15 diciembre 2021

Mary Beard. Doce Césares

 

 
Mary Beard.
Doce Césares.
La representación del poder 
desde el mundo antiguo hasta la actualidad. 
 Traducción de Silvia Furió
Crítica. Barcelona, 2021. 

 “Seguimos todavía rodeados de emperadores romanos. Hace casi dos milenios que la ciudad de Roma dejó de ser la capital de un imperio y, sin embargo, hoy en día, por lo menos en Occidente, casi todo el mundo reconoce el nombre, y a veces incluso el aspecto, de Julio César o de Nerón. Sus rostros no solo nos escrutan desde las estanterías de los museos o las paredes de las galerías, sino que protagonizan películas, anuncios y viñetas en los periódicos. Para un caricaturista resulta muy fácil (con una corona de laurel, una toga, una lira y un fondo en llamas) convertir a un político moderno en un «Nerón tocando la lira mientras Roma arde», y gran parte del público capta el sentido. A lo largo de los últimos quinientos años más o menos, estos emperadores y algunas de sus madres y esposas, hijos e hijas, han sido reproducidos infinidad de veces en pinturas y en tapices, en plata y cerámica, mármol y bronce. Estoy convencida de que, antes de «la era de la reproducción mecánica», en el arte occidental había más imágenes de los emperadores romanos que de cualquier otra figura humana, a excepción de Jesús, la Virgen María y un puñado de santos. Calígula y Claudio siguen resonando a través de los siglos y los continentes con mayor potencia que Carlomagno, Carlos V o Enrique VIII. Su influencia traspasa la biblioteca o la sala de conferencias”, escribe Mary Beard en el Prefacio de Doce Césares, que publica Editorial Crítica en su Serie Mayor con traducción de Silvia Furió.

Espléndidamente editado en un espectacular volumen con magníficas ilustraciones, es un recorrido por dos milenios de la historia del arte, la política y la cultura a través de “la representación del poder desde el mundo antiguo hasta la actualidad”, como indica el subtítulo. Una representación con imágenes pictóricas, escultóricas, cinematográficas o numismáticas que desde la Roma imperial han dibujado el rostro del poder y le han adjudicado la cara de los emperadores romanos.

De Julio César a Vitelio, uno de los más representados, de Augusto a Nerón, de Tiberio a Vespasiano, los retratos de los doce Césares de las dinastías Julio-Claudia y Flavia, que gobernaron durante un siglo y medio y sobre los que escribió Suetonio en el siglo II un libro del mismo título, han mantenido vigentes unos modelos iconográficos que simbolizan el poder y el prestigio en la cultura occidental:

Después del Renacimiento europeo, las imágenes de los emperadores romanos, de las estanterías de los museos y de otros lugares, despertaron intensas pasiones a lo largo de varios siglos. Recreados en mármol y en bronce, en pintura y en papel, convertidos en figuras de cera, plata y tapices, reproducidos en los respaldos de sillas, en tazas de té de porcelana o en vitrales pintados, los emperadores importaban. En el diálogo entre presente y pasado, los rostros imperiales y las vidas imperiales se exhibieron alternativamente, e incluso de forma simultánea, como legitimadores del poder dinástico moderno, se cuestionaron como dudosos modelos o se condenaron como emblemas de corrupción. Igual que las imágenes controvertidas de nuestras modernas «guerras de esculturas», fueron objeto de debates sobre el poder y su descontento —y son un recordatorio útil de que la función de los retratos conmemorativos no es simplemente una celebración—. Pero sobre todo se convirtieron en modelos para representar a los reyes y aristócratas y a cualquiera que tuviese suficiente dinero para ser objeto de pintura o escultura. De hecho, el género de la retratística europea hunde sus raíces en aquellas diminutas cabezas de emperadores romanos de las monedas, igual que en los bustos y estatuas de gran tamaño. No se trata de una mera extravagancia de la moda que, por lo menos hasta el siglo XIX, tantas estatuas de aristócratas, políticos, filósofos, soldados y escritores luzcan togas o vestimenta militar romana.

A lo largo de dos milenios, artistas y gobernantes han utilizado el legado de esas imágenes cesáreas en pinturas, esculturas, monedas o tapices como una forma directa de exaltación y representación del poder, porque “la representación de los emperadores romanos inspiró a los antiguos artistas y artesanos, les proporcionó trabajo y, sin duda, en ocasiones y durante siglos, les aburrió o repelió. Era una producción a gran escala, miles y miles de imágenes, que se extiende más allá de aquellas cabezas de mármol o bronces”.

Representaciones que inundaron el Imperio con aquellos signos del poder, como en el caso de Augusto: “En el caso del emperador Augusto, que reinó durante cuarenta y cinco años, desde el 31 a. e. c. hasta el 14 e. c., dejando de lado monedas y camafeos y las numerosas identificaciones erróneas, el número de las imágenes contemporáneas o casi contemporáneas de mármol o bronce identificadas con bastante certeza halladas en todo el Imperio romano, desde España hasta Chipre, asciende a más de doscientas, además de unas noventa de su esposa Livia -que le sobrevivió-. Una conjetura razonable, y no puede ser más que eso, sitúa estas cifras en el uno por ciento, o menos, del total original, que quizás estuviera entre los veinticinco mil y cincuenta mil retratos de Augusto en total.”

Con abrumadoras muestras de erudición como esa, que nunca caen en la pedantería y con un tono muy narrativo que excede el propio de un estudio académico y se dirige a un público no especializado, Mary Beard ha levantado un ensayo monumental que va más allá de lo iconográfico, lo artístico o lo literario para convertirse también en un brillante estudio sobre el culto al poder y los signos visibles de su presencia propagandística en la sociedad, perpetuados en un proceso de conexiones imperiales desde las monedas o las esculturas hasta la pintura y el cine, porque -como explica la autora de SPQR y catedrática de Cambridge- “desde la antigüedad, las imágenes de los emperadores romanos han viajado por todo el mundo conocido, se han perdido, se han descubierto de nuevo y confundido unos con otros; no somos la primera generación que tiene dificultades a la hora de distinguir entre los rostros de Calígula y de Nerón. Los bustos de mármol se han esculpido una y otra vez, e incluso modificado, para convertir a un gobernante en el siguiente, y se siguen creando nuevos, incluso hoy en día, en un interminable proceso de copia, adaptación y recreación poco riguroso.”

Y así, desde la Antigüedad y a través del Renacimiento, desde los Medici hasta Napoleón, desde Roma hasta Oxford o París, desde Mantua a Madrid, se estableció lo que Mary Beard define como “un patrón para los monarcas modernos” con las esculturas de César y de Augusto, con poetas como Lucano o pintores como Tiziano en su serie de once Césares, en un itinerario iconográfico que llega hasta La dolce vita de Fellini o a la imagen de César en los cómics de Astérix y en sus adaptaciones cinematográficas.

“Las imágenes de los emperadores -se lee en el Epílogo- todavía nos rodean, en anuncios, periódicos y caricaturas, pero, podríamos decir, reducidas a abreviaturas banales cuyo alcance ha quedado restringido a unos pocos clichés comunes. Nerón y su «lira» es sin duda el más corriente y más fácilmente reconocible, pero hoy en día no es tanto una meditación sobre el poder, sino un símbolo listo para usar, desplegado para criticar a cualquier político que no esté centrado en los problemas reales del momento.”
 
Santos Domínguez

13 diciembre 2021

George Simenon en Anagrama & Acantilado

 





 
 George Simenon
El fondo de la botella.
 Maigret duda.
Tres habitaciones en Manhattan.
Traducciones de Caridad Martínez y Nuria Petit. 
 Anagrama & Acantilado. Barcelona, 2021.
 

Lo saben los que entienden de esto y lo intuyen los que lo degustan sin prejuicios de cultura impostada: el belga George Simenon (1903-1989) es uno de los grandes escritores del siglo XX y la serie del comisario Maigret, más allá de la mera condición de literatura de quiosco en que la encasillan los legos en materia literaria, es una muy meritoria construcción que, como la de Chandler en la literatura norteamericana, eleva el género negro a la dignidad de la creación artística.

García Márquez lo tenía por uno de los escritores más importantes del siglo XX, alguien tan refinado como Gide lo definió como “el novelista más grande y más auténtico”, Faulkner lo admiraba y alguien con tanta potencia intelectual como Walter Benjamín leía cada novela que publicaba. Y un dato incontrovertible añadido: Simenon es el autor en lengua francesa más traducido del último siglo.

