23 septiembre 2020

Garcilaso. Poesía


Garcilaso de la Vega.
Poesía.
Edición de Ignacio García Aguilar.
Letras Hispánicas Cátedra. Madrid, 2020.

No más de dos o tres poetas tienen el privilegio de erigirse en cada lengua como referencia para los siglos posteriores. Garcilaso es sin duda uno de ellos. Es el primer clásico de la poesía española no sólo porque las tempranas ediciones comentadas del Brocense y de Fernando de Herrera antes de que terminara el siglo XVI le otorgaron esa categoría y equipararon su obra a la de poetas como Horacio y Virgilio como merecedora de comentarios, sino también porque ningún otro poeta ha ejercido una influencia tan duradera y determinante sobre toda la poesía posterior en lengua española.

Su importancia no radica sólo en la decisiva incorporación de las modas italianas a la música de la poesía española con la métrica toscana del endecasílabo y el heptasílabo y sus estrofas asociadas, ni en la recuperación de temas mitológicos con el mismo fervor renacentista con que proyecta su mirada melancólica a un paisaje emocional animado desde la perspectiva petrarquista del amor.

Aun siendo todo eso muy importante, la aportación más importante de Garcilaso es la incorporación de una nueva tonalidad lírica, la construcción de una voz poética que alteraría hacia el futuro el tono de la expresión poética. Por eso hay un antes y un después de las tres Églogas y de algunos de sus sonetos, que abrieron un camino por el que transitaría toda la poesía española desde entonces.

Porque Garcilaso abrió la literatura española a la modernidad y convirtió en poetas anticuados a contemporáneos como Boscán y Castillejo, o enterró en una distancia mayor que los siglos a autores como el marqués de Santillana, definitivamente oscurecidos sus torpes intentos italianistas por el equilibrio de emoción y palabra, de elegancia y naturalidad en la poesía del toledano, que aunó ejemplarmente el ejercicio de las armas y las letras y se convirtió en ejemplo paradigmático del cortesano que reivindicó Castiglione como modelo ideal del hombre renacentista.

La imprenta y el humanismo, el imperio y la conquista de América, la Gramática de Nebrija y el petrarquismo son el telón de fondo cultural de la naciente modernidad que encarna Garcilaso como pocos con la inauguración de una nueva música y una nueva mirada a la naturaleza, con una nueva conciencia estilística que asoma tras la escenografía bucólica que sirve de marco a las voces pastoriles que lamentan el desdén, el abandono o la muerte de la amada.

Y en su biografía sentimental y poética, unas bodas reales entre Sevilla y Granada, una conversación de Boscán y Navagero, Isabel Freire y una desdeñosa dama napolitana, el Emperador y un fructífero y decisivo destierro en Nápoles, el amor y la muerte, Elisa o Galatea y Salicio o Nemoroso, la dulce melancolía y el sereno estoicismo, el dolorido sentir y la autenticidad de la palabra, el Tajo de las églogas y el Danubio de la Canción III, en los que fluye una obra poética breve e intensa, atravesada por el temblor y la armonía, escrita entre la serenidad y el desgarro afectivo y proyectada en la nostalgia y el paisaje.

Por eso, siempre es motivo de celebración una nueva edición de su poesía como la que acaba de publicar en Cátedra Letras Hispánicas, Ignacio García Aguilar, que abre su edición con un amplio estudio introductorio en el que analiza, además de la peripecia editorial del texto, la trayectoria poética de Garcilaso, el alcance de su renovación poética la vocación de modernidad que hay en la construcción de su yo lírico a través de una mirada introspectiva que le permitió “la conquista de un espacio literario, rezumante de modernidad y de novedosas soluciones poéticas.”

Minuciosamente anotada, sus abundantes y certeras observaciones sobre los versos de Garcilaso incorporan tanto la tradición crítica temprana del Brocense y Herrera como las aportaciones de comentaristas contemporáneos como Lapesa, Rivers o Morros.

Santos Domínguez 

21 septiembre 2020

Bajo el volcán


Malcolm Lowry.
Bajo el volcán.
Traducción de Raúl Ortiz y Ortiz.
Prólogo de Julián Herbert.
Literatura Random House. Barcelona, 2020.

“Tres razones para volver a Bajo el volcán” titula Julián Herbert el magnífico prólogo que abre la nueva edición de Bajo el volcán en Literatura Random House con la traducción ya clásica que firmó en 1964 Raúl Ortiz y Ortiz y con el apéndice de la carta que Malcolm Lowry envió el 2 de enero de 1946 al editor Jonathan Cape, un largo texto de cuarenta páginas en letra menuda, donde defendió su  obra contra los cambios que le sugería el editor a partir de un informe de lectura negativo. Un texto iluminador para conocer el sentido de su escritura y algunas de las claves numerológicas y cabalísticas sobre las que se sustenta la estructura de una novela imprescindible.

“¿Qué significa -escribe Herbert- releer Bajo el volcán a estas alturas de la historia, a estas alturas de la vida?… Significa, para mí, volver a la habitación del monstruo original. Dejar para otro momento los alegatos autocompasivos en favor de la libertad de autodestrucción. Aceptar que la vida es una cárcel más horrenda y majestuosa que mi comprensión o mi voluntad. Aceptar que el arte, el arte profundo y verdadero, eso que llaman lo Sublime, todavía puede fulminarme. Aceptar que la banalización, la novedad, la levedad incluso -un valor estético que aprecio mucho- no siempre salvan.
Esta novela, verdadero vino de los bravos, me recuerda que lo oscuridad existe, que es hermosa, y que sólo sabe obsequiar quemaduras. Y que a veces tengo que besarla en la boca.” 

Concebida como primera parte de una trilogía frustrada, elaborada lentamente, con varias redacciones entre 1935 y 1944 a partir de un relato breve, y cuidadosamente construida con un sistema polifónico de cajas chinas, recuerdos y alucinaciones, cambios de perspectivas narrativas y juegos de espejos, desdoblamientos de escenas y superposiciones de diálogos, monólogos interiores y flujos de conciencia, repleta de referencias culturales e históricas, literarias, mitológicas o artísticas, Bajo el volcán es ya un clásico, una novela brillante pero exigente con el lector, pues su profunda complejidad la convierte en una obra inagotable que obliga a más de una lectura lenta de su complejo entramado simbólico.

Lowry lo explicaba en la carta a Cape con estas palabras: “El contenido espiritual del libro es más subjetivo que objetivo, más propio de cierto tipo de poetas que de un novelista. Por otra parte, del mismo modo que un sastre trata de disimular las deformidadesde su cliente, así he tratado yo, consciente de este defecto, de disimular en el Volcán, en la medida en que me ha sido posible, las deformidades de mi propio espíritu, animándome con la idea de que, como la concepción de la novela fue esencialmente poética, tal vez esas deformidades, aunque aparezcan, no importan tanto, después de todo. Pero, a menudo, los poemas deben leerse varias veces antes de que su significado se revele en su plenitud y antes de que estalle el espíritu, y es precisamente esa concepción poética del todo la que sugiero que ha sido, aunque comprensiblemente, olvidada.”

Y García Márquez lo resumió así: “Bajo el volcán es tal vez la novela que más veces he leído en mi vida. Quisiera no leerla más, pero sé que no será posible, porque no descansaré hasta descubrir dónde está su magia escondida”.

