30/11/15

Inquisición y censura en los Siglos de Oro


Manuel Peña Díaz.
Escribir y prohibir.
Inquisición y censura en los Siglos de Oro.
Cátedra. Madrid, 2015.

Ruego a Dios que conserve al calificador la vista y no permita que se le olvide el saber leer, declaraba Fray Luis de León en el curso del proceso inquisitorial del que fue víctima desde 1572. Se le acusaba de judaizante por haber usado como base de su traducción del Cantar de los cantares la versión hebrea.

Es uno de los cientos de casos de la censura que ejerció el Santo Oficio durante los siglos XVI y XVII. Sus variados mecanismos de control –edictos, índices de libros prohibidos, expurgatorios, cautelas– son manifestaciones de una represión cultural y un dominio ideológico que eran complementarios de la propaganda de la fe y la ortodoxia en connivencia entre la monarquía absoluta y el poder de la Iglesia.

Ese es el objeto de estudio de un espléndido ensayo, Escribir y prohibir, que publica Cátedra, en el que Manuel Peña Díaz aborda la teoría y la práctica de la censura inquisitorial en la España de los Siglos de Oro.

Uno de los aspectos más llamativos de esas actividades, además de su extensión y su capacidad coercitiva, es que entre la norma y la transgresión hay un espacio indefinido que los censores interpretan, unos límites cambiantes en la censura de libros y papeles sobre los que la Inquisición no siempre manifestó coherencia entre teoría y práctica, sino un discurso cambiante acerca de los peligros de la lectura que -por encima de su efectividad en la práctica- amplió el campo de lo sospechoso, lo censurable y lo condenable y generó mecanismos preventivos como el del lector escrupuloso o la autocensura.

Porque, como explica Manuel Peña, “la censura no fue un muro divisorio entre lo permitido y lo prohibido, sino un territorio donde lo herético y lo ortodoxo se tocaban, donde lo público y lo privado se confundían, donde el discurso religioso acusador y amenazante penetraba y violaba conciencias. Se impusieron coerciones, se expurgaron y se quemaron libros, pero también existieron resistencias, lecturas oblicuas, ocultaciones de libros prohibidos o permitidos, incluso en medio de la coerción, fuese del confesor, del inquisidor o del mismísimo mercado. Uno de los objetivos fundamentales –y casi inalcanzables— de los inquisidores fue el de reconocer esas tensiones y esos contrastes entre los modos de leer en concretas comunidades de lectores y las nuevas directrices sobre cómo y qué leer: ¿con quiénes, dónde y de qué maneras ejercían determinados lectores la lectura?, ¿qué expectativas y qué intereses depositaban en la práctica de ella?, ¿en qué formas y cómo circulaban los escritos? o ¿cómo se producían socialmente nuevos lectores?”

Es cierto que hubo fisuras en ese acoso a la discrepancia ideológica, que hubo un significativo comercio clandestino de libros prohibidos, que circularon textos escritos en árabe –una lengua que el Santo Oficio asimiló a la religión musulmana-, especialmente coranes y tratados de derecho islámico o medicina; que círculos luteranos o judaizantes recurrieron con frecuencia a la ocultación de libros; que Teresa de Jesús y sus seguidores –siempre en el inestable filo de la heterodoxia– negociaron con la censura; que hubo reacciones anónimas o seudónimas de protesta, pero también delaciones y adhesiones por intereses económicos, ideológicos o venales.

Pero también es verdad que esa censura representaba el brazo armado de un intenso control ideológico, que -aunque invocaba a Dios como primer censor- no sólo se ejerció sobre cuestiones religiosas, filosóficas o morales, sino también sobre cuestiones políticas: el problema de Cataluña, la Leyenda negra o las denuncias sobre los excesos de la conquista del Padre Las Casas.

Ese panorama acabó contaminando la actividad literaria e intelectual hasta el punto de que Cervantes puede ser leído en el donoso escrutinio de la librería de don Quijote no sólo como crítico literario, sino como censor, como “parte del debate sobre la valoración del libro que se gestó durante el siglo XVI.”

Un complejo sistema que practicó cinco métodos de censura -prohibir todo -impresos y manuscritos-, prohibir en romance, expurgar, prohibir traducciones y fragmentar- desde unos planteamientos que resume así Manuel Peña: 

“Desde finales del siglo XV el Santo Oficio ejerció una represión cultural y un control ideológico, que han sido enmarcados por los historiadores en el clásico modelo de Estado Absoluto, por su identidad vinculada a un credo y a un sistema de gobierno. No sólo los monarcas y las elites políticas y eclesiásticas utilizaron máquinas de propaganda, perfectamente engrasadas, sino que a éstas –o como parte de ellas- añadieron estrategias y aparatos de prohibición de cualquier manifestación -oral, visual o escrita- que se desviase de los principios dogmáticos y jurídicos dominantes. El proceso de confesionalización explicaría la importancia del control de los fundamentos religiosos –unido a las finanzas y al ejército- para la consolidación del Estado Moderno. Desde la historia política esta interpretación es perfectamente plausible. La sociedad estuvo, pues, virtualmente adocenada y mayoritariamente resignada. En el ámbito católico el mejor ejemplo del éxito de dicho proceso sería la larga vida de la Inquisición, hasta sus sucesivas aboliciones a comienzos del siglo XIX.”


Santos Domínguez