enfermos que no gozan de ninguna comida porque todas ellas se les convierten en azúcar. Esos enfermos son fábricas de azúcar, y nosotros somos fábricas de artículos.”

Es, ya se ha dicho, un Camba crepuscular, ya no viajero, sino estable en Lisboa. Un Camba burlón y desengañado que en esta fase final de su actividad literaria y periodística funde en la calidad de su prosa elegante y novecentista la mirada lúcida y pesimista, el sesgo irónico y la comprensión benevolente.

Este es el comienzo de “Contando carneros”, un artículo de Esto, lo otro y lo de más allá, que el propio Camba seleccionó en 1956 como representativo de su mundo para su antología Mis páginas mejores:

Desde que oí decir que lo mejor para combatir el insomnio era ponerse en la cama a contar carneros, yo he contado ya, uno por uno, todos los carneros de la Argentina y ahora estoy agotando los de Australia. Los carneros de Australia, como ya sabe, probablemente, el lector, descienden de aquellos magníficos carneros españoles que, durante varios siglos, nos dieron en todo el mundo el monopolio de la lana; pero, para los efectos de hacer dormir a las personas nerviosas, no valen más que los de cualquier otra parte. Ordinariamente, yo nunca logro conciliar el sueño antes de los trescientos carneros, es decir, antes de haber llegado a este número en mi contabilidad, y, cuando tengo alguna preocupación, necesito, por lo menos, de mil quinientos a dos mil. Por cierto que una noche, harto ya de contar carneros, y aprovechando la oportunidad de encontrarme situado imaginariamente en la Australia, me puse a contar canguros; pero estos animales, tan pintorescos, saltan demasiado y aumentan considerablemente nuestra nerviosidad. El carnero es más dulce, más apacible, más sumiso, más tierno, más gregario y, en consecuencia, mucho más soporífero. Por eso es por lo que los especialistas de enfermedades nerviosas nos recomiendan contar carneros, para combatir el insomnio, y no hay ninguno a quien se le ocurra hacernos contar, por ejemplo, toros de lidia.

Pues eso, esta es una recomendable manera de volver a Camba.


 Santos Domínguez 

14 noviembre 2025

Juan Carlos Onetti. Los adioses


 Juan Carlos Onetti.
Los adioses.
Edición de Pablo Rocca.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2025.

Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. Hizo algunas preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío del mostrador, vuelta la cara —sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos blanqueados por los años— hacia afuera, hacia el sol del atardecer y la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los portones del hotel viejo.
Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la escondieron con pudor en un bolsillo del saco; me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse.
En general, me basta verlos y no recuerdo haberme equivocado; siempre hice mis profecías antes de enterarme de la opinión de Castro o de Gunz, los médicos que viven en el pueblo, sin otro dato, sin necesitar nada más que verlos llegar al almacén con sus valijas, con sus porciones diversas de vergüenza y de esperanza, de disimulo y de reto.

Con esos tres párrafos memorables comienza Los adioses, de Juan Carlos Onetti, seguramente su cima literaria y desde luego una de las mejores novelas cortas que se han escrito en español.

Quien habla en esos párrafos es el narrador, almacenero de un pueblo de montaña al que acude el protagonista anónimo para tratarse su tuberculosis, la enfermedad que ha padecido también el narrador: “Hace quince años que vivo aquí y doce que me arreglo con tres cuartos de pulmón.”

Cátedra Letras Hispánicas acaba de publicar una estupenda edición de Los adioses, anotada y prologada por Pablo Rocca, que antes de centrarse en el análisis de la obra hace un recorrido por la biografía y la obra del autor, “en relación dinámica con su época, con la situación editorial, literaria y periodística, a las que Onetti estuvo integrado, en mayor o menor medida.”
 
Después de haber fundado en 1950 Santa María en La vida breve, Onetti se alejó en Los adioses (1954) de esa ciudad para situar la acción en un pueblo de sierra adonde -como en La montaña mágica- acuden a convalecer enfermos de tuberculosis.

Antiguo jugador de baloncesto, delgado y alto, taciturno y misterioso, el recién llegado protagonista sin nombre tiene unos cuarenta años y recoge en el almacén, que funciona también como estafeta de correos y como cantina, cartas de dos mujeres: las de una con sobres escritos a mano y con sobres mecanografiados las de la otra.

Y hasta ahí las certezas. Desde ahí todo es enigma y oscura ambigüedad, conjetura reconstruida desde el punto de vista poco fiable -como sabremos después- del almacenero o con las impresiones añadidas del enfermero y de Reina, la mucama del hotel donde se aloja el protagonista. Entre todos ellos alimentan los rumores y las sospechas, los juicios y los prejuicios de un coro desorientado en torno a un protagonista en demolición, a un hombre hermético y distante, de vuelta de todo.

Las dos mujeres acaban encontrándose con el protagonista en el pueblo: una de ellas, con un niño pequeño, lo trata como si fuera su mujer y vive con él en el hotel. La otra, mucho más joven, rubia, parece una intrusa en la relación, parece su amante. Para ella alquila un chalet en la colina. Tal como se nos muestra por parte del narrador, la situación parece la de un triángulo amoroso.