Organizada en doce capítulos que corresponden a las doce horas del último día de vida del Cónsul, su diseño responde a una estructura circular en la que el primer capítulo -explica Lowry- es “una respuesta al último capítulo, como un eco del mismo que se percibe a lo largo del puente que constituyen los capítulos intermedios.”

Ese primer capítulo se desarrolla en Cuernavaca, la ciudad bajo dos volcanes, el día de Difuntos de 1939 para remontarse desde el segundo de los once capítulos restantes al 2 de noviembre de 1938 en un sostenido flashback, a veces tan borroso como la mirada alcohólica y alucinada de los tres personajes principales, dos hombres y una mujer, en torno a los que se desarrolla una historia cruzada de fracasos amorosos y vidas complejas, una bajada a los infiernos del alcohol, una incursión en el fuego que tiene como protagonista al cónsul Geoffrey Firmin, un antihéroe lúcido que debe mucho a Joyce y a Eliot y que es además la proyección autobiográfica del autor en una fantasmagoría sobre la que se sustenta la narración a veces vacilante de la obra, que Lowry definía en su carta a Jonathan Cape: “Puede ser considerada como una especie de sinfonía, o en otro caso como una especie de ópera,  hasta como una novela del Oeste. Es música bailable, poema, canción, tragedia, comedia, farsa, etcétera. Es superficial, profunda, entretenida y aburrida, a gusto del lector. Es una profecía, una advertencia política, un criptograma, un filme absurdo, un letrero en un muro.”

El determinante y significativo telón de fondo es México, del que dice Herbert en su prólogo: “El México que Malcolm Lowry consigue dibujar es verdadero no en un sentido histórico sino poético; porque su sentimiento de la realidad cotidiana está a la altura del mito y el misterio.”

Escrita con una tensión verbal más propia de la poesía que de la narrativa, con un lenguaje portentoso trasladado al español por la admirable traducción a la que Raúl Ruiz dedicó cuatro años, Bajo el volcán aborda el tema de la autodestrucción, la culpa y el remordimiento, la soledad y la conciencia, la identidad y el conocimiento, el desarraigo y el destino a través de unos personajes tan problemáticos y atormentados como el protagonista, su exmujer Yvonne, su hermano Hugh o el director de cine Jacques Laruelle, narrador del primer capítulo, cuyas vidas conflictivas transcurren al borde del abismo, de ese barranco al que al final arrojan el cuerpo del Cónsul. Así lo resumía el propio Lowry:

“Esta novela se refiere principalmente a ciertas fuerzas existentes en el interior del hombre que le producen terror de sí mismo. También se refiere a la culpa del hombre, al remordimiento, a su ascenso incesante hacia la luz bajo el peso del pasado, y a su destino último. La alegoría es la del Jardín del Edén, el jardín que representa al mundo, del que tal vez corramos ahora más peligro de ser expulsados que cuando escribí el libro. La ebriedad del Cónsul se emplea en cierto plano para simbolizar la ebriedad universal de la humanidad durante la guerra, o durante el periodo inmediatamente precedente, que es casi lo mismo. Y en la profundidad y el sentido final existente en su destino, podría advertirse también  su relación universal con el destino último de la humanidad.”

Hay más de esas tres razones a las que alude Herbert en su prólogo para volver a esta obra maestra, una de las mejores novelas del siglo XX, un texto fáustico y dantesco, tan alucinógeno como el mezcal y el alcohol que lo inundan, pero nada fácil para un lector apresurado o poco atento. No es la menor de ellas la exigencia de una novela inabarcable que pide varias lecturas y cuya complejidad no pudo reflejar John Huston en la adaptación cinematográfica de 1984. Para entendernos: si Lowry la escribió en tres dimensiones, Huston la rodó como una película bidimensional, lógicamente más simple y menos profunda que la novela, en la que se leen en cada página descripciones espléndidas y frases inolvidables como esta, imposible de llevar al cine:  Vacíos y dolientes están los trampolines.


Santos Domínguez 


18 septiembre 2020

Billy Collins. La lluvia en Portugal


Billy Collins.
La lluvia en Portugal.
Traducción de Juan José Vélez.
Prólogo de Santos Domínguez.
Valparaíso Ediciones. Granada, 2020.


INVITACIÓN AL VIAJE *

“¿No es la poesía un megáfono pegado/ a los susurrantes labios de la  muerte?”, escribe Billy Collins en uno de los poemas de La lluvia en Portugal. Y es que la conciencia del tiempo y una mirada suavemente elegiaca recorren muchos de los poemas de este libro que se suma en los catálogos españoles a los dos que aparecieron casi simultáneamente en 2007 -Lo malo de la poesía y otros poemas (Bartleby) y la amplia antología Navegando a solas por la habitación (DVD) y a la reciente traducción de otra selección de sus Poemas por Juan José Vélez Otero en esta misma editorial.

Billy Collins (Nueva York, 1941) es el poeta más popular de Estados Unidos y ha cimentado su poesía en un tono confesional y en una voz afable que busca la complicidad del lector y da testimonio de la vida humilde y diaria, de la trivialidad de lo cotidiano, del misterio cercano de la existencia.

Y ante ese misterio, la actitud del poeta es la de quien hace un elogio de la ignorancia de los perros de Mineápolis, “que no tienen ni idea de que están en Mineápolis”; la de quien evoca una hormiga en una “nublada mañana de un día laborable” o resume la vida en “el retrato / de una familia anónima holandesa / pintada por una artista anónimo holandés.”

Humildad, precisión y fuerza expresiva son los tres ejes que definen la tonalidad y el timbre emocional de los poemas de Collins, un poeta de interiores que enlaza con la tradición de los poemas conversacionales de Coleridge, otro poeta del domicilio, para hablar de la pintura y del amor, de la soledad y la muerte, del tiempo y los viajes.

Vinculado a la poesía de Frost, Larkin o Lowell y a su desnudez expresiva, como todos ellos Collins convierte la escritura aparentemente circunstancial de sus poemas acogedores en poesía meditativa que se remonta desde el objeto cotidiano en la habitación, la calle o el bar a una profundización en su interior.

Se ha hablado con frecuencia de la vinculación de la poesía de Collins con el jazz, música de la que se ha declarado seguidor y que está presente también, desde el inicial, en algunos de los poemas de este libro. Más allá de la pura referencia, se trata de una influencia compositiva que vincula la improvisación en el jazz a la improvisación en parte de la poesía contemporánea y que en Collins incide en un cierto tono sincopado, pero sobre todo en la técnica de construcción del poema, que suele tener un comienzo suave para terminar en una explosión de fuerza expresiva.

Y así están dosificados los elementos de su poesía: con un punto de partida en la descripción de un escenario doméstico, una anécdota intranscendente o una situación trivial para sacar de allí revelaciones llenas de matices o intuiciones de gran intensidad emocional.

Porque la poesía se plantea en Collins como viaje de un lugar a otro de la mente, desde la realidad a la imaginación, una imaginación lúcida y divagadora que lleva al poema, al autor y al lector a terrenos desconocidos desde una poesía tan doméstica como los perros que aparecen con frecuencia en sus libros.

Lo que rodea al poeta en su vida cotidiana, las turbulencias en un vuelo con Shakespeare al lado, un bodegón o un embotellamiento con sirenas, una veleta o un gato en acecho se convierten así en la puerta de acceso a una realidad más amplia, más profunda, más abstracta que Collins enfoca entre el ingenio y la ironía, entre la meditación y la evocación.