Luego vendrían otros como Mankell, como Vázquez Montalbán, como Camilleri. Y criaturas literarias como Wallander, como Pepe Carvalho, como Montalbano y su indisimulado homenaje al novelista barcelonés. Son los herederos de Simenon, los discípulos de Maigret, esos fundadores.

Y por eso no es raro que dos acreditadas editoriales como Acantilado y Anagrama, que fundan su catálogo en la excelencia literaria, hayan emprendido una tarea de coedición de las novelas de Simenon con tres títulos fundamentales: El fondo de la botella; Maigret duda y Tres habitaciones en Manhattan, espléndidamente traducidas por Caridad Martínez las dos primeras y por Nuria Petit la tercera.

En una entrevista en Apostrophes, Simenon clasificaba sus casi doscientas novelas en dos grupos: las novelas policiacas y las ‘novelas duras’: “Las novelas policiacas -explicaba- tienen reglas. Esas reglas son como barandillas de escalera. O sea, que hay un muerto, uno o varios investigadores y un asesino, y, por tanto, un enigma. (...) Mientras que las novelas ‘duras’, como las llamo yo, son simplemente novelas sin barandilla.”

A esa última categoría pertenece El fondo de la botella, que inaugura la colección, una de las novelas americanas de Simenon. Ambientada en la frontera de Estados Unidos con México, es una novela sobre la culpa, el secreto y la traición a partir de la relación conflictiva entre dos hermanos, un prófugo irresponsable y un respetable abogado. Sobre el fondo del desierto de Arizona y el fondo de las botellas de bourbon, es una de las obras más potentes y amargas de Simenon.

Comienza con estos dos párrafos:

Tenía el vaso en la mano y miraba vagamente el fondo de whisky pálido que aún le quedaba. Podría decirse —y era sin duda verdad— que aplazaba el placer de apurar el último trago. Cuando finalmente se lo tomó, siguió un buen rato mirando fijamente el vaso. Dudaba antes de dejarlo en el mostrador, y de darle un empujoncito, de dos o tres centímetros. Bill, el barman, aunque parecía absorto en una partida de dados con unos cowboys, entendería la señal, porque estaba muy pendiente: siempre estaba muy pendiente, sobre todo tratándose de un cliente como P. M.

Está estupendamente organizado. Todo parece fortuito. Tus gestos son de lo más inocente del mundo, y, a fin de cuentas, eso te permite beber sin que lo parezca. Es como en la masonería, con signos que los iniciados entienden en todos los países del mundo.


Maigret duda,
una de las novelas más significativas de la serie policiaca. Ambientada en los círculos de la alta sociedad parisina, es una excelente muestra de la potencia narrativa de Simenon, de su agilidad narrativa y su habilidad para crear tramas detectivescas, de su precisión y su economía en las descripciones y los retratos o de su dominio magistral del diálogo.

Tres habitaciones en Manhattan, en torno a una pareja de solitarios desorientados y tristes, tiene resonancias del mejor cine americano de los años 50 y fue adaptada a la gran pantalla en 1965. Es una de las mejores demostraciones de la capacidad de Simenon para crear personajes vivos y tridimensionales, dotados de hondura psicológica y de comportamientos complejos.

“Lo que asombra de Simenon -ha señalado Muñoz Molina- no es que escribiera tantas novelas, sino el hecho de que prácticamente todas sean magníficas y de que además estén dotadas de algo equivalente a una sustancia adictiva, de una poderosa nicotina literaria en virtud de la cual el interés o la admiración del lector se convierten rápidamente en un hábito.”

Con estos tres títulos se ofrecen las tres primeras dosis. La adicción es inevitable.

Santos Domínguez


10 diciembre 2021

Kathleen Jamie. La casa en el árbol y otros poemas

  

Kathleen Jamie.
La casa en el árbol y otros poemas.
Traducción de Antonio Rivero Taravillo.
La fertilidad de la tierra. Navarra, 2021.


Detrás de mí, la tierra 
se estira hacia el Atlántico.
 
Y aunque estoy envenenado 
asfixiado en el pequeño cambio 
 
de la esperanza humana 
que diariamente me golpea 
 
mirad: aún sigo vivo; 
en realidad, soy brote.


Así termina ‘Árbol de los deseos’, el poema de la escocesa Kathleen Jamie que abre la antología bilingüe La casa en el árbol y otros poemas, publicada por La fertilidad de la tierra en su colección Tierra de sueños.

Preparada y traducida por Antonio Rivero Taravillo, la antología toma su título de La casa en el árbol, un largo poema que dio nombre también al libro de 2004 que se incluye íntegro en esta selección, junto con muestras de libros anteriores, como El modo en que vivimos, y posteriores como La renovación o La mejor compañía.

 La presencia constante de la naturaleza y una mirada que funde ecologismo e intimidad y se proyecta en temas como el tiempo, el recuerdo o el sentimiento recorren estos poemas, muestras de una poesía de la mirada, de una contemplación activa en la que lo vegetal y lo animal -árboles y pájaros, plantas y peces- es el lugar de encuentro de lo exterior y lo interior, del paisaje y la conciencia del mundo en que se habita.

Porque -escribe Rivero Taravillo en su prólogo 'Poesía y Naturaleza'- “la obra de Kathleen Jamie entra por la vista y el oído, y montes, ríos, playas, aves, ciervos se apoderan de los versos, no dejándolos caer en abstracciones. […] La capacidad de observación es fundamental para cualquier poeta, y Kathleen Jamie la posee plenamente, y la sabe transformar mediante la palabra, sin la cual la observación se agota en sí misma, en páginas tan hermosas, sugerentes y provocativas como estas.”

La mirada al mar de Escocia y al liquen de las tapias, al aliso y a la rana, al delfín y la golondrina sobre el fondo verde del paisaje escocés, su transfiguración poética en forma de imágenes visuales y auditivas muy plásticas son la expresión humana y verbal de la convivencia armónica con lo natural, del respeto al entorno, del asombro ante la naturaleza, como en este 'Relicario':

La tierra que habitamos se abre para revelar 
la mancha de antiguos asentamientos, 
fosas de la peste donde pondríamos 
nuestros cables de fibra óptica; 
 
pero mira este precario agosto 
las campanillas que echan su semilla, 
como minúsculos corazones en cofres 
lanzados a un campo de batalla.

Santos Domínguez 

08 diciembre 2021

Benoît Peeters: Valéry. Tratar de vivir

 


 Benoît Peeters.
 Valéry. Tratar de vivir.
 Traducción de Mateo Pierre Avit.
 Ediciones del Subsuelo. Barcelona, 2021.
 
Valéry se apaga poco después del final de la guerra, el 20 de julio de 1945. Cuatro días más tarde, llevan solemnemente su ataúd de la place Victor-Hugo a la del Trocadero antes de depositarlo sobre un catafalco elevado. El 25 de julio se celebra el funeral de Estado, a voluntad del general De Gaulle que, como Jean Moulin, lo leía y admiraba desde hacía tiempo. El mismo día, André Gide, su amigo durante cincuenta años, le rinde homenaje en la portada de Le Figaro: «La muerte de Paul Valéry no sólo enluta Francia; del mundo entero se eleva el lamento de todos aquellos a quienes llegó su voz. La obra permanece, es cierto, inmortal tanto como puede aspirar a serlo una obra humana y su proyección continuará extendiéndose a través del espacio y el tiempo».
La gloria de Valéry parece entonces tan asegurada como el olvido y casi el desdén en los que se encuentra hoy día. […]
Para la mayoría, Paul Valéry se ha convertido en sinónimo de monotonía, frialdad y aburrimiento. Apenas se lee. Parece que ya no da que pensar. […]
Este olvido de Valéry me entristece por lo injusto que me resulta. Es uno de esos autores, no tan numerosos, que nunca han dejado de acompañarme desde la adolescencia.

Cuando acaban de cumplirse los ciento cincuenta años del nacimiento de Paul Valéry el 30 de octubre de 1871, Ediciones del Subsuelo publica un magnífico libro de Benoît Peeters: Valéry. Tratar de vivir, al que pertenecen esas líneas, con traducción de Mateo Pierre Avit.

