28/2/18

Muñoz Molina. Un andar solitario entre la gente

Antonio Muñoz Molina.
Un andar solitario entre la gente.
Seix Barral. Barcelona, 2018.

“Llevo conmigo mi oficina ambulante, mi oficina de los instantes perdidos, de los titulares y los anuncios recortados o copiados, de los cuadernos escritos a lápiz de la primera a la última página, intercalados con recortes de periódicos diarios, de folletos de publicidad de revistas de modas, ilustrados por siluetas, eslóganes y palabras sueltas que pego en las páginas interiores, en la cubierta, en cualquier espacio libre”, dice el  narrador de Un andar solitario entre la gente, la última novela de Antonio Muñoz Molina que publica Seix Barral.

Organizada en dos partes -Oficina de Instantes Perdidos y Don nadie- Un andar solitario entre la gente es un mosaico del presente construido con escenas de la vida moderna, una novela itinerante y aluvional que, entre Madrid y Nueva York, entre la memoria y la invención, entre la crónica y la ficción, construye la imagen del mundo a través de una “arqueología del presente” que resume el sentido global de una obra cuyo método se explica desde el fragmento que abre la novela:

Escucha los Sonidos de la Vida. Soy todo oídos. Escucho con mis ojos. Escucho lo que veo en los anuncios y en los titulares de los periódicos y en los carteles y letreros de la ciudad. Voy viajando a través de una ciudad de palabras y voces. Las voces hacen vibrar el aire y llegan por mi oído interno al cerebro convertidas en impulsos nerviosos. Las palabras las oigo al pasar o cuando alguien se queda un rato a mi lado hablando por un teléfono móvil o las leo en cualquier lugar o en cualquier superficie hacia la que mire, cada pantalla. Las palabras escritas me llegan como sonidos de voces, notas que leo en una partitura, a veces queriendo distinguir varias palabras simultáneas, deducir las que no oigo porque se han alejado muy rápido de mí o porque las borra un ruido más fuerte. Las diferencias en las tipografías forman una incesante polifonía visual. Soy una grabadora en marcha, oculta en el teléfono futurista de un espía de los años sesenta, en el iPhone que llevo en el bolsillo. Soy la cámara que quería ser Christopher Isherwood en Berlín. Soy una mirada que no quiere distraerse ni para un parpadeo. El bosque tiene oídos, dice al pie de un dibujo del Bosco. Los campos tienen ojos. En el interior del tronco hueco de un árbol fosforecen en la oscuridad los ojos amarillos de una lechuza. Un árbol corpulento tiene dos orejas grandes como de elefante que casi rozan el suelo. Una escultura de Carmen Calvo es un gran portalón viejo de madera tachonado de ojos de cristal. Las puertas tienen ojos. Las paredes oyen. Los enchufes oyen, dice Gómez de la Serna.”

Registro de lo visto y los oídos con cuaderno y lápiz, con la cámara y la grabadora del móvil, para reunir un cajón de sastre, un mosaico construido con fragmentos breves que se abren con títulos procedentes de una frase tomada de un anuncio o del titular de un periódico.

Entre Madrid y Nueva York, entre el espacio público que ocupan los medios de comunicación o la publicidad y el ámbito íntimo de la crónica personal, conviven en el andar solitario del narrador el arte y la literatura, lo trivial y lo trascendente a través  de los diversos materiales que reflejan la vida individual en el mundo contemporáneo en un espacio de encuentro entre el deseo y la soledad.

Si la primera parte, ambientada en Madrid la primera noche de verano, es una despedida del barrio donde el narrador ha vivido sus últimos años, la segunda es otra despedida que se desarrolla durante un día de invierno en Nueva York y tiene como eje un recorrido por la isla, una larga caminata desde Broadway hasta el Bronx.

Y en las dos partes, el mismo narrador errante, el Robinsón urbano que pertenece a la misma estirpe deambulatoria que escritores como De Quincey, Poe, Baudelaire o Benjamin. Un narrador que pasea solitario y es todo oídos y escucha con los ojos, como Quevedo a los muertos, los anuncios y los titulares de prensa, los fragmentos de conversaciones captadas al azar, porque ese narrador sólo registra lo que llega a sus oídos y lo que ven sus ojos. 

Y de ese torrente de información agresiva y fugaz se alimenta esta escritura de lo inmediato, del collage y el apunte, matizado todo ello por una memoria visual y lectora que evoca el cómic y el cine, la literatura y el arte. Una memoria que entre la celebración y la denuncia, funde lo vivido y lo imaginado, lo leído y lo soñado -porque “en la soledad se confunden los mundos reales y los mundos inventados”- para crear un archivo de lo fugaz que registra el imperativo tentador, el consumismo y los materiales de desecho con los que se construye una realidad contemporánea en la que coexisten lo sórdido y lo admirable, lo trivial y lo importante.

Así resume el narrador su itinerario en la zona final de la obra, cuando está a punto de culminarla:

Mi Oficina Siempre Viaja Conmigo. He trabajado tanto en los últimos dos meses que ahora siento la necesidad de descansar, de regresar. Me he purgado y limpiado por dentro pasando tanto tiempo solo, dedicado a una sola tarea. Este lugar ha sido mi oficina y mi taller y la celda y el monasterio de mi retiro. No puedo calcular cuántos kilómetros he caminado ni cuántas páginas he escrito a mano y a lápiz en estos últimos meses. En el portátil está el número exacto de palabras que se han ido acumulando al pasar a limpio y a menos azaroso lo escrito. Las páginas en blanco se han ido presentando ante mí como las planchas lisas de cemento de las aceras de la ciudad, como las fachadas y los escaparates en los que se despliegan los letreros de los anuncios. He recortado y almacenado y grabado tantos fragmentos de conversaciones y titulares de periódico y eslóganes publicitarios que ahora tengo una gran necesidad de silencio. La mezcla de la extrema soledad y la sobreabundancia de voces escuchadas o imaginadas o leídas induce a un principio de delirio. Hay que cerrar antes de marcharse, y luego hay que no hacer nada: cerrar el último cuaderno, cerrar el portátil, cerrar la maleta, salir y cerrar con llave la puerta del apartamento, del monasterio abolido, como cierra luego el conductor el maletero del taxi.”

Santos Domínguez