Los objetos humildes, los tiempos y los paisajes, las situaciones triviales e irrepetibles del presente dan lugar a una celebración de lo cotidiano y del instante que se revela como expresión de una aguda conciencia del tiempo y que enlaza esta poesía, como la de otros norteamericanos contemporáneos vinculados a la generación beat como Rexroth, a la tradición poética del haiku japonés, en el que sólo existe el presente, lo que ocurre en el preciso instante del poema:

El problema del presente
es que está siempre desapareciendo.
Atrapa el segundo que se tarda
en acabar esta frase con un punto. Ya se ha ido.

Convencido de que cada sustantivo cuenta una larga historia, de que cualquier palabra encierra toda un épica, Collins huye de la grandilocuencia metafórica o de la sorpresa del adjetivo y dirige su esfuerzo poético a conseguir que el poema sea claro, articulado e inteligible, aunque de una hondura tan inquietante como la de este breve Predador:

Se tarda solo un minuto
en enterrar un pájaro.
Dos paladas de tierra
y ya está.

El gato, sentado a la puerta,
se queda dudando
si quedarse allí,
o si salir.

Comparaciones, imágenes o metáforas de sentido común, apoyadas en una lógica que entiende cualquier lector, son los instrumentos que utiliza el poeta en la exploración poética del mundo que afrontan cada uno de sus libros y cada uno de sus poemas, apoyados en su narratividad y en un coloquialismo que permite pasar de la aparente inocencia de una mirada naïf a la irracionalidad limitada que emerge a veces en ellos.

Cada poema de Collins es una invitación al viaje, una transición de estados de ánimo entre la elegía y la alabanza. No es una casualidad que el libro se cierre con un poema titulado Alegría en el que se lee esta afirmación de la vida:

¡Qué maravilla estar vivo sobre la tierra
entre toda esa maquinaria de la traslación!

Santos Domínguez 

* Este es el prólogo que abre La lluvia en Portugal 

16 septiembre 2020

La libertad, la bicicleta




Paco Ignacio Taibo II.
La libertad, la bicicleta.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.

Y de repente papá enloqueció. Se ofrece voluntario para seguir como enviado especial la Vuelta Ciclista a España. No hablamos en futuros años de ese momento. ¿Cómo se lo dijo y a quién? ¿Cómo convenció al diario? Nunca lo había hecho antes, es más, era bastante distante de las crónicas deportivas de cualquier tipo, ni siquiera había cubierto por deserción de los titulares un partido de fútbol. ¿Ciclismo? No sabía nada del deporte de la bicicleta. Pero en su locura confiaba de su habilidad para contar historias. Eso y la urgente necesidad de romper amarras, tomar distancia sobre las rutinas cotidianas. Una críptica frase en sus memorias quizá daría la clave: «Con la dictadura la cercanía real se va diluyendo mientras que la lejanía adquiere una importancia inusitada». Los cronistas veteranos, una fauna muy particular donde el que menos sabía era absolutamente enciclopédico, solían burlarse de aquel joven recién llegado, que decían que pensaba que «biela» y «manillar» eran dos nombres de ciclistas italianos.
Con su habitual estilo del que se tira al océano sin saber nadar, consiguió que El Comercio compartiera gastos con un diario superconservador de Madrid, El Alcázar (cuyo director sin duda no se había enterado del pasado político de mis abuelos). Tomó el tren nocturno para la capital y luego un avión, el 24 de abril del 1956, y se plantó en Bilbao. Era la antevíspera del inicio de la Vuelta a España.
El ciclismo de aquellos años tenía una abundante dosis de locura; yo, que heredé -cómo sería posible no hacerlo- el amor por ese deporte, que desde luego no incluía subirme a una bicicleta, ni siquiera una fija y pedalear sin sentido ni destino, tengo nostalgia (siempre de lo que apenas vislumbraste y no has vivido) de aquella incertidumbre, de aquel universo repleto de sufrimientos, gloria y pasiones. Tan lejano del deporte de hoy, controlado por la mercadotecnia televisiva, los equipos que construyen la etapa para que su líder la remate y en que la droga se ha vuelto la permanente gran noticia. Eran los días de Federico Martín Bahamontes, Jesús Loroño, Jacques Anquetil y Charly Gaul; el final de la era de Louison Bobet y del suizo Hugo Koblet.
La casualidad le había dado un pretexto a mi padre, otra excusa (como si la necesitara) para incursionar en territorio desconocido: se anunciaba el estreno en Gijón, rodeado de excelentes críticas, de La muerte de un ciclista de Juan Antonio Bardem, otro rojo superviviente de la quema de la Guerra Civil.
De repente aparece en la página tres de El Comercio su primera crónica, firmada Taibo bajo un dibujito (de su propia mano) donde un personaje bigotudo empuja una carretilla sobre la que va una máquina de escribir. Anuncia que cubrirá las diecisiete etapas (dos de ellas dobles) de la undécima edición de la Vuelta a España, con un recorrido de 3.531 kilómetros, empezando y terminando en Bilbao. La precisión, descubriría el joven lector que era yo, se volvía muy importante. En la caravana irán noventa corredores, la impresionante cantidad de ciento cincuenta periodistas y la más sorprendente cifra de quinientos agregados. «Desde Sarajevo no se había armado tal follón por el disparo de un pistoletazo». No sin cierta envidia, Papá registra que el diario francés L’Équipe trae un coche para ellos solos con fotógrafos y reporteros (luego añadirá que van perdonando la vida y que dicen que «saben todo lo que va a suceder en el futuro»). Los franceses vienen con dos cabezas, Raphäel Geminiani y Louison Bobet, el triunfador del Tour en 1953, 54 y 55 («que llega en su propio avión. Todos lo dan como ganador, es el mejor ciclista del mundo»); los suizos con el agregado de ingleses y alemanes traen a Hugo Koblet (que en 1951 había ganado el Tour de Francia, la reina de todas las carreras por etapas), los belgas al gran sprinter (y tendrá rápidamente que averiguar qué significa la palabra) Rick van Stenbergen; los italianos, a los que aún no distingue claramente, cuatro equipos regionales españoles y el equipo nacional.
PIT va pescando historias por aquí y por allá y no desperdicia reflexiones como: «Llevaremos las cosas que las esposas piensan que un marido debe llevar cuando va a estar veinte días ausente y que luego, claro, van quedando por la ruta».

Con esos párrafos de La libertad, la bicicleta comienza Paco Ignacio Taibo II a evocar la peripecia como cronista de ciclismo de su padre, Paco Ignacio Taibo, que era entonces, antes de la Vuelta a España de 1956, un joven periodista que acabaría encontrando en la crónica de las carreras ciclistas una forma divertida de escapar de la asfixiante realidad de una redacción de periódico de provincias, El Comercio de Gijón.

Paco Ignacio Taibo no sabía en aquel tiempo nada de ciclismo, ni siquiera montar en bicicleta, pero encontró en esa actividad periodística la libertad que buscaba. Y así en los años 1956 y 1957 cubrió como reportero dos Vueltas a España, un Tour de Francia o una Vuelta a Cataluña y reflejó en sus crónicas un momento épico del ciclismo, la época brillante y terrible, dura y heroica de Bahamontes, Loroño y Poblet, Louison Bobet y Anquetil, con etapas por carreteras imposibles de tierra y piedras, con viento y lluvia, calores extremos y tormentas de nieve en las cimas, con caídas y pinchazos.