Peeters publicó hace más de treinta años Paul Valéry, une vie d’écrivain?, una primera aproximación a la vida y la obra de Valéry, que creo que sigue sin traducirse al español. No era más que un primer paso, como indica el biógrafo en el primer capítulo, ‘Por qué Valéry’:

“Paul Valéry, une vie d’écrivain? se publicó en 1989 y tuvo cierta repercusión.
No había terminado con Valéry. Casi cada vez que aparecía un nuevo libro acerca de él me apresuraba a comprarlo, incluso si dejaba para más tarde su lectura. Valéry continuaba formando parte de mí, más que Mallarmé por ejemplo. Sin embargo, no tenía por su obra la misma admiración que por las de Proust o Kafka. No lo releía sin cesar. Pero seguía siendo una figura familiar, como un compañero de viaje.
Lo retomo, pues, veinticinco años más tarde. Estoy más convencido que nunca: Paul Valéry no es lo que la posteridad ha hecho con él. Si bien muchos de sus poemas han envejecido, su poética sigue siendo fecunda. Sus prosas, soberbias, deparan múltiples sorpresas en los registros más variados. Y sus Cuadernos, de tono tan libre, tan moderno, están lejos de haber revelado todos sus secretos. Pero lo que me fascina personalmente, al menos tanto como su obra, es el propio Paul Valéry. Su itinerario vital me parece que propone una de las más fascinantes figuras de escritor que se puedan imaginar.”

Entre el estudio biográfico y la crítica literaria, con una admirable combinación de agilidad narrativa, rigor ensayístico y admiración por su obra y su personalidad, Benoît Peeters hace una intensa evocación de la vida oscura de Valéry, una lectura sutil de las claves poéticas y vitales de Valéry, un seguimiento de los temas que recorren su obra y una aproximación a su mundo intelectual y sentimental, reflejado en los miles de páginas de sus Cuadernos, a su ideología política, a su austeridad, a sus preocupaciones económicas, a su profesionalización (“la detestable profesión del hombre de letras”), a su glorificación como poeta nacional o a la disciplina que le llevaba a empezar a escribir diariamente a las cinco de la mañana.

Con un evidente impulso narrativo que renuncia a la erudición y a la meticulosidad del dato para acercarse a la persona y al escritor, las casi cuatrocientas páginas de Valéry. Tratar de vivir exploran el lado humano de un poeta al que habitualmente se le ha achacado su exceso de frialdad y formalismo, su tendencia a la abstracción, su cerebralismo.

Esa voluntad de indagar no sólo en la ambición intelectual, la actitud mística y la exigencia estética que sostiene su obra, sino sobre todo en el mundo afectivo y apasionado de un hombre gris, frágil y ardiente se destaca ya en la cita inicial que Peeters ha situado al frente de su obra. Unas frases de Mélange en las que Valéry escribe:

He aquí un hombre que se presenta ante usted como racionalista, frío, metódico, etc. Supongamos que es todo lo contrario y que lo que parece es el efecto de su reacción a lo que es.

Y en uno de sus últimos escritos, pocas semanas antes de morir, afirmaba “concebir como nadie lo ha hecho el papel extraordinario que el amor absoluto puede desempeñar en las creaciones de la mente. [...] Esta alianza admirable fue mi única ambición en este mundo.”

A esa luz del corazón y de la abundante correspondencia de Valéry aborda Benoît Peeters episodios decisivos en su vida y su obra, como la crisis de “la noche de Génova”, que en octubre de 1892 lo haría huir de lo sentimental y lo apartaría durante más de veinte años de la poesía y los afectos, a los que renacerá en 1917 con La joven Parca.

Se suceden así en los capítulos breves del libro su matrimonio con la enfermiza Jeannie Gobillard, la relación con  sus cuatro amantes y la desilusión de un amor final que precipitó su muerte, el encuentro decisivo con Pierre Loüys, la amistad con Huysmans, Marcel Schwob o André Gide, su admiración por Mallarmé, que le reconoció “el don de la sutil analogía, con la música adecuada”, o sus relaciones conflictivas y finalmente rotas con Breton y Aragon y sus círculos literarios, que trazan un panorama global sobre el telón de fondo de la evolución de las tendencias literarias en la Francia de la primera mitad del XX.

“El viento se levanta. Es preciso tratar de vivir” es el verso del Cementerio marino de Valéry del que toma su título el libro, del que escribe Peeters: “Lejos de la homogeneidad de la biografía clásica, mi evocación de la trayectoria valeriana oscilará constantemente entre la cronología y la temática. Unas veces, propondré un cuadro, el detalle de un momento clave: la estancia en Londres de 1896, la muerte de Mallarmé, la escritura de La joven Parca, el encuentro con Catherine Pozzi... Otras, insistiré en un motivo, la continuidad de un tema: los intentos de clasificación de los Cuadernos, la afición a las ciencias, el compromiso europeo... Mencionaré por supuesto el surgimiento de los principales proyectos, las circunstancias de su elaboración, las vicisitudes de su recepción. Cuando la obra de Valéry está a punto de pasar a dominio público, me gustaría dar nuevas razones para interesarse por ella y sugerir algunos caminos para aventurarse en ella. Pero primero quiero rastrear en estas páginas la historia de un hombre. Para Paul Valéry, «Tratar de vivir» no fue sólo la mitad de un verso.”

Paul Valéry dejó a su muerte 261 cuadernos que había empezado a escribir en 1894 como resultado de una crisis de creatividad, aquella “noche de Génova” que le llevó a pensar que no estaba a la altura de Rimbaud o Mallarmé y a abandonar temporalmente la poesía. Se publicaron póstumos en edición facsímil de 29 tomos y 26.600 páginas que son el testimonio de su curiosidad intelectual y su voluntad de conocimiento, su idea de que frente a la inteligencia y al instinto, se debe buscar la armonía que conjugue lo racional y lo instintivo, lo sensible y lo intelectual.

Seguramente por eso hay en este ensayo más atención a la obra en prosa de Valéry que a su poesía, a obras como La joven Parca o El cementerio marino, en las que la ética de la forma hace de la creación poética un medio de expresión de lo inefable a partir de una tensión sostenida entre contrarios: el fondo y la forma, el tiempo y la eternidad, la tierra y el cielo, el cuerpo y el alma, el ser y la nada.

Y 'nada', rien, parece que fue la última palabra que pronunció antes de morir el 20 de julio de 1945. Para entonces era un firme candidato al Nobel y se le consideraba el mejor poeta francés del siglo XX.

“Valéry -escribe Benoît Peeters- no es sólo un gran escritor; es el autor de una obra intelectual de primer orden.”

Fue enterrado con honores de estado en el cementerio marino de Sète, en la costa mediterránea, donde había nacido setenta y cuatro años antes y donde un día proyectó largamente su mirada sobre la calma de los dioses.

Santos Domínguez

06 diciembre 2021

Jeremy D. Popkin. El nacimiento de un mundo nuevo

 

 


Jeremy D. Popkin.
 El nacimiento de un mundo nuevo.
 Historia de la Revolución francesa.
 Traducción de Ana Bustelo Tortella.
 Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2021.


“Más de doscientos años después de los dramáticos eventos que comenzaron en 1789, la historia de la Revolución Francesa sigue siendo relevante para todos los que creen en la libertad y la democracia. Cada vez que se producen movimientos por la libertad en cualquier parte del mundo, sus partidarios afirman estar siguiendo el ejemplo de los parisinos que asaltaron la Bastilla el 14 de julio de 1789. Cualquiera que lea las palabras de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, publicada en agosto de 1789, reconocerá inmediatamente los principios básicos de libertad individual, igualdad jurídica y gobierno representativo que definen las democracias modernas. Sin embargo, cuando pensamos en la Revolución francesa, también recordamos los violentos conflictos que enfrentaron a los que participaron en ella y las ejecuciones en la guillotina. Asimismo, recordamos el ascenso al poder del carismático general cuya dictadura acabó con el movimiento”, escribe Jeremy D. Popkin en el prefacio de la magnífica Historia de la Revolución francesa que con el título El nacimiento de un mundo nuevo publica Galaxia Gutenberg con traducción de Ana Bustelo Tortella.

Con un epígrafe de apertura de Saint-Just -“La fuerza de las cosas quizás nos ha llevado a hacer cosas que no previmos”-, que resume cómo los acontecimientos se precipitaron, porque las acciones tienen consecuencias indeseables, como advirtió Tocqueville, esta nueva Historia de la Revolución francesa es un potente relato hecho desde dentro, para el presente y para un público amplio, de uno de los acontecimientos más trágicos y más decisivos de la historia de la humanidad y de su legado en el mundo moderno y en los desafíos del mundo contemporáneo. 

