16/10/15

Elegías de Duino


Rainer María Rilke.
Elegías de Duino.
Versión de Juan Rulfo. 
Sexto Piso. Madrid, 2015.

Aunque nunca creyó en la posibilidad de la traducción -creía que únicamente se podía traducir la prosa y eso solo en el caso de que fuera mala-, Rilke pasó muchas horas de su vida traduciendo al alemán a poetas como Valéry. No eran traducciones estrictas, eran versiones en las que la voz de Rilke se superponía a la voz del poeta traducido o establecía con él un diálogo de afinidades personales y literarias. 

Y algo parecido ocurre con la versión que Juan Rulfo hizo de las Elegías de Duino, un poema imprescindible del siglo XX, que incorpora Sexto Piso a su creciente colección de poesía.

Cuando versiona las diez elegías que lo componen, Rulfo no parte del texto original de Rilke, hace su versión sobre dos ediciones: la de Juan José Domenchina en México en 1945 –que a su vez es una versión compuesta sobre traducciones más literales- y la de Torrente Ballester en 1946. Se trataba de un ejercicio poético en el que lo que le interesa a Rulfo es establecer un diálogo con unos textos en los que reconocía una cierta afinidad espiritual.

Unos textos escritos en un largo periodo de tiempo, a lo largo de una década, entre 1912 y 1922, entre dos castillos el de Duino en la costa de Trieste y el de Muzot en Suiza, entre la belleza y el espanto, dos constantes rilkeanas de las que habló memorablemente Antonio Pau en una obra imprescindible.

Con las Elegías de Duino no solo alcanzó su cima poética, escribió un poema esencial del siglo XX, semejante en potencia visionaria y en ambición verbal a Espacio de Juan Ramón Jiménez y a los Cuatro cuartetos de Eliot. Un poema único articulado en diez elegías partes que mantienen entre sí una serie de líneas de comunicación y que adquieren su verdadera dimensión en el conjunto.

En el irrepetible tono oracular con que arranca la primera elegía ya está fijada la tonalidad poética y la voz lírica que va a recorrer toda la obra:

¿Quién, si gritara yo, me escucharía
en los celestes coros? Y si un ángel
inopinadamente me ciñera
contra su corazón, la fuerza de su ser
me borraría; porque la belleza no es
sino el nacimiento de lo terrible; un algo
que nosotros podemos admirar y soportar
tan sólo en la medida en que se aviene,
desdeñoso, a existir sin destruirnos.
Todo ángel es terrible. Así yo, ahora
sepulto, como oscuros sollozos en mi pecho
mi grito de socorro. ¿A quién podremos recurrir?
Ni a los hombres ni a los ángeles.
¡Ay! Incluso las bestias, astutas, se percatan
de que es torpe, inseguro, nuestro paso
que yerra por un mundo interpretado.

Pero además a lo largo de esa primera composición, se anuncian, como en una obertura, los temas que van a ir desarrollándose en el conjunto de las Elegías: el ángel y ese animal que prefigura la última poesía juanramoniana, el viento de la noche, el amor y la muerte, la misión del poeta y su palabra salvadora, la relación entre los vivos y los muertos, como en el Pedro Páramo de Rulfo.

Entre dos impulsos, el cósmico y el visionario, las Elegías de Duino son una exploración en los límites, una indagación en lo invisible a partir de la relación entre la naturaleza y la conciencia, entre la mirada exterior y la mirada interior, entre el mundo visible y el mundo invisible.

Ese ámbito es el del ángel que simboliza el espacio de transición entre esos dos mundos, entre la realidad y el misterio, entre los vivos y los muertos, como esos ángeles que vio en los cuadros del Greco en su visita a Toledo, “ciudad del cielo y de la tierra”, que unifica en una sola visión como la del pintor “las miradas de los muertos, de los vivos y de los ángeles.” 

Rilke se instala así al filo del abismo con una ambición poética que le permite moverse entre el cielo y la tierra, indagar en lo cósmico y a la vez en lo telúrico, elevarse y abismarse con una mirada que va de lo exterior a lo interior buscando el espíritu de las cosas y pasando de la percepción a la conciencia, en un viaje hacia lo íntimo y a una conciencia proyectada a su vez en el mundo exterior:

Sí,
las primaveras te necesitaban.
Infinitas estrellas esperaron
que tú las contemplases. Del pasado
vino a ti una onda henchida, o, al pasar
ante un balcón abierto, la queja de un violín
se te entregó. Todo ello era mensaje.
Pero, dime: ¿supiste tú abarcarlo?
/.../
escucha el lastimero
soplo de los espacios:
ese ininterrumpido mensaje que se forma
del silencio, y que viene, hacia ti, susurrando,
desde los que murieron jóvenes.

Santos Domínguez