Lobos solitarios como Antonio Suárez y Bernardo Ruiz, siete pinchazos de Bahamontes antes de remontar, el poder oculto del dinero y los sobornos, la competencia soterrada o abierta en el equipo español o los humildes gregarios ocupan algunas de las crónicas de Taibo, enviado especial hasta que un accidente de coche lo puso al borde de la muerte en abril de 1958 cuando seguía una carrera menor.

Cuando tras una larga convalecencia regresó a la redacción de El Comercio, sus compañeros le enseñaron la necrológica que le habían preparado. Poco tiempo después decidió emigrar a México, donde murió en 2008.

Lo publica Reino de Cordelia en una estupenda edición con abundantes ilustraciones, recortes de prensa con algunas de aquellas crónicas y testimonios gráficos de una época mítica del ciclismo.

Santos Domínguez 

14 septiembre 2020

El hombre tranquilo




Maurice Walsh.
El hombre tranquilo.
Edición conmemorativa.
Prólogo de Javier Reverte.
Traducción de Susana Carral.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.

Paddy Bawn Enright era un muchacho despreocupado de diecisiete años cuando marchó a Estados Unidos en busca de fortuna, como tantos otros de los suyos. Y quince años después regresó a su condado de Kerry natal, serenada la despreocupación y consumida la juventud. Si había hecho fortuna o no... eso nadie lo sabía. Porque era un hombre tranquilo al que no le gustaba hablar de sí mismo y de las cosas que había hecho.
Un hombre tranquilo, ligeramente por debajo del peso medio, con buenos hombros y ojos azules y hundidos, de mirada fija, bajo unas cejas más oscuras que su pelo negro: ese era Paddy Bawn Enright.

Así comienza El hombre tranquilo, el relato central de un conjunto narrativo (Green Rushes, Juncos verdes) del irlandés Maurice Walsh que publica Reino de Cordelia en una reedición conmemorativa del centenario de Maureen O’Hara, ocho años después de su primera edición, que apareció en 2012, cuando se cumplían sesenta años del estreno en 1952 de El hombre tranquilo, la memorable película dirigida por John Ford.

Traducido por Susana Carral y prologado por Javier Reverte, era la primera vez que se editaba en España aquel relato, que se publicó en una revista en 1933, protagonizado por el boxeador Paddy Bawn, que vuelve a su Kerry natal -la mítica Inisfree en la adaptación cinematográfica- para acabar sus días en “un lugar pequeño y tranquilo sobre alguna ladera”, y que ya siempre tendrá la cara de John Wayne y el nombre de Sean Thornton, y por la temperamental joven irlandesa Ellen Roe -Mary Kate Danaher en la película-, que ya siempre será la independiente y pelirroja Maureen O’Hara.

El amor y la política, el nacionalismo y un indisimulado machismo, el boxeo y la amistad, los paisajes bucólicos y las nieblas, la cerveza y las peleas, las historias y las leyendas recorren los cinco episodios de un conjunto que tiene como eje este relato, que dio lugar a la película y da título al volumen.

La película de Ford, todo un clásico del cine, tuvo un enorme éxito, que confirmó el interés que había generado la narración original veinte años antes, cuando se publicó en el Saturday Evening Post. Lo recuerda así Javier Reverte en su introducción:

“La historia impresionó a muchos miles de lectores en América, entre ellos a un director llamado John Ford, que dio a Walsh en 1936 un adelanto simbólico de diez dólares mientras intentaba captar el dinero suficiente que le permitiera llevar el relato al celuloide: tardaría quince años en conseguirlo.”

Santos Domínguez

11 septiembre 2020

Marina Tapia. Jardín imposible


Marina Tapia.
Jardín imposible.
Ayuntamiento de Baena, 2020.


BOTÁNICO

No es mío este vergel
pero conmueve
la punta de mis dedos
igual que si yo fuese
la que cavó la tierra
la que agitó el secreto de su entraña.

Su forma confinada por los hombres
su estampa que no arresta
los ojos sucesivos que lo cruzan
el bálsamo volcado en la aridez.

Este jardín
es mi alma
aquí se ha detenido
en esta colección de girasoles
que crecen más allá de mi dolor.

Ese es uno de los poemas de Jardín imposible, de Marina Tapia, que publica el Ayuntamiento de Baena con ilustraciones de Guillermo Rodríguez de Lema.

Imaginación, sensibilidad y conciencia estilística se conjuran en este libro para hacer brotar un jardín de palabras crecido a la luz cálida de la mirada delicada y plástica de Marina Tapia desde la semilla que germina en la "botánica fantástica" y las "figuraciones vegetales" de las que habla en el prólogo Ángel Olgoso.

El misterio de la naturaleza que recorre los poemas de este libro reclama de quien lo contempla no sólo una respuesta sensorial sino también una propuesta conceptual, una invención imaginativa en busca de sentido.

Y para dar esa respuesta desde el asombro y las iluminaciones, desde la mirada interior y la ambición expresiva, Marina Tapia proyecta su yo en un desdoblamiento vegetal que convoca en sus poemas el herbario secreto y metafórico del códice Voynich, el agua lorquiana de Aynadamar, la fuente de las lágrimas, los árboles exóticos y toda una sucesión de híbridos: de gato y helecho, de brújula y boscario, de hombre y alga, de pájaro y palmera, de glicinia y gaviota, del enigma compartido entre la Indian Pipe, la planta fantasma, y Emily Dickinson.

En esas yuxtaposiciones alegóricas, en esas metamorfosis de ida y vuelta entre lo vegetal, lo animal y lo humano está la clave metafórica de un libro en el que la fusión con la tierra o la identificación con las plantas hasta darles voz culmina esa sucesión de imágenes que no sólo son una proyección del yo lírico sino que además asumen el interior vegetal en un viaje a la semilla, en un revelador viaje iniciático que tiene mucho que ver con el itinerario adánico hacia el jardín de las Hespérides.

Esa concepción de la poesía como búsqueda, esa actitud receptiva y religiosa ante las revelaciones encuentra su mejor cauce expresivo en el tono salmódico (ya decía Kafka que la escritura era una forma de oración) que unifica muchos de estos poemas. Así ocurre ejemplarmente en este espléndido Amapola, uno de los mejores del libro:

Despertad al que duerme en las flores / al ángel del jardín / a la leona que vive en mi interior. / Sacad ese rugido del pistilo que quiere madurar. / Me alumbra la pasión de la amapola / me agita / me enceguece. / Quiero decir / fuerza / no pavor / estrépito / no mansa compostura. / Y la boca entreabierta y su acento /de ráfaga / frescura  / de turbión.

Santos Domínguez

09 septiembre 2020

Mariano Peyrou. Tensión y sentido


Mariano Peyrou.
Tensión y sentido.
Una introducción a la poesía contemporánea.
Taurus. Madrid, 2020.