Desarrollada en torno a los ideales de igualdad y libertad, la Revolución Francesa fue el laboratorio en donde se pusieron las bases del mundo contemporáneo con toda su conflictiva mezcla de matices positivos y negativos. Un episodio central en el que muchos de los acontecimientos convergentes generaron su propia dinámica conflictiva, a veces incontrolable, en la que hunden sus raíces los populismos y los nacionalismos, el feminismo y el abolicionismo.

Un relato construido para un público amplio a base de hechos y de retratos que arrancan de una inolvidable comparación de las vidas paralelas de Luis XVI y el vidriero Jacques-Louis Ménétra, que son el punto de partida de un recuento cronológico y coral de la revolución, con sus luces y sus sombras, con sus conquistas y sus abusos, con la Declaración de los derechos humanos y la dictadura del Terror, con voces que no son sólo las de sus protagonistas -Luis XVI, Mirabeau, Marat, Danton o Robespierre-, sino también las de personas anónimas para la historia:

Es imposible describir en términos simples a casi ninguno de los cientos de personajes que los lectores encontrarán en estas páginas. Luis XVI y María Antonieta no podían comprender los principios revolucionarios de libertad e igualdad, pero estaban comprometidos de verdad con lo que creían que era su deber de defender las instituciones establecidas de la nación. Destacados líderes revolucionarios, desde Mirabeau a Robespierre, abogaron por principios admirables, pero también aprobaron medidas con un alto costo humano en nombre de la Revolución. Los hombres y mujeres comunes fueron capaces tanto de actos de valor, como el asalto a la Bastilla, como de actos de crueldad inhumana, incluyendo las matanzas de septiembre de 1792. Ciertamente, todos los participantes podrían haber estado de acuerdo al  menos en una cosa: la verdad de las palabras de un joven legislador revolucionario, Louis-Antoine de Saint-Just, cuando afirmó que «la fuerza de los acontecimientos nos ha llevado, quizá, a hacer cosas que no habíamos previsto».
 
Con una mezcla de historia política tradicional y de enfoque innovador que atiende también a lo intrahistórico, Popkin aborda el proceso que llevó del absolutismo a la revolución, del auge revolucionario que sentó los principios fundamentales de la democracia moderna a la crisis política, al choque entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, al autoritarismo y los excesos dictatoriales del Terror, a la reacción y al bonapartismo. 

Una sucesión vertiginosa de acontecimientos que se precipitaron en el paso de una monarquía a la deriva al levantamiento de la nación en armas, de los Estados Generales a la Asamblea Nacional, y de ahí a discrepancias internas e insurrecciones, a la dictadura y el viraje de Thermidor, a la muerte lenta de la República y la aparición de Napoleón.

Popkin construye así, con voluntad narrativa y rigor histórico, una panorámica de personajes y acontecimientos que da lugar a un relato absorbente, construido desde dentro, desde la perspectiva de los protagonistas, famosos o desconocidos. El resultado es una narración coral y cronológica de una época turbulenta y creativa, un brillante recuento que lleva al lector al centro de los hechos a través del contacto con el dia a dia público y privado de los personajes que protagonizaron o sufrieron uno de los episodios más dramáticos y decisivos de la historia de la humanidad. Así lo resume Popkin:

El hecho de que la Revolución francesa siga siendo relevante hoy día no significa que los eventos de 1789 sean simples o que puedan ofrecer respuestas claras a las preguntas de nuestros días. La nueva forma de ver algunas cuestiones, como el papel que tuvo la mujer en la Revolución, los debates de los revolucionarios sobre la raza y la esclavitud, y la forma en que la política revolucionaria prefiguró los dilemas actuales de la democracia, pueden darnos una visión diferente del movimiento, pero el mensaje de la Revolución y sus consecuencias siguen siendo ambiguos. La libertad y la igualdad significaban cosas muy distintas para diferentes personas en ese momento, como sigue ocurriendo desde entonces. Una de las lecciones más relevantes de la Revolución, primero impulsada por el crítico conservador Edmund Burke, y articulada con más fuerza por el gran teórico político del siglo XIX Alexis de Tocqueville, es que las acciones tienen, inevitablemente, consecuencias no deseadas. Sin embargo, una lección igual de importante es que a veces es necesario luchar por la libertad y la igualdad, a pesar de los riesgos que conlleve el conflicto. El respeto por los derechos individuales inherentes a los propios principios de la Revolución nos obliga a reconocer la humanidad de quienes se opusieron a ella, y también a tener en cuenta las opiniones de quienes pagaron un precio por quejarse de que el movimiento no siempre cumplía sus propias promesas. A pesar de sus defectos, la Revolución francesa sigue siendo una parte vital de la herencia de la democracia.

 
Santos Domínguez




03 diciembre 2021

Quinientos epigramas griegos

 


Quinientos epigramas griegos.
Edición bilingüe de Luis Arturo Guichard.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2021.


 Como “uno de los géneros más longevos y productivos de toda la literatura griega” define el epigrama Luis Arturo Guichard en la introducción de su edición bilingüe y anotada de Quinientos epigramas griegos en Cátedra Letras Universales. 
 
La brevedad y la concentración expresiva, la precisión y la agudeza son algunos de los rasgos característicos de estas composiciones cortas -habitualmente entre cuatro y ocho versos-, que tienen un origen funerario o votivo y que se convirtieron en un género poético autónomo de gran variedad temática, si bien predominan los de carácter erótico o satírico. 
 
 Espléndidamente comentados en las quinientas notas finales, los quinientos epigramas de esta antología bilingüe, la más extensa en español, muestran el desarrollo del género a lo largo de casi un milenio, entre el siglo III a. C. y el VI d. C. 
 
Precisamente la antología ha sido la vía de conservación de esta modalidad poética transmitida exclusivamente por escrito, desde su origen inscripcional, porque se destinaba a la estela funeraria o a la ofrenda del exvoto. Y así, los catorce libros de la Antología Palatina, con casi cuatro mil epigramas, y los siete libros de la más breve Antología Planudea, con unos dos mil cuatrocientos, se reunieron en la recopilación conocida en época moderna como Antología Griega, que contiene el corpus fundamental del epigrama clásico. 
 
 “A fecha de hoy -señala Luis Arturo Guichard- tenemos unos 4500 epigramas griegos, de unos 400 autores, y contando entre ellos casi 600 anónimos. En mi selección hay, pues, más o menos un 10 % del total de epigramas y de autores. Estoy seguro de que aumentar ese porcentaje no cambiaría la impresión general que se hace el lector, pero sí cambiaría la naturaleza del libro, volviéndolo más de consulta que de lecturas.” 
 
Se ofrece así una mirada panorámica al epigrama desde la época helenística a la imperial y la tardoantigua, con muchos textos anónimos y otros de autores conocidos como Calímaco, Meleagro, o Dioscórides, autor de este epigrama funerario sobre Tespis y la tragedia arcaica: 
 
Aquí yace Tespis, el primero que modeló el canto trágico 
y novedosos deleites para los campesinos,
cuando Baco conducía un coro estruendoso y el premio 
era aún un macho cabrío y una cesta ática de higos.
Si los jóvenes lo modelan de otro modo, sus innovaciones 
se verán con el tiempo; pero las mías, mías son.

Muy distinto es este encendido epigrama amoroso de Asclepíades:

Con su palmito me sedujo Dídime y yo, ay de mí,
me derrito como cera junto a la llama viendo su belleza.
¿Y qué si es negra? También los carbones. Y cuando
los encendemos resplandecen como cálices de rosas.

 
Este otro, de Antífilo, sobre la fragilidad de la vida:

Estaba llegando a mi patria. «Mañana», pensé,
«terminará para mí este largo viaje».
No había cerrado los labios, cuando el mar
se volvió el Hades y esa breve palabra me arruinó.
Guardémonos de decir la palabra «mañana»: ni siquiera
las minucias escapan a Némesis, enemiga de la lengua.


O estos dos de Lucilio, contra los poetas y gramáticos a tiempo completo:

Conoces las reglas de mis cenas. Hoy te invito,
Aulo, a un banquete con reglas especiales.
Ningún poeta que asista recitará, ni importunarás
o serás importunado con cuestiones gramaticales.