“Es probable -aventura el imaginativo narrador- que él haya intentado poseer a la mujer, pensando que le sería posible transmitirle los júbilos que rescatara con la lujuria”. Y en otra ocasión:  “Imaginaba la lujuria furtiva, los reclamos del hombre, las negativas, los compromisos y las furias despiadadas de la muchacha, sus posturas empeñosas, masculinas.”

De esa manera -como Henry James en esas otras obras maestras de la ambigüedad y de lo que oculta el narrador subjetivo que son Otra vuelta de tuerca y Los papeles de Aspern-, Onetti le tiende una trampa al lector: le incita primero a dejarse arrastrar por la versión del narrador -una interpretación malévola aunque aparentemente objetiva-, a asumir esa mirada por el espejismo de un narrador engañosamente omnisciente.

Y luego, ya en las páginas finales, le invita a rebelarse contra esa versión y a  jugar un papel activo ante la trama de los hechos para reinterpretar la historia al margen de lo que no eran más que especulaciones malintencionadas del narrador y del pueblo.

Especulaciones con las que se había elaborado una  narración filtrada desde el principio por el punto de vista del narrador, contaminado por la maledicencia o por prejuicios que confundían la realidad y las apariencias o por descripciones físicas a las que les superpone tramposamente la deducción psicológica (“No es que crea imposible curarse, sino que no cree en el valor, en la trascendencia de curarse”) o la implicación sentimental o moral de los rasgos físicos objetivos: “Ahora pude ver la cara del hombre, enflaquecida, triste, inmoral.”

Y una vez revelada, en una antigua carta retenida y olvidada por el almacenero, la falsedad de las especulaciones y los chismorreos, la reacción del narrador es esta: 

Sentí vergüenza y rabia, mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían la rabia, la humillación, el viboreo de un pequeño orgullo atormentado. Pensé hacer unas cuantas cosas, trepar hasta el hotel, y contarlo a todo el mundo, burlarme de la gente de allá arriba como si yo hubiera sabido de siempre y me hubiera bastado mirar la mejilla, o los ojos de la muchacha en la fiesta de fin de año -y ni siquiera eso: los guantes, la valija, su paciencia, su quietud- para no compartir la equivocación de los demás, para no ayudar con mi deseo, inconsciente, a la derrota y al agobio de la mujer que no los merecía; pensé trepar hasta el hotel y pasearme entre ellos sin decir una palabra de la historia, teniendo la carta en las manos o en un bolsillo.

Y poco después, superadas ya la rabia y la vergüenza, estas frases cínicas:

Salí afuera y me apoyé en la baranda de la galería, temblando de frío, mirando las luces del hotel. Me bastaba anteponer mi reciente descubrimiento al principio de la historia, para que todo se hiciera sencillo y previsible. Me sentía lleno de poder, como si el hombre y la muchacha, y también la mujer grande y el niño, hubieran nacido de mi voluntad para vivir lo que yo había determinado. Estuve sonriendo mientras volvía a pensar esto, mientras aceptaba perdonar la avidez final del campeón de basquetbol. El aire olía a frío, y a seco, a ninguna planta.

En un texto iluminador de Wolfgang A. Luchting (“El lector como protagonista de la novela”) que suele incorporarse como prólogo o como epílogo de las ediciones de Los adioses, se revelan las claves de ese juego de escamoteos y engaños con el lector y con el punto de vista que son el núcleo del relato. Pero también se deja abierta la posibilidad de dar otra vuelta de tuerca y otra interpretación del ambiguo triángulo que forma la relación del hombre con las dos mujeres: “¿qué pasa -se preguntaba Luchting- si la muchacha no es la hija del hombre? ¿Si este le ha mentido a la mujer, fuese solo para tener su tranquilidad y, por supuesto, para mantener sus amores con las dos?”

Onetti respondió a ese breve ensayo con una página, “Media vuelta de tuerca”, que asumía la lectura de Luchting e iba un paso más allá para que la ruleta de la lectura siguiera girando, para volver a abrir un abismo de ambigüedad y perplejidades en el lector. Escribe Onetti en ese texto, incorporado ya indisolublemente a la novela como una coda que en esta edición se reproduce en el Apéndice:

Luego de leer inevitables interpretaciones críticas y escuchar en silencio numerosas opiniones sobre «Los adioses», comprendí que había omitido una vuelta de tuerca, tal vez indispensable. Para mejor comprensión o para que todo quedara flotando y dudoso. Ahora surge desde Lisboa Herr Wolfgang Luchting, escribe sobre el libro con una gracia de profundidad que nada tiene de teutona y al final del estudio aventura, sorprendentemente, una media vuelta de tuerca que nos aproxima a la verdad, a la interpretación definitiva. Pero sigue faltando una media vuelta de tuerca, en apariencia fácil pero riesgosa, y que no me corresponde hacerla girar.
Lo importante es que gracias a Herr Luchting, mi amigo y cofrade, nos vamos acercando.


Santos Domínguez