En un poema, el lenguaje puede llamar la atención por ser «raro», por funcionar de un modo distinto al de la vida cotidiana. Esto sucede tradicionalmente gracias a la métrica, a la rima, a la aliteración y otros recursos sonoros, a la disposición en estrofas, a la abundancia de figuras retóricas, al hecho de que la sintaxis se retuerza, todo lo cual sirve para advertirnos que tenemos que leer de otro modo, que el papel del receptor ha de ser distinto del habitual. Pero también puede llamar la atención porque no se entiende. No funciona, tampoco en este plano, como el lenguaje de la vida cotidiana: parece que no dice nada o que dice más de lo que dice. Esto genera tensión en el lector, y esta tensión es parte del sentido de la obra: el texto se abre para que entremos a vivir nuestra experiencia, a poner en movimiento esas palabras, cada uno a su manera.

Siempre que leemos un buen poema, por muy acostumbrados que estemos a leer poesía, sentimos esa tensión; con el tiempo, aprendemos a vivir con ella, a disfrutarla. Ese descoloque es la experiencia estética: sin asideros intelectuales (sin la captación de un sentido) ni formales (sin la percepción de un uso familiar del lenguaje), estamos en una especie de cuerda floja, entre el viento y el vértigo, entre el miedo y el deseo de caer.

Son dos párrafos de Tensión y sentido. Una introducción a la poesía contemporánea (Taurus. Madrid, 2020), un espléndido ensayo en el que Mariano Peyrou aborda los códigos de la poesía contemporánea y los conecta con otras manifestaciones artísticas como la música y la pintura, o con territorios epistemológicos diversos como la filosofía, la psicología o la crítica literaria con un objetivo que resume así:

No me parece que haya que tratar de acercar la poesía al público haciendo la más simple y degustable, sino acercar el público a la poesía, con toda su complejidad. Ese es el principal objetivo de este libro.

Sus seis capítulos son otros tantos ejercicios de aproximación al poema como territorio de extrañeza  verbal delimitado entre la tensión expresiva y la construcción del sentido, seis asedios a la poesía a través de ejemplos modélicos de textos de Eliot y Baudelaire, de Emily Dickinson o Wallace Stevens que encauzan “las reflexiones y notas de alguien que se dedica a la poesía desde la práctica; una tentativa de abordar ciertos problemas que surgen a la hora de leer y de escribir y, sobre todo, un intento de encontrar formas de acercarse a la poesía contemporánea, pero también a la más antigua, y de paso a otras disciplinas artísticas. Lo que importa aquí no es la teoría, sino los poemas, lo que los poemas nos hacen, cómo leerlos.”

Por eso, aunque el libro fija su ambicioso objetivo con una compleja pregunta inicial -“¿Qué es la poesía?”-, “tal vez no nos interese tanto hallar una definición de la poesía, porque eso limitará nuestra forma de escribir y de leer.”

A partir de ahí Peyrou propone sucesivos acercamientos al concepto de poesía que más que perseguir una definición unívoca de su realidad plural son un estímulo para que el lector aborde con esa rica complejidad caleidoscópica del fenómeno poético y su alta capacidad de producir experiencias emocionales intensas.

Construido sobre citas, poemas y reflexiones ajenas, sobre lecturas abiertas de textos significativos, de Keats a Pound, de Rimbaud a Valéry, de Shakespeare a Blake, de Pessoa a Wislawa Zsymborska, Tensión y sentido propone distintas aproximaciones a las peculiaridades de un lenguaje que “no funciona [...] como el lenguaje de la vida cotidiana: parece que no dice nada o que dice más de lo que dice. Esto genera tensión en el lector, y esta tensión es parte del sentido de la obra: el texto se abre para que entremos a vivir nuestra experiencia, a poner en movimiento esas palabras, cada uno a su manera.”

Tensión verbal, pues, y construcción de un sentido que suele ir más allá de los límites del pensamiento racional, porque la irracionalidad es uno de los componentes constitutivos de la expresión poética, una y que encuentra su cauce en la metáfora, la ironía, el símbolo, la repetición, la connotación, la polisemia o la irracionalidad. Esos son los dos ejes en torno a los que se articula esta obra que explora la poesía como aventura expresiva que va más allá de los límites del pensamiento lógico para hablar de lo inefable con el lenguaje de los sueños, lo que la convierte en una experiencia creadora incontrolable y por consiguiente en una experiencia lectora exigente y abierta como las que se proponen en sus páginas. 

Esa exploración se aborda desde una perspectiva integradora que vincula lo contemporáneo con la tradición y relaciona la poesía con otras actividades creativas como la música o la pintura a través del ritmo o las imágenes.

Quizá lo más meritorio del libro sea su voluntad divulgativa que hace la lectura fácil y compatible con la profundidad de su enfoque y con la cantidad de sugerencias que ofrece a quien se acerque a  él. No saldrá defraudado, sino enriquecido con esta joya imprescindible.

Santos Domínguez


07 septiembre 2020

Medio siglo con Borges



Mario Vargas Llosa
Medio siglo con Borges
Alfaguara. Madrid, 2020.   

Borges ha sido lo más importante que le ocurrió a la literatura española moderna y uno de los artistas contemporáneos más memorables.

Borges es acaso el más grande escritor que ha dado la lengua española después de los clásicos, de un Cervantes o Quevedo.

Son dos párrafos de Medio siglo con Borges, el libro con el que Vargas Llosa reúne en Alfaguara diversos materiales elaborados en torno a la figura y la literatura de Borges a lo largo de cincuenta años. 

Así lo explica en el capítulo inicial:

Esta colección de artículos, conferencias, reseñas y notas da testimonio de más de medio siglo de lectura de un autor que ha sido para mí, desde que leí sus primeros cuentos y ensayos en la Lima de los años cincuenta, una fuente inagotable de placer intelectual.

Esa constante actitud admirativa recorre las dos entrevistas que le hizo Vargas Llosa: una en 1963, en la que Borges afirmaba que tenía “la impresión de que he  cultivado un solo género: la poesía”, y otra de 1981 en la que explicaba que “leer es una forma de vivir también”; las dos evocaciones de Borges, en la austeridad de su casa de Maipú o en la visita a París en donde lo entrevistó un joven Vargas Llosa para la radiotelevisión francesa; los diversos acercamientos a las ficciones y ensayos borgianos, “libros siempre breves, perfectos como un anillo” del maestro de la prosa que creó un característico e inimitable mundo de ficción.

Así lo resume en el texto central del libro, “Las ficciones de Borges”:

 “Borges perturbó la prosa literaria española de una manera tan profunda como lo hizo, antes, en la poesía, Rubén Darío.[...] Lo revolucionario de ella es que en la prosa de Borges hay casi tantas ideas como palabras, pues su precisión y su concisión son absolutas. [...] Decir que con Borges el español se vuelve “inteligente” puede parecer ofensivo para los demás escritores de la lengua, pero no lo es. Pues lo que trato de decir (de esa manera “numerosa” que acabo de describir) es que, en sus textos, hay siempre un plano conceptual y lógico que prevalece sobre todos los otros y del que los demás son siempre servidores. [...] Cada uno de sus cuentos es una joya artística.”

Otros capítulos abordan aspectos más tangenciales, menos nucleares, pero no menos significativos: la relación entre la obra de Borges, cuyo tema central es “la ficción incorporada a la vida en una operación mágica o fantástica”, y la de Onetti, cuyo mundo literario se levanta sobre “el viaje de los personajes, hartos del mundo real, a un mundo imaginario, la ciudad de Santa María.” 