Y contra el peor atleta de pentatlon:

Ningún competidor ha sido derribado más rápidamente
ni ninguno ha corrido más lentamente en el estadio;
con el disco no me acerqué a la línea, nunca tuve fuerzas
para levantar los pies en el salto
y un tullido lanza mejor la jabalina. Fui el primero
en ser proclamado el último en las cinco pruebas.


Santos Domínguez

01 diciembre 2021

El Crotalón

 

 
Cristóbal de Villalón.
Crotalón.
Edición de Alfredo Rodríguez López-Vázquez.
 Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2021.

El Crotalón es uno de los libros imprescindibles de la prosa renacentista española. Lo publicó a mediados del siglo XVI Cristóbal de Villalón amparándose en el seudónimo Cristóforo Gnofoso (‘El que ilumina en la oscuridad) y ocultando su lugar de nacimiento en la portadilla de la primera edición, cuando se declaraba “natural de la ínsula Eutrapelia, una de las Ínsulas Fortunadas.”

En esa portadilla se añadía su filiación literaria lucianesca al anunciar que en el libro “se contrahaze aguda y ingeniosamente el sueño o gallo de Luçiano, famoso orador griego.”

Como en tantas obras y autores fundamentales de la literatura española del primer Renacimiento, del Lazarillo a Fray Luis de León, de Juan de Valdés a Casiodoro de Reina, tan conflictivos como brillantes, hay en su raíz y en su desarrollo una suma de humanismo y de heterodoxia, de reformismo religioso y sátira social, de erasmismo anticlerical y crítica moral de las costumbres.

De ahí la oscuridad defensiva que Villalón, teólogo y gramático, proyectó sobre su autoría cuando publicó la obra en 1555 en Amberes, una de las patrias del Lazarillo, que había aparecido un año antes.

El Crotalón sigue la línea de los diálogos renacentistas, un género heredero de Luciano de Samosata y revitalizado por Erasmo de Rotterdam en sus Colloquia. Un género frecuente en el humanismo erasmista que dio en España frutos tan admirables como el Diálogo de la lengua, el de Mercurio y Carón o el Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, de los hermanos Alfonso y Juan de Valdés, el Crotalón se plantea como un diálogo satírico entre el zapatero Micilo y el lucianesco gallo Pitágoras, lo que justifica que los veinte capítulos en los que se organiza se denominen “cantos”.

Se suceden en sus páginas, en las que resuenan también ecos de la novella italiana y de la Batracomiomaquia atribuida a Homero, la crítica social y la denuncia de la corrupción eclesiástica, las notas costumbristas y las reflexiones filosóficas en el diálogo entre un sabio -el gallo, que ha conocido en sus muchas metamorfosis diversas condiciones humanas- y un ignorante que va adquiriendo sabiduría por efecto de ese crótalo que se invoca en el título como despertador de las conciencias.

En el último capítulo aparece un nuevo interlocutor, Demophon (“la voz del pueblo”, etimológicamente), que visita a su vecino, el zapatero Micilo, tras la muerte ritual del gallo. En ese diálogo final, el más explícito en su crítica, se leen líneas como estas:

¿En qué lugar por pequeño que sea se consentirá o disimulará lo mucho ni lo muy poco que se disimula y sufre aquí?, ¿dónde hay tanto juez sin justiçia como aquí?, ¿dónde tanto letrado sin letras como aquí?, ¿dónde tanto executor sin que se castigue la maldad?, ¿dónde tanto escribano ni más común el borrón? ¿Que no hay hombre de gobierno en este pueblo que trate más que su proprio interés, y cómo más se aventajará? Por esto permite Dios que vengan unos zarlos, o falsos prophetas que con embaymientos, aparençias y falsas demostraçiones nos hagan entender qual quiera cosa que nos quieran fingir.

Sobre Cristóbal de Villalón, “un humanista cristiano heterodoxo”, y sobre el Crotalón, su génesis, su arquitectura narrativa y los enigmas de su prólogo ha escrito Alfredo Rodríguez López-Vázquez un magnífico estudio introductorio que abre su edición de la obra en Cátedra Letras Hispánicas.

En él, a partir de un sutil escrutinio lingüístico, atribuye la autoría del libro al párroco de Santa Eulalia de Tabara, teólogo por la Universidad de Alcalá de Henares, uno de los núcleos erasmistas en la España del XVI, y no al catedrático de igual nombre en la Universidad de Valladolid, autor del Scholastico y la Ingeniosa comparación.

Así resume en su introducción Alfredo Rodríguez López-Vázquez el sentido del libro, compendiado en el último discurso del gallo: “Se trata de un discurso moral nucleado por tres ideas centrales: la decadencia de la conducta humana al alejarse de la verdadera naturaleza de la libertad; la vanidad y engaño de las cosas de la vida; el abandono del ocio que conduce a la miseria. […] Se trata de un discurso moral basado en un humanismo cristiano que fustiga el vicio y el ocio y que muestra el camino del bien común, basado en el rechazo al ocio y a la vanidad social. Un discurso de regeneración moral de la sociedad y de las conductas humanas […] afín al pensamiento de la reforma, pero compatible también con las teorías del pensamiento renovador de innovadores morales como Ignacio de Loyola, los hermanos Valdés o Bartolomé de Carranza.”

Santos Domínguez

29 noviembre 2021

Otoñal y barojiana




 Miguel Sánchez-Ostiz. 
Otoñal y barojiana.
Chamán Ediciones. Albacete, 2021.

“¿Me gusta Baroja? Digamos que su obra literaria no me arrebata. Para mí el mayor atractivo está en su personalidad, cuyos rasgos aparecen de manera decidida o enmascarada en casi todas sus páginas literarias a modo de forzoso personaje literario que asoma aquí y allá. Baroja fue de la confesión, involuntaria unas veces y tímida otras, al autorretrato sesgado, de la aparición extemporánea al testimonio inevitable de quien toma partido en su época casi a la fuerza. Baroja, en escena, entre el señor particular, con ese perfil psicológico que hasta puede resultar patológico, aunque no pase de ser el de una persona que cometió el error de hablar en exceso de sí mismo, de sus luces y sus sombras, y el personaje literario o novelesco que el tiempo y sus propias puestas en escena perfilan”, escribe Miguel Sánchez-Ostiz en uno de los textos de Otoñal y barojiana, una espléndida recopilación de ensayos y conferencias inéditas sobre “el autor, su obra y las aguas cenagosas que le rodean” que publica Chamán Ediciones

 Una reunión de trabajos dispersos -“ensayos, prólogos, conferencias, artículos de ocasión”- que “estaban acabando en el chirrión de lo inexistente” y “con el tiempo se han hecho raros o son inéditos. Casi todos son anteriores al año 2007 y guardan un cierto orden cronológico de escritura. Se verá que he pasado del entusiasmo a la decepción, y a algo más que a la decepción, a la repulsión, tanto por el autor y su obra como por el mundo de los barojianos, esos que exorcizó, de manera tan sagaz como inútil, Luis Martín Santos en un ensayo de referencia.” 

La Pamplona de la infancia y adolescencia de Baroja y su reflejo novelístico; la Navarra del Bidasoa como “una encrucijada inevitable” en su vida y su obra; la casa de Itzea en Vera; el Madrid barojiano; su pensamiento, asistemático pero coherente, expresado como un “breviario filosófico” a través de sus personajes mayores en obras centrales y autobiográficas como Camino de perfección o El árbol de la ciencia; la guerra civil y la posguerra; la fauna barojiana y sus escenarios; un Baroja a contrapelo y siempre en escena, contándose a sí mismo o a disposición de sus biógrafos; sus novelas crepusculares; la cofradía de los incondicionales, esa “jarca barojiana”, guardianes de la ortodoxia del culto, o la construcción de una identidad en sus obras autobiográficas son algunos de los temas que trata en estos ensayos Miguel Sánchez-Ostiz, el más antibarojiano de los barojianos, que proyecta en estas páginas una mirada muy crítica, demoledora a veces, sobre la obra y la figura de Baroja, porque “a cierta edad las devociones aburren, aunque sepa que no compartirlas no trae más que disgustos. Veo este trabajo como un definitivo «adiós a todo eso», que va mucho más allá de Baroja, eso espero, porque se ha hecho tarde y ya oscurece. Sé que estas páginas me van a acarrear enconos y hostilidades. Ya poco me importa. Como digo, a cierta edad, esta, la mía, no estoy para devociones, cuadrilleos y para marcar el paso con nadie ni con nada.”