O la labor de Borges como reseñista semanal de libros y autores extranjeros para la revista femenina El Hogar entre 1936 y 1939. “Borges entre señoras” se titula ese capítulo en el que Vargas Llosa percibe que “ya había en él un talento fuera de lo común para leer y opinar sobre lo que leía, y una visión del mundo, de la cultura, de la condición humana, del arte de inventar ficciones y de escribirlas que dan a todos estos textos un denominador común, de partes de un todo compacto.”

Un conjunto en el que Vargas Llosa rinde un tributo de admiración al maestro que se puede resumir en estas líneas en las que se funden el fervor del reconocimiento y la humildad:

La belleza e inteligencia del mundo que creó me ayudaron a descubrir las limitaciones del mío, y la perfección de su prosa me hizo tomar conciencia de las imperfecciones de la mía. Será por eso que siempre leí -y releo- a Borges no sólo con la exaltación que despierta un  gran escritor; también con la indefinible nostalgia y la sensación de que algo de aquel deslumbrante universo salido de su imaginación y de su prosa me estará siempre negado, por más que tanto lo admire y goce con él.



Santos Domínguez 

04 septiembre 2020

Cartas a un joven poeta

Rainer Maria Rilke.
Cartas a un joven poeta.
Traducción de Miguel Mejía.
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2020.

Pregunta usted si sus versos son buenos. Me pregunta usted a mí. Ya les ha preguntado a otros antes. Los envía a usted a revistas. Los compara con otros poemas y se inquieta cuando ciertas redacciones rechazan sus probaturas. Pues ahora, dado que usted me ha autorizado aconsejarle, yo le pido que deje de hacer todo eso. Está usted mirando hacia afuera y eso es lo que, ante todo, no debería hacer ahora. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Solo hay un único medio. Entre usted en sí mismo. Analice el motivo que lo llama a escribir; compruebe si este extiende sus raíces en el lugar más profundo de su corazón, confiésese a sí mismo si habría usted de morir en caso de que se le prohibiera escribir. Y esto ante todo: en el momento más tranquilo de sus noches, pregúntese: ¿debo escribir? Ahonde en sí mismo en busca de una respuesta profunda. Y si esta hubiera de ser afirmativa, si hubiera usted de confrontar esta pregunta tan seria con un rotundo y sencillo “Debo hacerlo”, construya entonces su vida a partir de esa necesidad; su vida, hasta en sus horas más anodinas e insignificantes, debe convertirse en prueba y testimonio de ese impulso. Acérquese luego a la naturaleza. Luego intente, como el primer ser humano, decir lo que ve y lo que vive y lo que ama y lo que pierde. No escriba poemas de amor; apártese al principio de aquellas formas que son demasiado comunes y corrientes; esas son las más complicadas, pues se precisa de una grande y madura fortaleza para aportar algo propio allí donde concurren en abundancia tradiciones notables y en parte brillantes. Por ello, líbrese de los motivos genéricos y diríjase a aquellos que le ofrece su propia cotidianeidad; describa sus tristezas y deseos, los pensamientos pasajeros y la fe en alguna belleza; descríbalo todo con íntima, tranquila y humilde franqueza, y utilice para expresarse las cosas de su entorno, las imágenes de sus sueños y los objetos de su memoria. Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe a ella; cúlpese a sí mismo, dígase que no es usted lo suficientemente poeta para evocar sus riquezas; pues para el creador no existe pobreza ni lugar pobre y anodino. [...] Y si de ese giro hacia su interior, si de esa inmersión en su mundo propio salen versos, entonces no pensará usted en preguntarle a nadie si son buenos versos.

En esas líneas, amables y demoledoras a un tiempo, de la primera de las diez Cartas a un joven poeta resume Rilke su idea de la escritura poética.

Fechada en París, el 17 de febrero de 1903, cuando aún quedaba casi una década para que se iniciase el lento milagro de las Elegías de Duino, ya está claramente perfilada en esa carta la idea casi sacerdotal del ejercicio de la poesía como actividad sagrada.

La vida y la poesía recorren esas diez cartas que La Isla de Siltolá reedita en su colección Levante con traducción de Miguel Mejía. Desde febrero de 1903 al “segundo día de Navidad” de 1908, aunque nueve de ellas las escribe entre 1903 y 1904, Rilke da consejos y reflexiona en estas cartas sobre la memoria y la conciencia, sobre las sensaciones y los instintos, sobre la trascendencia de la creación y del amor, sobre la soledad y los viajes, sobre la actitud paciente y receptiva del artista.

Rilke se las envió al joven austríaco Franz Xaver Kappus, poeta incipiente y cadete en una academia mlitar en Viena, que las editó en 1929, dos años después de la muerte de Rilke, precedidas de una introducción en la que señalaba que esas cartas eran “importantes para entender el mundo en el que Rainer Maria Rilke vivió y creó, e importantes también para muchas personas que se encuentran, hoy y mañana, en crecimiento y desarrollo. Y allí donde habla una persona grande y única, han de guardar silencio las pequeñas.”

Santos Domínguez 

02 septiembre 2020

Galdós. Una biografía



Yolanda Arencibia.
Galdós. Una biografía.
Tusquets. Barcelona, 2020.

Como una biografía que “aspira a mejorar el conocimiento de las circunstancias del escritor, para que se entiendan con más profundidad sus ideas y sus compromisos con la vida y con la literatura, y para que se aprecie mejor el significado de su obra” define Yolanda Arencibia la monumental biografía de Galdós con la que obtuvo el Premio Comillas. La publica Tusquets en un amplio volumen que incorpora dos cuadernillos de ilustraciones.

Editora de los veinticinco volúmenes de la colección Arte, naturaleza y verdad. Obras completas de Pérez Galdós, Yolanda Arencibia lleva un cuarto de siglo dirigiendo la Cátedra Pérez Galdós de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y consolidando su prestigio como especialista en la obra galdosiana con una trayectoria investigadora que culmina con este ensayo del que dice en el prólogo:

La biografía que el lector tiene en sus manos aplica el axioma “El hombre es la obra” al escritor Benito Pérez Galdós, el gigante que vivió en España cincuenta y siete años del siglo XIX y dos décadas más del XX, y que, partiendo de la nada (ni familia de prosapia, ni gran fortuna), llegó a ser uno de los mejores escritores europeos.
Para ello me he propuesto seguir en directo los pasos del individuo Pérez Galdós, combinando los contextos personales, históricos y sociales que condicionaron su personalidad y determinaron la construcción de su obra, un universo de creación auténtico, fruto del resultado de un programa artístico que las circunstancias fueron ajustando.

Escrito con una meritoria suma de agilidad narrativa y rigor documental, es un exhaustivo recorrido por la vida y la obra de Galdós a lo largo de casi mil páginas de la mano de quien conoce en profundidad no sólo las claves biográficas del autor, sino los vínculos que conectan la biografía del novelista con su creación literaria, en un sistema de contrapuntos que relacionan la experiencia autobiográfica con su transmutación narrativa.

Porque, como señala la autora, “esta biografía aspira a mejorar el conocimiento de las circunstancias del escritor, para que se entiendan con más profundidad sus ideas y sus compromisos con la vida y con la literatura, y para que se aprecie mejor el significado de su obra. Porque Galdós sigue siendo poco y mal conocido. Se desgranan los títulos de sus novelas (con admiración, casi siempre; a veces sólo de oídas), se repiten datos elementales de su vida (algunos se repiten mal), se recuerdan varios de sus argumentos…, pero no acaba de entenderse su personalidad, ni de apreciarse la altura de su genio.”