Pese a todo Sánchez-Ostiz reconoce que “nos encontramos ante un enigma literario y ante la fuerza y el vigor que de una manera o de otra desprenden tanto su obra literaria como los rasgos de su biografía literaria. Estamos ante un personaje literario, construido entre el propio autor y sus lectores, y ante una persona dotada de una personalidad compleja y notable, nada común. Baroja destacó en su época y destaca ahora, por muchas sombras que tenga.”

Santos Domínguez 

26 noviembre 2021

Luis Alberto de Cuenca. Por fuertes y fronteras

 

 
Luis Alberto de Cuenca.
Por fuertes y fronteras.
Edición de Rodrigo Olay Valdés.
Reino de Cordelia . Madrid, 2021.

«No te quejes», escucho. «No te quejes»,
repite una y mil veces el gallo. Son las cinco
de la mañana. Estoy medio dormido.
«Quiquiriquí», tendría que cantar ese gallo,
pero canta otra cosa. ¡Ya puede prepararse
si me levanto y salgo! «No te quejes»,
insiste, «no te quejes», cada vez con más ganas.
Lo ha conseguido. No me quejaré.
¿De qué sirve quejarse?

Ese poema -'El canto del gallo'- abre la sección inicial (Animales domésticos) de Por fuertes y fronteras, un libro central en la obra de Luis Alberto de Cuenca que acaba de publicar Reino de Cordelia con edición de Rodrigo Olay Valdés.

Sigue creciendo así La biblioteca de Luis Alberto de Cuenca con la incorporación de este que es “uno de los libros más duros y desolados” del autor, como destaca Rodrigo Olay en la minuciosa propuesta de lectura que resume en el prólogo de esta edición.

Lo confirman poemas como esta Advertencia al lector:

Oyendo a Dinah Washington -son las diez de la noche
de un veintitrés de octubre- , se me ocurre decirle
al presunto lector de mi «literatura»
que procure evitarla como se evita a un huésped
molesto -un erudito, una rata en el baño- ,
y que si, por alguna razón que se me escapa,
quiere seguir leyendo, que entienda lo que lee
como lo que es: un grito (o un susurro) de angustia
y soledad.


Desde La caja de plata (1985) Luis Alberto de Cuenca había pasado de lo oscuro a lo claro para hacer compatible cultura y claridad en esa estética de línea clara que procede de la terminología del cómic y que se convirtió en una seña de identidad de la poesía del autor, hasta el punto de que ese, Linea chiara, era el título de la edición italiana de su poesía que se publicó en Bari en el año 95.

El año siguiente, en 1996, apareció la primera edición de Por fuertes y fronteras, que culminaba esa etapa central en la que se funden cultura y vida, comunicación y conocimiento, lenguaje poético y lenguaje cotidiano para dar lugar a una poesía figurativa que tiene sus referencias temáticas en asuntos como el amor, la memoria o la amistad, su marco espacial en los ambientes urbanos y sus modelos formales en la narratividad y el hiperrealismo.

Realidad y deseo, memoria y presente, lenguaje coloquial y alusiones cultas, vida y arte, experiencia y literatura dan las claves de una poética de la fusión que se canaliza en un cambio de tono y de sujeto poético, en el paso del culturalismo a una desenvoltura mundana compatible con el clasicismo. Fusiones que integran en una síntesis enriquecedora el cómic y la poesía helenística, a Euforión de Calcis y a Tintín, el jazz y la canción de gesta, y a Guillermo de Aquitania con Gerard de Nerval.

Rodrigo Olay resalta en su prólogo la narratividad coloquial de esta poesía que “podría verse como el cantar de gesta fragmentario del que es capaz un neotérico como él, que veló sus armas en el estudio y traducción de Calímaco: un cantar de gesta, eso sí, que integrase lírica, clasicismo, vanguardia, sutiles pastiches y directos epigramas. De ahí una visión matinal del mundo -a la que va asociado su «neoclasicismo feroz»- que los años no han llegado a ensuciar de «angustias y zozobras», y de ahí su aspiración, en fin, a la epopeya urbana.”

Poesía de línea clara y tono oscuro, porque la gravedad tonal se intensifica en Por fuertes y fronteras, un libro cuya meditada estructura narrativa de seis secciones con diez poemas cada una, sujeta a un hilo argumental y a un tiempo unitario, transcurre en una jornada, entre el canto del gallo y la puesta de sol y narra una experiencia de crisis que en la última parte (Paisaje después de la batalla) muestra un acusado sentido elegíaco.

La angustia y el desengaño, el desamparo y la soledad son los motores de una búsqueda interior, de un itinerario ascético de depuración espiritual y estilística que se levanta sobre los sueños perdidos, de integración fructífera, en suma, de literatura y vida, como en el desolado Brindis final, que termina con este verso de afirmación elegíaca:

¡Larga vida al fantasma del recuerdo!

Santos Domínguez

24 noviembre 2021

Emilia, Borriquita... (Cartas que no escribió Galdós)

 

José Ramón Fernández.
Emilia, Borriquita...
 (Cartas que no escribió Galdós).
Reino de Cordelia. Madrid, 2021.

“Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán empezaron a escribirse en 1883. Fueron amigos, fueron amantes, fueron amigos..., su relación epistolar puede seguirse, a través de casi un centenar de cartas escritas por Emilia, hasta al menos 1915. Si de ella se conserva casi un centenar, de él solo se conserva una. En el año del centenario de la muerte del escritor, se ha especulado sobre la posibilidad de que esas cartas no se perdieran, que podrían aún, en cualquier momento, salir a la luz. Puedo asegurarles que no son estas que tiene usted en sus manos. 
 La tarea que se me encargó consistía en adaptar las cartas escritas por doña Emilia y escribir las cartas perdidas por don Benito. Se trata, claro, de una ficción. Nadie sabe nunca lo que pasa entre dos personas en una habitación, salvo esas dos personas. Por más que todo lo que he escrito está muy documentado —ese aspecto de la escritura es, para mí, casi una enfermedad—, estamos hablando de una obra de ficción. En ella he querido reflejar la amistad de muchos años de estos dos gigantes de nuestra Literatura, además de la relación amorosa que ha llamado la atención de algunos medios de comunicación sobre estas cartas”, escribe José Ramón Fernández en el prólogo de Emilia, Borriquita... (Cartas que no escribió Galdós), que publica Reino de Cordelia con ilustraciones de Gala Fernández Montero.
                    
El proyecto, como explica su autor en el prólogo, estaba destinado a una lectura dramatizada, “una lectura pública el 11 de mayo de 2020, dentro de los actos que recordaban el centenario de la muerte del novelista. Aquella lectura no se pudo realizar por la pandemia, pero se llevó a cabo finalmente “el 24 de noviembre, en el Teatro Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes con el título Amado compañero, dulce vidiña. Pérez de la Fuente contó con dos actores extraordinarios, José María Pou y Gloria Muñoz.”  
                  
Era una versión reducida de las cartas inventadas de Galdós que se recogen en este volumen y de las cartas -estas sí reales- de Pardo Bazán al novelista. Sólo figura aquí una carta real, la primera, del 5 de abril de 1883, la única que se conserva de las que Galdós envió a Emilia Pardo Bazán. Las demás son ficticias y se inspiran o se apoyan, además de en las cartas de la novelista -esas sí conservadas-, en la muy abundante correspondencia de Galdós a sus amantes o a amigos como Pereda y Clarín. 

 Con todos esos elementos, José Ramón Fernández construye una novela epistolar que tiene como centro la relación amorosa y literaria entre Galdós y la autora de Los pazos de Ulloa, pero que es más que eso: una original aproximación al mundo galdosiano llena de referencias a sus libros, a los de Pardo Bazán o a La Regenta, a los lugares madrileños en los que discurrió su vida y transcurren sus novelas, a sucesos de su época, a personajes reales o a los de sus novelas, a detalles históricos y ambientales para construir un peculiar homenaje a dos novelistas fundamentales de los que se cumplen en estos dos años los centenarios de su muerte.