Y así, siguiendo la trayectoria galdosiana del periodismo a la literatura, desde la prehistoria literaria de los años de formación a la madurez activa, de la crónica a la novela, se va construyendo esta minuciosa biografía que atiende a la ética y a la estética, a la conjunción de vida y escritura, de ideología y creatividad, de realidad e imaginación con la voluntad de totalidad propia de una obra panorámica que sitúa al novelista y a la persona en el contexto sociocultural y político de su tiempo.

Una profunda inmersión en el universo creativo galdosiano y una indagación rigurosa en su peripecia personal, en su creación narrativa y su voluntad testimonial, en la evolución ideológica y estética del escritor infatigable y el hombre discreto, en su capacidad de observación como espectador de la historia viva en el último tercio del siglo XIX o en su dominio de la evocación descriptiva a través de una biografía que parte del convencimiento de que “ha de atender al escritor y a la persona; a la obra y a la vida; a lo público, sin olvidar lo privado.”

Esa doble atención queda resumida ejemplarmente en la frase que evoca la muerte del escritor:

Silencio. Don Benito ha muerto. Galdós nunca morirá.

Es ya sin duda uno de los títulos de imprescindible referencia en las conmemoraciones del centenario de la muerte de Galdós.

Santos Domínguez 

29 julio 2020

Cuentos completos de Fernando Quiñones


  
Fernando Quiñones.
Tusitala. 

Cuentos completos.
Páginas de Espuma. Madrid, 2003.

Fernando Quiñones (Chiclana, 1930-Cádiz, 1998) es no sólo uno de los escritores fundamentales de la segunda mitad del siglo XX; es también uno de los más versátiles, el poeta poderoso de los diez libros de las Crónicas, el novelista de Las mil noches de Hortensia Romero y La canción del pirata.

Algunas de las más brillantes páginas de una obra repleta de ellas hay que buscarlas en sus relatos, que Páginas de Espuma reunió en una edición de su narrativa completa en la colección Voces.

Tusitala, el contador de historias, era el nombre mágico con el que llamaban a Stevenson los nativos de Samoa. Así se iba a titular un proyecto de libro que frustró la muerte de Fernando Quiñones, y así se titula el volumen que reúne todos sus cuentos, con edición y prólogo de Hipólito G. Navarro.

Se recogen aquí los ocho libros de relatos que el autor publicó entre 1960 y 1997, desde las Cinco historias del vino hasta El coro a dos voces pasando por La gran temporada, esas siete historias de toros y de hombres que premió un jurado integrado por Borges, Bioy Casares y Eduardo Mallea o Nos han dejado solos. Libro de los andaluces.

Y en todos ellos, cuentos definitivos, dignos de cualquier exigente antología del género: Muerte de un semidiós Los toros del Puerto, Legionaria, Cuqui o ese cuento portentoso de media página que es La tumba giratoria. 

El último libro de relatos que publicó Fernando Quiñones es El coro a dos voces, con una estructura en la que van alternando el registro culto y el popular. Y ahí, entre otros, uno de los mejores, Hoy playa no.

Se incluyen al final del volumen diez relatos, algunos rescatados del disco duro de su ordenador, que no se habían publicado aún o habían aparecido en alguna antología colectiva o en revistas y que iban a formar parte del proyectado Tusitala. 

El último, El final, es un cuento inquietante en el que el fin del mundo es un advenimiento de agua en vez de un juicio de fuego y el mar entra en las calles de Cádiz desde San Antonio y la calle Ancha y baja por la calle Novena hasta Sagasta.

Este libro es, además de una obra de arte absoluta, rotunda y terminante, un manual práctico del relato y de todas sus posibilidades expresivas, un despliegue de técnicas sobre perspectivas y tipos de narrador, sobre las formas de tratar el diálogo, de construir un personaje o de resolver el desenlace. Técnicas explicadas de primera mano. De la mano de uno de los primeros, de uno de los maestros del género.

                                                                                                                Santos Domínguez

27 julio 2020

Todo Wilt


Tom Sharpe.
Todo Wilt.
Traducciones de José Manuel Álvarez,
Marisol de Mora y Gemma Rovira.
Anagrama. Barcelona, 2020.

Siempre que Henry Wilt sacaba al perro a pasear o, para ser más precisos, cuando el perro le sacaba a él o, para ser exactos, cuando la señora Wilt les decía a ambos que se fuesen de casa para que ella pudiese hacer sus ejercicios de yoga, Henry siempre seguía la misma ruta. De hecho el perro seguía la ruta y Wilt seguía al perro. Bajaban hasta la oficina de correos, cruzaban el campo de juegos, luego el puente del ferrocarril y seguían por el sendero que bordeaba el cauce. Continuaban, siguiendo el río, poco más de kilómetro y medio y luego cruzaban otra vez por debajo de la vía férrea y volvían recorriendo calles cuyas casas eran mayores que la de Wilt y donde había árboles grandes y jardines y los coches eran todos Rovers y Mercedes. Era allí donde Clem, un labrador de raza, se sentía evidentemente más a gusto, y hacía sus cosas mientras Wilt esperaba mirando alrededor un poco inquieto, consciente de que aquel no era su tipo de barrio y deseando que lo fuese. Era prácticamente el único momento de su paseo en que él tenía una cierta conciencia de su entorno. Durante el resto del trayecto el paseo de Wilt era un paseo interior y seguía un itinerario completamente distinto de su propia apariencia y de la de su ruta. Era en realidad una jornada de pensamiento ávido, un peregrinaje por sendas de posibilidad remota que implicaban la desaparición irrevocable de la señora Wilt, la adquisición súbita de riqueza, de poder, lo que haría él si le nombrasen ministro de educación, o, aún mejor, primer ministro. Era algo urdido en parte con una serie de recursos desesperados y en parte con un diálogo mudo, de tal modo que quien reparase en Wilt (y la mayoría de la gente no lo hacía) podría haber visto que sus labios se movían de cuando en cuando y que se le fruncía la boca en lo que él suponía cariñosamente una sonrisa sardónica cuando abordaba cuestiones o respondía a argumentaciones con una agudeza de ingenio devastadora. Fue precisamente durante uno de esos paseos, bajo la lluvia, tras un día especialmente penoso en la escuela, cuando Wilt consideró por primera vez la idea de que solo podrían cristalizar sus esperanzas y podría considerar su vida algo propio si su mujer era víctima de algún desastre no del todo fortuito.

Esto, como todo lo demás en la vida de Henry Wilt, no fue una decisión súbita. No era un hombre decidido. Prueba de ello eran sus diez años de profesor auxiliar (Nivel Dos) en la Escuela de Artes y Oficios Fenland. Llevaba diez años en el Departamento de Artes Liberales dando clases a los alumnos de Instalación de gas, Enyesado, Albañilería y Lampistería. O manteniéndolos en calma. Y durante diez largos años se había dedicado a ir de clase en clase con dos docenas de ejemplares de Hijos y amantes o Ensayos de Orwell o Cándido o El Señor de las Moscas y había hecho todo lo posible por ampliar la sensibilidad de los aprendices con una notable falta de éxito.

Así comienza, en la traducción de José Manuel Álvarez, Wilt, el título con el que Tom Sharpe (Londres, 1928-Llafranc, 2013) inauguró en 1976 el ciclo de cinco novelas protagonizadas por Henry Wilt que Anagrama reúne en un volumen que recoge, además de la inicial, Las tribulaciones de Wilt, ¡Ánimo, Wilt!, Wilt no se aclara y La herencia de Wilt, con la que cerró la serie en 2009.

Profesor auxiliar en la Escuela de Artes y Oficios Fenland, casado con la iracunda, mandona y liberada Eva y padre de cuatrillizas asilvestradas, inseguro y patoso, Wilt es un ineficiente adiestrador cultural en un medio adverso, un personaje a la vez gris y extravagante entre muchos personajes grises y extravagantes, un pobre diablo que sufre humillaciones públicas y privadas y recae con frecuencia en sus excesos como bebedor de cerveza y en situaciones absurdas y bochornosas, generadoras de una espiral de enredos que desbordan al personaje, que acaba convertido de la manera más tonta en sospechoso del asesinato de su mujer.

Con una inagotable capacidad para crear problemas, sufrirlos y sortearlos con asombrosa habilidad, Wilt es un representante de la irrepetible clase media británica, sobre la que Sharpe proyecta su humor inteligente y corrosivo, su ironía, su sátira despiadada y cruel de la hipocresía en las relaciones sociales.

Las cinco novelas de la serie se sustentan, más que en cualquier otro material narrativo, en las peripecias descabelladas que genera el azar más que la determinación premeditada de los personajes. Además del extravagante protagonista, su esposa rolliza y lúbrica, insatisfecha y con inquietudes, un cóctel explosivo que da lugar a situaciones que van de lo trivial al enredo creciente; el peculiar inspector Flint; una muñeca hinchable a punto de ser enterrada en cemento; un desinhibido matrimonio norteamericano; las insufribles cuatrillizas y las dificultades financieras, los conflictos con los vecinos y los alumnos delincuentes; los afrodisiacos administrados a traición y la señora de los látigos; los traficantes de drogas de vanguardia...

Esos son algunos de los elementos triviales con los que Tom Sharpe construye su cruzada risueña  y corrosiva contra lo políticamente correcto y contra la hipocresía británica en la que quizá sea la mejor lectura para unas vacaciones tan raras como estas.

Santos Domínguez

24 julio 2020

Rosario Castellanos. Obra poética


Rosario Castellanos.
Poesía no eres tú.
Obra poética (1948-1971).
Fondo de Cultura Económica. México, 2017.


HIMNO 

Después de todo, amigos,
esta vida no puede llamarse desdichada.
En lo que a mí concierne, por ejemplo,
recibí en proporción justa, en la hora exacta
y en el lugar preciso y por la mano
que debe dar, las dádivas.

Así tuve muertos en la tumba,
el amor en la entraña,
el trabajo en las manos y lo demás, los otros,
a prudente distancia
para charlar con ellos, como vecina afable
acomodada en la barda.

Y recreos. Domingos enteros en la playa,
arboledas anónimas y amigas,
manantiales ocultos que cantaban,
libros que se me abrieron de par en par y bóvedas
maravillosamente despobladas.

Dioses a quienes venerar, demonios
tan hermosos que herían la mirada,
sueños para dormir asido al cuerpo ajeno
como hiedra de tactos y palabras
... y algún relámpago de medianoche
para alumbrar el orden de mi casa.

Ese espléndido poema de Rosario Castellanos (México, 1925- Tel Aviv, 1974), de su libro Materia memorable, forma parte de Poesía no eres tú, el volumen en el que reunió en 1972 su obra poética escrita entre 1948 y 1971.

Acaba de reeditarlo el Fondo de Cultura Económica en un volumen muy cuidado que es la cuarta reimpresión de la cuarta edición, lo que refleja la cantidad de lectores que se han acercado a la obra de una de las voces imprescindibles de la poesía hispanoamericana. 

Rosario Castellanos es uno de los grandes nombres de la literatura mexicana del siglo XX y forma parte, como Jaime Sabines y José Emilio Pacheco, de una irrepetible edad de oro de la poesía contemporánea en ese país.

Desde Apuntes para una declaración de fe, su primer poema, hasta El retorno, que cierra su último libro, Viaje redondo, la obra de Rosario Castellanos tiene un evidente fondo autobiográfico y desarrolla, con una conciencia cada vez más radical de su condición femenina, una trayectoria que va desde la búsqueda al conocimiento, a la afirmación de su propia identidad, esa “dignidad de isla” que nombraba en uno de sus poemas.

La soledad y el tiempo, el amor y la muerte (“entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo”), la amargura, la rebeldía y la ironía de un humor cada vez más negro son algunos de los temas, los enfoques y los tonos de una poesía de enorme potencia verbal y emocional.

Así, por ejemplo, en Muro de lamentaciones:

Alguien, yo, arrodillada: rasgué mis vestiduras 
y colmé de cenizas mi cabeza. 
Lloro por esa patria que no he tenido nunca, 
la patria que edifica la angustia en el desierto 
cuando humean los granos de arena al mediodía. 
Porque yo soy de aquellos desterrados 
para quienes el pan de su mesa es ajeno 
y su lecho una inmensa llanura abandonada 
y toda voz humana una lengua extranjera. 

Porque yo soy el éxodo.

Con esa constante presencia de lo autobiográfico que recorre sus libros, la poesía de Rosario Castellanos es una mirada al espejo, una forma de trazar su autorretrato, incluso cuando se proyecta en una máscara como en la excelente Lamentación de Dido, la reina abandonada por Eneas y hermanada con la poeta en la desolación:

Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no hay muerte. 
Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que dolor?— me ha hecho eterna.

La expresión de ese dolor, la explosión emocional de la mujer abandonada y sola alcanza uno de sus momentos más altos en Elegía, un poema de En la tierra de en medio:

Nunca, como a tu lado, fui de piedra. 

Y yo que me soñaba nube, agua,
aire sobre la hoja,
fuego de mil cambiantes llamaradas,
sólo supe yacer,
pesar, que es lo que sabe hacer la piedra 
alrededor del cuello del ahogado.

En Destino, un poema de Lívida luz que empezaba con dos versos memorables (“Matamos lo que amamos. Lo demás/no ha estado vivo nunca.”), confluyen los temas esenciales de la poesía de Rosario Castellanos, en la que se fusionan ejemplarmente el ímpetu del sentimiento y la potencia de una palabra que nunca deriva hacia la oscuridad metafórica, sino hacia la expresividad enunciativa y directa. Así termina ese poema:

El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve
—antes que lo devoren— (cómplice, fascinado) 
igual a su enemigo. 

Damos la vida sólo a lo que odiamos.

El amor como crecimiento o como destrucción, la rebeldía ante la soledad y las postergaciones, la incursión en la herida y en la sombra marcan las claves de esta poesía, exigente y rigurosa desde el punto de vista formal y estrechamente vinculada a la realidad biográfica y a las circunstancias sentimentales de su autora.

Además de sus libros originales, Poesía no eres tú incorpora las versiones que hizo Rosario Castellanos de poemas de Emily Dickinson y Paul Claudel y las especialmente brillantes de Marcas, de Saint-John Perse.

Santos Domínguez