Santos Domínguez 

22 noviembre 2021

Canción del ocaso


Lewis Grassic Gibbon.
Canción del ocaso.
Traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez.
Trotalibros. Andorra, 2020


Las tierras de Kinraddie las ganó un joven noble normando, Cospatric de Gondeshil, en tiempos de Guillermo el León, cuando los grifos y otras bestias semejantes todavía recorrían la campiña escocesa y la gente se despertaba en sus camas al oír a los niños gritando porque un enorme lobo que había entrado por una ventana cubierta por un pellejo les estaba rajando el cuello. Una de esas bestias tenía su guarida en la cañada de Kinraddie, y de día se tumbaba en los bosques, y su asqueroso hedor se olía por todo el campo, y en el ocaso algún pastor lo veía con sus grandes alas medio plegadas sobre su enorme barriga, y su cabeza, que era como la de un gran gallo, pero con orejas de león, se asomaba vigilante por encima de un abeto. Y se comía ovejas, hombres y mujeres, y sembraba el terror, y entonces el rey dijo a sus heraldos que ofrecieran una recompensa a aquel caballero que acudiera y pusiese fin a las maldades de la bestia. 
Y así el noble normando, Cospatric, que era joven y sin tierras, valiente y con buena armadura, se montó en su caballo en la ciudad de Edimburgo, y desde esos lejanos lares del sur subió al norte atravesando el bosque de Fife, adentrándose en los pastos de Forfar y pasando por la Gran Piedra de Aberlemno, la que se erigió cuando los pictos derrotaron a los daneses; y en ella se detuvo y contempló las figuras, en su momento brillantes y entonces apenas desvaídas, de los caballos y las cargas, y la derrota aplastante de esos toscos extranjeros. Y tal vez rezara una breve oración ante esa piedra y luego siguiera hacia los Mearns, pero la historia no cuenta más de su recorrido a caballo, salvo que al final llegó a Kinraddie, un lugar atormentado, y le dijeron dónde dormía el grifo, allá abajo en la boscosa cañada de Kinraddie. 
 
 Así comienza el Preludio -El campo sin arar- de Canción del ocaso, la novela de Lewis Grassic Gibbon que publica Trotalibros Editorial con traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez. 
 
Apareció en 1932 y es la primera parte de la Trilogía escocesa de James Leslie Mitchell (1901-1935), el escocés que publicaba con el seudónimo Grassic Gibbon y que -como escribe Jan Arimany en la nota inicial- “combinaba en sus historias el flujo de conciencia, el realismo social y un lirismo genuinamente escocés. Su Trilogía escocesa, de la que Canción del ocaso (1932) es la primera parte, se ha erigido en una obra cumbre de la literatura escocesa del siglo XX y fue elegida como el libro favorito de los escoceses en una encuesta de la BBC.” 
 
 La parte central de la novela, La Canción, está construida alrededor de la figura de su joven protagonista Chris Guthrie, y se organiza en cuatro fases cronológicas -La arada, La siembra, La germinación y La cosecha- que son el reflejo metafórico del proceso de formación, crecimiento y maduración de la protagonista, escindida entre sus intereses intelectuales y la atracción por la tierra, hasta ese ocaso que significó la Primera Guerra Mundial como fin de una época. 
 
Ambientada en la imaginaria comunidad rural de Kinraddie, es un compendio de tradiciones y paisajes escoceses con un fondo de relaciones conflictivas entre lo escocés y lo inglés, entre la vida rural y la intelectual, entre el catolicismo y el protestantismo, entre la tradición y la modernidad. 
 
 Con una mezcla de costumbrismo rural y de lirismo nostálgico, Grassic Gibbon la escribió lejos de Escocia, en Welwyn Garden City, “una tranquila ciudad jardín de Hertfordshire, Inglaterra -recuerda el editor en su amplia nota final-. Sin duda se inspiró en su infancia en la comunidad rural de Arbuthnott, en los Mearns, para crear Kinraddie, este pueblo que, como un Macondo escocés nacido entre la bruma de la leyenda, ya lo sentimos como propio, incluso antes de conocer a la protagonista de la historia. Desde una aburrida y bonita ciudad jardín, Gibbon escribió una historia inmortal, un clásico atemporal, el libro favorito de los escoceses.”


Santos Domínguez 



19 noviembre 2021

Francisco Brines. Donde muere la muerte


Francisco Brines.
Donde muere la muerte.
Tusquets. Barcelona, 2021.

“Lector, tú eliges tus poetas. Espero que tu sombra me aloje. Es sólo mi deseo, porque tan sólo así sabré saberme sido”, escribe Francisco Brines para cerrar su ‘Brevedad de la vida’, el poema en prosa que abre su póstumo Donde muere la muerte, que publica Tusquets en sus Nuevos textos sagrados. 

 Una despedida demorada durante el cuarto de siglo largo transcurrido desde que en 1995 apareció La última costa. Despedida y resumen, cifra en la que se compendian las claves temáticas de su poesía: la memoria familiar y espacial, vinculada a la casa de Elca, el sentimiento del tiempo, la soledad y la desolación, el temblor de la vida y la concepción de la poesía como forma de conocimiento: “Estimo particularmente, como poeta y lector -explicaba Brines- aquella poesía que se ejercita con afán de conocimiento, y aquella que hace revivir la pasión por la vida. La primera nos hace más lúcidos, la segunda, más intensos.”

Esas dos líneas en las que se cruzan la vida y la muerte, la memoria del tiempo fugaz y el amor más fugaz aún, el deseo y el abandono, conviven en la obra de Francisco Brines y quedan reflejadas en todos sus matices en este libro póstumo que resume una sólida poesía contemplativa marcada por un constante tono elegíaco, matizado a veces con algún acento hímnico o con impulsos epicúreos.

Esa actitud elegíaca recorre también este libro, que toma su título de este poema, ‘Donde muere la muerte’:

Donde muere la muerte,
porque en la vida tiene tan sólo su existencia. 
En ese punto oscuro de la nada
que nace en el cerebro,
cuando se acaba el aire que acariciaba el labio, 
ahora que la ceniza, como un cielo llagado, 
penetra en las costillas con silencio y dolor,
y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita hacia lo negro.
Beso tu carne aún tibia.

Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido en tus brazos,
un niño de pañales mira caer la luz,
sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo,
que habrá de abandonarle.
Madre, devuélveme mi beso.

El paisaje y la fugacidad de la vida, la memoria y el amor, la soledad y el sentido de la existencia constituyen el centro espiritual de una poesía en la que hay un constante equilibrio entre lo físico y lo ético y que el poeta resumió así: “El conjunto de mi obra es una extensa elegía.”

Esas claves temáticas que atraviesan la poesía de Francisco Brines son también las predominantes en Donde muere la muerte, el libro en el que estuvo trabajando durante los últimos veinticinco años, como señalan en la nota final los editores, que añaden que “el autor no pudo llegar a corregir las pruebas del libro, así que la editorial ha decidido mantener de la forma más fiel posible el manuscrito como él lo dispuso.”      

Sometida a un proceso de despojamiento expresivo, la poesía de Brines se hace aún más intensa en este libro que recoge los frutos últimos de una de las voces poéticas imprescindibles en el último medio siglo. De esa depuración expresiva y esa intensidad da buena muestra este espléndido poema, ‘El vaso quebrado’, con el que se cierra el libro. Un texto que podría resumir la actitud vital, el universo temático y la tonalidad de toda la poesía de Brines:

Hay veces en que el alma
se quiebra como un vaso,
y antes de que se rompa
y muera (porque las cosas mueren
también), llénalo de agua
y bebe,
             quiero decir que dejes
las palabras gastadas, bien lavadas,
en el fondo quebrado
de tu alma,
y, que si pueden, canten.

Santos Domínguez

 

17 noviembre 2021

Ecos de una voz. JRJ y el 27

 


José Antonio Expósito
Ecos de una voz.
Linteo. Orense, 2021.

“Todos, algo; muchos, mucho; algunos, todo”, escribió Juan Ramón Jiménez en un aforismo titulado Deuda, en el que resumía lo que debían los poetas españoles a su poesía.

“JRJ apadrinó y amamantó al 27 de Belleza y Poesía; y ya maduros, exigió mayor elevación a sus obras. Quiso revivir el 27 como revivía sus poemas y que se alejaran de lo accesorio, quiso llenarlos de espíritu y de poesía desnuda, pero al 27 le atraían la modernidad de los «ismos» y la poesía vestida, uniformada de sonetos y décimas.

Con su vida y su obra JRJ les dio ejemplo de entrega total a la poesía. Un día le recordó a la mejor generación de poetas: «Todos me debéis algo; muchos, mucho; algunos, todo». La voz, ideas, versos, revistas, diseño, proyectos, tipos, impresión, etc. El veintisiete varón renegó del hombre Juan Ramón Jiménez y menos del poeta JRJ. Lo apodaron maliciosamente «Miss Poesía» en nocturnas llamadas de teléfono. Junto a él no brillaban, sin él les faltaba luz de espíritu”, escribe José Antonio Expósito en el “Breve epílogo y justificación a tanto nuevo asunto largo” con el que cierra su Ecos de una voz, que publica Linteo en una espléndida edición con un espectacular despliegue de imágenes.

La amistad traicionada: Juan Ramón Jiménez y la generación del 27 es el significativo subtítulo de este volumen que aborda la relación problemática del maestro con sus discípulos. Una relación que podría resumirse en esta frase: Si al 98 le dolía España; al 27, JRJ.”

A modo de ejemplo, así evoca Expósito el conflicto con Pedro Salinas: 

La tarde en que JRJ leyó La voz a ti debida (1933), de Pedro Salinas, exclamó socarrón ante su amigo Juan Guerrero: «La voz a ti debida, ¡no! ¡La voz a mí debida!». Advertía en esa voz mucho sonido propio, le parecía todo demasiado conocido. JRJ llevaba años viendo cómo el Veintisiete se enjoyaba con sus versos. Esa generación era su eco mejor: a veces desarrollo, otras complemento y quizá, en algún caso, superación. Sí, el timbre y el tono del canto de Salinas sonaban suyos. Y las ideas y los recursos y qué sé yo cuánto más… Esta verdad de maldad juanramoniana circuló hasta el coro saliniano, que cantó una  ácida coplilla con música de Fray Luis y letra de Miguel Hernández en el restaurante en que brindaron por la publicación de Salinas: 

El aire se serena 
y Jota Barba Jota se suicida, 
Salinas, cuando suena 
La voz a ti debida. 

No era envidia o vanidad, sino desazón de JRJ tras comprobar cómo esos alevines salían de su domicilio y de su poesía cargados con prólogos, ayuda, consejos y versos en los bolsillos. Después, todo lo negaban.

Párrafos como estos, y epígrafes como “JRJ y las gallinas”, “Burradas y otras zarandajas de Buñuel, Dalí y Alberti” o “El ruiseñor y el canario: JRJ y Jorge Guillén” reflejan una combatividad no sólo innecesaria, sino seguramente también perjudicial, porque es el resultado de una toma de partido que carga las tintas de forma excesiva y destemplada contra el 27 y elude cualquier juicio crítico sobre la actitud tan frecuentemente intemperante de Juan Ramón. 

Esa única perspectiva se asume por parte de José Antonio Expósito en estas páginas como punto de vista excluyente para enfocar una realidad tan conflictiva como la de las relaciones entre poetas. Esa actitud la había descartado ya Juan Ramón en 1940, cuando envía una carta a Jorge Guillén en la que reconoce que él también tuvo alguna culpa en aquellos desencuentros: “yo no quiero ahora insistir en fealdades pasadas suyas y mías y tampoco deseo insistir en quien fue el primero.”

Y para defender esa parcialidad no parecen justificaciones convincentes, por inexactas, que hasta ahora se haya impuesto la versión de los poetas-profesores del 27 (“una crítica que otros dictaron a su antojo desde sus cátedras, cuando en España se dictaba todo, incluida la literatura en las aulas”) o que Juan Ramón actuase sólo en defensa propia. Ninguna de esas dos afirmaciones es totalmente cierta.

Y, por otro lado, tratar a los poetas del 27 como “alevines” en 1933, cuando Alberti, Lorca, Aleixandre o Guillén ya habían publicado algunos de los mejores libros de la poesía española del siglo XX, no parece un ejemplo admisible de precisión crítica. Es tan injusto como ese más que discutible título valorativo que asume la condición vicaria de los poetas del 27 y de otros que JRJ proyectaba reunir en un volumen.  Aquel proyecto (Mi eco mejor) lo resumió en una cuartilla que es poco más que un caprichoso memorial de agravios y deudas en prosa y verso de toda la literatura contemporánea, no sólo de los poetas del 27, con él. En ese proyectado índice figuran también Unamuno, Antonio y Manuel Machado o Gabriel Miró:

Rebajar a esos poetas -algunos de enorme altura- a la condición de “ecos” juanramonianos ni es asumible ni está justificado. Por supuesto que es indiscutible la influencia decisiva que tuvo sobre el 27 la poesía de Juan Ramón y su papel de guía generoso y protector desinteresado. Ya habló de esa influencia con ejemplos evidentes el propio José Antonio Expósito en el prólogo de su edición de Arte menor en esta misma editorial. 

Se suceden en estas páginas una serie de escenas, chocantes unas, divertidas otras, que trazan un curioso y significativo panorama de la vida literaria y las relaciones personales entre escritores: un Antonio Machado que, según Juan Ramón, “olía desde muy lejos, a metamorfosis”; un Azorín de “domingos plácidos entre misa de una y sesión de tarde con el Generalísimo en el Nodo; un Aleixandre “felino”, “discreto en sus amores bisexuales”, que “vivió como los gatos, enroscado alrededor de sus braseros, observando silente la existencia a través de sus pupilas azules”; un Cernuda que “vivió su morenería siempre ladeado” y al que “con el tiempo trasterrado de desdichas se le avinagró el trato, se acernudó”; un Emilio Prados enfermizo que “no hacía carrera pues abandonó Farmacia por Filosofía y esta por la nada”; “el tirachinas Alberti”, sobre el que anotó JRJ en el ejemplar de Cal y canto que le había enviado: “Labia. Labia maricona. Oropel”; el dúo de chismosos Salinas-Guillén: “ladino” “gacetillero del grupo”, “sufragista encaprichada” el primero; “un obispo que va con la lira en la mano paseando por sus jardines” el segundo; un Lorca desnortado que al parecer le copió a Juan Ramón hasta el sombrero y la bata; un Gerardo Diego calculador y avariento, “pregonero del grupo”, que “no pasó nunca de meritorio banderillero”; un Dámaso Alonso que “archivaba a mano entre los estantes de su luminosa biblioteca su retranca de coñac o ginebra con hielo filológico”o la “delgada presencia” de Bergamín, “perito en pesetas”, con “su sintáctica pólvora mojada”, un “Judas poético” que le besaba los versos a JRJ, que le reprochaba que “en sus escritos no acertaba con la tercera palabra nunca.”

Pero todo este complejo entramado de relaciones literarias y personales, de resentimientos y envidias, no se puede reducir a una cuestión de lealtades y deslealtades. Porque quizá no hubo entre Juan Ramón y el 27 tanto como amistad, quizá no se pueda hablar de una traición, sino de un demorado y a veces vergonzante rito de ejecución del padre, que a su vez se resiste a aceptar la emancipación de sus indudables descendientes, sobre los que quiso seguir ejerciendo una tutoría a destiempo. Porque, como escribe Expósito, “JRJ fue para muchos el referente y la diana. La diana por ser referente”. “Tras varios desencuentros, JRJ se sintió solo y traicionado por estos veintisietes a quienes aupó en sus inicios como relevo generacional”.

Quizá eso fuera todo y quizá de ahí surgieran unas desavenencias éticas y estéticas que se enconaron en las dos direcciones. En todo caso, Ecos de una voz es un libro valioso, imprescindible para conocer, aunque sea desde una perspectiva parcial, la intrahistoria de una parte fundamental de la poesía española, y constituye una importante aportación de documentos verbales y gráficos -algunos inéditos- en torno a aquel “solo por voluntad y por destino” que parafrasea el endecasílabo de Lope (“ciego por voluntad y por destino”), a aquel Juan Ramón desengañado y cansado de su nombre que incluía en su Guerra en España esta agria ‘Respuesta jeneral’:

Cuando un maleante, deficiente, un canalla nos difama o nos calumnia, ¿qué solución podemos encontrar?
¿La pelea animal a la española, o el desacreditado duelo social? Venza el difamador o el difamado ¿cambiará en nada la condición de cada uno?
Los tribunales públicos. Hay jueces dignos y jueces indignos. El difamante buscará y pagará a un indigno. Todo será pérdida de tiempo, de dinero y de paciencia. Y todo quedará al fin peor que antes. 
Al calumniado no le queda más que un recurso posible: alejarse. Y esperar el juicio de la investigación particular. Si a alguien le importa hacerlo, que suele no importarle. 
Entonces solo tenemos una solución: Alejarnos… de todos. Por eso yo soy un alejado.

Santos Domínguez